PREFACIO - TEMA XVI - TEMA XVII - TEMA XVIII

 

TEMA XVII. POSTULANDO LA EXPERIENCIA.

ESQUEMA-RESUMEN

1. EL EMPIRISMO INGLÉS
1.1. Una psicología del conocimiento.
1.2. El empirismo como idealismo
1.3. Las tesis liberales.


2. HUME Y EL “SUEÑO DOGMÁTICO”
2.1. El escepticismo psicológico.
2.2. Hacia una ciencia del Hombre.
2.3. La dignidad del comercio


3. ENTORNO Y TENDENCIAS DE LA ILUSTRACIÓN
3.1. La Enciclopedia.
3.1.1. Un Progreso lineal: los ideólogos y Rousseau.


4. UN PROGRESO NO-LINEAL.
4.1. Montesquieu
4.2. Smith
4.2.1. El análisis del mercado
4.2.2. Sentido del liberalismo

 

1. Como sistema filosófico, vimos ya que el empirismo nace con Aristóteles y se desarrolla a partir de él como escuela «peripatética». Su tesis básica es que los sentidos proporcionan los primeros elementos del saber. Deben, pues, atenderse los resultados de la observación antes que las deducciones por vía hipotética cuando haya disparidad entre ambos. El empirismo al que ahora nos referimos posee, por contraste, rasgos peculiares y puede considerarse un producto del temperamento inglés, visible ya en el medioevo gracias a Roger Bacon y Occam.
El formulador de la filosofía empirista en sus términos iniciales fue John Locke (1632-1704), nacido el mismo año que Spinoza. Cuando Locke llega a la mayoría de edad Inglaterra vive años críticos, que desembocarán en la victoria del Parlamento sobre la Corona, coincidiendo con el auge del puritanismo reformista encabezado por Cromwell. Durante once años queda abolida la monarquía, y cuando se restablezca será confiriendo el control político a la Cámara de los Comunes. Durante el breve reinado de Jacobo II, un católico, Locke se exila en Ámsterdam. Sus ideas políticas son ya conocidas, y a duras penas (escondiéndose en casa de unos amigos) evita una extradición que le hubiese costado la cabeza,. Sólo regresa con la incruenta «revolución gloriosa» (1688), un modo delicado de describir la triunfal invasión de Inglaterra por la diminuta aunque poderosa Holanda, que ofrece el trono británico a Guillermo de Orange. Locke obtiene entonces un importante cargo público, y un apacible retiro final en palacios de la alta nobleza.
Fue siempre un hombre de constitución física muy frágil, autodidacta en filosofía y con estudios de medicina, aunque nunca llegara a ejercer sistemáticamente la profesión. Amigo de Newton, que trató en vano de enseñarle matemáticas, su pensamiento ha ejercido una extraordinaria influencia sobre la mentalidad formalmente científica, hasta el extremo de que es algo así como la filosofía implícita en aquellas ciencias ajenas al filosofar mismo.


1.1 Si en los racionalistas se observa un apriorismo radical, lleno de conceptos tan osados como oscuros, en su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) Locke ofrece un esquema sencillo y sin sobresaltos, donde el punto de partida no es alguna unidad de lo real y lo intelectual sino la diferencia, -por no decir la recíproca ajenidad- de una cosa y otra. En vez de “la” razón ofrece una doctrina del common-sense o llano entender.
En primer lugar, el entendimiento no es el intelecto agente o nous poietikós de Aristóteles, diseminado objetivamente por el mundo como ímpetu orientado a una evolución de todo lo vivo. Hablamos del entendimiento como psiquismo, que -siendo un asunto subjetivo o nuestro, accesible a ejercicios de simple introspección- merece mirarse de modo genético o “histórico”, en vez de recurrir al hierático método geométrico de las proposiciones y axiomas, tan favorito de Descartes y Spinoza. Si miramos hacia dentro encontramos una «mente» (mind) que al principio es una hoja en blanco, vacía de caracteres, y para nada ideas innatas. Lo que llena este escenario en principio vacío es la experiencia, «donde se funda todo nuestro conocimiento y de la cual se deriva todo en último término».
La experiencia tiene dos fuentes. Una son las «sensaciones de cosas externas”, a las que desde el comienzo Locke equipara con “ideas”. Otra son las «operaciones internas de nuestras mentes». Siguiendo con su deducción, el Ensayo define las sensaciones de cosas externas como ideas «simples» o datos, que se refieren a cualidades primarias de las cosas (solidez, extensión y figura). De ahí pasamos a las operaciones internas de la experiencia, que dan lugar a las «ideas complejas» o reflexivas, que se refieren a cualidades secundarias (sonidos, sabores, olores, colores, movimiento, reposo).
Las ideas simples no son creadas ni destruidas por el entendimiento, no son definibles especulativamente y no son ficciones de la imaginación. Con las complejas sucede otra cosa, pues se refieren a “modos, substancias y relaciones”. De esto se deriva que las ideas simples son casi siempre adecuadas. Las ideas referidas a modos y relaciones podrían quizá ser tanto adecuadas como inadecuadas. Las ideas referidas a substancias son siempre inadecuadas. Dicho en otros términos, la alegada substancia general, y las substancias concretas, son un «no sé qué», suscitado por presunciones:

«No imaginando cómo estas ideas simples pueden subsistir por sí mismas, nos acostumbramos a suponer algún substratum en donde se apoyan, y lo llamamos substancia».

Esto no quiere decir, con todo, que las substancias no existan, sino tan sólo que —como decia Newton— «su naturaleza íntima nos es desconocida». Lo substancial se retiene, aunque elevado a incógnita. Visto algo más de cerca, hay tres tipos de substancias: 1) la yoica o nosotros mismos, que proviene de una certeza intuitiva; 2) los cuerpos del mundo, que provienen de una certeza sensitiva; 3) Dios o el creador, que proviene de una certeza demostrativa. De estas tres substancias sólo la primera es inmediata y absolutamente segura en cuanto a su existencia. Las otras dos existen también, aunque se infieran siempre de un principio causal.
La sencillez con que se resuelven los orígenes y límites del conocimiento tiene como contrapartida torrentes de simplificación. Es una filosofía tan escasamente analítica que contiene muy filosofía, y en vez de alcanzar un nivel dialéctico -donde los conceptos se traten como conceptos y se investigue la relación entre determinaciones lógicas o físicas- postula abandonar dogmatismos, aunque sin aplicarse del todo esa misma receta. Por ejemplo, vemos que en Locke el tiempo se «deduce» de una “sensación temporal”, y el espacio de “la distancia que percibimos entre cosas”. O también que tras considerar que los cuerpos sólo se mueven o dejan de moverse por principios mecánicos se adhiere luego tranquilamente a la dinámica atractiva. De Descartes y sus sucesores toma precisamente lo más escolar, la distinción entre complejo y simple, y no explica cómo pueda postularse algo inexperimentable y existente a la vez (la substancia)..


1.2. George Berkeley (1658-1753), un irlandés que llegó a ser obispo anglicano, mostró que los criterios del Ensayo llevaban a consecuencias imprevistas. En su Tratado sobre los principios del conocimiento humano exigió más coherencia al postular las ideas como representaciones. Una de dos: o solamente conocemos ideas y entonces toda noticia externa ha de considerarse algo mediado, indirecto, o bien no se trata propiamente de ideas sino de representaciones (esto es, copias o imágenes de una realidad externa), pues —de acuerdo con las premisas de Locke— nada puede decirse de lo que no sea una experiencia mía, y sólo una idea puede asemejarse a otra idea, combinándose con ella. Locke, prosigue Berkeley, reconoce incondicionalmente esto por lo que respecta a las llamadas cualidades secundarias, manteniendo (en línea con Galileo y Descartes) que no son pensables con independencia del órgano que percibe. Con todo, pretende evitar esta misma conclusión para las cualidades primarias (solidez, extensión, movimiento, figura), cuando las razones que valen contra el supuesto ser en sí de los colores, los sabores, etc. valen igualmente contra las figuras, los tamaños y la dureza. Por ejemplo, para que la extensión o el movimiento fuesen cosas externas, realmente «objetivas», sería preciso que la una no fuese ni grande ni pequeña, y el otro ni rápido ni lento, siendo así que estos rasgos están siempre implícitos en tales cualidades.
La conclusión inevitable de todo ello —partiendo de las premisas lockeanas— es que sólo podemos conocer nuestras determinaciones (las «ideas de sensación» y las «complejas»). Dado que nuestra mente es ante todo un conocimiento de cosas, las cosas son ideas. Lo que llamamos «ser» constituye en realidad algo definible sólo como «ser percibido». En vez de existir dos realidades, una exterior y otra interior, sólo hay una: la experiencia mental. Con la vista precisamos, por ejemplo, la figura o el tamaño de algo. Ahora bien,

«Yo veo esta roca, con su magnitud y su distancia, en el mismo sentido que la oigo cuando escucho pronunciar su nombre».

Como todo lenguaje es algo instituido por una mente, y toda sensación es significado y signo, lo que en verdad existe de modo empírico —las substancias incognoscibles aunque reales— son las distintas mentes. Locke había dicho que las «ideas de sensaciones» o ideas simples las recibe el entendimiento pasivamente del exterior, y ahondando en el apoyo que le presta el Ensayo, Berkeley corrige: no las recibe de fuera simplemente, sino del «fuera» que es Dios, la mente universal.
Berkeley no sólo redactó esta poderosa objeción al empirismo de Locke como tal crítica, sino que creyó posible sostenerla como filosofía ajustada a lo real. Sin embargo, la precisión que presenta como negativo del cliché empirista ingenuo se disuelve en un idealismo elemental cuando pretende constituirse en sistema del saber. Hume se encargará de demolerlo.


1.3. Spinoza había afirmado, en el Tratado teológico-político, que «el fin del Estado es la libertad individual», y que los individuos tienen derecho a la insumisión si el gobierno pretendiera desviarse de esta meta. En el inconcluso Tratado político, su última obra, había definido la democracia como «aquel régimen donde los regidos por las leyes de un país no son súbditos de nadie». Locke —cuyas ideas filosóficas son tan diametralmente distintas del spinozismo— participa por completo de su teoría política..
Para él el poder del rey no puede ser absoluto ni derivarse de Dios, y el «estado de naturaleza» no es tampoco la guerra civil alegada por Hobbes, porque antes del pacto social hay una «ley ínmanente de la razón». Este derecho natural —prosigue— concierne a dos poderes elementales e inalienables: el de propiedad, «fundado sobre el trabajo y limitado a la extensión de tierra que un hombre puede cultivar», y el de patria potestad, derivada de ser la familia una institución natural y no sólo política.
De esta lex insita rationis se deriva que el poder político es un “delegado” del pueblo, y no puede por eso mismo hacer lo que quiera. El pacto entre gobernante y súbdito es bilateral, y la rebelión constituye un derecho constante para los segundos si el primero cae en opresiones. Hacia dentro y hacia fuera un Estado justo practicará la tolerancia, aunque ésta contiene dos excepciones: será intolerable cualquier tipo de «papismo» (porque admite la intervención de poderes extranjeros) y también cualquier forma de ateísmo (pues la fe en Dios constituye el fundamento del derecho natural).
Más interesante y original que esto –expuesto en la Carta sobre la tolerancia- es aquello que aclaran los dos tratados Del gobierno (1690), que rompen explícitamente con el feudalismo. “Llamo propiedad a vida, libertad y bienes”, dice allí, consciente de que hasta entonces propio ha sido interpretado como algo separado de trabajo, unido de un modo u otro con cuna, fuerza bruta o dogma. Locke propone que abandonar el primitivismo significa trocar “subordinación” por igualdad jurídica, reclamando consentimiento donde el orden previo reclamaba sometimiento, autonomía donde exigía dependencia de casta y gremio. En vez de soberanos asegurando la escala jerárquica, habrá mandatarios civiles temporales y revocables (“magistrados”). Mandantes serán los que tienen alguna propiedad cuyo origen no sea una asignación en virtud de “necesidades”, otorgada por la condescendencia de algún señor feudal, sino fruto del esfuerzo laboral concreto hecho por cada uno. Dicha meritocracia podrá ser exigente, pero rompe con la crueldad infinita que acompaña al orden cerrado. Donde había solidaridad de casta hay contratos, individualismo libertario. Otra cosa contravendría la voluntad del Dios deísta o impersonal que Locke profesa, a quien llama en ocasiones “ley de naturaleza”.

2. «El mundo no es sino variedad y desemejanza», había dicho Montaigne, al tiempo que veía al hombre renacentista «sin socorro del exterior». Desde esas ruinas del medioevo imperial y teocrático, Descartes presentó la razón como certeza subjetiva. Spinoza y Leibniz quisieron desarrollarla objetivamente, pero los verdaderos intérpretes de la novedad cartesiana —el subjetivismo— fueron los empiristas ingleses encabezados por Locke y Newton, contradictores formales de casi todo aunque fieles al fondo metafísico del yo, y acordes con la doble substancia (mental y material). Fue Berkeley quien mostró cómo el principio empírico a la inglesa llevaba a absorber el ser en la percepción o a contradecirse. Pero tanto Descartes como Newton, Locke y Berkeley siguen confiando en el conocimiento «racional», y todos sin excepción hacen hincapié en el concepto de causalidad. Ahora toca comprender que la premisa empírica moderna sugiere una posibilidad adicional: la de que todo eso sea una ilusión inducida por el hábito.
Quien plantea semejante cosa es el escocés David Hume (1711-1776), un hidalgo que hubo de interrumpir sus estudios de leyes por penurias económicas, y que acabó desempeñando importantes puestos diplomáticos. El tenaz autodidactismo le permitió acabar siendo un filólogo que dominaba de memoria toda la literatura grecorromana, un historiador de primera fila, uno de los padres fundadores de la economía científica, un teórico político comparable con los más influyentes de todos los tiempos, el primer psicólogo en formular el principio de la asociación y un filósofo que vapuleó como nadie la inercia intelectual de su tiempo. A su inteligencia unía el talante menos doctrinario que darse pueda, y la suma de ambas cualidades no sólo hizo de él el filósofo antidogmático por definición, sino quizá el mejor escritor –por estilo, agudeza e ironía- recordado hasta él en la historia del pensamiento.
No podemos entrar aquí en el detalle de tantas aportaciones al saber, y nos reduciremos a dos: el Hume filósofo escéptico, y el Hume “moralista”, mejor calificable como científico social .

2.1. La filosofía de Hume se encuentra ante todo en el Libro I de su voluminoso Tratado de la naturaleza humana (1739-40), una obra publicada antes de cumplir los veintiocho años que a su juicio “nació muerta de las prensas”, cuyo rico contenido le sirvió para publicarla luego –aún más pulida estilísticamente- en forma de ensayos y colecciones de ensayos, cuya recepción –al revés de lo sucedido con el Tratado- fue entusiasta..
La primera parte del Libro I introduce una distinción entre impresiones sensoriales e ideas. Las primeras tienen la viveza de una sensación actual, mientras las segundas son reflejos de éstas en el entendimiento, sostenidas mediante la memoria y por lo mismo más débiles. La adecuación o veracidad de una idea dependerá de que podamos asignarle una o varias «impresiones». Si no es así se tratará de una «ficción».
Sin embargo, aunque no se trate de alguna ficción el entendimiento tiende a creer que sus percepciones en general (impresiones e ideas) le permiten inferir cosas sobre los objetos de dichas percepciones, como por ejemplo la existencia. Esa inferencia, por cuyo medio el entendimiento penetra en el futuro y deja atrás las ideas sostenidas por la memoria (siempre relativas a cosas pasadas), constituye siempre una suposición causal, un nexo de principio-consecuencia entre dos o más eventos. Estamos convencidos de que la cacerola se calienta porque la pongo sobre el fuego, y de que se calentará cualquier cacerola que se ponga al fuego, hasta el extremo de considerar necesaria la conexión entre calentamiento y calor.
Hume considera que llamamos necesidad a una «creencia», compartida personalmente por él (“desde luego”) aunque basada sobre cierta «suposición inverificable». Sólo sabemos que “cuando alguna palabra no corresponde inmediatamente a una impresión se asocia con otra y otra”. Asociar, nuestra regla intelectual, no es equiparable a captar algo objetivo, exterior. Y creer en la causalidad constituye «un acto de la parte sensitiva más que de la parte pensante» originado en la costumbre (custom). Para que hubiese conexión real —y, por tanto, necesidad— sería preciso que las impresiones no fuesen impresiones o puros hechos. Puesto que son puros hechos (más o menos sucesivos en el tiempo, más o menos contiguos en el espacio), todo suponer algo futuro a partir de otro algo pasado o presente será un acto de fe. Como todo conocimiento propiamente dicho se basa en concatenar inferencias, todo conocimiento es en realidad un creer. Así consuma el empirismo inglés su autocrítica.
Discutible o indiscutible, para llegar a esta conclusión Hume ha construido un gran concepto, omitido por Bacon, Newton, Locke y Berkeley; a saber: que el enlace entre impresiones no viene dado con ellas. Armado de ese concepto no le cuesta nada aplica el bisturí escéptico a los principales convencimientos de su época. Lo primero en sucumbir como realidad objetiva es la existencia de un mundo exterior, extra-mental. Cosa semejante acontece con la existencia de Dios, que al no constituir objeto de impresión alguna sólo se infiere de razonamientos finalistas, vinculados al tipo más problemático del problemático nexo causal. Sólo resta entonces volverse sobre el núcleo subjetivo que es la identidad personal, el yo. Pero no hay impresiones invariables sino sólo emociones distintas, que se suceden unas a otras, y el yo no es ninguna impresión. Por lo mismo, queda relegado al estatuto de las substancias en Locke: un substrato hipotético para la serie de los actos psíquicos, una idea inadecuada e incapaz de llevarse a la claridad. Lo que nos parece identidad propia reconciliándose a lo largo de la experiencia es sólo una función de la memoria. Ya hubieran querido para sí esta contundencia Pirrón, Enesidemo o Sexto Empírico.
Lo que en última instancia explica, según Hume, toda la confusión entre ideas científicas y creencias interesadas no es que el mundo presente rasgos racionales como la regularidad o la acción recíproca de sus elementos, sino el componente básicamente irracional del ser humano. Un contradictor objetará que si la experiencia acumula impresiones carentes de enlace propio entre ellas ¿de dónde vienen las «creencias», sino de un mundo donde se reproducen idénticas o muy análogas condiciones? Caso de ser esto así ¿por qué coinciden nuestros hábitos con regularidades de las cosas? Pero Hume no está interesado en discutir semejantes cuestiones, sino en subrayar una pugna entre la razón y el instinto, donde éste ocupa el lugar del contenido y aquélla el de la envoltura. Sólo hipócritamente puede pretender la razón que rige nuestra conducta, pues lo verdadero y lo justo arrancan del sentimiento.
Recapitulemos. El subjetivismo, que ha cifrado la substancia en el yo y reduce lo corpóreo a magnitudes inertes, desemboca en algo irracional como fundamento. Se han extraído con ello las conclusiones finales de plantear la razón como entendimiento humano, pues el hombre es un animal guiado por instintos y deseos. La razón tiene casi nada o nada de objetivo, y casi todo o todo de rutina psíquica. La cuestión del conocimiento queda así lista para que Kant la aborde con brío, ya que Hume le ha despertado del “sueño dogmático”.


2.2. Lo que Hume tiene de escéptico en metafísica le permite partir de una razón “crítica”, sin pretensiones de infalibilidad, con la cual opera como sociólogo, psicólogo, antropólogo, economista, historiador y teórico político. Su norte es una ciencia del hombre, de toda la “naturaleza humana”, que irá dibujando ensayo a ensayo. Emplea allí un método inductivo sumamente flexible, como tomar algunos ejemplos históricos al analizar cada asunto, y lo que acumula son proposiciones de un epicúreo sui generis, tan apasionado por el conocimiento como cautamente optimista sobre el porvenir de la especie. Siempre se consideró ante todo un “moralista”, y en cuanto tal pensaba que tendemos más a la simpatía que a la falta de compasión. El origen de la moralidad son “sentimientos de aprobación y desaprobación” ante lo útil o inútil de nuestra circunstancia y la ajena. Esto inspira a su amigo Adam Smith, doce años más joven, la Teoría de los sentimientos morales.
Como economista ha dejado algunos análisis que siguen pareciendo perfectamente válidos -el flujo automático de efectivo entre países, por ejemplo-, y dio el varapalo definitivo a la seudo-teoría económica llamada pensamiento mercantilista. Para esto le bastó invertir todas y cada una de sus hipótesis (que la riqueza es dinero y no bienes, que los intereses bajos delatan sobreabundancia de dinero, que es posible vender siempre sin comprar nunca, que la riqueza del vecino perjudica).También esbozó el teorema de los costos comparados (o ley de Ricardo), en cuya virtud las propias diferencias de recursos, clima, población, etc. hacen siempre beneficioso el intercambio de bienes y servicios entre países.


2.3. Legendario anticlerical, no acabaremos de comprender a Hume sin considerar el precedente de Bernard de Mandeville, un médico holandés que reside en Londres y publica en 1705 una alegoría de inmenso éxito sobre el vicio y la virtud. Vicio equivale a “egoísmo”, que trasladado a dimensiones sociales es –como dice San Agustín- “comprar barato y vender caro”; virtud es altruismo, desprendimiento constante. Teniendo en mente la justicia “social” evangélica, y su correlato de ideales ascéticos, Mandeville expone algo como lo siguiente:

“Mientras los miembros de una colmena humana se compensaban unos a otros con gustos, vicios y virtudes distintos y opuestos, la templanza y sobriedad de unos posibilitaba la satisfacción de los apetitos desenfrenados y la glotonería de otros; el amor a la calidad daba trabajo a millares de pobres, y la colmena prosperaba. Cuando un día los miembros quisieron convertirse en virtuosos, y desterrar los vicios, resultaron inútiles los artesanos que trabajaban para satisfacer las vanidades de otros, los abogados mantenidos por litigios, los empleados de tribunales y prisiones. Y la colmena se tornó mísera. El vicio es, pues, necesario tanto como la virtud para la prosperidad de una nación.”

Limitada a unos 400 versos, esta ultrajante blasfemia (a juicio de tantos contemporáneos) vendió innumerables copias, hasta que Mandeville reconoció en 1714 su autoría e hizo importantes añadidos, cambiando también el título. Desde entonces iba a ser: “La fábula de las abejas o vicios privados, beneficios públicos. Conteniendo varios discursos para demostrar que las debilidades humanas pueden tornarse en ventaja para la sociedad civil, y ocupar el lugar de las virtudes morales.” Mandeville se burlaba de Shaftesbury, el mentor de Locke, con sus invocaciones a una rectitud innata del ser humano; pero mucho más aún del simplismo tradicional y sus condenas. Véase despreciar la economía, con “una vanidad que mendiga adulación.,” o aborrecer en particular el lujo, cuando “su falta sólo estimula desempleo y menos ventas”.1
Bajo el sarcasmo hay una conciencia de que lo básico en la vida humana –las lenguas, los mercados, las técnicas- no viene de alguna organización intencional o voluntaria, sino de movimientos complejos e impersonales. Mandeville “nunca mostró con precisión cómo se forma un orden sin previo designio, pero puso fuera de toda duda que así ocurre,”2 prefigurando conceptos de desarrollo y evolución. La sociedad aparece como armonía espontánea construída sobre el vicio social de querer comprar barato y vender caro, una armonía tan distinta del matrimonio clásico entre tiranía e hipocresía como un grupo civilizado y próspero lo es de un grupo salvaje y mísero. La colmena rica ha sustituido los sermones teológicos por un imperio de la ley, y a diferencia del dogma el Derecho se adapta a que la ganancia sea el alma de la vida social, reconociendo en ella un interés común sostenible. Limitados sus jerarcas “por normas escritas, todo lo demás sobreviene rápidamente [...] Ningún grupo permanecerá mucho tiempo sin aprender a dividir y subdividir el trabajo.”3
Hume es el primero en darse cuenta de que esta perspectiva representa a la ciencia, y que todo proceso colectivo (social, económico, político) exhibe un tipo de orden ni subjetivo o decretado por alguien ni fruto de una pura necesidad mecánica o exterior. Es más bien algo que va inventándose a cada paso, reteniendo lo útil y descartando lo inútil, una entidad unitaria integrada por muchas personas que no puede considerarse persona. Aplicado a teoría política esto significa aplicarse a percibir tendencias, signos evolutivos, en vez de pontificar sobre la superioridad de tales o cuales formas de gobierno. Como liberal que es, sólo le preocupa finalmente que el orden espontáneo o autoproducido en las totalidades sociales se deje tentar por un voluntarismo simplista, y quiera retroceder de la igualdad ante la ley a una igualdad material, como la propuesta por el Nuevo Testamento. De ahí un texto que encontramos en su Investigación sobre los orígenes de la moral (1751), concretamente en el capítulo sobre la justicia:

“Dividamos las posesiones de un modo igualitario, y veremos inmediatamente cómo los distintos grados de arte, esmero y aplicación de cada hombre rompen la igualdad. Y si se pone coto a esas virtudes, reduciremos a la sociedad a la más extrema indigencia; en vez impedir la carestía y la mendicidad de unos pocos, estás afectarán inevitablemente a toda la sociedad. También se precisa la inquisición más rigurosa para vigilar toda desigualdad, en cuanto ésta aparezca por primera vez, así como la más severa jurisdicción para castigarla y enmendarla. Pero tanta autoridad tendría que degenerar pronto en una tiranía, que sería ejercida con graves favoritismos.”

3. En Francia el movimiento «ilustrado» es en origen una difusión admirativa de la cultura inglesa. Voltaire cree que Newton y Locke son «árbitros definitivos de los poderes y límites que el espíritu humano puede alcanzar». Pero del racionalismo especulativo queda el proyecto de que el saber humano sea uno y se apoye en la razón, ahora tanto más sostenible cuanto que sus pretensiones dogmáticas han sido puestas de relieve, y tras Hume es ya razón ”crítica”. Descartes, Spinoza y Leibniz —apartados momentáneamente por «metafísicos»— han servido para insistir sobre lo racional como meta alcanzable. Ahora se trata de aplicar esa brújula al mundo cotidiano, empezando por el hombre mismo.
Por otra parte, se diría que en este período no hay tiempo para filosofar sistemáticamente, y en lugar de conceptos propiamente dichos hallamos escritores rebosantes de ingenio irónico como Voltaire, o de exaltación entusiasta como Rousseau, que resultan profundamente acríticos por lo que respecta sus propios prejuicios. Les reúne una denuncia del Viejo Régimen, normalmente captado como foco de una general corrupción, cuya mayor insolencia es seguir haciendo valer ajados disfraces. Es esencial para este espíritu demoler los «ídolos» del “oscurantismo”, poniendo en su lugar una razón analítica (por contraste con la sistemática de los racionalistas previos). Sapere aude: «atrévete a saber», ten el coraje de usar tu entendimiento. He ahí la divisa del Siglo de las Luces.
Philosophes mucho más que filósofos, los adalides iniciales de La Luces atienden a una curiosidad cultural de alguna manera parecida a la atendida por los sofistas griegos —una curiosidad próxima no pocas veces al esnobismo—, que quiere iluminarse e iluminar a los hijos. Acontece entre la burguesía, que tiene intereses de renovación y secularización, y ahora también entre la aristocracia y las propias cortes reales, donde lo anticlerical y reformista del nuevo espíritu produce escándalo de puertas afuera, a la vez que rendida admiración de puertas adentro. Uno de los grandes apoyos secretos de Diderot es, por ejemplo, Madame de Pompadour, favorita de Luis XV. Lógicamente, los ilustrados querían reformas, no revolución, y que ocurriese esto último pudo deberse en Francia a la avidez y arrogancia del Viejo Régimen. Federico II de Prusia aprendió —entre otros de Leibniz, protegido y consejero de su madre— que era posible aceptar una racionalización pacífica, con tranquilas mejoras. Instauró tolerancia religiosa, reformó la administración de justicia, puso frenos al gasto público y pospuso largamente las convulsiones sociales en su reino. Pero Federico el Grande —prototipo del «déspota ilustrado»— fue una excepción, a cuyo amparo se gestan Kant y esa gran filosofía alemana que convertirá Berlín en lo único hasta hoy comparable con la vieja Atenas.


3.1. También titulada Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, la Enciclopedia fue una titánica empresa del escritor y traductor Denis Diderot –y en medida mucho menor del matemático D’Alembert- que tuvo el apoyo de los principales pensadores y científicos del momento. Entre 1751 y 1772 Diderot compiló sus primeros 28 volúmenes, que siguen constituyendo una obra de extraordinario interés. Fue pensada por él como máquina de asedio contra “la superstición”, y efectivamente encolerizó a diversos inquisidores, que consiguieron prohibirla -total o parcialmente- durante décadas y décadas en toda Europa.
El concepto capital de Diderot y los enciclopedistas es el Progreso, un camino gradual hacia la perfección humana que pende de difundir las luces de la razón y la ciencia. La Naturaleza —incluyendo en ella al hombre— aparece allí como una armonía puntual de todo. Por otra parte, su obrar se concibe como resultado de influjos puramente mecánicos. Ya sabemos (por Newton) hasta qué punto una mecánica puede contener hipótesis metafísicas, pero los ilustrados apenas dedican atención a cuestiones metafísicas. Algunos, como Robinet, exaltan el «Dios desconocido», otros se conforman con el «Ser supremo» de Voltaire, y otros como d’Holbach o Helvecio hablan del «Gran Todo». Los ateos transfieren a una matiére eterna, única, regular y guiada por la ley del mínimo esfuerzo la causa de todo. Los deístas proponen un cristianismo sin misterios o «religión natural», que tras aseverar que Dios existe y es el autor del mundo considera imposible saber nada más sobre él. Sólo les parece seguro que la Creación no fue un acto libre sino necesario del Ser Supremo, por lo cual no cabe responsabilizarle del mal. También sostienen que la intervención del Ser Supremo cesa una vez creado el mundo. Es una religiosidad educada, que no estorba el Progreso.
El principal problema de una Naturaleza que sólo opera por influjos externos (mecánicos) es omitir lo esencial del Progreso, que supone una evolución. Poco o nada determinista, el proceso evolutivo combina lo impersonal y lo personal de un modo impredecible (por intrínsecamente complejo), y si reducimos la evolución a principios mecánicos deterministas lo que surge es un impulso a cumplirla ya, sin demora y por nuestros propios medios. Esta tendencia no puede considerarse evolucionista, aunque jure por el Progreso, y lo que resulta de ella es un voluntarismo simplificador por definición, que logrará todas sus metas disciplinando al ser humano con premios y castigos “ilustrados” o “sutiles”. De ahí dos ramas no sólo distintas sino contrapuestas, una propiamente evolutiva -que destaca lo impersonal y no mecánico de los procesos- y otra edificante o utilitarista, que en vez de laissez faire, laissez passer se propone intervenir mucho más de cerca.
Una rama suscita las ciencias sociales, y lo que luego se llamará institucionalismo, pues no estudia seres sólo de razón ni sólo materiales, sino seres mixtos como el mercado, la legalidad, las lenguas, los sistemas de parentesco, los estamentos, etc.-, y acaba siendo el corpus del pensamiento liberal. La otra rama, que genera proyectos de ingeniería social con fines eugenésicos (“mejorar la especie”), informará el alma jacobina de Robespierre y acaba desembocando en pensamiento socialista por un lado, y por otro en conductismo psicológico. Empecemos por esta segunda rama

3.1.1. Como acabamos de ver en Mandeville y Hume, se ha llegado a una comprensión afirmativa de lo egoísta y pasional en el hombre, ligada al concepto laico del provecho que es lo útil. De esto deducen los philosophes que gobernantes y educadores deben partir siempre del interés particular, pues ni la razón ni el altruismo ejercen influencia real en la inmensa mayoría de los hombres. Desarrollan así el despotismo ilustrado -con su lema «todo para el pueblo, pero sin el pueblo»-, instando una pedagogía de masas que sustituya la moral de premios y castigos en otra vida por un sistema de “medidas disciplinarias”, apto para canalizar sin “quimeras metafísicas” toda conducta. Es una prefiguración de las técnicas que hoy conocemos como condicionamiento, basadas en implantar “reflejos”, cuya ventaja según el barón D’Holbach está en sustituir los decretos sanguinarios del déspota preilustrado por una trama de “ataduras tan invisibles como mucho más tenaces”.
El tratado L’Esprit, de Helvecio, otro philosophe, considera el alma como una mera consecuencia de estímulos y condiciones externas. Todas las ideas morales se reducen a estados inmediatos de placer y dolor. En vez de una teoría del conocimiento y una ética, Helvecio y colegas como Destutt de Tracy proponen una disciplina especial —la «ideología»— dedicada a estudiar cómo las sensaciones de gusto y disgusto engendran los pensamientos. Durante el período revolucionario posterior, la «ideología» se enseñó en las escuelas francesas como sustitución de la filosofía. Todos estos escritores se dirigen cumplidos muy abundantes, en un ejercicio de autocomplacencia ciertamente insólito en historia del pensamiento, y –como observa Schumpeter- “el mejor antídoto para sus pretensiones consiste en leerles”.
La mayoría de los ilustrados eran cortesanos que combinaban una fe en el Progreso con la más absoluta desconfianza hacia el hombre medio, y a veces –como en el caso de Voltaire- admiradores del despotismo asiático, que recomendaban a Luis XV “parecerse más al sabio emperador de la China”. Pero en el auge de las ideas ilustradas aparece Juan Jacobo Rousseau (1712-1778), hombre cuna humilde y vida azarosa, músico y gran escritor, básicamente autodidacta, que redacta algunos artículos de la Enciclopedia y acapara enseguida el odio de los ilustrados palaciegos (Voltaire le llama «sombrío energúmeno», «retrasado gótico» y «enemigo del hombre»), no menos que un enorme éxito popular. Como constatamos desde su Discurso sobre el origen de la desigualdad (1752) Rousseau es en buena medida un teólogo, que no comulga con el agnosticismo de la época, y expone una convicción en la bondad natural del hombre. Frente a la «pandilla de los holbachianos», como él les llama, Rousseau preconiza lo contrario de la manufactura legal de súbditos y el dirigismo paternalista. Al pueblo, dirá, le sobra pedagogía y le falta autonomía; su abyecta situación material y espiritual viene precisamente de ser tomado como un menor de edad (paidos) por sucesivos estamentos desde el comienzo de la historia. Lo mejor que puede hacer es alzarse sin demora contra unas formas de convivencia que asfixian su verdadera naturaleza.
El ideal revolucionario —libertad, igualdad, fraternidad— lo legitima una antropología que niega la maldad humana básica -impuesta como dogma de fe por Lutero y Calvino desde el Renacimiento-, y piensa las civilizaciones como tránsito de “la primitiva inocencia a la corrupta sofisticación”. El contrato social (1762) propone no especular sobre un acto pasado, como pretende Hobbes, donde nuestros ancestros cedieron a otro un poder absoluto para evitar la «guerra de todos contra todos», procurándose así seguridad individual. Lo urgente es reunirse ahora cada pueblo para redactar una constitución donde «cada uno, uniéndose a todos, sólo se obedezca a sí mismo, y permanezca tan libre como antes»; o, en otras palabras, donde haga un trueque de “derechos naturales por derechos civiles”. La meta del orden político no es la seguridad sino la libertad, porque ser libre no constituye un estado entre otros para el hombre, sino su naturaleza misma, la substancia última de la condición humana, aquello que llamamos también pensamiento, y sin lo cual se perpetúan todas las miserias. Esta es una idea grande y profunda, que inspirará los procesos revolucionarios en América y Europa, subyaciendo a todo el movimiento romántico posterior.
Al mismo tiempo, el alegato sobre un salvaje “ingenuo y feliz”, que fue arrancado de su “edad de oro” por la civilización, ofrece no pocos ingredientes de sermón místico e incoherencia teórica. El primero -y el más grave por sus repercusiones prácticas- es una idea arcaica de nación, que como «soberanía indivisible» legitima toda suerte de atropellos ya en la revolución francesa. El deslinde entre «voluntad de todos» (finalmente egoísta y regida por el criterio de la mayoría simple) y «voluntad general» (voz infalible de la Nation, guiada sólo por el bien), va a emplearse contra el principio de la división de poderes, contra el Estado federal, contra la preservación de la diferencia interior y contra los derechos de las minorías. Esa infalibilidad e individualidad de la volonté generale tiene bastante de victoria póstuma del Papado (cuyo representante simboliza lo indivisible e infalible), y de todas las instituciones teocráticas que en principio iban a ser destronadas por la revolución libertaria.

4. Junto a estas ideas sobre el Progreso –unas veces muy cortesanas y otras veces muy rústicas-, encontramos también conceptos propiamente científicos sobre las sociedades y su respectiva organización política. En vez de autocomplacencia, voluntarismo, simplismo y construcciones lineales hallamos una admirable combinación de flexibilidad y solidez conceptual.


4.1. Cronológicamente lo primero que encontramos es El espíritu de las leyes (1748), un monumental tratado del aristócrata Montesquieu, que –como exclamó Hume- “conquistará la admiración de todas las edades”, y que entra pronto (1751) en el Index Librorum Prohibitorum. Fruto de amplísimas observaciones sobre distintos tiempos y lugares, que se combinan con un gran rigor analítico, esta obra prefigura la antropología cultural, la sociología y la jurisprudencia en sentido moderno, siendo como obra de teoría política quizá la más completa e influyente de todos los tiempos.
Montesquieu presenta cada cultura como totalidad sintética –superior siempre a la suma de sus partes o elementos-, un concepto que contrasta de manera muy viva con el simplismo de los philosophes a la hora de entender instituciones y procesos. Gracias a ello puede abordar los Estados como “todos” regidos por una lógica interna distinta de la persona del soberano a quien se encomiendan. Hasta El espíritu de las leyes la oposición entre un derecho positivo ilimitadamente diverso y un derecho natural único había inclinado a posiciones escépticas, cuando no unilaterales, pero Montesquieu demuestra –de modo muy satisfactorio- que en realidad hay poco lugar para lo arbitrario. Cada forma de gobierno debe ser tratada como una variable general que se despliega en un sistema reglado de funciones específicas (las pautas aplicadas a cada campo normativo o legislable), y conociendo un dato determinado —por ejemplo, el régimen de libertad política en un país— es posible inferir con alto grado de aproximación grandes sectores del ordenamiento allí vigente.
Admirador del sistema político inglés, Montesquieu lo sintetiza genialmente avanzando –y defendiendo- el principio del equilibrio de poderes (al que llama «moderación» en el gobierno). El poder legislativo, el ejecutivo y el judicial deben hallarse en manos distintas siempre, o se traicionará el fin primario de las formas políticas en general, que es producir el máximo de libertad dentro de un orden. En vez de clasificar estas formas como monarquía, aristocracia y democracia (con sus correspondientes degradaciones a tiranía, oligarquía y demagogia), como hizo Aristóteles, El espíritu de las leyes analiza tres variables, vinculadas respectivamente al reino del miedo, el honor y la virtud. El miedo es condición y resultado del despotismo. El honor es condición y resultado de la monarquía. La virtud –tanto de magistrados como de ciudadanos- es condición y resultado de la república. Personalmente, añadió, él desconfiaba de las monarquías por contener una “tendencia” al despotismo.


4.2. La obra equivalente en teoría económica a Montesquieu es la Investigación sobre naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, un tratado no menos monumental, profundo y sistemático escrito por un amigo y discípulo de Hume, el también escocés Adam Smith (1723-1790). El libro aparece en 1776, el mismo año en que Jefferson redacta la Declaración de Independencia norteamericana, y es en cierto modo una continuación del muy importante texto que Smith había redactado para sus alumnos de Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow, la Teoría de los sentimientos morales (1759).
Su precedente inmediato son los «fisiócratas» franceses (Quesnay, Turgot, Du Pont de Nemours), que si bien tienen a la agricultura como única fuente real de riqueza, y consideran “parásitos” al comerciante y al industrial, son los primeros en captar la formación y distribución de bienes en forma de totalidad sintética, perfilando así la economía política como disciplina científica. Quesnay, que como Locke y Mandeville fue un médico –y nada menos que de Luis XV- confeccionó su famoso Tableau economique (1758), donde expone en forma diagramática el flujo de pagos recíprocos entre los diversos sectores, y Turgot concibe ya el equilibrio general (o de la economía en su conjunto). Smith opone al principio fisiocrático un principio “librecambista”, donde la fuente primaria de riqueza son el comercio y la industria, y sólo en segundo término la agricultura, pero ambas escuelas coinciden en atacar tanto el dirigismo como el proteccionismo económico, sosteniendo que la prosperidad resulta siempre de conservar una competencia.
La introducción a La riqueza de las naciones propone “el trabajo como fondo que sufraga la vida de una nación [...] sea cual fuere el suelo, el clima o la extensión de su territorio.” Dicho fondo depende de “la aptitud y sensatez con que se trabaja normalmente,” y también de la “proporción de empleados y desempleados”. Con todo, la primera variable es mucho más decisiva que la segunda para la “abundancia,” como demuestra la sistemática penuria reinante en sociedades tribales, si se compara con “sociedades grandes, civilizadas y emprendedoras,” donde buena parte de la población no trabaja, y a pesar de ello “se halla abundantemente provista”.


4.2.1. Smith aborda su tema –causas de riqueza y pobreza para las sociedades- de un modo completamente científico, combinando exhaustivas informaciones de detalle con instrumentos analíticos adaptados a ellas, y partiendo del desarrollo objetivo como concepto. La institución nuclear que examina –el mercado- es un fenómeno tan espontáneo como complejo, que no obedece a plan consciente y, con todo, opera como una estructura global que regula minuciosamente cada una de partes o elementos (precios, salarios, rentas, asignación de recursos, etc.). Con lógica impecable, Smith constata que el grado de división del trabajo depende del tamaño de cada mercado, por más que ese tamaño no sea sólo cierto volumen en bruto sino una medida de la variedad y finura que corresponde a los bienes y servicios allí ofertados. Esto depende a su vez de la libertad comercial e industrial vigente, pues monopolios (gremiales o no gremiales), aranceles sobre la importación, trabas a la exportación y otras injerencias en el proceso natural o inconsciente de producción y consumo pueden torcer el principio competitivo hasta asfixiar la vitalidad del mercado mismo, como acontece por ejemplo en los países dedicados a algún monocultivo, o donde los jerarcas abruman con peajes cualquier tránsito de mercancías.
La economía de un país es, por tanto, un sistema vivo de complejidad infinita, reflejo inmediato de la objetividad real que son tales o cuales sociedades, donde el estado de cosas en cualquier sector se transmite antes o después a todos los otros, sin que se pueda –pongamos por caso- subvencionar una rama sin des-subvencionar a otras, o acumular metálico venido del exterior sin producir una elevación interior de los precios. Smith inventa la “teoría económica” con una portentosa visión de conjunto, que le permite y examinando los “”si”...”entonces” en toda suerte de procesos locales y generales. Pero estos grandes logros analíticos palidecen ante la grandeza del concepto básico, que es una organización sin organizador, “obra humana aunque no del designio humano” como dijo el neoescolástico Molina, y nada de extraño tiene que a Darwin se le ocurriese escribir La evolución de las especies mientras leía el Wealth of Nations.
Nuestra especie no es social porque lo mande algún dios o profeta, sino porque sólo impersonalmente se eleva a más sabiduría y cumplimiento. Esa impersonalidad la sostienen individuos concretos, dotados por ello de derechos inalienables; pero el progreso requiere una medida de acrecimiento gradual y sutil que desborda nuestra finitud particular. Comparado con este crecer -que es imperceptible para periodos cortos de observación, y desborda el campo de cualquier ojo- todo decreto regulador queda en mero barniz de la realidad, o pretende suplantarla con toscos esquemas. Finalmente, que las naciones sean ricas o pobres depende ante todo de su civismo, lo cual depende a su vez de superar el orden de la magia y la fuerza con una alternativa basada sobre intercambios voluntarios. La Fábula de Mandeville se resume en el tratado de Smith con un párrafo célebre:

“En la mayor parte de las circunstancias el hombre reclama la ayuda de sus semejantes, y en vano podrá esperarla sólo de su benevolencia (...) No es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas. Sólo el mendigo depende principalmente de la benevolencia de sus conciudadanos, aunque no del todo, pues la mayor parte de sus necesidades eventuales se remedian de la misma manera que las de otras personas, por trato, cambio o compra (...) De la misma manera que recibimos la mayor parte de los servicios mutuos que necesitamos por convenio, trueque o compra, es esa misma inclinación a permutar la causa originaria de la división del trabajo.”4


4.2.2. La pasión humana de la que pende toda relación económica es el cambio, intercambiar cosas, que canalizada en división del trabajo-competencia produce “diferencias de aptitud, de mayor trascendencia que las naturales, pues generan utilidad mutua”. Interrumpido por cualquier despotismo, bajo gobiernos republicanos este proceso evoluciona hacia mercados potencialmente gigantescos, cuyo abastecimiento remite a operaciones transfinitas y ni siquiera coordinadas centralmente. Consumado día a día, dicho prodigio viene de no montar “opresiones” sobre un juego de intereses particulares, que en vez de desunir armoniza diferencias, enriqueciendo a las naciones. Quien mantiene el suministro es una «mano invisible», que vela por todo sin velar por nada singular. La mano invisible articula el principio que Smith llama de una fértil “libertad natural”, en cuya virtud la autonomía mercantil de cada ciudadano no produce apocalípticos desórdenes, sino que desemboca en un sistema incomparablemente más eficaz para asignar recursos a cada rama de actividad que el mercantilismo paternalista.
Por otra parte, la propia comprensión operativa del conjunto -la “economía política”- faculta a Smith para ser también el primero en sugerir excepciones al laissez faire, laissez passer de los fisiócratas. Sufragar obras públicas en infraestructuras, educación para todos y alivio de los menesterosos no sólo son iniciativas compatibles con el librecambismo, sino actos inexcusables. El Wealth of Nations insta una legalización de sindicatos campesinos y obreros –prohibidos entonces- como elemental contrapeso a las uniones de patronos, y en su libro V afirma que la “mano invisible” no desplegará sus bendiciones mientras esos y otros aspectos de la vida económica sigan ligados a privilegios, cuyo resultado es eternizar a ricos y pobres en sus respectivos lugares, convirtiendo el principio coordinado de división del trabajo-competencia en una trágica farsa.
T.Paine, alguien fundamental en el hecho de que los Estados Unidos existan, se remite a Smith cuando propone instrucción popular gratuita, un impuesto general progresivo sobre la renta y otras asignaciones sociales para el gasto público (carreteras, puertos, túneles, etc.). El mismo origen tienen varias decisiones en ese sentido de Thomas Jefferson, redactor de la Declaración de Independencia, vicepresidente y luego Presidente durante dos mandatos. Pero si buscamos una definición del liberalismo, que hemos visto surgir como teoría política de manera tan circunstanciada desde Spinoza y Locke hasta Mandeville, Montesquieu, Hume y Smith, quizá proceda citar la de Acton, un pensador que escribe a principios del siglo XX:

“Ningún estamento es apto para el gobierno. La ley de la libertad tiende a abolir el reinado de las razas sobre las razas, de las creencias sobre las creencias y de las clases sobre las clases.”

A despecho de los retrocesos sufridos en Francia, por contraste con la estable claridad de la democracia norteamericana, ambas revoluciones entronizan la libertad como derecho supremo, y el gobierno popular como base de las comunidades políticas. Tras un largo intervalo de barbarie, que comienza con la hegemonía espartana sobre Atenas en el siglo iv a.C. y se cierra con la derrota de las tropas inglesas en América a finales del siglo XVIII, reaparece el principio de la democracia como organización racional del gobierno. El poder pasa de uno a varios; y finalmente a todos. Queda así cumplido el concepto del hombre como ser social o animal político. En principio al menos, franceses y norteamericanos pueden ya reconocer en el Estado su propia voluntad, y si representan a alguna minoría pueden obtener el reconocimiento de su diferencia, sin padecer discriminación ante la ley.
Logrado esto, puede decirse que la filosofía ha cumplido una parte considerable de su finalidad, y que a partir de ahora la defiende frente a intentos regresivos, tantas veces disfrazados de vehemente progreso. Al igual que sucediera en la antigua Grecia, la secularización de la vida coincide con formidables progresos en todas las ciencias, artes y oficios, comenzando por la filosofía misma.

REFERENCES

1 Este es el aspecto más celebrado por Keynes de la Fábula, que casa con su propuesta de “castigar” al ahorro para asegurar tasas máximas de consumo y empleo.

2 F.A.Hayek, La tendencia del pensamiento económico, Unión Editorial, Madrid, 1991, pág. 79.

3 The Fable of the Bees, Oxford University Press, Oxford, 1978, vol. II, pág. 165.

4 Riqueza de las naciones, pág. 17.

 


BIBLIOGRAFÍA

LOCKE, Ensayo sobre el entendimiento humano, Alianza, Madrid, 1988.
HUME, D , Tratado de la naturaleza humana. Tecnos, Madrid, 1990.
HUME, D., Investigación sobre los orígenes de la moral, Alianza, Madrid, 1996.
BERKELEY, Tres diálogos entre Hilas y Filonus, Austral, Madrid, 1952.
DIDEROT-D’ALEMBERT, La Enciclopedia, Guadarrama, Madrid, 1970.
SMITH, A., Investigación sobre el origen y naturaleza de la riqueza de las naciones, FCE, México, 1772.
SMITH, A., Teoría de los sentimientos morales, Alianza, Madrid, 1995.

 

© Antonio Escohotado
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