PREFACIO - TEMA XIX - TEMA XX - TEMA XXI

 

TEMA XX. EL ESPÍRITU OBJECTIVO.

ESQUEMA-RESUMEN

1. LA FlLOSOFIA DE LA HISTORIA
1.1. El mundo oriental.
1.2. El mundo griego.
1.3. El mundo romano.
1.4. El mundo germánico.


2. LA FILOSOFIA DEL DERECHO
2.1. El Estado hegeliano.


3. EL HEGELIANISMO
3.1. La izquierda hegeliana.
3.1.1. La crítica de la religión.
3..2. El radicalismo político.
3.2.1. El anarquismo.
3.3. El socialismo utópico
3.3.1 Proudhon

 

El esbozo sumarísimo de la Fenomenología nos ha proporcionado una idea de la complejidad y originalidad del pensamiento hegeliano. La Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1817), que constituye un resumen de su sistema, incluye además de la lógica y la fenomenología una antropología, una psicología y una filosofía de la naturaleza (dividida en mecánica, física y física orgánica, que por sí sola ocupa tres volúmenes en la edición más reciente). A esto, y a los numerosos escritos y artículos de la época de juventud, deben añadirse los Cursos sobre filosofía de la religión, historia de la filosofía y estética, obras muy extensas (sobre todo las Lecciones sobre filosofía de la religión) donde rara es la página que no contenga alguna reflexión insólita y profunda. No podemos rozar siquiera estos textos, pero tampoco omitir otras dos obras no mencionadas aún, y de extraordinario influjo hasta nuestros días.

1. A pesar de vigorosos precedentes -como Giambattista Vico y, en menor medida, Kant mismo— hasta Hegel no se plantea a fondo el concepto de la historia, quizá porque fuese necesario a tales fines una síntesis de erudición y capacidad especulativa como la hegeliana. Vico tenía una idea cíclica, de flujos y reflujos, donde falta algo unitario que vaya realizándose gradualmente por medio de los corsi y ricorsi. La novedad hegeliana aparece ya en el prólogo a sus Lecciones sobre historia de la filosofía:

«La sucesión de los sistemas de la historia de la filosofía es la misma que la sucesión de las definiciones de la idea en la dirección lógica».

Por consiguiente, la supuesta arbitrariedad de las diversas filosofías —motivo importante todavía en Kant— se convierte para Hegel en un despliegue unitario que su propia exposición irá mostrando con detalle. Sin embargo, no se trata sólo de que las filosofías se corresponden con momentos definidos de la filosofía, sino de que la filosofía en su devenir se corresponde de modo preciso con el devenir de la historia universal, que por primera vez es captada como un todo sintético. El concepto de la historia ve allí «el progreso en la conciencia de la libertad» y «la exteriorización del espíritu en el tiempo». Por otra parte, la claridad de esta idea —su carácter de «resultado»— permite a Hegel prescindir de cualquier tipo de a priori y abordar el asunto de modo completamente empírico (geográfico y antropológico). La providencia divina resulta tan inútil a esos fines como «las fábulas de los historiadores profesionales» sobre un primer pueblo primitivo, o una comunidad prehistórica instruida directamente por Dios.
En la Introducción a las Lecciones sobre filosofía de la historia, la idea básica se expone con una metáfora que arranca de la geografía:

«El sol, la luz, se alza por el Este. Pero la luz es sólo la simple relación consigo misma. La luz universal en sí es también sujeto, en el Sol. A menudo se ha descrito la escena de un ciego que, al recobrar súbitamente la vista, percibe al alba la luz que llega y el Sol lanzando sus destellos. Ante la visión de esa pura claridad, lo primero es el olvido infinito de sí mismo, la admiración absoluta. Sin embargo, a medida que el Sol se eleva esa admiración se atenúa; percibimos objetos circundantes, y desde ellos descendemos hasta el propio fuero interno; y así el progreso se convierte en una relación recíproca. El hombre pasa entonces de una contemplación inactiva a la actividad, y al atardecer ha construido un edificio formado con un Sol interior; y cuando de noche lo contempla, hace más caso de él que del primero y externo. Porque ahora se encuentra en relación con su espíritu y, por consiguiente, en una condición libre. Retengamos con firmeza esta imagen, que contiene ya el curso de la historia universal, la jornada del espíritu».

Lejos de representar un fantasma que preexiste en regiones oníricas, el Geist es el propio obrar concreto del hambre a lo largo del tiempo, manifiesto en el arte, las costumbres, el derecho, la ciencia, la religión y las demás instituciones de los pueblos. Por eso constituye un espíritu objetivo, que se desarrolla en la determinación objetiva representada por las condiciones generales de cada habitat. Con todo, tampoco es un simple proliferar de naciones, pueblos e imperios, sino una secuencia de individuos o Estados que despliegan una esencia determinada, donde crecen, decaen y van quedando atrás. Hegel distingue cuatro grandes fases.


1.1. Lo propio de Oriente (Hegel analiza con bastante extensión la civilización china, la india, la persa, la asiria, la babilonia, la egipcia y la judaica), es el principio de lo «sustancial», una unidad que borra todas las diferencias. Hay una fe, una confianza y una obediencia incondicionada en la tradición, que son los deberes familiares (la arcaica religión doméstica) y el «objeto absoluto» simbolizado a través del patriarca-juez, por lo cual «los sujetos presentan una actitud de perfecta subordinación, como niños sin voluntad ni juicio propios». Los imperios asiáticos se asemejan a grandes masas orgánicas, donde cada célula tiene su papel bien escrito ya antes de nacer. Son culturas «espaciales» o estáticas, ajenas a cualquier cambio surgido desde el interior, cuyo discurrir en el tiempo constituye «una historia sin historia». Hay en ellos ciclópeas obras colectivas, un sentimiento insondable de infinitud, una mitología y un arte de singular riqueza, un mecanismo social de estabilidad perfecta. Pero al faltar la historia real falta el progreso, y Hegel aconseja descartar el «prejuicio» de la duración como algo más valioso que la caducidad. «Los montes imperecederos no tienen más valor que la rosa, tan pronto ajada, cuya vida se exhala en perfume», y -llevado al prosaísmo absoluto- las rosas duran más que cualquier montaña, porque a la erosión del responden con vida, capacidad de engendrarse.
Allí donde todo se ordena a la estabilidad de un sistema consuetudinario, donde lo absoluto es duración pura y simple, acontece la paradoja de que los individuos singulares sencillamente no existen: «el chino sólo tiene valor como difunto; el indio se mata, se absorbe en Brahma, es un muerto viviente».


1.2. Frente a la moral substancial y al Uno paterno-teocrático, Grecia comienza y termina con las individualidades de Aquiles y Alejandro. El genio helénico consiste en «considerar como momento esencial la división, la heterogeneidad», poniendo en lugar de la fe, la confianza y la obediencia el principio de lo subjetivo. Es este principio de lo subjetivo el que permite, por transposición dialéctica, hacer valer contra el imperio del puro pasado y la tradición la pauta del valor objetivo representado por la razón, exigiendo que lo mejor ocupe el lugar de lo que es.

«El factor moral es principio como en Asia, pero se trata de la moralidad concreta en la individualidad, cuyo significado es el libre querer de los individuos. Tenemos pues así la unión del principio moral y de la voluntad subjetiva, o bien el reino de la libertad bella, porque la idea está unida a la forma plástica; no se mantiene abstractamente aparte y para sí, sino que se encuentra directamente ligada a lo real, como en una bella obra de arte, donde lo sensible lleva el sello y la expresión de lo espiritual. Este reino es por eso armonía verdadera, el mundo de la floración más graciosa, aunque fugitiva y pronto desaparecida».

Semejante «liberación para sí de la interioridad» significa, de hecho, la invención de la ética gracias a un hombre como Sócrates, a quien el tabú habría fulminado de inmediato en Jerusalén, Memfis o Pekín. Con Sócrates penetra la certeza de que la decisión última debe atribuirse al sujeto (residir en su conciencia moral), en vez de ser entregada ciegamente a la patria o a las costumbres.


1.3. El momento siguiente es Roma, vigencia tiránica del prosaísmo y la fuerza, sacrificio de lo individual y de la obra de arte a una generalidad abstracta de orden externo.

«El romano compensaba el duro trato padecido en el Estado con la dureza de que se beneficiaba en su familia, servidor por un lado y déspota por el otro. Esto constituye la grandeza romana, cuyo rasgo específico era la rigidez inflexible en la unidad de los individuos con el Estado, su ley y sus órdenes [...] Al entendimiento sin libertad, sin espíritu y sin alma del mundo romano debemos el origen y el desarrollo del derecho positivo».

Si la verdadera religión romana era el orden impuesto, el desarrollo del mando y la obediencia, con el hallazgo de la institución jurídica el hombre descubre un modo de objetivar la voluntad que contiene el germen de una emancipación práctica con respecto a lo arbitrario e irracional. En ese sentido, «los romanos fueron las víctimas de su propio modo de vida, que conquistaron para otros la libertad del espíritu». Sus jurisconsultos crearon una ciencia de la voluntad singular autónoma (encarnada en el “negocio jurídico” y sus “contratos”), inventando una lógica impecable para realizar con seguridad y equidad toda suerte de transmisiones patrimoniales, algo sin lo cual ninguna sociedad civil puede mantenerse y crecer. Pero su propia evolución política les llevó del ideal republicano a una canonización de la fuerza bruta con el cesarismo, que sólo respetará precisamente el atropello de cualesquiera vínculos contractuales o voluntarios.
Desde Calígula, el Estado romano es un Imperium que impone a todos los individuos su yugo, y la exigencia de renunciar a sí mismos para servir a la generalidad abstracta que es el poder sobre todo y todos, concediendo a cambio una capacidad jurídica de poseer —la «personalidad»— cada vez más abstracta y limitada. Es en esa miseria donde se engendra una huida ante la áspera realidad externa que propicia un espiritualismo radical, cuya manifestación más perfecta será la fe cristiana. La Roma de los Césares se convierte en Roma de los Papas, cuyo reino teológico se convierte otra vez en poder temporal, fuente de todos los demás poderes temporales. El Papado resulta ser así la ambivalencia misma. Por una parte se vincula a la abolición de la esclavitud, al perdón de los pecados, a la dignidad infinita del individuo, a una encarnación del logos en el mundo bajo forma humana. Por otra es un poder tiránicamente dogmático, una burocracia gigantesca y sectaria, un freno al desarrollo de la razón y un obstáculo insuperable para el restablecimiento de la libertad política.


1.4. El mundo germánico, latente desde la invasión del imperio romano por distintas tribus septentrionales, emerge con claridad en la Reforma, que deshace radicalmente la ambigüedad del Papado con tres iniciativas capitales. a) Una separación de Iglesia y Estado que pone fin a su previa amalgama, y que así liquida la oposición –no por interna menos enconada- entre lo eclesiástico y lo laico; b) Una dignificación de las profesiones civiles, del trabajo no servil y de las relaciones voluntarias en general, que respetando el comercio y la industria suscita invariablemente prosperidad; c) Una concomitante interiorización y purificación del espíritu.

«De esta ruina de lo espiritual, esto es, de la Iglesia, emerge la forma más alta del pensamiento racional. La Iglesia no conserva privilegios, y el espíritu ya no es extraño al Estado».

Hegel añade que «la vejez natural es debilidad, pero la vejez espiritual es su madurez perfecta». De la Reforma emerge finalmente la Revolución, que tras las convulsiones del Terror desemboca en el Estado racional, volcado a la realización del espíritu objetivo como realización del principio de la libertad, la igualdad y la fraternidad. A menudo se ha dicho que Hegel pretendió agotada la tarea del espíritu histórico con el Estado prusiano, coronado por su propia filosofía como síntesis de todas las previas. Sin embargo, esto no hace enteramente justicia a su posición, que anticipó algo obvio para nosotros hoy:

«América es el país del porvenir, donde más tarde —en el previsible antagonismo de América del Norte con América del Sur— se revelará el elemento decisivo de la historia universal».

El espíritu no se detiene jamás, por su propia naturaleza de acción infinita que, a fin de cuentas, representa una “destrucción creadora”. Las abundantes opiniones –contemporáneas de Hegel y posteriores- sobre un fin de la historia por “cumplimiento” de todas sus metas, y en particular porque la filosofía hegeliana constituye un sistema tan perfecto como insuperable, deben considerarse simple cháchara. Confunden el entusiasmo de este pensador, y de su época, o si se prefiere el legítimo orgullo ante una obra en principio imposible aunque llevada luego a término, con un dogmatismo que se burla del devenir y de un futuro siempre abierto a la transformación de su contenido. La proposición nuclear del hegelianismo –que “lo verdadero es el todo, y el todo es esencialmente resultado”- carecería entonces de significado alguno. En el último párrafo de la Fenomenología, poco antes de las líneas finales, leemos:

“El espíritu tiene siempre que comenzar otra vez desde el principio, despreocupadamente y en su inmediatez, creciendo nuevamente a partir de ella como si todo lo anterior se hubiese perdido para él, y no hubiese aprendido nada de la experiencia de los espíritus que le han precedido. Pero sí ha conservado el recuerdo, que es lo interior y de hecho la forma superior de la substancia. Por tanto, si este espíritu reinicia desde el comienzo su formación, pareciendo partir solo de sí, comienza al mismo tiempo por una etapa más alta. El reino de los espíritus que se forma de este modo en la existencia constituye una sucesión en la que uno ocupa el lugar del otro, y cada cual asume del previo el reino del mundo”.


2. Ultima de las obras publicadas por el propio Hegel, los Fundamentos de la filosofía del derecho (1820) muestran hasta qué punto el idealismo de su pensamiento puede considerarse también un realismo. El Prefacio ya lo sugiere:

«La filosofía resume su tiempo en el pensamiento [...] y llega siempre demasiado tarde, cuando la realidad ha cumplido y terminado su proceso de formación. Sólo al comenzar el crepúsculo levanta su vuelo el búho de Minerva».

El «derecho en general» constituye el espíritu objetivo, que se realiza en tres momentos fundamentales.
1. El «derecho abstracto», que concierne a los individuos como meras personas. Puesto que la persona no es sino capacidad jurídica singular, la irrealidad o el vacío interior del individuo abstracto sólo se llena de un poder sobre cosas externas e inertes, representado por la propiedad. Las relaciones entre propietarios y poseedores constituyen la esfera del contrato, donde los hombres trabajan, intercambian objetos y pactan, como si la voluntad privada de cada uno fuese lo racional mismo. Falta la idea de totalidad, y esa falta determina que el libre acuerdo se deslice primero hacia la «impostura» y, finalmente, hasta el «crimen», determinando la necesidad de una justicia penal.
Digamos de paso que Hegel nunca fue un entusiasta del puro laissez faire, laissez passer en materia económica, y que en sus Cursos de Jena (1806-1807) denuncia el empobrecimiento de «toda una clase» —proletariado y pequeña burguesía— como efecto inevitable de los principios librecambistas. «A quien ya tiene, a ése se le da», decía entonces, considerando dicha condición como principio del «máximo desgarramiento de la voluntad social, la rebelión interior y el odio».
2. La «moralidad subjetiva» no se refiere ya al individuo como persona jurídica, cuya existencia sólo se alcanza gracias a la posesión de objetos externos, sino a verdaderos sujetos para quienes la libertad constituye algo interno, una intención permanente de adecuarse a lo universal y, en consecuencia, a la razón. Para la posición de la «moralidad subjetiva» (que expresa el formalismo kantiano y la ética de Fichte), «la esencia del derecho y el deber y la esencia del sujeto pensante y deseante son absolutamente idénticas». Hegel se opone de plano a este criterio considerando, primero, que el espíritu es concebido allí tan sólo como yo y no como nosotros igualmente y, segundo, que el reino del puro deber ético desembocará en un anhelo permanentemente incumplido como la «rectitud» de Kant, pues supone sustituir todas las inclinaciones naturales del hombre por imperativos formales, tarea de toda una eternidad. Además, la buena intención por sí sola no puede evitar las múltiples contradicciones de la «buena conciencia» y «el mal», ya enumeradas en la Fenomenología.
3. La «moralidad objetiva» marca el momento donde el sujeto se eleva desde su ser individual a las totalidades orgánicas que son la familia, la sociedad civil y el Estado, reconciliando legalidad y eticidad. La familia tiene su origen en el «amor», gracias al cual el sujeto pasa a existir como «miembro» y no sólo como persona. Pero el desarrollo natural de la familia conduce a una división de familias que se comportan como personas independientes e incluso contrapuestas, como tribus y linajes. La inseguridad que esto produce, y la racionalidad de otro camino, hace que las colectividades familiares se reúnan -por la fuerza bruta de un amo, o por libre consentimiento- para convertirse en sociedades civiles.
Aquí la satisfacción de las exigencias grupales se realiza mediante el trabajo y su división. Por otra parte, esto suscita una tensión entre los bienes sociales producidos y el esfuerzo que los genera concretamente, cuya conflictividad sólo puede contenerse con la ley positiva como vigilancia o «jurisdicción», gracias a la cual se expían las violaciones cometidas contra la propiedad y las personas. Pero hace falta, además, garantizar la seguridad y el bienestar de los individuos, y esto justifica la «administración» como modo de «salvaguardar lo que hay de universal en la particularidad de la sociedad civil». Bajo la administración esa particularidad se consolida en corporaciones o estamentos (agrícola, mercantil y funcionarial). Este último gremio, que se ocupa de los intereses comunes de la sociedad civil exclusivamente, constituye el germen desde el cual se desarrolla la superación interior o inmanente de la sociedad civil, el Estado.


2.1. El Estado es «lo racional en sí y por sí, un fin propio, absoluto, inmóvil, donde la libertad obtiene su valor supremo». Su fundamento reside en el destino inevitable de los hombres que es la existencia colectiva, y sólo queriendo conscientemente el Estado supera el sujeto las cadenas de la arbitrariedad y la barbarie. Sin los «funcionarios dotados con el sentido del deber» que encarnan prácticamente la actividad estatal, el espíritu del pueblo se vería escindido por los intereses demasiado particulares de los demás estamentos y gremios. En contraste con lo defendido por Spinoza y Locke, el Estado no es el garante de alguna sociedad civil, inevitablemente desgarrada por miras estrechas o meramente singulares, sino que la sociedad civil llega a una existencia real o perfecta si y sólo si da el salto desde instituciones arraigadas aún en la particularidad hasta la estatalización de sus principios. Aunque en su juventud se ha sentido jacobino, en sus últimos años Hegel no es sino jacobino ni liberal, y afirma sin reparos: «el pueblo representa en el Estado la parte que no sabe lo que quiere».
Aunque en la Fenomenología del espíritu y en la Filosofía de la historia expuso desde diversos ángulos la dialéctica fatal del Imperio, con sus secuelas de miseria y corrupción, en la Filosofía del derecho aboga por un Estado monárquico de vocación imperial, poderes ilimitados y absoluta irresponsabilidad para el gobierno. La libertad es sólo “conciencia de la necesidad”. Ya en el Prefacio a esta última distingue el ejercicio «privado» de la filosofía en Grecia de su ejercicio «público» en Prusia, donde se encuentra «exclusivamente al servicio del Estado». Su pensamiento, en términos generales mucho más afín a Aristóteles que al dualismo platónico, adquiere ahora orientaciones de La República, con su gobierno de severos sabios. En realidad, él es ahora el principal funcionario-sabio, a cuyas clases asisten miembros del gobierno y de la familia real, y hace honor a sus responsabilidades.
Detrás de todo ello está el único punto de encuentro entre Hobbes y Rousseau, tan divergentes en lo demás. Es la vieja majestas, aquella «soberanía» que reclama la volonté générale, ahora «espíritu del pueblo» (Volkgeist). En nombre de esa soberanía inalienable, indivisible, ilimitada e incapaz de equivocarse predica Hegel como madurez de la historia universal un paternalismo absoluto. Su Estado no es hostil a una Constitución, ni pretende basarse en la fuerza o en la astucia. Pero se opone al «azar de la elección» para el «príncipe», ignorando la escrupulosa separación de poderes y las instituciones democráticas incorporadas como sufragio universal, libertad de prensa, derecho de libre asociación, derecho de huelga, etc. Estas garantías y frenos se basan —según él— en oposiciones anacrónicas ya para el espíritu «absolutamente libre» sobre el cual descansa. Si hubiésemos de definir el Estado hegeliano con una sola palabra, ésta sería totalitario. La consecuencia inmediata es un germanismo que rechaza las ideas kantianas sobre una Sociedad de Naciones, el derecho universal, la prohibición internacional de la guerra y, genéricamente, todas aquellas iniciativas y proyectos donde el principio de la nacionalidad y la autoridad monárquica queden limitados.
Sin dejar de ser un retroceso hacia lo «asiático», que influirá decisivamente en todos los teóricos europeos del totalitarismo político (fascista, nacionalsocialista, leninista, maoísta, etc.), la reflexión hegeliana sobre el Estado «orgánico» o «corporativo» debe inscribirse en su marco histórico. Alemania era una nación que carecía de Estado, disgregada en multitud de cortes dependientes de una u otra de las grandes potencias europeas, y esa inermidad ante las Potencias europeas es lo que remedia el progresivo engrandecimiento de lo prusiano. Por otra parte, la Prusia de Hegel no era ya la de Federico el Grande, pero seguía conservando sus reformas en materia de administración pública, libertad de culto, etc. Políticamente, su pensamiento prefigura el de Bismarck (1815.1898), el gran canciller que consuma la unificación alemana en un Estado que, casi de inmediato, pasa a ser la primera potencia europea. Conservador hasta la médula, y opuesto por igual a liberales y socialistas, Bismarck puso también en marcha el primer sistema de seguridad social digno de ese nombre,
En lo profundo, Hegel nunca quiso sino pensar la necesidad, y esa necesidad fue para él siempre una oposición entre lo natural y lo espiritual en la condición humana. Comprendía admirablemente el mundo griego, y se entusiasmó con las revoluciones liberales en su juventud, pero el elemento propiamente germánico —el severo ascetismo de la Reforma— informa su filosofía política. Libre, dirá en la Filosofía del derecho, es «el que puede soportar la negación de su inmediatez individual, el dolor infinito».

3. Aunque espeso y académico en buena parte de sus páginas, el pensamiento hegeliano conoció un fulgurante éxito inicial, seguido por una asimilación más matizada y en muchas ocasiones critica. De hecho, todo el siglo xix y buena parte del XX estarán presididos por una toma de partido en relación con Hegel, aunque ahora sólo nos interesan las reacciones inmediatas.

3.1. En la propia Prusia y en otros rincones de Alemania, muy poco después de morir Hegel, se extrae como resultado de su filosofía un método revolucionario para abordar los objetos de conocimiento (la dialéctica), y el principio de que ninguna verdad es definitiva. Sólo el devenir de la conciencia humana puede reclamar para sí el carácter de algo absoluto, y ese devenir tiene como primer e ineludible deber la superación de las «alienaciones» que aquejan todavía el hombre. Ya habíamos visto que alienación, enajenación y extrañamiento –términos de significado muy análogo, por no decir idéntico- sólo aparecen como conceptos definidos en Fichte, cuyo idealismo subjetivo propone recobrar lo «yoico» proyectado en el «no-yo». El segundo principio de su Doctrina de la Ciencia sostiene que «el yo pone en el yo el no-yo», afirmando que el lado «teórico» del sujeto va engendrando objetos dotados con un supuesto ser autónomo, aunque en realidad nacidos de su espontaneidad interna, y que la tarea «práctica» del sujeto consiste en superar semejante alienación o extrañamiento. Ahora, recién desaparecido Hegel, ese extrañamiento o alienación se localiza en la esfera religiosa.


3.1.1. L. Feuerbach, uno de los «jóvenes hegelianos», tratará de reducir la teología a antropología, viendo la génesis de Dios en una proyección humana. «El misterio de la encarnación es el misterio del amor de Dios hacia el hombre; pero el misterio de Dios no es sino el misterio del amor del hombre hacia sí mismo». Para Feuerbach es preciso traducir fielmente la religión cristiana, escrita en oscuras claves “orientales”, a «buena e inteligible lengua moderna».
David Strauss, que redactó una interesante Vida de Jesús y Bruno Bauer, que compuso una Crítica de la historia de los Evangelios sinópticos, pertenecen a la misma corriente, cuyo denominador común es el intento de consumar una «superación» (Aufhebung) del espíritu religioso. No se trata, pues, de rechazar la religión sino de cumplirla, dando al hombre una conciencia de su propia riqueza espiritual. Donde la fe ponía a lo divino estos pensadores ponen al Hombre con mayúscula, en algunos casos reivindicando su ser «natural» o «alógico» (Feuerbach), pero siempre buscando una secularización que conserve el espíritu del cristianismo como síntesis de lo judaico y lo pagano. Así concebido, es el monumento humanista por excelencia, que sólo requiere suprimir el aspecto trascendente o “mágico” de su principio. En esta línea, algo más tarde, aparece la Vida de Jesús del francés Renan.
Estos pensadores, y en especial Strauss, dejaron obras interesantes por diversos motivos, aunque quienes se mantengan más en el recuerdo sean Feuerbach y Bauer, no tanto en virtud de su respectivo trabajo como porque aparecen con bastante frecuencia en los escritos del joven Marx.


3.2. Hegel muere en 1830, cuando en Francia llega al trono Luis Felipe y se abre la llamada «edad de oro de la alta burguesía». Su Constitución se reforma (responsabilidad de los ministros, laicismo del Estado, abolición de la censura) y –según Tocqueville- aparece un gobierno «semejante a una sociedad anónima corruptora, que soborna a sus electores concediéndoles ventajas materiales». En Europa occidental empieza la época de monarquías constitucionales, a las que se opone un bloque oriental (Austria, Prusia y Rusia) que renueva el compromiso de la Santa Alianza: mantener gobiernos «de naturaleza cristiana y patriarcal, opuestos al veneno reformista».
Salvo en América, donde el régimen creado por la Constitución de 1787 se mantiene indiscutido, en todo el mundo occidental comienza a extenderse la certeza de que la revolución política apenas ha comenzado, bien porque no existen aún libertades y garantías mínimas —como en Europa oriental— o bien porque las monarquías constitucionales constituyen una reconciliación más o menos velada de la alta burguesía con la nobleza y el clero, supuestamente vencidos pero en realidad restaurados en muchas de sus prerrogativas.
En Alemania, las pretensiones absolutistas del Kaiser fomentan la afiliación de los hegelianos a asociaciones como la Liga de los Justos (posteriormente llamada de los Comunistas) y el Grupo de los Libertarios. De estas asociaciones emergerán fundamentalmente el socialismo autodenominado «científico” de Marx y Engels (a quienes mencionaremos en el tema siguiente) y la tendencia anarquista, que por su significación filosófica merece un breve comentario.


3.2.1. Max Stirner (1806-1856) —seudónimo de J. G. Schmidt—, que fue alumno de Hegel en Berlín, insiste en pensar el sujeto como individuo natural. Coincide con Strauss y Feuerbach en que Dios no es nada fuera del hombre, pero da un paso más y considera que el Hombre con mayúscula constituye un ideal cuya pretensión es subordinar el individuo concreto a ilusiones represivas. El Hombre constituye un ídolo, última metamorfosis del cristianismo, al igual que la sociedad perfecta de los socialistas constituye un fantasma del Ser Supremo.

«Nuestra debilidad no consiste en oponernos a otros, sino en no estarlo completamente, en que buscamos una comunidad, una unión, una sola fe, un solo Dios, una sola idea, un solo sombrero, para todos [...] Pero la oposición última y más decisiva —la del único contra todos los únicos— sobrepasa en el fondo lo que se llama oposición: como único, tú nada tienes de común con otro, ni tampoco nada de aislado u hostil; no buscas tu derecho contra él ante un tercero. La oposición desaparece en la perfecta separación o unicidad».

En El único y su propiedad (1845) mantiene Stirner que la iglesia, el Estado y la Sociedad sólo se pueden superar (aufheben) mediante la asociación, un principio cohesivo anárquico, al que puedo adherirme o renunciar a voluntad. En vez de gobiernos debemos promover asociaciones. Sólo la asociación podrá consumar el movimiento emancipador iniciado con las revoluciones modernas, introduciendo plasticidad y dinamismo en las escleróticas sociedades europeas, cuyos revolucionarios padecen el mismo anquilosamiento. Detecta en el naciente socialismo una resurrección de ideales totalitarios, vinculados al «viejo desprecio cristiano hacia el yo», y se presenta como primer nihilista “consecuente”. La tesis hegeliana de lo absoluto como acción significa para él que la voluntad del individuo concreto es la única libertad, y por eso mismo el «hacer» práctico queda emancipado de cualquier sumisión ante la idea, al apoyarse exclusivamente en un yo sin condiciones previas. De ahí la última frase del libro: «He fundado mi causa en la nada».
Por desgracia, esa nada contagia casi todos sus pensamientos, que rara vez se acercan a conceptos. Fuera de la idea de asociación como derecho de secesión, y de su profecía sobre el socialismo, lo que encontramos en el breve ensayo de 1845 es una colección desordenada de arbitrariedades, sin un solo análisis propiamente dicho. La escritura no se revela tanto “insumisa” ante la idea como huérfana de ideas, y no identifica siquiera el desgobierno o an-arquía (de an arjé, “sin principio”) como realidad o posibilidad real. Aún así, Stirner brilla como alguien relacionado con una filosofía científica si se le compara con sus sucesores nominales, los anarquistas de convicción y militancia, que profesan un simplismo muy agudo. Inspirados por un culto a “la hazaña” (Malatesta), pasaron a hacer “propaganda de la hazaña”, y quizá desanimados por la recepción de su mensaje acabaron enlazando inextricablemente “hazaña” con terrorismo. En momentos de auge, por ejemplo, una década basta para “descabezar libertariamente” a cinco países, con atentados mortales contra la emperatriz Sissi, el rey Humberto I, el premier francés Carnot, el presidente norteamericano McKinley y Cánovas del Castillo.
La posición anarquista prendió sobre todo entre hegelianos rusos, que —como los alemanes— se dividieron pronto en una «derecha» (vinculada al zarismo y la ortodoxia bizantina, escolástica en definitiva) y una «izquierda». Alejandro Herzen, un lector de Hegel comprometido en demoler el «universal» hegeliano, prolongó la era del espíritu germánico con una era eslava presidida por el principio anárquico del “mir”, la asociación campesina. Otro ruso, Mijail Bakunin, creador del “colectivismo”, será el primero en propugnar procedimientos violentos, y algo después P. Kropotkin formula la variante anarquista del comunismo libertario, basándose en la idea de cooperación como factor evolutivo. Las páginas de Kropotkin sobre cooperación y competición son quizá lo único filosófico que encontramos en el anarquismo ruso, si bien el análisis de su “conflicto” resulta a-dialéctico; sencillamente, cooperar evita competir, es “mejor”.


3.3. El socialismo llamado utópico toma ese nombre de Utopía (1515), el ensayo de Tomás Moro sobre un “no-lugar” (ou-topos) donde hay una polis enteramente regida por la razón que por eso mismo es comunista, pues no hay otra “cura” para el “egoísmo” en la vida privada y la pública. Los primeros socialistas modernos son coetáneos de Hegel e incluso anteriores, como F. N. Baboeuf, jefe de «los iguales», y teórico del asalto relámpago al poder, que fue guillotinado en París en 1797. Pero el movimiento florecerá luego, y brillantemente, en Inglaterra y Francia, debido a la industrialización y al rápido crecimiento del proletariado. Por lo demás, en Saint-Simon, Fourier, Blanc y Owen —algunos de sus representantes— tiene un matiz religioso y sentimental, una apelación a la bondad subjetiva, que lo hace amable y a la vez ingenuo. La debilidad teórica de estos reformadores es asumir el principio romántico de la historia como progreso necesario y continuo, pero desoyendo lo que el progreso tiene de tesis-antítesis-síntesis o dialéctica, y las complejas relaciones de cualquier cambio con la situación previa. Así, por ejemplo, el conde de Saint-Simon no imagina en su Catecismo de los industriales otra cosa que bella armonía entre clase pobre y empresariado, siempre que cese el poder del clero y la nobleza; del mismo modo, Fourier predica una organización social perfecta, sin violencia alguna para los instintos, siempre que se establezcan sus falansterios. Blanc no se recata de anticipar sociedades parejamente felices, siempre que cundan sus comunas.
3.2. La excepción a este utopismo no pocas veces banal, y algunas puritano (como en el caso de inglés Robert Owen), es Joseph Proudhon (1809-1865), un autodidacta que logró hacerse con una formación intelectual sólida y producir obras de verdadero pensador. Amante de la provocación en su primera madurez, cinco años antes de que Stirner presente El Único y su propiedad publica él su ¿Qué es la propiedad? (1840), donde aparecen las famosas frases: “Soy anarquista, ¡la propiedad es un robo!” Ambas declaraciones le hicieron rápidamente célebre, y objeto de persecución, pero al leer el libro constatamos que ni era anarquista (en el sentido de abolir todo “gobierno”) ni era comunista o enemigo de la propiedad privada. Preconizaba otro gobierno, y defendió siempre una propiedad privada modesta como única garantía de libertad y dignidad individual. De hecho, su principal proyecto práctico fue crear un Banco del Pueblo, que respaldase empresas pequeñas y permitiera gestionar los riesgos del humilde. Siendo joven se había relacionado con una pequeña secta de “mutualistas”, que preconizaban la autogestión obrera en régimen de cooperativa, y decidió llamar mutualismo a su propia postura política.
Cuando París padeció el masivo derramamiento de sangre llamado Revolución de 1848, un momento idóneo para demagogos exaltados, Proudhon dijo de inmediato que había sido una agitación “sin base teórica”, cuando ya llevaba años polemizando con Marx sobre lo factible y lo razonable. Le escandalizaba que preconizase una revolución con “autoritarismo y centralismo” -cosas abundantemente conocidas sin necesidad de revolucionar cosa alguna-, y en particular le horrorizaba su propuesta de abolir cualquier propiedad privada, pues veía en ello un modo de impedir que los individuos “controlen sus medios de producción”. Marx repuso que Proudhon era un “pequeño burgués”, incapaz por ello de percibir las “leyes históricas subyacentes”. Pero el pequeño burgués acabó publicando una obra maestra –De la justicia (1858)-, donde enuncia una teoría de su objeto como razón universal y divinidad inmanente. La justicia enlaza lo natural y lo humano, la sociedad y el individuo, concibiéndose como el logos en Heráclito y los estoicos; esto, es como una fuerza sutil pero esencialmente física, “rectora” de la materia y “forma” del alma singular. El progreso no es más que realización de la justicia, y todo el problema político consiste en evitar que esa realización ahogue el principio de la libertad individual.
Al igual que Stirner y los libertarios rusos, Proudhon opone a la Iglesia, la Sociedad y el Estado el principio de la libre asociación, aunque en sus términos no sea ya tan irrealista, porque se combina con una defensa de la pequeña propiedad privada y con una utopía nada platónica, que por cierto guarda vagos parecidos con la actual globalización. Es una federación de toda la Tierra, sin fronteras ni estados nacionales, con una autoridad (“jurisdicción”) conferida a asociaciones locales independientes, no “delegadas” de algún poder central, donde “en vez de leyes habrá contratos libres.”

 

 

© Antonio Escohotado
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