La distancia es un buen apoyo a la hora de comprender construcciones
intelectuales, y a medida que vamos acercándonos a nuestra propia
época esa ecuanimidad crítica se va debilitando, urgida
por los perfiles de algo cada vez más contiguo, abigarrado y móvil.
Además, el siglo XX no sólo sufre la irrupción de
violencias apocalípticas -claramente más atroces que en
ninguna otra fase histórica-, sino que gran parte del orbe se mantiene
expuesta a proyectos de ingeniería social eugenésica, vinculados
a distintas ramas del experimento totalitario. Sucesivos holocaustos preparan
y acompañan la consolidación de dos imperios absolutamente
hostiles, cuyo nudo original es el Tratado de Versalles (1919) que sigue
al final de la primera Gran Guerra. De allí parten males y bienes
sin cuento, con la divergencia entre mundo de los Planes y mundo de la
economía liberal reformada por el genio de J.M.Keynes, que resiste
el embate del totalitarismo construyendo Estados de bienestar social.
Desde Versalles nuestras sociedades basculan entre consolidar una prosperidad
sin precedentes y oscuros presagios de ruina; entre el seguro progreso
del libre examen y formas imprevistas de manipulación, capaces
de inaugurar una pasividad de la conciencia colectiva e individual que,
por contraste, haga parecer un juego de niños el viejo despotismo
asiático.
Para entonces el «Dios ha muerto» empieza a ser un recuerdo.
En el pedestal del más allá Nietzsche había puesto
amor la Tierra, y en esa voluntad de inmanencia coincidirán
casi todas las filosofías emergentes. Sin embargo, para Nietzsche
la Tierra era nostalgia del mundo griego combinada con una idea romántica
de evolución, cierta amalgama de amor a lo finito y a lo infinito
que consumió en pocos años sus fuerzas. Sin la alegría
ni el sufrimiento de su patética exaltación ¿cómo
contribuir al nacimiento del hombre superior? En una mitad del planeta
los asuntos ya están en manos de banqueros, industriales y científicos,
como preconizaba Comte; y en la otra mitad ya está en manos de
comisarios políticos, como preconizaba Marx. Ambos lados se afanan
por alcanzar tasas máximas de crecimiento, y ambos sirven sin vacilaciones
el proyecto técnico, la «transformación del mundo».
Paralelamente, «la confianza de que nos está permitido contar
con un porvenir de incalculable duración», en palabras de
Darwin, encuentra ásperas reconvenciones. Las estrellas duran relativamente
poco; los cataclismos son norma -y no excepción- en los cielos;
la muerte térmica derivada de una entropía creciente presenta
la vida como una precaria isla de orden en un universo cuya tendencia
es el desorden. Lo natural, lo instintivo, la altiva voluntad de poder
del superhombre, tropiezan con reglas de control para rebaños humanos
que se elevan a miles de millones de individuos. Algunas revoluciones
se ganaron, pero no se ganaron para el superhombre, y esto significa que
el nihilismo debe permanecer en su segunda acepción, la que no
adora un Ser hecho de nada pero aún no se acerca a la inocencia
de un niño, que como en Heráclito y Nietzsche
ríe y tira sin malicia los dados del destino.
1. Henri Bergson (1859-1941) nace el mismo año que Husserl,
en el seno de una familia judía también, y muere en el París
ocupado por los nazis, tras una larga vida como docente en esa misma ciudad.
Su juventud transcurre en una atmósfera caracterizada por la polémica
crónica entre espiritualistas y materialistas, con el viejísimo
trasfondo de elevar o no lo intelectual por encima del reino físico.
A Bergson le atrajo muy pronto Spencer, cuya orientación parecía
un modo de romper lo unilateral aparejado a ambos criterios; la filosofía
evolucionista contará más tarde era la única
de su tiempo que «intentaba seguir la huella de las cosas»,
y «modelarse sobre los rasgos de los hechos». Y esta seria
siempre su meta: un conocimiento adaptado a cada uno de sus objetos. Su
amistad con Einstein, enriquecedora para ambos, nos advierte de que no
estamos ante un pensador con nostalgias espiritualistas, sino ante alguien
que combina capacidad especulativa con una formación científica
bien actualizada.
En 1911 escribía: «El gran error de las doctrinas espiritualistas
ha sido creer que aislando la vida espiritual de todo lo demás,
suspendiéndola en el espacio más alto posible, quedaba a
cubierto de todo ataque: como si con ello no la hubieran expuesto a ser
confundida con un espejismo».
1.1. El concepto capital de este pensador es la duración
(durée)1,
que usa para distinguir lo real propiamente dicho de sus representaciones
sólo formales. La duración nombra un devenir
continuo de naturaleza cualitativa, interior tanto como exterior, semejante
a «una onda inmensa que recorre la materia». Las imágenes
y procesos determinados sólo se obtienen practicando «cortes»
en ese flujo continuo, interrumpiéndolo.
Dicho devenir sustancial se distingue del tiempo cuantitativo como se
distingue el movimiento efectivo -que surge siempre de alguna tensión
interna-, de la «ilusión cinematográfica del movimiento».
Por ejemplo, un hombre mueve un brazo porque él y su brazo son
tiempo real, duración, y ese movimiento está ligado sin
solución de continuidad con todo lo demás del universo.
Pero ese acto único sólo nos resulta accesible como proceso
particular, que en vez de ser tiempo (flujo creativo) acontece a través
de una serie de estados o instantes discontinuos, como las sucesivas imágenes
grabadas en una cinta de celuloide. En las imágenes quietas donde
se descompone el movimiento del brazo está todo menos aquello responsable
del dinamismo, todo menos la «duración real». Las sucesivas
imágenes son «cosas» fijas e inmóviles en sí
mismas, y en esto consiste la espacialización del devenir. Lo extenso
o espacial resulta de una descomposición en lo «tenso»
o propiamente temporal, y por eso Bergson dice que «la extensión
sólo aparece como una tensión que se interrumpe».
La duración no es accesible a la inteligencia, que constituye una
capacidad esencialmente «espacializadora» y debe explicar
por motivos mecánicos la sucesión de cosas o imágenes.
Y no lo es porque la meta de la inteligencia se cifra finalmente en el
poder del hombre sobre lo circundante. El acto de penetrar en la fluencia
de lo real corresponde sólo a nuestra «intuición»,
un equivalente del instinto animal que en nosotros se hace desinteresado
y consciente de sí. Intuición viene de intus, «dentro»,
y gracias a la intuición el pensamiento deja de dar vueltas alrededor
de las cosas (con fines de simplificación y manipulación)
para instalarse en su interior. El lenguaje intuitivo es por eso tan metafórico
como será siempre simbólico el de la inteligencia. Su objeto
es lo inmediato, y los conceptos que alcanza no provienen de una categorización
como en Kant, sino de una inserción o convivencia con
lo real que Bergson llama «simpatía» (de syn-pathein,
«co-sentir»). De la intuición estética surge
el arte, y de la intuición conceptual la metafísica, tal
como surgen otras ciencias de la inteligencia analítica. Llevándolo
a sus últimas consecuencias, la inteligencia es conocimiento de
una forma, y la intuición conocimiento de un contenido.
1.2. En La evolución creadora (1911), Bergson llama
también élan creador -así como
libertad, querer y hasta conciencia-
a su principio de la duración, y procede a relacionarlo con de
modo más preciso con lo material. La materia es la condición
de ese élan creador mientras permanece suspendido, y por
eso mismo se mantiene en una situación de estado, ocupando el otro
extremo de su propia actividad incesante. La materia es duración,
y la duración materia, de la misma manera que años
después- Einstein culmina la física relativista presentando
la materia como energía concentrada y la energía como materia
en disipación. El élan «no tiene más
que distenderse para extenderse», y la materia constituye por eso
mismo «una tregua en el querer». Cuando acontece una tregua
lo real se convierte en «un peso que cae», mientras la persistencia
(del querer) lo organiza como «un peso que se eleva».
En este tratado se presenta la entropía (segundo principio de la
termodinámica) como «la más metafísica de las
leyes físicas, porque nos muestra sin símbolos interpuestos,
sin artificios de medida, la dirección hacia donde marcha el mundo».
Bergson identifica esa tendencia de los sistemas físicos a equilibrarse,
nivelando a la baja sus diferencias de potencial, como norma inmanente
de la existencia material, y llega incluso a plantear la posibilidad de
un universo pulsante (llevado una y otra vez al equilibrio o muerte
térmica, pero resurgido una y otra vez por efecto de la gravedad),
que Boltzmann había excluido en 1898 como posibilidad estadísticamente
despreciable. Para La evolución creadora lo evidente en
todo caso es que ese mutuo pertenecerse de la acción y la materia
engendra la vida. «En realidad, no hay más que determinada
corriente de existencia y la corriente antagónica; de ahí
toda la evolución de la vida».
1.2.1. El principio inercial se reinterpreta entonces con agudeza:
«Pensemos en un gesto como el del brazo que se levanta; luego supongamos
que el brazo, abandonado a sí mismo, cae y que, sin embargo, subsiste
en él, esforzándose por elevarlo, algo del querer que lo
animó. Con esta imagen de un gesto creador que se deshace tendremos
ya una imagen más exacta de la materia. Y entonces veremos, en
la actividad vital, lo que subsiste del movimiento directo en el movimiento
invertido: una realidad que se hace a través de la que se deshace».
Entre el movimiento de la vida y el movimiento de la materia «surge
un modus vivendi que es precisamente la organización».
Ese orden es ante todo almacenamiento de energía, que opone a la
estabilización térmica del conjunto «gastos instantáneos»
en ciertos puntos. Los depósitos de energía «explosivos
cada vez más potentes» a medida que progresa la evolución
no pueden detener el curso entrópico general, pero sí retardarlo,
suscitando en el devenir automático movimientos «imprevistos»,
ganancias locales de información capaces de prolongarse en formas
imprevistas también.
La primera bifurcación del élan organizador acontece
con la planta y el animal. La vida entera pende de la función clorofílica,
que almacenando energía solar en las partes verdes puede transformar
substancias minerales en orgánicas, tendiendo así un puente
entre «la acción que se deshace» (materia) y la «acción
que se hace» (duración). Pero esta vía implica la
inmovilidad, y otro haz de vivientes se orienta a la locomoción,
abriéndose en innumerables líneas, de las cuales sólo
dos parecen haber logrado un claro éxito evolutivo: los insectos
sociales y el hombre. Las abejas y las hormigas establecen sociedades
perfectas e inmóviles. El hombre crea sociedades imperfectas y
progresivas. En realidad, el impulso vital se ha dirigido en los primeros
hacia el instinto, y en el segundo hacia la inteligencia. Las relaciones
entre uno y otra brindarán ocasión a Bergson para hacer
uno de sus más celebrados análisis.
1.2.2. No hay inteligencia sin huellas de instinto, ni instinto
que no esté rodeado por un halo de inteligencia. Se trata de soluciones
dispares a un mismo problema, y lo que el hombre consigue inventando herramientas
lo obtiene el insecto mediante modificaciones anatómicas. No obstante,
el instinto será consciente sólo en la medida en que sea
deficitario, enfrentado a alguna contrariedad, mientras en la inteligencia
el déficit constituye el estado habitual: ha de escoger lugar y
momento, forma y materia, sin poder evitar un desnivel entre representación
y acción eficaz. Más aún, no podrá satisfacerse
enteramente jamás, porque la satisfacción derivada de nuevos
hallazgos crea necesidades siempre nuevas.
Como la inteligencia es conocimiento de una forma, su superioridad sobre
el instinto resulta manifiesta. Las formas están vacías
y pueden rellenarse a discreción. El conocimiento formal es prácticamente
ilimitado, y por eso todo ser inteligente «lleva consigo lo que
le permite sobrepasarse a sí mismo». Con todo, esa formalización
el «poder indefinido de descomponer según cualquier
ley y recomponer en cualquier sistema» impide a la inteligencia
captar prolongadamente el devenir real, lo que verdaderamente hay.
«Hay cosas que sólo la inteligencia es capaz de buscar,
pero que no hallará nunca. Esas cosas sólo el instinto
las encontraría, pero no las buscará nunca.»
Enlazamos así con lo antes expuesto sobre «intuición»
y «duración». El hombre es homo faber antes
que sapiens. La inteligencia constituye una facultad evolutiva
orientada hacia fines prácticos, que se propone ante todo fabricar.
Su «simpatía» se refiere al sólido inorganizado,
y por su propia naturaleza sólo se representa con claridad lo discontinuo,
la inmovilidad. La ilusión cinematográfica del movimiento
tan ejemplarmente ilustrada por las aporías de Zenón,
así como todos los demás fenómenos de espacialización
del tiempo real provienen de que, evolutivamente, «las fuerzas elementales
de la inteligencia tienden a convertir la materia inorgánica en
un inmenso órgano mediante la industria». Si la ciencia sólo
se siente cómoda obviando la duración real, utilizando un
tiempo que ya no es tiempo sino espacio, se mantiene con ello fiel a «la
tarea que la vida asigna en primer lugar a la inteligencia». El
único peligro en ese sentido es, para Bergson, que nuestra cultura
penetre en un «frenesí industrial» análogo al
«frenesí ascético» padecido durante el medievo.
Junto a la prometedora orientación que por fuerza espacializa
al hacer ciencia, el pensador debe desarrollar su instinto intelectual
y construir paso a paso un concepto de «lo moviente» o temporal
en sí. Bergson recuerda aquí una observación del
Fedro platónico, donde se comparan el buen dialéctico
y el cocinero hábil, que trocea al animal sin mellar su cuchillo
con huesos, «siguiendo las articulaciones trazadas por la naturaleza».
Le habría complacido conocer el conjunto de datos y conceptos que
hoy llamamos teoría o ciencia del caos, donde hubiese visto confirmadas
algunas de sus perspectivas (aunque no precisamente su interpretación
del segundo principio de la termodinámica). Pero contribuyó
mucho a la formación del instinto intelectual en I.Prigogine, el
fundador de esa ciencia, y con eso solo ya forma parte de ella.
A despecho de cierto espiritualismo edificante en sus últimas obras
(coincidiendo con su conversión a la fe cristiana), Bergson representa
un fructífero diálogo con las ciencias físico-matemáticas,
y un trabajo de análisis propiamente filosófico en tres
frentes. Uno es desbloquear el concepto kantiano de experiencia con el
de una intuición humana como instinto consciente. El
segundo es abordar el problema de lo real, que se capta como fluir cualitativo
continuo en la idea de «duración», y ofrece una alternativa
sostenible a la reclusión en lo trascendental. El tercero es un
concepto de verdad que ya no es la fosilizada adecuación del intelecto
y la cosa, sino el carácter de una acción que se descubre
por inmersión («simpatía») en ella.
2. M. Heidegger (1889-1976) fue durante algún tiempo ayudante
de Husserl y más tarde sucesor suyo, cuando ser judío le
supuso ser relegado sin contemplaciones. Este hecho, unido al de estar
afiliado precozmente al partido nazi y sus elogios al nacionalsocialismo
-en el discurso que pronunció al ser nombrado Rector de Friburgo
en 1933-, le han valido un justo desprecio. Pero si hay algo semejante
a una filosofía de la existencia se debe a Ser y tiempo
(1927), uno de los libros influyentes del siglo. En Heidegger, que fue
durante algunos años seminarista, se aprecian la temática
de Kierkegaard y Husserl, una magnífica formación en historia
de la filosofía y sobre todo una recepción del
«Dios ha muerto» como coronamiento y destrucción de
la metafísica.
El concepto básico de este pensador se enuncia en pocas palabras:
«la substancia humana es la existencia». La determinación
(que Ortega y Gasset había llamado algo antes circunstancia)
precede a la identidad; la esencia viene siempre después de un
existente, porque no hay ficciones como el sujeto puro, y desde el comienzo
el individuo es un «ser en el mundo», un ser ahí.
En Heidegger, al igual que en Sartre y los demás existencialistas,
lo que penetra e informa todo de un modo u otro es su condición
de conciencias sitiadas entre guerras. No sólo asisten a las dos
conflagraciones más letales de todos los tiempos, sino que ninguno
de estos pensadores vivirá lo bastante para adivinar siquiera el
término de la Guerra Fría. Les toca vivir, como al resto
de su generación, el espectro cotidiano de una hora final para
humanidad, sostenida sobre gigantescos arsenales nucleares. Durante décadas,
Washington y Moscú difieren poco en sus cálculos sobre cuántas
veces podrían destruir sus bombas de hidrógeno y atómicas
todo rastro de vida sobre el planeta. Rondarán el millar de veces,
aunque quizá algo menos, y podrían sobrevivir tanto algunas
hormigas como otros animales del subsuelo.
2.1. Para Heidegger el problema a la vez olvidado e inexcusable
de la filosofía es el ser, por lo cual distingue lo «óntico»
-que concierne a los entes- y lo ontológico, que concierne
al ser mismo. El modo de acceder a lo ontológico son ciertos sentimientos
graves angustia, hastío, soledad, extrañeza
que revelan el ser del mundo presentándolo como totalidad de los
«entes». La siguiente cita de ¿Qué
es metafísica? (1929) ilumina el análisis que
desarrolla Ser y Tiempo:
«Se nos aparece esta totalidad, por ejemplo, en el caso de un
disgusto general y profundo. Al extenderse este disgusto hasta los abismos
de la existencia como una niebla silenciosa, confunde a las cosas, a
los hombres y a nosotros mismos en una indiferencia general, proporcionándonos
una revelación de lo existente en su totalidad».
Como se parte de la conciencia, ser es ser-ahí (Da-sein, «existencia»).
Ser-ahí o existir es ser en, lo cual supone ya un extrañamiento
apoyado sobre ese en (óntico) que representa el mundo. Partiendo
de la «mundanidad» del existente (Dasein), una genealogía
de ese mundo lleva a la espacialización en el sentido de Bergson.2
El ser se presenta como cosa extensa y extendida, y de ahí
en el humano un afán que Heidegger llama Sorge habitualmente
traducido por «cura», en el sentido de «preocupación»,
«desvelo», que será objeto de una descripción
detenida llamada analítica existencial. Tratemos de
seguirla en sus pasos básicos.
Ser en el mundo como espacialidad transforma el «sí mismo»
en el impersonal «se» (man), del se dice se piensa,
etc. Y tal «impropiedad» (también inautenticidad)
despierta a su vez el «temor», que es «el modo del encontrarse»
donde ocurre todo comprender e interpretar. De ahí surge una conciencia
sobre la «caída» (en la «espacialidad»),
cuyos fenómenos son «las habladurías», la «avidez
de novedades» la «ambigüedad» y como síntesis
el «estado de yecto» o de lanzado materialmente a la existencia.
Como es una situación meramente de hecho (o de «derelicción»),
ese abandono contradice una esencia subjetiva que no custodia tanto la
realidad como la posibilidad, y que por eso mismo trasciende siempre.
Pero esa contradicción suscita «el encontrarse en la angustia»
y el «estado de abierto», desencadenando el planteamiento
del posible «ser total» del hombre. La angustia no es por
algo, es precisamente por nada, y su verdadera operación es hacer
patente la nada en sí.
Con esta aparición de la nada invocando al hombre a «tener
conciencia» termina la primera parte de Ser y tiempo. La
segunda comienza con el resultado del «ser total» como ser
para la muerte, que no se refiere aquí a ningún hecho material
como la defunción, sino a lo que Heidegger llama «precursar»
(anticipar) la posibilidad. Abrirse a la muerte descorre a la vez la dimensión
del «propio» sofocada por el impersonal «se»,
e inaugura con ello el «estado de resuelto», donde la mera
conciencia se transforma en «voz» de la conciencia que llama
a la autenticidad y permite «comprender la invocación
y la deuda». El hombre se ve llevado así a reconocer que
«huye» de sí «espacializando» la temporalidad
radical de su existencia, y que el «denuedo» de asumir el
tiempo le abriría a una constante anticipación de la muerte
no menos que a su «propiedad», proporcionándole un
retorno a su vida cotidiana como dimensión histórica. Allí
el hombre descubre por qué su esencia es la existencia, comprendiendo
que él es historia individual (un «hacer tradición
de sí mismo») y a la vez está en la historia. Con
la historicidad del individuo y del mundo se entrevé el tiempo
como sentido del ser.
Sin embargo Heidegger sólo publicó las dos primeras partes
de Ser y tiempo, dejando apenas indicada la elucidación
del ser prometida al comienzo del tratado como tercera parte. Esta ontología
general será lo que intente un colega suyo, Nicolai Hartmann, mientras
por una u otra razón Heidegger esquiva la empresa,
dejando la existencia concreta y vivida del hombre como única
«substancia» suya. En obras posteriores tratará de
corregir ese primado de lo existencial sobre lo ontológico, aunque
sin tender nunca un puente entre ambas dimensiones.
Extraña, opresiva y sin duda original para un tratado filosófico,
la analítica de este libro se ve lastrada gravemente
por combinar un cuadro de intensa desesperación subjetiva con un
aparato erudito y aparente distancia (concretamente el aparato expositivo
husserliano) a la hora de describir su asunto; esto implica enormes notas
a pie de página, uso incesante de comillas3
y cursivas, estilo brusco cuando no arcaizante, reiteraciones innumerables
y como elemento más gravoso a la larga- el hecho de que al
introducir cada concepto Heidegger hace tortuosos rodeos sobre qué
no es y qué tampoco es, demorando largamente su definición.
En definitiva, pretende analizar la angustia y otras modalidades de disgusto
de un modo asépticamente profesoral, como se examinan tipos de
silogismo o cualquier cosa distinta de un dolor inmediatamente sentido.
Por otra parte, justamente eso hará de Ser y tiempo un libro
de culto, pues el dolor se filtra por cada resquicio erudito, y la época
agradece a fondo que se componga un tratado tradicional sobre el disgusto
y el espanto, en vez de dedicarlo al espíritu o a la idea.
2.2. Menos convulsa, y mucho mejor escrita-, la obra posterior
de Heidegger es una filosofía sobre la historia de la filosofía,
donde entre otras cosas repiensa luminosamente a los griegos.
El proceso global se percibe como una metafísica del sujeto, que
surge de modo explícito en Descartes y alcanza su última
expresión en Nietzsche. El núcleo de esa orientación
«subjetivista» y «humanista» está para
Heidegger ya en la filosofía platónica, porque allí
se plantea y resuelve por primera vez de modo «subjetivo»
el dilema básico: fundar el ser en la verdad (subordinarlo a la
«idea») o fundar la verdad en el ser (viendo en ella un «des-velamiento»
o alétheia del propio ser). Cuando acontece lo primero el
ser queda fundado en las reglas del intelecto, y se erige en certeza última
tras sucesivos pensadores intermedios la definición
de la verdad como «una especie de error» (Nietzsche). Excluyendo
a algunos pensadores griegos los preplatónicos y Aristóteles
la historia de la metafísica dibuja un progresivo «olvido
del ser» o, cosa idéntica una creciente manipulación
de lo real por la voluntad de dominio. El mundo queda reducido a mero
objeto explotable, el pensamiento pierde toda relación inmanente
con el ser (toda «objetividad»); salvando el abismo abierto
entre el puro útil que ha llegado a ser la Naturaleza y el puro
sujeto que ha llegado a ser el hombre aparece el espíritu de la
técnica. Este espíritu es para Heidegger el acontecimiento
fundamental del mundo moderno, entronizado ya desde Galileo y Descartes
pero sólo en nuestros días omnipotente. «La tecnología
es la metafísica de la era atómica» y de ello se derivan
dos riesgos básicos para el hombre: a) que la técnica
se vuelva sobre él como nuevo objeto explotable; b) que
la reducción de lo real a lo útil vele y oculte progresivamente
cualquier otro horizonte humano.
La única manera real de transformar el mundo sería renunciar
a transformarlo, procurar «dejarlo ser» y entonces
observar detenidamente. La voluntad de dominio del hombre superior nietzscheano
se revela al término como «voluntad de voluntad», círculo
vicioso del desasosiego regenerándose. Si lo miramos de cerca,
Heidegger es el más parmenídeo de los pensadores desde Parménides
4,
el único que insiste en deslindar con todo rigor lo ontológico
de lo óntico, y en llamarse pastor del ser.
Sin embargo, es precisamente él quien formula lo más anti-ontológico
concebible, que es el primado de la existencia sobre la esencia, el ser
como ser-ahí. Esta contradicción deja de serlo si vemos
su existencialismo el primado del estar en general- como lo precario
o pasajero, huella de esa terrible época donde le toca vivir, merced
a la cual, por otra parte, se le hace patente lo absolutamente opuesto,
el ser de los eleáticos.
En semejante perspectiva no coincide, desde luego, con el existencialista
que le sigue, para quien el ser no es aplastado temporal sino consustancialmente
por el ser-ahí. La desesperación progresa.
3. Jean Paul Sartre (1905-1981) es una personalidad de singular
energía y facetas múltiples. Miembro de la Resistencia durante
la guerra, periodista, profesor, novelista, dramaturgo, primer intelectual
«comprometido» (el término es suyo), arriesga su vida
no una sino varias veces por la libertad y la justicia. Escritor extraordinario
en los muchos géneros que abordó, no tiene la menor dificultad
en hacer amena y clara la exposición de conceptos filosóficos.
Su precoz ensayo La trascendencia del ego (1934) critica con gran
contundencia a Husserl. Su yo puro es algo del mundo que pretende esquivar
el descarte5
de lo mundano en general. Además, hay un plano «irreflejado»
en la conciencia donde falta esa yoidad. De hecho, la conciencia
no la necesita, y es más bien una «impersonalidad».
El yo en general tanto en las alambicadas formulaciones de la academia
como en su sentido más prosaico- es posibilitado por la unidad
de las representaciones mismas, no a la inversa. El ser del sujeto cognoscente
es una conciencia definida como espontaneidad individuada, aunque impersonal
y asubstancial.
«Hemos encontrado lo absoluto, y es una pura apariencia,
en el sentido de que sólo existe si aparece y en la medida de
tal aparecer, pero precisamente porque es un vacío total puede
ser considerada lo absoluto».
El ser y la nada (1943) consuma el plan de profundizar en la perspectiva
«fenomenológica» pero dejando atrás el formalismo
husserliano, y «extraer todas las consecuencias de una posición
atea coherente». De un modo muy cartesiano, el ser se presenta dividido
como en sí y para sí. El «en sí» es aquello
que siendo para la conciencia no se reduce a ser conciencia
y conserva siempre un carácter de «facticidad y opacidad».
El «para sí» es la conciencia misma, como aquello que
«sólo existe si aparece», fundada en la absoluta falta
de materia y substancia. Caracteriza al para sí ser algo no-en
sí y, por lo mismo, algo que es nada (como lo prueba a las claras,
dice Sartre, el hecho de consistir en deseo, posibilidad, valor y conocimiento).
Ahora bien, algo que es y sigue siendo nada es algo libre,
una libertad.
Desde la perspectiva de Nietzsche ¿a qué tipo de nihilismo
pertenece esta actitud? Niega desde luego la nada disfrazada de Ser Supremo
y afirma otra cosa, pero tampoco encuentra entidad. Ser libre no viene
de elegir ontológicamente (entre algo real y algo irreal, vida
y muerte en vida, etc.), sino de que al ser pura conciencia la existencia
humana se sostenga sobre un defecto de esencia o ser físico. Rodeada
por meros fantasmas intelectuales (como el concepto de razón) o
por seres irremisiblemente opacos como árboles, monedas, etc.,
la conciencia no debe conquistar una libertad, sino que al contrario está
condenada a ser libre.
3.1. Por otra parte, la libertad trasciende el hecho o la facticidad
en general, negando sin pausa esa dimensión donde el positivismo
encuentra su patria y sentido. Somos nosotros quienes decidimos sobre
lo humano y lo inhumano siempre. Incluso en la guerra, donde podríamos
alegar que una fuerza mayor nos excusa, la posibilidad del suicidio o
la deserción son constantes. Si nos consideramos atados por un
instinto de conservación o cualquier cosa análoga, estamos
mintiéndonos al nivel más profundo, que es tomarnos por
seres naturales (esencias). La libertad es por eso responsabilidad
y, en su despliegue, «proyecto» de acción. La estructura
del proyecto queda revelada por un «psicoanálisis existencial»
que corrige el freudiano en un aspecto decisivo: la premisa del obrar
no son «pulsiones» que operan de modo mecánico e inconsciente,
sino elecciones libres explicadas con distintos pretextos y razones. Así,
por ejemplo, la teoría de las neurosis cae dentro de la categoría
que Sartre llama mauvaise foi («mala fe»); los pacientes
neuróticos son desertores de la responsabilidad, que visten esa
decisión con síntomas clasificados luego -por su colaborador
en el engaño (el psicoanalista)- como histeria, neurastenia, etc.
En realidad, no hay nada semejante a la enfermedad mental, pues el yo
y la conciencia pertenecen al para sí, y las enfermedades
propiamente dichas afectan sólo al en sí corpóreo.
Queremos también fundir el en sí opaco y el para sí
traslúcido, el ser y el pensamiento, la facticidad y la conciencia,
produciendo una ver y otra el ideal de un Dios. El ser humano es, en realidad,
«el que proyecta ser Dios», entendido como «pasión
de la libertad». Pero el ateo debe reconocer en ello algo «inútil»
y «absurdo», pues cualquier intento de unir substancia física
y sujeto está abocado al fracaso. Llevando el pesimismo a la más
inmediato, a Sartre la vida orgánica le provoca «asco»,
un sentimiento expuesto en La náusea (1938), una novela
muy leída durante décadas. Náusea acompaña
a la biología como metabolismo o regeneración
de vísceras y tejidos, que abruma con su en sí ciego a un
para sí divorciado de cualquier patria física. Estamos,
evidentemente, en los antípodas de Nietzsche, navegando por las
simas de un desencarnado coraje intelectual.
De ahí propuestas como apartar todo «espíritu de seriedad»,
aunque el resultado no sea precisamente alguna alegría de las consideradas
«Emborracharse en soledad es lo mismo que conducir a los pueblos.
Si una de estas actividades resulta superior a la otra no se debe a
su objetivo real, sino a la conciencia que posee de su objetivo ideal;
y, en este sentido, el quietismo del borracho solitario es superior
a la vana agitación del conductor de pueblos».
Una década más tarde, en El existencialismo es un humanismo
(1956), Sartre declara que su filosofía «en ningún
modo busca hundir al hombre en la desesperación». Ya lo está
sin necesidad de su ayuda, y El ser y la nada fue una «ontología
fenomenológica» que creía encontrar ciertas «esencias
eidéticas puras» en la conciencia humana. Lo que allí
trató de consumar era un esfuerzo de coherencia para con el ateísmo,
obligado como había dicho Stirner un siglo antes a
fundar su causa en nada.
Lo siguiente es Crítica de la razón dialéctica
(1960), otro extenso tratado donde cambia lo cartesiano de su existencialismo
por una dimensión social de la conciencia. La razón dialéctica
afirma ahora es aquella que no se contenta con pensar el mundo
y ha decidido transformarlo. Esto es lo que Marx expuso en su onceava
tesis contra Feuerbach, y esto hace del marxismo la filosofía «viviente».
Comparado con ella, el existencialismo es una «ideología»
y, más exactamente, una «ideología parasitaria».
Sin embargo, el marxismo está fosilizado y se fosiliza más
y más en los comunismos empíricos de su tiempo, mientras
una actitud como la existencialista puede usarse para introducir allí
el antídoto a la esclerosis que supone un humanismo. Poco humanismo
descubrimos, sin embargo, en su invitación a no temer las manos
sucias que resultan de aplicar la debida violencia revolucionaria.
La invitación, por cierto, fue brillantemente refutada entonces
por A.Camus, motivando una agria polémica sobre si el fin justifica
o no los medios.
El ser y la nada descubría una libertad absoluta en el hombre,
por no tener materialidad alguna su conciencia. La Crítica de
la razón dialéctica, un cuarto de siglo más tarde,
descubre «la praxis de hombres gobernados por su materialidad».
Esto implica pasar de una tesis a su exacto inverso., quizá porque
ninguna desborda los perímetros del compromiso intelectual.
Primero traduce «yo puro» por «nada libre», y
luego su repugnancia ante la vida en general lleva a Marx como filosofía
viviente. Aunque no quiera hundir en desesperación,
es una filosofía de duelo. El sujeto es totalmente asubstancial,
el mundo totalmente fáctico. Este mismo duelo, reclamando la autenticidad
del hombre como ser-para-la-muerte, informa Ser y tiempo. En ambos
casos se trata de asumir el «Dios ha muerto» sin edificaciones
pueriles. Pero se echa de menos una consideración conceptual más
amplia y matizada a la vez, menos dispuesta a enjuiciar todo desde el
horizonte de una época transitoria, como todas las épocas.
De ahí que el éxito arrollador de Sartre se haya visto seguido
por un colapso brusco de su influencia.
4. Tras las construcciones analíticas del existencialismo,
desgarradoramente emocionales, será un alivio volver a lo menos
emocional en principio del universo entero, que es la fundamentación
de las ciencias llamadas exactas. Tendemos a pensar que las polémicas
son patrimonio de las otras ciencias, y mucho más aún de
la filosofía antigua, mientras en este terreno la propia exactitud
de sus objetos y métodos descarta no sólo conflictos irracionales
sino un desarrollo distinto del ir acumulando hallazgos, que como en la
edificación de una casa van poco a poco logrando su meta. Desde
que Newton y Leibniz formularon las operaciones y principios del cálculo,
en este terreno se observa, efectivamente, un progresivo perfeccionamiento
de esa herramienta y de otras, con matemáticos tan extraordinarios
como Gauss dentro de una pléyade formada por muchos más.
Por otra parte, el propio perfeccionamiento suscita la necesidad de sistematizar
y organizar esos resultados.
El asunto de fondo con el que topa esto es la dimensión lógico-objetiva
de la experiencia humana, contrapuesta a su vertiente psicológico-subjetiva.
Por supuesto, dicha contraposición sólo llega cuando la
lógica deja de ser descripción de la substancia (como en
Aristóteles y Hegel) y, por lo mismo, se ciñe a ser la pura
forma de lo evidente. De hecho, la lógica escolástica era
ya una disciplina puramente formal, y en Kant aparece como prototipo de
las disciplinas «analiticas». Frente a los juicios necesariamente
tautológicos de ese saber, Kant había insistido en que los
juicios de la matemática son «sintéticos», al
combinar categorías y axiomas lógicos con intuiciónes
espaciotemporales. Por consiguiente, las verdades matemáticas eran
tan necesarias como las de la lógica, aunque no tan vacías.
No obstante, esa apacible delimitación de campos entra en crisis
al difundirse el positivismo, y tropieza con los propios progresos de
la matemática. Para Comte el conocimiento es «organización»
de datos empíricos (hechos), y el conocimiento matemático
no sólo no tiene un origen «empírico», sino
que constituye el prototipo de lo a priori. Mientras el laborioso
desarrollo de esta ciencia no sugiera elevarla sobre todas las demás,
desprendiéndose de la física, la lógica formal y
cualquier otro soporte para sus operaciones, la tensión permanece
latente y la meta comtiana de reducir la matemática a una sintaxis
se mantiene como simple meta, sin mover las aguas profundas del fundamento.
Esta conmoción acaba llegando, con todo, gracias al hallazgo de
dos geometrías no euclidianas, una gracias a los trabajos de N.Lobatchevsky
y J.Bolyai y otra gracias a los de B. Riemann. En un principio los espacios
postulados por esas geometrías se consideraron puras entelequias
matemáticas comparado con el de Euclides,
cuya geometría parecía la idea misma del mundo físico.6
En cualquier caso, el hecho de no ser «una» sino varias, dotadas
todas ellas de la misma validez lógica, movía a pensar que
sus principios eran reglas sintácticas, fundadas en la lógica
formal y no en una intuición a priori del espacio, como
había propuesto la Crítica de la razón pura.
4.1. Dicha cuestión, en sí capital, se hace todavía
más urgente y aguda considerando que los matemáticos creativos
denuncian una total falta de rigor ya desde el noruego Abel
-en 1826-, al entender que el análisis carece de todo plan
y sistema, y asombra que tantos hayan podido estudiarlo. Esto es
singularmente grave cuando en matemáticas se acumulan grandes progresos,
y su compenetración con la física va asumiendo la definición
del mundo real que antes correspondía a metafísicas. Al
mismo tiempo, esa exigencia de rigor (plan y sistema, no menos
que fundamentos inatacables) consigue resultados paradójicos,
destapando conflictos entre lo lógico y lo ilógico por no
cumplirse el comportamiento esperado de funciones y series, y surgir diversos
tipos de monstruos7.
Cuando hace falta no seguir concluyendo lo general a partir de lo
especial (Abel), el propio esfuerzo por aclarar, sistematizar y
pulir arbitrariedades descubre nuevas grietas en los cimientos de esa
roca inconmovible de la razón pura.
Para remediarlos parece inevitable sembrar todo el campo matemático
de axiomas o conceptos transparentes y supremamente sencillos8,
de manera que toda operación y teorema pueda deducirse de ellos,
inspirando una corriente axiomática en geometría
cuyo principal representante será D.Hilbert (1862-1943). Dicha
corriente converge con trabajos orientados a construir un «álgebra
de la lógica» una lógica matemática
que culmina en 1902 el alemán G. Frege con sus Leyes fundamentales
de la aritmética. Frege propone «aritmetizar» toda
la matemática (en contraste con la «geometrización»
característica de los griegos), identificando lisa y llanamente
lo matemático con lo lógico. Pero a esos efectos era preciso
establecer de antemano todos los procedimientos de inferencia admisibles,
algo no consumado por Frege, y quien se lanza valientemente a ello con
una «teoría general de las relaciones» es Bertrand
Russell (1872-1970), ayudado más adelante por el matemático
y filósofo A.N.Whitehead.
4.2. Justamente esta aclaración y sistematización
definitiva, que Russell emprende para evitar la confusión
y perplejidad reinante, desata una dialéctica de nuevas y
cada vez más amplias contradicciones, que nada puede envidiar a
las descritas por Hegel en otros campos. Veamos algunos detalles y aspectos,
ya que son sin duda pertinentes por no decir cruciales- para cualquier
metodología del pensamiento científico.
Para empezar, un aspecto esencial era la definición de número,
si bien la que acabó proponiendo Russell («número
es aquella cosa que es el número de una clase determinada)
no satisfizo a nadie, incluyendo algunas décadas después
al propio Russell. Para establecer el concepto de número había
que investir a la «clase» con las relaciones (postulación,
identidad, diferencia) necesarias, y eso implicaba sortear el problema
con una especie de realismo escolástico, pues tan clase en términos
de lógica simbólica es la familia de los conejos como la
clase de los acuarios con peces verdes y dos cepillos de dientes gastados
en el fondo. Deducir el número a partir de la clase tenía
mucho de escandaloso para algunos matemáticos.
Pero, en realidad, la «crisis de fundamentos» no se había
agudizado porque a la matemática tradicional le faltase un plan
homogéneo, como alegaba Abel, sino ante todo porque entretanto
ocurre la gran revolución consumada por G. Cantor (1845-1918) -la
teoría de conjuntos-, que permitiendo usar números transfinitos
y volar al fin libremente(Cantor), evocaba también
la combinación de «todo con cualquier cosa» (Cassirer).
Conjunto, dijo Cantor, es cualquier colección de objetos
distinta de nuestro pensamiento, y aunque los logros teóricos
y las aplicaciones prácticas de esta construcción resultaban
formidables, desde el punto de vista lógico forzaba una circularidad
(o paralogismo de petición de principio) que acabó
llamándose definición impredicativa. Por ejemplo,
al definir un conjunto M y un objeto m como miembro suyo,
m sólo se define por referencia a M. Y si definimos
la clase de todas las clases que contiene más de cinco elementos
hemos definido una clase que se autocontiene como elemento. A fin de cuentas,
desde un punto de vista lógico no es legítimo definir un
elemento por su colección. Ante esa evidencia, Russell y Whitehead
podían ponerse a desterrar todo lo impredicativo de sus Principia
Mathematica (1925), aunque el remedio curaría la enfermedad
matando al paciente, pues sin definiciones de ese tipo sucumbe buena parte
del análisis matemático.
Por otra parte, la artificiosa y complicadísima- construcción
sobre clases y tipos abría una nueva dialéctica.
Tanto los postulados como las consecuencias de la lógica formal
son proposiciones arbitrarias, desnudas de realidad empírica, que
en vez de contenido sólo tienen forma. Tras revelarse incapaz de
fundar lógicamente la matemática, el esfuerzo de Russell
y Whitehead sugería que tampoco la matemática tiene contenido.
Contra esta suposición se alzó el intuicionismo, que cobra
carta de naturaleza académica con un texto de Brouwer de llamativo
título: Sobre la infiabilidad de los principios lógicos.
Para el intuicionista la matemática es una actividad mental espontánea,
cuyo contenido son conceptos regidos por principios evidentes. Basta ya,
pues, de postular dogmas como el principio del tercero excluido (algo
es P o no-P, es verdadero o falso) o el propio concepto de infinito, que
sólo puede existir en potencia. Eso supone, desde luego, negar
los conjuntos infinitos en acto cuyos elementos están presentes
a la vez- que irrumpen desde Cantor, y muchos teoremas del análisis
clásico. Además de verdaderas o falsas, las proposiciones
pueden ser también indecidibles, y es un camino estéril
tratar de perfeccionar la forma lógica, porque el progreso depende
de modificar los fundamentos teóricos. Lo esencial es poder construir
cada objeto, en vez de probar su existencia mediante postulados y reducciones
al absurdo.
No obstante, ni Brouwer, ni Weyl ni otros intuicionistas lograron producir
la nueva matemática salvo en algún campo muy acotado, y
al precio de construcciones tan prolijas y oscuras como las previas. Eso
sugirió un retorno ampliado a las pretensiones axiomáticas,
que ahora no se limita a la geometría y se llamará formalismo.
Hilbert, su cabeza visible, no renuncia a que la matemática una
vez purificada de cualquier oscuridad- pueda ser la guía
de todo conocimiento, y a esos efectos propone en 1921 elaborar
una metamatemática presidida por la consistencia o
no-contradicción. El primer cimiento sería una aritmética
de los números naturales, construida toda ella consistentemente,
para luego seguir con el resto de la matemática. En esto seguía
cuando una década más tarde K.Gödel su discípulo
más aventajado- prueba que el sistema formalizador padece necesariamente
incompletitud, en el sentido de que debe incluir como indecidibles
proposiciones intuitivamente verdaderas; en otras palabras, que la metamatemática
hilbertiana es incapaz de demostrar siquiera lo consistente de la aritmética
elemental. El teorema de Gödel cayó como una bomba, sugiriendo
al ya mencionado Weyl un comentario jugoso:
Tanto Dios como el Diablo existen. Uno porque la matemática
es consistente, y el otro porque su consistencia resulta indemostrable.
4.3. Para nosotros, que simplemente perseguimos la evolución general
del análisis científico, esta secuencia de esfuerzos titánicos
por asegurar el rigor del conocimiento matemático tiene la virtud
de mostrar cómo la búsqueda de algo infalible desata en
la práctica una regresión. En 1901, Russell escribía:
la matemática se mantiene firme e inexpugnable contra todos
los dardos de la duda cínica. En 1959 escribe: La espléndida
certeza que siempre había esperado encontrar en la matemática
se había perdido en un laberinto desconcertante.
¿Qué conclusión extraer de este proceso? Desatado
por una mezcla de autocomplacencia y vacilación, que quiere presidir
incondicionalmente el saber humano y al tiempo percibe fisuras internas,
el intento de axiomatizar progresivamente todo es inseparable de una superficialidad
en perpetuo aumento, pues tan superficial es que dos puntos distintos
generen una y una sola recta como cualquier otro axioma, por mucho
que Frege o Hilbert quieran ver allí los mojones de una eternidad
inconmovible. Además, lo trivial se defiende de esa falta de profundidad
con aparatos tan prolijos y retorcidos como convenga. Cuanta más
capacidad tienen los métodos y esto vale para la matemática
igual que para cualquier otro conocimiento- menor es su evidencia meramente
formal, pues lo indudable y lo significativo no son complementarios. Manejar
pensamientos desprovistos de ambigüedad alguna la altiva pretensión
subyacente- no sólo firma un compromiso con lo trivial, sino con
atajos y vericuetos todavía menos justificables, ya que debe presentar
como obra suprema de la razón un edificio de vaciedades en cadena.
El problema permanente aquí como en las demás ciencias-
es la unidad y realidad de ciertos objetos, y cuanto más nos fiemos
de axiomas menos horizonte habilitaremos para la investigación
y el descubrimiento. Fluctuante entre lo teórico y lo práctico,
el progreso en aritmética y geometría lo resume M.Kline
al cerrar su monumental historia del pensamiento matemático:
Los comienzos tuvieron una base intuitiva y empírica.
El rigor se convirtió en una necesidad con los griegos y-aunque
se lograra poco hasta el siglo XIX- por un momento pareció alcanzado.
Pero todos los esfuerzos por perseguirlo hasta el final han conducido
a un callejón sin salida, donde ya no hay acuerdo sobre qué
significa realmente. La matemática sigue viva y con buena salud,
pero sólo mientras se apoye sobre una base pragmática.
5. Vinculado en principio a la obra de Russell y a la de Hilbert,
y a problemas metodológicos en general, el neopositivismo o «positivismo
lógico» agrupa manifestaciones diversas, desde la psicología
llamada conductista (behaviorismo) a la «filosofía analítica».
Como en la última parte de esta unidad didáctica habrá
ocasión de analizar algunos de sus aspectos sociológicos,
aquí sólo indicaremos su sentido filosófico general.
Los supuestos de esta escuela son muy claros. En primer lugar, el a
priori y lo sintético no existen. Tener «contenido»
significa para una proposición lo mismo que abandonar el dominio
lógico. Gracias a esa «vaciedad» (Reichenbach) la lógica
puede aspirar a una validez objetiva universal.
En segundo lugar, los hechos del mundo sólo son regularidades probables
en mayor o menor grado. Sobre el principio de causalidad vale al
menos en considerable medida- el criterio escéptico de Hume.
En tercer lugar, a la filosofía le incumbe analizar el lenguaje
científico, en el sentido de justificarlo o rectificarlo según
los casos. Como todo lenguaje es una combinación de vocabulario
y sintaxis, al filósofo analítico le compete investigar
qué términos y qué conexiones son admisibles. De
este modo, si por una parte le corresponde abstenerse absolutamente de
filosofar en sentido tradicional, por otra «determina los límites
de lo pensable y lo impensable» (Wittgenstein).
En cuarto lugar, y como consecuencia de los tres previos, el lenguaje
«correcto» no pretende nunca «hablar de lo que permite
hablar», y el filósofo busca tan sólo un lenguaje
perfectamente axiomático. Cuando Gödel probó que todo
sistema axiomático debía contener por lo menos una proposición
«indecidible», algunos positivistas lógicos y
Gödel era en principio uno de ellos afirmaron que el teorema
«carecía de sentido».
El tipo de corrección que ejerce la filosofía analítica
lo ilustran unas consideraciones de G. Ryle sobre lo mental y lo físico.
Basta incluir los términos en las categorías que les pertenecen
para solventar el problema su relación.
«El sacrosanto contraste entre mente y materia se disipa poniendo
de manifiesto que el aparente contraste entre ambas es tan ilegítimo
como lo sería entre fulanita volvió a casa en un
mar de lágrimas y fulanita volvió a casa en
carroza».
Naturalmente, el término razón es incorrecto, e inútil
en buena lógica. En general, los conceptos y problemas propuestos
por la ontología son pseudoconceptos y pseudoproblemas, que «carecen
de sentido teórico». La metafísica es «el fango»
(Carnap).
5.1. Lazo de unión entre Russell y el Círculo de
Viena9,
el austriaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951), ingeniero que se pasa a
la lógica simbólica y de ahí a la teoría del
lenguaje, es una mezcla de formalismo y tendencias místicas. Su
vida en extremo filantrópica, y un carácter taciturno que
le obligaba a aislarse durante largos períodos, dibujan un espíritu
recto y sincero, ajeno a los cebos del halago y provisto de excepcionales
dotes para la observación analítica. «Contadles que
mi vida fue maravillosa» fueron sus últimas palabras. El
Tractatus logico-philosophicus (1922), una obra breve y escrita
con elegante sencillez, constituye el texto más destacado con mucho
de toda esta escuela.
Allí defiende algunos conceptos de la lógica russelliana,
y la hipótesis de una concordancia estructural entre el lenguaje
y los hechos físicos, el isomorfismo, que se ha llamado teoría
del lenguaje-retrato. A la pregunta ¿cómo es posible que
pronunciando palabras digamos algo sobre el mundo?, responde que las proposiciones
son cuadros del mundo. De hecho, las proposiciones pueden
representar toda la realidad, pero no así lo que tienen en común
con ella para representarla, que es la forma lógica.
De ahí que sea imposible retratar la semejanza entre un retrato
y la realidad». Siendo consecuentes, cualquier proposición
sobre el nexo entre lenguaje y hechos físicos «carece de
sentido», y Wittgenstein no vacila en aplicar a su isomorfismo ese
criterio. De lo que no se puede hablar hay que callar. En
la última página del Tractatus leemos:
«El verdadero método de la filosofía sería
no decir nada excepto las proposiciones de la ciencia natural algo
que carece de relación alguna con la filosofía,
y siempre que alguien quisiera decir algo de carácter metafísico
demostrarle que no ha dado significado a ciertos signos de sus proposiciones.
Este método dejaría descontentos a los demás pues
no tendrían la sensación de que estábamos enseñándoles
filosofía pero sería el único estrictamente
correcto».
5.2. Distingue a Wittgenstein el rigor de su escepticismo. En las
Investigaciones filosóficas (1953), que se publican póstumamente
por expreso deseo suyo, encontramos todo lo contrario de una asepsia formalista
cuidadosamente ordenada, como en el Tractatus. Dada la pobreza
y oscuridad de este tiempo, bien valdría la pena desarrollar
lógicas acordes con el acontecer de Alicia en las país
de las maravillas. Por otra parte, dentro de las muchas -y desordenadas-
intuiciones de este último Wittgenstein encontramos sus pensamientos
quizá más profundos. Entre ellos está la noción
de juego, sobre todo como juegos de lenguaje, que poco después
suscita muchas e interesantes aplicaciones en ciencias sociales. Irreductibles
a unidad formal, los juegos tienen en común un aire de familia,
y es esta vaga identidad del parentesco lo que caracteriza a creencias,
conocimientos, normas, etc. La robustez de su respectiva trama no depende
de la trayectoria de algún un hilo, sino del número de otros
que la reiteran con mayores o menores diferencias hasta formar sogas o
tejidos. Así se ligan también los conceptos a una vida práctica
inmediata, de la cual surgen como un elemento más.
La pretensión científica de comprender el mundo es en definitiva
tan vana como la pretensión antigua de definir los decretos divinos.
Estamos encerrados en el lenguaje, a caballo entre la vaciedad analítica
de los signos y la opacidad de los hechos materiales. La «ilusión»
específicamente moderna es que «las llamadas leyes naturales
sean la explicación de los fenómenos naturales». En
vez de encontrar verdades lo que hacemos -en el mejor de los casos- es
desatar nudos creados por nuestro propio entendimiento.
5.3. Ni la elegancia estilística ni la originalidad ni el
crecimiento interior que exhibe Wittgenstein caracterizan a otros representantes
de la escuela neopositiva. La actitud severamente gris y plana de Comte
es aligerada por ellos con una especie nueva de dogmatismo, consistente
en hacer ciencia sin necesidad de analizar conceptos o descubrir ideas,
simplemente siendo guardianes del sentido. Se proponen como
«filósofos enteramente científicos» (Reichenbach),
tras una serie interminable de filósofos que se pasaron la vida
sosteniendo cosas sin sentido, y no vacilan en añadir
el último Wittgenstein a su lista. Como ya saben todo lo digno
de saberse, su horizonte es una pedagogía semejante en fondo y
forma a la ejercida por philosophes e ideólogos franceses
hacia 177010,
y fuera de artículos sueltos embutidos a la larga en algún
libro- su obra habría sido una Enciclopedia Internacional de la
Ciencia Unificada, de no ser porque la mezcla de tan altivas pretensiones
y tan humildes frutos acabó empantanando el proyecto. Sin embargo,
lo que a unos efectos es deficiencia puede ser a otros sobreabundancia,
y el apoyo de los neopositivistas a la parcelación y subparcelación
del conocimiento, subrayando siempre la profesionalidad, logra
a nivel académico una hegemonía prácticamente mundial
desde mediados de siglo en adelante. Lo que se opone al positivista lógico
es un espiritualismo en ruinas, tan incapaz de hacer verdadera filosofía
como los propios positivistas, pero devorado además por timidez
y agotamiento.
Donde menos éxito tuvo esta penetración fue como cabía
esperar en el terreno de las ciencias físico-matemáticas,
cuyos teóricos principales siguen tomando en serio el pensamiento
y lo real. Einstein, por ejemplo, se lamenta del «nefasto miedo
a la metafísica, que ha llegado a convertirse en una enfermedad
de la filosofía empirista contemporánea», como vemos
en el siguiente comentario a la epistemología de Russell:
«En el análisis que nos aporta en su libro Significado
y verdad se percibe el peso negativo del espectro del miedo metafísico.
Este miedo me parece, por ejemplo, la causa de que se conciba el objeto
como una masa de cualidades, que deben tomarse de la materia
prima sensorial. El hecho de que se diga que dos cosas sean una y la
misma si coinciden en todas sus cualidades nos obliga a considerar las
relaciones geométricas entre cosas como cualidades de éstas
(de otro modo nos veríamos obligados a considerar que la Torre
Eiffel y un rascacielos neoyorkino son «la misma cosa»).
No veo, sin embargo, ningún peligro metafísico
en tomar el objeto, el objeto en el sentido de la física, como
un concepto independiente. Teniendo todo esto en cuenta, me siento particularmente
complacido por el hecho de que, en el último capítulo
del libro, resulta por fin que uno no puede, en realidad, arreglárselas
sin metafísica. Lo único que puedo reprochar
al respecto es la mala conciencia intelectual que se percibe entre líneas».
Ciertamente, la revolución científica teoría
de la relatividad, mecánica cuántica, teoría del
caos- desbordará en todo caso los moldes del positivismo lógico,
ya que todos sus creadores van a proponer conceptos especulativos o sin
sentido. La expansión del neopositivismo acontece justamente
allí donde parece oportuno transmutar viejos campos de estudio
en disciplinas nuevas, abiertas a un crecimiento de signo corporativo,
estamental. Un sociólogo norteamericano, un psicólogo chino,
un lingüista hindú y un antropólogo belga, residentes
todos en sus lugares de origen, albergarán los más variados
gustos, las más dispares opiniones en materia política o
religiosa, los más diversos hábitos y pasatiempos. Pero
por encima de esa heterogeneidad profesarán si no son iconoclastas
el principio de que lo enigmático ha dejado de serlo y las cuestiones
fundamentales son pseudoproblemas, fruto de descuidos lingüsíticos.
Gracias a la franqueza y audacia de Wittgenstein no han necesitado pensar
mucho para saber los límites del pensamiento. Son «científicos»,
que van a arreglárselas sin necesidad de estudiar metafísica
-a la cual oponen física matemática y otras ciencias naturales-,
y sin necesidad tampoco de estudiar física matemática y
otras ciencias naturales, pues su específica incumbencia no es
ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. Su incumbencia es decir
y saber que son científicos de pies a cabeza.
5.4. El imperio académico de esta anti-filosofía
será puesto en cuestión por la escuela de Frankfurt (M.
Horkheimer, W. Benjamín, T.W.Adorno, H. Marcuse. y el Habermas
joven), que verán en ella la específica ideología
del conformismo contemporáneo, equivalente universitario del comisariado
político, vinculado a las tendencias más dogmáticas
de la sociedad industrial avanzada. Su culto a lo positivo será
interpretado como un culto al poder y a la política del hecho consumado;
y su reducción de lo lógico a lo tautológico como
un arrasamiento de la razón en nombre de imperativos técnicos,
vinculados en última instancia con una «lógica de
la dominación», cuya meta es sustituir la profundidad del
pensamiento por una «unidimensionalidad» generalizada.
Desde fundamentos políticos opuestos -pues los frankfurtianos son
marxistas críticos con un fuerte componente hegeliano, opuestos
sólo a las iniciativa del socialismo real (comunismo empírico)-,
el neopositivismo sufre una revisión liberal no menos devastadora.
Centrándose en metodología y teoría de la ciencia,
el vienés Karl Popper (1902-1994) propone profundas reformas en
La lógica del descubrimiento científico (1934), un
texto publicado por el Círculo de Viena sin medir lo que se le
venía encima. Físico y filósofo de formación,
Popper prolonga el ya mencionado comentario de Einstein a Russell con
un análisis detallado de los prejuicios, trivialidades e incoherencias
aparejados a la concepción científica del mundo
preconizada por Carnap, Reichenbach, etc. Sólo es ciencia, argumenta
Popper por extenso, aquél conocimiento que añade a sus proposiciones
criterios para asegurar en todo instante una autocrítica (o falsabilidad)
de los criterios, presentándose como radicalmente provisional.
El credo neopositivista resulta ajeno por completo a ello, ya que se adhiere
a un determinismo insensato demolido por el principio de indeterminación
que formula la mecánica cuántica desde Heisenberg-, y a
una fe no menos insensata en el método inductivo, que en cualquier
rama del saber humano se apoya sobre deducciones o cae en los despropósitos
metodológicos de Francis Bacon.
Vienés también y buen amigo suyo, el teórico liberal
Friedrich Hayek (1889-1992) prolonga la crítica del neopositivismo
al positivismo económico, jurídico y político, mostrando
de un modo análogo al usado por Montesquieu en su Espíritu
de las leyes- que confunde órdenes espontáneos con organizaciones
diseñadas, dogma e investigación de la verdad, progreso
y autoritarismo, ciencia y barbarie. En su vasta obra destaca La constitución
de la libertad (1979), un análisis en buena medida paralelo
a La sociedad abierta y sus enemigos (1945), el libro más
popular de Popper. La crítica de ambos al totalitarismo, y a la
ideología en general, tanto positivista como marxista,
se articula sobre un concepto evolutivo de la realidad.
Popper y Hayek serán profesores de la London School of Economics
durante algunos años, al igual que el húngaro Imre Lakatos
(1922-1974), un excepcional historiador y analista del conocimiento científico
sobre todo del siglo XIX y el XX-, que empieza siendo ayudante de
Popper y acaba moderando la confianza de éste en una falsabilidad,
al igual que su deductivismo puro. Lakatos muestra que la demarcación
(entre proposiciones científicas y no-científicas) es un
asunto sobremanera complejo y descartado sistemáticamente por el
positivismo en general. Tras análisis magistrales sobre contextos
de descubrimiento (terreno de la invención creativa) y contextos
de justificación (terreno de las pruebas), su prematura muerte
nos privó quizá de una síntesis más esclarecedora
aún.
Le debemos una invitación al pluralismo metodológico, y
a seguir una perspectiva heurística que implica des-ritualizar
todos los contextos, convirtiendo las presentaciones dogmáticas
de cualquier tesis en teatro de su génesis concreta, donde se subraya
precisamente lo problemático de cada paso. En definitiva, representa
el espíritu científico en su forma más robusta o
saludable, abierto a saber sin prejuicios qué sabemos de esto o
aquello. Popper ve la historia de la ciencia como un progreso basado sobre
una evolución de la mente humana, cuya capacidad para falsar
afirmaciones la lleva por un camino bastante seguro. Lakatos percibe en
esa historia programas de investigación excluyentes y no
excluyentes-, que para no defraudar deben ser concretos (explicando no
sólo resultados sino premisas) y educados, esto es: no autoritarios.
Hay diversas ediciones castellanas de Bergson, Heidegger, Sartre, Russell
y Wittgenstein. Como consejo general, que admite excepciones, el alumno
deberá preferir las más recientes a las más antiguas,
pues el Fondo de Cultura Económica (FCE) cuyo catálogo
es admirablemente extenso- no siempre asegura versiones fiables. Este
es el caso, en particular, de Ser y tiempo.
Sobre fundamentación de las ciencias:
ADORNO, TH.W., La disputa del positivismo en la filosofía alemana,
Grijalbo, México, 1973
LAKATOS, I., Pruebas y refutaciones, Alianza, Madrid, 1986.
Matemáticas, ciencia y epistemología, Alianza, Madrid,
1987.
POPPER, K., La lógica del conocimiento científico,
Tecnos, Madrid, 1978.
HAYEK, F., Derecho, legislación y libertad, Unión
Editorial, Madrid, 1978, 3 vols..