Como el Platón y el Aristóteles de los tiempos modernos,
Kant y Hegel quisieron fundar una ciencia de lo esencial y de lo existente.
Pero desde el primer tercio del siglo XIX se siente la necesidad de una
ciencia relacionada con la transformación de lo esencial y lo existente,
con la construcción de una realidad que se ha revelado esencialmente
«subjetiva» y en la cual saber resulta más que nada
una condición para poder. Esa posibilidad la sostiene sustancialmente
un acelerado desarrollo de las ciencias y las técnicas, que alimenta
una esperanza de aliviar pacífica y gradualmente los viejos y nuevos
males. Al mismo tiempo la época elabora el otro lado de este culto
a la razón positiva con el irracionalismo y el pesimismo
antropológico, y sobre todo con la razón negativa
representada por los movimientos revolucionarios de signo antiliberal.
.
¿Qué es el romanticismo? Rompiendo con las antinomias y
abusos lógicos que los ilustrados y Kant detectaban en el concepto
de lo infinito, Fichte dio concepto al animo romántico con un principio
de actividad absoluta que combinaba infinitud y determinación:
el perpetuo perecer de lo finito. El alma se limita continuamente
para continuamente sobrepasar dichos límites, y halla una providencial
concreción gracias a Hegel- en la historia. Para ambos pensadores
un infinito trascendente, separado de la finitud, sería un infinito
finito. De ahí que a despecho de su inclinación hacia lo
patético, y hasta gaseoso, el romanticismo literario vea en el
mal, el dolor y el incumplimiento del mundo algo reconciliable con sus
opuestos, en una síntesis satisfactoria al nivel de la totalidad
universal.
Dentro de la idea de lo ilimitado cumpliéndose en la constante
posición y superación de nuevos límites, basta sustituir
«espíritu» por «vida» para tener lo básico
del esquema evolucionista. Como se ha dicho, el positivismo es también
el romanticismo de la ciencia experimental, que la contempla con fervor
religioso. La misma sustitución de lo ideal por lo material ofrece
el determinismo materialista en diversas manifestaciones. De modo genérico,
donde se decia progreso espiritual se dirá evolución natural;
donde se postulaba la idea se postulará la materia; y donde se
exaltaba una religión conceptual se exaltará un culto a
la ciencia.
1. Nacido diez años antes que Hegel, el conde Claude-Henri
de Saint-Simon (1760-1825) acuñó la expresión «positivismo»
y se nombró mesías de una religión el llamado
nuevo cristianismo, cuyos miembros debían combinar la obediencia
del soldado con el sacrificio del asceta. Proponía poner en lugar
del clero a los profesionales de la ciencia y en lugar de la nobleza de
sangre a la banca y la industria. Su meta era aliviar los pesares de los
pobres mediante una «nueva organización» social contraria
al individualismo espiritualista instaurada gracias a unos «sumos
sacerdotes» o filántropos encargados de promover la industrialización.
Ellos convencerían a los príncipes de que sus verdaderos
intereses coinciden con los de «sabios y empresarios». Colectivista
y paternalista (Grecia y el Renacimiento le parecían épocas
de «decadencia», en contraste con momentos de «unidad
positiva» como el Medioevo) el «sansimonismo» propone
a campesinos, proletarios y pequeños burgueses que aguarden con
paciencia mejoras emanadas del estamento gobernante, y sus sucesores acogerán
sin protestas la masacre que pone fin a la llamada Revolución de
1848 en Francia.
Sin embargo, examinemos un momento esta conflagración, que se produce
cuando en Francia todos los indicadores económicos indican una
expansión extraordinaria. La producción se dobla, la exportación
se triplica, empresarios innovadores complementan sin asperezas al empresario
tradicional, y los nuevos medios de transporte aseguran un comercio mucho
más activo, rápido y seguro. En términos keynesianos,
el producto interior bruto (PIB) aumenta de modo exponencial, superando
con mucho el crecimiento de la población, y la capacidad adquisitiva
se ha disparado por doquier. Por otra parte, el odio de clase
no es tanto algo que crezca solo, sino algo que ahora alimentan y justifican
individuos de clase media y hasta aristócratas de nacimiento (como
Bakunin), algunos convertidos en revolucionarios profesionales
y la mayoría sencillamente militantes de una causa
que tiene excelente prensa entre estudiantes, escritores, artistas y personas
cultas en general.
El alzamiento y posterior masacre de 1848 no deriva de libertades o derechos
civiles prometidos e incumplidos, sino de que vista la extendida
prosperidad del país- el gobierno ya no teme al pueblo
y aspira a consolidarse democráticamente, haciendo suya la reivindicación
obrerista primaria que es un sufragio universal. Llamativamente, quienes
se oponen a ello con algaradas, boicots y atentados son los propios revolucionarios
profesionales y sus respectivas facciones en especial L.Blanqui,
teórico del ataque por sorpresa y la guerrilla
urbana-, que temen una derrota en las urnas. Y, en efecto, el electorado
francés -que pasa entonces de 200.000 individuos a 9.000.000 (las
mujeres siguen excluidas)- otorga una victoria aplastante a liberales
y conservadores (monárquicos), mientras la supuesta mayoría
abrumadora de pueblo revolucionario apenas alcanza el
9% de los votos, aún sumando todas sus facciones. Semanas después,
la revisión de ciertos subsidios algo análogo a nuestro
PER para jornaleros agrícolas- servirá de pretexto para
que los adeptos de Blanqui, Bakunin y otros tribunos incendiarios exciten
zarpazos de furia (respondidos con la misma moneda), y en junio de 1848
París se llena de barricadas presididas por el lema ¡no
pasarán!, algo curioso considerando que el ellos implícito
(quienes no podrán pasar) afecta a unos nueve de cada diez parisinos.
Al amparo del rencor que provocan las represalias por los atentados terroristas,
añadido al generoso romanticismo de la juventud y al apoyo de lo
que Marx llama lumpenproletariado (también canaille, formada
por vagabundos, pequeño hampa, etc.), bastantes ciudadanos desoyen
la intimación de permitir el tránsito por la ciudad y son
desalojados por la artillería militar, con el resultado de unos
dos mil cadáveres, un número mucho mayor de mutilados y
heridos y decenas de miles enviados a cárceles y colonias penitenciarias.
Proudhon se había multiplicado tratando de evitar un baño
de sangre sin base teórica, pero Blanqui y sus correligionarios
ven en todo ello un comienzo de serio éxito para la revolución.
Como Marx, entienden que tanto peor tanto mejor, y volverán a la
carga en 1871 con la Comuna de París, cuya Semana Sangrienta logra
multiplicar por diez el número de muertos ocurrido en 1848, Al
igual que entonces, el motivo resulta ser un pretexto la derrota
militar de Napoleón III ante las tropas de Bismarck-, pues el discurso
de estos agitadores sólo admite la legitimidad de las urnas cuando
supone victoria. Como tal victoria sigue muy lejos de producirse, lo mejor
será seguir recurriendo al ataque por sorpresa, aspirando
a consumar un golpe de Estado. A diferencia de la revolución norteamericana,
y de la francesa en 1789, que quieren promover instituciones democráticas,
la revolución ahora en curso piensa justamente lo mismo que pensaba
el conservador Hegel del pueblo: es la parte del Estado que no sabe
lo que quiere. Pero volvamos a la historia del pensamiento, porque
Marx nos dará ocasión de profundizar más adelante
en los ideales revolucionarios del periodo.
1.1. Secretario de Saint-Simon durante algunos años, profesor
particular de matemáticas y luego docente de lo mismo en la Escuela
Politécnica de París, Augusto Comte (1798-1857) fue un prolífico
escritor que siempre se enorgulleció de no haber leído casi
nada (por «higiene cerebral»), y que tras pasar bastante tiempo
en un manicomio siguió los pasos mesiánicos de su maestro,
proclamándose pontífice máximo de una religión
basada en una ciencia «nueva» y «sagrada»: la
sociología. El conjunto de su obra, redactada con un estilo gris
y profesoral, puede considerarse junto con el utilitarismo de Jeremías
Bentham, su paralelo inglés la menos filosófica de
todas las filosofías conocidas hasta entonces. Pocas tendrán,
sin embargo, mayor influjo sobre la posteridad.
Comte vive el periodo que va desde Napoleón Bonaparte hasta Napoleón
III, cuyas etapas intermedias son la efímera restauración
borbónica, la monarquía constitucional y la abortada Revolución
de 1848. Siente una repulsión invencible hacia lo que denomina
«épocas críticas» y asume como deber del pensamiento
contribuir al establecimiento de un poder temporal y un poder espiritual
estables, fundados sobre creencias capaces de resistir victoriosamente
los embates de la «negatividad» filosófica. Como acontece
con los sansimonianos ortodoxos, el modelo antiguo es para él nuestra
Edad Media, y la solución para el presente es la dictadura; no
una dictadura teórica como la del Estado hegeliano, sino lo que
llama «dictadura empírica», sin doctrina, destinada
a barrer toda forma de anarquía y «disciplinar a los inconformistas».
Su tesis es unidad social a toda costa, merced a una «sociocracia»
heredera de la antigua teocracia. El progreso nada tiene que ver con creciente
libertad individual, o justicia; es única y estrictamente «desarrollo
del orden», organización creciente. Aunque Comte propugna
una paz entre naciones, basada en «los supremos intereses de la
industria», el ejército debe subsistir para colaborar con
la policía en la represión de los desórdenes interiores.
Vemos en esto un reflejo del malestar que causan Blanqui y sus correligionarios.
1.1.1. Publicado en 1852, el Catecismo positivista expone
la religión positiva. Comte se siente llamado a la
jefatura de una Iglesia que venera al «Gran Ser» o Humanidad,
cuyas efemérides trazó ya detalladamente en el Calendario
positivista. Si bien el poder temporal debe estar en manos de la banca
y la industria, lo espiritual o «sacerdocio» corresponde a
«grandes sabios» (como él mismo), y tiene por misión
enseñar el «dogma». Este dogma es una Trinidad (el
Gran Ser, el Gran Fetiche o Tierra y el Gran Medio o Espacio), que a nivel
prosaico contiene el deber altruista de «vivir para los demás».
La base de ese altruismo es un culto a la familia, que propugna la reinstauración
de los mayorazgos (traspaso de todo el caudal hereditario al primogénito)
abolidos por la revolución americana y la francesa, así
como la prohibición del divorcio. El amor platónico de Comte
hacia una dama prematuramente fallecida pudo influir en el segundo gran
dogma del Catecismo, que es la Virgen Madre, sostén emocional del
hogar familiar y «resumen sintético de la religión
positivista».
En el aspecto externo, los miembros de la nueva religión debían
persignarse con una señal semejante a la de la cruz, consistente
en «tocar sucesivamente los principales órganos que la teoría
cerebral asigna a sus tres elementos» (amor, orden, progreso).
1.1.2. Comte distingue una «estática social»
que investiga la estructura permanente de todo grupo humano, y una «dinámica
social», cuyo objeto son variaciones en las creencias. La estructura
concierne en última instancia a la familia y a la propiedad, y
constituye un orden objetivo, intemporal y no susceptible de progreso
alguno, que únicamente se ve afectado aunque siempre de modo
pasajero por las explosiones revolucionarias. Las creencias, en
cambio, admiten progreso y mejora, y Comte formula al respecto su famosa
ley de los tres estados.
El primero o «teológico» se caracteriza por la pretensión
humana de conocer el por qué de las cosas, y desemboca en proponer
causas ocultas y sobrenaturales. Dentro de este estado lo inicial es el
«fetichismo»; luego aparece el «politeísmo»
y, por último, el «monoteísmo». El principio
interno o regla de este estado como el de los sucesivos es
reducir el número de causas, encontrando principios cada vez más
universales.
El segundo estado, «metafísico», se caracteriza por
la persistencia del por qué, pero ahora ya no se busca en entidades
divinas trascendentes sino en las cosas mismas. No obstante, se siguen
obteniendo «entidades» absolutas, aunque sean fuerzas impersonales,
y el saber sigue atado a los poderes de la «imaginación»,
postulando seres imaginarios como la razón o el espíritu.
El tercer estado, que será el definitivo, abandona el por qué
en general, rechazando todas las cuestiones teológicas y metafísicas
como pseudocuestiones, inútiles por completo en un mundo «positivizado».
La ciencia, heredera del saber metafísico, no se pregunta por la
causa o esencia de las «cosas», sino sólo por el cómo
de los «fenómenos», obteniendo así conocimientos
relativos y dirigidos por una finalidad instrumental. El resultado será
el hallazgo de leyes o regularidades fenoménicas, útiles
para «la acción del hombre sobre la naturaleza». Se
restablece así el solipsismo kantiano en su forma más extrema,
pero otorgándosele la vía de escape que es la transformación
práctica del mundo.
1.1.3. El Discurso sobre el espíritu positivo (1844)
enumera seis notas de lo positivo:
1) Lo real o «accesible a nuestra inteligencia», por oposición
a lo quimérico.
2) Lo útil, por oposición a lo ocioso, «vana satisfacción
de una estéril curiosidad».
3) Lo seguro, por oposición a lo dudoso, «suscitador de interminables
debates».
4) Lo preciso, por oposición a lo vago, «falto de la indispensable
disciplina».
5) Lo afirmativo, por oposición a lo negativo, que pretende «destruir
en vez de organizar».
6) Lo relativo, por oposición a lo absoluto.
Combinadas, estas notas proponen como único objeto de investigación
científica los hechos. En el discurso, el elemento verdad
queda sustituido por el elemento practicidad. Transformando
las cosas en «hechos» siempre será posible elegir entre
dos vías: a) oponerlos como asuntos ya decididos y resueltos, definitivos,
a cualesquiera pretensiones (críticas o decadentes) de modificación;
b) manipularlos a voluntad desde la perspectiva de lo útil y afirmativo,
alegando su «relatividad». El imperio de los hechos es una
indirecta pero eficaz policía del pensamiento, como se comprueba
atendiendo a los objetos admisibles e inadmisibles para cada tipo de saber.
1.1.4. Partiendo de los hechos que constituyen su objeto, las ciencias
naturales se clasifican de acuerdo con su menor o mayor complejidad, que
guarda una proporción inversa con su «aplicabilidad»;
cuanto más simple sea ese objeto mayor será su aplicabilidad.
Así se obtienen la geometría y la mecánica racional,
la astronomía, la física, la química, la biología
y la sociología. Comte excluye la psicología, considerando
que no es una ciencia ni puede llegar a serlo. «El individuo pensante
no puede dividirse en dos, uno de los cuales razonaría mientras
el otro le vería razonar. Siendo el órgano observado y el
órgano observador el mismo ¿cómo podría efectuarse
la observación?»
Aplicando su criterio de lo positivo, Comte se ve llevado a curiosas restricciones
para el saber. En matemáticas se declara contrario al cálculo
de probabilidades, desarrollado poco antes por Laplace. En astronomía
condena todo esfuerzo por determinar la constitución física
de los astros, y es enemigo de cualquier cosmología que sobrepase
los límites del sistema solar. En física desaconseja que
se intente investigar la constitución de la materia. En biología
se opone a cualquier teoría sobre evolución de las especies.
En sociología excluye las investigaciones sobre el origen histórico
de las comunidades.
1.1.5. La sociología nace en Comte como ciencia y moral
a la vez, que prevé y guía los «hechos sociales».
No es por eso un saber descriptivo sino «operativo», cuya
meta consiste en el establecimiento de la «sociocracia» o
imperio de la sociedad como conjunto sin fisuras. Todo progreso se refiere
a las creencias, como ya vimos, quedando al margen las instituciones.
Lo que subyace a la «estática social» es la estructura,
formada por la familia tradicional, la propiedad tradicional, el Gran
Ser y la Virgen Madre. Todo ha de ser relativo porque esto ha de ser absoluto.
Lógicamente, elevar a dogma esa estructura topa con dos enemigos
fundamentales. El primero es la individualidad concreta, que alberga exigencias
de autonomía acordes con un sentido de la realidad no exclusivamente
instrumental, y que se excluye por cosa teológica o metafísica.
El segundo enemigo de la estructura es la razón, que no se aviene
sin violencia a lo edificante, al constructivismo de una organización
para la organización de la organización. El augurio de una
«era positiva» eterna prescinde por «viciosamente
abstracto» de la investigación que hizo
surgir la aventura científica en algunas colonias griegas, dos
milenios y medio antes:
«Históricamente considerado, el dogma del derecho al examen
es sólo la consagración, bajo una forma viciosamente abstracta
común a todas las concepciones metafísicas
del estado pasajero de la libertad ilimitada, que sólo durará
hasta el advenimiento social de la filosofía positiva».
Estas palabras del Curso de filosofía positiva (1842) se
completan con otras del Sistema de política positiva (1851):
«Hay que transformar el cerebro humano en un reflejo fiel del
orden externo».
Podrían hacerse muchos comentarios sobre este hombre, que quizá
tuvo algún rapto de cordura y humanismo mientras estaba en el manicomio.
Una vez fuera, su concepción del mundo -y del bien- no parece ofrecer
el menor resquicio ni de cordura ni de humanismo. Es por eso un padre
problemático para la sociología, aunque esta disciplina
no tardará en tener cultivadores opuestos a su criterio. Gris por
fuera y por dentro, sideralmente ajeno a la belleza y en buena medida
analfabeto, su formidable éxito indica que Europa atraviesa las
convulsiones del Progreso añorando modalidades de algún
Gran Hermano dispuesto a resolver todo con simple autoritarismo gremial
y tópicos planos, y que admite como genios científicos a
infelices liberticidas. Coetáneo de Bakunin y Blanqui, algo mayor
que Malatesta, la particular propaganda de la hazaña
hecha por Comte permitirá a muchos vivir con la vitola de científicos
por el cómodo procedimiento de adherirse a la Iglesia Positiva.
Esto tampoco es tan extraño cuando en el extremo opuesto
a su conservadurismo- otros redentores del prójimo identifican
el Progreso con una institucionalización del terror, cuando no
con un regreso a instituciones feudales. Uno y otros aborrecen analizar
el movimiento, captar la transformación interior de cualquier cosa
que acompaña a su cambio, en la cual intervienen tanto lo positivo
como lo negativo. Dentro de esta dimensión presidida por la simpleza
y el sesgo, al atrevimiento delirante de apartar lo negativo corresponde
el de apartar lo positivo.
1.2. La contrapartida de Comte es en Francia la obra del conde
Alexis de Tocqueville (1805-1859), que constituye un esfuerzo por comprender
filosóficamente los movimientos revolucionarios del siglo XVIII
y el XIX, así como el futuro abierto ante la sociedad burguesa.
Escritor brillante, dotado con un agudo sentido de la observación
que no excluye capacidad generalizadora ni genio anticipador, sus ensayos
sobre la democracia americana y el cambio social en Francia son obras
impares de investigación histórica y ciencia política.
La «física social» que pretende ser la sociología
de Comte se resuelve en una sacralización de un orden organizado,
y por eso mismo no espontáneo o endógeno (como la sintaxis
de una lengua, las reacciones de un mercado, el nivel de las técnicas,
etc.), mientras los trabajos de Tocqueville que siguen el camino
inaugurado por Montesquieu son un modelo de análisis aplicado
a órdenes autoproducidos o endógenos, que combina juicio
crítico con atención a la objetividad. Se trata de comprender
lo positivo y lo negativo de la «sociedad igualitaria» que
irresistiblemente va imponiéndose en el mundo occidental, y que
no tiene paralelo con ninguna transformación en Asia y otros continentes.
Las últimas páginas de La democracia en América
(1840) enuncian un humanismo que está en los antípodas de
la catequesis comtiana:
«Los hombres de nuestro siglo ven cómo los antiguos poderes
se hunden por doquier, cómo mueren las antiguas influencias,
y cómo caen a tierra las viejas barreras. Todo esto confunde
el juicio aún de los más inteligentes; no atienden más
que a la prodigiosa revolución que se opera bajo sus ojos, y
creen que el género humano va a caer para siempre en la anarquía.
Si pensasen en las consecuencias finales de esta revolución concebirían,
quizá, otros temores.
En el horizonte se alza un poder inmenso y tutelar, que se encarga exclusivamente
de hacer que los hombres sean felices y de velar por su muerte. Se asemejaría
a la autoridad paterna si, como ella, tuviera por objeto preparar a
los hombres para la edad viril; pero, por el contrario, no persigue
más objetos que filarlos irremediablemente en la infancia; este
poder quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino
en gozar. Se esfuerza con gusto en hacerlos felices, pero en esa tarea
quiere ser el único agente y el juez exclusivo; provee medios
para su seguridad, atiende y resuelve sus necesidades, pone al alcance
sus placeres, conduce sus asuntos principales, dirige su industria,
regula sus traspasos, divide sus herencias: ¿no podría
liberarles por entero de la molestia de pensar y el trabajo de vivir?
Creo que en cualquier época habría amado la libertad,
pero en los tiempos que corremos me inclino a adorarla.»
A posiciones semejantes acabó llegando John Stuart Mill (1806-1873),
hombre formado en el utilitarismo inglés y en el positivismo social
francés. A los veinte años siendo ya muy culto
cayó en una grave crisis psicótica, de la cual sólo
pudo salir (según su Autobiografía) admitiendo la
futilidad del criterio propugnado por Bentham, esto es, comprendiendo
que la felicidad no se alcanza haciendo de ella el objetivo constante
y directo de la vida, sino poniendo el corazón en cualquier otro
objeto, arte o empresa. Su ensayo Sobre la libertad (1859) constituye
uno de los grandes textos sobre el derecho a la autodeterminación
individual. Allí mantiene el principio de que la intervención
de una autoridad en la conducta del individuo sólo puede justificarse
por la defensa de otros derechos individuales; el ciudadano puede decir
y hacer absolutamente todo aquello que no lesione de modo real y concreto
la persona física o los bienes de otro u otros ciudadanos, con
lo cual es opresión cualquier acto de una autoridad
social, estatal, etc., que intervenga alegando «por su bien»,
como acontece con la censura, la policía de costumbres e instituciones
tutelares semejantes. Lo propio del ciudadano es precisamente el derecho
a saber cuál es su bien.
El principio de Stuart Mill que Tocqueville suscribiría sin
vacilar y constituye el colmo de lo intolerable para el progresismo comtiano
había sido expuesto más de medio siglo antes por el estadista
Thomas Jefferson: «las leyes están hechas para protegernos
de los otros, no de nosotros mismos». Estos criterios los veremos
expuestos con mayor sistematismo en Spencer.
2. Aunque ya Buffon (1707-1788) había admitido, a título
hipotético, lentas variaciones en las especies vivas, fue el zoólogo
J. B. Lamarck (1744-1829) el primero en proponer un «transformismo»
generalizado: los órganos se desarrollan en función de necesidades
biológicas y, por consiguiente, vinculados al medio externo. Las
variaciones del medio inducen anomalías en su uso que, transmitidas
hereditariamente, pueden llegar a modificar de modo radical los órganos
mismos.
Esta capacidad adaptativa de la vida y el viviente fue rechazada por todos
los naturalistas de la época, a parecer por la reverencia que rodeaba
a cada especie como obra divina o incambiable. Apoyaba esto la paleontología
catastrofista de Cuvier (1769-1832), basada en periódicas destrucciones
de la fauna terrestre seguidas por una creación divina de nuevas
e inalterables especies. Pero el «fijismo» de Cuvier sufrió
un grave golpe cuando el geólogo C. Lyell (1797-1875) pudo explicar
satisfactoriamente el estado del globo por lentas transformaciones
debidas a las mismas causas hoy actuantes. Lamarck y Lyell contribuyeron
a la síntesis de Charles Darwin (1809-1882), aunque en ella influyeron
también trabajos ajenos por completo a botánica y zoología,
como la línea argumental del filólogo W. Jones hasta su
tesis del indoeuropeo, La riqueza de las naciones y
un ensayo (totalmente equivocado) del abate Malthus sobre población
y recursos.
Por todas partes se insinúa una idea sobre estabilidad y cambio
que no sólo contraviene el dogma sino cualquier simplismo. Es el
concepto de estructuras objetivas desplegándose en relación
con un medio, organizaciones sin organizador, y aunque al comienzo aparezca
en fenómenos como historia del derecho (gracias a los trabajos
de Savigny), lingüística comparada o mercados ahora se hace
totalmente consciente en biología (un término de Lamarck),
gracias a El origen de las especies por selección natural
(1859), el tratado de Darwin. Lo antes cubierto por pontificaciones sobre
la Providencia, el Creador y hasta el pagano Hado cata el veneno de órdenes
endógenos, propiamente naturales, donde todos y nadie intervienen
decisivamente. Competencia y esfuerzo, sus elementos básicos, animan
un proceso donde prospera lo favorable. La llamada «selección
natural» combina pequeñas variaciones orgánicas debidas
al influjo del medio con una lucha por la supervivencia, debida al potencial
exceso de la reproducción sobre la producción. Aunque organismos
inferiores convenientemente adaptados pueden perpetuarse largamente, la
selección sienta como norma el perfeccionamiento de cada ser vivo
o su desaparición.
Por más que la teoría evolucionista se apoye en multitud
de apoyos empíricos, llegó en el momento de máxima
fe en el Progreso, al que por su parte confirió un
fundamento objetivo. En El origen de las especies leemos:
«Cabe deducir con cierta confianza que nos está permitido
contar con un porvenir de incalculable duración. Y como la selección
natural actúa solamente para el bien de cada individuo, todo
don físico o intelectual tenderá a progresar hacia la
perfección».
2.1. Herbert Spencer (1820-1903), un ingeniero de ferrocarriles
que acabó escribiendo un gigantesco Sistema de filosofía
sintética, aplicó el concepto de evolución a varias
ciencias, y trató de deducir el principio evolutivo mismo. Fue
un pensador vigoroso y original, con conceptos propiamente dichos. A la
pregunta de qué es cualquier evolución contesta diciendo:
«Una integración de materia y una disipación concomitante
de movimiento, en cuya virtud la materia pasa de una homogeneidad indefinida
e incoherente a una heterogeneidad definida y coherente».
En última instancia, la homogeneidad es «incoherente»
y la heterogeneidad «coherente». El concepto de evolución
pone de manifiesto una finalidad que se despliega sola, a golpes de azar.
Se trata precisamente de aquella finalidad «objetiva» que
Kant buscó -en vano- mientras escribía la Crítica
del juicio. Para Spencer la evolución cosmológica, biológica,
geológica, psicológica, moral, política o social
será siempre el hacerse coherente de alguna energía mediante
su progresiva definición en el interior de un medio, siendo el
único rasgo común a todos los medios una condición
de inestabilidad para lo allí existente. Cuando la inestabilidad
no produce especialización (hoy diríamos «entropía
negativa») producirá disolución. A esta alternativa
captada en su discurrir la llama Spencer ritmo evolutivo. Y si considera
con optimismo el proceso no es porque predomine la evolución sobre
la disolución en general, sino porque toda disolución constituye
la premisa de una evolución ulterior. Hasta qué punto el
concepto de evolución está en el aire lo indica que Spencer
publicase gran parte de sus hallazgos cuatro años antes de hacerlo
Darwin.
2.1.1. Nos falta espacio para entrar en las consecuencias que este
pensador extrae de aplicar el principio de la selección natural
(rebautizado por él como «supervivencia del más apto»)
en ética, psicología, sociología, etc. No tanto él
como discípulos suyos W.Bagehot en Inglaterra y W.G.Sumner
en Estados Unidos-promovieron una simplificación del proceso evolutivo
conocida como darwinismo social, que acabó incurriendo pronto en
inhumanidad. Inhumano es, en efecto, enunciar un racismo supuestamente
científico como justificación de políticas coloniales,
o sugerir proyectos eugenésicos (mejora de la especie) basados
en la eliminación física o la esterilización de individuos
y grupos inaptos. Pero ya hemos visto otros casos de interpretación
sesgada por ejemplo, el Aristóteles católico-,
y estos criterios no están tanto en el origen como en derivaciones
arbitrarias montadas sobre Spencer, que pasan por alto lo diferencial
entre sociedades humanas y bancos de arenques. El darwinismo social no
percibe que nuestra evolución es ante todo una evolución
referida a instituciones, y pisotea el principio de órdenes autoconstituídos
con disparates como leyes de la evolución, gracias
a las cuales cabría predecir el futuro de las sociedades como se
predice la caída de un tiesto. Aunque la evolución sea una
alternativa al determinismo, estos autores la embuten en un corsé
de etapas prefiguradas como los estados de Comte-, cuando
todo cuanto puede revelar una evolución son tendencias actuales
y pasadas, nunca el mañana.
Esto no quiere decir que Spencer fuese un modelo de lo políticamente
correcto. Entre sus libros el que más ampollas levantó fue
El hombre contra el Estado (1884), un alegato individualista que
se opone por igual a la sociocracia comtiana y a la dictadura proletaria.
Las reformas sociales son tan deseables como el mejoramiento interno de
los individuos, pero tal como no cabe abreviar el tránsito desde
la infancia a la madurez, evitando el enojoso proceso del crecimiento,
tampoco es factible que formas sociales inferiores (coactivas)
se hagan superiores (espontáneas) sin atravesar pequeñas
y sucesivas modificaciones. Una fe irracional en la fuerza del Estado
engendra revoluciones, que acaban fracasando estrepitosamente por pretender
toda suerte de cosas imposibles. Se trata, pues, de «abolir esa
confianza en la omnipotencia del gobierno» (cualquier tipo de gobierno),
cuyo efecto será siempre un desprecio por la dignidad del hombre
concreto, un dogmatismo autoritario. La sociedad sólo vive y siente
en los individuos que la componen. El mejor estado será una democracia
sin mesianismos, donde el progreso moral de los ciudadanos no se vea estorbado
por privilegios de particulares, pero tampoco suplantado por directrices
emanadas del poder político.
Aunque la idea se encuentra ya bien asimilada en Mandeville, Spencer piensa
enérgicamente la diferencia entre sociedades militares
-donde la cooperación se impone por la fuerza-, y sociedades industriales,
donde la cooperación resulta voluntaria. Por otra parte, no ignora
que este segundo tipo superior evolutivamente- debe atravesar convulsiones
muy graves para imponerse del todo al primero, pues éste incomparablemente
más antiguo- reacciona manipulando la envidia, el patriotismo y
otros sentimientos viscerales con mitos de redención, que incluso
proponen una redención científica como el comunismo
de Marx y Engels. Por lo demás, la industrialización no
es el fin de nada, sino parte de un proceso que apunta a sociedades individualistas.
Spencer piensa que el individualismo educado puede acabar imponiéndose,
aunque sólo tras una era de socialismo y guerra.
3. El alumno tendrá ocasión de estudiar la ideología
marxista en diversas disciplinas de la carrera que ahora cursa, lo cual
nos exime de exponerla. Baste recordar que ha sido hegemónica en
buena parte de los sectores cultos durante todo un siglo, y que sólo
recientemente apunta síntomas de agotamiento. Pero en estas lecciones
sobre historia del análisis científico lo que nos interesa
es Karl Marx (1818-1883) como filósofo y economista, aunque sólo
sea porque su discurso logró promover los actos de violencia más
extraordinarios de todos los tiempos.
Judío converso (justo antes de acceder a un alto cargo público),
el padre de Marx le hizo bautizar en la Iglesia Evangélica, aunque
prefirió que hiciese el bachillerato en un colegio de jesuitas.
Los ejercicios espirituales de San Ignacio sin duda le conmovieron, pues
la más precoz nota suya habla de inmolarse por el bien de
la humanidad. Antes de terminar su licenciatura de leyes entró
en contacto con la filosofía hegeliana, y empezó a frecuentar
círculos revolucionarios. En el recién nacido movimiento
comunista quiso representar siempre una perspectiva científica,
opuesta al moralismo edificante de unos (los proudhonianos) y al nihilismo
destructor de otros (los bakuninistas). Acabó victorioso esas luchas
intestinas, aunque nunca le gustara hablar en público y prefiriese
ganar las votaciones reuniéndose privadamente con unos y otros
antes de cada asamblea. Salvo un periodo cómodo en Londres -sufragado
por el próspero Engels- tuvo una vida dura y sacrificada, perseguido
por la policía alemana, rusa, francesa y belga, pero sobre todo
por falta de dinero,1
una tenaz furunculosis, insomnio y depresión mental crónica
(sus propias palabras), que iría agravándose durante los
años de madurez.
3.1. Marx toma de Hegel el principio de la negatividad («negación
de la negación») como nervio universal, tratando de convertir
en «materialista» su dialéctica. El sujeto es hombre
natural, y el hombre natural es un ateo que quiere gozar, un viviente
cuya razón se identifica con el espíritu de la técnica.
A la filosofía incumbe transformar el mundo, en vez de sólo
pensarlo. El destino del hombre es ser criatura de Prometeo, detentar
el fuego robado para él. Marx dice que «la naturaleza en
sí no es nada para el hombre», indicando que ser natural
no le impone ningún tipo de deuda con la naturaleza. Esto traspone
el pasaje del mito donde Prometeo se niega a hacer del hombre el animal
solicitado por Zeus.
¿Cómo se transforma el mundo? Sabiendo que es sólo
materia, aunque evitando todo significado metafísico del término
y tomando lo material como aquello que realmente es: una cosa de la cual
servirse. Al comprenderlo se comprende al mismo tiempo que esa «materia»
ha sido fundamentalmente el hombre para el hombre o, si se prefiere, que
la materia por excelencia es el trabajo, la «fuerza productiva».
La filosofía transformará el mundo cuando cambie la organización
del trabajo, y como cada «estado» de las fuerzas productivas
es una estructura autoimpuesta y autolegitimadora, debe encontrar una
manera de que se supere por sí misma.
3.2. La historia es el «proceso real de producción»,
que condiciona absolutamente todo lo demás. Las etapas principales
de la historia humana son el modo asiático, el modo antiguo, el
modo feudal y el modo burgués de producir. Cada uno expone cierta
relación determinada entre la propiedad o control de los medios
productivos y los productores mismos. Esa relación determinada
es la «infraestructura» económica, de la cual se deriva
una «superestructura» jurídica, política e ideológica.
La justicia, por ejemplo, no es sino el conjunto de condiciones
de cada modo productivo; el derecho, su expresión sistemática,
requiere un brazo fuerte que es el Estado y cuya esencia notable
contraste con Hegel reside en el «aparato represivo».
Considerando que lo ideal es el factor determinante de la realidad, el
hombre cae en «alienaciones» como la fe en un dios providente,
en reformas religiosas, morales, espirituales, etc., sin ponerse a cambiar
las relaciones entre el control de las fuerzas productivas y esas fuerzas.
Como el espíritu no mueve al mundo, cada estado (y cada Estado)
tiende a perpetuarse y a resistir victoriosamente cualquier intento de
modificación. Sin embargo, el hombre no llega nunca a proponerse
tareas imposibles, y la oleada de sentimiento socialista en el mundo debe
tener un fundamento absolutamente objetivo.
El modo burgués de producción, resultado de una evolución
«necesaria» a partir de los previos, tiene según Marx
una característica específica. Esa característica
es que el desarrollo de las fuerzas productivas ha entrado en contradicción
con los modos de producción existentes. En otras palabras, hay
un modo más racional de producir. Cuando esto acontece empieza
una época de revolución social. Las «contradicciones
internas» del propio sistema burgués que Marx enumera
en El Capital conducen a una crisis general del sistema
capitalista, y ésta a una victoria del comunismo cuya primera
etapa será la «dictadura del proletariado», imponiendo
una planificación rigurosa y única (centralizada) para toda
la economía. Aquí comienza un momento de pura positividad,
porque esa dictadura redime a todos de explotación, poniendo fin
a la lucha de clases y, por lo mismo, al Estado. La fuerza productiva
será entonces dueña de sí. En 1872, interrogados
sobre el advenimiento de la dictadura proletaria, Marx y Engels repusieron
que «la aplicación práctica de este principio dependerá
de las circunstancias históricas existentes».
3.3. Hemos expuesto la parte de Marx que puede considerarse analítica
o científica. Pero no captamos lo esencial de su atracción
sin considerar que representa también un renacimiento de la justicia
social preconizada por el cristianismo primitivo. Dejemos, pues, que sea
el propio Marx joven el filosófico, por contraposición
al posterior economista- quien exponga las categorías de su proyecto.
Lo primero que se observa en este sentido es una nostalgia del orden orgánico
o pre-burgués, donde desde la cuna a la tumba cada miembro posee
una identidad e incumbencia definida, absuelta de ascensos y descensos,
de manera que la alternativa es dormir o no una siesta, comer, beber
y engendrar.2
Antes de que hubiese propiedad privada los seres humanos estaban mejor:
El salvaje en su caverna no se siente extraño sino tan a
gusto como un pez en el agua (...) mientras el trabajador en su
vivienda no puede decir aquí estoy en casa, pues se encuentra en
una casa extraña, en la casa de otro, que lo expulsa
si no paga el alquiler.3
No es prueba en contrario que tantos aborígenes de todos los continentes
prefieran ganarse un salario y alquilar una casa extraña
a residir en sus respectivas cavernas. Eso sólo lo
hacen acuciados por una mezcla de explotación, necesidad e ignorancia.
El hallazgo básico consiste en que:
El comunismo es como completo naturalismo = humanismo, como completo
humanismo = naturalismo; es la verdadera solución del conflicto
entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y el hombre, la solución
definitiva del litigio entre existencia y esencia, entre objetivación
y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo
y género. Es el enigma resuelto de la historia, y sabe que es
la solución.4
Toda apropiación privada resulta alienante. A consecuencia de
ella, el proletario y el colono producen cosas, pero al no ser propietarios
de los medios productivos (capital) esos frutos de su esfuerzo
crean algo extraño o distinto de ellos, que les extraña
de sí mismos. La sociedad comercial encarna por eso una sociedad
monstruosa, aunque remediable. Remediar dicha vileza e infección
equivale a preparar un mundo sin envidia ni codicia, donde lo cuantitativo
o económico dé paso a lo cualitativo o propiamente humano:
La supresión de la propiedad privada es la emancipación
plena de todos los sentidos y cualidades humanas. El ojo se ha hecho
un ojo humano, su objeto se ha hecho social, humano. Necesidad
y goce han perdido así su naturaleza egoísta al convertirse
la utilidad en utilidad humana (...) El traficante de minerales
sólo ve su valor comercial, no su belleza o su naturaleza peculiar
de mineral, no tiene sentido mineralógico.5
Por desgracia, ni en su obra juvenil ni en la madura nos ha dejado Marx
indicaciones sobre cómo serán la vista y los demás
sentidos en el estadio propiamente social de su existencia, ni tampoco
sobre cómo serán entonces los objetos vistos, oídos,
tocados, etc. No está nada claro que el gemólogo y el mercader
de minerales sean ciegos para sus objetos. Pero Marx tiene muy claro qué
sucede mientras no haya cambio:
El obrero es más pobre cuanta más riqueza produce,
cuanto más crece su producción en potencia y volumen.
La desvalorización del mundo humano crece en razón
directa de la valorización del mundo de las cosas. El
trabajo no sólo produce mercancías; se produce también
a sí mismo y al obrero como mercancía.
Cuanto más produce el trabajador, tanto menos debe consumir;
cuantos más valores crea, tanto más indigno es él;
cuanto más elaborado su producto, tanto más deforme el
trabajador; cuanto más civilizado su objeto, tanto más
bárbaro el trabajador.6
A consecuencia de su alienación, el trabajador sólo
se siente junto a sí (bei sich) fuera del trabajo, y en
el trabajo fuera de sí. Ser mercancía entre mercancías,
medio de vida en vez de vida humana, le sume en el angustioso
dolor de hallarse rodeado y penetrado por parámetros contables,
obligado a pensar siempre en rendimientos, competidores y dinero. Cierto
es también que hay algunos trabajadores conformes con su alienación,
que trabajan aparentemente a gusto hallando en esa labor alguna
forma de cumplimiento personal-, y hasta tratan de prosperar ellos solos
por ese medio, pasando de la estrechez a la comodidad con previsión,
hábitos frugales y desarrollo de alguna maestría muy solicitada.
Pero precisamente estos traidores a su clase serán los primeros
en catar el desprecio del trabajador solidario, que exige el fin del extrañamiento
laboral para todos.
Tanto más ahorras, tanto mayor se hace
tu tesoro, al que ni polillas ni herrumbre devoran, tu capital.
Cuanto menos eres, cuanto menos exteriorizas tu vida, tanto más
tienes, tanto mayor es tu vida enajenada y tanto más
almacenas de tu esencia extrañada (...) Y no sólo debes
privarte en tus sentidos inmediatos, como comer, etc.; también
la participación en intereses generales (compasión, confianza,
etc.), todo esto debes ahorrártelo si quieres ser económico
y no quieres morir de ilusiones.7
Por lo demás, ese esquirol (saboteador de alguna huelga)
es una víctima inconsciente del empresario mercantil, que inventando
falsas necesidades para esclavizar a sus usuarios seduce también
al rentista y a otros estratos de la burguesía:
La producción se convierte en el esclavo ingenioso
y siempre calculador de caprichos inhumanos, refinados, antinaturales
e imaginarios. Ningún eunuco adula más bajamente
a su déspota o trata con más infames medios de estimular
su agotada capacidad de placer para granjearse su favor que el eunuco
industrial, el productor, para granjearse más monedas (...) El
productor se aviene a los más abyectos caprichos del hombre,
hace de celestina entre él y su necesidad, le despierta apetitos
morbosos y acecha toda debilidad para exigirle después la propina
de estos buenos oficios.8
Convencido de que el capitalismo avanzado es un crimen, Marx
pasa por alto que se distingue del feudal o del anterior a éste
por emplear trabajadores libres, en vez de siervos o esclavos. Sin embargo,
es ya una certeza para todos los economistas competentes del siglo XIX
que el trabajo servil no sale a cuenta9.
Dentro de la misma línea Marx afirma también que el
capitalista sólo puede ganar con la reducción del salario.10,
pero por doquier sucede que los empresarios usan como estímulo
salarios altos, compensando el aumento en su partida de gastos con incrementos
en la productividad; y, de hecho, si hubiese considerado escalas salariales
concretas, por sectores o en términos de media, habría constatado
un alza sostenida. Pero estos fenómenos son invisibles cuando quien
los contempla cree que la división del trabajo funda auto-extrañamiento,
y que el capital es el hombre que se ha perdido totalmente a sí
mismo.11
La iluminación del joven Marx impresiona por el número y
tono de las invectivas, los subrayados y exclamaciones, la adjetivación
inflamada y una preferencia por el imperativo como forma verbal, aunque
tergiversa o ignora los propios procesos que describe. Tan laico parecía
su hallazgo, y cuando terminamos de leer resulta que la propiedad privada
es la Caída, una redefinición supuestamente científica
del pecado original. La versión antigua dice que los primeros humanos
comieron una manzana con ánimo rebelde. La marxista dice que se
refocilan en el ser alienado de la mercancía, vendiendo y comprando
gustosamente lo mismo bienes que servicios. Nada se dice sobre el día
después del infierno capitalista y el purgatorio revolucionario,
salvo que los seres humanos serán al fin humanos, como si
la letra cursiva diese pormenor al vacío. Llevados hasta aquí
por un resuelto voluntarismo -que es la conciencia de clase obrera revolucionaria-,
dicha voluntad se trasmuta en una necesidad tan determinista como la física
newtoniana, afirmando que ya creará sobre la marcha un reino de
prosperidad y paz social sobre las ruinas del mundo mercantil.
3.3.1. Abandonemos entonces al Marx joven para atender al maduro,
que ofrece un tratado técnico de economía política:
El capital (1867). Al estudiar el volumen 1 único
publicado por él, ya que el 2 y el 3 son notas reunidas póstumamente
por Engels- lo que encontramos es su tesis juvenil de que el trabajador
se empobrece tanto más cuanta más riqueza produzca, que
ahora intenta justificarse con cifras. Sin embargo, el problema no viene
de que su perspectiva sea heterodoxa, sino de que reflexiona con
ánimo poco equitativo y bastante ofuscación.12
Ser uno de los escritores más influyentes de todos los tiempos
no habilita de modo automático para pasar a la historia del análisis
económico certero, y entre los grandes economistas modernos Schumpeter
es el único en dedicar alguna atención (muy poca) a Marx
como teórico del ciclo económico, aunque le
juzga difuso y repetitivo, inconcluso en la argumentación
(...) de un sistema gravemente equivocado, incapaz de no violentar los
hechos.13
En efecto, al lector contemporáneo le sorprenderán no pocas
declaraciones del libro, empezando por la rotundidad de su conclusión:
Un capitalista siempre mata a muchos otros (...) Paralelamente
a la constante disminución del número de magnates del
capital, que usurpan y monopolizan todas las ventajas, aumenta el cúmulo
de miseria, opresión, esclavitud, degradación, explotación;
pero al mismo tiempo crece también la revuelta de la clase trabajadora,
una clase cuyo número va siempre en aumento, y que es disciplinada,
unida, organizada, por el propio mecanismo del proceso de la producción
capitalista. El monopolio del capitalismo se convierte en una traba
para el modo de producción que ha surgido y florecido con él,
y bajo él. La centralización de los medios de producción
y la socialización del trabajo llegan finalmente a un estado
en el cual se vuelven incompatibles con su envoltura capitalista. Esta
envoltura estalla. Tocan a muerto por la propiedad privada capitalista.
Los expropiadores son expropiados.
Las profecías son siempre arriesgadas, e incluso entonces asombra
el manejo del lenguaje como un látigo, la energía ardiente
que Marx pone en describir alternativas irreductibles. Comprendemos por
ello que quien lea lo anterior se sienta conmovido sin tiempo, hoy mismo,
y detecte una pura verdad que los hechos no desmienten a pesar de las
apariencias. Por otra parte, lo que Schumpeter alega sistema
incapaz de no violentar los hechos- va más allá de
hacer profecías incumplidas. El problema básico, que quizá
explica la suspensión de El capital tras el primer volumen,
es de tipo técnico y se refiere al concepto nuclear de la obra,
la Mehrwert o plusvalía (que hoy llamamos valor añadido).
El capitalista explota y aliena al proletario porque el precio de venta
del producto supera al de coste, apropiándose el primero esa diferencia.14
Sin embargo, los negocios abren y se mantienen gracias a alguien que aporta
dinero o su equivalente (instalaciones, equipo, materias primas) y alguien
que contribuye como proyectista-gestor, raras veces (aunque algunas) fundidos
ambos en un solo empresario. No habría negocios ni empleo-
si dichos factores no se considerasen de un modo u otro costes de producción.
La plusvalía-robo es, pues, un modo de regresar al clamor apostólico
sobre una compraventa inevitablemente dañina para alguna de las
partes, que ya examinamos al hablar de San Ambrosio, San Jerónimo
y San Agustín. Ahora lo condenado es la empresa, que sólo
recobrará dignidad suprimiendo al empresario. Parece innecesario
o suplantable lo que él aporta de inventiva, conocimiento, riesgo
y dedicación. No obstante, tal como la sociedad prefiere compraventas
irrevocables (aunque cada cual pueda conducirse estúpidamente cuando
vende o compra cosas concretas), prefiere también que las empresas
produzcan beneficios a sus creadores y dueños (aunque algunos empresarios
puedan ser monstruos dignos de un presidio). De hecho, la sociedad comercial
garantiza al empresario un goce seguro e ilimitado del éxito, evidenciándole
por eso mismo que debe asumir sin ayuda el supuesto de fracaso. La alternativa
de expropiarle para evitar plusvalías debidas a sus empleados no
se excluye por razones morales -al fin y al cabo discutibles-, sino porque
en economías planificadamente colectivizadas cualquier
empresa pide pronto alguna subvención, cuando faltan ya entonces
recursos para subvencionar siquiera sea un palillo de dientes.
Según Galbraith, Marx empezó siendo inclemente con la economía
política como disciplina analítica, y el desarrollo de la
economía tanto marxista como no marxista- acabó siendo
muy inclemente con él. En términos conceptuales, lo esencial
en él sigue siendo su secuencia de tesis-antítesis-síntesis.
La tesis plantea una vida tribal socialmente satisfactoria (ya que no
hay individuos independientes o privados), cuya contradicción
reside en un subdesarrollo económico que impone yugos religiosos
y políticos. La antítesis está representada por la
sociedad industrial y un vigoroso desarrollo económico que deriva
de dividir el trabajo, cuya contradicción es el extrañamiento
del trabajador. La síntesis es una restauración del orden
comunitario original Marx recurre al mir ruso y a la comunidad
de aldea hindú-, protegido de la esclavitud religiosa y política
por un progreso en la productividad del trabajo. Marx no encuentra ya
contradicción en esta tercera etapa. Pero puede considerarse
tal la simple experiencia histórica, pulverizando la hipótesis
de que habría más productividad del trabajo (o siquiera
no-colapso del sistema) al sustituir mercados por Planes. Marx no esbozó
Plan alguno, y esta tarea acabaría convirtiendo en ministros de
Economía y Hacienda a expertos como Stalin, Lin Piao o Che Guevara.
La dictadura proletaria comienza cuando el revolucionario profesional
V. I. Ulianov, alias Lenin, orquesta un golpe de Estado y se apodera del
gobierno ruso en 1917, nombrándose presidente del Consejo de Comisarios
del Pueblo. Comienza entonces el culto oficial del «dialektisches
materialismus» (diamat), que inaugura la llamada «escolástica
soviética». Su estudio, como el de las verdades reveladas
en general, no corresponde a la historia del análisis científico.
Las obras citadas de Comte, Tocqueville, Darwin, Spencer y Marx se encuentran
en varias ediciones castellanas.