PREFACIO - TEMA XV - TEMA XVI - TEMA XVII

 

TEMA XVI. POSTULANDO LA RAZÓN.

ESQUEMA-RESUMEN

1.SER Y PENSAMIENTO, OTRA VEZ

2. DESCARTES
2.1. La duda metódica.
2.2. El solipsismo resultante.
2.2.1. El análisis de la idea.
2.3. Los términos de la escisión.

3. SPINOZA
3.1. La sustancia.
3.2. Atributos y modos.
3.2.1. Lo afirmativo de la esencia.
3.3. La vida correcta.
3.3.1. Virtudes y vicios.
3.4. Un amor “intelectual”.

4. DEL AUTORITARISMO AL LIBERALISMO
4.1 Hobbes y Spinoza.

5. LEIBNITZ
5.1. El individuo.
5.1.1. El principio de los indiscernibles.
5.1.2. La percepción como interior.
5.1.3. Los cuerpos.
5.2. Lo analítico y lo sintético.

 

1. El racionalismo quiere hacer valer el concepto en términos absolutos, como en Grecia. Esta exigencia –si recordamos a Platón y Aristóteles— es que ser y pensamiento no se mantengan aislados, y tampoco se superpongan irreflexivamente. En otras palabras, hace falta:
a) Que el ser, lo objetivo aparente como mundo, se revele por sí mismo como una existencia de la esencia, esto es, como un sistema de actividad cuyo despliegue revela un pensamiento inmanente.
b) Que el pensamiento, lo subjetivo e interior, abandone la arbitrariedad de ser sólo subjetivo y se manifieste como expresión del mundo real, surgida de él y acorde con el orden necesario de las cosas.
Semejante unidad mediada de ser y pensamiento, de lo real y lo intelectual, invierte en buena medida la posición de Bacon y Newton. En vez de generalizar y depurar la inducción, el racionalista propone devolver a la deducción sus derechos, esforzándose ante todo por establecer principios generales “nítidos”. El mundo —que era entonces una Europa devastada por guerras, plagas y hordas de inquisidores— se le presenta transparente como un cristal, fiel a cierto optimismo insensible a lo opaco y feroz que acontece a su alrededor. Extasiados por la pura claridad, se diría que estos filósofos están saliendo de la caverna platónica, deslumbrados por los rayos del Sol, y sólo atentos a narrar la luz como nitidez simple en sí. Por lo demás, el horror que devasta Europa en forma de conflictos bélicos y epidemias ha dado paso ya a la más grande y silenciosa revolución de los tiempos modernos, que es el tránsito de una sociedad clerical-militar cerrada a sociedades mercantiles abiertas, apoyadas sobre ciudades libres en expansión –Ámsterdam por encima de todas entonces-, y este entusiasmo básico del pensamiento se justifica considerando el progreso sostenido en artes y ciencias, paralelo a mejoras en el nivel popular de vida y al reconocimiento de derechos civiles.
Con los racionalistas del XVII hallamos también la progresiva simbiosis del saber con el espíritu de la técnica, y el vacío que comienza a surgir entre ella y la filosofía tradicional. Todos ellos pueden considerarse científicos “naturales” -competentes matemáticos como Spinoza cuando no genios como Descartes o Leibniz-, pero su pasión por lo especulativo tropieza a la vez con ello. Serán por eso los «metafísicos», en contraste con los «empíricos», no tanto porque estos segundos carezcan de metafísica (como acabamos de ver en Newton, diez años más joven que Spinoza y cuatro mayor que Leibniz), sino porque es distinta de la suya y no se recata en aparecer como tal metafísica, afectando ser ajena a “hipótesis”.
Las últimas convulsiones del Sacro Imperio atizan aún guerras interminables (la de los 80 años entre España y los Países Bajos, la de los 30 años en Europa central), que dejan indefensa a toda aldea y a pequeñas ciudades ante bandas de mercenarios curtidos por la masacre, y prestos a cambiar de bandera según convenga. Son conflictos de atrición o desgaste, cuyo marco recurrente está en una hegemonía imperial ya imposible, que sólo se estabiliza con la Paz de Westphalia (1648, dos años antes de morir Descartes). El principio de las nacionalidades soberanas instaura en cada país el absolutismo monárquico –“un rey, una fe, una ley”-, que comienza a sufrir por su parte una sostenida difusión de ideas republicanas. Aquí se encuentra el marco del gran tratado de ciencia política que representa el Leviatán de Thomas Hobbes, lúcida defensa de los ideales tradicionales ante la corriente democratizadora, que pronto tropieza con adversarios formidables en los tratados de Locke y Spinoza. .


2. El asombro ante lo claro y nítido de la razón corresponde en máxima medida al francés Renato Descartes (1596-1650), de quien dijimos ya algo en un temas previo. Si «quien tiene un cuerpo apto para muchas cosas tiene un alma cuya mayor parte es eterna» (Spinoza), Descartes puede ser considerado un alma en buena medida inmortal. Instruido por los jesuitas, fue un cosmólogo muy discutible, un matemático extraordinario1, un pulcro estilista y un pensador a partir de cuya obra se fecha –algo arbitrariamente- el comienzo de la filosofía moderna.
Lo inmediatamente previo a él en Francia es la combinación de estoicismo y escepticismo representada por Miguel de Montaigne, donde el consejo de mirar hacia dentro coincide con la ruina de la sociedad feudal eclesiástica, que arrastra casi todas sus ideas a la misma bancarrota. Nada se sabe, vocea por entonces el médico portugués Sánchez,2 y el propio Descartes suscribe inicialmente esa mezcla de estoicismo y escepticismo3 hasta que cierto día —metido según parece dentro de una gran estufa- atraviesa una experiencia a caballo entre la revelación mística y el silogismo. Allí imagina haber hallado un medio que hará frente al veneno de la duda y sus secuelas (esterilidad, decadencia): un saber compuesto sólo por «certezas».


2.1. Aunque el saber humano expresa una sola razón en todo lugar y momento, a su juicio esa unidad sólo se ha revelado y aplicado en matemáticas, único reducto de «certezas» hasta entonces, y propone extender ese método a los demás campos del saber humano. Tal como hace el matemático, procede analizar («dividir las dificultades en tantas partes como sea posible y necesario para resolverlas mejor») y sintetizar («ascender poco a poco, por pasos, hasta el conocimiento de los objetos más complejos»). Con la terminología que propondrá Leibniz poco después para el cálculo infinitesimal, se trata de “diferenciar” primero para poder “integrar” luego.
Pero antes de encontrar lo simple (o «absoluto»), y desembocar sin oscuridades en lo complejo («relativo»), es preciso hallar algo sólidamente cierto y evidente en sí, una primera verdad, y para ello Descartes propone empezar dudando de todo.
La duda «metódica» tiene tres fundamentos:
a) En primer lugar, la extrañeza de lo sensible, donde se percibe un marcado contraste con Aristóteles. Los sentidos no sólo pueden sino que tienden a inducirnos a error, y cualquier dato proveniente de ellos carece de certeza absoluta. En realidad, no vemos lo que miramos, porque «ver» en sentido estricto debe reducirse a construir en la mente (como sucede con la suma de 2 y 2), y lo empírico nos llega dado, hecho ya.
b) En segundo lugar, si bien podemos distinguir al durmiente del despierto, es imposible distinguir la vigilia del sueño. La misma idea inquietante anima una famosa obra de Calderón, y Descartes sólo encuentra como remedio a su incertidumbre el hecho de que (despiertos o soñando) los ángulos de un triángulo suman dos rectos siempre, por ejemplo4.
c) Puede por último, haber un genio maligno, un demonio inteligente que haga vacilar incluso esas certezas, y que se complazca engañándonos, haciéndonos creer que las cosas son cognoscibles, o que hay existencia en general.
Sin embargo, aun aceptando todo esto hay algo que es necesariamente, y esto que sigue siendo —en una vida/sueño apoyada sobre sentidos falibles y expuesta a espíritus engañadores— es el sujeto concreto, el «yo». No puedo dudar de que yo dudo. Ahora bien, yo no soy simplemente una cosa que existe: en el ego hay ante todo pensamiento. No diremos entonces «soy, luego existo», sino «pienso, luego existo». He ahí la unidad de la inteligencia y lo real, presentada en su esquemática desnudez. El hypokeímenon o sujeto aristotélico, lo que servía de apoyo a cualesquiera determinaciones, es precisamente un pensante individual y finito, un cogito.


2.2. Me encuentro entonces con un existente indudable que es la conciencia de mí mismo. Esta autoconciencia tiene los rasgos de algo seguro e íntimo a la vez. Descartes aclara expresamente que el ergo («luego») de cogito ergo sum no indica una concatenación silogística. Para ello tendría que formularse la premisa mayor de que «todo lo pensante existe», mientras él afirma sólo que yo o la conciencia de si existe. Como no hay un mediador entre mi mente y mi ser, la conexión de una cosa y otra es inmediata, directa, y reside exclusivamente en el ego como existencia y pensamiento a la vez.

«Por pensar entiendo todo lo que sucede dentro de nosotros con la participación de nuestra conciencia, siempre y cuando seamos conscientes de ello; por tanto, también la voluntad, las representaciones y las sensaciones son lo mismo que el pensamiento».

Esta operación de hallar una certeza absoluta ha suscitado —junto con la síntesis buscada— la cuestión del solipsismo (reclusión en nuestro interior), que ya no abandonará la filosofía hasta nuestros días. La forma de esquivar tal reclusión parece sencilla afirmando que lo que realmente sucede dentro de cada uno son ideas, pues si bien el mundo puede no existir, es indiscutible que poseemos ideas sobre un mundo. Con todo, el propio planteamiento de la duda metódica y el ego determina una decisiva transformación en las ideas. Recordaremos que en Platón eran géneros eternos y autosubsistentes —determinaciones puras— hacia las cuales se elevaba la inteligencia a partir de lo sensible, y que el demiurgo del Timeo (como los dioses del Fedro) producían el mundo «contemplándolas», por ser ellas anteriores y superiores a todo lo demás. Con Descartes, en cambio, las ideas son modos del cogito, «representaciones» mías. Los cuerpos —y aquí aparece la tesis «moderna»— no nos son conocidos por la sensación, porque entre ellos y nuestra mente se interpone la estructura de la mente misma. En apoyo de esto dice Descartes que a veces nos duele un miembro hace largo tiempo amputado, y que la certeza de poseer un cuerpo es siempre algo posterior a la certeza de pensar.


2.2.1. Bruno había visto en todas las cosas “modos” del Inmenso, y Descartes ve en todas las ideas «modos» del entendimiento humano, aunque se apresura a aclarar que no todas tienen el mismo rango. Las adventicias o surgidas de la sensación son potencialmente engañosas, y las fácticas -reelaboradas a partir de otras ideas- pueden sugerir irrealidades como el unicornio. Pero hay también ideas innatas, que si bien forman parte del entendimiento están allí exactamente como estaban los eidos platónicos en la esfera supraceleste. De esta índole parece que sólo hay en principio dos: pensamiento y ser. Por otra parte, es también innata la idea de determinación o finitud, que evoca la de un infinito. Según Descartes, no se trata de una idea adventicia (pues nadie tiene una «sensación» de lo infinito) y tampoco una idea factice o elaborada a partir de otras ideas, pues lo infinito no deriva de levantar los límites sino que, a la inversa, los límites son una operación de acotar lo ilimitado. Por consiguiente, Dios existe como idea innata en el cogito.
Toda esta deducción –abordada en las Meditationes de prima philosophia (1641)- nos sume en algo parecido al estupor, pues tras haber propuesto que las ideas derivan del entendimiento, y haber repetido que el escolasticismo es una pseudofilosofía, Descartes se lanza a la cuestión de precisar si esa idea de lo infinito lleva consigo su existencia, y recurriendo a premisas escolásticas (concretamente al argumento del primer escolástico San Anselmo5) responde afirmativamente. Ya Tomás de Aquino había objetado que de la pura idea (un ser dotado de infinitas perfecciones) no podía pasarse a la existencia real (un ser dotado con la «perfección» específica de la existencia), pero para el fundador de la filosofía moderna es imposible que la idea de un infinito no tenga “una causa proporcionada” a ella. Como mi idea de Dios «ha de ser» causada por Dios, Dios existe.
Pero si Dios existe —y si es infinitamente bueno y veraz también— no permitirá que yo me engañe creyendo que el mundo existe. Por lo mismo, el mundo existe. En realidad, no hay de ello más pruebas que la garantía divina. Toda esta parte de su reflexión quizá deba entenderse como una componenda entre el carácter conciliador de Descartes y la severidad de los tribunales eclesiásticos en la época. En 1625 la municipalidad de París condena con pena de muerte cualquier “ataque a la filosofía de Aristóteles” (el Aristóteles maquillado por Tomás de Aquino), en 1633 es condenado Galileo, y mientras Descartes vive en Holanda su cosmología –que ya empieza a ser enseñada en Leyden y otras universidades- recibe feroces críticas del reformado Voetius, sugiriéndole pedir la protección del Duque de Orange. Esto por no recordar precedentes atroces como Servet, Bruno y Vanini.


2.3. Resulta difícil hallar en la historia de la filosofía una secuencia deductiva tan brillante, tantos paralogismos reunidos y tanta falta de sentido crítico. La unidad del ser y el pensamiento, la reconciliación con la realidad que es la conciencia de sí del hombre, desemboca como acabamos de ver en un yo singular que reconoce el ser real sólo a través de las garantías ofrecidas por un buen Dios. Puede decirse, en consecuencia, que Descartes sigue aún dentro del tanque de privación sensorial representado por la famosa estufa donde se metió cuando andaba guerreando con los católicos bávaros contra infieles y herejes; y que al abrirse allí de repente un pequeño tragaluz quedó cegado por la súbita claridad del día, incapaz de discernir sino las sombras de las cosas.
Esto lo vemos cuando define después la substancia («aquella cosa que no necesita de ninguna otra para existir») repitiendo a Aristóteles textualmente, aunque extraiga dos consecuencias nada aristotélicas: a) Que substancia sólo puede haber una, la divina, espiritual y providente; b) Que absolutamente todo lo otro o el mundo entero se reduce a dos «cosas» (res) rigurosamente separadas desde siempre y para siempre: la extensión y el pensamiento. La síntesis propuesta como «yo» no sólo no representa síntesis real alguna, sino que para explicar cómo puedo mover un dedo necesito suponer órganos fantásticos como la glándula pineal, donde burbujas o glóbulos de cosa extensa se hacen misteriosamente consonantes con burbujas de cosa intelectual, como si llevar el problema a términos microscópicos pudiese resolver el defectuoso concepto básico.
Finalmente, la conciencia de si desemboca en un dualismo más estrecho aún que el platónico, donde lo sensible ni siquiera es propiamente córporeo o material sino pura extensión regida por leyes geométricas. La unidad inmediata de sí mismo, dicen las Meditaciones de filosofía primera, significa dar por «evidente» que «soy distinto de mi cuerpo y puedo existir sin él». La extravagancia de este “mí mismo” bien podría derivar también del clima inquisitorial, que rodea siempre a Descartes como una opresiva malla.

3. A corregir las inconsecuencias de esta construcción, reteniendo lo que tiene de concepto, se aplica Benedictus Spinoza (1632-1677), un descendiente de judíos ibéricos6 emigrados a Holanda por la persecución desatada contra ellos desde los Reyes Católicos.
Este pensador es quizá el temperamento más bello de cuantos ha producido la filosofía. Tras destacar por dotes de todo tipo en la comunidad judía de Ámsterdam, pasó a ser odiado tras decir —siendo aún muy joven— que en Dios había extensión, y como se negó a aceptar un estipendio a cambio de no plantear nuevas «blasfemias» por poco muere en un atentado, donde perdió la vida un primo suyo que los asesinos confundieron con él. Sin duda, no estaban los tiempos para debatir con ninguna religión. Spinoza se separó formalmente de la sinagoga, sin abrazar otro credo, y trabajó como tallista de lentes aunque sus pulmones sufriesen inhalando polvo de vidrio. Murió al comienzo de la cincuentena, tuberculoso, rodeado de adeptos y amigos que intentaron vanamente conseguir que aceptase grandes regalos y honores. Renunció a la abultada herencia que como primogénito le correspondía (en favor de sus hermanas), y no aceptó una oferta que le hizo el Elector del Palatinado para que desempeñase una cátedra en Heidelberg, pues «no abusaría de ella para atacar a la religión públicamente establecida». Spinoza declinó con cortesía, alegando «no saber dentro de qué límites habría de encerrarse aquella libertad filosófica a la que se ponía como condición no atacar a la religión públicamente establecida». A pesar de su dulzura, se dice que le era difícil evitar una sonrisa cuando veía a alguien bendecir la mesa.
Este continuo desprendimiento benévolo, que no adopta la actitud del renunciante aunque sí la del hombre llamado a una independencia radical respecto de todo, tiene como reflejo un discurso de concisión y profundidad insólita. Entre filósofos, hay general acuerdo en sostener que quien no entienda a Spinoza no sabe filosofía. Su tratado de metafísica, que es también un tratado sobre la virtud, la Ética, se publicó después de morir él por deseo suyo, para evitar polémicas sin duda inevitables, aunque circulase en algunas copias privadas. Lo mismo había hecho Copérnico un siglo antes.


3.1. Suele decirse que las influencias más marcadas en Spinoza son la tradición árabe (Avicena, Averroes, Maimónides), la judía (León Hebreo), Descartes y el estoicismo, con Platón y Aristóteles al fondo del cuadro. Pero ninguno de estos pensadores o corrientes llegó a mantener lo que él mantiene, salvo Bruno.
Veamos por qué. Spinoza parece seguir el concepto cartesiano de substancia. «Por substancia entiendo», dice en la Etica, «aquello que es en sí y por sí se concibe, esto es, aquello cuyo concepto, para formarse, no requiere el concepto de otra cosa». Y, al igual que Descartes, considera que sólo puede haber una substancia. La carga de profundidad llega ahora, cuando añade que –por eso mismo- es algo de lo cual nada puede negarse. Ninguna cosa determinada la agota, pero nada llega a ser sin ella, que constituye lo ubicuo, eterno y continuo. La substancia no es «infinita en su género» (con la infinitud «finita» de lo interminable, como la serie de los números naturales, o las divisiones del espacio y el tiempo), sino «absolutamente infinita». Esto produce cierto vértigo, ya que abarca el conjunto de las presencias pasadas, actuales y futuras en cualesquiera medios: nada tiene una existencia independiente de ella. Lógicamente, semejante entidad no puede ser sólo espiritual o sólo material, y «a su esencia pertenece todo lo que expresa una esencia».
Esencia significa para Spinoza afirmación de existencia (“la esencia pone, no quita”), que es un perseverar o «esfuerzo» (conatus) de cualquier cosa real por definir cierto ser propio. El «hacer» de la substancia no permanece en sí (como el Dios trascendente) y da paso a su efecto o mundo real, pero al producir ese efecto —con “indefinidas” esencias que se esfuerzan por perseverar en su realidad— se produce ella misma. A este poner la separación como unidad consigo misma, lo llama Spinoza ser causa de sí. No conocemos panteísmo más perfecto, que identifica Dios y Naturaleza segundo a segundo, milímetro a milímetro. También Aristóteles pudo haber dicho Deus sive Natura, como nuestro filósofo, pero para Spinoza la physis es infinita, mientras Aristóteles permanece en un cosmos finito, vuelto sobre sí como límite. Para Aristóteles toda determinación es perfección, mientras en Spinoza “toda determinación es negación”. No quedándose en una unidad abstracta y vacía, que simplemente lo engloba todo como un cajón de sastre, la Ética expone la substancia como una tensión entre Natura naturans y Natura naturata, energía formadora y material formado. En ese desdoblamiento no se pierde la fluidez de lo mismo en lo mismo, aunque aparece el proceso de lo particular y lo individual determinado, que constituyen el pormenor de lo infinito.


3.2. Lo que en Descartes eran substancia extensa y pensante no aparece en Spinoza como algo escindido. El pensamiento y la extensión son atributos de la substancia infinita. La definición de la Etica dice:

«Por atributo entiendo aquello que el entendimiento percibe como constituyendo la esencia de la substancia».

No se trata de que haya sólo estos dos atributos, sino de que nuestro entendimiento únicamente ha llegado a percibir esos dos. Los atributos son infinitos, como corresponde a la ilimitación de aquello que determinan, pero sólo infinitos en género
El tercer elemento de la substancia es lo que Spinoza llama modos, que define como:

«aquello que es en otra cosa, por medio de la cual es también concebido».

Los modos son los accidentes, a los que Spinoza llama «afecciones» o afectos de la substancia. Fuera de lo absolutamente infinito, y de los reflejos de esa infinitud en el entendimiento que son los atributos, todo lo demás del universo son modos, cosas que llegan a ser en cuanto participan de la substancia o descansan sobre ella. Ser en otro significa así ser en Dios, y estos seres sólo se distinguen de Dios mismo en el hecho de constituir —además— algo determinado y por tanto finito. Dentro de los modos aparecen nuevos modos, y otros dentro de éstos, porque el concepto de la substancia como actividad es que de ella fluyan «indefinidas cosas, en indefinidos modos».


3.2.1. Aquello que el modo tiene de finito o definido es lo que una cosa tiene de propio y excluyente, como ser gusano, trapecio, globo, árbol, etc. Al conseguir esta definición que las hace ser sólo ellas, distintas de todo lo demás, ponen el principio de su perfección (su «sí mismo») no menos que el de su acabamiento.
Fijémonos en que esta dialéctica indefinido-definido fue objeto del primer texto de la historia de la filosofía, el fragmento donde Anaximandro habla de que las cosas «se pagan unas a otras su injusticia de acuerdo con el orden del tiempo». Para Spinoza sigue siendo claro que diferenciarse significa penetrar en el límite, y penetrar en el límite significa ingresar en la finitud (temporal, espacial). Pero el sentido de que esto suceda así ya no es la «injusticia» de cada individuo con respecto a lo general indeterminado —aquello que en el Antiguo Testamento constituye «La ira de Dios»— sino algo relacionado exclusivamente con los otros individuos.
Librados a sí mismos, el árbol, el hombre, el trapecio, etc. seguirían siendo siempre. Hay en cada individuo y en cada estado una afirmación infinita, que es la presencia de la substancia en ellos. La muerte y la transformación de naturaleza acontecen tan sólo porque unos “esfuerzos” se interponen en el camino de otros, y debido a su variada multitud se atropellan y excluyen entre sí. Unas veces son vivientes que asimilan o parasitan a otros, y otras se trata simplemente de que la existencia de cierta cosa resulta incompatible con la de otra.


3.3. El concepto de materia y pensamiento como atributos de una substancia inmanente aniquila el dualismo cartesiano. El alma es la idea de un cuerpo, su unidad reconocida bajo el atributo del pensamiento. El cuerpo es esa misma unidad, reconocida bajo el atributo de la extensión. La excelencia del alma no puede ser otra cosa que la excelencia del cuerpo.
La meta del obrar ético es desde luego la felicidad, pero lo propio de esta felicidad en el caso del hombre es la libertad que proporciona el conocimiento de lo verdadero, que es un conocimiento de lo necesario. Cada cosa constituye el resultado de una infinita cadena de causas eficientes, y lo casual en sentido estricto —lo «contingente»— sólo proviene de deficiencias en nuestro conocimiento, que ha omitido algún eslabón en la genealogía del objeto en cuestión. Por su parte, el modo de alcanzar conocimientos verdaderos es formarse ideas adecuadas del objeto, cosa que prácticamente significa no confundir allí lo substancial, lo predicativo y lo modal.


3.3.1. «La virtud ha de ser su propio premio», afirma la Etica en la más pura línea aristotélica. Cualquier otra recompensa degrada la conducta al autoengaño o la hipocresía. Como la eticidad ha de ser buscada por sí, no por lo que pueda sugerir a otro (y muchos menos a otros imaginarios solamente), es virtuosa la alegría. Spinoza define la alegría como aquello que aumenta la capacidad de obrar de un cuerpo. De la virtud de la alegría se derivan absolutamente todas las otras. A través de ella el esfuerzo por conservar la existencia adquiere un grado de libertad que se convierte en humanidad, firmeza, templanza y, finalmente, idea adecuada de lo que es, cuyo requisito está en superar lo naturalmente confuso de los sentimientos.
A la inversa, el paradigma del vicio es la tristeza, que reduce la capacidad de obrar; de ella provienen el odio, la envidia, el miedo a la muerte y los demás sentimientos característicos de aquello que Spinoza llama «la servidumbre humana».
No podemos entrar en el detalle de las definiciones que la Etica ofrece de los distintos afectos y sus relaciones. Baste decir que, como en Sócrates, para defendernos de las pasiones el único camino es formar ideas adecuadas sobre ellas. «Un afecto, afirma, “deja de ser pasión cuando nos formamos de él una idea clara y nítida». Nunca podremos alcanzar otra libertad que el conocimiento de lo necesario, pero en el caso de los ánimos la principal causa de padecimiento son los conceptos confusos que el hombre se forma sobre Dios, el mundo y su propio ser.


3.4. Al comienzo de un Tratado sobre la reforma del entendimiento que dejó inconcluso, Spinoza veía el fundamento de una vida feliz en permanecer siempre fiel a un objeto no perecedero. En efecto, preferimos amar algo que pueda amarnos, algo que podamos afectar. Pero todo objeto capaz de «corresponder» será limitado, y poner un amor ilimitado en él equivale de alguna manera a apostar por la tristeza y la servidumbre. En vez de eso el entendimiento sensato logra amar realmente cosas como el arte, la ciencia o la tarea de una virtud, que nunca le abandonarán, porque no constituyen entidades perecederas.
El único objeto absolutamente infinito es la substancia, Natura, y lo que se puede decir del arte, la ciencia o la virtud es aplicable en grado eminente a ella. Sucede, sin embargo, que las religiones positivas han corrompido al hombre con la superstición de que es posible influir sobre Dios con ritos mágicos o de cualquier otro modo, obteniendo con ello perdones o recompensas, y esto —dice la Etica— es «querer que Dios no sea Dios» y, por lo mismo, «querer entristecerse». En la substancia no puede haber persona, al igual que no puede haber voluntad, signos ambos de una finitud. Nada en el mundo puede ser tan indiferente a un ánimo virtuoso como influir sobre Dios, y nada puede hacer al hombre más libre —más alegre— que poner corazón y entendimiento en el tránsito constante de Natura naturans a Natura naturata. .
Se alcanza así una síntesis de la rectitud ética con una idea clara de lo que es. En ello consiste el «amor intelectual», donde las cosas —sin dejar de ser tales— aparecen «bajo una luz de eternidad» (sub especie eternitatis).

4. La ontología-ética de Spinoza, tan próxima a la mística y a la vez tan coherente con su (discutible) punto de partida –“una substancia absolutamente infinita”-, es paralela a una teoría política nada mística, y revolucionaria entonces para cualquier país distinto de Holanda. Como vimos, desde el siglo XIV el fenómeno de las ciudades libres ha cambiado todo lo relativo a la vida práctica, construyendo y fortaleciendo sociedades comerciales. La cuna, raíz del orden previo, es desafiada abiertamente por una meritocracia de las profesiones civiles que trae consigo una movilidad social desconocida. Junto a los ideales clásicos de jerarquía, centralidad y subordinación hay ahora ideales –por no decir pujantes realidades- de libertad, descentralización y coordinación eficaz. Todos ellos se vinculan a una dignificación de lo que hasta ese momento había parecido más vil y mezquino, que es el intercambio voluntario de bienes y servicios prosaicos.-la esfera mercantil en general-, y esa nueva dignidad supone una correlativa erosión para el reino de intercambios involuntarios encarnados por el vínculo amo-siervo, la lealtad a un credo religioso o la obediencia de cualquier tropa a su general. Se difunde el espíritu del contrato (libre acuerdo de voluntades), en inevitable detrimento de usos extra y anti-contractuales.
Ningún lugar de Europa exhibe esta transición en medida remotamente comparable a Ámsterdam y otras ciudades de los Países Bajos, cuya liberalidad en materia de pensamiento no tiene igual, y cuya prosperidad mercantil tampoco lo tiene. Unas dos décadas antes de nacer Spinoza, en 1609, surge el Banco de Ámsterdam y revoluciona los usos. Hasta entonces quienes se encargaban de custodiar monedas y otros objetos de valor (piedras preciosas, objetos artísticos, títulos de propiedad) eran joyeros y otros orfebres, que sencillamente aseguraban la conservación de tales cosas intactas. El Banco de Ámsterdam introduce dos modificaciones radicales; primero, se ofrece a verificar la “ley” de cada moneda (detectando los porcentajes de cualquier aleación fraudulenta, o el “aligerado” de su respectivo peso), cosa que limita seriamente los abusos de cada monarca con su divisa; segundo, entrega recibos por el valor real de lo depositado, que resultan inmediatamente negociables. Poco después bancos de Rótterdam, Maastrich y La Haya imitan esta práctica, complementando los certificados de depósito con líneas de crédito que inauguran una creación no monárquica de dinero, y desencadenan cambios trascendentales. El capitalismo previo, basado sobre peajes y tributos de trabajo (las “corveas”), cede paso a un capitalismo librecambista o “científico” (Max Weber), cuyos agentes principales no son ya simples mercaderes sino empresarios, que inventan nuevos modos de producir o mercancías nuevas, cuya difusión unifica a jerarcas (religiosos y militares), clientes y siervos en la nueva y secularizada categoría de simples consumidores. Nace la corporación o sociedad anónima, cuyos socios tienen una responsabilidad limitada al capital social, una figura desconocida por el derecho romano que estimula extraordinariamente la asociación entre particulares, y la inversión de pequeños ahorros que antes dormían bajo el colchón o dentro de calcetines. El principio político de autoridad absoluta se convierte en reivindicación de libertad responsable o ciudadana, que refleja a su vez una confianza en la autoridad de algo tan distinto –por relativo- como la eficacia (rendimiento).


4.1. Seguimos el curso de estos cambios en el Leviatán de Thomas Hobbes (1588-1679) y el Tratado teológico-político de Spinoza, textos tan coetáneos como incompatibles. Inmerso en las tremendas convulsiones del momento, Hobbes codifica los principios de la sociedad preindustrial, donde el premio consiste en “honores”. Inmerso en lo mismo, pero vecino de Ámsterdam, Spinoza codifica los principios de la sociedad industrial, donde en vez de honores el premio son propiedades. En un caso se analizan los derechos y deberes del súbdito, en el otro los del ciudadano.
El precedente de Hobbes, que como filósofo fue un nominalista (en la línea de Occam), apasionado por la geometría y probablemente ateo (en su fuero íntimo, desde luego), es El príncipe del florentino Nicolás Maquiavelo, publicado siglo y medio antes aunque respondiendo al mismo desasosiego que suscita el tránsito del feudalismo al orden burgués. De Maquiavelo toma el concepto de la razón de Estado, si bien en Hobbes esto se sustantiva y pasa a llamarse Leviatán, nombre de un monstruo bíblico que simboliza el poder soberano. Al igual que Maquiavelo, una autoridad absoluta es el precio inexcusable que cualquier grupo debe pagar por su seguridad, ya que los humanos no son animales sociales o espontáneamente cooperativos, como pensaba Aristóteles, sino depredadores asociales que en “estado de naturaleza” vivirán de la guerra y el saqueo. Siendo “el hombre un lobo para el hombre” (homo homini lupus), el Estado capaz de remediar dicha tendencia está en las antípodas de cualquier constitución liberal. Ni el más cruel y corrupto de los reyes, afirma Hobbes, producirá un caos tan catastrófico como el derivado de confiar las decisiones políticas a alguna asamblea democrática. El orden supremo y eterno de las sociedades consiste en que la mayoría (pobres) se sostenga sobre un sentimiento de temor, y la minoría (ricos) se alimente de orgullo y vanidad. No obstante, el hecho mismo de que la libertad ceda en todo momento a la seguridad permite a Hobbes argumentar el primero de los derechos civiles (protección de la integridad física y patrimonial de cada súbdito), alegando que el compromiso de obediencia al Soberano se suspende tanto pronto como éste deje de asegurar esa meta, justificándose entonces su sustitución por otro.
Aparecido anónimamente, con fecha y datos de edición cambiados, el Tratado teológico-político de Spinoza dibuja el reverso puntual de este esquema. El orden de la cuna, y los principios jerárquicos vinculados a él, carecen de valor ético tanto como de capacidad para asegurar una sociedad próspera, justa y orientada al mejoramiento. De hecho, la autoridad no constituye un fin en sí, y presentarla de ese modo evoca un derecho inalienable del pueblo a oponerle resistencia. El poder coactivo es un simple medio para asegurar que dentro de un grupo se cumplirán relaciones de reciprocidad, por las buenas o por las malas, y cuando se desvía de ello pasa a ser tiranía intolerable.7 No casualmente, para Hobbes el “estado de naturaleza” constituye una guerra de todos contra todos cuyo único antídoto es un reino de terror político ejercido por el soberano Leviatán, mientras Spinoza piensa que la vida natural no sólo es cooperativa o social sino “gloriosa”, colmada de alegrías potenciales o actuales, pues ningún más allá puede compararse en goces y cumplimientos al más acá.

“No sólo es la libertad de pensamiento compatible con la paz del Estado, sino que suprimirla implica destruir dicha paz (...) Los gobiernos no deben esforzarse por convertir a los seres humanos en bestias o peleles, sino fomentar que desarrollen sus mentes y cuerpos rodeados de seguridad, empleando su razón sin ninguna especie de grilletes”.

Por lo mismo, no sólo hay un derecho a que se preserven nuestras personas y bienes (mientras no cometamos algún crimen o fraude, justificativo de encarcelamiento o embargo), sino un derecho a la libertad de conciencia que postula enseguida libertad de expresión y asociación. A eso debe añadirse un deslinde nítido entre Iglesia y Estado, porque de omitirlo provienen en gran medida los atropellos a la dignidad humana, y a la prosperidad de cada grupo. John Locke, de quien hablaremos en el próximo tema -y que se encuentra por entonces refugiado en Holanda para huir de sus inquisidores ingleses-, está pensando en idénticos términos. Vemos así que a la magistral exposición hobbesiana del autoritarismo corresponde una magistral exposición del liberalismo por parte de dos individuos avecindados en Ámsterdam. Hobbes preconiza todavía la unidad de religión y coacción política (presidida no por el Papa sino por cada Corona) y se diría que Spinoza y él hablan de mundos sideralmente distintos, uno regido por la medicina del pánico tanto como otro por la del acuerdo contractual. Pero es que afectivamente se trata de mundos no sólo distintos sino incompatibles. Un pensamiento trata de apuntalar cierto edificio aquejado de ruina, y otro describe los cimientos del nuevo.
Para terminar con Spinoza, añadamos que el Tratado teológico-político inaugura la exégesis científica de la Biblia, mostrando de modo tan elegante como preciso que la fe en Dios no necesita sostenerse sobre una realidad textual de alegorías y leyendas. Por ejemplo, para ayudar a Josué en su toma de Jericó se dice que Yahvéh prolongó el día “deteniendo el curso del Sol”, y de ese detalle puede inferirse que la Tierra está quieta mientras el Sol de mueve. Pero dicha extrapolación es innecesaria por múltiples razones, desde la nula formación astronómica del escriba hebreo original a una confusión entre el símbolo y lo simbolizado. Sumado al resto de su obra, esto concitó el odio de media Europa. «Negro buitre» y «esbirro de Satán», la mera mención de su nombre despertaba tales recelos que Leibniz, tras visitarle una vez, negó siempre haber departido con un alma tan monstruosa. En realidad, a sus admirables pensamientos Spinoza unió el más conmovedor de los ejemplos, hasta el punto de ser su vida una lección tan completa como su obra. Por cuanto sabemos, todos sus actos pudieron elevarse siempre a regla de conducta universal.

5. Descartes representa la unidad subjetiva de la razón, decretando un nuevo cisma entre las almas y los cuerpos. Spinoza salva esta inconsecuencia con un concepto completamente objetivo de lo infinito. El tercero de los grandes racionalistas, Leibniz (1646-1716) va a aplicarse a definir lo individual, el principio menos rastreado por sus predecesores. Descartes fue oficial de un ejército católico y súbdito de un monarca absoluto, Spinoza pulidor de lentes en la tolerante Holanda, y Leibniz es consejero en las cortes de Hannover, Berlín y Viena, apasionado por convocar un gran Concilio que reconcilie a las Iglesias.
Cosa no frecuente entre filósofos, Leibniz fue hijo de un profesor de filosofía. Aparentemente sin esfuerzo, con ayuda de una inteligencia asombrosamente versátil, se convirtió en jurista, historiador, matemático, filósofo, investigador y cortesano, sobresaliendo en todos esos campos como un hito de primera magnitud. Disputó con Newton la paternidad del cálculo diferencial; sentó las bases de la lógica simbólica, anticipó conceptos esenciales para diversas disciplinas, promovió la Academia de Ciencias de Berlín (de la cual sería presidente vitalicio) y fue a través de un discípulo –Wolff- el punto de partida filosófico para Kant.
Redactó muchos opúsculos, pero ningún tratado sistemático a excepción de un texto edificante, la Teodicea, atacada no sin motivo por Voltaire en Cándido o el optimismo. Su pretensión allí es demostrar a la reina Sofía Carlota —esposa de Federico I de Prusia, el severísimo «rey soldado», padre de Federico el Grande— que Dios hizo el mejor de los mundos posibles. En el pensamiento de Leibniz se observa con frecuencia el deslizamiento brusco desde lo genial a lo superficial, como si el cortesano se sobrepusiera al estudioso, el retórico edulcorado al pensador profundo. A grandes rasgos, su obra pretende ser, y es, una tercera vía entre Descartes y Spinoza, que tiene su gran oponente en la filosofía inglesa (Newton, Locke, Hume).


5.1. Volviendo a Aristóteles, que inauguró la distinción entre ser por sí y ser por otro, Leibniz se adhiere a una substancia que es lo contrario de algo único. La substancia son las substancias, una pluralidad ilimitada a la que —usando un término aristotélico también— llama mónadas o unos.
Nótese que «ilimitado» sólo se aplica al número de substancias, no —como sucedía en Spinoza— a su esencia. La esencia o ser de cada una no se diluye en algo absolutamente infinito, con lo cual cabe decir que la determinación vuelve a pensarse positivamente. Como elementos últimos de todo lo real presenta una especie de átomos cualitativos, privados de extensión y materia, intemporales, que son las mencionadas mónadas. Cada una es una forma substancial (término ya usado por Tomás de Aquino), entendiendo por ello algo «sin ventanas» que es en sí definición.
El interés filosófico de este concepto, algo extraño, es querer pensar radicalmente la diferencia. Leibniz no se conforma con la diferencia formal, derivada de un contraste externo, ni tampoco con la diferencia cuantitativa, sino que persigue una diferencia interior. Para que pueda darse un contraste entre formas y magnitudes en las cosas del mundo es preciso que haya antes una distinción real o inmanente de sus elementos básicos, porque sólo esto permite comprender la individuación.


5.1.1. Con la combinación típica en él de frivolidad y profundidad, Leibnitz nos dice:

«No hay dos individuos indiscernibles. Uno de mis amigos, gentilhombre de espíritu, con el que conversaba en presencia de la Sra. Electora de Maguncia en el jardín de Herrenhausen, creyó que encontraría dos hojas completamente iguales. La Sra. Electora le desafió, y él corrió de aquí para allá buscándolas en vano durante largo tiempo. Dos gotas de agua o de leche miradas al microscopio se revelarán discernibles. Es un argumento contra los átomos».

Conceptualmente, esto significa: lo que no es diferente en sí no es diferente; la determinación no deriva de nuestro comparar. Si tres o cuatro cosas se distinguen tan sólo por ser tres o cuatro, no son tres o cuatro sino una sola. He ahí un gran pensamiento.
Con todo, si no se distinguen como formas ni como masas, sino como «formas substanciales», las mónadas no pueden relacionarse sino de manera extrínseca o, mejor aún, no pueden relacionarse (por lo antes dicho de «no tener ventanas»). Leibniz llama a esta falta de contacto exterior simplicidad, añadiendo que las mónadas no son meros unos sino «cierta pluralidad que permanece encerrada en lo uno». Dado dicho encierro, sólo queda recurrir a una especie de contacto interior, que es la armonía.
Resulta difícil seguir a Leibniz hasta semejante conclusión, que constituye la base de su famosa doctrina de la armonía preestablecida. Spinoza había dicho que «el orden de las ideas es el mismo que el orden de las cosas», fundiendo de manera inmediata ser y pensamiento. Descartes, con su principio subjetivo, acababa postulando una comunicación milagrosa entre lo material y lo mental. Leibniz propone ahora una separación absoluta pero originalmente coordinada, de tal manera que todas las cosas «compuestas» deben concebirse como una multitud de relojes aislados pero puestos a la misma hora, sincronizados desde el principio de los tiempos.


5.1.2. La infinitud del panteísmo spinozista era un levantamiento del límite en general. Leibniz propone un infinito de infinitos (un verdadero continuo) . Sigue aquí la línea de Anaxágoras, que no cancela en realidad el límite, pues lo grande no tiene más partes que lo pequeño.

«Cada parte de la materia puede concebirse como un jardín lleno de plantas, y como un estanque lleno de peces. Pero cada rama de la planta, cada gota de sus humores, es también un jardín tal y un tal estanque».

Aunque cada forma sustancial esté encerrada sobre su unidad, dentro de cada una está todo absolutamente, resuena un infinito de infinitos, una pluralidad inmensa. Pero resuena porque la mónada es “determinabilidad” o percepción.

«Una determinabilidad y un cambio de este tipo, que permanecen y se desarrollan así en la esencia misma, no son otra cosa que una percepción».

Cada mónada, -y cada individuo concreto como armonía de ellas-, existe percibiéndose, desarrollando un principio interno que es por un lado “fuerza” y por ánimo. Aquí aparece la diferencia real prometida por el criterio de los indiscernibles. No diferimos porque seamos distintos de otros, sino porque siendo percepciones llevamos la distinción dentro. La apetencia, por ejemplo, no es por eso cierta idea acompañada por alguna causa externa, como en Spinoza, sino «la actividad del principio interno por el cual se avanza de una percepción a otra». Esto asegura su «espontaneidad», según Leibniz.


5.1.3.Los cuerpos constituyen conglomerados de mónadas, cuyas percepciones no son necesariamente conscientes. Las mónadas «inorgánicas» carecen de conciencia (aunque sean en sí percepción), y las orgánicas están expuestas a estados de «oscuridad», como el sueño o el delirio febril. Un ejemplo de espontaneidad sin conciencia en mónadas inorgánicas es la aguja magnética, continuamente orientada hacia el Norte. Si la aguja fuese consciente, dice Leibniz, no sólo habría en ella una acción inmanente sino una libertad. Pero no hay libertad aquí, sino necesidad. Son inorgánicos aquellos cuerpos compuestos de modo externo, por agregación de elementos. Falta allí una «perfección» o forma substancial que sea principio y rija para todo. Son orgánicos o vivos, animados, los cuerpos en los que una mónada predomina sobre las demás. Como unos y otros son percepción («pluralidad en lo uno»), lo que tienen de materia es la oscuridad del sentir, un aturdimiento ante la infinitud como el del oído que no escucha el caer de cada gota aislada sino el rugido de la ola.
En ciertos cuerpos orgánicos acontece la conciencia, que aclara la percepción y delata el gobierno de una nueva mónada «aperceptiva». Con un término que Kant consagrará, Leibniz llama apercepción a cualquier percepción consciente (de sí). Decantada de toda otra cosa, la apercepción conoce dos verdades intemporales. Una es el principio de contradicción según aparece en Aristóteles, como posición de lo puesto, y otra es la ley de «parsimonia» —también aristotélica— en cuya virtud, la naturaleza no hace nada en vano (nihil agit frustra), y se complace siempre en la economía. A esta tendencia, vista en la génesis de las cosas, la llama Leibniz principio de razón suficiente. Ser, existir, significa tener alguna razón de ser o existir. «El principio de razón consiste en que todo tiene su fundamento». Pero la razón no es otra cosa que Dios, y allí donde rige el principio de razón rige lo divino, «mónada de las mónadas». En ella la oscuridad del sentir, el aturdimiento, se ha reducido a nada.


5.2. La principal deuda del kantismo para con Leibniz se liga a su doctrina de la verdad. Las «verdades de razón» son juicios donde los predicados están implícitos en los sujetos, como cuando comprobamos que el todo tiene una extensión superior a la parte o que no hay color sin extensión. Cuando la conexión entre términos no incluye nada nuevo, ninguna composición de elementos en principio diversos, Leibniz dice que se trata de proposiciones sólo analíticas, la modalidad más débil entre verdades de razón.
Las «verdades de hecho», en cambio, conectan determinaciones que no son en principio inherentes, y que podrían estar desvinculadas. Que el apogeo del pensamiento presocrático (Heráclito y Parménides) coincida con Clístenes y otros legisladores democráticos, por ejemplo, es un juicio verdadero pero no «analítico». Le caracteriza componer una unidad (o una diferencia) no dada a priori en los términos. Leibniz observa, muy pertinentemente, que las verdades de razón se apoyan sobre el principio de contradicción, mientras las verdades de hecho tienen además el de razón suficiente. Que Heráclito y Parménides sean coetáneos de Clístenes es un simple hecho, aunque si ha llegado a suceder no constituye una completa arbitrariedad, y tendrá su fundamento en el detalle mismo de lo acontecido.
Observemos, con todo, que al tener todo hecho una razón, el hecho se convierte en una razón, deducible a priori (o «analítica») disponiendo de los necesarios elementos de juicio. Hay riesgo de que se borre la frontera recién trazada entre verdades de hecho y verdades de razón. Consciente de ello, Leibniz añade que unas verdades se refieren a las esencias —esto es, a las ideas, al reino ideal— y otras a las existencias. Así, que una parte de la manzana sea menor que toda la manzana es independiente de que haya manzanas; que las manzanas resulten ser dulces, en cambio, no es independiente de que haya manzanas.
El asunto dista de estar claro, pero convendrá aplazarlo hasta Kant, que lo reelaborará ampliamente.

 

REFERENCES

1 Entre sus numerosos hallazgos hizo época el de la geometría analítica -añadida como apéndice a su Discurso del método-, que al representar las figuras geométricas con ecuaciones algebraicas (merced a ejes de “coordenadas” y “ordenadas”) permitió resolver muchos problemas en otro caso insolubles.

2 Su Quod nihil scitur (traducido a veces como “Por qué nada puede saberse”), publicado en 1581, suele considerarse el precedente inmediato de la duda cartesiana.

3 En sus Reglas para la dirección del entendimiento, un escrito de 1628 que sólo se publicaría más de medio siglo después de haber muerto, propone concretamente: “1) obedecer las leyes y costumbres de cada lugar; b) decidirse a partir de las evidencias disponibles, aunque fuesen escasas, manteniendo luego ese criterio como certidumbre; c) cambiar los propios deseos, antes que pretender cambiar el mundo; d) buscar siempre la verdad”.

4 Este argumento en particular adolece de gran debilidad, ya que el mundo onírico resulta totalmente ajeno a la geometría euclidiana, única donde (en contraste con otras geometrías, como la de Riemann, la de Boyiai-Lobachevsky o la fractal de Mandelbrot) tiene sentido dicho principio. Muy anterior a Riemann y a Mandelbrot, Descartes considera que la construcción de Euclides no tiene alternativa alguna, siendo así el único metron (medida) de Gea (la Tierra).

5 Su “argumento ontológico” alega que si dios existiese sería una suma de perfecciones. Ahora bien, tener todas las perfecciones implica también tener existencia.

6 Se conserva un retrato suyo en forma de camafeo, con el autógrafo “Benito de Espinosa”.

7 La justificación del tiranicidio como acto de suprema excelencia ética, que -por cierto- coincide con aceptar el interés del dinero (antes considerado pecado y delito de usura), y el resto de los principios inherentes a la sociedad mercantil, lo toma Spinoza de los últimos escolásticos –la escuela llamada de Salamanca (Suárez, Vitoria, Molina)-, cuyos representantes consideran norma de derecho natural la libertad de comercio.


BIBLIOGRAFÍA

DESCARTES, Discurso del método y Meditaciones metafísicas, Austral. Madrid, 1970.
SPINOZA, Etica. múltiples ediciones en castellano.
—, Tratado de la reforma del entendimiento, Aguilar, Madrid, 1971.
HOBBES, Leviatán, diversas ediciones en castellano.
LEIBNIZ, Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, Alianza, Madrid, 1990.

 

© Antonio Escohotado
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