PREFACIO - TEMA XX - TEMA XXI - TEMA XXII

 

TEMA XXI. POSITIVISMO Y MATERIALISMO.

ESQUEMA-RESUMEN

1. FILOSOFIA SOCIAL Y LUCHA DE CLASES EN FRANCIA
1.1. Comte.
1.1.1. El catecismo positivista.
1.1.2. Filosofía de la historia.
1.1.3. La “positividad”.
1.1.4. Jerarquía de las ciencias.
1.1.5. Sociología y concepto general del saber.
1.2. La sociología crítica.

2. EL EVOLUCIONISMO
2.1. La filosofía evolucionista.
2.2. Darwinismo social y anarquismo civilizado.

3. EL MARXISMO
3.1. El materialismo histórico.
3.2. La dialéctica del desarrollo económico.
3.3. Una justicia social.
3.3.1. El concepto de plusvalía.

 

Como el Platón y el Aristóteles de los tiempos modernos, Kant y Hegel quisieron fundar una ciencia de lo esencial y de lo existente. Pero desde el primer tercio del siglo XIX se siente la necesidad de una ciencia relacionada con la transformación de lo esencial y lo existente, con la construcción de una realidad que se ha revelado esencialmente «subjetiva» y en la cual saber resulta más que nada una condición para poder. Esa posibilidad la sostiene sustancialmente un acelerado desarrollo de las ciencias y las técnicas, que alimenta una esperanza de aliviar pacífica y gradualmente los viejos y nuevos males. Al mismo tiempo la época elabora el otro lado de este culto a la razón “positiva” con el irracionalismo y el pesimismo antropológico, y sobre todo con la razón “negativa” representada por los movimientos revolucionarios de signo antiliberal. .
¿Qué es el romanticismo? Rompiendo con las antinomias y abusos lógicos que los ilustrados y Kant detectaban en el concepto de lo infinito, Fichte dio concepto al animo romántico con un principio de actividad absoluta que combinaba infinitud y determinación: el “perpetuo perecer de lo finito”. El alma se limita continuamente para continuamente sobrepasar dichos límites, y halla una providencial concreción –gracias a Hegel- en la historia. Para ambos pensadores un infinito trascendente, separado de la finitud, sería un infinito finito. De ahí que a despecho de su inclinación hacia lo patético, y hasta gaseoso, el romanticismo literario vea en el mal, el dolor y el incumplimiento del mundo algo reconciliable con sus opuestos, en una síntesis satisfactoria al nivel de la totalidad universal.
Dentro de la idea de lo ilimitado cumpliéndose en la constante posición y superación de nuevos límites, basta sustituir «espíritu» por «vida» para tener lo básico del esquema evolucionista. Como se ha dicho, el positivismo es también el romanticismo de la ciencia experimental, que la contempla con fervor religioso. La misma sustitución de lo ideal por lo material ofrece el determinismo materialista en diversas manifestaciones. De modo genérico, donde se decia progreso espiritual se dirá evolución natural; donde se postulaba la idea se postulará la materia; y donde se exaltaba una religión conceptual se exaltará un culto a la ciencia.

1. Nacido diez años antes que Hegel, el conde Claude-Henri de Saint-Simon (1760-1825) acuñó la expresión «positivismo» y se nombró mesías de una religión —el llamado nuevo cristianismo—, cuyos miembros debían combinar la obediencia del soldado con el sacrificio del asceta. Proponía poner en lugar del clero a los profesionales de la ciencia y en lugar de la nobleza de sangre a la banca y la industria. Su meta era aliviar los pesares de los pobres mediante una «nueva organización» social contraria al individualismo espiritualista instaurada gracias a unos «sumos sacerdotes» o filántropos encargados de promover la industrialización. Ellos convencerían a los príncipes de que sus verdaderos intereses coinciden con los de «sabios y empresarios». Colectivista y paternalista (Grecia y el Renacimiento le parecían épocas de «decadencia», en contraste con momentos de «unidad positiva» como el Medioevo) el «sansimonismo» propone a campesinos, proletarios y pequeños burgueses que aguarden con paciencia mejoras emanadas del estamento gobernante, y sus sucesores acogerán sin protestas la masacre que pone fin a la llamada Revolución de 1848 en Francia.
Sin embargo, examinemos un momento esta conflagración, que se produce cuando en Francia todos los indicadores económicos indican una expansión extraordinaria. La producción se dobla, la exportación se triplica, empresarios innovadores complementan sin asperezas al empresario tradicional, y los nuevos medios de transporte aseguran un comercio mucho más activo, rápido y seguro. En términos keynesianos, el producto interior bruto (PIB) aumenta de modo exponencial, superando con mucho el crecimiento de la población, y la capacidad adquisitiva se ha disparado por doquier. Por otra parte, el “odio de clase” no es tanto algo que crezca solo, sino algo que ahora alimentan y justifican individuos de clase media y hasta aristócratas de nacimiento (como Bakunin), algunos convertidos en revolucionarios “profesionales” y la mayoría sencillamente “militantes” de una causa que tiene excelente prensa entre estudiantes, escritores, artistas y personas cultas en general.
El alzamiento y posterior masacre de 1848 no deriva de libertades o derechos civiles prometidos e incumplidos, sino de que –vista la extendida prosperidad del país- el gobierno ya no teme al “pueblo” y aspira a consolidarse democráticamente, haciendo suya la reivindicación obrerista primaria que es un sufragio universal. Llamativamente, quienes se oponen a ello con algaradas, boicots y atentados son los propios revolucionarios profesionales y sus respectivas facciones –en especial L.Blanqui, teórico del “ataque por sorpresa” y la “guerrilla urbana”-, que temen una derrota en las urnas. Y, en efecto, el electorado francés -que pasa entonces de 200.000 individuos a 9.000.000 (las mujeres siguen excluidas)- otorga una victoria aplastante a liberales y conservadores (monárquicos), mientras la supuesta “mayoría abrumadora” de “pueblo revolucionario” apenas alcanza el 9% de los votos, aún sumando todas sus facciones. Semanas después, la revisión de ciertos subsidios –algo análogo a nuestro PER para jornaleros agrícolas- servirá de pretexto para que los adeptos de Blanqui, Bakunin y otros tribunos incendiarios exciten zarpazos de furia (respondidos con la misma moneda), y en junio de 1848 París se llena de barricadas presididas por el lema “¡no pasarán!”, algo curioso considerando que el ellos implícito (quienes no podrán pasar) afecta a unos nueve de cada diez parisinos. Al amparo del rencor que provocan las represalias por los atentados terroristas, añadido al generoso romanticismo de la juventud y al apoyo de lo que Marx llama lumpenproletariado (también canaille, formada por vagabundos, pequeño hampa, etc.), bastantes ciudadanos desoyen la intimación de permitir el tránsito por la ciudad y son desalojados por la artillería militar, con el resultado de unos dos mil cadáveres, un número mucho mayor de mutilados y heridos y decenas de miles enviados a cárceles y colonias penitenciarias.
Proudhon se había multiplicado tratando de evitar un baño de sangre “sin base teórica”, pero Blanqui y sus correligionarios ven en todo ello un comienzo de “serio éxito para la revolución”. Como Marx, entienden que tanto peor tanto mejor, y volverán a la carga en 1871 con la Comuna de París, cuya Semana Sangrienta logra multiplicar por diez el número de muertos ocurrido en 1848, Al igual que entonces, el motivo resulta ser un pretexto –la derrota militar de Napoleón III ante las tropas de Bismarck-, pues el discurso de estos agitadores sólo admite la legitimidad de las urnas cuando supone victoria. Como tal victoria sigue muy lejos de producirse, lo mejor será seguir recurriendo al “ataque por sorpresa”, aspirando a consumar un golpe de Estado. A diferencia de la revolución norteamericana, y de la francesa en 1789, que quieren promover instituciones democráticas, la revolución ahora en curso piensa justamente lo mismo que pensaba el conservador Hegel del pueblo: es “la parte del Estado que no sabe lo que quiere”. Pero volvamos a la historia del pensamiento, porque Marx nos dará ocasión de profundizar más adelante en los ideales revolucionarios del periodo.


1.1. Secretario de Saint-Simon durante algunos años, profesor particular de matemáticas y luego docente de lo mismo en la Escuela Politécnica de París, Augusto Comte (1798-1857) fue un prolífico escritor que siempre se enorgulleció de no haber leído casi nada (por «higiene cerebral»), y que tras pasar bastante tiempo en un manicomio siguió los pasos mesiánicos de su maestro, proclamándose pontífice máximo de una religión basada en una ciencia «nueva» y «sagrada»: la sociología. El conjunto de su obra, redactada con un estilo gris y profesoral, puede considerarse —junto con el utilitarismo de Jeremías Bentham, su paralelo inglés— la menos filosófica de todas las filosofías conocidas hasta entonces. Pocas tendrán, sin embargo, mayor influjo sobre la posteridad.
Comte vive el periodo que va desde Napoleón Bonaparte hasta Napoleón III, cuyas etapas intermedias son la efímera restauración borbónica, la monarquía constitucional y la abortada Revolución de 1848. Siente una repulsión invencible hacia lo que denomina «épocas críticas» y asume como deber del pensamiento contribuir al establecimiento de un poder temporal y un poder espiritual estables, fundados sobre creencias capaces de resistir victoriosamente los embates de la «negatividad» filosófica. Como acontece con los sansimonianos ortodoxos, el modelo antiguo es para él nuestra Edad Media, y la solución para el presente es la dictadura; no una dictadura teórica como la del Estado hegeliano, sino lo que llama «dictadura empírica», sin doctrina, destinada a barrer toda forma de anarquía y «disciplinar a los inconformistas». Su tesis es unidad social a toda costa, merced a una «sociocracia» heredera de la antigua teocracia. El progreso nada tiene que ver con creciente libertad individual, o justicia; es única y estrictamente «desarrollo del orden», organización creciente. Aunque Comte propugna una paz entre naciones, basada en «los supremos intereses de la industria», el ejército debe subsistir para colaborar con la policía en la represión de los desórdenes interiores. Vemos en esto un reflejo del malestar que causan Blanqui y sus correligionarios.

1.1.1. Publicado en 1852, el Catecismo positivista expone la “religión positiva”. Comte se siente llamado a la jefatura de una Iglesia que venera al «Gran Ser» o “Humanidad”, cuyas efemérides trazó ya detalladamente en el Calendario positivista. Si bien el poder temporal debe estar en manos de la banca y la industria, lo espiritual o «sacerdocio» corresponde a «grandes sabios» (como él mismo), y tiene por misión enseñar el «dogma». Este dogma es una Trinidad (el Gran Ser, el Gran Fetiche o Tierra y el Gran Medio o Espacio), que a nivel prosaico contiene el deber altruista de «vivir para los demás». La base de ese altruismo es un culto a la familia, que propugna la reinstauración de los mayorazgos (traspaso de todo el caudal hereditario al primogénito) abolidos por la revolución americana y la francesa, así como la prohibición del divorcio. El amor platónico de Comte hacia una dama prematuramente fallecida pudo influir en el segundo gran dogma del Catecismo, que es la Virgen Madre, sostén emocional del hogar familiar y «resumen sintético de la religión positivista».
En el aspecto externo, los miembros de la nueva religión debían persignarse con una señal semejante a la de la cruz, consistente en «tocar sucesivamente los principales órganos que la teoría cerebral asigna a sus tres elementos» (amor, orden, progreso).


1.1.2. Comte distingue una «estática social» que investiga la estructura permanente de todo grupo humano, y una «dinámica social», cuyo objeto son variaciones en las creencias. La estructura concierne en última instancia a la familia y a la propiedad, y constituye un orden objetivo, intemporal y no susceptible de progreso alguno, que únicamente se ve afectado —aunque siempre de modo pasajero— por las explosiones revolucionarias. Las creencias, en cambio, admiten progreso y mejora, y Comte formula al respecto su famosa ley de los tres estados.
El primero o «teológico» se caracteriza por la pretensión humana de conocer el por qué de las cosas, y desemboca en proponer causas ocultas y sobrenaturales. Dentro de este estado lo inicial es el «fetichismo»; luego aparece el «politeísmo» y, por último, el «monoteísmo». El principio interno o regla de este estado —como el de los sucesivos— es reducir el número de causas, encontrando principios cada vez más universales.
El segundo estado, «metafísico», se caracteriza por la persistencia del por qué, pero ahora ya no se busca en entidades divinas trascendentes sino en las cosas mismas. No obstante, se siguen obteniendo «entidades» absolutas, aunque sean fuerzas impersonales, y el saber sigue atado a los poderes de la «imaginación», postulando seres imaginarios como la razón o el espíritu.
El tercer estado, que será el definitivo, abandona el por qué en general, rechazando todas las cuestiones teológicas y metafísicas como pseudocuestiones, inútiles por completo en un mundo «positivizado». La ciencia, heredera del saber metafísico, no se pregunta por la causa o esencia de las «cosas», sino sólo por el cómo de los «fenómenos», obteniendo así conocimientos relativos y dirigidos por una finalidad instrumental. El resultado será el hallazgo de leyes o regularidades fenoménicas, útiles para «la acción del hombre sobre la naturaleza». Se restablece así el solipsismo kantiano en su forma más extrema, pero otorgándosele la vía de escape que es la transformación práctica del mundo.


1.1.3. El Discurso sobre el espíritu positivo (1844) enumera seis “notas” de lo positivo:
1) Lo real o «accesible a nuestra inteligencia», por oposición a lo quimérico.
2) Lo útil, por oposición a lo ocioso, «vana satisfacción de una estéril curiosidad».
3) Lo seguro, por oposición a lo dudoso, «suscitador de interminables debates».
4) Lo preciso, por oposición a lo vago, «falto de la indispensable disciplina».
5) Lo afirmativo, por oposición a lo negativo, que pretende «destruir en vez de organizar».
6) Lo relativo, por oposición a lo absoluto.

Combinadas, estas notas proponen como único objeto de investigación científica los hechos. En el discurso, el elemento “verdad” queda sustituido por el elemento “practicidad”. Transformando las cosas en «hechos» siempre será posible elegir entre dos vías: a) oponerlos como asuntos ya decididos y resueltos, definitivos, a cualesquiera pretensiones (críticas o decadentes) de modificación; b) manipularlos a voluntad desde la perspectiva de lo útil y afirmativo, alegando su «relatividad». El imperio de los hechos es una indirecta pero eficaz policía del pensamiento, como se comprueba atendiendo a los objetos admisibles e inadmisibles para cada tipo de saber.


1.1.4. Partiendo de los hechos que constituyen su objeto, las ciencias naturales se clasifican de acuerdo con su menor o mayor complejidad, que guarda una proporción inversa con su «aplicabilidad»; cuanto más simple sea ese objeto mayor será su aplicabilidad. Así se obtienen la geometría y la mecánica racional, la astronomía, la física, la química, la biología y la sociología. Comte excluye la psicología, considerando que no es una ciencia ni puede llegar a serlo. «El individuo pensante no puede dividirse en dos, uno de los cuales razonaría mientras el otro le vería razonar. Siendo el órgano observado y el órgano observador el mismo ¿cómo podría efectuarse la observación?»
Aplicando su criterio de lo positivo, Comte se ve llevado a curiosas restricciones para el saber. En matemáticas se declara contrario al cálculo de probabilidades, desarrollado poco antes por Laplace. En astronomía condena todo esfuerzo por determinar la constitución física de los astros, y es enemigo de cualquier cosmología que sobrepase los límites del sistema solar. En física desaconseja que se intente investigar la constitución de la materia. En biología se opone a cualquier teoría sobre evolución de las especies. En sociología excluye las investigaciones sobre el origen histórico de las comunidades.


1.1.5. La sociología nace en Comte como ciencia y moral a la vez, que prevé y guía los «hechos sociales». No es por eso un saber descriptivo sino «operativo», cuya meta consiste en el establecimiento de la «sociocracia» o imperio de la sociedad como conjunto sin fisuras. Todo progreso se refiere a las creencias, como ya vimos, quedando al margen las instituciones. Lo que subyace a la «estática social» es la estructura, formada por la familia tradicional, la propiedad tradicional, el Gran Ser y la Virgen Madre. Todo ha de ser relativo porque esto ha de ser absoluto. Lógicamente, elevar a dogma esa estructura topa con dos enemigos fundamentales. El primero es la individualidad concreta, que alberga exigencias de autonomía acordes con un sentido de la realidad no exclusivamente instrumental, y que se excluye por cosa teológica o metafísica. El segundo enemigo de la estructura es la razón, que no se aviene sin violencia a lo edificante, al constructivismo de una organización para la organización de la organización. El augurio de una «era positiva» eterna prescinde —por «viciosamente abstracto»— de la “investigación” que hizo surgir la aventura científica en algunas colonias griegas, dos milenios y medio antes:

«Históricamente considerado, el dogma del derecho al examen es sólo la consagración, bajo una forma viciosamente abstracta —común a todas las concepciones metafísicas— del estado pasajero de la libertad ilimitada, que sólo durará hasta el advenimiento social de la filosofía positiva».

Estas palabras del Curso de filosofía positiva (1842) se completan con otras del Sistema de política positiva (1851):

«Hay que transformar el cerebro humano en un reflejo fiel del orden externo».

Podrían hacerse muchos comentarios sobre este hombre, que quizá tuvo algún rapto de cordura y humanismo mientras estaba en el manicomio. Una vez fuera, su concepción del mundo -y del bien- no parece ofrecer el menor resquicio ni de cordura ni de humanismo. Es por eso un padre problemático para la sociología, aunque esta disciplina no tardará en tener cultivadores opuestos a su criterio. Gris por fuera y por dentro, sideralmente ajeno a la belleza y en buena medida analfabeto, su formidable éxito indica que Europa atraviesa las convulsiones del Progreso añorando modalidades de algún Gran Hermano dispuesto a resolver todo con simple autoritarismo gremial y tópicos planos, y que admite como genios científicos a infelices liberticidas. Coetáneo de Bakunin y Blanqui, algo mayor que Malatesta, la particular “propaganda de la hazaña” hecha por Comte permitirá a muchos vivir con la vitola de científicos por el cómodo procedimiento de adherirse a la Iglesia Positiva. Esto tampoco es tan extraño cuando –en el extremo opuesto a su conservadurismo- otros redentores del prójimo identifican el Progreso con una institucionalización del terror, cuando no con un regreso a instituciones feudales. Uno y otros aborrecen analizar el movimiento, captar la transformación interior de cualquier cosa que acompaña a su cambio, en la cual intervienen tanto lo positivo como lo negativo. Dentro de esta dimensión presidida por la simpleza y el sesgo, al atrevimiento delirante de apartar lo negativo corresponde el de apartar lo positivo.


1.2. La contrapartida de Comte es en Francia la obra del conde Alexis de Tocqueville (1805-1859), que constituye un esfuerzo por comprender filosóficamente los movimientos revolucionarios del siglo XVIII y el XIX, así como el futuro abierto ante la sociedad burguesa. Escritor brillante, dotado con un agudo sentido de la observación que no excluye capacidad generalizadora ni genio anticipador, sus ensayos sobre la democracia americana y el cambio social en Francia son obras impares de investigación histórica y ciencia política.
La «física social» que pretende ser la sociología de Comte se resuelve en una sacralización de un orden organizado, y por eso mismo no espontáneo o endógeno (como la sintaxis de una lengua, las reacciones de un mercado, el nivel de las técnicas, etc.), mientras los trabajos de Tocqueville —que siguen el camino inaugurado por Montesquieu— son un modelo de análisis aplicado a órdenes autoproducidos o endógenos, que combina juicio crítico con atención a la objetividad. Se trata de comprender lo positivo y lo negativo de la «sociedad igualitaria» que irresistiblemente va imponiéndose en el mundo occidental, y que no tiene paralelo con ninguna transformación en Asia y otros continentes. Las últimas páginas de La democracia en América (1840) enuncian un humanismo que está en los antípodas de la catequesis comtiana:

«Los hombres de nuestro siglo ven cómo los antiguos poderes se hunden por doquier, cómo mueren las antiguas influencias, y cómo caen a tierra las viejas barreras. Todo esto confunde el juicio aún de los más inteligentes; no atienden más que a la prodigiosa revolución que se opera bajo sus ojos, y creen que el género humano va a caer para siempre en la anarquía. Si pensasen en las consecuencias finales de esta revolución concebirían, quizá, otros temores.
En el horizonte se alza un poder inmenso y tutelar, que se encarga exclusivamente de hacer que los hombres sean felices y de velar por su muerte. Se asemejaría a la autoridad paterna si, como ella, tuviera por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, por el contrario, no persigue más objetos que filarlos irremediablemente en la infancia; este poder quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Se esfuerza con gusto en hacerlos felices, pero en esa tarea quiere ser el único agente y el juez exclusivo; provee medios para su seguridad, atiende y resuelve sus necesidades, pone al alcance sus placeres, conduce sus asuntos principales, dirige su industria, regula sus traspasos, divide sus herencias: ¿no podría liberarles por entero de la molestia de pensar y el trabajo de vivir?
Creo que en cualquier época habría amado la libertad, pero en los tiempos que corremos me inclino a adorarla.»

A posiciones semejantes acabó llegando John Stuart Mill (1806-1873), hombre formado en el utilitarismo inglés y en el positivismo social francés. A los veinte años —siendo ya muy culto— cayó en una grave crisis psicótica, de la cual sólo pudo salir (según su Autobiografía) admitiendo la futilidad del criterio propugnado por Bentham, esto es, comprendiendo que la felicidad no se alcanza haciendo de ella el objetivo constante y directo de la vida, sino poniendo el corazón en cualquier otro objeto, arte o empresa. Su ensayo Sobre la libertad (1859) constituye uno de los grandes textos sobre el derecho a la autodeterminación individual. Allí mantiene el principio de que la intervención de una autoridad en la conducta del individuo sólo puede justificarse por la defensa de otros derechos individuales; el ciudadano puede decir y hacer absolutamente todo aquello que no lesione de modo real y concreto la persona física o los bienes de otro u otros ciudadanos, con lo cual es “opresión” cualquier acto de una autoridad social, estatal, etc., que intervenga alegando «por su bien», como acontece con la censura, la policía de costumbres e instituciones tutelares semejantes. Lo propio del ciudadano es precisamente el derecho a saber cuál es su bien.
El principio de Stuart Mill —que Tocqueville suscribiría sin vacilar y constituye el colmo de lo intolerable para el progresismo comtiano— había sido expuesto más de medio siglo antes por el estadista Thomas Jefferson: «las leyes están hechas para protegernos de los otros, no de nosotros mismos». Estos criterios los veremos expuestos con mayor sistematismo en Spencer.


2. Aunque ya Buffon (1707-1788) había admitido, a título hipotético, lentas variaciones en las especies vivas, fue el zoólogo J. B. Lamarck (1744-1829) el primero en proponer un «transformismo» generalizado: los órganos se desarrollan en función de necesidades biológicas y, por consiguiente, vinculados al medio externo. Las variaciones del medio inducen anomalías en su uso que, transmitidas hereditariamente, pueden llegar a modificar de modo radical los órganos mismos.
Esta capacidad adaptativa de la vida y el viviente fue rechazada por todos los naturalistas de la época, a parecer por la reverencia que rodeaba a cada especie como obra divina o incambiable. Apoyaba esto la paleontología catastrofista de Cuvier (1769-1832), basada en periódicas destrucciones de la fauna terrestre seguidas por una creación divina de nuevas e inalterables especies. Pero el «fijismo» de Cuvier sufrió un grave golpe cuando el geólogo C. Lyell (1797-1875) pudo explicar —satisfactoriamente— el estado del globo por lentas transformaciones debidas a las mismas causas hoy actuantes. Lamarck y Lyell contribuyeron a la síntesis de Charles Darwin (1809-1882), aunque en ella influyeron también trabajos ajenos por completo a botánica y zoología, como la línea argumental del filólogo W. Jones hasta su tesis del “indoeuropeo”, La riqueza de las naciones y un ensayo (totalmente equivocado) del abate Malthus sobre población y recursos.
Por todas partes se insinúa una idea sobre estabilidad y cambio que no sólo contraviene el dogma sino cualquier simplismo. Es el concepto de estructuras objetivas desplegándose en relación con un medio, organizaciones sin organizador, y aunque al comienzo aparezca en fenómenos como historia del derecho (gracias a los trabajos de Savigny), lingüística comparada o mercados ahora se hace totalmente consciente en biología (un término de Lamarck), gracias a El origen de las especies por selección natural (1859), el tratado de Darwin. Lo antes cubierto por pontificaciones sobre la Providencia, el Creador y hasta el pagano Hado cata el veneno de órdenes endógenos, propiamente naturales, donde todos y nadie intervienen decisivamente. Competencia y esfuerzo, sus elementos básicos, animan un proceso donde prospera lo “favorable”. La llamada «selección natural» combina pequeñas variaciones orgánicas debidas al influjo del medio con una lucha por la supervivencia, debida al potencial exceso de la reproducción sobre la producción. Aunque organismos inferiores convenientemente adaptados pueden perpetuarse largamente, la selección sienta como norma el perfeccionamiento de cada ser vivo —o su desaparición.
Por más que la teoría evolucionista se apoye en multitud de apoyos empíricos, llegó en el momento de máxima fe en el Progreso, al que —por su parte— confirió un fundamento objetivo. En El origen de las especies leemos:

«Cabe deducir con cierta confianza que nos está permitido contar con un porvenir de incalculable duración. Y como la selección natural actúa solamente para el bien de cada individuo, todo don físico o intelectual tenderá a progresar hacia la perfección».


2.1. Herbert Spencer (1820-1903), un ingeniero de ferrocarriles que acabó escribiendo un gigantesco Sistema de filosofía sintética, aplicó el concepto de evolución a varias ciencias, y trató de deducir el principio evolutivo mismo. Fue un pensador vigoroso y original, con conceptos propiamente dichos. A la pregunta de qué es cualquier evolución contesta diciendo:

«Una integración de materia y una disipación concomitante de movimiento, en cuya virtud la materia pasa de una homogeneidad indefinida e incoherente a una heterogeneidad definida y coherente».

En última instancia, la homogeneidad es «incoherente» y la heterogeneidad «coherente». El concepto de evolución pone de manifiesto una finalidad que se despliega sola, a golpes de azar. Se trata precisamente de aquella finalidad «objetiva» que Kant buscó -en vano- mientras escribía la Crítica del juicio. Para Spencer la evolución cosmológica, biológica, geológica, psicológica, moral, política o social será siempre el hacerse coherente de alguna energía mediante su progresiva definición en el interior de un medio, siendo el único rasgo común a todos los medios una condición de inestabilidad para lo allí existente. Cuando la inestabilidad no produce especialización (hoy diríamos «entropía negativa») producirá disolución. A esta alternativa captada en su discurrir la llama Spencer ritmo evolutivo. Y si considera con optimismo el proceso no es porque predomine la evolución sobre la disolución en general, sino porque toda disolución constituye la premisa de una evolución ulterior. Hasta qué punto el concepto de evolución está en el aire lo indica que Spencer publicase gran parte de sus hallazgos cuatro años antes de hacerlo Darwin.


2.1.1. Nos falta espacio para entrar en las consecuencias que este pensador extrae de aplicar el principio de la selección natural (rebautizado por él como «supervivencia del más apto») en ética, psicología, sociología, etc. No tanto él como discípulos suyos –W.Bagehot en Inglaterra y W.G.Sumner en Estados Unidos-promovieron una simplificación del proceso evolutivo conocida como darwinismo social, que acabó incurriendo pronto en inhumanidad. Inhumano es, en efecto, enunciar un racismo supuestamente científico como justificación de políticas coloniales, o sugerir proyectos eugenésicos (mejora de la especie) basados en la eliminación física o la esterilización de individuos y grupos “inaptos”. Pero ya hemos visto otros casos de interpretación sesgada –por ejemplo, el Aristóteles “católico”-, y estos criterios no están tanto en el origen como en derivaciones arbitrarias montadas sobre Spencer, que pasan por alto lo diferencial entre sociedades humanas y bancos de arenques. El darwinismo social no percibe que nuestra evolución es ante todo una evolución referida a instituciones, y pisotea el principio de órdenes autoconstituídos con disparates como “leyes de la evolución”, gracias a las cuales cabría predecir el futuro de las sociedades como se predice la caída de un tiesto. Aunque la evolución sea una alternativa al determinismo, estos autores la embuten en un corsé de etapas prefiguradas –como los “estados” de Comte-, cuando todo cuanto puede revelar una evolución son tendencias actuales y pasadas, nunca el mañana.
Esto no quiere decir que Spencer fuese un modelo de lo políticamente correcto. Entre sus libros el que más ampollas levantó fue El hombre contra el Estado (1884), un alegato individualista que se opone por igual a la sociocracia comtiana y a la dictadura proletaria. Las reformas sociales son tan deseables como el mejoramiento interno de los individuos, pero tal como no cabe abreviar el tránsito desde la infancia a la madurez, evitando el enojoso proceso del crecimiento, tampoco es factible que formas sociales inferiores (“coactivas”) se hagan superiores (“espontáneas”) sin atravesar pequeñas y sucesivas modificaciones. Una fe irracional en la fuerza del Estado engendra revoluciones, que acaban fracasando estrepitosamente por pretender toda suerte de cosas imposibles. Se trata, pues, de «abolir esa confianza en la omnipotencia del gobierno» (cualquier tipo de gobierno), cuyo efecto será siempre un desprecio por la dignidad del hombre concreto, un dogmatismo autoritario. La sociedad sólo vive y siente en los individuos que la componen. El mejor estado será una democracia sin mesianismos, donde el progreso moral de los ciudadanos no se vea estorbado por privilegios de particulares, pero tampoco suplantado por directrices emanadas del poder político.
Aunque la idea se encuentra ya bien asimilada en Mandeville, Spencer piensa enérgicamente la diferencia entre sociedades “militares” -donde la cooperación se impone por la fuerza-, y sociedades “industriales”, donde la cooperación resulta voluntaria. Por otra parte, no ignora que este segundo tipo –superior evolutivamente- debe atravesar convulsiones muy graves para imponerse del todo al primero, pues éste –incomparablemente más antiguo- reacciona manipulando la envidia, el patriotismo y otros sentimientos viscerales con mitos de redención, que incluso proponen una redención “científica” como el comunismo de Marx y Engels. Por lo demás, la industrialización no es el fin de nada, sino parte de un proceso que apunta a sociedades individualistas. Spencer piensa que el individualismo educado puede acabar imponiéndose, aunque sólo “tras una era de socialismo y guerra”.


3. El alumno tendrá ocasión de estudiar la ideología marxista en diversas disciplinas de la carrera que ahora cursa, lo cual nos exime de exponerla. Baste recordar que ha sido hegemónica en buena parte de los sectores cultos durante todo un siglo, y que sólo recientemente apunta síntomas de agotamiento. Pero en estas lecciones sobre historia del análisis científico lo que nos interesa es Karl Marx (1818-1883) como filósofo y economista, aunque sólo sea porque su discurso logró promover los actos de violencia más extraordinarios de todos los tiempos.
Judío converso (justo antes de acceder a un alto cargo público), el padre de Marx le hizo bautizar en la Iglesia Evangélica, aunque prefirió que hiciese el bachillerato en un colegio de jesuitas. Los ejercicios espirituales de San Ignacio sin duda le conmovieron, pues la más precoz nota suya habla de “inmolarse por el bien de la humanidad”. Antes de terminar su licenciatura de leyes entró en contacto con la filosofía hegeliana, y empezó a frecuentar círculos revolucionarios. En el recién nacido movimiento comunista quiso representar siempre una perspectiva “científica,” opuesta al moralismo edificante de unos (los proudhonianos) y al nihilismo destructor de otros (los bakuninistas). Acabó victorioso esas luchas intestinas, aunque nunca le gustara hablar en público y prefiriese ganar las votaciones reuniéndose privadamente con unos y otros antes de cada asamblea. Salvo un periodo cómodo en Londres -sufragado por el próspero Engels- tuvo una vida dura y sacrificada, perseguido por la policía alemana, rusa, francesa y belga, pero sobre todo por falta de dinero,1 una tenaz furunculosis, insomnio y “depresión mental crónica” (sus propias palabras), que iría agravándose durante los años de madurez.


3.1. Marx toma de Hegel el principio de la negatividad («negación de la negación») como nervio universal, tratando de convertir en «materialista» su dialéctica. El sujeto es hombre natural, y el hombre natural es un ateo que quiere gozar, un viviente cuya razón se identifica con el espíritu de la técnica. A la filosofía incumbe transformar el mundo, en vez de sólo pensarlo. El destino del hombre es ser criatura de Prometeo, detentar el fuego robado para él. Marx dice que «la naturaleza en sí no es nada para el hombre», indicando que ser natural no le impone ningún tipo de deuda con la naturaleza. Esto traspone el pasaje del mito donde Prometeo se niega a hacer del hombre el animal solicitado por Zeus.
¿Cómo se transforma el mundo? Sabiendo que es sólo materia, aunque evitando todo significado metafísico del término y tomando lo material como aquello que realmente es: una cosa de la cual servirse. Al comprenderlo se comprende al mismo tiempo que esa «materia» ha sido fundamentalmente el hombre para el hombre o, si se prefiere, que la materia por excelencia es el trabajo, la «fuerza productiva». La filosofía transformará el mundo cuando cambie la organización del trabajo, y como cada «estado» de las fuerzas productivas es una estructura autoimpuesta y autolegitimadora, debe encontrar una manera de que se supere por sí misma.


3.2. La historia es el «proceso real de producción», que condiciona absolutamente todo lo demás. Las etapas principales de la historia humana son el modo asiático, el modo antiguo, el modo feudal y el modo burgués de producir. Cada uno expone cierta relación determinada entre la propiedad o control de los medios productivos y los productores mismos. Esa relación determinada es la «infraestructura» económica, de la cual se deriva una «superestructura» jurídica, política e ideológica. La justicia, por ejemplo, no es sino el “conjunto de condiciones de cada modo productivo”; el derecho, su expresión sistemática, requiere un brazo fuerte que es el Estado y cuya esencia —notable contraste con Hegel— reside en el «aparato represivo». Considerando que lo ideal es el factor determinante de la realidad, el hombre cae en «alienaciones» como la fe en un dios providente, en reformas religiosas, morales, espirituales, etc., sin ponerse a cambiar las relaciones entre el control de las fuerzas productivas y esas fuerzas. Como el espíritu no mueve al mundo, cada estado (y cada Estado) tiende a perpetuarse y a resistir victoriosamente cualquier intento de modificación. Sin embargo, el hombre no llega nunca a proponerse tareas imposibles, y la oleada de sentimiento socialista en el mundo debe tener un fundamento absolutamente objetivo.
El modo burgués de producción, resultado de una evolución «necesaria» a partir de los previos, tiene según Marx una característica específica. Esa característica es que el desarrollo de las fuerzas productivas ha entrado en contradicción con los modos de producción existentes. En otras palabras, hay un modo más racional de producir. Cuando esto acontece empieza una época de revolución social. Las «contradicciones internas» del propio sistema burgués —que Marx enumera en El Capital— conducen a una “crisis general del sistema capitalista”, y ésta a una victoria del comunismo cuya primera etapa será la «dictadura del proletariado», imponiendo una planificación rigurosa y única (centralizada) para toda la economía. Aquí comienza un momento de pura positividad, porque esa dictadura redime a todos de explotación, poniendo fin a la lucha de clases y, por lo mismo, al Estado. La fuerza productiva será entonces dueña de sí. En 1872, interrogados sobre el advenimiento de la dictadura proletaria, Marx y Engels repusieron que «la aplicación práctica de este principio dependerá de las circunstancias históricas existentes».


3.3. Hemos expuesto la parte de Marx que puede considerarse analítica o científica. Pero no captamos lo esencial de su atracción sin considerar que representa también un renacimiento de la justicia social preconizada por el cristianismo primitivo. Dejemos, pues, que sea el propio Marx joven –el filosófico, por contraposición al posterior economista- quien exponga las categorías de su proyecto. Lo primero que se observa en este sentido es una nostalgia del orden “orgánico” o pre-burgués, donde desde la cuna a la tumba cada miembro posee una identidad e incumbencia definida, absuelta de ascensos y descensos, de manera que la alternativa es dormir o no una siesta, “comer, beber y engendrar.”2
Antes de que hubiese propiedad privada los seres humanos estaban mejor: ”El salvaje en su caverna no se siente extraño sino tan a gusto como un pez en el agua (...) mientras el trabajador en su vivienda no puede decir aquí estoy en casa, pues se encuentra en una casa extraña, en la casa de otro, que lo expulsa si no paga el alquiler.”3 No es prueba en contrario que tantos aborígenes de todos los continentes prefieran ganarse un salario y alquilar una casa “extraña” a residir en sus respectivas “cavernas.” Eso sólo lo hacen acuciados por una mezcla de explotación, necesidad e ignorancia.
El hallazgo básico consiste en que:

“El comunismo es como completo naturalismo = humanismo, como completo humanismo = naturalismo; es la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la solución definitiva del litigio entre existencia y esencia, entre objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y género. Es el enigma resuelto de la historia, y sabe que es la solución.”4

Toda apropiación privada resulta alienante. A consecuencia de ella, el proletario y el colono producen cosas, pero al no ser propietarios de los medios productivos (“capital”) esos frutos de su esfuerzo crean algo extraño o distinto de ellos, que les extraña de sí mismos. La sociedad comercial encarna por eso una sociedad monstruosa, aunque remediable. Remediar dicha “vileza e infección” equivale a preparar un mundo sin envidia ni codicia, donde lo cuantitativo o económico dé paso a lo cualitativo o propiamente humano:

“La supresión de la propiedad privada es la emancipación plena de todos los sentidos y cualidades humanas. El ojo se ha hecho un ojo humano, su objeto se ha hecho social, humano. Necesidad y goce han perdido así su naturaleza egoísta al convertirse la utilidad en utilidad humana (...) El traficante de minerales sólo ve su valor comercial, no su belleza o su naturaleza peculiar de mineral, no tiene sentido mineralógico.”5

Por desgracia, ni en su obra juvenil ni en la madura nos ha dejado Marx indicaciones sobre cómo serán la vista y los demás sentidos en el estadio propiamente social de su existencia, ni tampoco sobre cómo serán entonces los objetos vistos, oídos, tocados, etc. No está nada claro que el gemólogo y el mercader de minerales sean ciegos para sus objetos. Pero Marx tiene muy claro qué sucede mientras no haya cambio:

“El obrero es más pobre cuanta más riqueza produce, cuanto más crece su producción en potencia y volumen. La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas. El trabajo no sólo produce mercancías; se produce también a sí mismo y al obrero como mercancía.
Cuanto más produce el trabajador, tanto menos debe consumir; cuantos más valores crea, tanto más indigno es él; cuanto más elaborado su producto, tanto más deforme el trabajador; cuanto más civilizado su objeto, tanto más bárbaro el trabajador.”6


A consecuencia de su alienación, “el trabajador sólo se siente junto a sí (bei sich) fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí.” Ser mercancía entre mercancías, “medio de vida en vez de vida humana”, le sume en el angustioso dolor de hallarse rodeado y penetrado por parámetros contables, obligado a pensar siempre en rendimientos, competidores y dinero. Cierto es también que hay algunos trabajadores conformes con su alienación, que trabajan aparentemente a gusto –hallando en esa labor alguna forma de cumplimiento personal-, y hasta tratan de prosperar ellos solos por ese medio, pasando de la estrechez a la comodidad con previsión, hábitos frugales y desarrollo de alguna maestría muy solicitada. Pero precisamente estos traidores a su clase serán los primeros en catar el desprecio del trabajador solidario, que exige el fin del extrañamiento laboral para todos.

“Tanto más ahorras, tanto mayor se hace tu tesoro, al que ni polillas ni herrumbre devoran, tu capital. Cuanto menos eres, cuanto menos exteriorizas tu vida, tanto más tienes, tanto mayor es tu vida enajenada y tanto más almacenas de tu esencia extrañada (...) Y no sólo debes privarte en tus sentidos inmediatos, como comer, etc.; también la participación en intereses generales (compasión, confianza, etc.), todo esto debes ahorrártelo si quieres ser económico y no quieres morir de ilusiones.”7

Por lo demás, ese esquirol (“saboteador de alguna huelga”) es una víctima inconsciente del empresario mercantil, que inventando falsas necesidades para esclavizar a sus usuarios seduce también al rentista y a otros estratos de la burguesía:

“La producción se convierte en el esclavo ingenioso y siempre calculador de caprichos inhumanos, refinados, antinaturales e imaginarios. Ningún eunuco adula más bajamente a su déspota o trata con más infames medios de estimular su agotada capacidad de placer para granjearse su favor que el eunuco industrial, el productor, para granjearse más monedas (...) El productor se aviene a los más abyectos caprichos del hombre, hace de celestina entre él y su necesidad, le despierta apetitos morbosos y acecha toda debilidad para exigirle después la propina de estos buenos oficios.”8

Convencido de que el capitalismo avanzado es “un crimen”, Marx pasa por alto que se distingue del feudal o del anterior a éste por emplear trabajadores libres, en vez de siervos o esclavos. Sin embargo, es ya una certeza para todos los economistas competentes del siglo XIX que el trabajo servil no sale a cuenta9. Dentro de la misma línea Marx afirma también que “el capitalista sólo puede ganar con la reducción del salario.”10, pero por doquier sucede que los empresarios usan como estímulo salarios altos, compensando el aumento en su partida de gastos con incrementos en la productividad; y, de hecho, si hubiese considerado escalas salariales concretas, por sectores o en términos de media, habría constatado un alza sostenida. Pero estos fenómenos son invisibles cuando quien los contempla cree que la división del trabajo funda auto-extrañamiento, y que “el capital es el hombre que se ha perdido totalmente a sí mismo.”11
La iluminación del joven Marx impresiona por el número y tono de las invectivas, los subrayados y exclamaciones, la adjetivación inflamada y una preferencia por el imperativo como forma verbal, aunque tergiversa o ignora los propios procesos que describe. Tan laico parecía su hallazgo, y cuando terminamos de leer resulta que la propiedad privada es la Caída, una redefinición supuestamente científica del pecado original. La versión antigua dice que los primeros humanos comieron una manzana con ánimo rebelde. La marxista dice que se refocilan en el ser alienado de la mercancía, vendiendo y comprando gustosamente lo mismo bienes que servicios. Nada se dice sobre el día después del infierno capitalista y el purgatorio revolucionario, salvo que los seres humanos serán al fin humanos, como si la letra cursiva diese pormenor al vacío. Llevados hasta aquí por un resuelto voluntarismo -que es la conciencia de clase obrera revolucionaria-, dicha voluntad se trasmuta en una necesidad tan determinista como la física newtoniana, afirmando que ya creará sobre la marcha un reino de prosperidad y paz social sobre las ruinas del mundo mercantil.


3.3.1. Abandonemos entonces al Marx joven para atender al maduro, que ofrece un tratado técnico de economía política: El capital (1867). Al estudiar el volumen 1 –único publicado por él, ya que el 2 y el 3 son notas reunidas póstumamente por Engels- lo que encontramos es su tesis juvenil de que el trabajador se empobrece tanto más cuanta más riqueza produzca, que ahora intenta justificarse con cifras. Sin embargo, el problema no viene de que su perspectiva sea heterodoxa, sino de que reflexiona “con ánimo poco equitativo y bastante ofuscación.”12 Ser uno de los escritores más influyentes de todos los tiempos no habilita de modo automático para pasar a la historia del análisis económico certero, y entre los grandes economistas modernos Schumpeter es el único en dedicar alguna atención (muy poca) a Marx como teórico del “ciclo económico”, aunque le juzga “difuso y repetitivo, inconcluso en la argumentación (...) de un sistema gravemente equivocado, incapaz de no violentar los hechos.”13 En efecto, al lector contemporáneo le sorprenderán no pocas declaraciones del libro, empezando por la rotundidad de su conclusión:

“Un capitalista siempre mata a muchos otros (...) Paralelamente a la constante disminución del número de magnates del capital, que usurpan y monopolizan todas las ventajas, aumenta el cúmulo de miseria, opresión, esclavitud, degradación, explotación; pero al mismo tiempo crece también la revuelta de la clase trabajadora, una clase cuyo número va siempre en aumento, y que es disciplinada, unida, organizada, por el propio mecanismo del proceso de la producción capitalista. El monopolio del capitalismo se convierte en una traba para el modo de producción que ha surgido y florecido con él, y bajo él. La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo llegan finalmente a un estado en el cual se vuelven incompatibles con su envoltura capitalista. Esta envoltura estalla. Tocan a muerto por la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados.”

Las profecías son siempre arriesgadas, e incluso entonces asombra el manejo del lenguaje como un látigo, la energía ardiente que Marx pone en describir alternativas irreductibles. Comprendemos por ello que quien lea lo anterior se sienta conmovido sin tiempo, hoy mismo, y detecte una pura verdad que los hechos no desmienten a pesar de las apariencias. Por otra parte, lo que Schumpeter alega –“sistema incapaz de no violentar los hechos”- va más allá de hacer profecías incumplidas. El problema básico, que quizá explica la suspensión de El capital tras el primer volumen, es de tipo técnico y se refiere al concepto nuclear de la obra, la Mehrwert o plusvalía (que hoy llamamos “valor añadido”). El capitalista explota y aliena al proletario porque el precio de venta del producto supera al de coste, apropiándose el primero esa diferencia.14 Sin embargo, los negocios abren y se mantienen gracias a alguien que aporta dinero o su equivalente (instalaciones, equipo, materias primas) y alguien que contribuye como proyectista-gestor, raras veces (aunque algunas) fundidos ambos en un solo empresario. No habría negocios –ni empleo- si dichos factores no se considerasen de un modo u otro costes de producción.
La plusvalía-robo es, pues, un modo de regresar al clamor apostólico sobre una compraventa inevitablemente dañina para alguna de las partes, que ya examinamos al hablar de San Ambrosio, San Jerónimo y San Agustín. Ahora lo condenado es la empresa, que sólo recobrará dignidad suprimiendo al empresario. Parece innecesario o suplantable lo que él aporta de inventiva, conocimiento, riesgo y dedicación. No obstante, tal como la sociedad prefiere compraventas irrevocables (aunque cada cual pueda conducirse estúpidamente cuando vende o compra cosas concretas), prefiere también que las empresas produzcan beneficios a sus creadores y dueños (aunque algunos empresarios puedan ser monstruos dignos de un presidio). De hecho, la sociedad comercial garantiza al empresario un goce seguro e ilimitado del éxito, evidenciándole por eso mismo que debe asumir sin ayuda el supuesto de fracaso. La alternativa de expropiarle para evitar plusvalías debidas a sus empleados no se excluye por razones morales -al fin y al cabo discutibles-, sino porque en economías “planificadamente colectivizadas” cualquier empresa pide pronto alguna subvención, cuando faltan ya entonces recursos para subvencionar siquiera sea un palillo de dientes.
Según Galbraith, Marx empezó siendo inclemente con la economía política como disciplina analítica, y el desarrollo de la economía –tanto marxista como no marxista- acabó siendo muy inclemente con él. En términos conceptuales, lo esencial en él sigue siendo su secuencia de tesis-antítesis-síntesis. La tesis plantea una vida tribal socialmente satisfactoria (ya que no hay individuos independientes o privados), cuya “contradicción” reside en un subdesarrollo económico que impone yugos religiosos y políticos. La antítesis está representada por la sociedad industrial y un vigoroso desarrollo económico que deriva de dividir el trabajo, cuya “contradicción” es el extrañamiento del trabajador. La síntesis es una restauración del orden comunitario original –Marx recurre al mir ruso y a la comunidad de aldea hindú-, protegido de la esclavitud religiosa y política por un progreso en la productividad del trabajo. Marx no encuentra ya “contradicción” en esta tercera etapa. Pero puede considerarse tal la simple experiencia histórica, pulverizando la hipótesis de que habría más productividad del trabajo (o siquiera no-colapso del sistema) al sustituir mercados por Planes. Marx no esbozó Plan alguno, y esta tarea acabaría convirtiendo en ministros de Economía y Hacienda a expertos como Stalin, Lin Piao o Che Guevara.
La dictadura proletaria comienza cuando el revolucionario profesional V. I. Ulianov, alias Lenin, orquesta un golpe de Estado y se apodera del gobierno ruso en 1917, nombrándose presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo. Comienza entonces el culto oficial del «dialektisches materialismus» (diamat), que inaugura la llamada «escolástica soviética». Su estudio, como el de las verdades reveladas en general, no corresponde a la historia del análisis científico.

 

REFERENCES

1 Estas penurias de calefacción y alimento se llevaron por delante a varios hijos pequeños y a su mujer, mientras él leía y escribía incansablemente, amargado por sus furúnculos. En 1862 -teniendo 44 años-, intentó emplearse en algo distinto de dirigir revistas políticas, que fue opositar a un puesto de escribiente en los ferrocarriles británicos; pero resultó suspendido, al parecer por causa de su mala caligrafía.

2 Escritos de juventud, Universidad de Caracas, Venezuela, 1965, pág. 175.

3 Ob. cit., pág. 224. Cursivas de Marx.

4 Ob. cit., pág. 202.

5 Ob. cit., págs. 207 y 209. Cursivas de Marx.

6 Ob. cit., pág. 171 y pág. 173.Cursivas de Marx.

7 Ob. cit., págs. 218-219. Cursivas de Marx.

8 Ob. cit., págs. 215-216. Cursivas de Marx.

9 Salvo quizá para la recolección de caña de azúcar y algodón, según sugirió Smith un siglo antes.

10 Ob. cit., pág. 187.

11 Marx, ob.cit., pág. 185.

12 J.K.Galbraith, Historia de la economía, Ariel, Barcelona, 1998, pág. 150, n.

13 Historia del análisis económico, Ariel, Barcelona, 1995, págs 446-447...

14 También cabe imaginar que la diferencia sea negativa –esto es, pérdidas-, donde aplicando la misma lógica el obrero no sólo no debería percibir un céntimo del patrimonio que reste tras la declaración de quiebra, sino contribuir con esfuerzo y dinero para reflotar su empleo.

 

BIBLIOGRAFÍA

Las obras citadas de Comte, Tocqueville, Darwin, Spencer y Marx se encuentran en varias ediciones castellanas.

 

© Antonio Escohotado
http://www.escohotado.org



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