El esbozo sumarísimo de la Fenomenología nos ha
proporcionado una idea de la complejidad y originalidad del pensamiento
hegeliano. La Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1817),
que constituye un resumen de su sistema, incluye además de la lógica
y la fenomenología una antropología, una psicología
y una filosofía de la naturaleza (dividida en mecánica,
física y física orgánica, que por sí sola
ocupa tres volúmenes en la edición más reciente).
A esto, y a los numerosos escritos y artículos de la época
de juventud, deben añadirse los Cursos sobre filosofía
de la religión, historia de la filosofía y estética,
obras muy extensas (sobre todo las Lecciones sobre filosofía
de la religión) donde rara es la página que no contenga
alguna reflexión insólita y profunda. No podemos rozar siquiera
estos textos, pero tampoco omitir otras dos obras no mencionadas aún,
y de extraordinario influjo hasta nuestros días.
1. A pesar de vigorosos precedentes -como Giambattista Vico y, en menor
medida, Kant mismo hasta Hegel no se plantea a fondo el concepto
de la historia, quizá porque fuese necesario a tales fines una
síntesis de erudición y capacidad especulativa como la hegeliana.
Vico tenía una idea cíclica, de flujos y reflujos, donde
falta algo unitario que vaya realizándose gradualmente por medio
de los corsi y ricorsi. La novedad hegeliana aparece ya en el prólogo
a sus Lecciones sobre historia de la filosofía:
«La sucesión de los sistemas de la historia de la filosofía
es la misma que la sucesión de las definiciones de la idea en
la dirección lógica».
Por consiguiente, la supuesta arbitrariedad de las diversas filosofías
motivo importante todavía en Kant se convierte para
Hegel en un despliegue unitario que su propia exposición irá
mostrando con detalle. Sin embargo, no se trata sólo de que las
filosofías se corresponden con momentos definidos de la filosofía,
sino de que la filosofía en su devenir se corresponde de modo preciso
con el devenir de la historia universal, que por primera vez es captada
como un todo sintético. El concepto de la historia ve allí
«el progreso en la conciencia de la libertad» y «la
exteriorización del espíritu en el tiempo». Por otra
parte, la claridad de esta idea su carácter de «resultado»
permite a Hegel prescindir de cualquier tipo de a priori y abordar el
asunto de modo completamente empírico (geográfico y antropológico).
La providencia divina resulta tan inútil a esos fines como «las
fábulas de los historiadores profesionales» sobre un primer
pueblo primitivo, o una comunidad prehistórica instruida directamente
por Dios.
En la Introducción a las Lecciones sobre filosofía de
la historia, la idea básica se expone con una metáfora
que arranca de la geografía:
«El sol, la luz, se alza por el Este. Pero la luz es sólo
la simple relación consigo misma. La luz universal en sí
es también sujeto, en el Sol. A menudo se ha descrito la escena
de un ciego que, al recobrar súbitamente la vista, percibe al
alba la luz que llega y el Sol lanzando sus destellos. Ante la visión
de esa pura claridad, lo primero es el olvido infinito de sí
mismo, la admiración absoluta. Sin embargo, a medida que el Sol
se eleva esa admiración se atenúa; percibimos objetos
circundantes, y desde ellos descendemos hasta el propio fuero interno;
y así el progreso se convierte en una relación recíproca.
El hombre pasa entonces de una contemplación inactiva a la actividad,
y al atardecer ha construido un edificio formado con un Sol interior;
y cuando de noche lo contempla, hace más caso de él que
del primero y externo. Porque ahora se encuentra en relación
con su espíritu y, por consiguiente, en una condición
libre. Retengamos con firmeza esta imagen, que contiene ya el curso
de la historia universal, la jornada del espíritu».
Lejos de representar un fantasma que preexiste en regiones oníricas,
el Geist es el propio obrar concreto del hambre a lo largo del
tiempo, manifiesto en el arte, las costumbres, el derecho, la ciencia,
la religión y las demás instituciones de los pueblos. Por
eso constituye un espíritu objetivo, que se desarrolla en la determinación
objetiva representada por las condiciones generales de cada habitat. Con
todo, tampoco es un simple proliferar de naciones, pueblos e imperios,
sino una secuencia de individuos o Estados que despliegan una esencia
determinada, donde crecen, decaen y van quedando atrás. Hegel distingue
cuatro grandes fases.
1.1. Lo propio de Oriente (Hegel analiza con bastante extensión
la civilización china, la india, la persa, la asiria, la babilonia,
la egipcia y la judaica), es el principio de lo «sustancial»,
una unidad que borra todas las diferencias. Hay una fe, una confianza
y una obediencia incondicionada en la tradición, que son los deberes
familiares (la arcaica religión doméstica) y el «objeto
absoluto» simbolizado a través del patriarca-juez, por lo
cual «los sujetos presentan una actitud de perfecta subordinación,
como niños sin voluntad ni juicio propios». Los imperios
asiáticos se asemejan a grandes masas orgánicas, donde cada
célula tiene su papel bien escrito ya antes de nacer. Son culturas
«espaciales» o estáticas, ajenas a cualquier cambio
surgido desde el interior, cuyo discurrir en el tiempo constituye «una
historia sin historia». Hay en ellos ciclópeas obras colectivas,
un sentimiento insondable de infinitud, una mitología y un arte
de singular riqueza, un mecanismo social de estabilidad perfecta. Pero
al faltar la historia real falta el progreso, y Hegel aconseja descartar
el «prejuicio» de la duración como algo más
valioso que la caducidad. «Los montes imperecederos no tienen más
valor que la rosa, tan pronto ajada, cuya vida se exhala en perfume»,
y -llevado al prosaísmo absoluto- las rosas duran más que
cualquier montaña, porque a la erosión del responden con
vida, capacidad de engendrarse.
Allí donde todo se ordena a la estabilidad de un sistema consuetudinario,
donde lo absoluto es duración pura y simple, acontece la paradoja
de que los individuos singulares sencillamente no existen: «el chino
sólo tiene valor como difunto; el indio se mata, se absorbe en
Brahma, es un muerto viviente».
1.2. Frente a la moral substancial y al Uno paterno-teocrático,
Grecia comienza y termina con las individualidades de Aquiles y Alejandro.
El genio helénico consiste en «considerar como momento esencial
la división, la heterogeneidad», poniendo en lugar de la
fe, la confianza y la obediencia el principio de lo subjetivo. Es este
principio de lo subjetivo el que permite, por transposición dialéctica,
hacer valer contra el imperio del puro pasado y la tradición la
pauta del valor objetivo representado por la razón, exigiendo que
lo mejor ocupe el lugar de lo que es.
«El factor moral es principio como en Asia, pero se trata de
la moralidad concreta en la individualidad, cuyo significado es el libre
querer de los individuos. Tenemos pues así la unión del
principio moral y de la voluntad subjetiva, o bien el reino de la libertad
bella, porque la idea está unida a la forma plástica;
no se mantiene abstractamente aparte y para sí, sino que se encuentra
directamente ligada a lo real, como en una bella obra de arte, donde
lo sensible lleva el sello y la expresión de lo espiritual. Este
reino es por eso armonía verdadera, el mundo de la floración
más graciosa, aunque fugitiva y pronto desaparecida».
Semejante «liberación para sí de la interioridad»
significa, de hecho, la invención de la ética gracias a
un hombre como Sócrates, a quien el tabú habría fulminado
de inmediato en Jerusalén, Memfis o Pekín. Con Sócrates
penetra la certeza de que la decisión última debe atribuirse
al sujeto (residir en su conciencia moral), en vez de ser entregada ciegamente
a la patria o a las costumbres.
1.3. El momento siguiente es Roma, vigencia tiránica del prosaísmo
y la fuerza, sacrificio de lo individual y de la obra de arte a una generalidad
abstracta de orden externo.
«El romano compensaba el duro trato padecido en el Estado con
la dureza de que se beneficiaba en su familia, servidor por un lado
y déspota por el otro. Esto constituye la grandeza romana, cuyo
rasgo específico era la rigidez inflexible en la unidad de los
individuos con el Estado, su ley y sus órdenes [...] Al entendimiento
sin libertad, sin espíritu y sin alma del mundo romano debemos
el origen y el desarrollo del derecho positivo».
Si la verdadera religión romana era el orden impuesto, el desarrollo
del mando y la obediencia, con el hallazgo de la institución jurídica
el hombre descubre un modo de objetivar la voluntad que contiene el germen
de una emancipación práctica con respecto a lo arbitrario
e irracional. En ese sentido, «los romanos fueron las víctimas
de su propio modo de vida, que conquistaron para otros la libertad del
espíritu». Sus jurisconsultos crearon una ciencia de la voluntad
singular autónoma (encarnada en el negocio jurídico
y sus contratos), inventando una lógica impecable para
realizar con seguridad y equidad toda suerte de transmisiones patrimoniales,
algo sin lo cual ninguna sociedad civil puede mantenerse y crecer. Pero
su propia evolución política les llevó del ideal
republicano a una canonización de la fuerza bruta con el cesarismo,
que sólo respetará precisamente el atropello de cualesquiera
vínculos contractuales o voluntarios.
Desde Calígula, el Estado romano es un Imperium que impone
a todos los individuos su yugo, y la exigencia de renunciar a sí
mismos para servir a la generalidad abstracta que es el poder sobre todo
y todos, concediendo a cambio una capacidad jurídica de poseer
la «personalidad» cada vez más abstracta
y limitada. Es en esa miseria donde se engendra una huida ante la áspera
realidad externa que propicia un espiritualismo radical, cuya manifestación
más perfecta será la fe cristiana. La Roma de los Césares
se convierte en Roma de los Papas, cuyo reino teológico se convierte
otra vez en poder temporal, fuente de todos los demás poderes temporales.
El Papado resulta ser así la ambivalencia misma. Por una parte
se vincula a la abolición de la esclavitud, al perdón de
los pecados, a la dignidad infinita del individuo, a una encarnación
del logos en el mundo bajo forma humana. Por otra es un poder tiránicamente
dogmático, una burocracia gigantesca y sectaria, un freno al desarrollo
de la razón y un obstáculo insuperable para el restablecimiento
de la libertad política.
1.4. El mundo germánico, latente desde la invasión del imperio
romano por distintas tribus septentrionales, emerge con claridad en la
Reforma, que deshace radicalmente la ambigüedad del Papado con tres
iniciativas capitales. a) Una separación de Iglesia y Estado que
pone fin a su previa amalgama, y que así liquida la oposición
no por interna menos enconada- entre lo eclesiástico y lo
laico; b) Una dignificación de las profesiones civiles, del trabajo
no servil y de las relaciones voluntarias en general, que respetando el
comercio y la industria suscita invariablemente prosperidad; c) Una concomitante
interiorización y purificación del espíritu.
«De esta ruina de lo espiritual, esto es, de la Iglesia, emerge
la forma más alta del pensamiento racional. La Iglesia no conserva
privilegios, y el espíritu ya no es extraño al Estado».
Hegel añade que «la vejez natural es debilidad, pero la
vejez espiritual es su madurez perfecta». De la Reforma emerge finalmente
la Revolución, que tras las convulsiones del Terror desemboca en
el Estado racional, volcado a la realización del espíritu
objetivo como realización del principio de la libertad, la igualdad
y la fraternidad. A menudo se ha dicho que Hegel pretendió agotada
la tarea del espíritu histórico con el Estado prusiano,
coronado por su propia filosofía como síntesis de todas
las previas. Sin embargo, esto no hace enteramente justicia a su posición,
que anticipó algo obvio para nosotros hoy:
«América es el país del porvenir, donde más
tarde en el previsible antagonismo de América del Norte
con América del Sur se revelará el elemento decisivo
de la historia universal».
El espíritu no se detiene jamás, por su propia naturaleza
de acción infinita que, a fin de cuentas, representa una destrucción
creadora. Las abundantes opiniones contemporáneas de
Hegel y posteriores- sobre un fin de la historia por cumplimiento
de todas sus metas, y en particular porque la filosofía hegeliana
constituye un sistema tan perfecto como insuperable, deben considerarse
simple cháchara. Confunden el entusiasmo de este pensador, y de
su época, o si se prefiere el legítimo orgullo ante una
obra en principio imposible aunque llevada luego a término, con
un dogmatismo que se burla del devenir y de un futuro siempre abierto
a la transformación de su contenido. La proposición nuclear
del hegelianismo que lo verdadero es el todo, y el todo es
esencialmente resultado- carecería entonces de significado
alguno. En el último párrafo de la Fenomenología,
poco antes de las líneas finales, leemos:
El espíritu tiene siempre que comenzar otra vez desde
el principio, despreocupadamente y en su inmediatez, creciendo nuevamente
a partir de ella como si todo lo anterior se hubiese perdido para él,
y no hubiese aprendido nada de la experiencia de los espíritus
que le han precedido. Pero sí ha conservado el recuerdo,
que es lo interior y de hecho la forma superior de la substancia. Por
tanto, si este espíritu reinicia desde el comienzo su formación,
pareciendo partir solo de sí, comienza al mismo tiempo por una
etapa más alta. El reino de los espíritus que se forma
de este modo en la existencia constituye una sucesión en la que
uno ocupa el lugar del otro, y cada cual asume del previo el reino del
mundo.
2. Ultima de las obras publicadas por el propio Hegel, los Fundamentos
de la filosofía del derecho (1820) muestran hasta qué
punto el idealismo de su pensamiento puede considerarse también
un realismo. El Prefacio ya lo sugiere:
«La filosofía resume su tiempo en el pensamiento [...]
y llega siempre demasiado tarde, cuando la realidad ha cumplido y terminado
su proceso de formación. Sólo al comenzar el crepúsculo
levanta su vuelo el búho de Minerva».
El «derecho en general» constituye el espíritu objetivo,
que se realiza en tres momentos fundamentales.
1. El «derecho abstracto», que concierne a los individuos
como meras personas. Puesto que la persona no es sino capacidad jurídica
singular, la irrealidad o el vacío interior del individuo abstracto
sólo se llena de un poder sobre cosas externas e inertes, representado
por la propiedad. Las relaciones entre propietarios y poseedores constituyen
la esfera del contrato, donde los hombres trabajan, intercambian objetos
y pactan, como si la voluntad privada de cada uno fuese lo racional mismo.
Falta la idea de totalidad, y esa falta determina que el libre acuerdo
se deslice primero hacia la «impostura» y, finalmente, hasta
el «crimen», determinando la necesidad de una justicia penal.
Digamos de paso que Hegel nunca fue un entusiasta del puro laissez
faire, laissez passer en materia económica, y que en sus Cursos
de Jena (1806-1807) denuncia el empobrecimiento de «toda una clase»
proletariado y pequeña burguesía como efecto
inevitable de los principios librecambistas. «A quien ya tiene,
a ése se le da», decía entonces, considerando dicha
condición como principio del «máximo desgarramiento
de la voluntad social, la rebelión interior y el odio».
2. La «moralidad subjetiva» no se refiere ya al individuo
como persona jurídica, cuya existencia sólo se alcanza gracias
a la posesión de objetos externos, sino a verdaderos sujetos para
quienes la libertad constituye algo interno, una intención permanente
de adecuarse a lo universal y, en consecuencia, a la razón. Para
la posición de la «moralidad subjetiva» (que expresa
el formalismo kantiano y la ética de Fichte), «la esencia
del derecho y el deber y la esencia del sujeto pensante y deseante son
absolutamente idénticas». Hegel se opone de plano a este
criterio considerando, primero, que el espíritu es concebido allí
tan sólo como yo y no como nosotros igualmente y, segundo, que
el reino del puro deber ético desembocará en un anhelo permanentemente
incumplido como la «rectitud» de Kant, pues supone sustituir
todas las inclinaciones naturales del hombre por imperativos formales,
tarea de toda una eternidad. Además, la buena intención
por sí sola no puede evitar las múltiples contradicciones
de la «buena conciencia» y «el mal», ya enumeradas
en la Fenomenología.
3. La «moralidad objetiva» marca el momento donde el sujeto
se eleva desde su ser individual a las totalidades orgánicas que
son la familia, la sociedad civil y el Estado, reconciliando legalidad
y eticidad. La familia tiene su origen en el «amor», gracias
al cual el sujeto pasa a existir como «miembro» y no sólo
como persona. Pero el desarrollo natural de la familia conduce a una división
de familias que se comportan como personas independientes e incluso contrapuestas,
como tribus y linajes. La inseguridad que esto produce, y la racionalidad
de otro camino, hace que las colectividades familiares se reúnan
-por la fuerza bruta de un amo, o por libre consentimiento- para convertirse
en sociedades civiles.
Aquí la satisfacción de las exigencias grupales se realiza
mediante el trabajo y su división. Por otra parte, esto suscita
una tensión entre los bienes sociales producidos y el esfuerzo
que los genera concretamente, cuya conflictividad sólo puede contenerse
con la ley positiva como vigilancia o «jurisdicción»,
gracias a la cual se expían las violaciones cometidas contra la
propiedad y las personas. Pero hace falta, además, garantizar la
seguridad y el bienestar de los individuos, y esto justifica la «administración»
como modo de «salvaguardar lo que hay de universal en la particularidad
de la sociedad civil». Bajo la administración esa particularidad
se consolida en corporaciones o estamentos (agrícola, mercantil
y funcionarial). Este último gremio, que se ocupa de los intereses
comunes de la sociedad civil exclusivamente, constituye el germen desde
el cual se desarrolla la superación interior o inmanente de la
sociedad civil, el Estado.
2.1. El Estado es «lo racional en sí y por sí, un
fin propio, absoluto, inmóvil, donde la libertad obtiene su valor
supremo». Su fundamento reside en el destino inevitable de los hombres
que es la existencia colectiva, y sólo queriendo conscientemente
el Estado supera el sujeto las cadenas de la arbitrariedad y la barbarie.
Sin los «funcionarios dotados con el sentido del deber» que
encarnan prácticamente la actividad estatal, el espíritu
del pueblo se vería escindido por los intereses demasiado particulares
de los demás estamentos y gremios. En contraste con lo defendido
por Spinoza y Locke, el Estado no es el garante de alguna sociedad civil,
inevitablemente desgarrada por miras estrechas o meramente singulares,
sino que la sociedad civil llega a una existencia real o perfecta si y
sólo si da el salto desde instituciones arraigadas aún en
la particularidad hasta la estatalización de sus principios. Aunque
en su juventud se ha sentido jacobino, en sus últimos años
Hegel no es sino jacobino ni liberal, y afirma sin reparos: «el
pueblo representa en el Estado la parte que no sabe lo que quiere».
Aunque en la Fenomenología del espíritu y en la Filosofía
de la historia expuso desde diversos ángulos la dialéctica
fatal del Imperio, con sus secuelas de miseria y corrupción, en
la Filosofía del derecho aboga por un Estado monárquico
de vocación imperial, poderes ilimitados y absoluta irresponsabilidad
para el gobierno. La libertad es sólo conciencia de la necesidad.
Ya en el Prefacio a esta última distingue el ejercicio «privado»
de la filosofía en Grecia de su ejercicio «público»
en Prusia, donde se encuentra «exclusivamente al servicio del Estado».
Su pensamiento, en términos generales mucho más afín
a Aristóteles que al dualismo platónico, adquiere ahora
orientaciones de La República, con su gobierno de severos
sabios. En realidad, él es ahora el principal funcionario-sabio,
a cuyas clases asisten miembros del gobierno y de la familia real, y hace
honor a sus responsabilidades.
Detrás de todo ello está el único punto de encuentro
entre Hobbes y Rousseau, tan divergentes en lo demás. Es la vieja
majestas, aquella «soberanía» que reclama la
volonté générale, ahora «espíritu
del pueblo» (Volkgeist). En nombre de esa soberanía
inalienable, indivisible, ilimitada e incapaz de equivocarse predica Hegel
como madurez de la historia universal un paternalismo absoluto. Su Estado
no es hostil a una Constitución, ni pretende basarse en la fuerza
o en la astucia. Pero se opone al «azar de la elección»
para el «príncipe», ignorando la escrupulosa separación
de poderes y las instituciones democráticas incorporadas como sufragio
universal, libertad de prensa, derecho de libre asociación, derecho
de huelga, etc. Estas garantías y frenos se basan según
él en oposiciones anacrónicas ya para el espíritu
«absolutamente libre» sobre el cual descansa. Si hubiésemos
de definir el Estado hegeliano con una sola palabra, ésta sería
totalitario. La consecuencia inmediata es un germanismo que rechaza las
ideas kantianas sobre una Sociedad de Naciones, el derecho universal,
la prohibición internacional de la guerra y, genéricamente,
todas aquellas iniciativas y proyectos donde el principio de la nacionalidad
y la autoridad monárquica queden limitados.
Sin dejar de ser un retroceso hacia lo «asiático»,
que influirá decisivamente en todos los teóricos europeos
del totalitarismo político (fascista, nacionalsocialista, leninista,
maoísta, etc.), la reflexión hegeliana sobre el Estado «orgánico»
o «corporativo» debe inscribirse en su marco histórico.
Alemania era una nación que carecía de Estado, disgregada
en multitud de cortes dependientes de una u otra de las grandes potencias
europeas, y esa inermidad ante las Potencias europeas es lo que remedia
el progresivo engrandecimiento de lo prusiano. Por otra parte, la Prusia
de Hegel no era ya la de Federico el Grande, pero seguía conservando
sus reformas en materia de administración pública, libertad
de culto, etc. Políticamente, su pensamiento prefigura el de Bismarck
(1815.1898), el gran canciller que consuma la unificación alemana
en un Estado que, casi de inmediato, pasa a ser la primera potencia europea.
Conservador hasta la médula, y opuesto por igual a liberales y
socialistas, Bismarck puso también en marcha el primer sistema
de seguridad social digno de ese nombre,
En lo profundo, Hegel nunca quiso sino pensar la necesidad, y esa necesidad
fue para él siempre una oposición entre lo natural y lo
espiritual en la condición humana. Comprendía admirablemente
el mundo griego, y se entusiasmó con las revoluciones liberales
en su juventud, pero el elemento propiamente germánico el
severo ascetismo de la Reforma informa su filosofía política.
Libre, dirá en la Filosofía del derecho, es «el
que puede soportar la negación de su inmediatez individual, el
dolor infinito».
3. Aunque espeso y académico en buena parte de sus páginas,
el pensamiento hegeliano conoció un fulgurante éxito inicial,
seguido por una asimilación más matizada y en muchas ocasiones
critica. De hecho, todo el siglo xix y buena parte del XX estarán
presididos por una toma de partido en relación con Hegel, aunque
ahora sólo nos interesan las reacciones inmediatas.
3.1. En la propia Prusia y en otros rincones de Alemania, muy poco después
de morir Hegel, se extrae como resultado de su filosofía un método
revolucionario para abordar los objetos de conocimiento (la dialéctica),
y el principio de que ninguna verdad es definitiva. Sólo el devenir
de la conciencia humana puede reclamar para sí el carácter
de algo absoluto, y ese devenir tiene como primer e ineludible deber la
superación de las «alienaciones» que aquejan todavía
el hombre. Ya habíamos visto que alienación, enajenación
y extrañamiento términos de significado muy análogo,
por no decir idéntico- sólo aparecen como conceptos definidos
en Fichte, cuyo idealismo subjetivo propone recobrar lo «yoico»
proyectado en el «no-yo». El segundo principio de su Doctrina
de la Ciencia sostiene que «el yo pone en el yo el no-yo»,
afirmando que el lado «teórico» del sujeto va engendrando
objetos dotados con un supuesto ser autónomo, aunque en realidad
nacidos de su espontaneidad interna, y que la tarea «práctica»
del sujeto consiste en superar semejante alienación o extrañamiento.
Ahora, recién desaparecido Hegel, ese extrañamiento o alienación
se localiza en la esfera religiosa.
3.1.1. L. Feuerbach, uno de los «jóvenes hegelianos»,
tratará de reducir la teología a antropología, viendo
la génesis de Dios en una proyección humana. «El misterio
de la encarnación es el misterio del amor de Dios hacia el hombre;
pero el misterio de Dios no es sino el misterio del amor del hombre hacia
sí mismo». Para Feuerbach es preciso traducir fielmente la
religión cristiana, escrita en oscuras claves orientales,
a «buena e inteligible lengua moderna».
David Strauss, que redactó una interesante Vida de Jesús
y Bruno Bauer, que compuso una Crítica de la historia de los
Evangelios sinópticos, pertenecen a la misma corriente, cuyo
denominador común es el intento de consumar una «superación»
(Aufhebung) del espíritu religioso. No se trata, pues, de
rechazar la religión sino de cumplirla, dando al hombre una conciencia
de su propia riqueza espiritual. Donde la fe ponía a lo divino
estos pensadores ponen al Hombre con mayúscula, en algunos casos
reivindicando su ser «natural» o «alógico»
(Feuerbach), pero siempre buscando una secularización que conserve
el espíritu del cristianismo como síntesis de lo judaico
y lo pagano. Así concebido, es el monumento humanista por excelencia,
que sólo requiere suprimir el aspecto trascendente o mágico
de su principio. En esta línea, algo más tarde, aparece
la Vida de Jesús del francés Renan.
Estos pensadores, y en especial Strauss, dejaron obras interesantes por
diversos motivos, aunque quienes se mantengan más en el recuerdo
sean Feuerbach y Bauer, no tanto en virtud de su respectivo trabajo como
porque aparecen con bastante frecuencia en los escritos del joven Marx.
3.2. Hegel muere en 1830, cuando en Francia llega al trono Luis Felipe
y se abre la llamada «edad de oro de la alta burguesía».
Su Constitución se reforma (responsabilidad de los ministros, laicismo
del Estado, abolición de la censura) y según Tocqueville-
aparece un gobierno «semejante a una sociedad anónima corruptora,
que soborna a sus electores concediéndoles ventajas materiales».
En Europa occidental empieza la época de monarquías constitucionales,
a las que se opone un bloque oriental (Austria, Prusia y Rusia) que renueva
el compromiso de la Santa Alianza: mantener gobiernos «de naturaleza
cristiana y patriarcal, opuestos al veneno reformista».
Salvo en América, donde el régimen creado por la Constitución
de 1787 se mantiene indiscutido, en todo el mundo occidental comienza
a extenderse la certeza de que la revolución política apenas
ha comenzado, bien porque no existen aún libertades y garantías
mínimas como en Europa oriental o bien porque las monarquías
constitucionales constituyen una reconciliación más o menos
velada de la alta burguesía con la nobleza y el clero, supuestamente
vencidos pero en realidad restaurados en muchas de sus prerrogativas.
En Alemania, las pretensiones absolutistas del Kaiser fomentan la afiliación
de los hegelianos a asociaciones como la Liga de los Justos (posteriormente
llamada de los Comunistas) y el Grupo de los Libertarios. De estas asociaciones
emergerán fundamentalmente el socialismo autodenominado «científico
de Marx y Engels (a quienes mencionaremos en el tema siguiente) y la tendencia
anarquista, que por su significación filosófica merece un
breve comentario.
3.2.1. Max Stirner (1806-1856) seudónimo de J. G. Schmidt,
que fue alumno de Hegel en Berlín, insiste en pensar el sujeto
como individuo natural. Coincide con Strauss y Feuerbach en que Dios no
es nada fuera del hombre, pero da un paso más y considera que el
Hombre con mayúscula constituye un ideal cuya pretensión
es subordinar el individuo concreto a ilusiones represivas. El Hombre
constituye un ídolo, última metamorfosis del cristianismo,
al igual que la sociedad perfecta de los socialistas constituye un fantasma
del Ser Supremo.
«Nuestra debilidad no consiste en oponernos a otros, sino en
no estarlo completamente, en que buscamos una comunidad, una unión,
una sola fe, un solo Dios, una sola idea, un solo sombrero, para todos
[...] Pero la oposición última y más decisiva la
del único contra todos los únicos sobrepasa en el
fondo lo que se llama oposición: como único, tú
nada tienes de común con otro, ni tampoco nada de aislado u hostil;
no buscas tu derecho contra él ante un tercero. La oposición
desaparece en la perfecta separación o unicidad».
En El único y su propiedad (1845) mantiene Stirner que
la iglesia, el Estado y la Sociedad sólo se pueden superar (aufheben)
mediante la asociación, un principio cohesivo anárquico,
al que puedo adherirme o renunciar a voluntad. En vez de gobiernos debemos
promover asociaciones. Sólo la asociación podrá consumar
el movimiento emancipador iniciado con las revoluciones modernas, introduciendo
plasticidad y dinamismo en las escleróticas sociedades europeas,
cuyos revolucionarios padecen el mismo anquilosamiento. Detecta en el
naciente socialismo una resurrección de ideales totalitarios, vinculados
al «viejo desprecio cristiano hacia el yo», y se presenta
como primer nihilista consecuente. La tesis hegeliana de lo
absoluto como acción significa para él que la voluntad del
individuo concreto es la única libertad, y por eso mismo el «hacer»
práctico queda emancipado de cualquier sumisión ante la
idea, al apoyarse exclusivamente en un yo sin condiciones previas. De
ahí la última frase del libro: «He fundado mi causa
en la nada».
Por desgracia, esa nada contagia casi todos sus pensamientos, que rara
vez se acercan a conceptos. Fuera de la idea de asociación como
derecho de secesión, y de su profecía sobre el socialismo,
lo que encontramos en el breve ensayo de 1845 es una colección
desordenada de arbitrariedades, sin un solo análisis propiamente
dicho. La escritura no se revela tanto insumisa ante la idea
como huérfana de ideas, y no identifica siquiera el desgobierno
o an-arquía (de an arjé, sin principio)
como realidad o posibilidad real. Aún así, Stirner brilla
como alguien relacionado con una filosofía científica si
se le compara con sus sucesores nominales, los anarquistas de convicción
y militancia, que profesan un simplismo muy agudo. Inspirados por un culto
a la hazaña (Malatesta), pasaron a hacer propaganda
de la hazaña, y quizá desanimados por la recepción
de su mensaje acabaron enlazando inextricablemente hazaña
con terrorismo. En momentos de auge, por ejemplo, una década basta
para descabezar libertariamente a cinco países, con
atentados mortales contra la emperatriz Sissi, el rey Humberto I, el premier
francés Carnot, el presidente norteamericano McKinley y Cánovas
del Castillo.
La posición anarquista prendió sobre todo entre hegelianos
rusos, que como los alemanes se dividieron pronto en una «derecha»
(vinculada al zarismo y la ortodoxia bizantina, escolástica en
definitiva) y una «izquierda». Alejandro Herzen, un lector
de Hegel comprometido en demoler el «universal» hegeliano,
prolongó la era del espíritu germánico con una era
eslava presidida por el principio anárquico del mir,
la asociación campesina. Otro ruso, Mijail Bakunin, creador del
colectivismo, será el primero en propugnar procedimientos
violentos, y algo después P. Kropotkin formula la variante anarquista
del comunismo libertario, basándose en la idea de cooperación
como factor evolutivo. Las páginas de Kropotkin sobre cooperación
y competición son quizá lo único filosófico
que encontramos en el anarquismo ruso, si bien el análisis de su
conflicto resulta a-dialéctico; sencillamente, cooperar
evita competir, es mejor.
3.3. El socialismo llamado utópico toma ese nombre de Utopía
(1515), el ensayo de Tomás Moro sobre un no-lugar (ou-topos)
donde hay una polis enteramente regida por la razón que por eso
mismo es comunista, pues no hay otra cura para el egoísmo
en la vida privada y la pública. Los primeros socialistas modernos
son coetáneos de Hegel e incluso anteriores, como F. N. Baboeuf,
jefe de «los iguales», y teórico del asalto relámpago
al poder, que fue guillotinado en París en 1797. Pero el movimiento
florecerá luego, y brillantemente, en Inglaterra y Francia, debido
a la industrialización y al rápido crecimiento del proletariado.
Por lo demás, en Saint-Simon, Fourier, Blanc y Owen algunos
de sus representantes tiene un matiz religioso y sentimental, una
apelación a la bondad subjetiva, que lo hace amable y a la vez
ingenuo. La debilidad teórica de estos reformadores es asumir el
principio romántico de la historia como progreso necesario y continuo,
pero desoyendo lo que el progreso tiene de tesis-antítesis-síntesis
o dialéctica, y las complejas relaciones de cualquier cambio con
la situación previa. Así, por ejemplo, el conde de Saint-Simon
no imagina en su Catecismo de los industriales otra cosa que bella
armonía entre clase pobre y empresariado, siempre que cese el poder
del clero y la nobleza; del mismo modo, Fourier predica una organización
social perfecta, sin violencia alguna para los instintos, siempre que
se establezcan sus falansterios. Blanc no se recata de anticipar sociedades
parejamente felices, siempre que cundan sus comunas.
3.2. La excepción a este utopismo no pocas veces banal, y algunas
puritano (como en el caso de inglés Robert Owen), es Joseph Proudhon
(1809-1865), un autodidacta que logró hacerse con una formación
intelectual sólida y producir obras de verdadero pensador. Amante
de la provocación en su primera madurez, cinco años antes
de que Stirner presente El Único y su propiedad publica
él su ¿Qué es la propiedad? (1840), donde
aparecen las famosas frases: Soy anarquista, ¡la propiedad
es un robo! Ambas declaraciones le hicieron rápidamente célebre,
y objeto de persecución, pero al leer el libro constatamos que
ni era anarquista (en el sentido de abolir todo gobierno)
ni era comunista o enemigo de la propiedad privada. Preconizaba otro gobierno,
y defendió siempre una propiedad privada modesta como única
garantía de libertad y dignidad individual. De hecho, su principal
proyecto práctico fue crear un Banco del Pueblo, que respaldase
empresas pequeñas y permitiera gestionar los riesgos del humilde.
Siendo joven se había relacionado con una pequeña secta
de mutualistas, que preconizaban la autogestión obrera
en régimen de cooperativa, y decidió llamar mutualismo a
su propia postura política.
Cuando París padeció el masivo derramamiento de sangre llamado
Revolución de 1848, un momento idóneo para demagogos exaltados,
Proudhon dijo de inmediato que había sido una agitación
sin base teórica, cuando ya llevaba años polemizando
con Marx sobre lo factible y lo razonable. Le escandalizaba que preconizase
una revolución con autoritarismo y centralismo -cosas
abundantemente conocidas sin necesidad de revolucionar cosa alguna-, y
en particular le horrorizaba su propuesta de abolir cualquier propiedad
privada, pues veía en ello un modo de impedir que los individuos
controlen sus medios de producción. Marx repuso que
Proudhon era un pequeño burgués, incapaz por
ello de percibir las leyes históricas subyacentes.
Pero el pequeño burgués acabó publicando una obra
maestra De la justicia (1858)-, donde enuncia una teoría
de su objeto como razón universal y divinidad inmanente. La justicia
enlaza lo natural y lo humano, la sociedad y el individuo, concibiéndose
como el logos en Heráclito y los estoicos; esto, es como
una fuerza sutil pero esencialmente física, rectora
de la materia y forma del alma singular. El progreso no es
más que realización de la justicia, y todo el problema político
consiste en evitar que esa realización ahogue el principio de la
libertad individual.
Al igual que Stirner y los libertarios rusos, Proudhon opone a la Iglesia,
la Sociedad y el Estado el principio de la libre asociación, aunque
en sus términos no sea ya tan irrealista, porque se combina con
una defensa de la pequeña propiedad privada y con una utopía
nada platónica, que por cierto guarda vagos parecidos con la actual
globalización. Es una federación de toda la Tierra, sin
fronteras ni estados nacionales, con una autoridad (jurisdicción)
conferida a asociaciones locales independientes, no delegadas
de algún poder central, donde en vez de leyes habrá
contratos libres.