1. Como sistema filosófico, vimos ya que el empirismo nace con
Aristóteles y se desarrolla a partir de él como escuela
«peripatética». Su tesis básica es que los sentidos
proporcionan los primeros elementos del saber. Deben, pues, atenderse
los resultados de la observación antes que las deducciones por
vía hipotética cuando haya disparidad entre ambos. El empirismo
al que ahora nos referimos posee, por contraste, rasgos peculiares y puede
considerarse un producto del temperamento inglés, visible ya en
el medioevo gracias a Roger Bacon y Occam.
El formulador de la filosofía empirista en sus términos
iniciales fue John Locke (1632-1704), nacido el mismo año que Spinoza.
Cuando Locke llega a la mayoría de edad Inglaterra vive años
críticos, que desembocarán en la victoria del Parlamento
sobre la Corona, coincidiendo con el auge del puritanismo reformista encabezado
por Cromwell. Durante once años queda abolida la monarquía,
y cuando se restablezca será confiriendo el control político
a la Cámara de los Comunes. Durante el breve reinado de Jacobo
II, un católico, Locke se exila en Ámsterdam. Sus ideas
políticas son ya conocidas, y a duras penas (escondiéndose
en casa de unos amigos) evita una extradición que le hubiese costado
la cabeza,. Sólo regresa con la incruenta «revolución
gloriosa» (1688), un modo delicado de describir la triunfal invasión
de Inglaterra por la diminuta aunque poderosa Holanda, que ofrece el trono
británico a Guillermo de Orange. Locke obtiene entonces un importante
cargo público, y un apacible retiro final en palacios de la alta
nobleza.
Fue siempre un hombre de constitución física muy frágil,
autodidacta en filosofía y con estudios de medicina, aunque nunca
llegara a ejercer sistemáticamente la profesión. Amigo de
Newton, que trató en vano de enseñarle matemáticas,
su pensamiento ha ejercido una extraordinaria influencia sobre la mentalidad
formalmente científica, hasta el extremo de que es algo así
como la filosofía implícita en aquellas ciencias ajenas
al filosofar mismo.
1.1 Si en los racionalistas se observa un apriorismo radical, lleno de
conceptos tan osados como oscuros, en su Ensayo sobre el entendimiento
humano (1690) Locke ofrece un esquema sencillo y sin sobresaltos,
donde el punto de partida no es alguna unidad de lo real y lo intelectual
sino la diferencia, -por no decir la recíproca ajenidad- de una
cosa y otra. En vez de la razón ofrece una doctrina
del common-sense o llano entender.
En primer lugar, el entendimiento no es el intelecto agente o nous
poietikós de Aristóteles, diseminado objetivamente por
el mundo como ímpetu orientado a una evolución de todo lo
vivo. Hablamos del entendimiento como psiquismo, que -siendo un asunto
subjetivo o nuestro, accesible a ejercicios de simple introspección-
merece mirarse de modo genético o histórico,
en vez de recurrir al hierático método geométrico
de las proposiciones y axiomas, tan favorito de Descartes y Spinoza. Si
miramos hacia dentro encontramos una «mente» (mind)
que al principio es una hoja en blanco, vacía de caracteres, y
para nada ideas innatas. Lo que llena este escenario en principio vacío
es la experiencia, «donde se funda todo nuestro conocimiento y de
la cual se deriva todo en último término».
La experiencia tiene dos fuentes. Una son las «sensaciones de cosas
externas, a las que desde el comienzo Locke equipara con ideas.
Otra son las «operaciones internas de nuestras mentes». Siguiendo
con su deducción, el Ensayo define las sensaciones de cosas
externas como ideas «simples» o datos, que se refieren a cualidades
primarias de las cosas (solidez, extensión y figura). De ahí
pasamos a las operaciones internas de la experiencia, que dan lugar a
las «ideas complejas» o reflexivas, que se refieren a cualidades
secundarias (sonidos, sabores, olores, colores, movimiento, reposo).
Las ideas simples no son creadas ni destruidas por el entendimiento, no
son definibles especulativamente y no son ficciones de la imaginación.
Con las complejas sucede otra cosa, pues se refieren a modos, substancias
y relaciones. De esto se deriva que las ideas simples son casi siempre
adecuadas. Las ideas referidas a modos y relaciones podrían quizá
ser tanto adecuadas como inadecuadas. Las ideas referidas a substancias
son siempre inadecuadas. Dicho en otros términos, la alegada substancia
general, y las substancias concretas, son un «no sé qué»,
suscitado por presunciones:
«No imaginando cómo estas ideas simples pueden subsistir
por sí mismas, nos acostumbramos a suponer algún substratum
en donde se apoyan, y lo llamamos substancia».
Esto no quiere decir, con todo, que las substancias no existan, sino
tan sólo que como decia Newton «su naturaleza
íntima nos es desconocida». Lo substancial se retiene, aunque
elevado a incógnita. Visto algo más de cerca, hay tres tipos
de substancias: 1) la yoica o nosotros mismos, que proviene de
una certeza intuitiva; 2) los cuerpos del mundo, que provienen
de una certeza sensitiva; 3) Dios o el creador, que proviene de
una certeza demostrativa. De estas tres substancias sólo la primera
es inmediata y absolutamente segura en cuanto a su existencia. Las otras
dos existen también, aunque se infieran siempre de un principio
causal.
La sencillez con que se resuelven los orígenes y límites
del conocimiento tiene como contrapartida torrentes de simplificación.
Es una filosofía tan escasamente analítica que contiene
muy filosofía, y en vez de alcanzar un nivel dialéctico
-donde los conceptos se traten como conceptos y se investigue la relación
entre determinaciones lógicas o físicas- postula abandonar
dogmatismos, aunque sin aplicarse del todo esa misma receta. Por ejemplo,
vemos que en Locke el tiempo se «deduce» de una sensación
temporal, y el espacio de la distancia que percibimos entre
cosas. O también que tras considerar que los cuerpos sólo
se mueven o dejan de moverse por principios mecánicos se adhiere
luego tranquilamente a la dinámica atractiva. De Descartes y sus
sucesores toma precisamente lo más escolar, la distinción
entre complejo y simple, y no explica cómo pueda postularse algo
inexperimentable y existente a la vez (la substancia)..
1.2. George Berkeley (1658-1753), un irlandés que llegó
a ser obispo anglicano, mostró que los criterios del Ensayo
llevaban a consecuencias imprevistas. En su Tratado sobre los principios
del conocimiento humano exigió más coherencia al postular
las ideas como representaciones. Una de dos: o solamente conocemos ideas
y entonces toda noticia externa ha de considerarse algo mediado, indirecto,
o bien no se trata propiamente de ideas sino de representaciones (esto
es, copias o imágenes de una realidad externa), pues de acuerdo
con las premisas de Locke nada puede decirse de lo que no sea una
experiencia mía, y sólo una idea puede asemejarse a otra
idea, combinándose con ella. Locke, prosigue Berkeley, reconoce
incondicionalmente esto por lo que respecta a las llamadas cualidades
secundarias, manteniendo (en línea con Galileo y Descartes) que
no son pensables con independencia del órgano que percibe. Con
todo, pretende evitar esta misma conclusión para las cualidades
primarias (solidez, extensión, movimiento, figura), cuando las
razones que valen contra el supuesto ser en sí de los colores,
los sabores, etc. valen igualmente contra las figuras, los tamaños
y la dureza. Por ejemplo, para que la extensión o el movimiento
fuesen cosas externas, realmente «objetivas», sería
preciso que la una no fuese ni grande ni pequeña, y el otro ni
rápido ni lento, siendo así que estos rasgos están
siempre implícitos en tales cualidades.
La conclusión inevitable de todo ello partiendo de las premisas
lockeanas es que sólo podemos conocer nuestras determinaciones
(las «ideas de sensación» y las «complejas»).
Dado que nuestra mente es ante todo un conocimiento de cosas, las cosas
son ideas. Lo que llamamos «ser» constituye en realidad algo
definible sólo como «ser percibido». En vez de existir
dos realidades, una exterior y otra interior, sólo hay una: la
experiencia mental. Con la vista precisamos, por ejemplo, la figura o
el tamaño de algo. Ahora bien,
«Yo veo esta roca, con su magnitud y su distancia, en el mismo
sentido que la oigo cuando escucho pronunciar su nombre».
Como todo lenguaje es algo instituido por una mente, y toda sensación
es significado y signo, lo que en verdad existe de modo empírico
las substancias incognoscibles aunque reales son las distintas
mentes. Locke había dicho que las «ideas de sensaciones»
o ideas simples las recibe el entendimiento pasivamente del exterior,
y ahondando en el apoyo que le presta el Ensayo, Berkeley corrige:
no las recibe de fuera simplemente, sino del «fuera» que es
Dios, la mente universal.
Berkeley no sólo redactó esta poderosa objeción al
empirismo de Locke como tal crítica, sino que creyó posible
sostenerla como filosofía ajustada a lo real. Sin embargo, la precisión
que presenta como negativo del cliché empirista ingenuo se disuelve
en un idealismo elemental cuando pretende constituirse en sistema del
saber. Hume se encargará de demolerlo.
1.3. Spinoza había afirmado, en el Tratado teológico-político,
que «el fin del Estado es la libertad individual», y que los
individuos tienen derecho a la insumisión si el gobierno pretendiera
desviarse de esta meta. En el inconcluso Tratado político,
su última obra, había definido la democracia como «aquel
régimen donde los regidos por las leyes de un país no son
súbditos de nadie». Locke cuyas ideas filosóficas
son tan diametralmente distintas del spinozismo participa por completo
de su teoría política..
Para él el poder del rey no puede ser absoluto ni derivarse de
Dios, y el «estado de naturaleza» no es tampoco la guerra
civil alegada por Hobbes, porque antes del pacto social hay una «ley
ínmanente de la razón». Este derecho natural prosigue
concierne a dos poderes elementales e inalienables: el de propiedad, «fundado
sobre el trabajo y limitado a la extensión de tierra que un hombre
puede cultivar», y el de patria potestad, derivada de ser la familia
una institución natural y no sólo política.
De esta lex insita rationis se deriva que el poder político
es un delegado del pueblo, y no puede por eso mismo hacer
lo que quiera. El pacto entre gobernante y súbdito es bilateral,
y la rebelión constituye un derecho constante para los segundos
si el primero cae en opresiones. Hacia dentro y hacia fuera un Estado
justo practicará la tolerancia, aunque ésta contiene dos
excepciones: será intolerable cualquier tipo de «papismo»
(porque admite la intervención de poderes extranjeros) y también
cualquier forma de ateísmo (pues la fe en Dios constituye el fundamento
del derecho natural).
Más interesante y original que esto expuesto en la Carta
sobre la tolerancia- es aquello que aclaran los dos tratados Del
gobierno (1690), que rompen explícitamente con el feudalismo.
Llamo propiedad a vida, libertad y bienes, dice allí,
consciente de que hasta entonces propio ha sido interpretado como
algo separado de trabajo, unido de un modo u otro con cuna, fuerza
bruta o dogma. Locke propone que abandonar el primitivismo significa trocar
subordinación por igualdad jurídica, reclamando
consentimiento donde el orden previo reclamaba sometimiento, autonomía
donde exigía dependencia de casta y gremio. En vez de soberanos
asegurando la escala jerárquica, habrá mandatarios civiles
temporales y revocables (magistrados). Mandantes serán
los que tienen alguna propiedad cuyo origen no sea una asignación
en virtud de necesidades, otorgada por la condescendencia
de algún señor feudal, sino fruto del esfuerzo laboral concreto
hecho por cada uno. Dicha meritocracia podrá ser exigente, pero
rompe con la crueldad infinita que acompaña al orden cerrado. Donde
había solidaridad de casta hay contratos, individualismo libertario.
Otra cosa contravendría la voluntad del Dios deísta o impersonal
que Locke profesa, a quien llama en ocasiones ley de naturaleza.
2. «El mundo no es sino variedad y desemejanza», había
dicho Montaigne, al tiempo que veía al hombre renacentista «sin
socorro del exterior». Desde esas ruinas del medioevo imperial y
teocrático, Descartes presentó la razón como certeza
subjetiva. Spinoza y Leibniz quisieron desarrollarla objetivamente, pero
los verdaderos intérpretes de la novedad cartesiana el subjetivismo
fueron los empiristas ingleses encabezados por Locke y Newton, contradictores
formales de casi todo aunque fieles al fondo metafísico del yo,
y acordes con la doble substancia (mental y material). Fue Berkeley quien
mostró cómo el principio empírico a la inglesa llevaba
a absorber el ser en la percepción o a contradecirse. Pero tanto
Descartes como Newton, Locke y Berkeley siguen confiando en el conocimiento
«racional», y todos sin excepción hacen hincapié
en el concepto de causalidad. Ahora toca comprender que la premisa empírica
moderna sugiere una posibilidad adicional: la de que todo eso sea una
ilusión inducida por el hábito.
Quien plantea semejante cosa es el escocés David Hume (1711-1776),
un hidalgo que hubo de interrumpir sus estudios de leyes por penurias
económicas, y que acabó desempeñando importantes
puestos diplomáticos. El tenaz autodidactismo le permitió
acabar siendo un filólogo que dominaba de memoria toda la literatura
grecorromana, un historiador de primera fila, uno de los padres fundadores
de la economía científica, un teórico político
comparable con los más influyentes de todos los tiempos, el primer
psicólogo en formular el principio de la asociación y un
filósofo que vapuleó como nadie la inercia intelectual de
su tiempo. A su inteligencia unía el talante menos doctrinario
que darse pueda, y la suma de ambas cualidades no sólo hizo de
él el filósofo antidogmático por definición,
sino quizá el mejor escritor por estilo, agudeza e ironía-
recordado hasta él en la historia del pensamiento.
No podemos entrar aquí en el detalle de tantas aportaciones al
saber, y nos reduciremos a dos: el Hume filósofo escéptico,
y el Hume moralista, mejor calificable como científico
social .
2.1. La filosofía de Hume se encuentra ante todo en el Libro I
de su voluminoso Tratado de la naturaleza humana (1739-40), una
obra publicada antes de cumplir los veintiocho años que a su juicio
nació muerta de las prensas, cuyo rico contenido le
sirvió para publicarla luego aún más pulida
estilísticamente- en forma de ensayos y colecciones de ensayos,
cuya recepción al revés de lo sucedido con el Tratado-
fue entusiasta..
La primera parte del Libro I introduce una distinción entre impresiones
sensoriales e ideas. Las primeras tienen la viveza de una sensación
actual, mientras las segundas son reflejos de éstas en el entendimiento,
sostenidas mediante la memoria y por lo mismo más débiles.
La adecuación o veracidad de una idea dependerá de que podamos
asignarle una o varias «impresiones». Si no es así
se tratará de una «ficción».
Sin embargo, aunque no se trate de alguna ficción el entendimiento
tiende a creer que sus percepciones en general (impresiones e ideas) le
permiten inferir cosas sobre los objetos de dichas percepciones, como
por ejemplo la existencia. Esa inferencia, por cuyo medio el entendimiento
penetra en el futuro y deja atrás las ideas sostenidas por la memoria
(siempre relativas a cosas pasadas), constituye siempre una suposición
causal, un nexo de principio-consecuencia entre dos o más eventos.
Estamos convencidos de que la cacerola se calienta porque la pongo sobre
el fuego, y de que se calentará cualquier cacerola que se ponga
al fuego, hasta el extremo de considerar necesaria la conexión
entre calentamiento y calor.
Hume considera que llamamos necesidad a una «creencia», compartida
personalmente por él (desde luego) aunque basada sobre
cierta «suposición inverificable». Sólo sabemos
que cuando alguna palabra no corresponde inmediatamente a una impresión
se asocia con otra y otra. Asociar, nuestra regla intelectual, no
es equiparable a captar algo objetivo, exterior. Y creer en la causalidad
constituye «un acto de la parte sensitiva más que de la parte
pensante» originado en la costumbre (custom). Para que hubiese
conexión real y, por tanto, necesidad sería
preciso que las impresiones no fuesen impresiones o puros hechos. Puesto
que son puros hechos (más o menos sucesivos en el tiempo, más
o menos contiguos en el espacio), todo suponer algo futuro a partir de
otro algo pasado o presente será un acto de fe. Como todo conocimiento
propiamente dicho se basa en concatenar inferencias, todo conocimiento
es en realidad un creer. Así consuma el empirismo inglés
su autocrítica.
Discutible o indiscutible, para llegar a esta conclusión Hume ha
construido un gran concepto, omitido por Bacon, Newton, Locke y Berkeley;
a saber: que el enlace entre impresiones no viene dado con ellas. Armado
de ese concepto no le cuesta nada aplica el bisturí escéptico
a los principales convencimientos de su época. Lo primero en sucumbir
como realidad objetiva es la existencia de un mundo exterior, extra-mental.
Cosa semejante acontece con la existencia de Dios, que al no constituir
objeto de impresión alguna sólo se infiere de razonamientos
finalistas, vinculados al tipo más problemático del problemático
nexo causal. Sólo resta entonces volverse sobre el núcleo
subjetivo que es la identidad personal, el yo. Pero no hay impresiones
invariables sino sólo emociones distintas, que se suceden unas
a otras, y el yo no es ninguna impresión. Por lo mismo, queda relegado
al estatuto de las substancias en Locke: un substrato hipotético
para la serie de los actos psíquicos, una idea inadecuada e incapaz
de llevarse a la claridad. Lo que nos parece identidad propia reconciliándose
a lo largo de la experiencia es sólo una función de la memoria.
Ya hubieran querido para sí esta contundencia Pirrón, Enesidemo
o Sexto Empírico.
Lo que en última instancia explica, según Hume, toda la
confusión entre ideas científicas y creencias interesadas
no es que el mundo presente rasgos racionales como la regularidad o la
acción recíproca de sus elementos, sino el componente básicamente
irracional del ser humano. Un contradictor objetará que si la experiencia
acumula impresiones carentes de enlace propio entre ellas ¿de dónde
vienen las «creencias», sino de un mundo donde se reproducen
idénticas o muy análogas condiciones? Caso de ser esto así
¿por qué coinciden nuestros hábitos con regularidades
de las cosas? Pero Hume no está interesado en discutir semejantes
cuestiones, sino en subrayar una pugna entre la razón y el instinto,
donde éste ocupa el lugar del contenido y aquélla el de
la envoltura. Sólo hipócritamente puede pretender la razón
que rige nuestra conducta, pues lo verdadero y lo justo arrancan del sentimiento.
Recapitulemos. El subjetivismo, que ha cifrado la substancia en el yo
y reduce lo corpóreo a magnitudes inertes, desemboca en algo irracional
como fundamento. Se han extraído con ello las conclusiones finales
de plantear la razón como entendimiento humano, pues el hombre
es un animal guiado por instintos y deseos. La razón tiene casi
nada o nada de objetivo, y casi todo o todo de rutina psíquica.
La cuestión del conocimiento queda así lista para que Kant
la aborde con brío, ya que Hume le ha despertado del sueño
dogmático.
2.2. Lo que Hume tiene de escéptico en metafísica le permite
partir de una razón crítica, sin pretensiones
de infalibilidad, con la cual opera como sociólogo, psicólogo,
antropólogo, economista, historiador y teórico político.
Su norte es una ciencia del hombre, de toda la naturaleza humana,
que irá dibujando ensayo a ensayo. Emplea allí un método
inductivo sumamente flexible, como tomar algunos ejemplos históricos
al analizar cada asunto, y lo que acumula son proposiciones de un epicúreo
sui generis, tan apasionado por el conocimiento como cautamente
optimista sobre el porvenir de la especie. Siempre se consideró
ante todo un moralista, y en cuanto tal pensaba que tendemos
más a la simpatía que a la falta de compasión. El
origen de la moralidad son sentimientos de aprobación y desaprobación
ante lo útil o inútil de nuestra circunstancia y la ajena.
Esto inspira a su amigo Adam Smith, doce años más joven,
la Teoría de los sentimientos morales.
Como economista ha dejado algunos análisis que siguen pareciendo
perfectamente válidos -el flujo automático de efectivo entre
países, por ejemplo-, y dio el varapalo definitivo a la seudo-teoría
económica llamada pensamiento mercantilista. Para esto le bastó
invertir todas y cada una de sus hipótesis (que la riqueza es dinero
y no bienes, que los intereses bajos delatan sobreabundancia de dinero,
que es posible vender siempre sin comprar nunca, que la riqueza del vecino
perjudica).También esbozó el teorema de los costos comparados
(o ley de Ricardo), en cuya virtud las propias diferencias de recursos,
clima, población, etc. hacen siempre beneficioso el intercambio
de bienes y servicios entre países.
2.3. Legendario anticlerical, no acabaremos de comprender a Hume sin considerar
el precedente de Bernard de Mandeville, un médico holandés
que reside en Londres y publica en 1705 una alegoría de inmenso
éxito sobre el vicio y la virtud. Vicio equivale a egoísmo,
que trasladado a dimensiones sociales es como dice San Agustín-
comprar barato y vender caro; virtud es altruismo, desprendimiento
constante. Teniendo en mente la justicia social evangélica,
y su correlato de ideales ascéticos, Mandeville expone algo como
lo siguiente:
Mientras los miembros de una colmena humana se compensaban unos
a otros con gustos, vicios y virtudes distintos y opuestos, la templanza
y sobriedad de unos posibilitaba la satisfacción de los apetitos
desenfrenados y la glotonería de otros; el amor a la calidad
daba trabajo a millares de pobres, y la colmena prosperaba. Cuando un
día los miembros quisieron convertirse en virtuosos, y desterrar
los vicios, resultaron inútiles los artesanos que trabajaban
para satisfacer las vanidades de otros, los abogados mantenidos por
litigios, los empleados de tribunales y prisiones. Y la colmena se tornó
mísera. El vicio es, pues, necesario tanto como la virtud para
la prosperidad de una nación.
Limitada a unos 400 versos, esta ultrajante blasfemia (a juicio de tantos
contemporáneos) vendió innumerables copias, hasta que Mandeville
reconoció en 1714 su autoría e hizo importantes añadidos,
cambiando también el título. Desde entonces iba a ser: La
fábula de las abejas o vicios privados, beneficios públicos.
Conteniendo varios discursos para demostrar que las debilidades humanas
pueden tornarse en ventaja para la sociedad civil, y ocupar el lugar de
las virtudes morales. Mandeville se burlaba de Shaftesbury, el mentor
de Locke, con sus invocaciones a una rectitud innata del ser humano; pero
mucho más aún del simplismo tradicional y sus condenas.
Véase despreciar la economía, con una vanidad que
mendiga adulación., o aborrecer en particular el lujo, cuando
su falta sólo estimula desempleo y menos ventas.1
Bajo el sarcasmo hay una conciencia de que lo básico en la vida
humana las lenguas, los mercados, las técnicas- no viene
de alguna organización intencional o voluntaria, sino de movimientos
complejos e impersonales. Mandeville nunca mostró con precisión
cómo se forma un orden sin previo designio, pero puso fuera de
toda duda que así ocurre,2
prefigurando conceptos de desarrollo y evolución. La sociedad aparece
como armonía espontánea construída sobre el vicio
social de querer comprar barato y vender caro, una armonía tan
distinta del matrimonio clásico entre tiranía e hipocresía
como un grupo civilizado y próspero lo es de un grupo salvaje y
mísero. La colmena rica ha sustituido los sermones teológicos
por un imperio de la ley, y a diferencia del dogma el Derecho se adapta
a que la ganancia sea el alma de la vida social, reconociendo en ella
un interés común sostenible. Limitados sus jerarcas por
normas escritas, todo lo demás sobreviene rápidamente [...]
Ningún grupo permanecerá mucho tiempo sin aprender a dividir
y subdividir el trabajo.3
Hume es el primero en darse cuenta de que esta perspectiva representa
a la ciencia, y que todo proceso colectivo (social, económico,
político) exhibe un tipo de orden ni subjetivo o decretado por
alguien ni fruto de una pura necesidad mecánica o exterior. Es
más bien algo que va inventándose a cada paso, reteniendo
lo útil y descartando lo inútil, una entidad unitaria integrada
por muchas personas que no puede considerarse persona. Aplicado a teoría
política esto significa aplicarse a percibir tendencias, signos
evolutivos, en vez de pontificar sobre la superioridad de tales o cuales
formas de gobierno. Como liberal que es, sólo le preocupa finalmente
que el orden espontáneo o autoproducido en las totalidades sociales
se deje tentar por un voluntarismo simplista, y quiera retroceder de la
igualdad ante la ley a una igualdad material, como la propuesta por el
Nuevo Testamento. De ahí un texto que encontramos en su Investigación
sobre los orígenes de la moral (1751), concretamente en el
capítulo sobre la justicia:
Dividamos las posesiones de un modo igualitario, y veremos inmediatamente
cómo los distintos grados de arte, esmero y aplicación
de cada hombre rompen la igualdad. Y si se pone coto a esas virtudes,
reduciremos a la sociedad a la más extrema indigencia; en vez
impedir la carestía y la mendicidad de unos pocos, estás
afectarán inevitablemente a toda la sociedad. También
se precisa la inquisición más rigurosa para vigilar toda
desigualdad, en cuanto ésta aparezca por primera vez, así
como la más severa jurisdicción para castigarla y enmendarla.
Pero tanta autoridad tendría que degenerar pronto en una tiranía,
que sería ejercida con graves favoritismos.
3. En Francia el movimiento «ilustrado» es en origen una
difusión admirativa de la cultura inglesa. Voltaire cree que Newton
y Locke son «árbitros definitivos de los poderes y límites
que el espíritu humano puede alcanzar». Pero del racionalismo
especulativo queda el proyecto de que el saber humano sea uno y se apoye
en la razón, ahora tanto más sostenible cuanto que sus pretensiones
dogmáticas han sido puestas de relieve, y tras Hume es ya razón
crítica. Descartes, Spinoza y Leibniz apartados
momentáneamente por «metafísicos» han
servido para insistir sobre lo racional como meta alcanzable. Ahora se
trata de aplicar esa brújula al mundo cotidiano, empezando por
el hombre mismo.
Por otra parte, se diría que en este período no hay tiempo
para filosofar sistemáticamente, y en lugar de conceptos propiamente
dichos hallamos escritores rebosantes de ingenio irónico como Voltaire,
o de exaltación entusiasta como Rousseau, que resultan profundamente
acríticos por lo que respecta sus propios prejuicios. Les reúne
una denuncia del Viejo Régimen, normalmente captado como foco de
una general corrupción, cuya mayor insolencia es seguir haciendo
valer ajados disfraces. Es esencial para este espíritu demoler
los «ídolos» del oscurantismo, poniendo
en su lugar una razón analítica (por contraste con la sistemática
de los racionalistas previos). Sapere aude: «atrévete
a saber», ten el coraje de usar tu entendimiento. He ahí
la divisa del Siglo de las Luces.
Philosophes mucho más que filósofos, los adalides
iniciales de La Luces atienden a una curiosidad cultural de alguna manera
parecida a la atendida por los sofistas griegos una curiosidad próxima
no pocas veces al esnobismo, que quiere iluminarse e iluminar a
los hijos. Acontece entre la burguesía, que tiene intereses de
renovación y secularización, y ahora también entre
la aristocracia y las propias cortes reales, donde lo anticlerical y reformista
del nuevo espíritu produce escándalo de puertas afuera,
a la vez que rendida admiración de puertas adentro. Uno de los
grandes apoyos secretos de Diderot es, por ejemplo, Madame de Pompadour,
favorita de Luis XV. Lógicamente, los ilustrados querían
reformas, no revolución, y que ocurriese esto último pudo
deberse en Francia a la avidez y arrogancia del Viejo Régimen.
Federico II de Prusia aprendió entre otros de Leibniz, protegido
y consejero de su madre que era posible aceptar una racionalización
pacífica, con tranquilas mejoras. Instauró tolerancia religiosa,
reformó la administración de justicia, puso frenos al gasto
público y pospuso largamente las convulsiones sociales en su reino.
Pero Federico el Grande prototipo del «déspota ilustrado»
fue una excepción, a cuyo amparo se gestan Kant y esa gran filosofía
alemana que convertirá Berlín en lo único hasta hoy
comparable con la vieja Atenas.
3.1. También titulada Diccionario razonado de las ciencias,
las artes y los oficios, la Enciclopedia fue una titánica
empresa del escritor y traductor Denis Diderot y en medida mucho
menor del matemático DAlembert- que tuvo el apoyo de los
principales pensadores y científicos del momento. Entre 1751 y
1772 Diderot compiló sus primeros 28 volúmenes, que siguen
constituyendo una obra de extraordinario interés. Fue pensada por
él como máquina de asedio contra la superstición,
y efectivamente encolerizó a diversos inquisidores, que consiguieron
prohibirla -total o parcialmente- durante décadas y décadas
en toda Europa.
El concepto capital de Diderot y los enciclopedistas es el Progreso, un
camino gradual hacia la perfección humana que pende de difundir
las luces de la razón y la ciencia. La Naturaleza incluyendo
en ella al hombre aparece allí como una armonía puntual
de todo. Por otra parte, su obrar se concibe como resultado de influjos
puramente mecánicos. Ya sabemos (por Newton) hasta qué punto
una mecánica puede contener hipótesis metafísicas,
pero los ilustrados apenas dedican atención a cuestiones metafísicas.
Algunos, como Robinet, exaltan el «Dios desconocido», otros
se conforman con el «Ser supremo» de Voltaire, y otros como
dHolbach o Helvecio hablan del «Gran Todo». Los ateos
transfieren a una matiére eterna, única, regular y guiada
por la ley del mínimo esfuerzo la causa de todo. Los deístas
proponen un cristianismo sin misterios o «religión natural»,
que tras aseverar que Dios existe y es el autor del mundo considera imposible
saber nada más sobre él. Sólo les parece seguro que
la Creación no fue un acto libre sino necesario del Ser Supremo,
por lo cual no cabe responsabilizarle del mal. También sostienen
que la intervención del Ser Supremo cesa una vez creado el mundo.
Es una religiosidad educada, que no estorba el Progreso.
El principal problema de una Naturaleza que sólo opera por influjos
externos (mecánicos) es omitir lo esencial del Progreso, que supone
una evolución. Poco o nada determinista, el proceso evolutivo combina
lo impersonal y lo personal de un modo impredecible (por intrínsecamente
complejo), y si reducimos la evolución a principios mecánicos
deterministas lo que surge es un impulso a cumplirla ya, sin demora y
por nuestros propios medios. Esta tendencia no puede considerarse evolucionista,
aunque jure por el Progreso, y lo que resulta de ella es un voluntarismo
simplificador por definición, que logrará todas sus metas
disciplinando al ser humano con premios y castigos ilustrados
o sutiles. De ahí dos ramas no sólo distintas
sino contrapuestas, una propiamente evolutiva -que destaca lo impersonal
y no mecánico de los procesos- y otra edificante o utilitarista,
que en vez de laissez faire, laissez passer se propone intervenir
mucho más de cerca.
Una rama suscita las ciencias sociales, y lo que luego se llamará
institucionalismo, pues no estudia seres sólo de razón ni
sólo materiales, sino seres mixtos como el mercado, la legalidad,
las lenguas, los sistemas de parentesco, los estamentos, etc.-, y acaba
siendo el corpus del pensamiento liberal. La otra rama, que genera
proyectos de ingeniería social con fines eugenésicos (mejorar
la especie), informará el alma jacobina de Robespierre y
acaba desembocando en pensamiento socialista por un lado, y por otro en
conductismo psicológico. Empecemos por esta segunda rama
3.1.1. Como acabamos de ver en Mandeville y Hume, se ha llegado a una
comprensión afirmativa de lo egoísta y pasional en el hombre,
ligada al concepto laico del provecho que es lo útil. De esto deducen
los philosophes que gobernantes y educadores deben partir siempre
del interés particular, pues ni la razón ni el altruismo
ejercen influencia real en la inmensa mayoría de los hombres. Desarrollan
así el despotismo ilustrado -con su lema «todo para el pueblo,
pero sin el pueblo»-, instando una pedagogía de masas que
sustituya la moral de premios y castigos en otra vida por un sistema de
medidas disciplinarias, apto para canalizar sin quimeras
metafísicas toda conducta. Es una prefiguración de
las técnicas que hoy conocemos como condicionamiento, basadas en
implantar reflejos, cuya ventaja según el barón
DHolbach está en sustituir los decretos sanguinarios del
déspota preilustrado por una trama de ataduras tan invisibles
como mucho más tenaces.
El tratado LEsprit, de Helvecio, otro philosophe,
considera el alma como una mera consecuencia de estímulos y condiciones
externas. Todas las ideas morales se reducen a estados inmediatos de placer
y dolor. En vez de una teoría del conocimiento y una ética,
Helvecio y colegas como Destutt de Tracy proponen una disciplina especial
la «ideología» dedicada a estudiar cómo
las sensaciones de gusto y disgusto engendran los pensamientos. Durante
el período revolucionario posterior, la «ideología»
se enseñó en las escuelas francesas como sustitución
de la filosofía. Todos estos escritores se dirigen cumplidos muy
abundantes, en un ejercicio de autocomplacencia ciertamente insólito
en historia del pensamiento, y como observa Schumpeter- el
mejor antídoto para sus pretensiones consiste en leerles.
La mayoría de los ilustrados eran cortesanos que combinaban una
fe en el Progreso con la más absoluta desconfianza hacia el hombre
medio, y a veces como en el caso de Voltaire- admiradores del despotismo
asiático, que recomendaban a Luis XV parecerse más
al sabio emperador de la China. Pero en el auge de las ideas ilustradas
aparece Juan Jacobo Rousseau (1712-1778), hombre cuna humilde y vida azarosa,
músico y gran escritor, básicamente autodidacta, que redacta
algunos artículos de la Enciclopedia y acapara enseguida
el odio de los ilustrados palaciegos (Voltaire le llama «sombrío
energúmeno», «retrasado gótico» y «enemigo
del hombre»), no menos que un enorme éxito popular. Como
constatamos desde su Discurso sobre el origen de la desigualdad
(1752) Rousseau es en buena medida un teólogo, que no comulga con
el agnosticismo de la época, y expone una convicción en
la bondad natural del hombre. Frente a la «pandilla de los holbachianos»,
como él les llama, Rousseau preconiza lo contrario de la manufactura
legal de súbditos y el dirigismo paternalista. Al pueblo, dirá,
le sobra pedagogía y le falta autonomía; su abyecta situación
material y espiritual viene precisamente de ser tomado como un menor de
edad (paidos) por sucesivos estamentos desde el comienzo de la
historia. Lo mejor que puede hacer es alzarse sin demora contra unas formas
de convivencia que asfixian su verdadera naturaleza.
El ideal revolucionario libertad, igualdad, fraternidad lo
legitima una antropología que niega la maldad humana básica
-impuesta como dogma de fe por Lutero y Calvino desde el Renacimiento-,
y piensa las civilizaciones como tránsito de la primitiva
inocencia a la corrupta sofisticación. El contrato social
(1762) propone no especular sobre un acto pasado, como pretende Hobbes,
donde nuestros ancestros cedieron a otro un poder absoluto para evitar
la «guerra de todos contra todos», procurándose así
seguridad individual. Lo urgente es reunirse ahora cada pueblo para redactar
una constitución donde «cada uno, uniéndose a todos,
sólo se obedezca a sí mismo, y permanezca tan libre como
antes»; o, en otras palabras, donde haga un trueque de derechos
naturales por derechos civiles. La meta del orden político
no es la seguridad sino la libertad, porque ser libre no constituye un
estado entre otros para el hombre, sino su naturaleza misma, la substancia
última de la condición humana, aquello que llamamos también
pensamiento, y sin lo cual se perpetúan todas las miserias. Esta
es una idea grande y profunda, que inspirará los procesos revolucionarios
en América y Europa, subyaciendo a todo el movimiento romántico
posterior.
Al mismo tiempo, el alegato sobre un salvaje ingenuo y feliz,
que fue arrancado de su edad de oro por la civilización,
ofrece no pocos ingredientes de sermón místico e incoherencia
teórica. El primero -y el más grave por sus repercusiones
prácticas- es una idea arcaica de nación, que como «soberanía
indivisible» legitima toda suerte de atropellos ya en la revolución
francesa. El deslinde entre «voluntad de todos» (finalmente
egoísta y regida por el criterio de la mayoría simple) y
«voluntad general» (voz infalible de la Nation, guiada
sólo por el bien), va a emplearse contra el principio de la división
de poderes, contra el Estado federal, contra la preservación de
la diferencia interior y contra los derechos de las minorías. Esa
infalibilidad e individualidad de la volonté generale tiene
bastante de victoria póstuma del Papado (cuyo representante simboliza
lo indivisible e infalible), y de todas las instituciones teocráticas
que en principio iban a ser destronadas por la revolución libertaria.
4. Junto a estas ideas sobre el Progreso unas veces muy cortesanas
y otras veces muy rústicas-, encontramos también conceptos
propiamente científicos sobre las sociedades y su respectiva organización
política. En vez de autocomplacencia, voluntarismo, simplismo y
construcciones lineales hallamos una admirable combinación de flexibilidad
y solidez conceptual.
4.1. Cronológicamente lo primero que encontramos es El espíritu
de las leyes (1748), un monumental tratado del aristócrata
Montesquieu, que como exclamó Hume- conquistará
la admiración de todas las edades, y que entra pronto (1751)
en el Index Librorum Prohibitorum. Fruto de amplísimas observaciones
sobre distintos tiempos y lugares, que se combinan con un gran rigor analítico,
esta obra prefigura la antropología cultural, la sociología
y la jurisprudencia en sentido moderno, siendo como obra de teoría
política quizá la más completa e influyente de todos
los tiempos.
Montesquieu presenta cada cultura como totalidad sintética superior
siempre a la suma de sus partes o elementos-, un concepto que contrasta
de manera muy viva con el simplismo de los philosophes a la hora de entender
instituciones y procesos. Gracias a ello puede abordar los Estados como
todos regidos por una lógica interna distinta de la
persona del soberano a quien se encomiendan. Hasta El espíritu
de las leyes la oposición entre un derecho positivo ilimitadamente
diverso y un derecho natural único había inclinado a posiciones
escépticas, cuando no unilaterales, pero Montesquieu demuestra
de modo muy satisfactorio- que en realidad hay poco lugar para lo
arbitrario. Cada forma de gobierno debe ser tratada como una variable
general que se despliega en un sistema reglado de funciones específicas
(las pautas aplicadas a cada campo normativo o legislable), y conociendo
un dato determinado por ejemplo, el régimen de libertad política
en un país es posible inferir con alto grado de aproximación
grandes sectores del ordenamiento allí vigente.
Admirador del sistema político inglés, Montesquieu lo sintetiza
genialmente avanzando y defendiendo- el principio del equilibrio
de poderes (al que llama «moderación» en el gobierno).
El poder legislativo, el ejecutivo y el judicial deben hallarse en manos
distintas siempre, o se traicionará el fin primario de las formas
políticas en general, que es producir el máximo de libertad
dentro de un orden. En vez de clasificar estas formas como monarquía,
aristocracia y democracia (con sus correspondientes degradaciones a tiranía,
oligarquía y demagogia), como hizo Aristóteles, El espíritu
de las leyes analiza tres variables, vinculadas respectivamente al
reino del miedo, el honor y la virtud. El miedo es condición y
resultado del despotismo. El honor es condición y resultado de
la monarquía. La virtud tanto de magistrados como de ciudadanos-
es condición y resultado de la república. Personalmente,
añadió, él desconfiaba de las monarquías por
contener una tendencia al despotismo.
4.2. La obra equivalente en teoría económica a Montesquieu
es la Investigación sobre naturaleza y causas de la riqueza
de las naciones, un tratado no menos monumental, profundo y sistemático
escrito por un amigo y discípulo de Hume, el también escocés
Adam Smith (1723-1790). El libro aparece en 1776, el mismo año
en que Jefferson redacta la Declaración de Independencia norteamericana,
y es en cierto modo una continuación del muy importante texto que
Smith había redactado para sus alumnos de Filosofía Moral
en la Universidad de Glasgow, la Teoría de los sentimientos
morales (1759).
Su precedente inmediato son los «fisiócratas» franceses
(Quesnay, Turgot, Du Pont de Nemours), que si bien tienen a la agricultura
como única fuente real de riqueza, y consideran parásitos
al comerciante y al industrial, son los primeros en captar la formación
y distribución de bienes en forma de totalidad sintética,
perfilando así la economía política como disciplina
científica. Quesnay, que como Locke y Mandeville fue un médico
y nada menos que de Luis XV- confeccionó su famoso Tableau
economique (1758), donde expone en forma diagramática el flujo
de pagos recíprocos entre los diversos sectores, y Turgot concibe
ya el equilibrio general (o de la economía en su conjunto). Smith
opone al principio fisiocrático un principio librecambista,
donde la fuente primaria de riqueza son el comercio y la industria, y
sólo en segundo término la agricultura, pero ambas escuelas
coinciden en atacar tanto el dirigismo como el proteccionismo económico,
sosteniendo que la prosperidad resulta siempre de conservar una competencia.
La introducción a La riqueza de las naciones propone el
trabajo como fondo que sufraga la vida de una nación [...] sea
cual fuere el suelo, el clima o la extensión de su territorio.
Dicho fondo depende de la aptitud y sensatez con que se trabaja
normalmente, y también de la proporción de empleados
y desempleados. Con todo, la primera variable es mucho más
decisiva que la segunda para la abundancia, como demuestra
la sistemática penuria reinante en sociedades tribales, si se compara
con sociedades grandes, civilizadas y emprendedoras, donde
buena parte de la población no trabaja, y a pesar de ello se
halla abundantemente provista.
4.2.1. Smith aborda su tema causas de riqueza y pobreza para las
sociedades- de un modo completamente científico, combinando exhaustivas
informaciones de detalle con instrumentos analíticos adaptados
a ellas, y partiendo del desarrollo objetivo como concepto. La institución
nuclear que examina el mercado- es un fenómeno tan espontáneo
como complejo, que no obedece a plan consciente y, con todo, opera como
una estructura global que regula minuciosamente cada una de partes o elementos
(precios, salarios, rentas, asignación de recursos, etc.). Con
lógica impecable, Smith constata que el grado de división
del trabajo depende del tamaño de cada mercado, por más
que ese tamaño no sea sólo cierto volumen en bruto sino
una medida de la variedad y finura que corresponde a los bienes y servicios
allí ofertados. Esto depende a su vez de la libertad comercial
e industrial vigente, pues monopolios (gremiales o no gremiales), aranceles
sobre la importación, trabas a la exportación y otras injerencias
en el proceso natural o inconsciente de producción y consumo pueden
torcer el principio competitivo hasta asfixiar la vitalidad del mercado
mismo, como acontece por ejemplo en los países dedicados a algún
monocultivo, o donde los jerarcas abruman con peajes cualquier tránsito
de mercancías.
La economía de un país es, por tanto, un sistema vivo de
complejidad infinita, reflejo inmediato de la objetividad real que son
tales o cuales sociedades, donde el estado de cosas en cualquier sector
se transmite antes o después a todos los otros, sin que se pueda
pongamos por caso- subvencionar una rama sin des-subvencionar a
otras, o acumular metálico venido del exterior sin producir una
elevación interior de los precios. Smith inventa la teoría
económica con una portentosa visión de conjunto, que
le permite y examinando los si...entonces
en toda suerte de procesos locales y generales. Pero estos grandes logros
analíticos palidecen ante la grandeza del concepto básico,
que es una organización sin organizador, obra humana aunque
no del designio humano como dijo el neoescolástico Molina,
y nada de extraño tiene que a Darwin se le ocurriese escribir La
evolución de las especies mientras leía el Wealth
of Nations.
Nuestra especie no es social porque lo mande algún dios o profeta,
sino porque sólo impersonalmente se eleva a más sabiduría
y cumplimiento. Esa impersonalidad la sostienen individuos concretos,
dotados por ello de derechos inalienables; pero el progreso requiere una
medida de acrecimiento gradual y sutil que desborda nuestra finitud particular.
Comparado con este crecer -que es imperceptible para periodos cortos de
observación, y desborda el campo de cualquier ojo- todo decreto
regulador queda en mero barniz de la realidad, o pretende suplantarla
con toscos esquemas. Finalmente, que las naciones sean ricas o pobres
depende ante todo de su civismo, lo cual depende a su vez de superar el
orden de la magia y la fuerza con una alternativa basada sobre intercambios
voluntarios. La Fábula de Mandeville se resume en el tratado
de Smith con un párrafo célebre:
En la mayor parte de las circunstancias el hombre reclama la
ayuda de sus semejantes, y en vano podrá esperarla sólo
de su benevolencia (...) No es la benevolencia del carnicero, el cervecero
o el panadero lo que nos procura alimento, sino la consideración
de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios
sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino
de sus ventajas. Sólo el mendigo depende principalmente de la
benevolencia de sus conciudadanos, aunque no del todo, pues la mayor
parte de sus necesidades eventuales se remedian de la misma manera que
las de otras personas, por trato, cambio o compra (...) De la misma
manera que recibimos la mayor parte de los servicios mutuos que necesitamos
por convenio, trueque o compra, es esa misma inclinación a permutar
la causa originaria de la división del trabajo.4
4.2.2. La pasión humana de la que pende toda relación económica
es el cambio, intercambiar cosas, que canalizada en división del
trabajo-competencia produce diferencias de aptitud, de mayor trascendencia
que las naturales, pues generan utilidad mutua. Interrumpido por
cualquier despotismo, bajo gobiernos republicanos este proceso evoluciona
hacia mercados potencialmente gigantescos, cuyo abastecimiento remite
a operaciones transfinitas y ni siquiera coordinadas centralmente. Consumado
día a día, dicho prodigio viene de no montar opresiones
sobre un juego de intereses particulares, que en vez de desunir armoniza
diferencias, enriqueciendo a las naciones. Quien mantiene el suministro
es una «mano invisible», que vela por todo sin velar por nada
singular. La mano invisible articula el principio que Smith llama de una
fértil libertad natural, en cuya virtud la autonomía
mercantil de cada ciudadano no produce apocalípticos desórdenes,
sino que desemboca en un sistema incomparablemente más eficaz para
asignar recursos a cada rama de actividad que el mercantilismo paternalista.
Por otra parte, la propia comprensión operativa del conjunto -la
economía política- faculta a Smith para ser
también el primero en sugerir excepciones al laissez faire,
laissez passer de los fisiócratas. Sufragar obras públicas
en infraestructuras, educación para todos y alivio de los menesterosos
no sólo son iniciativas compatibles con el librecambismo, sino
actos inexcusables. El Wealth of Nations insta una legalización
de sindicatos campesinos y obreros prohibidos entonces- como elemental
contrapeso a las uniones de patronos, y en su libro V afirma que la mano
invisible no desplegará sus bendiciones mientras esos y otros
aspectos de la vida económica sigan ligados a privilegios, cuyo
resultado es eternizar a ricos y pobres en sus respectivos lugares, convirtiendo
el principio coordinado de división del trabajo-competencia en
una trágica farsa.
T.Paine, alguien fundamental en el hecho de que los Estados Unidos existan,
se remite a Smith cuando propone instrucción popular gratuita,
un impuesto general progresivo sobre la renta y otras asignaciones sociales
para el gasto público (carreteras, puertos, túneles, etc.).
El mismo origen tienen varias decisiones en ese sentido de Thomas Jefferson,
redactor de la Declaración de Independencia, vicepresidente y luego
Presidente durante dos mandatos. Pero si buscamos una definición
del liberalismo, que hemos visto surgir como teoría política
de manera tan circunstanciada desde Spinoza y Locke hasta Mandeville,
Montesquieu, Hume y Smith, quizá proceda citar la de Acton, un
pensador que escribe a principios del siglo XX:
Ningún estamento es apto para el gobierno. La ley de la
libertad tiende a abolir el reinado de las razas sobre las razas, de
las creencias sobre las creencias y de las clases sobre las clases.
A despecho de los retrocesos sufridos en Francia, por contraste con la
estable claridad de la democracia norteamericana, ambas revoluciones entronizan
la libertad como derecho supremo, y el gobierno popular como base de las
comunidades políticas. Tras un largo intervalo de barbarie, que
comienza con la hegemonía espartana sobre Atenas en el siglo iv
a.C. y se cierra con la derrota de las tropas inglesas en América
a finales del siglo XVIII, reaparece el principio de la democracia como
organización racional del gobierno. El poder pasa de uno a varios;
y finalmente a todos. Queda así cumplido el concepto del hombre
como ser social o animal político. En principio al menos, franceses
y norteamericanos pueden ya reconocer en el Estado su propia voluntad,
y si representan a alguna minoría pueden obtener el reconocimiento
de su diferencia, sin padecer discriminación ante la ley.
Logrado esto, puede decirse que la filosofía ha cumplido una parte
considerable de su finalidad, y que a partir de ahora la defiende frente
a intentos regresivos, tantas veces disfrazados de vehemente progreso.
Al igual que sucediera en la antigua Grecia, la secularización
de la vida coincide con formidables progresos en todas las ciencias, artes
y oficios, comenzando por la filosofía misma.