Kant desata en Alemania una pasión filosófica extraordinaria,
que apoyada en su rico aparato de conceptos produce sistemas cada vez
más técnicos e inasequibles para el lector no especializado,
a pesar de lo cual son fervorosamente leídos y discutidos. Alrededor,
el hecho que penetra e informa todo es la viabilidad de la revolución,
que muestra al hombre capaz de construir un orden basado de arriba abajo
en la razón.
Se promueve así un replanteamiento de lo que puede entenderse por
realidad en última instancia, y el denominador común de
los kantianos es el inverso del que caracterizaba a los philosophes
ilustrados. Si estos sobresalían en pragmatismo, ajenos al significado
de idea y concepto, puede decirse que ahora hasta bien avanzado
el siglo XIX lo único relevante son ideas y conceptos. Por
otra parte, no se acepta confinar la filosofía a teoría
del conocimiento, lo cual produce una reafirmación de la filosofía
como ciencia, no menos que la renovación de su conflicto con las
demás ciencias. En efecto, otra vez un discurso pretende versar
sobre la totalidad de lo real, sin más restricción que las
oscuridades del asunto y el compromiso de explicarse. Esto es precisamente
lo que parecía fuera de lugar, desterrado, desde la primera Crítica.
Mientras tanto, a finales del XVIII en Alemania el primer problema es
un territorio compuesto por infinidad de reinos, principados, grandes
ducados y señoríos, en gran medida feudales aún desde
el punto de vista político y económico. El imperio napoleónico,
que irónicamente sucede al triunfo del pueblo francés sobre
la nobleza y el clero, pone a prueba duramente esos Estados dispersos,
que desde Lutero son un solo pueblo pero no pueden obrar como tal sin
previa unificación. De ahí que perfilar un espíritu
alemán (fundado en cierta comprensión de lo absoluto) y
unificar el país se fundan entonces como una sola necesidad política.
Los germanos tienen como objeto de contemplación el sistema inglés,
la democracia americana y la revolución francesa. Todos parecen
ejemplos de espontaneidad popular y espíritu racional perfectamente
fundidos, aunque Alemania necesita encontrar una Constitución específicamente
suya. Estimulada por los grandes logros de Kant, llega el momento de que
su genio diserte sobre el sentido del mundo y la naturaleza del pensamiento.
1.1. Hombre de orígenes bastante más humilde todavía
que Kant, formado gracias a una beca, Juan Teófilo Fichte (1762-1814)
fue una mezcla de pura vehemencia y conceptos vertiginosos. Influido por
el rigorismo de su maestro Kant, y muy sensible a acentos nacionalistas
y místicos, se alistó voluntario para combatir al invasor
francés. Fue más tarde destituido de su puesto docente en
Jena por una acusación de ateísmo (tan infundada como la
que se dirigió contra Spinoza). Jena era por aquellos días
una ciudad donde iban y venían Goethe, Schiller, Beethoven, Schlegel,
Novalis, Hölderlin, Hegel y por breve tiempo Napoleón
mismo, tras ganar la batalla de su nombre. Fichte fue más tarde
nombrado profesor en Berlín y tuvo un gran éxito arengando
a la nación alemana. Era un radical en términos políticos,
que predicaba un socialismo nacionalista. El Estado comercial cerrado
(1804), título de uno de sus libros, dice ya bastante de su perspectiva,
que es poco o nada individualista si se compara con la inglesa y francesa.
La legitimidad política descansa en cada sociedad civil que se
autogobierna corporativamente o por estamentos.
1.1.2. Fichte arranca de lo que viene gestándose desde Descartes
como filosofía moderna,. Pero al no expresarlo como resultado histórico
-sino como sistema de la verdad pura- adopta perfiles algo extraños
y muy oscuros. Según él, Kant ha sentado las bases para
una comprensión efectiva de la realidad, pero no ha dado el paso
capaz de convertir la filosofía «trascendental» en
un saber deductivo estricto. Concretamente, no supo comprender el alcance
de la «unidad sintética de la apercepción» que
él mismo enuncia en la Crítica de la razón pura.
Para ello debía haber intuido que la razón práctica
es la razón misma, otorgándole la correspondiente
dimensión cósmica. Cuando dicha limitación se supera
surge lo que Fichte llama «teoría de la ciencia», un
saber del saber cuyo objeto es la acción, y donde nada
se presenta como un hecho. Esta diferencia entre lo activo (Tathandlung)
y la facticidad (Tatsache) es un concepto ciertamente notable,
ya que propone tomar todo en el proceso de constituirse o disgregarse,
nunca fijo o fosilizado, y fomentará una enérgica renovación
del discurso filosófico, que se hace plenamente dialéctico.
Veámoslo aplicado en su primera Doctrina de la ciencia (1794):
La acción es identidad activa, acto de hacerse a sí mismo,
y A = A «sólo tiene validez originaria respecto
del yo». Para que A sea igual a A es preciso que A
esté puesta, simplemente dada como un hecho. Pero el yo o conciencia
de sí se pone, yo me pongo. Esta evidencia aparece
velada según Fichte porque un pasivo «yo teórico»
(el entendimiento kantiano) va continuamente ampliando el campo del no-yo
u objetividad, de modo exactamente inverso a como el «yo práctico»,
(la razón) va reconquistando para sí, a título de
conceptos suyos, nuevos trozos de supuesta objetividad independiente,
poniendo el yo forma de la identidad en el no-yo.
Cuando el sujeto trascendental se concibe como sujeto absoluto descubre
el proceso de una pura acción infinita, que hace nacer en su seno
también la ilusión de algo otro. Esa ilusión
es su enajenación o extrañamiento (Entfremdung, Entäusserung),
del cual sólo se recobra con un retorno a sí..Fichte se
permite ser insólotamente denso e intrincado en esta primera exposición
de su filosofía, aunque inventa allí una nueva dinámica
metafísica, que como tendencia del ser enajenado o extrañado
a recobrarse (o extrañarse más aún) articula
luego la filosofía de Schelling, Hegel, Marx y sus herederos hasta
hoy mismo. El Yo o acción absoluta que en su obra madura
identifica con «la substancia de Spinoza» compensa su
infinito ir fluyendo sin regreso con aquella identidad que va produciendo
como sí mismos concretos. Es en realidad Dios mismo, que se
hace autoconsciente como voluntad moral (activa) del universo en los individuos,
y que en el fluir ilimitado reconquista su propia dispensación
irreflexiva anterior. Lógicamente, la llamada objetividad en
definitiva, la Naturaleza sensible no es sino pensamiento enajenado,
olvidado de sí. Su extrañamiento le impide comprender que
la substancia última consiste en subjetividad.
Vibrantemente especulativo, y capaz de prestar una vitalidad desconocida
a los conceptos ontológicos clásicos, el discurso de Fichte
es una combinación a veces desconcertante de lógica metafísica,
teología y nacionalismo. Se diría un ánimo inspirado
por las triunfantes revoluciones de la época, que generalizando
el idealismo kantiano destapa el alma romántica, una criatura postrevolucionaria
con ciertas nostalgias del medioevo. Dado que lo absoluto es acción,
la libertad constituye el último poder y sentido del mundo, cuya
patria reside en la eticidad. Todo esto nos conmueve y desorienta a la
vez, dado lo impetuoso y audaz de las exposiciones fichteanas, que al
final de su vida no vacilan en hacer remisiones a los seres intermedios
del neoplatonismo, y acaban fundiéndose con doctrinas cristianas
primitivas (fundamentalmente el Cuarto evangelio, atribuido al apóstol
Juan). Su socialismo, en efecto, arranca directamente de la justicia social
neotestamentaria.
Pero lo más original de Fichte y desde luego lo más
influyente es una comprensión de la identidad y la diferencia
como procesos o, por ser más exactos, como «conflicto»
y «lucha», en términos dialécticos. Como la
infinitud del yo o substancia subjetiva es verdaderamente
infinita, se cumple en un perpetuo movimiento de lo finito. El extrañamiento
constituye así un momento necesario en el desarrollo de su propia
superación (Aufhebung). El alma romántica encuentra
en él su manifestación conceptual más vigorosa, porque
concebir lo infinito en el constante ir fluyendo de lo finito traer
el más allá al más acá inmediato- es lo que
ella percibe como verdad sublime, y Fichte es quien perfila
y ahonda toda esta perspectiva.
2. Los elementos románticos de Fichte reaparecen con perfiles propios
en F. W. J. Schelling (1175-1854), un caso de precocidad inigualado en
la historia de la filosofía. A los veintidós años
publicó sus Ideas sobre una filosofía de la naturaleza,
y al año siguiente era profesor en la Universidad de Jena. De su
filosofía de la identidad dijo Hegel que era «la noche donde
todas las vacas son pardas», y en efecto su obra constituye un ejemplo
algo empalagoso de las divagaciones que engendra el afán sistemático,
cuando no va acompañado por la seriedad del análisis constante.
Los varios sistemas elaborados por Schelling durante su dilatada vida
no tendrán sino un barniz de método científico. Por
debajo no hay tanto filosofía como teosofía y espiritismo.
Por lo demás, se trata de un pensador luminoso muchas veces, que
domina magistralmente la analogía y del que provienen conceptos
tan destacables como el de inconsciente.
El denominador común de su filosofía es que lo absoluto,
el principio que sirve para deducir todo, no es tanto sujeto como unidad
de sujeto y objeto, identidad de contrarios. El sistema de Fichte es un
idealismo subjetivo (en realidad ético), que toma todo lo natural
como materia pasiva para la obra de la libertad. El joven Schelling propone
un idealismo objetivo, que sustituya el «yo» por una «Naturaleza»
dotada de fuerzas espirituales, para ser actividad libre en sí.
La naturaleza es el espíritu visible, el espíritu es la
naturaleza invisible. Sin embargo, el fondo del sistema de Fichte (e,
indirectamente, de Kant) no cambia, porque ese sujeto-objeto sigue siendo
subjetivo y lo que hace es descubrirse en la base de su aparente otro.
Para Schelling
«Lo que llamamos Naturaleza es un poema cuya prodigiosa y secreta
escritura permanece indescifrable para nosotros. Pero si pudiésemos
resolver el enigma descubriríamos allí la odisea del espíritu
que, buscándose, huye de sí mismo, pues no aparece a través
del mundo sino como aparece el sentido a través de las palabras».
2.1. Kant, Fichte y Schelling coincidían en plantear el problema
de las relaciones entre ser y pensamiento en términos de objeto
y sujeto. Coincidían también en prestar un papel decisivo
al tiempo, por una parte como forma fundamental de la intuición
a nivel teórico, y por otra, como dimensión de lucha y cumplimiento.
Nada llega a ser sino tras una mediación, que es pugna y victoria
sobre su opuesto. La odisea del espíritu, que para Schelling se
descubre inmerso en una existencia sólo natural, tiene su paralelo
en la odisea del yo práctico fichteano superando su extrañamiento
en un mundo de conclusos hechos. Es la filosofía de la libertad
(y del conflicto) adecuada al momento histórico preciso donde el
hombre se sacude el yugo de monarcas y pontífices, aunque en Alemania
esto sea todavía sólo un sentir popular cuidadosamente reprimido
por la autoridad tradicional. Se diría que Kant y Fichte están
intentando pensar la responsabilidad inherente al logro de la libertad
real más que organizar la sociedad en un sentido u otro,
y junto al elemento crítico se detecta en ellos una corriente más
profunda, vinculada a la asimilación filosófica del cristianismo
reformado. Tras la superación del extrañamiento en lo empírico
subyace el combate de la luz contra las tinieblas, el núcleo de
la idea del Verbo (logos) haciéndose carne y redimiendo
a los hombres. Pero se trata de un cristianismo purificado de sectarismo
y superstición, eminentemente racional.
En segundo lugar, el principio subjetivo que asume la construcción
de la realidad está en el individuo concreto pero no es el individuo
concreto, y el hecho de llamarlo yo (trascendental o absoluto) no debe
inducir a confusión. Constituye más bien un individuo general
como la vida ética de un pueblo, esto es, un principio histórico
de actividad que gobierna el mundo sin acabar todavía de saberlo.
Hegel lo llamará Geist («espíritu»),
remitiendo a la teología cristiana del spiritus sanctus,
algo inmaterial que queda en lo material tras la Redención para
tender un puente entre lo divino y lo terreno, instando a la unidad de
todos los hombres. Del grado de pietismo vigente en cada pensador depende
que dicho Geist se agote más o menos en la especie humana. Sin
embargo, la idea de tener la libertad como esencia acerca al hombre al
estatuto del verdadero creador, y en pocas décadas aparecerán
pensadores como Feuerbach y Strauss, que ven en lo divino un invento del
hombre.
Pero antes de que esto acontezca hay un momento análogo al ocurrido
en tiempos de Newton, cuando gracias a los progresos en diferentes campos
un hombre de gran energía intelectual pudo conectar los hallazgos
y hechos dispersos de una construcción armoniosa, siendo capaz
de abordar todos los problemas y resolverlos unitariamente. En el caso
de Newton se trataba de sintetizar la física terrestre y la celeste.
En el de Hegel los elementos en juego son toda la filosofía antigua
y la moderna, el espíritu cristiano y el helénico, el concepto
puro y la historia universal, la atención al detalle y la máxima
abstracción. Puede decirse que Europa produce a Hegel como el mundo
griego produjo a Aristóteles, cuando el conjunto de una cultura
cristaliza en una conciencia singular y puede exponer la trabazón
interna (el sistema) de todos sus juicios particulares sobre lo que hay.
A principios del siglo XIX han madurado fundamentalmente tres certezas
que serán el punto de partida de la filosofía hegeliana:
1) Todo lo real es racional; 2) Substancia significa esencialmente
sujeto; 3) Historia universal y progreso en la conciencia de la
libertad son una misma cosa.
3. Hijo de un funcionario de correos, compañero de Hölderlin
y Schelling en el seminario teológico de Tübingen, Jorge Guillermo
Federico Hegel (1770-1830) corrió a plantar con sus colegas un
árbol a la libertad al enterarse de la toma de la Bastilla (1789).
Su entusiasmo ante la revolución francesa sólo era comparable
a su entusiasmo ante el mundo griego. De carácter jovial en su
juventud, nada precoz, pasmosamente erudito en todas las ramas del conocimiento,
dejó una ingente producción escrita que se completa caso
análogo otra vez al de Aristóteles con notas propias
y de los alumnos a sus cursos. Sólo al obtener la cátedra
de Fichte en Berlín, tras el fallecimiento de éste, pudo
dedicarse cómodamente al estudio y la reflexión, pues hasta
entonces su modesta posición económica le había obligado
a aceptar otras responsabilidades. Sin embargo, para cuando llegó
a Berlín tenía publicadas ya sus dos obras principales,
y la original riqueza de su pensamiento le granjeó un éxito
extraordinario como docente. En su entierro, el teólogo Marheineke
Forster dijo que acababa de morir «el Cristo de la filosofía»
y «el Aristóteles de los tiempos modernos». En efecto,
nadie emprendió y consumó en medida comparable una síntesis
de todo el saber como unidad orgánica, y nadie desde el Estagirita
parece haber poseído en grado parejo la capacidad de moverse fluidamente
en conceptos.
En los demás pensadores se observa un intento de definir los objetos
del conocimiento como algo fijo, que la reflexión toma en un sentido
u otro. Hegel posee la facultad de dejar ser a la cosa considerada, de
hacer que ella misma despliegue sus determinaciones, con lo cual no se
trata de hacer razonamientos sobre lo que es, sino de estar atento a observar
los razonamientos que ya están allí, determinando la dinámica
espontánea de cualquier objeto. Esto proporciona una viveza tan
peculiar como extraordinaria a su discurso, pues si bien la intención
sistemática propende al dogmatismo, la capacidad de entregarse
al movimiento de la cosa hace de cada análisis concreto lo más
opuesto a una dogmatización. El conocimiento filosófico
no se construye acumulando ocurrencias sobre algo, sino dejando que se
manifieste el proceso específico descrito por cada objeto o concepto.
A esto lo llama Hegel «exposición», en contraste con
cualquier tratamiento «axiomático» (cuyo modelo perfecto
son los Elementos de Euclides), donde sólo se ofrecen los puros
resultados o los principios abstraídos de su devenir. En el Prólogo
a la Fenomenología del espíritu dice que el axiomatismo.
«...representa una tarea más fácil de lo que podría
tal vez parecer. En vez de ocuparse de la cosa misma, estas operaciones
van siempre más allá; en vez de permanecer en ella y olvidarse
en ella, este tipo de saber pasa siempre a otra cosa y permanece en
sí mismo. Lo más fácil es enjuiciar aquello que
tiene contenido y consistencia; es más difícil captarlo
conceptualmente, y lo más difícil de todo la combinación
de lo uno y lo otro: el lograr su exposición».
Trataremos de describir qué son para Hegel la dialéctica
y el saber especulativo, continuando con una descripción de su
metafísica (la Ciencia de la lógica) y su obra más
inclasificable y celebrada, la Fenomenología del espíritu.
Sin embargo, su pensamiento se parece al de Fichte y al de Kant por ser
asombrosamente denso, manejando como un guante el aparato crítico
de la filosofía tradicional y entrando en grandes profundidades
a la menor ocasión. Para no desanimarse o rendirse antes de tiempo,
puede ser recomendable que el alumno salte de este epígrafe al
tema siguiente, que se dedica al Hegel maduro. Allí encontrará
su pensamiento aplicado a la historia universal, al derecho y a la sociedad
civil, de manera bastante menos abrupta y desnuda que en el Hegel joven,
inmerso en fundar su propio sistema. Después de haber saltado a
lo cronológicamente posterior quizá le resulte más
sencillo volver a este punto y asimilar lo que sigue.
3.1. Como en los pensadores que inmediatamente le preceden, lo absoluto
es proceso, actividad, no algo hecho o dado que se pueda describir estéticamente.
El movimiento constituye la vida de lo que hay, su condición esencial,
y por eso mismo cualquier definición esquemática de lo absoluto
pecará de unilateralidad y pobreza. No se trata de algún
movimiento local y meramente cuantitativo, sino de movimiento total o
esencial, que describe las transformaciones ocurridas en lo movido. A
dicho dinamismo lo llama Hegel preferentemente idea y espíritu.
Por idea entiende «la unidad del concepto y lo real». Por
Geist (espíritu) entiende «la razón
que es en y para sí», el Nous griego, advirtiendo
siempre que uno o varios juicios sobre ello serán siempre vaciedades
e implicitud.
«Lo verdadero es el todo. Pero el todo es solamente la esencia
que se completa mediante su desarrollo. De lo absoluto hay que decir
que es esencialmente resultado, que sólo al final es lo que es
en verdad, y en ello estriba precisamente su naturaleza, que es la de
ser real, sujeto y devenir al mismo tiempo».
De aquí arranca la necesidad de concebir lo real «dialécticamente»,
en el tránsito y la relatividad que llevan consigo los momentos
de un devenir y los elementos de un todo. Mirando a vista de pájaro,
Hegel discierne tres aspectos o fases en toda «realidad lógica»:
1. El momento positivo del entendimiento («metafísica intelectiva»),
que aplica a rajatabla el principio de contradicción y trata de
obtener representaciones basadas en límites quietos, logrados por
abstracción de lo concreto, como sucede por ejemplo con el concepto
de res extensa en Descartes.
2. Lo negativo o el momento dialéctico, donde las categorías
finitas del entendimiento desembocan en contradicción y se ven
sobrepasadas a partir de ellas mismas, como le acontece objetivamente
a la res extensa con el cuerpo orgánico. La dialéctica
no es aquí un arte retórico subjetivo, sino dinamismo que
«supera la determinación concreta aislada, alma motriz del
progreso científico». Es incapaz de conformarse con representaciones
impropias (normalmente por abstractas) de lo representado.
3. «El momento especulativo o positivamente racional, que capta
la unidad de las determinaciones en su oposición, y es la afirmación
contenida en su superación y su tránsito». Como en
Heráclito, la negación es negación de la negación
también. El siervo, por ejemplo, carga con lo negativo que es el
trabajo transformador de lo inmediato, mientras el amo recibe los productos
ya transformados; pero ese recibir sin lucha le sume en la molicie y fortalece
al siervo con conocimiento y vigor, preparando la inevitable sustitución
del uno por el otro. La posibilidad de lo especulativo deriva de que la
negación está tan determinada como la afirmación:
esa negación determinada es el resultado real, que supera los límites
de cada aspecto en su aislamiento y se pone como nuevo objeto del saber.
3.2. Ningún modelo hay tan conciso de este proceso como las primeras
líneas de la Lógica hegeliana:
«Ser, puro ser, sin ninguna otra determinación [...] es
igual sólo a sí mismo, y tampoco es desigual frente a otro;
no tiene ninguna diferencia ni en su interior ni hacia lo exterior [...]
El ser, lo inmediato indeterminado, es en realidad la nada, ni más
ni menos que la nada.
Nada, la pura nada, es la simple igualdad consigo misma, el vacío
perfecto, la ausencia de determinación y contenido [...] y el mismo
vacío intuir o pensar que es el puro ser. La nada es, por tanto,
la misma determinación o más bien la misma cosa que el puro
ser.
El puro ser y la pura nada son por lo tanto la misma cosa. Lo que constituye
la verdad no es ni el ser ni la nada, sino [...] este movimiento de inmediato
desvanecerse lo uno en lo otro: devenir, un movimiento donde ambos se
distinguen pero mediante una diferencia que se ha resuelto de modo igualmente
inmediato».
La Ciencia de la lógica tiene por objeto mostrar con
gran detalle- que partiendo del puro ser se llega fluida y necesariamente
a la idea absoluta. La tarea implica una larga exposición, donde
van apareciendo una a una las categorías, alzándose sucesivamente
como expresión de lo real para ir siendo suprimidas por sus iguales.
Al término, tras un análisis que combina la atención
a cada concepto con el férreo hilo de su despliegue dialéctico,
se llega a las antípodas del puro ser inicial, apareciendo la idea
absoluta como pensamiento del pensamiento (el Nous de la metafísica
aristotélica) «que se engendra eternamente a sí mismo
y goza de sí eternamente».
Este esfuerzo conjuga todas las filosofías en una sola, que conserva
la unidad y la diferencia, lo ilimitado y los límites. El ser se
hace «esencia» o reflexión, y la reflexión se
hace «idea», unidad de lo real y lo intelectual. La razón
se hace naturaleza, y la naturaleza espíritu. La diferencia persiste
ella es «la riqueza del contenido» pero ya no
como corte sino como desdoblamiento de una actividad fundamental, que
permite hablar de pensamiento objetivo, inmanente en las cosas y contrapuesto
al enjuiciar psicológico del entendimiento. De ahí que al
final del tratado el opaco ser inicial se comprenda como «la simple
relación consigo mismo». Tras consumar esa síntesis
de lo positivo y lo negativo, Hegel considera superada la escisión
entre fenómenos y noúmenos, y el consiguiente solipsismo
de la filosofía kantiana.
Podemos preguntarnos nosotros si el conjunto de la Lógica
y su final descubrimiento de la idea absoluta no tiene algo, o bastante,
de profecía autocumplida. Si encuentra lo subjetivo en lo objetivo
(decantándolo así de «mala» subjetividad o psicologismo)
es porque convierte la «entidad» en pura relación.
Pero la obra brilla en las exposiciones de aspectos particulares, y lo
que tiene de apriorismo coexiste con una vivacidad intelectual nada dogmática,
que en vez de encerrar los conceptos en cierto molde molde genérico
les presta pormenor y movimiento, matiz, concisión y sentido de
conjunto.
3.3. Cinco años anterior a los dos volúmenes de la Ciencia
de la lógica (1812-1816), la Fenomenología del espíritu
(1807) es la obra más original y celebrada de Hegel, donde se encuentran
quizá las más brillantes páginas surgidas de su pluma.
El tratado tiene en último análisis un propósito
análogo al de la Lógica la mutua pertenencia
de ser y pensamiento, pero en vez de ceñirse a conceptos
lógicos y ontológicos es una «ciencia de la experiencia
de la conciencia». Para ello combina dos líneas: a) una descripción
genética del conocimiento, que arranca de la certeza sensible inmediata
y va progresando hasta el «saber absoluto»; b) una descripción
paralela no siempre cronológica donde distintas figuras
o manifestaciones históricas del espíritu progresan en certeza
de sí. Esto parece imposible por toda suerte de motivos,
pero Hegel lo acomete impertérrito, y desde el Prólogo cualquier
lector educado percibe que está ante una conciencia
de claridad descomunal, que le mete en descomunales saltos y oscuridades
también. Repasemos el hilo narrativo del libro, siguiendo las seis
secciones básicas en que se articula, para hacernos una idea de
su proyecto. Preparémonos para que los grandes conceptos pasen
a ser simples momentos en la estructura de un concepto mucho más
ambicioso.
I. Conciencia
Lo primero es el reino de los sentidos, la certeza sensible, que se presenta
«como un conocimiento de infinita riqueza». Aquí y
ahora hay cosas singulares (este color, aquella mano, esa ventana), que
se presentan como objetos autónomos. Sin embargo, el aquí
y el ahora cambian sin cesar, y sólo expresan realmente la posición
de un observador, que puesto en un «aquí» ve un árbol
y puesto en otro ve una casa; para el cual un «ahora» es mediodía
y otro medianoche. Más aún, acontece que esto y aquello
singular son indicados gracias al lenguaje, pero que este tipo de singularidad
supuestamente inmediata «es inasequible al lenguaje». En efecto,
si pedimos a quien nos menciona aquel lápiz que lo defina, que
nos diga lo que tiene de único, le meteremos en un insalvable atolladero,
porque la palabra nombra siempre lo universal (el lápiz, cierta
clase de lápices), y lo que hace del lápiz un «aquél»
o un «éste» es sólo la indicación de
algún observador. La riqueza infinita de la pura sensación
se convierte así en pobreza infinita.
Con ello desembocamos en la percepción, que es el «esto»
de la sensación convertido en cosa o verdadero objeto. Como conjunto
de cualidades simultáneas y exclusivas, la cosa es un «universal»
que se conserva a lo largo de muchos «aquí» y «ahora».
Sin embargo, es el yo perceptor quien «carga» con la igualdad
consigo mismo del objeto, que sólo resulta rojo para la vista y
dulce para el paladar. Esa igualdad es fruto de una diferencia externa,
de una comparación, que al servirse de la multiplicidad y la unidad
ya no está percibiendo simplemente, sino que piensa, y esta constatación
(en términos generales expresada por la filosofía kantiana)
hace surgir como nueva figura de la conciencia el entendimiento.
El entendimiento se expone en una dinámica más compleja,
que distingue en el objeto el fenómeno (lo que «aparece»)
y el principio interno o dinámico (la «fuerza»), donde
Hegel repasa -sin hacer menciones personales- la polémica entre
racionalistas y empiristas. Por su parte, esa relación de lo interior
y lo exterior desemboca en un juego de fuerzas, donde el objeto existente
pasa a ser el resultado de tendencias físicas opuestas (electricidad
positiva y negativa, atracción y repulsión) y, en consecuencia,
un ser «sintético», que encuentra su identidad en la
diferencia. Ahora bien, esto significa que el objeto se ha hecho concepto,
algo que se concibe por composición, y en ese mismo instante deja
de distinguirse de la conciencia, que es también la síntesis
de un yo y de un no-yo. El entendimiento hace la experiencia de que en
el fundamento del fenómeno sólo se experimenta a sí
mismo. «Detrás del telón que debe cubrir lo interior
no hay nada que ver, a menos que penetremos nosotros mismos tras él,
tanto para ver como para que haya detrás algo visible».
II. Autoconciencia
Primero está la realidad exterior de un mundo hostil o indiferente
y la realidad interna del deseo, que suscita la necesidad de transformar
lo externo y hacerlo acorde con el goce. Esto inaugura la dialéctica
del amo y el siervo, divergencia entre la rabia destructora del guerrero
y la sumisión del que prefiere no luchar a muerte. Lo que subyace
a esta dialéctica es otra anterior y absolutamente básica
para cualquier vida social, que concierne al reconocimiento. La conciencia
puede existir sin un reflejo externo expreso, mientras la conciencia de
sí lo necesita como a la vida misma, pues la autoconciencia
sólo es tal para otra autoconciencia. Pero esa disyunción
lleva a que amo y siervo vayan sustituyéndose sin pausa, hasta
que la dependencia mutua sea atacada en su fundamento por la conciencia
estoica, donde el sujeto encuentra en la firmeza del pensamiento y la
voluntad un medio para hacerse indiferente a cualquier situación
externa. Pero este hallazgo de lo puramente interno que es la virtud lleva
al escepticismo respecto de la cultura y el valor de lo convencional,
que desemboca en el cínico y su desprecio por las formas sociales,
premiado con las penurias de una vida de perro. Al mismo tiempo, el desprecio
hacia lo convencional no se detiene allí, y se convierte en desprecio
hacia esta vida en general, hacia nuestra condición de mortales,
inaugurando la dialéctica de la fe en un Dios trascendente que
es el movimiento de la «conciencia infeliz». El fiel quiere
librarse de la impura vinculación a este mundo y se mortifica con
penitencias, aunque al mismo tiempo siente pavor o desconfianza ante más
allá, y con ritos mágicos busca tanto seguir viviendo como
comprar la felicidad venidera. La conciencia infeliz constituye así
el extremo de la miseria, pero esa miseria contiene una negación
de su propio principio, que a nivel histórico es el tránsito
del medievo al Renacimiento. La conciencia «descubre el mundo como
su nuevo mundo real, que ahora le interesa en su permanencia, como antes
le interesaba solamente en su desaparición».
III. Razón
Amando ya el mundo, su posición inicial es la ciencia como observación
desapasionada de la Naturaleza, que es también una búsqueda
de leyes donde el acontecer múltiple y disperso se reconduzca a
una simplicidad y regularidad perfectas. Por este camino progresa rápidamente
en el movimiento visible y en lo inorgánico, hasta acabar tomando
como objeto a la propia conciencia de sí, con lo cual se convierte
en psicología. Sin embargo, el intento de hallar leyes psicológicas
tropieza con la «ambigüedad» del individuo real. Para
llegar al alma se toman signos como rayas de la mano, rasgos de la cara,
forma del cráneo, maneras de escribir, reacciones a estímulos,
etc., y hacer transparente al hombre por ese medio significa poder hallar
un rasgo exterior dotado con «la verdadera esencia de lo interno».
Como lo único capaz de expresar esa esencia es el querer y el obrar,
la «razón observante» se convierte en «reino
de la eticidad».
Por su parte, el reino ético es la conducta del individuo tomado
en su ser singular, aislado, que todavía no se adecua a lo general
y recorre sus límites exponiendo distintas figuras: el aprendiz
de mago fáustico (que ilustra la dialéctica del placer y
la necesidad); el forajido humanitario como en Los Bandidos de
Schiller (que se mueve entre «la ley del corazón y el delirio
de la presunción»); el caballero andante quijotesco (que
anima un oscilar entre la farsa y la impotencia) y, por último,
los «animales intelectuales» o especialistas, que ansían
instalarse en el mundo como un animal en su medio haciendo una «obra»
meritoria, pero sin lograr que su objeto sea sino su objeto, en un girar
alrededor de sí mismos que expone la dialéctica de «la
conciencia honrada y el engaño» Desesperada por ese casuismo
estéril, que remite antes o después al aislamiento de un
ser singular, sólo personal, la conciencia pasa de razón
ética a «razón que examina leyes», ingresando
en el campo del derecho y la costumbre que es lo «espiritual».
IV. Espíritu
Como espíritu «ese yo que es un nosotros y ese nosotros
que es un yo», la conciencia capta a la razón en trance
de engendrar y sostener instituciones, donde ella misma se condensa como
verdad de lo real. Liberada de la unilateralidad aparejado a las alternativas
individuales antes expuestas, penetra en el universal efectivo que es
el pueblo. Y al hacerlo atraviesa la experiencia de un conflicto entre
ley divina y ley humana («derecho de las sombras y ley del día»,
litigio entre el deber familiar y el decreto político donde los
paradigmas son la Antígona y el Creón de Sófocles)
que conduce a la oposición más básica entre «substancia»
colectiva e individualidad.
Pero la substancia cae bajo un gobierno imperial (Roma, o cualquier sistema
análogo), en el que «lo público sólo puede
mantenerse reprimiendo el espíritu individual. Una atomización
convierte a cada cual en máscara o mera «persona»,
desencadenando una «decadencia de la substancia ética»,
ahora reducida a formalismo jurídico. La acumulación de
poder y medios materiales en manos del déspota y sus «consejeros»
reabre la dialéctica amo-siervo, ahora conflicto entre la «conciencia
noble» y la «conciencia vil». Una quiere el orden existente
y hasta se sacrifica en su defensa, mientras otra lo acepta con desgana
y en secreto busca destruirlo. Sin embargo el «heroísmo del
servicio» cae en el «lenguaje de la adulación»
y «frente a su hablar de lo universalmente óptimo se reserva
su particular bien», de tal manera que si no lo obtiene «está
siempre a punto de rebelarse». Por contrapartida, la conciencia
vil mantiene materialmente a la cosa pública, al Estado,
y en realidad custodia lo universal de la substancia ética con
su afán de reforma.
Este desgarramiento sostiene el espíritu extrañado de sí
que es la cultura», un afectado gusto por artistas y escritores,
leer diccionarios de citas, inaugurar estatuas a próceres, bautizar
calles con nombres ilustres y otras tantas modalidades de una distinción
banal, que está en las antípodas de cultivar la razón
y constituye «el universal engaño propio y de los otros,
siendo precisamente la desvergüenza de decir semejante mentira la
suprema verdad. La conciencia se procura entonces como antídoto
una Ilustración, que representa el combate del egoísmo razonable
y secularizado contra la fe y sus supersticiones, de lo útil contra
la moral del sacrificio. Pero su aspiración a un disfrute apacible
del mundo lleva más bien a la «libertad absoluta» de
la Revolución, que adentrada en lo concreto es el reino del Terror,
y por eso mismo un «despertar del espíritu libre».
Sobre las ruinas del viejo orden se levanta entonces el rigorismo del
puro deber o «concepción moral del mundo» (velada alusión
a Kant y Fichte), que cae en el absurdo de desconocer lo real, la razón
misma, y desarrolla patéticamente una dialéctica cuyos extremos
son el alma bella y la hipocresía». Ignorado por el
rigor pietista, el mundo efectivo persiste como extrañeza en general,
demandando una armonía de substancia y sujeto que conduce a la
dialéctica del «mal y su perdón».
V. Religión
La religión -el espíritu que «se sabe a sí
mismo»- atraviesa tres momentos básicos: a) La «religión
natural», que diviniza lo viviente, crea ídolos a partir
de la planta y el animal, y acaba llegando a la idea del demiurgo o autor;
b) la «religión del arte» (ejemplificada fundamentalmente
por el mundo griego), donde el demiurgo se concibe como inteligencia y
lo creado como obra de estética racional; c) la «religión
revelada», el cristianismo, cuyos fundamentos son el hombre-Dios
(la encarnación del logos) y la asunción de las imperfecciones
como etapas en la realización de lo espiritual (el perdón
de los pecados).
La deficiencia de la religión en general y de la «revelada»
en particulares permanecer dentro de la «representación»,
dramatizando sus conceptos y tratando de encerrar en una metafísica
analfabeta algo infinito y activo en sí. Lo divino del hombre y
lo humano del dios, verdadero contenido de la «religión absoluta»,
recae en liturgias y burdas supersticiones, reponiendo el dogma de la
trascendencia divina y todas las miserias de la «conciencia infeliz».
Lo mismo le acontece a la hora de asumir el trabajo o paciencia
de lo negativo, que es la necesidad de cumplir el espíritu
gradualmente, un proceso sembrado de retrocesos y desvíos que en
el cristianismo como religión positiva sólo aparece bajo
la forma de un apocalíptico Juicio, continuamente anunciado y aplazado.
VI. Saber
Cuando estas representaciones se elevan a conceptos, liberando en ellas
lo «positivamente racional» (o negación de su negación),
aparece el saber especulativo o absoluto. Aquí el espíritu
se sabe como espíritu, siendo aquella actividad que reconcilia
interior y exterior, más acá y más allá, inmediatez
y mediación. Desde este resultado se comprende la tesis hegeliana
de que «lo verdadero es el todo». El todo lo compendia esta
biografía de la conciencia, que colma de riqueza formal -y de historicidad
concreta- la definición esquemática de lo absoluto como
unidad de ser y pensamiento, existencia e inteligencia. El Geist
o espíritu es individuo y género, uno y todos, lo más
definido y la máxima abstracción, un sujeto esencialmente
objetivo y un objeto esencialmente subjetivo. Puede decirse que el Nous
aristotélico se ha actualizado, y que el eidos platónico
ha dejado de ser suprasensible.
Suspiramos de alivio, y asombro, al pasar la última página
de este desmesurado libro. No se había escrito nada tan denso y
extenso en términos analíticos, ni se habían entretejido
los hilos de lo contingente o histórico con una trama conceptual
de proporciones parejas. Hegel ha cumplido su exigencia metodológica,
que era sustituir las tradicionales proposiciones por exposiciones
dialécticas, mostrando una y otra vez cómo la reflexión
puede no montarse sobre aseveraciones contrapuestas, sino
dejar que cada cosa hable de alguna manera por sí misma.
Otra cosa es que la Fenomenología no reclame mucho entusiasmo para
ser leída hasta el final. Desde Schopenhauer, esa manera de filosofar
produce epítetos como charlatanería. Su estilo,
un híbrido de áspera técnica académica y fulguraciones
poéticas, invita a imaginar incluso a cierto druida ebrio de pócimas
visionarias. Sin embargo, bebiese o no de un caldero primigenio, la recurrente
magia de Hegel es formular pensamientos sensatos, muchas veces asombrosos,
rodeados por una sintaxis en ocasiones execrable.
Hay algunas traducciones de Fichte y Schelling en castellano. Buena
parte de Hegel no sólo está traducida, sino disponible en
más de una edición.
CASSIRER, E., El problema del conocimiento, FCE, México,
1976.
ABBAGNANO, N. Historia de la filosofía, Sudamericana, Buenos
Aires, 1974.
BREHIER, E., Historia de la filosofía, Montaner y Simón,
Barcelona, 1972.