PREFACIO - TEMA XVIII - TEMA XIX - TEMA XX

 

TEMA XIX. EL IDEALISMO POSTKANTIANO.

ESQUEMA-RESUMEN

1.ALEMANIA Y LA FILOSOFIA
1.1 El sistema de Fichte
1.1.2. Un sujeto “absoluto”.
1.2 El sistema de Schelling
1.3. La maduración del idealismo

3. EL SISTEMA HEGELIANO
3.1. Dialéctica y saber especulativo.
3.2. La Ciencia de la lógica.
3.3. La Fenomenología del espíritu.
3.3.1. Conciencia.
3.3.2. Autoconciencia.
3.3.3. Razón.
3.3.4. Espíritu.
3.3.5. Religión.
3.3.6. Saber.

 

Kant desata en Alemania una pasión filosófica extraordinaria, que apoyada en su rico aparato de conceptos produce sistemas cada vez más técnicos e inasequibles para el lector no especializado, a pesar de lo cual son fervorosamente leídos y discutidos. Alrededor, el hecho que penetra e informa todo es la viabilidad de la revolución, que muestra al hombre capaz de construir un orden basado de arriba abajo en la razón.
Se promueve así un replanteamiento de lo que puede entenderse por realidad en última instancia, y el denominador común de los kantianos es el inverso del que caracterizaba a los philosophes ilustrados. Si estos sobresalían en pragmatismo, ajenos al significado de idea y concepto, puede decirse que ahora —hasta bien avanzado el siglo XIX— lo único relevante son ideas y conceptos. Por otra parte, no se acepta confinar la filosofía a teoría del conocimiento, lo cual produce una reafirmación de la filosofía como ciencia, no menos que la renovación de su conflicto con las demás ciencias. En efecto, otra vez un discurso pretende versar sobre la totalidad de lo real, sin más restricción que las oscuridades del asunto y el compromiso de explicarse. Esto es precisamente lo que parecía fuera de lugar, desterrado, desde la primera Crítica.
Mientras tanto, a finales del XVIII en Alemania el primer problema es un territorio compuesto por infinidad de reinos, principados, grandes ducados y señoríos, en gran medida feudales aún desde el punto de vista político y económico. El imperio napoleónico, que irónicamente sucede al triunfo del pueblo francés sobre la nobleza y el clero, pone a prueba duramente esos Estados dispersos, que desde Lutero son un solo pueblo pero no pueden obrar como tal sin previa unificación. De ahí que perfilar un espíritu alemán (fundado en cierta comprensión de lo absoluto) y unificar el país se fundan entonces como una sola necesidad política. Los germanos tienen como objeto de contemplación el sistema inglés, la democracia americana y la revolución francesa. Todos parecen ejemplos de espontaneidad popular y espíritu racional perfectamente fundidos, aunque Alemania necesita encontrar una Constitución específicamente suya. Estimulada por los grandes logros de Kant, llega el momento de que su genio diserte sobre el sentido del mundo y la naturaleza del pensamiento.


1.1. Hombre de orígenes bastante más humilde todavía que Kant, formado gracias a una beca, Juan Teófilo Fichte (1762-1814) fue una mezcla de pura vehemencia y conceptos vertiginosos. Influido por el rigorismo de su maestro Kant, y muy sensible a acentos nacionalistas y místicos, se alistó voluntario para combatir al invasor francés. Fue más tarde destituido de su puesto docente en Jena por una acusación de ateísmo (tan infundada como la que se dirigió contra Spinoza). Jena era por aquellos días una ciudad donde iban y venían Goethe, Schiller, Beethoven, Schlegel, Novalis, Hölderlin, Hegel y —por breve tiempo— Napoleón mismo, tras ganar la batalla de su nombre. Fichte fue más tarde nombrado profesor en Berlín y tuvo un gran éxito arengando a la nación alemana. Era un radical en términos políticos, que predicaba un socialismo nacionalista. El Estado comercial cerrado (1804), título de uno de sus libros, dice ya bastante de su perspectiva, que es poco o nada individualista si se compara con la inglesa y francesa. La legitimidad política descansa en cada sociedad civil que se autogobierna corporativamente o por estamentos.


1.1.2. Fichte arranca de lo que viene gestándose desde Descartes como filosofía moderna,. Pero al no expresarlo como resultado histórico -sino como sistema de la verdad pura- adopta perfiles algo extraños y muy oscuros. Según él, Kant ha sentado las bases para una comprensión efectiva de la realidad, pero no ha dado el paso capaz de convertir la filosofía «trascendental» en un saber deductivo estricto. Concretamente, no supo comprender el alcance de la «unidad sintética de la apercepción» que él mismo enuncia en la Crítica de la razón pura. Para ello debía haber intuido que la razón práctica es la razón “misma”, otorgándole la correspondiente dimensión cósmica. Cuando dicha limitación se supera surge lo que Fichte llama «teoría de la ciencia», un “saber del saber” cuyo objeto es la acción, y donde nada se presenta como un hecho. Esta diferencia entre lo activo (Tathandlung) y la facticidad (Tatsache) es un concepto ciertamente notable, ya que propone tomar todo en el proceso de constituirse o disgregarse, nunca fijo o fosilizado, y fomentará una enérgica renovación del discurso filosófico, que se hace plenamente dialéctico. Veámoslo aplicado en su primera Doctrina de la ciencia (1794):
La acción es identidad activa, acto de hacerse a sí mismo, y A = A «sólo tiene validez originaria respecto del yo». Para que A sea igual a A es preciso que A esté puesta, simplemente dada como un hecho. Pero el yo o conciencia de sí se pone, “yo me pongo”. Esta evidencia aparece velada —según Fichte— porque un pasivo «yo teórico» (el entendimiento kantiano) va continuamente ampliando el campo del no-yo u objetividad, de modo exactamente inverso a como el «yo práctico», (la razón) va reconquistando para sí, a título de conceptos suyos, nuevos trozos de supuesta objetividad independiente, poniendo el yo —forma de la identidad— en el no-yo.
Cuando el sujeto trascendental se concibe como sujeto absoluto descubre el proceso de una pura acción infinita, que hace nacer en su seno también la “ilusión de algo otro”. Esa ilusión es su enajenación o extrañamiento (Entfremdung, Entäusserung), del cual sólo se recobra con un retorno a sí..Fichte se permite ser insólotamente denso e intrincado en esta primera exposición de su filosofía, aunque inventa allí una nueva dinámica metafísica, que como tendencia del ser enajenado o extrañado a “recobrarse” (o extrañarse más aún) articula luego la filosofía de Schelling, Hegel, Marx y sus herederos hasta hoy mismo. El Yo o acción absoluta —que en su obra madura identifica con «la substancia de Spinoza»— compensa su infinito ir fluyendo sin regreso con aquella identidad que va produciendo como sí mismos concretos. Es en realidad Dios mismo, que “se hace autoconsciente como voluntad moral (activa) del universo en los individuos”, y que en el fluir ilimitado reconquista su propia dispensación irreflexiva anterior. Lógicamente, la llamada objetividad —en definitiva, la Naturaleza sensible— no es sino pensamiento enajenado, olvidado de sí. Su extrañamiento le impide comprender que la substancia última consiste en subjetividad.
Vibrantemente especulativo, y capaz de prestar una vitalidad desconocida a los conceptos ontológicos clásicos, el discurso de Fichte es una combinación a veces desconcertante de lógica metafísica, teología y nacionalismo. Se diría un ánimo inspirado por las triunfantes revoluciones de la época, que generalizando el idealismo kantiano destapa el alma romántica, una criatura postrevolucionaria con ciertas nostalgias del medioevo. Dado que lo absoluto es acción, la libertad constituye el último poder y sentido del mundo, cuya patria reside en la eticidad. Todo esto nos conmueve y desorienta a la vez, dado lo impetuoso y audaz de las exposiciones fichteanas, que al final de su vida no vacilan en hacer remisiones a los “seres intermedios” del neoplatonismo, y acaban fundiéndose con doctrinas cristianas primitivas (fundamentalmente el Cuarto evangelio, atribuido al apóstol Juan). Su socialismo, en efecto, arranca directamente de la justicia “social” neotestamentaria.
Pero lo más original de Fichte —y desde luego lo más influyente— es una comprensión de la identidad y la diferencia como procesos o, por ser más exactos, como «conflicto» y «lucha», en términos dialécticos. Como la infinitud del yo o “substancia subjetiva” es verdaderamente infinita, se cumple en un perpetuo movimiento de lo finito. El “extrañamiento” constituye así un momento necesario en el desarrollo de su propia superación (Aufhebung). El alma romántica encuentra en él su manifestación conceptual más vigorosa, porque concebir lo infinito en el constante ir fluyendo de lo finito –traer el más allá al más acá inmediato- es lo que ella percibe como “verdad sublime”, y Fichte es quien perfila y ahonda toda esta perspectiva.


2. Los elementos románticos de Fichte reaparecen con perfiles propios en F. W. J. Schelling (1175-1854), un caso de precocidad inigualado en la historia de la filosofía. A los veintidós años publicó sus Ideas sobre una filosofía de la naturaleza, y al año siguiente era profesor en la Universidad de Jena. De su filosofía de la identidad dijo Hegel que era «la noche donde todas las vacas son pardas», y en efecto su obra constituye un ejemplo algo empalagoso de las divagaciones que engendra el afán sistemático, cuando no va acompañado por la seriedad del análisis constante. Los varios sistemas elaborados por Schelling durante su dilatada vida no tendrán sino un barniz de método científico. Por debajo no hay tanto filosofía como teosofía y espiritismo. Por lo demás, se trata de un pensador luminoso muchas veces, que domina magistralmente la analogía y del que provienen conceptos tan destacables como el de inconsciente.
El denominador común de su filosofía es que lo absoluto, el principio que sirve para deducir todo, no es tanto sujeto como unidad de sujeto y objeto, identidad de contrarios. El sistema de Fichte es un idealismo subjetivo (en realidad ético), que toma todo lo natural como materia pasiva para la obra de la libertad. El joven Schelling propone un idealismo objetivo, que sustituya el «yo» por una «Naturaleza» dotada de fuerzas espirituales, para ser actividad libre en sí. La naturaleza es el espíritu visible, el espíritu es la naturaleza invisible. Sin embargo, el fondo del sistema de Fichte (e, indirectamente, de Kant) no cambia, porque ese sujeto-objeto sigue siendo subjetivo y lo que hace es descubrirse en la base de su aparente otro. Para Schelling

«Lo que llamamos Naturaleza es un poema cuya prodigiosa y secreta escritura permanece indescifrable para nosotros. Pero si pudiésemos resolver el enigma descubriríamos allí la odisea del espíritu que, buscándose, huye de sí mismo, pues no aparece a través del mundo sino como aparece el sentido a través de las palabras».


2.1. Kant, Fichte y Schelling coincidían en plantear el problema de las relaciones entre ser y pensamiento en términos de objeto y sujeto. Coincidían también en prestar un papel decisivo al tiempo, por una parte como forma fundamental de la intuición a nivel teórico, y por otra, como dimensión de lucha y cumplimiento. Nada llega a ser sino tras una mediación, que es pugna y victoria sobre su opuesto. La odisea del espíritu, que para Schelling se descubre inmerso en una existencia sólo natural, tiene su paralelo en la odisea del yo práctico fichteano superando su extrañamiento en un mundo de conclusos hechos. Es la filosofía de la libertad (y del conflicto) adecuada al momento histórico preciso donde el hombre se sacude el yugo de monarcas y pontífices, aunque en Alemania esto sea todavía sólo un sentir popular cuidadosamente reprimido por la autoridad tradicional. Se diría que Kant y Fichte están intentando pensar la responsabilidad inherente al logro de la libertad real —más que organizar la sociedad en un sentido u otro—, y junto al elemento crítico se detecta en ellos una corriente más profunda, vinculada a la asimilación filosófica del cristianismo reformado. Tras la superación del extrañamiento en lo empírico subyace el combate de la luz contra las tinieblas, el núcleo de la idea del Verbo (logos) haciéndose carne y redimiendo a los hombres. Pero se trata de un cristianismo purificado de sectarismo y superstición, eminentemente racional.
En segundo lugar, el principio subjetivo que asume la construcción de la realidad está en el individuo concreto pero no es el individuo concreto, y el hecho de llamarlo yo (trascendental o absoluto) no debe inducir a confusión. Constituye más bien un individuo general como la vida ética de un pueblo, esto es, un principio histórico de actividad que gobierna el mundo sin acabar todavía de saberlo. Hegel lo llamará Geist («espíritu»), remitiendo a la teología cristiana del spiritus sanctus, algo inmaterial que queda en lo material tras la Redención para tender un puente entre lo divino y lo terreno, instando a la unidad de todos los hombres. Del grado de pietismo vigente en cada pensador depende que dicho Geist se agote más o menos en la especie humana. Sin embargo, la idea de tener la libertad como esencia acerca al hombre al estatuto del verdadero creador, y en pocas décadas aparecerán pensadores como Feuerbach y Strauss, que ven en lo divino un invento del hombre.
Pero antes de que esto acontezca hay un momento análogo al ocurrido en tiempos de Newton, cuando gracias a los progresos en diferentes campos un hombre de gran energía intelectual pudo conectar los hallazgos y hechos dispersos de una construcción armoniosa, siendo capaz de abordar todos los problemas y resolverlos unitariamente. En el caso de Newton se trataba de sintetizar la física terrestre y la celeste. En el de Hegel los elementos en juego son toda la filosofía antigua y la moderna, el espíritu cristiano y el helénico, el concepto puro y la historia universal, la atención al detalle y la máxima abstracción. Puede decirse que Europa produce a Hegel como el mundo griego produjo a Aristóteles, cuando el conjunto de una cultura cristaliza en una conciencia singular y puede exponer la trabazón interna (el sistema) de todos sus juicios particulares sobre lo que hay. A principios del siglo XIX han madurado fundamentalmente tres certezas que serán el punto de partida de la filosofía hegeliana: 1) Todo lo real es racional; 2) Substancia significa esencialmente sujeto; 3) Historia universal y progreso en la conciencia de la libertad son una misma cosa.


3. Hijo de un funcionario de correos, compañero de Hölderlin y Schelling en el seminario teológico de Tübingen, Jorge Guillermo Federico Hegel (1770-1830) corrió a plantar con sus colegas un árbol a la libertad al enterarse de la toma de la Bastilla (1789). Su entusiasmo ante la revolución francesa sólo era comparable a su entusiasmo ante el mundo griego. De carácter jovial en su juventud, nada precoz, pasmosamente erudito en todas las ramas del conocimiento, dejó una ingente producción escrita que se completa —caso análogo otra vez al de Aristóteles— con notas propias y de los alumnos a sus cursos. Sólo al obtener la cátedra de Fichte en Berlín, tras el fallecimiento de éste, pudo dedicarse cómodamente al estudio y la reflexión, pues hasta entonces su modesta posición económica le había obligado a aceptar otras responsabilidades. Sin embargo, para cuando llegó a Berlín tenía publicadas ya sus dos obras principales, y la original riqueza de su pensamiento le granjeó un éxito extraordinario como docente. En su entierro, el teólogo Marheineke Forster dijo que acababa de morir «el Cristo de la filosofía» y «el Aristóteles de los tiempos modernos». En efecto, nadie emprendió y consumó en medida comparable una síntesis de todo el saber como unidad orgánica, y nadie —desde el Estagirita— parece haber poseído en grado parejo la capacidad de moverse fluidamente en conceptos.
En los demás pensadores se observa un intento de definir los objetos del conocimiento como algo fijo, que la reflexión toma en un sentido u otro. Hegel posee la facultad de dejar ser a la cosa considerada, de hacer que ella misma despliegue sus determinaciones, con lo cual no se trata de hacer razonamientos sobre lo que es, sino de estar atento a observar los razonamientos que ya están allí, determinando la dinámica espontánea de cualquier objeto. Esto proporciona una viveza tan peculiar como extraordinaria a su discurso, pues si bien la intención sistemática propende al dogmatismo, la capacidad de entregarse al movimiento de la cosa hace de cada análisis concreto lo más opuesto a una dogmatización. El conocimiento filosófico no se construye acumulando ocurrencias sobre algo, sino dejando que se manifieste el proceso específico descrito por cada objeto o concepto. A esto lo llama Hegel «exposición», en contraste con cualquier tratamiento «axiomático» (cuyo modelo perfecto son los Elementos de Euclides), donde sólo se ofrecen los puros resultados o los principios abstraídos de su devenir. En el Prólogo a la Fenomenología del espíritu dice que el axiomatismo.

«...representa una tarea más fácil de lo que podría tal vez parecer. En vez de ocuparse de la cosa misma, estas operaciones van siempre más allá; en vez de permanecer en ella y olvidarse en ella, este tipo de saber pasa siempre a otra cosa y permanece en sí mismo. Lo más fácil es enjuiciar aquello que tiene contenido y consistencia; es más difícil captarlo conceptualmente, y lo más difícil de todo la combinación de lo uno y lo otro: el lograr su exposición».

Trataremos de describir qué son para Hegel la dialéctica y el saber especulativo, continuando con una descripción de su metafísica (la Ciencia de la lógica) y su obra más inclasificable y celebrada, la Fenomenología del espíritu. Sin embargo, su pensamiento se parece al de Fichte y al de Kant por ser asombrosamente denso, manejando como un guante el aparato crítico de la filosofía tradicional y entrando en grandes profundidades a la menor ocasión. Para no desanimarse o rendirse antes de tiempo, puede ser recomendable que el alumno salte de este epígrafe al tema siguiente, que se dedica al Hegel maduro. Allí encontrará su pensamiento aplicado a la historia universal, al derecho y a la sociedad civil, de manera bastante menos abrupta y desnuda que en el Hegel joven, inmerso en fundar su propio sistema. Después de haber saltado a lo cronológicamente posterior quizá le resulte más sencillo volver a este punto y asimilar lo que sigue.


3.1. Como en los pensadores que inmediatamente le preceden, lo absoluto es proceso, actividad, no algo hecho o dado que se pueda describir estéticamente. El movimiento constituye la vida de lo que hay, su condición esencial, y por eso mismo cualquier definición esquemática de lo absoluto pecará de unilateralidad y pobreza. No se trata de algún movimiento local y meramente cuantitativo, sino de movimiento total o esencial, que describe las transformaciones ocurridas en lo movido. A dicho dinamismo lo llama Hegel preferentemente idea y espíritu. Por idea entiende «la unidad del concepto y lo real». Por Geist (“espíritu”) entiende «la razón que es en y para sí», el Nous griego, advirtiendo siempre que uno o varios juicios sobre ello serán siempre vaciedades e implicitud.

«Lo verdadero es el todo. Pero el todo es solamente la esencia que se completa mediante su desarrollo. De lo absoluto hay que decir que es esencialmente resultado, que sólo al final es lo que es en verdad, y en ello estriba precisamente su naturaleza, que es la de ser real, sujeto y devenir al mismo tiempo».

De aquí arranca la necesidad de concebir lo real «dialécticamente», en el tránsito y la relatividad que llevan consigo los momentos de un devenir y los elementos de un todo. Mirando a vista de pájaro, Hegel discierne tres aspectos o fases en toda «realidad lógica»:
1. El momento positivo del entendimiento («metafísica intelectiva»), que aplica a rajatabla el principio de contradicción y trata de obtener representaciones basadas en límites quietos, logrados por abstracción de lo concreto, como sucede por ejemplo con el concepto de res extensa en Descartes.
2. Lo negativo o el momento dialéctico, donde las categorías finitas del entendimiento desembocan en contradicción y se ven sobrepasadas a partir de ellas mismas, como le acontece objetivamente a la res extensa con el cuerpo orgánico. La dialéctica no es aquí un arte retórico subjetivo, sino dinamismo que «supera la determinación concreta aislada, alma motriz del progreso científico». Es incapaz de conformarse con representaciones impropias (normalmente por abstractas) de lo representado.
3. «El momento especulativo o positivamente racional, que capta la unidad de las determinaciones en su oposición, y es la afirmación contenida en su superación y su tránsito». Como en Heráclito, la negación es negación de la negación también. El siervo, por ejemplo, carga con lo negativo que es el trabajo transformador de lo inmediato, mientras el amo recibe los productos ya transformados; pero ese recibir sin lucha le sume en la molicie y fortalece al siervo con conocimiento y vigor, preparando la inevitable sustitución del uno por el otro. La posibilidad de lo especulativo deriva de que la negación está tan determinada como la afirmación: esa negación determinada es el resultado real, que supera los límites de cada aspecto en su aislamiento y se pone como nuevo objeto del saber.


3.2. Ningún modelo hay tan conciso de este proceso como las primeras líneas de la Lógica hegeliana:

«Ser, puro ser, sin ninguna otra determinación [...] es igual sólo a sí mismo, y tampoco es desigual frente a otro; no tiene ninguna diferencia ni en su interior ni hacia lo exterior [...] El ser, lo inmediato indeterminado, es en realidad la nada, ni más ni menos que la nada.
Nada, la pura nada, es la simple igualdad consigo misma, el vacío perfecto, la ausencia de determinación y contenido [...] y el mismo vacío intuir o pensar que es el puro ser. La nada es, por tanto, la misma determinación o más bien la misma cosa que el puro ser.
El puro ser y la pura nada son por lo tanto la misma cosa. Lo que constituye la verdad no es ni el ser ni la nada, sino [...] este movimiento de inmediato desvanecerse lo uno en lo otro: devenir, un movimiento donde ambos se distinguen pero mediante una diferencia que se ha resuelto de modo igualmente inmediato».

La Ciencia de la lógica tiene por objeto mostrar –con gran detalle- que partiendo del puro ser se llega fluida y necesariamente a la idea absoluta. La tarea implica una larga exposición, donde van apareciendo una a una las categorías, alzándose sucesivamente como expresión de lo real para ir siendo suprimidas por sus iguales. Al término, tras un análisis que combina la atención a cada concepto con el férreo hilo de su despliegue dialéctico, se llega a las antípodas del puro ser inicial, apareciendo la idea absoluta como pensamiento del pensamiento (el Nous de la metafísica aristotélica) «que se engendra eternamente a sí mismo y goza de sí eternamente».
Este esfuerzo conjuga todas las filosofías en una sola, que conserva la unidad y la diferencia, lo ilimitado y los límites. El ser se hace «esencia» o reflexión, y la reflexión se hace «idea», unidad de lo real y lo intelectual. La razón se hace naturaleza, y la naturaleza espíritu. La diferencia persiste —ella es «la riqueza del contenido»— pero ya no como corte sino como desdoblamiento de una actividad fundamental, que permite hablar de pensamiento objetivo, inmanente en las cosas y contrapuesto al enjuiciar psicológico del entendimiento. De ahí que al final del tratado el opaco ser inicial se comprenda como «la simple relación consigo mismo». Tras consumar esa síntesis de lo positivo y lo negativo, Hegel considera superada la escisión entre fenómenos y noúmenos, y el consiguiente solipsismo de la filosofía kantiana.
Podemos preguntarnos nosotros si el conjunto de la Lógica y su final descubrimiento de la idea absoluta no tiene algo, o bastante, de profecía autocumplida. Si encuentra lo subjetivo en lo objetivo (decantándolo así de «mala» subjetividad o psicologismo) es porque convierte la «entidad» en pura relación. Pero la obra brilla en las exposiciones de aspectos particulares, y lo que tiene de apriorismo coexiste con una vivacidad intelectual nada dogmática, que en vez de encerrar los conceptos en cierto molde molde genérico les presta pormenor y movimiento, matiz, concisión y sentido de conjunto.


3.3. Cinco años anterior a los dos volúmenes de la Ciencia de la lógica (1812-1816), la Fenomenología del espíritu (1807) es la obra más original y celebrada de Hegel, donde se encuentran quizá las más brillantes páginas surgidas de su pluma. El tratado tiene en último análisis un propósito análogo al de la Lógica —la mutua pertenencia de ser y pensamiento—, pero en vez de ceñirse a conceptos lógicos y ontológicos es una «ciencia de la experiencia de la conciencia». Para ello combina dos líneas: a) una descripción genética del conocimiento, que arranca de la certeza sensible inmediata y va progresando hasta el «saber absoluto»; b) una descripción paralela —no siempre cronológica— donde distintas figuras o manifestaciones históricas del espíritu progresan en “certeza de sí”. Esto parece imposible por toda suerte de motivos, pero Hegel lo acomete impertérrito, y desde el Prólogo cualquier lector educado percibe que está ante una “conciencia” de claridad descomunal, que le mete en descomunales saltos y oscuridades también. Repasemos el hilo narrativo del libro, siguiendo las seis secciones básicas en que se articula, para hacernos una idea de su proyecto. Preparémonos para que los grandes conceptos pasen a ser simples momentos en la estructura de un concepto mucho más ambicioso.


I. Conciencia
Lo primero es el reino de los sentidos, la certeza sensible, que se presenta «como un conocimiento de infinita riqueza». Aquí y ahora hay cosas singulares (este color, aquella mano, esa ventana), que se presentan como objetos autónomos. Sin embargo, el aquí y el ahora cambian sin cesar, y sólo expresan realmente la posición de un observador, que puesto en un «aquí» ve un árbol y puesto en otro ve una casa; para el cual un «ahora» es mediodía y otro medianoche. Más aún, acontece que esto y aquello singular son indicados gracias al lenguaje, pero que este tipo de singularidad supuestamente inmediata «es inasequible al lenguaje». En efecto, si pedimos a quien nos menciona aquel lápiz que lo defina, que nos diga lo que tiene de único, le meteremos en un insalvable atolladero, porque la palabra nombra siempre lo universal (el lápiz, cierta clase de lápices), y lo que hace del lápiz un «aquél» o un «éste» es sólo la indicación de algún observador. La riqueza infinita de la pura sensación se convierte así en pobreza infinita.
Con ello desembocamos en la percepción, que es el «esto» de la sensación convertido en cosa o verdadero objeto. Como conjunto de cualidades simultáneas y exclusivas, la cosa es un «universal» que se conserva a lo largo de muchos «aquí» y «ahora». Sin embargo, es el yo perceptor quien «carga» con la igualdad consigo mismo del objeto, que sólo resulta rojo para la vista y dulce para el paladar. Esa igualdad es fruto de una diferencia externa, de una comparación, que al servirse de la multiplicidad y la unidad ya no está percibiendo simplemente, sino que piensa, y esta constatación (en términos generales expresada por la filosofía kantiana) hace surgir como nueva “figura” de la conciencia el entendimiento.
El entendimiento se expone en una dinámica más compleja, que distingue en el objeto el fenómeno (lo que «aparece») y el principio interno o dinámico (la «fuerza»), donde Hegel repasa -sin hacer menciones personales- la polémica entre racionalistas y empiristas. Por su parte, esa relación de lo interior y lo exterior desemboca en un juego de fuerzas, donde el objeto existente pasa a ser el resultado de tendencias físicas opuestas (electricidad positiva y negativa, atracción y repulsión) y, en consecuencia, un ser «sintético», que encuentra su identidad en la diferencia. Ahora bien, esto significa que el objeto se ha hecho concepto, algo que se concibe por composición, y en ese mismo instante deja de distinguirse de la conciencia, que es también la síntesis de un yo y de un no-yo. El entendimiento hace la experiencia de que en el fundamento del fenómeno sólo se experimenta a sí mismo. «Detrás del telón que debe cubrir lo interior no hay nada que ver, a menos que penetremos nosotros mismos tras él, tanto para ver como para que haya detrás algo visible».

II. Autoconciencia
Primero está la realidad exterior de un mundo hostil o indiferente y la realidad interna del deseo, que suscita la necesidad de transformar lo externo y hacerlo acorde con el goce. Esto inaugura la dialéctica del amo y el siervo, divergencia entre la rabia destructora del guerrero y la sumisión del que prefiere no luchar a muerte. Lo que subyace a esta dialéctica es otra anterior y absolutamente básica para cualquier vida social, que concierne al reconocimiento. La conciencia puede existir sin un reflejo externo expreso, mientras la conciencia de sí lo necesita como a la vida misma, pues “la autoconciencia sólo es tal para otra autoconciencia”. Pero esa disyunción lleva a que amo y siervo vayan sustituyéndose sin pausa, hasta que la dependencia mutua sea atacada en su fundamento por la conciencia estoica, donde el sujeto encuentra en la firmeza del pensamiento y la voluntad un medio para hacerse indiferente a cualquier situación externa. Pero este hallazgo de lo puramente interno que es la virtud lleva al escepticismo respecto de la cultura y el valor de lo convencional, que desemboca en el cínico y su desprecio por las formas sociales, premiado con las penurias de una vida de perro. Al mismo tiempo, el desprecio hacia lo convencional no se detiene allí, y se convierte en desprecio hacia esta vida en general, hacia nuestra condición de mortales, inaugurando la dialéctica de la fe en un Dios trascendente que es el movimiento de la «conciencia infeliz». El fiel quiere librarse de la impura vinculación a este mundo y se mortifica con penitencias, aunque al mismo tiempo siente pavor o desconfianza ante más allá, y con ritos mágicos busca tanto seguir viviendo como comprar la felicidad venidera. La conciencia infeliz constituye así el extremo de la miseria, pero esa miseria contiene una negación de su propio principio, que a nivel histórico es el tránsito del medievo al Renacimiento. La conciencia «descubre el mundo como su nuevo mundo real, que ahora le interesa en su permanencia, como antes le interesaba solamente en su desaparición».

III. Razón
Amando ya el mundo, su posición inicial es la ciencia como observación desapasionada de la Naturaleza, que es también una búsqueda de leyes donde el acontecer múltiple y disperso se reconduzca a una simplicidad y regularidad perfectas. Por este camino progresa rápidamente en el movimiento visible y en lo inorgánico, hasta acabar tomando como objeto a la propia conciencia de sí, con lo cual se convierte en psicología. Sin embargo, el intento de hallar leyes psicológicas tropieza con la «ambigüedad» del individuo real. Para llegar al alma se toman signos como rayas de la mano, rasgos de la cara, forma del cráneo, maneras de escribir, reacciones a estímulos, etc., y hacer transparente al hombre por ese medio significa poder hallar un rasgo exterior dotado con «la verdadera esencia de lo interno». Como lo único capaz de expresar esa esencia es el querer y el obrar, la «razón observante» se convierte en «reino de la eticidad».
Por su parte, el reino ético es la conducta del individuo tomado en su ser singular, aislado, que todavía no se adecua a lo general y recorre sus límites exponiendo distintas figuras: el aprendiz de mago fáustico (que ilustra la dialéctica del placer y la necesidad); el forajido humanitario como en Los Bandidos de Schiller (que se mueve entre «la ley del corazón y el delirio de la presunción»); el caballero andante quijotesco (que anima un oscilar entre “la farsa y la impotencia”) y, por último, los «animales intelectuales» o especialistas, que ansían instalarse en el mundo como un animal en su medio haciendo una «obra» meritoria, pero sin lograr que su objeto sea sino su objeto, en un girar alrededor de sí mismos que expone la dialéctica de «la conciencia honrada y el engaño» Desesperada por ese casuismo estéril, que remite antes o después al aislamiento de un ser singular, sólo personal, la conciencia pasa de razón ética a «razón que examina leyes», ingresando en el campo del derecho y la costumbre que es lo «espiritual».

IV. Espíritu
Como espíritu —«ese yo que es un nosotros y ese nosotros que es un yo»—, la conciencia capta a la razón en trance de engendrar y sostener instituciones, donde ella misma se condensa como verdad de lo real. Liberada de la unilateralidad aparejado a las alternativas individuales antes expuestas, penetra en el universal efectivo que es el pueblo. Y al hacerlo atraviesa la experiencia de un conflicto entre ley divina y ley humana («derecho de las sombras y ley del día», litigio entre el deber familiar y el decreto político donde los paradigmas son la Antígona y el Creón de Sófocles) que conduce a la oposición más básica entre «substancia» colectiva e individualidad.
Pero la substancia cae bajo un gobierno imperial (Roma, o cualquier sistema análogo), en el que «lo público sólo puede mantenerse reprimiendo el espíritu individual. Una atomización convierte a cada cual en máscara o mera «persona», desencadenando una «decadencia de la substancia ética», ahora reducida a formalismo jurídico. La acumulación de poder y medios materiales en manos del déspota y sus «consejeros» reabre la dialéctica amo-siervo, ahora conflicto entre la «conciencia noble» y la «conciencia vil». Una quiere el orden existente y hasta se sacrifica en su defensa, mientras otra lo acepta con desgana y en secreto busca destruirlo. Sin embargo el «heroísmo del servicio» cae en el «lenguaje de la adulación» y «frente a su hablar de lo universalmente óptimo se reserva su particular bien», de tal manera que si no lo obtiene «está siempre a punto de rebelarse». Por contrapartida, la conciencia vil mantiene materialmente a la “cosa pública”, al Estado, y en realidad custodia lo universal de la substancia ética con su afán de reforma.
Este desgarramiento sostiene el espíritu extrañado de sí que es “la cultura», un afectado gusto por artistas y escritores, leer diccionarios de citas, inaugurar estatuas a próceres, bautizar calles con nombres ilustres y otras tantas modalidades de una distinción banal, que está en las antípodas de cultivar la razón y constituye «el universal engaño propio y de los otros, siendo precisamente la desvergüenza de decir semejante mentira la suprema verdad”. La conciencia se procura entonces como antídoto una Ilustración, que representa el combate del egoísmo razonable y secularizado contra la fe y sus supersticiones, de lo útil contra la moral del sacrificio. Pero su aspiración a un disfrute apacible del mundo lleva más bien a la «libertad absoluta» de la Revolución, que adentrada en lo concreto es el reino del Terror, y por eso mismo un «despertar del espíritu libre». Sobre las ruinas del viejo orden se levanta entonces el rigorismo del puro deber o «concepción moral del mundo» (velada alusión a Kant y Fichte), que cae en el absurdo de desconocer lo real, la razón misma, y desarrolla patéticamente una dialéctica cuyos extremos son “el alma bella y la hipocresía». Ignorado por el rigor pietista, el mundo efectivo persiste como extrañeza en general, demandando una armonía de substancia y sujeto que conduce a la dialéctica del «mal y su perdón».

V. Religión
La religión -el espíritu que «se sabe a sí mismo»- atraviesa tres momentos básicos: a) La «religión natural», que diviniza lo viviente, crea ídolos a partir de la planta y el animal, y acaba llegando a la idea del demiurgo o autor; b) la «religión del arte» (ejemplificada fundamentalmente por el mundo griego), donde el demiurgo se concibe como inteligencia y lo creado como obra de estética racional; c) la «religión revelada», el cristianismo, cuyos fundamentos son el hombre-Dios (la encarnación del logos) y la asunción de las imperfecciones como etapas en la realización de lo espiritual (el perdón de los pecados).
La deficiencia de la religión en general —y de la «revelada» en particular—es permanecer dentro de la «representación», dramatizando sus conceptos y tratando de encerrar en una metafísica analfabeta algo infinito y activo en sí. Lo divino del hombre y lo humano del dios, verdadero contenido de la «religión absoluta», recae en liturgias y burdas supersticiones, reponiendo el dogma de la trascendencia divina y todas las miserias de la «conciencia infeliz». Lo mismo le acontece a la hora de asumir el trabajo o “paciencia de lo negativo”, que es la necesidad de cumplir el espíritu gradualmente, un proceso sembrado de retrocesos y desvíos que en el cristianismo como religión positiva sólo aparece bajo la forma de un apocalíptico Juicio, continuamente anunciado y aplazado.

VI. Saber
Cuando estas representaciones se elevan a conceptos, liberando en ellas lo «positivamente racional» (o negación de su negación), aparece el saber especulativo o absoluto. Aquí el espíritu se sabe como espíritu, siendo aquella actividad que reconcilia interior y exterior, más acá y más allá, inmediatez y mediación. Desde este resultado se comprende la tesis hegeliana de que «lo verdadero es el todo». El todo lo compendia esta biografía de la conciencia, que colma de riqueza formal -y de historicidad concreta- la definición esquemática de lo absoluto como unidad de ser y pensamiento, existencia e inteligencia. El Geist o espíritu es individuo y género, uno y todos, lo más definido y la máxima abstracción, un sujeto esencialmente objetivo y un objeto esencialmente subjetivo. Puede decirse que el Nous aristotélico se ha actualizado, y que el eidos platónico ha dejado de ser “suprasensible”.

Suspiramos de alivio, y asombro, al pasar la última página de este desmesurado libro. No se había escrito nada tan denso y extenso en términos analíticos, ni se habían entretejido los hilos de lo contingente o histórico con una trama conceptual de proporciones parejas. Hegel ha cumplido su exigencia metodológica, que era sustituir las tradicionales “proposiciones” por “exposiciones” dialécticas, mostrando una y otra vez cómo la reflexión puede “no montarse sobre aseveraciones contrapuestas”, sino dejar que cada cosa hable de alguna manera por sí misma.
Otra cosa es que la Fenomenología no reclame mucho entusiasmo para ser leída hasta el final. Desde Schopenhauer, esa manera de filosofar produce epítetos como “charlatanería”. Su estilo, un híbrido de áspera técnica académica y fulguraciones poéticas, invita a imaginar incluso a cierto druida ebrio de pócimas visionarias. Sin embargo, bebiese o no de un caldero primigenio, la recurrente magia de Hegel es formular pensamientos sensatos, muchas veces asombrosos, rodeados por una sintaxis en ocasiones execrable.

 


BIBLIOGRAFÍA

Hay algunas traducciones de Fichte y Schelling en castellano. Buena parte de Hegel no sólo está traducida, sino disponible en más de una edición.
CASSIRER, E., El problema del conocimiento, FCE, México, 1976.
ABBAGNANO, N. Historia de la filosofía, Sudamericana, Buenos Aires, 1974.
BREHIER, E., Historia de la filosofía, Montaner y Simón, Barcelona, 1972.

 

© Antonio Escohotado
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