Hasta su último tercio, el siglo XIX es una era de constructivismo,
que salvo algunos aspectos de la filosofía evolucionista no trata
tanto de comprender o contemplar el mundo como de transformarlo. Eso lleva
consigo anteponer el sermón a la conceptuación, la consigna
a la idea. Por otra parte, la influencia de las Iglesias ha pasado en
gran parte a la ciencia, que por lo mismo se convierte en un asunto vinculado
cada vez más a la división del trabajo, en un conjunto de
profesiones regido por la dialéctica de estamentos gremiales, cuyo
estatuto depende de consolidar una especialización de tareas. La
filosofía en sentido tradicional pasa a ser un anacrónico
intruso, que viola la compartimentación del saber con enfoques
«interdisciplinarios», cuando cada año nacen una o
dos disciplinas nuevas, basadas en aspectos y subaspectos de algún
conocimiento por el cual alguien esté dispuesto a pagar un diploma.
El denominador común de la época sigue siendo el ateísmo,
que cambia la muerte de Dios por una glorificación del Hombre,
y asume la imposibilidad de semejante trueque sin una contracción
de sus pretensiones como conocimiento. Pronto se insinúa que la
muerte de lo divino podría implicar la muerte de ese humano con
mayúscula, y que una razón enteramente antropomórfica
sostiene aunque al tiempo merma la confianza previa en el sentido de la
historia. Otro modo de ver esto es una transición dentro del Romanticismo,
que pasa de una fase inicial robusta y austera -dentro de su irrefrenable
pomposidad- a una consumación doliente, afiligranada y tortuosa,
como la que separa a Beethoven de Chopin. Amparadas en los avances técnicos,
la guerra franco-alemana y la de secesión en Estados Unidos inauguran
la posibilidad de hecatombes inauditas, perfilando para el futuro conflictos
de mucha mayor extensión, que la filosofía anticipa con
diferentes manifestaciones de desesperación.
Como alternativa a la «positividad» comtiana y la negatividad
marxista lo que se desarrolla con gran vigor es el concepto de la vida.
Extraer las consecuencias de ese concepto anima diversas perspectivas,
que incluyen cosmologías pesimistas (Schopenhauer y Hartmann),
un intimismo perplejo (Kierkegaard), explosiones de alegría báquica
(Nietzsche) y una revisión metodológica del conocimiento
(Dilthey). Todas ellas se hacen eco de un divorcio o acuerdo entre esencia
y existencia, un horizonte sin precedentes que ha abierto la crisis de
aquello llamado hasta entonces Dios. Podría ser un
espejismo la esencia o lo que el ser es, y haber sólo
existencias de alguna manera casuales, sin fundamento racional alguno.
Cargar con esta sospecha, decidiéndose por alguna manera de aceptarla
o rechazarla, es lo que ahora incumbe al pensamiento.
1. El danés Sören Kierkegaard (1813-1855) visitó
Berlín en la época dominada por Schelling y Hegel, y tras
un breve período de entusiasmo por el primero, desarrolló
un horror generalizado hacia el «sistema dialéctico racionalista»,
que tendría ciertos puntos de contacto con el anarquismo si no
fuese porque se trata de un escritor religioso, cuyos temas favoritos
son la angustia («vértigo de la libertad») y la culpa
(«ser del hombre»). Fundaba toda realidad en un yo existencial,
singular, irreductible al pensamiento discursivo.
Unido a Kierkegaard por su oposición visceral al hegelianismo,
pero más sólido y sistemático, Arturo Schopenhauer
(1788-1861) hizo una filosofía de corte popular que sólo
obtuvo el favor público después de morir él. Trató
de completar el sistema de Kant a quien consideraba la mayor inteligencia
humana de todos los tiempos con una teoría sencilla sobre
la realidad. Por eso se ha dicho que es el filósofo favorito de
quienes no disfrutan con la filosofía. El mundo perceptible, en
todos sus aspectos, es mera representación, «un sueño
de nuestro cerebro». Todo enlace que observemos allí proviene
del principio causal, que tiene como única base la estructura del
entendimiento. Sin embargo, el mundo es algo más que representación
o fenómeno: es noúmeno también. Si se rasga
el velo de sentido que le prestan las categorías del entendimiento,
el mundo revela ser una voluntad que se traduce inmediata y continuamente
en acción. «Mi cuerpo es la objetividad de mi voluntad»,
y todo otro cuerpo orgánico o inorgánicoobjetiva
una voluntad semejante a la mía, pues «cada ser es su propia
obra». Por doquier una fuerza infinita se finitiza constantemente,
sin conseguir otra cosa que reproducirse. De hecho, carece de poder alguno
sobre sí es mera existencia, no sometida al principio de
razón y representa algo tan descomunal como ciego. Querría
suicidarse, ya que sus frutos son inevitablemente muñones infelices,
pero eso desborda su capacidad. En apoyo de semejante intuición
Schopenhauer encuentra el pesimismo oriental concretamente los Upanishads
brahmánicos y el budismo de la rama hinayana-, contribuyendo a
difundir en Europa esa meticulosa reflexión sobre la inanidad del
ser y las miserias de estar vivo.
1.1. La Voluntad lo puede todo salvo suprimirse, y en esa medida
es absurda. En lo inorgánico permanece como una sorda inestabilidad,
un desequilibrio latente continuo, y en lo orgánico es voluntad
de vivir. Como ya afirmó Buda, la voluntad de vivir constituye
el principio del dolor. Querer significa desear, y todo deseo es presencia
de una ausencia, falta, defecto, pobreza. Cuando el aguijón del
deseo se alivia por la presencia de lo ausente sobreviene el hastío,
que resulta aún más insufrible, y la vida toda vida
viene a ser una continua oscilación entre el dolor del deseo y
el hastío de su satisfacción. El placer constituye sólo
un instante fugitivo, el «cebo» que impide a los vivientes
caer en el suicidio generalizado. La voluntad de existir, sin razón
y sin fin, engendra así el peor de los mundos posibles, y por poco
peor que fuera añade Schopenhauer ya no podría
existir. No hay más solución, por ello, que negar la voluntad
de vivir en línea con el espíritu budista, llegar mediante
la obra de arte o el ascetismo a un estadio superior que «desenmascare
y haga inofensiva la Voluntad».
Este criterio, punto de partida para la reflexión de Nietzsche
y Freud entre otros, tiene como principal interés filosófico
pensar la acción en estado puro, mostrando el lado oculto de lo
real como movimiento continuo. Sin una transición hacia formas
más altas de existencia, yaciendo en lo corpóreo que somos
y conocemos, el supuesto privilegio del dinamismo es idéntico al
horror de seguir por seguir, sostenido por simple autoengaño cultural
y personal.
1.2. Asumiendo a Schopenhauer, pero con elementos de Hegel y Schelling,
Eduard von Hartmann (1842-1906) propone que un espíritu absoluto
es por necesidad inconsciente. La inconsciencia es su propio obrar incondicionado,
tan ajeno al bien, la verdad o la belleza como a sus contrarios. El «deísmo
trivial» cristiano pretende que lo divino redimió o redimirá
a la creación, aunque aquello que pide redención es lo divino
en sí, dada la insondable irracionalidad sobre la cual descansa.
Dicha tara condicionaría una perpetua estabilidad en la alteración
infundada, si no fuese porque al mismo ritmo en que lo Inconsciente suscita
creación ciega.suscita también una inteligencia
evocadora de finalidad. Esa luz, surgida en zonas periféricas
y aisladas del universo, es la conciencia como distinción entre
pensamiento (finalidad) y ser (material), que promueve la superación
de lo Inconsciente en seres cada vez más afines a la inmaterialidad.
De ahí que los grados ascendentes de la conciencia intelectual
abran la posibilidad de poner fin al movimiento «librarse
del mundo» de un modo progresivamente más amplio, sin
dejar tras de si las semillas de ningún nuevo proceso. La meta
del devenir cósmico es, pues, la aniquilación del devenir,
la pura nada carente de alteración y, en consecuencia, de sufrimiento.
Esto es lo que da de sí ahora el principio de lo real como pura
acción, si la especulación no se atempera con evangelios
dictatoriales como la sociocracia de Comte o el colectivismo proletario.
El logos resulta ajeno a todo mejoramiento, siendo en realidad una ilusión
que pretende teñir cierta Naturaleza irracional con mentiras piadosas
de justicia y armonía. En otras palabras, liquidar lo divino como
razón convierte el dinamismo universal en dolor absurdo. Al mismo
tiempo, a estos escritores les cuesta mucho concebir la impersonalidad
en sí, y en ellos el principio cósmico sigue siendo un Uno
subjetivo como la Voluntad o lo Inconsciente, cuyos actos se enjuician
como actos intencionales. La razón habría de hacerse impersonal,
pero la realidad lleva siglos haciéndose cada vez más subjetiva
y, por lo mismo, menos substancial cada vez. Devolverle esa substancia
es lo que trata de hacer Nietzsche, aun al precio de glorificar lo irracional.
2. Federico Nietzsche (1844-1900), hijo y nieto de pastores protestantes,
comenzó una carrera académica como filólogo truncada
por la publicación de una obra extraordinaria El nacimiento
de la tragedia desde el espíritu de la música (1872)
que fue ignorada o ridiculizada por la crítica. Amigo íntimo
y luego enemigo feroz de Wagner, músico él mismo, fue un
hombre vehemente y enfermizo, insuperable prosista aunque propenso a lo
enfático y a declararse genial con cualquier pretexto, lo cual
lastra su lectura en bastantes ocasiones. Quizá minado por la sífilis,
tras una breve etapa académica en Basilea (1870-1875) inició
un peregrinaje solitario y amargo por pensiones de Europa, acosado por
sus escasas rentas y el fracaso de unos libros que editaba de su bolsillo.
Perseguido por jaquecas y melancolías crecientes, en 1889 sucumbió
a un estado de demencia y completa incapacidad para valerse por si mismo.
Acababa de cumplir cuarenta y cinco años y tardaría once
más en fallecer, pero nunca se repuso.
En la formación de Nietzsche destacan una cultura clásica
muy sólida, el influjo de Schopenhauer durante algunos años
y conceptos evolucionistas, no siempre comprendidos analíticamente,
como acontece en Montesquieu, Smith o Spencer. Aunque renunció
a la nacionalidad alemana por la suiza, las manipulaciones de su hermana
(que ya anciana acabó siendo una ferviente seguidora de Hitler),
y algunos matices de su estilo, sirvieron para que el nazismo viese en
él un profeta de la nación y la raza aria. Lo cierto es
que su obra fustiga con todo vigor tanto el antisemitismo como el nacionalismo
alemán, hasta el extremo de ser el detonante de su ruptura con
Wagner. Hoy vemos en él un anarquista al fin sensato y exquisitamente
agudo, con propuestas aplicables a la vida cotidiana y a la interpretación
de nuestra cultura, si no fuese porque su desdichada existencia no le
permitió apenas predicar con el ejemplo.
Pero más que nada Nietzsche representa un momento preciso del espíritu
europeo: aquél donde aparece lo sagrado de la vida en cuanto tal.
He ahí una respuesta enérgica, y en gran medida suficiente,
al pesimismo de su tiempo.
2.1. La vida incluye sin duda dolor, incertidumbre, destrucción,
error. Su realidad es un devenir tan infinito como azaroso. Lo irracional
constituye su fuente, y todo esfuerzo por ocultarlo es hipocresía.
Sin embargo, la cuestión no reside en establecer o negar semejante
evidencia, sino en la actitud que el hombre toma ante ella.
Minar la voluntad de vivir es una postura relativamente digna dentro de
su debilidad (el decadentismo), que intenta no mentir sobre
lo que hay, y no ofrece milagros ni vanas ilusiones al vulgo. Frente a
esa actitud está salvar lo negativo de vivir con cierto dualismo,
que concentra el dolor y la irracionalidad en la dimensión física
pero postula otro reino (ideal, moral, celestial, etc.) donde sólo
hay pureza, eternidad y dicha. Una tercera actitud reconoce en la vida
un sufrimiento sin sentido, pero tiene la magnanimidad de aceptar el límite
hasta allí donde se sobrepasa, transmutando la sumisión
al Hado o Fatum en amor fati, amor a la simple y desnuda
sucesión de hechos que representa la facticidad. Esto implica «no
querer nada distinto de lo que es, ni en el futuro, ni en el pasado, ni
por toda la eternidad». El Übermensch o superhombre
se define como quien sabe querer exactamente aquello que su existencia
ofrece en cada instante.
En El nacimiento de la tragedia, que publica teniendo veintiocho
años, Nietzsche se vale de una contraposición entre lo apolíneo
y lo dionisíaco para ilustrar este punto de vista. Apolo, dios
de la luz y de las formas, «principio de la individualidad»,
representa el intento humano de fijar el flujo caótico o incesante
de la vida en conceptos, «frenando» el devenir con categorías
lógicas, e inventando algo superior al acontecer inmediato mismo.
Dionisos, dios de la ebriedad y la alegría abisal, celebrada en
los Misterios báquicos, representa el «principio de la totalidad»
y la orgía; es exaltación infinita de la vida infinita,
que transforma el dolor en alegría, la lucha en supremo acuerdo,
la crueldad en justicia, la destrucción en creación.
Doce años más tarde, en Así hablaba Zaratustra
(1884), el amor fati asume un «eterno retorno de lo igual».
En el dramatizado escenario del libro, que usa un estilo bíblico
para la exposición, la idea del eterno retorno se presenta al comienzo
de forma aterradora. Es una serpiente que penetra por la boca de un pastor,
sumiéndole en una náusea indescriptible y amenazando ahogarle.
Zaratustra le dice que muerda, que trague, y cuando así lo hace
se transfigura en un ser resplandeciente y risueño. Dice entonces:
«Yo dormía, dormía; de un sueño profundo
he despertado: el mundo es profundo, más profundo de lo que pensaba
el día. Profundo es su dolor, pero el placer es más profundo
que el sufrimiento del corazón. El dolor dice ¡pasa! Pero
todo placer quiere eternidad, quiere profunda, profunda eternidad».
Apurar el cáliz del pesimismo hasta los posos sugiere un incondicionado
sí, que ya no mendiga trascender lo terrenal y el tiempo. El dolor
como había dicho Hegel es «una prerrogativa del
viviente» (que le permite esquivar males en otro caso ignorados),
no su condena. En lugar de rencor, miedo y esperanza, las sugestiones
del ideal ascético, quien mastica y traga a esa serpiente
aterradora tiene por delante otra cosa:
«El orgullo, la alegría, la salud, el amor sexual, las
actitudes bellas, las buenas maneras, la voluntad inquebrantable, la
disciplina de la intelectualidad superior, la gratitud a la tierra y
a la vida todo lo que es rico y quiere dar y quiere gratificar
la vida, engalanarla, eternizarla y divinizarla».
2.2. La condición de este sí es que cese la «calumnia»,
contra la tierra, la voluptuosidad, el amor propio, la independencia,
la fortaleza y el reino físico en general. Dicha calumnia es la
amalgama de platonismo y judaísmo, el «complot cristiano»,
que pone el centro de gravedad del hombre en otra vida, y llama al cuerpo
tumba de un espíritu. A ello se opone un temperamento superior,
que ni se engaña ni renuncia:
«Alma mía, yo quité de ti toda obediencia, toda genuflexión
y todo servilismo».
La «genuflexión» no cesará mientras la moral
subsista separada de la estética, mientras pretendan negarse los
instintos. La moral ascética ha querido envenenar a la vida, y
la vida debe ahora obligarla a beber su propia cicuta: «Dios ha
muerto». Con él ha muerto la «metafísica del
verdugo», la glorificación de la culpa, y renacen los viejos
dioses las potencias naturales que «se habían
muerto de risa [...] oyendo decir a uno de ellos que era el dios único».
Con este retorno incondicional al mundo físico se restituye al
devenir su «inocencia», que las explicaciones basadas en un
orden sobrenatural trataron de negar.
La genealogía de la moral (1887) parte de que la pretensión
ascética quiere hacer soportable la vida de los débiles
estrangulando a los fuertes, creándoles mala conciencia, arrebatándoles
la confianza en sus impulsos. Pero «todos los instintos que no se
desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro», y de esa dinámica
extrae Nietzsche uno de sus pensamientos más célebres: que
la conciencia moral es un instinto de crueldad interiorizado. La venganza
de los esclavos ha sido convertir los atributos del señorío
en vicios, poniendo caridad, humildad y obediencia donde había
competición, orgullo y autonomía. Es muy importante tener
presente que señores y esclavos no representan
una diferencia jurídica, o patrimonial. Aquello que funda la fortaleza
es exclusivamente capacidad para amar la vida tal cual es, con su instinto
de crecer y durar, también llamado voluntad de dominio.
El débil es incapaz de existir sin mentirse, y sin oprimir a otros
con esas mentiras En sus últimas obras publicadas la acusación
se concentra sobre el cristianismo como «moral del resentimiento»:
«La cruz es el signo de la más subterránea conjura
contra la salud, contra la belleza, contra el bienestar, contra la valentía,
contra el espíritu, contra la bondad del alma, contra la vida
misma. Llamo al cristianismo la única gran maldición,
la única gran corrupción interior, la única inmortal
vergüenza de la humanidad. ¡Trasmutación de todos
los valores!»
2.3. Desde el punto de vista filosófico el concepto más
destacable de Nietzsche es el de nihilismo, una noción densa y
clara al mismo tiempo, con tres aspectos o momentos bien diferenciados.
a) Lo «nihilista» (de nihil, «nada»)
es la tradición metafísica occidental en su conjunto, como
desarrollo de la tradición platónico-cristiana. Al negar
la vida y sus valores, la Naturaleza física en toda su magnitud
de horror y maravilla, la tradición de Dios opone a la existencia
real una entidad que es pura y simplemente nada.
b) El nihilismo indica también la desesperación y
la duda, el pesimismo consentido que brota en la última etapa de
este anonadamiento de la vida. Es el propio «Dios ha muerto»
como quedarse el hombre sin orientación ni sentido para la existencia,
llamado a negar la voluntad de vivir. El sustituto de la sana
o fuerte voluntad de vivir es un reino de valores,
que arrastran la inercia del ascetismo y ocultan lo primario: quien ama
la vida, y vive en sentido propio, tiene instintos y deseos, no valores.
c) Por último, nihilismo es la conciencia de todo esto como
necesidad de su propia superación, recobrando lo negado y con
ello las condiciones aparejadas a un cambio radical. En este sentido
es la «aurora» que contiene la «gran política»
preparadora del superhombre, que está llamado a una reconciliación
con el mundo físico.
«El superhombre es el sentido de la tierra [...] El hombre es
una cuerda tendida entre la bestia y el superhombre, una cuerda sobre
el abismo. Lo que hay de grande en el hombre es ser un puente y no un
término. Lo que se puede amar en el hombre es que sea un tránsito
y un ocaso».
El superhombre toma la vida como «experimento». Mientras
ese experimento se despliega, su único norte es vivir cada hora
con más fuerza y amor a la vida. Como sabe que el hombre es algo
a superar, le son indiferentes los prejuicios y reglas de un ideal ya
herido de muerte. Cuida especialmente de no caer en la transfiguración
del culto cristiano que representan todos los socialismos (el comtiano,
el marxista y el utópico). Niega por eso toda jerarquía
basada en artimañas de los domesticados», y sólo
cree en la igualdad de quienes son capaces de decir «sí»,
rechazando la moral del «rebaño» con sus adeptos mezquinos,
serviles y perezosos. Por lo mismo, dice sí a «la diferencia
indiscutible entre los hombres». Es el «asesino de Dios»,
pero justamente porque reclama lo divino, sin avenirse a la destrucción
de lo sagrado en sí mismo, que es la vida en cuanto tal. Sería,
pues, muy ingenuo imaginar que Nietzsche no fue en buena medida un teólogo,
y un teólogo de los más grandes. Así lo constatamos,
por ejemplo, en una observación esquemática que figura en
El ocaso de los ídolos:
«La importancia de la filosofía alemana, Hegel: pensar
un panteísmo en el que el mal, el error y el dolor no sean sentidos
como argumentos contra la divinidad».
2.4. Así hablaba Zaratustra, con su estilo bíblico,
describe tres «metamorfosis» en el paso del hombre al superhombre.
Primero el espíritu es como el camello que se arrodilla y recibe
la carga, adoptando como regla de todo la obediencia. Cuando el camello
es correcto no quiere facilidades, sino un deber severo como
el exigido por Lutero y Calvino- que le haga aceptable a los ojos de la
sociedad y a los de Dios.
Un día parte cargado al desierto, y allí descubre que quiere
ser más, y se convierte en león. Entonces el espíritu
respetuoso y sumiso arroja lejos de si la pesada impedimenta, convirtiéndose
en gran negador. Ahora lucha contra el dragón milenario, despierta
a su libertad dormida y opone al «tú debes» del camello
un «yo quiero». Sin embargo, su libertad es una libertad de,
no una libertad en, y aquí está la diferencia entre el puro
yo y el individuo físico.
Toma tiempo que la libertad se convierta en soltura del querer creador,
y cuando eso sucede el león se transforma en infante. «Inocencia
es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que
gira por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí».
El niño no pone al Hombre en el lugar de Dios, porque «todavía
hay mil sendas que no han sido recorridas, mil saludes y mil remedios
ocultos en la vida». Lo que el niño hace es poner en el lugar
de Dios a la Tierra. En vez de debilitarse o diluirse, lo sagrado se fortalece
al encontrar la vida como apoyo.
3. Las reflexiones de Schopenhauer, Hartmann, Nietzsche y Spencer,
como la de Marx, son esencialmente productos extra-académicos.
Consolidado el aparato de la gran universidad alemana, lo que sigue en
términos académicos a la época vivida desde Kant
a Hegel es un periodo de comprensible mesura especulativa, en el cual
se dibuja un espiritualismo escandalizado ante el «naturalismo»,
«materialismo», «escepticismo», «relativismo»
y «positivismo», que por lo demás son todo cuanto circula
(salvo en claustros docentes). Sin embargo, lo clásico
filosóficamente, el análisis, es asumido por generaciones
de espléndidos filólogos, que organizan y asimilan hasta
el último detalle sus respectivos campos, hasta acabar ofreciendo
un cuadro exhaustivo de la cultura grecorromana y la ulterior. Esa misma
riqueza de informaciones promueve lo contrario de alguna cosmovisión
unitaria, permitiendo que la historia aparezca también como una
diversidad en mayor o menor medida heterogénea, obediente a una
secuencia discontinua de monólogos. Llega el momento de los historiadores
culturales, que narran de modo meticuloso la evolución de pensamientos,
y la filosofía kantiana -su útil más preciado- actúa
entonces como camisa de fuerza, pues la fluidez del discurso padece cuando
debe distinguir constantemente entre fenómenos y cosas en sí.
Cuanto más inteligente y erudito sea el filósofo menos se
lanza a descubrir algún Mediterráneo ya bien estudiado,
y -si se compara con la física matemática- la filosofía
académica parece algo superfluo e incluso estancado, como había
parecido antes de Kant y sus inmediatos sucesores.
Sin embargo, tal como en aquel momento la perspectiva «crítica»
devolvió confianza en un terreno propio y fecundo, ahora el antídoto
es un paso más allá de la historia cultural, una crítica
de la razón histórica.
3.1. En este orden de cosas destaca un docente de Berlín,
Guillermo Dilthey (1833-1911), que predica con el ejemplo distinguiendo
ciencias de la naturaleza y ciencias del espiritu. Lo que caracteriza
a las segundas es un objeto (el mundo histórico-social humano)
que podemos comprender «desde dentro», con métodos
adaptados no sólo a recogida de datos sino a intuición.
Las primeras, en cambio, se ocupan de un objeto (la naturaleza material)
que «nos es extraño y resulta siempre algo externo»,
exigiendo métodos acordes con una recogida de datos afectada por
drásticas reducciones en la intuición. Cierto modo de investigar
(la mecánica inercial) condiciona y define lo investigado, motivando
la incongruencia de que el mundo humano no sea naturaleza material. Por
otra parte, Dilthey evita entrar en las antinomias a que esto podría
conducir, pues lo que le interesa es trazar una distinción entre
dos metodologías desde un punto de vista «disciplinar»,
otorgando un campo exclusivo y no menos científico a la segunda.
Establecido esto, Dilthey constata que la primera y más elemental
ciencia del espíritu es la psicología, que de un modo u
otro informa a todas las demás (historia, ontología, filosofía
de la religión, arte, literatura, derecho, política, sociología
y economía), pues el Geist o espíritu se ha aligerado
de connotaciones místicas para entenderse como mente,
y en particular como mente humana. Esa permanencia constante de la psicología
viene de que «mundo histórico-social» en cualquiera
de sus vertientes nos es accesible por análisis psicológico
siempre, apoyándonos en lo que Dilthey llama Erlebnis, término
traducido habitualmente por «vivencia». La vivencia es un
modo de penetrar que esquiva las fronteras de lo fenoménico y lo
nouménico, habilitando «un retorno de la realidad humana
a sí misma».
Acostumbrados a pensar la psicología como estudio de las emociones,
y de las asociaciones entre ideas o palabras, la fecunda propuesta de
Dilthey es investigar una psicología cognitiva o estructural,
que se disemina por todas las ciencias del espíritu como una conciencia
de la complejidad inherente a cada uno de sus hechos. En vez
de tales hechos o sucesos aislados se revelarán como segmentos
e instantes de una totalidad no por infinita menos accesible a una metodología
basada sobre vivencias. El cultivo de esa psicología
tiene como principal acicate reinstalar al hombre en el conjunto
de su vida, algo que tiende constantemente a olvidar por la fragmentación
en puntos de vista disciplinares.
3.1.1. El espíritu humano se concibe entonces como una variedad
de estructuras históricas que tienen en común tres dimensiones:
la representativa (que proporciona la «imagen objetiva del mundo»),
la afectiva (responsable de las «valoraciones») y la volitiva
(de la cual dependen los «principios de acción»). En
realidad, esas dimensiones no pueden permanecer separadas, aunque tampoco
se fundan en una amalgama indiscernible, y a la totalidad de cada estructura
histórica como «horizonte cerrado» de cada época
y lugar la llama Dilthey «concepción del mundo»
(Weltanschauung). Hay a su vez tres «concepciones del mundo»
fundamentales:
1) El «naturalismo materialista o positivista» (Demócrito,
Hobbes, los enciclopedistas, Comte, etc.), donde la vida espiritual es
siempre «una interpolación en el texto del mundo físico»,
en el sentido de algo alterado o añadido a otra cosa.
2) El «idealismo objetivo» (Heráclito, los estoicos,
Spinoza, Leibniz, Goethe, Schelling, Hegel, etc.), fundado en el «sentimiento»,
y donde toda realidad es expresión de un principio interior».
3) El «idealismo de la libertad» (Platón, teólogos
cristianos, Kant, Fichte, etc.), donde se destaca la independencia del
espíritu con respecto de la Naturaleza.
La primera concepción se basa en la categoría de causa.
La segunda descansa sobre el valor, y la tercera sobre la finalidad. La
metafísica sería posible si pudieran integrarse en un todo
único esas tres categorías. Pero cualquier intento en ese
sentido mutilaría la «vivencia» de cada una, reduciendo
esa armonía al predominio unilateral de alguna. Ni siquiera dentro
de cada uno de los tres tipos cabe metafísica, porque no es factible
ni la unidad última del orden causal (positivismo), ni el valor
absoluto (idealismo objetivo) ni el fin incondicionado (idealismo subjetivo).
Por tanto, la metafísica es imposible, aunque sea al mismo tiempo
inevitable como «problema, y como «tarea abierta».
Más aún, Dilthey mantiene que sobre todas las concepciones
del mundo pesa una unidad no intelectual pero sí operativa, que
es la «soberanía del espíritu».
3.1.2. Lo abandonado es el concepto de razón en sentido
clásico, y por eso la comprensión ha de ser «vivencial».
De ahí también que en vez de una lógica del espíritu
haya una psicología. Se obtiene de este modo un término
medio entre la «disolución relativista» y el «apriorismo
de sistemas filosóficos periclitados», una vía ecléctica
donde todo se conserva porque nada resulta excluyente. En el concierto
de las ciencias, la filosofía renuncia a pensar la «naturaleza
material» y, a cambio, se reserva lo «histórico-social».
Por eso, y a pesar de sus ventajas pedagógicas, la clasificación
de las «concepciones del mundo» en esos tres tipos tiene un
punto de arbitrariedad, tanto en el sentido de que sean precisamente tres
(en vez de dos, cuatro, etc.) como en el de que haya dentro de cada concepción
un principio homogéneo distinto del actuante en las otras. Dilthey
destaca que «la filosofía tiene como misión primera
conducir a través de las etapas de la historia», y que la
historia misma constituye, a su vez, «la indispensable propedéutica
de la filosofía sistemática».
Esto es cierto, y oportuno de recordar siempre. Pero la fragilidad de
todo criterio ecléctico es que la meta conceptual en este
caso superar la antinomia de relativismo y apriorismo- no se supera sino
formalmente. Por un lado, sigue rigiendo una «soberanía del
espíritu» o mente humana, y por otro está el principio
de estructuras cerradas, ligado al relativismo más extremo. En
efecto, cuando pasamos de una concepción del mundo a otra cambian
radicalmente todas las «vivencias» y categorías, que
sólo pueden ordenarse y compararse dentro de cada una. Esto significa
fragmentar el logos en compartimentos «psicológicos»,
cuya «historicidad» constituye a fin de cuentas una sucesión
tan llena de pormenores como carente de sentido. Cuando el historiador
es al fin un erudito impecable, con acceso a una riqueza excepcional de
fuentes sobre cada asunto, la sucesión precisa de eventos no revela
ningún hilo conductor común, sino solo cierta estructura
estanca, particular de principio a término.
Acusado de difuso e inconcluyente, Dilthey es
el sabio enciclopédico que recuerda los avatares de la conciencia
desde sus comienzos hasta el presente, aunque sin hacerse ilusiones sobre
una unidad del conocimiento humano, correlativa a una unidad del mundo.
Aquello que unía ambas esferas el logos postulado
desde Heráclito- se fractura al entrar en crisis la idea de Dios,
y en el horizonte deben coexistir aisladas unas ciencias de la naturaleza
humana y unas ciencias de la naturaleza extra-humana. Es tan insensato
fundir estas naturalezas como pretender que sean efectivamente dos (suponiendo
entonces que los humanos no pertenecen a lo material, o que
nuestro entendimiento no condiciona sus objetos). Pero las ciencias de
uno y otro tipo tienen buena salud, y seguirán progresando tanto
mejor cuanto menos carguen con prejuicios. Que la cosmovisión absoluta
no abunde es también una buena noticia, porque la madurez científica
prefiere análisis educados a revelaciones vehementes.
La teoría diltheyana sobre concepciones del mundo» subyace
a obras como La decadencia de Occidente, de O. Spengler (1880-1936),
que desarrollan el principio cerrado o autocéntrico de cada «civilización»,
en cuya virtud sólo podemos acceder a ellas como miembros.
El ocaso irreversible de Occidente viene, según Spengler, de preferir
reflexión y comodidad. Cuanta más irreflexión
y ascetismo haya más pujante será una cultura. Otro historicista,
E. Troelsch (1865-1923), se aplicó a mostrar que el principio autocéntrico
no excluye una comprensión interhumana, y al término una
«vivencia» de otras épocas y civilizaciones. Significativamente,
sólo encontró como medio suyo un a priori religioso
mundial. Troelsch será precisamente uno de los mentores del último
filósofo que repasaremos en este tema.
3.2. E. Husserl (1859-1938) estudió matemáticas con
el eminente Weierstrass, y filosofía con el neoescolástico,
F.Brentano. Su tesis doctoral y su primer libro versan sobre cálculo
de variaciones y lógica de la aritmética respectivamente,
aunque toda su obra posterior será un esfuerzo por prestar a la
filosofía el estatuto de «ciencia estricta». Con estos
antecedentes y metas, Husserl era un regalo del cielo para una corporación
académica acosada por el arrasamiento de lo tradicional en todos
los rincones. Del mismo modo que Dilthey, aunque con ingredientes distintos,
encontramos una posición ecléctica que combina según
va necesitándolo elementos de Descartes, Kant, escolástica
y lógica matemática contra el temible «naturalismo».
Husserl piensa que el ideal fisicomatemático «ha ejercido
durante siglos una influencia nefasta» en filosofía, llevando
a «considerar lo psíquico como una mera variante de lo físico».
De aquí parten posiciones escépticas y positivistas, incompatibles
a su juicio con una reflexión imparcial.
Basada en un rechazo generalizado de lo empírico, para
preservar la libertad del espíritu, su actividad se
difunde durante toda la primera parte del siglo como modelo de criterio
para el estamento filosófico alemán, desde el cual se exporta
al resto de las universidades. El esfuerzo husserliano incluye publicar
libros, aunque una parte más sustancial sea apadrinar tendencias,
corrientes, escuelas, grupos y subgrupos de estudio que luego se reúnen
por medio de congresos, revistas e invitaciones recíprocas a disertar
los unos en el departamento de los otros, como una fraternidad de docentes
para la nueva filosofía universal representada por
su propia orientación, que debido a eso mismo no acaba
de definirse para evitar disensiones, recelos y apariencias
de dogmatismo.
Husserl coincide con Dilthey en no mantener juicios fuertes sobre ética
y política o, al menos, en no abordar este orden de problemas,
y aunque sus textos carezcan del color y la riqueza de matiz histórico
que caracteriza a las investigaciones de Dilthey, coincide con él
en hacer una filosofía de «vivencias» (Erlebnisse),
esquivando así el yugo kantiano de distinguir continuamente entre
fenómenos y noúmenos, o cargar en otro caso con el sambenito
de metafísico». Como este esfuerzo demanda una asepsia,
él se ha convertido en «espectador absolutamente desinteresado».
Su principio es «una subjetividad pura y trascendental», un
cogito o yo a priori despojado de materialidad, pasiones y fines.
Sólo desde esa perspectiva podrá «recobrarse el mundo
precientífico», el «mundo de la vida» (Lebenswelt),
que son por supuesto un mundo y una vida puros, trascendentales. La realidad
misma sólo se admite como «idealidad pura». El problemático
concepto clásico de razón se salva transparentemente
con una yoidad a priori.
3.2.1. La influencia de Husserl deriva de formular cierto método
el fenomenológico-, que quiere refutar «naturalismo»
y «objetivismo» por el procedimiento de «acceder al
campo de la conciencia pura», donde se hacen presentes «las
cosas mismas». Lo que nos impide dar ese paso, dice, es «creer
en la realidad del mundo y en la nuestra propia». Se trata de vencer
esa actitud «natural», considerando que la existencia o inexistencia
de cualquier contenido «no me concierne en nada», me resulta
indiferente por completo.
Privaremos entonces a las cosas de su «carácter de realidad»,
pero no perderemos aquello que lo real tiene de «puro aparecer».
Quedarnos en ese aparecer puro será atenernos tan sólo al
«fenómeno», practicando lo que Husserl llama epojé
o «reducción fenomenológica». La base de dicha
epojé es ser una «puesta entre paréntesis»
o «puesta fuera de circuito» de la existencia natural. Liberados
de lo natural, el método fenomenológico nos lleva a dejar
que las cosas se vayan manifestando como son en sí. Esto,
siempre según Husserl, conserva lo imperecedero de la tesis «racional»,
a la vez que prescinde de su «extrañamiento» en el
naturalismo y el objetivismo. Al contraerse a lo que aparece en una conciencia
abstraído de cualquier conexión con realidad o irrealidad
queda contraído a mi conciencia, pero mi conciencia ya no es un
yo «natural», «empírico», sino un ego puro,
trascendental. No capto existencias materialmente determinadas sino esencias
puras, recorriendo un reino que Husserl llama eidético.
Kant no lo hizo porque estaba interesado en la posibilidad de una metafísica,
pero la fenomenología se conforma con los fenómenos, y goza
allí de un amplio horizonte trascendental como propiedad inalienable,
tanto más amplio cuanto que puede llegar a lo nouménico
por medio de vivencias. De aquí no debe salir la filosofía,
y mientras así lo haga será una ciencia estricta. Tiene
ya un campo el reino eidético puro-, y asimismo
un método para llegar a él y recorrerlo. Sólo falta
empezar a describir lo que encontramos, aplicar esa herramienta.
3.2.2. El primer objeto de ese método será su propia
condición de posibilidad, que es una idea recibida
del jesuita Brentano, que a su vez la había rescatado de Occam.
Esa idea es la conciencia como intentio o «intencionalidad»,
en el sentido de algo que es radicalmente referencia y lleva consigo
un objeto siempre, por lo cual constituye en su base misma un «tender
hacia», un «salir de sí», en cuya virtud es siempre
conciencia de. Sin tal objeto inmanente se desvanecería en la nada.
Con él, en cambio, la conciencia le parece a Husserl «la
única existencia que implica en todo momento la garantía
de su existencia»; de hecho, aun en la hipótesis de
una posible destrucción del universo nada cambiaría en la
existencia absoluta de sus «vivencias».
Pero todo esto es alambicado y totalmente abstracto, como una metafísica
incipiente que -herida por la ironía de sus adversarios- evita
reconocerse, pero no evita circular en torno al solipsismo y la vaciedad
con excusas de filosofía «imparcial» y estrictamente
«contemplativa». A medida que pasa el tiempo, desde las fatigosas
Investigaciones lógicas (1900) a las no menos profesorales
Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica
(1913), y de éstas a las monótonas Meditaciones cartesianas
(1930), el reino eidético puro sólo ofrece frutos
extremadamente avaros en pulpa. Peor aún, cuanto más se
aclara esta nueva filosofía universal más decepción
va produciendo entre sus discípulos. En particular, las Ideas
de 1913 parecen a los más competentes e ilusionados con el método
fenomenológico algo desprovisto por completo de unidad conceptual,
que confunde tal cosa con una egología apoyada sobre
innumerables monólogos.
Es lo que corresponde quizá a un pensador que practicaba la estenotipia
para escribir, ajeno por completo a estilo y ritmo, que dejó miles
de rollos inéditos en soporte estenográfico. Siempre quiso
captar sus vivencias a la velocidad del pensamiento, y siempre
sufrió lo indecible para fundir las transcripciones que le iban
pasando sus copistas en alguna construcción con principio, medio
y fin. En los últimos años echó mano de lo que fuese
(las mónadas leibnizianas, por ejemplo) para eludir el reproche
de espiritualismo sin espíritu. Por lo que respecta a su método,
se asemeja a alguien que hubiese pasado toda la vida buscando una espada
y afilándola meticulosamente, pero que nunca hubiera logrado dar
estocadas ni, en general, usarla salvo para gimnasias académicas.
El expediente de descartar todo lo «natural» le deja circunscrito
a vivencias eidéticas, cuya existencia absoluta en términos
puros no le evita al lector una recurrente sensación de ser
invitado a compartir toda suerte de divagaciones inanes.
Pero no hay en la historia del análisis algo abstractamente negativo,
sino negaciones determinadas, que ponen el principio de su propia reforma.
De las promesas implícitas en el método fenomenológico
-y de la decepción ante sus resultados en Husserl- nace el existencialismo,
cuyos dos representantes más destacados Heidegger y Sartre
coincidirán en oponerse sin condiciones a la «egología»
y al «espiritualismo trascendental».