PREFACIO - TEMA XVII - TEMA XVIII - TEMA XIX

 

TEMA XVIII. SÍNTESIS KANTIANA.

ESQUEMA-RESUMEN

1. CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA
1.1. Requisitos de cualquier ciencia posible.
1.2. Sensación y formas puras.
1.3. Comprensión y categorías.
1.4. El razonamiento y las ideas.
1.5. El canon de la razón pura.
1.6. Lo subjetivo y lo objetivo.


2. CRÍTICA DE LA RAZÓN PRÁCTICA


3. CRÍTICA DEL JUICIO


4. POLÍTICA E HISTORIA

 

Inmanuel Kant (1724-1804) nació en Königsberg, el corazón de Prusia, dentro de una familia muy modesta y de confesión pietista. Los pietistas —una secta fundada medio siglo antes por cierto pastor alsaciano, Spener— predicaban una regeneración interior mediante una meditación personal de las Escrituras, y Kant recibió su formación teológica inicial, y la filosófica posterior, de un pietista también, discípulo del leibniziano Wolff. Dijo lacónicamente al morir Er ist gut, “está bien”, quizá en el sentido de que había sido bueno vivir, y morir entonces. En su tumba se grabaron unas palabras suyas: ”El cielo estrellado sobre mí, y dentro de mí la ley moral, colman el entendimiento con una admiración y reverencia siempre crecientes”
Célibe hasta su muerte, obsesivamente meticuloso y puntual hasta lo legendario, nunca salió de su ciudad natal ni ejerció actividad distinta de la docencia. Imbuido por el espíritu de Las Luces y simpatizante de los ideales revolucionarios que luchaban por imponerse en Estados Unidos y Francia, una vez muerto Federico el Grande acabó teniendo un serio conato de fricción con el nuevo y cerril Kaiser por criterios en materia religiosa, que solucionó sometiéndose en total silencio a las directrices recibidas. Podemos considerarle el último y más grande de todos los ilustrados, aquel que presencia el desarrollo de las ideas reformistas hasta su victoria práctica en las democracias constitucionales.
Su obra, la primera genuinamente filosófica tras casi un siglo, se inscribe en un momento de crisis de confianza en la filosofía y arrolladora expansión de la ciencia físico-matemática, que amenaza dejar sin objeto ni métodos propios al saber conceptual. O se entiende por “filósofo” lo que hoy llamamos un científico social, como sugiere Hume, o sobra cualquier especie de “metafísico”. Pero Kant va a descubrir para la reflexión filosófica un terreno exclusivo y a la vez rigurosamente científico, que es la experiencia a través de sus «condiciones de posibilidad»: la teoría del conocimiento en sentido estricto. Es por eso el fundador de la academia moderna, a quien legó un sistema original y técnicamente perfilado, cuya influencia se mantiene constante hasta el día de hoy, pues como propedéutica (“introducción”) tiene pocos parangones –si alguno tiene a su altura- en toda la historia del pensamiento.
El marco inicial de la filosofía kantiana es la metafísica de Leibniz y el empirismo inglés, que pretende conservar en sus aspectos sostenibles (los conceptos de razón y experiencia) y corregir en lo que tienen de unilateral (dogmatismo y psicologismo). Este conservar y suprimir a la vez es el significado del verbo aufheben, que a falta de término exacto traduciremos por «superar». De hecho, este verbo —y su forma sustantivada Aufhebung— es un excelente concepto filosófico, que aparecerá en todos los grandes pensadores alemanes desde Kant. Los hijos, por ejemplo, constituyen una Aufhebung de sus padres, a los que naturalmente suceden («suprimen», extrayendo su subsistencia de los cuidados y desvelos de éstos), y a los que naturalmente también reproducen («conservan», venciendo mediante la estirpe la inmediata caducidad del individuo singular).
La «filosofía crítica» kantiana lleva a cabo una inversión del planteamiento tradicional comparable a la revolución copernicana; no será un saber del mundo físico —una ingenua adecuación del intelecto a la cosa— sino clara y decididamente un saber del sujeto, no en tanto que ego empírico, psicológico, sino como sujeto trascendental. «Trascendental» es un neologismo kantiano que significa prescindir del contenido concreto y atenerse exclusivamente a lo que en toda experiencia hay de pura forma previa o independiente, a las «condiciones de posibilidad» de ella misma. Para percibir un olor es preciso que algo despida algún aroma, pero antes aún es preciso que haya un olfato; se trata de investigar la forma pura de semejante “facultad”.
Los primeros escritos de Kant son intentos de combinar a Newton y Leibniz con un sistema de mónadas como centros de fuerza dentro de un espacio absoluto. En otras palabras, una física especulativa donde tratan de complementarse lo empírico con pura deducción. Casi cuarenta años más tarde, fruto de un infatigable trabajo sobre los conceptos, esta orientación se ha convertido en el sistema del idealismo trascendental. Su revolucionaria tesis propone lo siguiente: no es nuestro intelecto el que se acomoda a los objetos en general, sino éstos quienes se acomodan a él. Sigamos los pasos conducentes a ello.


1. Publicada cuando Kant tenía casi sesenta años, y revisada profundamente por el autor en su segunda edición, seis años más tarde, la primera Crítica de la razón pura (1781) es un tratado muy extenso que alterna claridad con oscuridad, barbarismo terminológico y exquisita precisión. Con ella resurge el planteamiento genuinamente filosófico, que es la naturaleza del pensamiento y de lo real, así como la relación entre ambos. Describiendo el proceso que va desde la intuición sensible hasta las ideas absolutas de la razón, lo que logra Kant es llenar de realidad y detalle el desnudo cogito cartesiano. No es que estoy cierto de existir porque pienso, sino —como dirá la Crítica— que «el entendimiento bien podría ser el autor de aquella experiencia donde aparecen sus objetos».


1.1. Kant parte de la distinción leibniziana entre verdades de hecho y verdades de razón. Llama a las primeras juicios sintéticos, entendiendo por tales aquellos donde el predicado no está contenido implícitamente en el sujeto («la tarde está fresca», «mi vecino es gordo», «en China hay censura de prensa») y donde, por lo mismo, se transmite una información que amplia el conocimiento. Los juicios analíticos («la nieve es blanca», «A es igual a A»), en cambio, permanecen en la tautología y no amplían el conocimiento.
Junto a esta distinción Kant enuncia otra, entre juicios a priori y juicios a posteriori. La verdad de los primeros no depende de la experiencia, siendo por ello universales y necesarios, y su prototipo son los juicios analíticos antes mencionados . Los juicios a posteriori dependen de la experiencia y son contingentes, como es contingente —aunque real— que la tarde esté fresca o que mi vecino sea gordo.
Parece, pues, que la segunda clasificación se limita a repetir la primera desde otro ángulo, pero Kant da un paso más y define el conocimiento científico en general como sistema de juicios sintéticos a priori, donde se cumple la exigencia de universalidad y necesidad no menos que un contenido de información. Un juicio de esta índole, por ejemplo, es para Kant la definición euclidiana de línea recta («distancia más corta entre dos puntos») o el principio de que «nada comienza sin causa». No es en modo alguno evidente que estos dos ejemplos sean juicios sintéticos a priori1, pero Kant está convencido -como todo su tiempo- de que la matemática no es una disciplina analítica, y de que la física matemática no es una disciplina meramente experimental. En el tema XXIII examinaremos esto con detalle.
La importancia del planteamiento es que de él se sigue preguntar si la metafísica puede formar juicios sintéticos a priori. Para responder a ello la Crítica de la razón pura hará una descripción genética del proceso cognoscitivo humano.


1.2. A lo que el conocimiento tiene de «receptividad» -de ser afectado por noticias de cualquier índole- lo llama Kant «estética trascendental», entendiendo estética en sentido etimológico, como lo relativo a la sensación (aisthesis).
Al igual que Hume, Kant piensa que la sensación no tiene nada de intelectual. El sentir es una intuición pasiva, donde cualquier nexo de unas intuiciones con otras no puede venir dado con ellas mismas. Por eso, ante la sensación no se extiende un mundo, sino «una diversidad desparramada». Lo que convierte esa masa informe de impresiones en una realidad definida es la operación del intelecto combinando y unificando. Sin embargo, Kant se separa aquí de Hume, constatando que ya a ese nivel no hay sólo hábitos o creencias, sino un elemento trascendental, interpuesto entre la multitud de intuiciones sensibles y la combinatoria del entendimiento. Aparte de las intuiciones particulares hay lo que él llama intuiciones puras o «formas a priori de la sensibilidad», tan totalmente vacías de contenido empírico como generales y necesarias. Dichas formas son el dónde y el cuándo, la iuxtaposición y la sucesión, esto es, el espacio y el tiempo. Dando un nuevo paso adelante, Kant añade que estas formas no son una cosa mundana, externa:

«Está fuera de toda duda [...] que el espacio y el tiempo son condiciones puramente subjetivas de nuestra intuición, y que con referencia a ellas todas las cosas son sólo fenómenos y no cosas existentes por sí mismas».

No vemos lo que hay —la «cosa en sí»— sino lo que aparece de ella tras ser filtrada la masa de impresiones sensibles por las formas trascendentales del espacio y el tiempo. En otros términos, no tenemos acceso a la substancia inteligible (que Kant llama noúmeno, jugando con la raíz griega nous), sino tan sólo a la apariencia o fenómeno (del verbo griego faino, que significa “mostrarse”, “aparecer”). Las formas puras de la intuición únicamente dejan pasar del mundo lo fenoménico, el aspecto, y a esto lo llama Kant «la idealidad del sentido interno y externo».
Estamos en el terreno solipsista de Descartes otra vez. La receptividad inmediata o lo pasivo del conocer carece de contacto con el mundo real, con el que sólo se relaciona mediante una estructura formal subjetiva. Antes de que las impresiones lleguen al entendimiento han sido ya espacializadas y temporalizadas.


1.3. Lo que el proceso del conocimiento tiene de organizar los datos sensibles es el entendimiento en sí, y constituye el objeto de la parte más densa de la Crítica o «analítica trascendental». El entendimiento no se limita a percibir: entiende lo percibido, lo cual significa reunir grupos y series de impresiones en conceptos. Esto desborda la mera asociación entre ellas, descrita originalmente por Hume, que es un proceso psicológico con resultados diferentes en cada persona. Entender es lo mismo que com-prender, y comprender los fenómenos es lo mismo que «poder referirlos a un concepto».
Pero en este comprender hay también un elemento «trascendental», que son las categorías. Como «facultad de las conclusiones inmediatas», el entendimiento tiene además de conceptos empíricos conceptos puros, tan vacíos en sí como universales y necesarios. Evidentemente, las categorías ya no serán modos de ser —como en el realismo aristotélico—, sino modos de concebir lo fenoménico. Para probarlo, Kant se ofrece a «deducirlas», y encuentra como pauta para ello la clasificación tradicional de los juicios. Hay tantas categorías o «conceptos puros» como formas posibles de juicio, y los juicios se agrupan en cuatro tríadas:


  Por la cantidad
Universales
Particulares
Singulares
 
Por la cualidad
Afirmativos
Negativos
Indefinidos
  Por la relación
Categóricos
Hipotéticos
Disyuntivos
  Por la modalidad
Problemáticos
Asertóricos
Apodícticos
 


Las categorías, correspondientemente, se agrupan en otras cuatro tríadas, donde los tipos de juicio están ya sustantivados. Basta repasarlos para ver que intervienen constantemente en nuestro sentir y entender. Hablamos de totalidad, pluralidad y unidad (cuantitativas), realidad, negación y limitación (cualitativas); substancia, causa y acción recíproca (relacionales); posibilidad, existencia, necesidad (modales). Puede discutirse que sean doce o algunas menos –por ejemplo, realidad y existencia se solapan hasta cierto punto-, pero no puede discutirse que sin categorías los fenómenos serían «un juego ciego de representaciones, menos que un sueño». En justa contrapartida, sin los fenómenos las categorías serían moldes huecos. Es la interpenetración o síntesis de estas estructuras ideales con las impresiones lo que ofrece un mundo. Pero incluso inmersos en el mundo “lo rector” sigue estando en las primeras, como «conceptos que a priori prescriben leyes a todos los fenómenos y, por consiguiente, a la Naturaleza como suma completa de todos ellos».
Ahora bien, las categorías son tipos de enlace, nexos precisos entre fenómenos. Deteniéndose un momento, Kant propone que cualquier enlace a priori supone una unidad previa a él: «la idea de esta unidad hace posible el concepto de enlace». Son las páginas más densas del tratado, que acaban remitiendo a una «síntesis originaria de la apercepción” o conciencia de sí. En vez de flotar desparramadas, las categorías brotan de un sujeto que las “sintetiza” antes de proceder a analizar con ellas cualquier fenómeno. La Crítica describe esa articulación de juicios a priori como un «yo pienso» que acompaña a todas las representaciones. Se diría que sigue la perspectiva cartesiana en cuanto al enlace de los enlaces, aunque ahora no es un yo empírico sino «trascendental». La distinción es importante, porque Kant tiene grandes cosas que decir sobre la razón –núcleo del “yo pienso”-, y el terreno trascendental descarta cualquier objeción de dogmatismo.


1.4. La tercera parte de la Crítica («dialéctica trascendental») investiga la razón, definiéndola como «facultad de juzgar mediadamente». El entendimiento (Verstand) entiende, mientras la razón (Vernunft) concibe. La razón «nunca mira directamente a la experiencia o a objeto alguno, sino al entendimiento, para impartir una unidad». Es por eso la fuente de cualesquiera conceptos y principios, que no ha tomado a préstamo ni de los sentidos ni del entendimiento. Definida como “pura espontaneidad” productora de ideas, Kant ve en ella “un concepto formado por conceptos puros, que trasciende cualquier experiencia posible».
De ahí que persiga siempre lo incondicionado o no relativo, tratando siempre de ir desde condiciones particulares a otras más generales y desde ellas a algún término absoluto que sea una unidad infinita de las diferencias. Es «una dialéctica natural e inevitable de la razón pura, inherente e inseparable de la inteligencia humana, que nunca dejará de fascinarla». Kant entiende aquí por dialéctica un desasosiego de la razón cuando permanece inmersa en un mundo fáctico o contingente, ajeno al “yo pienso” De la inquietud sólo se defiende discurriendo sobre perfecciones, y las “leyes” internas de esa dialéctica producen tres clases de razonamientos, que corresponde a las tres ideas «trascendentales».
El primero va del “yo pienso” hasta la unidad absoluta del sujeto pensante, que Kant llama también alma o libertad. Pero esa generalización y sublimación carece de correlato exterior demostrable, y es por eso el «paralogismo trascendental».
El segundo razonamiento va del “conjunto del objeto fenoménico” a la “unidad absoluta de las series de condiciones” (en otras palabras, al universo como todo perfectamente cohesionado). Pero esa finalidad objetiva, que estaría inscrita en el mundo físico, es sólo hipotética y desemboca en las «antinomias de la razón pura».2
Por último, el tercer razonamiento va de la unidad de lo subjetivo y lo objetivo –aspiración (incumplida) del razonamiento previo- a la unidad absoluta de todo lo pensable (Dios). Pero este “ideal de la razón pura» es en realidad la «ilusión trascendental».


1.5. ¿Por qué esas perfecciones de la realidad han de ser paralogismo, antinomia e ilusión? El alma como elemento activo inmortal, el universo y Dios son “ideas que la razón produce por necesidad, en virtud de sus leyes originales». Pero no son juicios sintéticos a priori ni, en consecuencia, razonamientos «científicos». Al ser substancias puramente inteligibles (noúmenos) violan el corte entre fenómenos y cosas en sí que funda el sistema kantiano. Pretenden saltar sobre lo existente sin el apoyo de la experiencia. Violan el principio de que el pensamiento arrastra una subjetividad radical.
Vemos entonces que este original y poderoso idealismo pone el pensamiento en todas partes —como «condición general de posibilidad»—, aunque le aísla del ser o substancia física, presentada como algo definitivamente “otro” o inaccesible a la razón. He ahí el “canon de la razón pura”, que suscita consideraciones epistemológicas tanto como teológicas. O bien las ideas de la razón teórica pura pasan a ser patrimonio exclusivo de la razón práctica (como «ideales» sólo accesibles a la voluntad), o cualquier manejo de las mismas caerá no sólo en «quimeras» sino en «devastaciones». Llamativamente, una de las últimas frases del tratado ve en la «filosofía crítica un censor que mantiene el orden público», gracias al cual,

«la metafísica podrá seguir siendo el baluarte de la religión, pues la razón humana, dialéctica ya por naturaleza, no puede prescindir de una ciencia que le sirva de freno y evite las devastaciones que una razón especulativa liberada de ley no dejaría de producir en la moral y la religión».

En el prefacio a la segunda edición de la Crítica, que contiene muchas supresiones y adiciones con respecto a la primera, Kant vuelve sobre estos pensamientos:

«Yo no puedo suponer para el necesario uso práctico de mi razón a Dios, la libertad y la inmortalidad sin negar al mismo tiempo las pretensiones de la razón especulativa, que transforma las intuiciones trascendentales en objetos de experiencia, haciendo así imposible toda extensión práctica de la razón pura. Tuve, pues, que superar (aufheben) el saber para hacer sitio a la fe».

Es sin duda cierto que el dogmatismo cae con harta frecuencia en extensiones “prácticas” de la razón pura, como cuando decreta la confesionalidad irrenunciable de territorios enteros, o que hay tres dioses en Dios. Sin embargo, también es cierto que junto al riguroso edificio analítico está no exponer a “especulación” los conceptos últimos, confiados por eso al fuero intimo de la conciencia. El resultado no es un dualismo físico como el platónico o el cartesiano, sino algo más próximo a Hume con su deslinde entre creencias (algunas tan razonables como alma, universo y Dios) y simples hechos o “impresiones”. En cualquier caso, descubrir el terreno trascendental ha facultado a Kant para exponer los principios del pensamiento con una riqueza y profundidad desconocida desde Aristóteles. Abundan conceptos extraordinarios, como la distinción entre entendimiento y razón, o el de que la razón «produce» ideas. La inteligencia habla de sí misma por largo, y de manera tan perspicaz como sólida.


1.6. Los herederos inmediatos de Kant (Fichte, Schelling y Hegel) no podrán conformarse con este «canon» de la razón pura. Al tomar posesión de su cátedra en Berlín, Hegel empezará diciendo:

«Lo que en todo tiempo pasó por más ignominioso e indigno, la renuncia a conocer la verdad, llegó a ser en nuestros días el más sublime triunfo del espiritu. Este supuesto conocimiento ha usurpado incluso el nombre de filosofía».

El fenomenismo o distinción tajante entre lo objetivo y lo subjetivo -dirán estos epígonos- pasa por alto la síntesis de ambos lados que la propia Crítica expone como síntesis o «unidad original de la apercepción». Ese “yo pienso” que presta estructura a todas las representaciones está sin desarrollar, pues o bien une efectivamente ser y pensamiento —en cuyo caso sobra el corte entre cosa en sí y fenómeno—, o bien es una expresión artificiosa, donde «yo» y «pensar» constituyen aspectos de lo mismo y no hay verdadera síntesis. También se alega que investigar las condiciones de posibilidad del conocimiento sin proponer algo conocido tiene ciertas semejanzas con la pretensión de aprender a nadar sin entrar en el agua, antes de ponerse a nadar. Si el olfato es previo al aroma, cabe observar que eso sólo vale para el olfato en acto, oliendo, mientras Kant lo ofrece sólo en potencia o como «facultad» olfativa. Aceptando las premisas del fenomenismo, se diría que olemos lo hediondo pero no lo hediondo, como si pudiera darse una cosa sin la otra. A fin de cuentas, la Crítica desarrolla vigorosamente lo especulativo como correlato de lo racional, aunque nombra tutor de la razón al entendimiento.
Habrá ocasión de examinar alternativas “idealistas” a este desenlace, pero el análisis kantiano satisface a casi todas las demás escuelas de pensamiento, y pasa a ser el modelo epistemológico inatacable para toda suerte de “realistas”. Como obra analítica exhaustiva sobre un tema, sus únicos parientes próximos son El espíritu de las leyes y La riqueza de las naciones. Así empieza, continúa y termina lo más destacable científicamente de la Ilustración.

2. La cuestión ¿qué puedo saber? reconduce a ¿qué debo hacer? Y aplicar el punto de vista trascendental a la ética implica prescindir de lo empírico y psicológico, recurriendo tan sólo a la forma del obrar. Tal como atenerse a la forma a priori del conocimiento había producido una epistemología, en lugar de una metafísica, la forma a priori de la conducta producirá una ética autónoma, en lugar de una ética heterónoma.
Pero sólo puede ser «autónoma», basada únicamente en sí misma, una ética que carezca de cualquier contenido distinto de la voluntad acorde con lo universal. Como la voluntad acorde con lo universal define la forma pura llamada ley, sólo una voluntad legislativa define lo que Kant llama ética autónoma. Todas las éticas previas al descubrimiento de lo trascendental, en cambio, son éticas «materiales» que establecen una jerarquía de bienes y unos principios para alcanzarlos, cayendo así en lo empírico, en lo hipotético y en lo heterónomo. En definitiva, son éticas basadas sobre el deseo y la inclinación, que al prescindir del a priori moral caen en el casuismo y la arbitrariedad, olvidando lo principal absolutamente, que es la libertad de darnos nuestra propia norma.
Con indudable profundidad, esta segunda Crítica precisa que el a priori ético es el deber, el rigor de obrar por deber. Se trata de querer el deber en sí, de querer la «ley», y no por las ventajas que reporte hacerlo ni por los perjuicios que podría acarrear una trasgresión, sino por lo que esa conducta tiene de emancipador. El deber constituye «la necesidad de una acción por respeto a la ley», pero como la ley es una expresión de la razón, el hecho de amarla en términos puramente formales, ajenos a tal o cual ley particular, equivale a afirmarse el hombre como ser racional.
La consecuencia inmediata de estos principios es una revalorización de la intención, ya que el resultado concreto de la conducta pasa a ser inesencial comparado con el móvil interno. En vez de juicios (tendentes a lograr placer, felicidad, impasibilidad, etc.) la ética formal enuncia el imperativo categórico, llamado así por contraposición a las máximas hipotéticas de las éticas «materiales». Ese imperativo categórico, que para Kant constituye la «ley fundamental de la razón pura práctica», se enuncia escuetamente:

«Obra de manera que la máxima de tu voluntad pueda al mismo tiempo valer siempre como principio de una legislación universal».

Quizá influido por Rousseau, a quien admira mucho, Kant sobrepasa el criterio laico pero trivial de lo útil —tan dominante en todos los ilustrados—, y pone en su lugar el criterio del rigor moral. Obedecer la ley por interés es para Kant una degradación equiparable a violarla, y por eso mismo la ley moral no se identifica necesariamente con la ley positiva. Sin embargo, la libertad en Rousseau es autonomía natural, una impulsividad no “corrompida” por la civilización, mientras en Kant la libertad es lo contrario del impulso natural y se identifica con el «rigor severo e inflexible» de amar sólo la forma de la ley, lo a priori y universal.
Pero lo que se le había negado a la razón pura teórica (la capacidad de conocer sin recurso a la experiencia y a una matematización de las observaciones) revierte a la razón pura práctica. Las ideas absolutas dejan de ser ilusión y se convierten en «postulados» de la voluntad ajustada a la ley. Sólo para el sujeto moral —y a título de noúmeno ético— tienen sentido la inmortalidad del alma, la libertad y la existencia de Dios. De hecho, la tarea de la eticidad es tan infinita que sólo partiendo de un alma inmortal cabe plantearla. Inviable como silogismo no sofístico, esta conexión de esfuerzo, infinitud y vida eterna cabe perfectamente como postulado del alma moral.



3. Publicada en 1790 (dos años después que la Crítica de la razón práctica, y nueve después que la Crítica de la razón pura), la Crítica del juicio investiga la tercera «facultad» humana fundamental después del entendimiento y la voluntad, que es el «sentimiento de gusto y disgusto», o si se prefiere, el sentimiento en cuanto tal. Esta Crítica, que en bastantes aspectos constituye la más brillante de las tres (aunque suele ser mucho menos citada), no se refiere al juicio «determinante» objeto de la primera ni al «imperativo» objeto de la segunda, sino a lo que Kant llama juicio reflexivo o «reflexionante». Los términos vinculados por el juicio reflexivo son lo subjetivo y personal por una parte y lo universal por otra, de manera que su campo viene a ser la intersubjetividad misma, una comunidad «estética» o directa del hombre con el hombre sin pasar por el concepto teórico o la ley práctica.
El tratado tiene dos secciones completamente diferenciadas: la primera se dedica a la belleza («crítica de la facultad estética de juzgar»), y la segunda a la vida («crítica de la facultad teleológica de juzgar»). En la primera sección Kant define lo bello por contraste con lo agradable y lo útil. Lo bello —dice— no está condicionado por un interés nuestro, sino por un juego de formas carente de significación extrínseca, libre, donde se realiza una armonía entre el sentimiento y el pensamiento. Lo bello es por eso un objeto o un modo de representación desinteresado «que complace universalmente sin concepto».
Pero lo que gusta por sí, como belleza, gusta en virtud de su limitación, y Kant observa que hay otro orden de cosas y representaciones caracterizadas por su ilimitación precisamente, a las que Kant incluye en lo sublime. Hay un sublime «matemático» (lo absoluta o incomparablemente grande), y hay un sublime «dinámico» (el poder irresistible de las fuerzas elementales de la naturaleza), y ambos evocan un sentimiento que combina pesar y placer, pavor y exaltación. En el caso de lo sublime matemático, encerrarlo en representaciones finitas es también «respeto», que hace manifiesta «la superioridad del destino racional de nuestra facultad cognoscitiva sobre el poder de la sensibilidad». En lo sublime dinámico hay una análoga extensión de lo espiritual sobre lo sensible, cuando ante el hombre no supersticioso las fuerzas naturales desencadenadas se convierten en colosal espectáculo, “evocando la idea de un Dios justo y omnipotente”. Lo sublime en general es por eso presencia de la idea en la sensibilidad.
La segunda parte de la Crítica del juicio analiza «la finalidad objetiva en la Naturaleza» a través del concepto de lo orgánico. Destaquemos que Kant busca una finalidad objetiva. Suponer que la naturaleza obra en virtud de intenciones es inadmisible como juicio «determinante» y, sin embargo, negarse a considerar ciertas estructuras de la vida como una organización de medios con vistas a fines parece inútil y opuesto a la evidencia. Para Kant, «lo que en un ser organizado se conserva a través de su reproducción no debe jamás considerarse desprovisto de finalidad». Se trata por eso de combinar aquello que hay en lo viviente de «mecanismo» con lo que hay de «tecnicismo» y dice la Crítica del juicio:

«Importa infinitamente a la razón no descuidar el mecanismo de la Naturaleza en sus producciones y no dejarlo de lado allí, pues sin él nada podremos comprender sobre la naturaleza de las cosas. Aunque se aceptase que un arquitecto supremo ha creado inmediatamente las formas de la Naturaleza, nuestro conocimiento de ella no habría avanzado con ello lo más mínimo, pues en modo alguno conocemos el modo de acción y las ideas de ese ser.
Por otra parte, es una máxima no menos necesaria de la razón no descuidar el principio de los fines en los productos de la Naturaleza, pues si bien no nos hace más comprensible la estructura de su génesis, constituye un principio heurístico para estudiar las leyes naturales particulares».

La divergencia entre un principio y otro cesa combinando a ambos en una sola causalidad, donde lo mecánico sería precisamente «el instrumento de una causa que opera teleológicamente». Al mismo tiempo, esto es inadmisible para la razón científica, y queda como síntesis tan sólo para el «juicio reflexivo». Pero como tal criterio de la mera facultad de juzgar (no de razonar), acaba reconduciendo al ser divino y a la inmortalidad del alma. Kant se ha afanado en vano por hallar una finalidad objetiva en la naturaleza —como la que propondrán más tarde Spencer y Darwin—, pero la Crítica del juicio corona el edificio de la «filosofía trascendental» con una nueva invocación a la existencia de Dios, esta vez a través del sentimiento. La finalidad física conduce a una finalidad moral que desemboca en teología pura y simple y que se propone por primera vez en términos de religión. Kant llama religión «al conocimiento de nuestros deberes como órdenes divinas».

4. Siguiendo también aquí a Rousseau, Kant considera inseparables moral y política; una es libertad interna y la otra externa, pero es en virtud de la libertad en general como el hombre deja de ser un mero objeto físico para constituir algo propiamente metafísico, que «ha de tomarse siempre como un fin y nunca como un medio».
El opúsculo Sobre la paz perpetua (1793) constituye una exposición filosófica de los ideales revolucionarios, que ya conoce la crueldad del Terror pero no por ello retrocede ante las exigencias renovadoras. La base de esta renovación será sustituir los Estados de hecho por Estados de derecho, dotando a cada uno de estructura republicana e integrándolos a todos en una Liga o Sociedad de Naciones no sometida a ninguno, sino a un derecho internacional cosmopolita y pacifista, basado en tres principios: a) evitabilidad de toda guerra; b) supresión de cualesquiera ejércitos permanentes; y c) reconocimiento del derecho a la independencia de cada Estado miembro.
Son sugestiones llenas de cordura, benevolencia y anticipación, que honran a Kant y que tuvieron un peso notable en gestar la actual Organización de Naciones Unidas. Honran a Kant tanto más cuanto que sus sucesores filosóficos en Alemania van a apartarse enseguida del principio cosmopolita. Estos principios de ciencia política se vinculan en Kant con el germen bastante desarrollado de una filosofía de la historia. En un ensayo anterior, de 1784, propone concebir sistemáticamente el curso de la historia humana a partir de un designio general de la Naturaleza. La historia es la especie humana separándose gradualmente de la animalidad, que se crea a sí misma un universo acorde con lo ideal.

REFERENCES

1 En el caso de la recta puede dudarse de que «más corto» sea algo distinto de «más simple», e indirectamente de «menos curva»; y en el caso de la causalidad es discutible (recordemos a Hume) que se trate de algo distinto de una «creencia».

2 Hay antinomia cuando proposiciones antitéticas pueden sostenerse con igual fuerza.

 


BIBLIOGRAFÍA

Hay abundantes traducciones y ediciones castellanas de las tres Críticas, y alguna versión que reúne opúsculos sobre filosofía de la historia, llamada precisamente Filosofía de la historia.

 

© Antonio Escohotado
http://www.escohotado.org



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