Inmanuel Kant (1724-1804) nació en Königsberg, el
corazón de Prusia, dentro de una familia muy modesta y de confesión
pietista. Los pietistas una secta fundada medio siglo antes por
cierto pastor alsaciano, Spener predicaban una regeneración
interior mediante una meditación personal de las Escrituras, y
Kant recibió su formación teológica inicial, y la
filosófica posterior, de un pietista también, discípulo
del leibniziano Wolff. Dijo lacónicamente al morir Er ist gut,
está bien, quizá en el sentido de que había
sido bueno vivir, y morir entonces. En su tumba se grabaron unas palabras
suyas: El cielo estrellado sobre mí, y dentro de mí
la ley moral, colman el entendimiento con una admiración y reverencia
siempre crecientes
Célibe hasta su muerte, obsesivamente meticuloso y puntual hasta
lo legendario, nunca salió de su ciudad natal ni ejerció
actividad distinta de la docencia. Imbuido por el espíritu de Las
Luces y simpatizante de los ideales revolucionarios que luchaban por imponerse
en Estados Unidos y Francia, una vez muerto Federico el Grande acabó
teniendo un serio conato de fricción con el nuevo y cerril Kaiser
por criterios en materia religiosa, que solucionó sometiéndose
en total silencio a las directrices recibidas. Podemos considerarle el
último y más grande de todos los ilustrados, aquel que presencia
el desarrollo de las ideas reformistas hasta su victoria práctica
en las democracias constitucionales.
Su obra, la primera genuinamente filosófica tras casi un siglo,
se inscribe en un momento de crisis de confianza en la filosofía
y arrolladora expansión de la ciencia físico-matemática,
que amenaza dejar sin objeto ni métodos propios al saber conceptual.
O se entiende por filósofo lo que hoy llamamos un científico
social, como sugiere Hume, o sobra cualquier especie de metafísico.
Pero Kant va a descubrir para la reflexión filosófica un
terreno exclusivo y a la vez rigurosamente científico, que es la
experiencia a través de sus «condiciones de posibilidad»:
la teoría del conocimiento en sentido estricto. Es por eso el fundador
de la academia moderna, a quien legó un sistema original y técnicamente
perfilado, cuya influencia se mantiene constante hasta el día de
hoy, pues como propedéutica (introducción) tiene
pocos parangones si alguno tiene a su altura- en toda la historia
del pensamiento.
El marco inicial de la filosofía kantiana es la metafísica
de Leibniz y el empirismo inglés, que pretende conservar en sus
aspectos sostenibles (los conceptos de razón y experiencia) y corregir
en lo que tienen de unilateral (dogmatismo y psicologismo). Este conservar
y suprimir a la vez es el significado del verbo aufheben, que a
falta de término exacto traduciremos por «superar».
De hecho, este verbo y su forma sustantivada Aufhebung
es un excelente concepto filosófico, que aparecerá en todos
los grandes pensadores alemanes desde Kant. Los hijos, por ejemplo, constituyen
una Aufhebung de sus padres, a los que naturalmente suceden («suprimen»,
extrayendo su subsistencia de los cuidados y desvelos de éstos),
y a los que naturalmente también reproducen («conservan»,
venciendo mediante la estirpe la inmediata caducidad del individuo singular).
La «filosofía crítica» kantiana lleva a cabo
una inversión del planteamiento tradicional comparable a la revolución
copernicana; no será un saber del mundo físico una
ingenua adecuación del intelecto a la cosa sino clara y decididamente
un saber del sujeto, no en tanto que ego empírico, psicológico,
sino como sujeto trascendental. «Trascendental» es un neologismo
kantiano que significa prescindir del contenido concreto y atenerse exclusivamente
a lo que en toda experiencia hay de pura forma previa o independiente,
a las «condiciones de posibilidad» de ella misma. Para percibir
un olor es preciso que algo despida algún aroma, pero antes aún
es preciso que haya un olfato; se trata de investigar la forma pura de
semejante facultad.
Los primeros escritos de Kant son intentos de combinar a Newton y Leibniz
con un sistema de mónadas como centros de fuerza dentro de un espacio
absoluto. En otras palabras, una física especulativa donde tratan
de complementarse lo empírico con pura deducción. Casi cuarenta
años más tarde, fruto de un infatigable trabajo sobre los
conceptos, esta orientación se ha convertido en el sistema del
idealismo trascendental. Su revolucionaria tesis propone lo siguiente:
no es nuestro intelecto el que se acomoda a los objetos en general, sino
éstos quienes se acomodan a él. Sigamos los pasos conducentes
a ello.
1. Publicada cuando Kant tenía casi sesenta años, y revisada
profundamente por el autor en su segunda edición, seis años
más tarde, la primera Crítica de la razón pura (1781)
es un tratado muy extenso que alterna claridad con oscuridad, barbarismo
terminológico y exquisita precisión. Con ella resurge el
planteamiento genuinamente filosófico, que es la naturaleza del
pensamiento y de lo real, así como la relación entre ambos.
Describiendo el proceso que va desde la intuición sensible hasta
las ideas absolutas de la razón, lo que logra Kant es llenar de
realidad y detalle el desnudo cogito cartesiano. No es que estoy cierto
de existir porque pienso, sino como dirá la Crítica
que «el entendimiento bien podría ser el autor de aquella
experiencia donde aparecen sus objetos».
1.1. Kant parte de la distinción leibniziana entre verdades de
hecho y verdades de razón. Llama a las primeras juicios sintéticos,
entendiendo por tales aquellos donde el predicado no está contenido
implícitamente en el sujeto («la tarde está fresca»,
«mi vecino es gordo», «en China hay censura de prensa»)
y donde, por lo mismo, se transmite una información que amplia
el conocimiento. Los juicios analíticos («la nieve es blanca»,
«A es igual a A»), en cambio, permanecen en
la tautología y no amplían el conocimiento.
Junto a esta distinción Kant enuncia otra, entre juicios a priori
y juicios a posteriori. La verdad de los primeros no depende de
la experiencia, siendo por ello universales y necesarios, y su prototipo
son los juicios analíticos antes mencionados . Los juicios a
posteriori dependen de la experiencia y son contingentes, como es
contingente aunque real que la tarde esté fresca o
que mi vecino sea gordo.
Parece, pues, que la segunda clasificación se limita a repetir
la primera desde otro ángulo, pero Kant da un paso más y
define el conocimiento científico en general como sistema de juicios
sintéticos a priori, donde se cumple la exigencia de universalidad
y necesidad no menos que un contenido de información. Un juicio
de esta índole, por ejemplo, es para Kant la definición
euclidiana de línea recta («distancia más corta entre
dos puntos») o el principio de que «nada comienza sin causa».
No es en modo alguno evidente que estos dos ejemplos sean juicios sintéticos
a priori1,
pero Kant está convencido -como todo su tiempo- de que la matemática
no es una disciplina analítica, y de que la física matemática
no es una disciplina meramente experimental. En el tema XXIII examinaremos
esto con detalle.
La importancia del planteamiento es que de él se sigue preguntar
si la metafísica puede formar juicios sintéticos a priori.
Para responder a ello la Crítica de la razón pura
hará una descripción genética del proceso cognoscitivo
humano.
1.2. A lo que el conocimiento tiene de «receptividad» -de
ser afectado por noticias de cualquier índole- lo llama Kant «estética
trascendental», entendiendo estética en sentido etimológico,
como lo relativo a la sensación (aisthesis).
Al igual que Hume, Kant piensa que la sensación no tiene nada de
intelectual. El sentir es una intuición pasiva, donde cualquier
nexo de unas intuiciones con otras no puede venir dado con ellas mismas.
Por eso, ante la sensación no se extiende un mundo, sino «una
diversidad desparramada». Lo que convierte esa masa informe de impresiones
en una realidad definida es la operación del intelecto combinando
y unificando. Sin embargo, Kant se separa aquí de Hume, constatando
que ya a ese nivel no hay sólo hábitos o creencias, sino
un elemento trascendental, interpuesto entre la multitud de intuiciones
sensibles y la combinatoria del entendimiento. Aparte de las intuiciones
particulares hay lo que él llama intuiciones puras o «formas
a priori de la sensibilidad», tan totalmente vacías de contenido
empírico como generales y necesarias. Dichas formas son el dónde
y el cuándo, la iuxtaposición y la sucesión, esto
es, el espacio y el tiempo. Dando un nuevo paso adelante, Kant añade
que estas formas no son una cosa mundana, externa:
«Está fuera de toda duda [...] que el espacio y el tiempo
son condiciones puramente subjetivas de nuestra intuición, y
que con referencia a ellas todas las cosas son sólo fenómenos
y no cosas existentes por sí mismas».
No vemos lo que hay la «cosa en sí» sino
lo que aparece de ella tras ser filtrada la masa de impresiones sensibles
por las formas trascendentales del espacio y el tiempo. En otros términos,
no tenemos acceso a la substancia inteligible (que Kant llama noúmeno,
jugando con la raíz griega nous), sino tan sólo a
la apariencia o fenómeno (del verbo griego faino, que significa
mostrarse, aparecer). Las formas puras de la intuición
únicamente dejan pasar del mundo lo fenoménico, el aspecto,
y a esto lo llama Kant «la idealidad del sentido interno y externo».
Estamos en el terreno solipsista de Descartes otra vez. La receptividad
inmediata o lo pasivo del conocer carece de contacto con el mundo real,
con el que sólo se relaciona mediante una estructura formal subjetiva.
Antes de que las impresiones lleguen al entendimiento han sido ya espacializadas
y temporalizadas.
1.3. Lo que el proceso del conocimiento tiene de organizar los datos sensibles
es el entendimiento en sí, y constituye el objeto de la parte más
densa de la Crítica o «analítica trascendental».
El entendimiento no se limita a percibir: entiende lo percibido, lo cual
significa reunir grupos y series de impresiones en conceptos. Esto desborda
la mera asociación entre ellas, descrita originalmente por Hume,
que es un proceso psicológico con resultados diferentes en cada
persona. Entender es lo mismo que com-prender, y comprender los fenómenos
es lo mismo que «poder referirlos a un concepto».
Pero en este comprender hay también un elemento «trascendental»,
que son las categorías. Como «facultad de las conclusiones
inmediatas», el entendimiento tiene además de conceptos empíricos
conceptos puros, tan vacíos en sí como universales y necesarios.
Evidentemente, las categorías ya no serán modos de ser como
en el realismo aristotélico, sino modos de concebir lo fenoménico.
Para probarlo, Kant se ofrece a «deducirlas», y encuentra
como pauta para ello la clasificación tradicional de los juicios.
Hay tantas categorías o «conceptos puros» como formas
posibles de juicio, y los juicios se agrupan en cuatro tríadas:
|
Por la cantidad
Universales
Particulares
Singulares |
|
Por la cualidad
Afirmativos
Negativos
Indefinidos |
|
Por la relación
Categóricos
Hipotéticos
Disyuntivos |
|
Por la modalidad
Problemáticos
Asertóricos
Apodícticos |
|
Las categorías, correspondientemente, se agrupan en otras cuatro
tríadas, donde los tipos de juicio están ya sustantivados.
Basta repasarlos para ver que intervienen constantemente en nuestro sentir
y entender. Hablamos de totalidad, pluralidad y unidad (cuantitativas),
realidad, negación y limitación (cualitativas); substancia,
causa y acción recíproca (relacionales); posibilidad,
existencia, necesidad (modales). Puede discutirse que sean doce
o algunas menos por ejemplo, realidad y existencia se solapan hasta
cierto punto-, pero no puede discutirse que sin categorías los
fenómenos serían «un juego ciego de representaciones,
menos que un sueño». En justa contrapartida, sin los fenómenos
las categorías serían moldes huecos. Es la interpenetración
o síntesis de estas estructuras ideales con las impresiones lo
que ofrece un mundo. Pero incluso inmersos en el mundo lo rector
sigue estando en las primeras, como «conceptos que a priori
prescriben leyes a todos los fenómenos y, por consiguiente, a la
Naturaleza como suma completa de todos ellos».
Ahora bien, las categorías son tipos de enlace, nexos precisos
entre fenómenos. Deteniéndose un momento, Kant propone que
cualquier enlace a priori supone una unidad previa a él:
«la idea de esta unidad hace posible el concepto de enlace».
Son las páginas más densas del tratado, que acaban remitiendo
a una «síntesis originaria de la apercepción
o conciencia de sí. En vez de flotar desparramadas, las categorías
brotan de un sujeto que las sintetiza antes de proceder a
analizar con ellas cualquier fenómeno. La Crítica
describe esa articulación de juicios a priori como un «yo
pienso» que acompaña a todas las representaciones. Se diría
que sigue la perspectiva cartesiana en cuanto al enlace de los enlaces,
aunque ahora no es un yo empírico sino «trascendental».
La distinción es importante, porque Kant tiene grandes cosas que
decir sobre la razón núcleo del yo pienso-,
y el terreno trascendental descarta cualquier objeción de dogmatismo.
1.4. La tercera parte de la Crítica («dialéctica
trascendental») investiga la razón, definiéndola como
«facultad de juzgar mediadamente». El entendimiento (Verstand)
entiende, mientras la razón (Vernunft) concibe. La razón
«nunca mira directamente a la experiencia o a objeto alguno, sino
al entendimiento, para impartir una unidad». Es por eso la fuente
de cualesquiera conceptos y principios, que no ha tomado a préstamo
ni de los sentidos ni del entendimiento. Definida como pura espontaneidad
productora de ideas, Kant ve en ella un concepto formado por conceptos
puros, que trasciende cualquier experiencia posible».
De ahí que persiga siempre lo incondicionado o no relativo, tratando
siempre de ir desde condiciones particulares a otras más generales
y desde ellas a algún término absoluto que sea una unidad
infinita de las diferencias. Es «una dialéctica natural e
inevitable de la razón pura, inherente e inseparable de la inteligencia
humana, que nunca dejará de fascinarla». Kant entiende aquí
por dialéctica un desasosiego de la razón cuando permanece
inmersa en un mundo fáctico o contingente, ajeno al yo pienso
De la inquietud sólo se defiende discurriendo sobre perfecciones,
y las leyes internas de esa dialéctica producen tres
clases de razonamientos, que corresponde a las tres ideas «trascendentales».
El primero va del yo pienso hasta la unidad absoluta del sujeto
pensante, que Kant llama también alma o libertad. Pero esa generalización
y sublimación carece de correlato exterior demostrable, y es por
eso el «paralogismo trascendental».
El segundo razonamiento va del conjunto del objeto fenoménico
a la unidad absoluta de las series de condiciones (en otras
palabras, al universo como todo perfectamente cohesionado). Pero esa finalidad
objetiva, que estaría inscrita en el mundo físico, es sólo
hipotética y desemboca en las «antinomias de la razón
pura».2
Por último, el tercer razonamiento va de la unidad de lo subjetivo
y lo objetivo aspiración (incumplida) del razonamiento previo-
a la unidad absoluta de todo lo pensable (Dios). Pero este ideal
de la razón pura» es en realidad la «ilusión
trascendental».
1.5. ¿Por qué esas perfecciones de la realidad han de ser
paralogismo, antinomia e ilusión? El alma como elemento activo
inmortal, el universo y Dios son ideas que la razón produce
por necesidad, en virtud de sus leyes originales». Pero no son juicios
sintéticos a priori ni, en consecuencia, razonamientos «científicos».
Al ser substancias puramente inteligibles (noúmenos) violan
el corte entre fenómenos y cosas en sí que funda el sistema
kantiano. Pretenden saltar sobre lo existente sin el apoyo de la experiencia.
Violan el principio de que el pensamiento arrastra una subjetividad radical.
Vemos entonces que este original y poderoso idealismo pone el pensamiento
en todas partes como «condición general de posibilidad»,
aunque le aísla del ser o substancia física, presentada
como algo definitivamente otro o inaccesible a la razón.
He ahí el canon de la razón pura, que suscita
consideraciones epistemológicas tanto como teológicas. O
bien las ideas de la razón teórica pura pasan a ser patrimonio
exclusivo de la razón práctica (como «ideales»
sólo accesibles a la voluntad), o cualquier manejo de las mismas
caerá no sólo en «quimeras» sino en «devastaciones».
Llamativamente, una de las últimas frases del tratado ve en la
«filosofía crítica un censor que mantiene el orden
público», gracias al cual,
«la metafísica podrá seguir siendo el baluarte
de la religión, pues la razón humana, dialéctica
ya por naturaleza, no puede prescindir de una ciencia que le sirva de
freno y evite las devastaciones que una razón especulativa liberada
de ley no dejaría de producir en la moral y la religión».
En el prefacio a la segunda edición de la Crítica,
que contiene muchas supresiones y adiciones con respecto a la primera,
Kant vuelve sobre estos pensamientos:
«Yo no puedo suponer para el necesario uso práctico de
mi razón a Dios, la libertad y la inmortalidad sin negar al mismo
tiempo las pretensiones de la razón especulativa, que transforma
las intuiciones trascendentales en objetos de experiencia, haciendo
así imposible toda extensión práctica de la razón
pura. Tuve, pues, que superar (aufheben) el saber para hacer
sitio a la fe».
Es sin duda cierto que el dogmatismo cae con harta frecuencia en extensiones
prácticas de la razón pura, como cuando decreta
la confesionalidad irrenunciable de territorios enteros, o que hay tres
dioses en Dios. Sin embargo, también es cierto que junto al riguroso
edificio analítico está no exponer a especulación
los conceptos últimos, confiados por eso al fuero intimo de la
conciencia. El resultado no es un dualismo físico como el platónico
o el cartesiano, sino algo más próximo a Hume con su deslinde
entre creencias (algunas tan razonables como alma, universo y Dios) y
simples hechos o impresiones. En cualquier caso, descubrir
el terreno trascendental ha facultado a Kant para exponer los principios
del pensamiento con una riqueza y profundidad desconocida desde Aristóteles.
Abundan conceptos extraordinarios, como la distinción entre entendimiento
y razón, o el de que la razón «produce» ideas.
La inteligencia habla de sí misma por largo, y de manera tan perspicaz
como sólida.
1.6. Los herederos inmediatos de Kant (Fichte, Schelling y Hegel) no podrán
conformarse con este «canon» de la razón pura. Al tomar
posesión de su cátedra en Berlín, Hegel empezará
diciendo:
«Lo que en todo tiempo pasó por más ignominioso
e indigno, la renuncia a conocer la verdad, llegó a ser en nuestros
días el más sublime triunfo del espiritu. Este supuesto
conocimiento ha usurpado incluso el nombre de filosofía».
El fenomenismo o distinción tajante entre lo objetivo y lo subjetivo
-dirán estos epígonos- pasa por alto la síntesis
de ambos lados que la propia Crítica expone como síntesis
o «unidad original de la apercepción». Ese yo
pienso que presta estructura a todas las representaciones está
sin desarrollar, pues o bien une efectivamente ser y pensamiento en
cuyo caso sobra el corte entre cosa en sí y fenómeno,
o bien es una expresión artificiosa, donde «yo» y «pensar»
constituyen aspectos de lo mismo y no hay verdadera síntesis. También
se alega que investigar las condiciones de posibilidad del conocimiento
sin proponer algo conocido tiene ciertas semejanzas con la pretensión
de aprender a nadar sin entrar en el agua, antes de ponerse a nadar. Si
el olfato es previo al aroma, cabe observar que eso sólo vale para
el olfato en acto, oliendo, mientras Kant lo ofrece sólo en potencia
o como «facultad» olfativa. Aceptando las premisas del fenomenismo,
se diría que olemos lo hediondo pero no lo hediondo, como si pudiera
darse una cosa sin la otra. A fin de cuentas, la Crítica
desarrolla vigorosamente lo especulativo como correlato de lo racional,
aunque nombra tutor de la razón al entendimiento.
Habrá ocasión de examinar alternativas idealistas
a este desenlace, pero el análisis kantiano satisface a casi todas
las demás escuelas de pensamiento, y pasa a ser el modelo epistemológico
inatacable para toda suerte de realistas. Como obra analítica
exhaustiva sobre un tema, sus únicos parientes próximos
son El espíritu de las leyes y La riqueza de las naciones.
Así empieza, continúa y termina lo más destacable
científicamente de la Ilustración.
2. La cuestión ¿qué puedo saber? reconduce a ¿qué
debo hacer? Y aplicar el punto de vista trascendental a la ética
implica prescindir de lo empírico y psicológico, recurriendo
tan sólo a la forma del obrar. Tal como atenerse a la forma a
priori del conocimiento había producido una epistemología,
en lugar de una metafísica, la forma a priori de la conducta
producirá una ética autónoma, en lugar de una ética
heterónoma.
Pero sólo puede ser «autónoma», basada únicamente
en sí misma, una ética que carezca de cualquier contenido
distinto de la voluntad acorde con lo universal. Como la voluntad acorde
con lo universal define la forma pura llamada ley, sólo una voluntad
legislativa define lo que Kant llama ética autónoma. Todas
las éticas previas al descubrimiento de lo trascendental, en cambio,
son éticas «materiales» que establecen una jerarquía
de bienes y unos principios para alcanzarlos, cayendo así en lo
empírico, en lo hipotético y en lo heterónomo. En
definitiva, son éticas basadas sobre el deseo y la inclinación,
que al prescindir del a priori moral caen en el casuismo y la arbitrariedad,
olvidando lo principal absolutamente, que es la libertad de darnos nuestra
propia norma.
Con indudable profundidad, esta segunda Crítica precisa
que el a priori ético es el deber, el rigor de obrar por
deber. Se trata de querer el deber en sí, de querer la «ley»,
y no por las ventajas que reporte hacerlo ni por los perjuicios que podría
acarrear una trasgresión, sino por lo que esa conducta tiene de
emancipador. El deber constituye «la necesidad de una acción
por respeto a la ley», pero como la ley es una expresión
de la razón, el hecho de amarla en términos puramente formales,
ajenos a tal o cual ley particular, equivale a afirmarse el hombre como
ser racional.
La consecuencia inmediata de estos principios es una revalorización
de la intención, ya que el resultado concreto de la conducta pasa
a ser inesencial comparado con el móvil interno. En vez de juicios
(tendentes a lograr placer, felicidad, impasibilidad, etc.) la ética
formal enuncia el imperativo categórico, llamado así por
contraposición a las máximas hipotéticas de las éticas
«materiales». Ese imperativo categórico, que para Kant
constituye la «ley fundamental de la razón pura práctica»,
se enuncia escuetamente:
«Obra de manera que la máxima de tu voluntad pueda al
mismo tiempo valer siempre como principio de una legislación
universal».
Quizá influido por Rousseau, a quien admira mucho, Kant sobrepasa
el criterio laico pero trivial de lo útil tan dominante en
todos los ilustrados, y pone en su lugar el criterio del rigor moral.
Obedecer la ley por interés es para Kant una degradación
equiparable a violarla, y por eso mismo la ley moral no se identifica
necesariamente con la ley positiva. Sin embargo, la libertad en Rousseau
es autonomía natural, una impulsividad no corrompida
por la civilización, mientras en Kant la libertad es lo contrario
del impulso natural y se identifica con el «rigor severo e inflexible»
de amar sólo la forma de la ley, lo a priori y universal.
Pero lo que se le había negado a la razón pura teórica
(la capacidad de conocer sin recurso a la experiencia y a una matematización
de las observaciones) revierte a la razón pura práctica.
Las ideas absolutas dejan de ser ilusión y se convierten en «postulados»
de la voluntad ajustada a la ley. Sólo para el sujeto moral y
a título de noúmeno ético tienen sentido
la inmortalidad del alma, la libertad y la existencia de Dios. De hecho,
la tarea de la eticidad es tan infinita que sólo partiendo de un
alma inmortal cabe plantearla. Inviable como silogismo no sofístico,
esta conexión de esfuerzo, infinitud y vida eterna cabe perfectamente
como postulado del alma moral.
3. Publicada en 1790 (dos años después que la Crítica
de la razón práctica, y nueve después que la
Crítica de la razón pura), la Crítica del
juicio investiga la tercera «facultad» humana fundamental
después del entendimiento y la voluntad, que es el «sentimiento
de gusto y disgusto», o si se prefiere, el sentimiento en cuanto
tal. Esta Crítica, que en bastantes aspectos constituye
la más brillante de las tres (aunque suele ser mucho menos citada),
no se refiere al juicio «determinante» objeto de la primera
ni al «imperativo» objeto de la segunda, sino a lo que Kant
llama juicio reflexivo o «reflexionante». Los términos
vinculados por el juicio reflexivo son lo subjetivo y personal por una
parte y lo universal por otra, de manera que su campo viene a ser la intersubjetividad
misma, una comunidad «estética» o directa del hombre
con el hombre sin pasar por el concepto teórico o la ley práctica.
El tratado tiene dos secciones completamente diferenciadas: la primera
se dedica a la belleza («crítica de la facultad estética
de juzgar»), y la segunda a la vida («crítica de la
facultad teleológica de juzgar»). En la primera sección
Kant define lo bello por contraste con lo agradable y lo útil.
Lo bello dice no está condicionado por un interés
nuestro, sino por un juego de formas carente de significación extrínseca,
libre, donde se realiza una armonía entre el sentimiento y el pensamiento.
Lo bello es por eso un objeto o un modo de representación desinteresado
«que complace universalmente sin concepto».
Pero lo que gusta por sí, como belleza, gusta en virtud de su limitación,
y Kant observa que hay otro orden de cosas y representaciones caracterizadas
por su ilimitación precisamente, a las que Kant incluye en lo sublime.
Hay un sublime «matemático» (lo absoluta o incomparablemente
grande), y hay un sublime «dinámico» (el poder irresistible
de las fuerzas elementales de la naturaleza), y ambos evocan un sentimiento
que combina pesar y placer, pavor y exaltación. En el caso de lo
sublime matemático, encerrarlo en representaciones finitas es también
«respeto», que hace manifiesta «la superioridad del
destino racional de nuestra facultad cognoscitiva sobre el poder de la
sensibilidad». En lo sublime dinámico hay una análoga
extensión de lo espiritual sobre lo sensible, cuando ante el hombre
no supersticioso las fuerzas naturales desencadenadas se convierten en
colosal espectáculo, evocando la idea de un Dios justo y
omnipotente. Lo sublime en general es por eso presencia de la idea
en la sensibilidad.
La segunda parte de la Crítica del juicio analiza «la
finalidad objetiva en la Naturaleza» a través del concepto
de lo orgánico. Destaquemos que Kant busca una finalidad objetiva.
Suponer que la naturaleza obra en virtud de intenciones es inadmisible
como juicio «determinante» y, sin embargo, negarse a considerar
ciertas estructuras de la vida como una organización de medios
con vistas a fines parece inútil y opuesto a la evidencia. Para
Kant, «lo que en un ser organizado se conserva a través de
su reproducción no debe jamás considerarse desprovisto de
finalidad». Se trata por eso de combinar aquello que hay
en lo viviente de «mecanismo» con lo que hay de «tecnicismo»
y dice la Crítica del juicio:
«Importa infinitamente a la razón no descuidar el mecanismo
de la Naturaleza en sus producciones y no dejarlo de lado allí,
pues sin él nada podremos comprender sobre la naturaleza de las
cosas. Aunque se aceptase que un arquitecto supremo ha creado inmediatamente
las formas de la Naturaleza, nuestro conocimiento de ella no habría
avanzado con ello lo más mínimo, pues en modo alguno conocemos
el modo de acción y las ideas de ese ser.
Por otra parte, es una máxima no menos necesaria de la razón
no descuidar el principio de los fines en los productos de la Naturaleza,
pues si bien no nos hace más comprensible la estructura de su
génesis, constituye un principio heurístico para estudiar
las leyes naturales particulares».
La divergencia entre un principio y otro cesa combinando a ambos en una
sola causalidad, donde lo mecánico sería precisamente «el
instrumento de una causa que opera teleológicamente». Al
mismo tiempo, esto es inadmisible para la razón científica,
y queda como síntesis tan sólo para el «juicio reflexivo».
Pero como tal criterio de la mera facultad de juzgar (no de razonar),
acaba reconduciendo al ser divino y a la inmortalidad del alma. Kant se
ha afanado en vano por hallar una finalidad objetiva en la naturaleza
como la que propondrán más tarde Spencer y Darwin,
pero la Crítica del juicio corona el edificio de la «filosofía
trascendental» con una nueva invocación a la existencia de
Dios, esta vez a través del sentimiento. La finalidad física
conduce a una finalidad moral que desemboca en teología pura y
simple y que se propone por primera vez en términos de religión.
Kant llama religión «al conocimiento de nuestros deberes
como órdenes divinas».
4. Siguiendo también aquí a Rousseau, Kant considera inseparables
moral y política; una es libertad interna y la otra externa, pero
es en virtud de la libertad en general como el hombre deja de ser un mero
objeto físico para constituir algo propiamente metafísico,
que «ha de tomarse siempre como un fin y nunca como un medio».
El opúsculo Sobre la paz perpetua (1793) constituye una exposición
filosófica de los ideales revolucionarios, que ya conoce la crueldad
del Terror pero no por ello retrocede ante las exigencias renovadoras.
La base de esta renovación será sustituir los Estados de
hecho por Estados de derecho, dotando a cada uno de estructura republicana
e integrándolos a todos en una Liga o Sociedad de Naciones no sometida
a ninguno, sino a un derecho internacional cosmopolita y pacifista, basado
en tres principios: a) evitabilidad de toda guerra; b) supresión
de cualesquiera ejércitos permanentes; y c) reconocimiento del
derecho a la independencia de cada Estado miembro.
Son sugestiones llenas de cordura, benevolencia y anticipación,
que honran a Kant y que tuvieron un peso notable en gestar la actual Organización
de Naciones Unidas. Honran a Kant tanto más cuanto que sus sucesores
filosóficos en Alemania van a apartarse enseguida del principio
cosmopolita. Estos principios de ciencia política se vinculan en
Kant con el germen bastante desarrollado de una filosofía de la
historia. En un ensayo anterior, de 1784, propone concebir sistemáticamente
el curso de la historia humana a partir de un designio general de la Naturaleza.
La historia es la especie humana separándose gradualmente de la
animalidad, que se crea a sí misma un universo acorde con lo ideal.
Hay abundantes traducciones y ediciones castellanas de las tres Críticas,
y alguna versión que reúne opúsculos sobre filosofía
de la historia, llamada precisamente Filosofía de la historia.