1. El racionalismo quiere hacer valer el concepto en términos
absolutos, como en Grecia. Esta exigencia si recordamos a Platón
y Aristóteles es que ser y pensamiento no se mantengan aislados,
y tampoco se superpongan irreflexivamente. En otras palabras, hace falta:
a) Que el ser, lo objetivo aparente como mundo, se revele por sí
mismo como una existencia de la esencia, esto es, como un sistema de actividad
cuyo despliegue revela un pensamiento inmanente.
b) Que el pensamiento, lo subjetivo e interior, abandone la arbitrariedad
de ser sólo subjetivo y se manifieste como expresión del
mundo real, surgida de él y acorde con el orden necesario de las
cosas.
Semejante unidad mediada de ser y pensamiento, de lo real y lo intelectual,
invierte en buena medida la posición de Bacon y Newton. En vez
de generalizar y depurar la inducción, el racionalista propone
devolver a la deducción sus derechos, esforzándose ante
todo por establecer principios generales nítidos. El
mundo que era entonces una Europa devastada por guerras, plagas
y hordas de inquisidores se le presenta transparente como un cristal,
fiel a cierto optimismo insensible a lo opaco y feroz que acontece a su
alrededor. Extasiados por la pura claridad, se diría que estos
filósofos están saliendo de la caverna platónica,
deslumbrados por los rayos del Sol, y sólo atentos a narrar la
luz como nitidez simple en sí. Por lo demás, el horror que
devasta Europa en forma de conflictos bélicos y epidemias ha dado
paso ya a la más grande y silenciosa revolución de los tiempos
modernos, que es el tránsito de una sociedad clerical-militar cerrada
a sociedades mercantiles abiertas, apoyadas sobre ciudades libres en expansión
Ámsterdam por encima de todas entonces-, y este entusiasmo
básico del pensamiento se justifica considerando el progreso sostenido
en artes y ciencias, paralelo a mejoras en el nivel popular de vida y
al reconocimiento de derechos civiles.
Con los racionalistas del XVII hallamos también la progresiva simbiosis
del saber con el espíritu de la técnica, y el vacío
que comienza a surgir entre ella y la filosofía tradicional. Todos
ellos pueden considerarse científicos naturales -competentes
matemáticos como Spinoza cuando no genios como Descartes o Leibniz-,
pero su pasión por lo especulativo tropieza a la vez con ello.
Serán por eso los «metafísicos», en contraste
con los «empíricos», no tanto porque estos segundos
carezcan de metafísica (como acabamos de ver en Newton, diez años
más joven que Spinoza y cuatro mayor que Leibniz), sino porque
es distinta de la suya y no se recata en aparecer como tal metafísica,
afectando ser ajena a hipótesis.
Las últimas convulsiones del Sacro Imperio atizan aún guerras
interminables (la de los 80 años entre España y los Países
Bajos, la de los 30 años en Europa central), que dejan indefensa
a toda aldea y a pequeñas ciudades ante bandas de mercenarios curtidos
por la masacre, y prestos a cambiar de bandera según convenga.
Son conflictos de atrición o desgaste, cuyo marco recurrente está
en una hegemonía imperial ya imposible, que sólo se estabiliza
con la Paz de Westphalia (1648, dos años antes de morir Descartes).
El principio de las nacionalidades soberanas instaura en cada país
el absolutismo monárquico un rey, una fe, una ley-,
que comienza a sufrir por su parte una sostenida difusión de ideas
republicanas. Aquí se encuentra el marco del gran tratado de ciencia
política que representa el Leviatán de Thomas Hobbes,
lúcida defensa de los ideales tradicionales ante la corriente democratizadora,
que pronto tropieza con adversarios formidables en los tratados de Locke
y Spinoza. .
2. El asombro ante lo claro y nítido de la razón corresponde
en máxima medida al francés Renato Descartes (1596-1650),
de quien dijimos ya algo en un temas previo. Si «quien tiene un
cuerpo apto para muchas cosas tiene un alma cuya mayor parte es eterna»
(Spinoza), Descartes puede ser considerado un alma en buena medida inmortal.
Instruido por los jesuitas, fue un cosmólogo muy discutible, un
matemático extraordinario1,
un pulcro estilista y un pensador a partir de cuya obra se fecha algo
arbitrariamente- el comienzo de la filosofía moderna.
Lo inmediatamente previo a él en Francia es la combinación
de estoicismo y escepticismo representada por Miguel de Montaigne, donde
el consejo de mirar hacia dentro coincide con la ruina de la sociedad
feudal eclesiástica, que arrastra casi todas sus ideas a la misma
bancarrota. Nada se sabe, vocea por entonces el médico portugués
Sánchez,2
y el propio Descartes suscribe inicialmente esa mezcla de estoicismo y
escepticismo3
hasta que cierto día metido según parece dentro de
una gran estufa- atraviesa una experiencia a caballo entre la revelación
mística y el silogismo. Allí imagina haber hallado un medio
que hará frente al veneno de la duda y sus secuelas (esterilidad,
decadencia): un saber compuesto sólo por «certezas».
2.1. Aunque el saber humano expresa una sola razón en todo lugar
y momento, a su juicio esa unidad sólo se ha revelado y aplicado
en matemáticas, único reducto de «certezas»
hasta entonces, y propone extender ese método a los demás
campos del saber humano. Tal como hace el matemático, procede analizar
(«dividir las dificultades en tantas partes como sea posible y necesario
para resolverlas mejor») y sintetizar («ascender poco a poco,
por pasos, hasta el conocimiento de los objetos más complejos»).
Con la terminología que propondrá Leibniz poco después
para el cálculo infinitesimal, se trata de diferenciar
primero para poder integrar luego.
Pero antes de encontrar lo simple (o «absoluto»), y desembocar
sin oscuridades en lo complejo («relativo»), es preciso hallar
algo sólidamente cierto y evidente en sí, una primera verdad,
y para ello Descartes propone empezar dudando de todo.
La duda «metódica» tiene tres fundamentos:
a) En primer lugar, la extrañeza de lo sensible,
donde se percibe un marcado contraste con Aristóteles. Los sentidos
no sólo pueden sino que tienden a inducirnos a error,
y cualquier dato proveniente de ellos carece de certeza absoluta. En realidad,
no vemos lo que miramos, porque «ver» en sentido estricto
debe reducirse a construir en la mente (como sucede con la suma de 2 y
2), y lo empírico nos llega dado, hecho ya.
b) En segundo lugar, si bien podemos distinguir al durmiente del
despierto, es imposible distinguir la vigilia del sueño.
La misma idea inquietante anima una famosa obra de Calderón, y
Descartes sólo encuentra como remedio a su incertidumbre el hecho
de que (despiertos o soñando) los ángulos de un triángulo
suman dos rectos siempre, por ejemplo4.
c) Puede por último, haber un genio maligno, un demonio
inteligente que haga vacilar incluso esas certezas, y que se complazca
engañándonos, haciéndonos creer que las cosas son
cognoscibles, o que hay existencia en general.
Sin embargo, aun aceptando todo esto hay algo que es necesariamente, y
esto que sigue siendo en una vida/sueño apoyada sobre sentidos
falibles y expuesta a espíritus engañadores es el
sujeto concreto, el «yo». No puedo dudar de que yo dudo. Ahora
bien, yo no soy simplemente una cosa que existe: en el ego hay ante todo
pensamiento. No diremos entonces «soy, luego existo», sino
«pienso, luego existo». He ahí la unidad de la inteligencia
y lo real, presentada en su esquemática desnudez. El hypokeímenon
o sujeto aristotélico, lo que servía de apoyo a cualesquiera
determinaciones, es precisamente un pensante individual y finito, un cogito.
2.2. Me encuentro entonces con un existente indudable que es la conciencia
de mí mismo. Esta autoconciencia tiene los rasgos de algo seguro
e íntimo a la vez. Descartes aclara expresamente que el ergo
(«luego») de cogito ergo sum no indica una concatenación
silogística. Para ello tendría que formularse la premisa
mayor de que «todo lo pensante existe», mientras él
afirma sólo que yo o la conciencia de si existe. Como no hay un
mediador entre mi mente y mi ser, la conexión de una cosa y otra
es inmediata, directa, y reside exclusivamente en el ego como existencia
y pensamiento a la vez.
«Por pensar entiendo todo lo que sucede dentro de nosotros con
la participación de nuestra conciencia, siempre y cuando seamos
conscientes de ello; por tanto, también la voluntad, las representaciones
y las sensaciones son lo mismo que el pensamiento».
Esta operación de hallar una certeza absoluta ha suscitado junto
con la síntesis buscada la cuestión del solipsismo
(reclusión en nuestro interior), que ya no abandonará la
filosofía hasta nuestros días. La forma de esquivar tal
reclusión parece sencilla afirmando que lo que realmente sucede
dentro de cada uno son ideas, pues si bien el mundo puede no existir,
es indiscutible que poseemos ideas sobre un mundo. Con todo, el propio
planteamiento de la duda metódica y el ego determina una
decisiva transformación en las ideas. Recordaremos que en Platón
eran géneros eternos y autosubsistentes determinaciones puras
hacia las cuales se elevaba la inteligencia a partir de lo sensible, y
que el demiurgo del Timeo (como los dioses del Fedro) producían
el mundo «contemplándolas», por ser ellas anteriores
y superiores a todo lo demás. Con Descartes, en cambio, las ideas
son modos del cogito, «representaciones» mías.
Los cuerpos y aquí aparece la tesis «moderna»
no nos son conocidos por la sensación, porque entre ellos y nuestra
mente se interpone la estructura de la mente misma. En apoyo de esto dice
Descartes que a veces nos duele un miembro hace largo tiempo amputado,
y que la certeza de poseer un cuerpo es siempre algo posterior a la certeza
de pensar.
2.2.1. Bruno había visto en todas las cosas modos del
Inmenso, y Descartes ve en todas las ideas «modos» del entendimiento
humano, aunque se apresura a aclarar que no todas tienen el mismo rango.
Las adventicias o surgidas de la sensación son potencialmente engañosas,
y las fácticas -reelaboradas a partir de otras ideas- pueden sugerir
irrealidades como el unicornio. Pero hay también ideas innatas,
que si bien forman parte del entendimiento están allí exactamente
como estaban los eidos platónicos en la esfera supraceleste.
De esta índole parece que sólo hay en principio dos: pensamiento
y ser. Por otra parte, es también innata la idea de determinación
o finitud, que evoca la de un infinito. Según Descartes, no se
trata de una idea adventicia (pues nadie tiene una «sensación»
de lo infinito) y tampoco una idea factice o elaborada a partir
de otras ideas, pues lo infinito no deriva de levantar los límites
sino que, a la inversa, los límites son una operación de
acotar lo ilimitado. Por consiguiente, Dios existe como idea innata en
el cogito.
Toda esta deducción abordada en las Meditationes de prima
philosophia (1641)- nos sume en algo parecido al estupor, pues tras
haber propuesto que las ideas derivan del entendimiento, y haber repetido
que el escolasticismo es una pseudofilosofía, Descartes se lanza
a la cuestión de precisar si esa idea de lo infinito lleva consigo
su existencia, y recurriendo a premisas escolásticas (concretamente
al argumento del primer escolástico San Anselmo5)
responde afirmativamente. Ya Tomás de Aquino había objetado
que de la pura idea (un ser dotado de infinitas perfecciones) no podía
pasarse a la existencia real (un ser dotado con la «perfección»
específica de la existencia), pero para el fundador de la filosofía
moderna es imposible que la idea de un infinito no tenga una causa
proporcionada a ella. Como mi idea de Dios «ha de ser»
causada por Dios, Dios existe.
Pero si Dios existe y si es infinitamente bueno y veraz también
no permitirá que yo me engañe creyendo que el mundo existe.
Por lo mismo, el mundo existe. En realidad, no hay de ello más
pruebas que la garantía divina. Toda esta parte de su reflexión
quizá deba entenderse como una componenda entre el carácter
conciliador de Descartes y la severidad de los tribunales eclesiásticos
en la época. En 1625 la municipalidad de París condena con
pena de muerte cualquier ataque a la filosofía de Aristóteles
(el Aristóteles maquillado por Tomás de Aquino), en 1633
es condenado Galileo, y mientras Descartes vive en Holanda su cosmología
que ya empieza a ser enseñada en Leyden y otras universidades-
recibe feroces críticas del reformado Voetius, sugiriéndole
pedir la protección del Duque de Orange. Esto por no recordar precedentes
atroces como Servet, Bruno y Vanini.
2.3. Resulta difícil hallar en la historia de la filosofía
una secuencia deductiva tan brillante, tantos paralogismos reunidos y
tanta falta de sentido crítico. La unidad del ser y el pensamiento,
la reconciliación con la realidad que es la conciencia de sí
del hombre, desemboca como acabamos de ver en un yo singular que reconoce
el ser real sólo a través de las garantías ofrecidas
por un buen Dios. Puede decirse, en consecuencia, que Descartes sigue
aún dentro del tanque de privación sensorial representado
por la famosa estufa donde se metió cuando andaba guerreando con
los católicos bávaros contra infieles y herejes; y que al
abrirse allí de repente un pequeño tragaluz quedó
cegado por la súbita claridad del día, incapaz de discernir
sino las sombras de las cosas.
Esto lo vemos cuando define después la substancia («aquella
cosa que no necesita de ninguna otra para existir») repitiendo a
Aristóteles textualmente, aunque extraiga dos consecuencias nada
aristotélicas: a) Que substancia sólo puede haber
una, la divina, espiritual y providente; b) Que absolutamente todo
lo otro o el mundo entero se reduce a dos «cosas» (res)
rigurosamente separadas desde siempre y para siempre: la extensión
y el pensamiento. La síntesis propuesta como «yo» no
sólo no representa síntesis real alguna, sino que para explicar
cómo puedo mover un dedo necesito suponer órganos fantásticos
como la glándula pineal, donde burbujas o glóbulos
de cosa extensa se hacen misteriosamente consonantes con burbujas de cosa
intelectual, como si llevar el problema a términos microscópicos
pudiese resolver el defectuoso concepto básico.
Finalmente, la conciencia de si desemboca en un dualismo más estrecho
aún que el platónico, donde lo sensible ni siquiera es propiamente
córporeo o material sino pura extensión regida por leyes
geométricas. La unidad inmediata de sí mismo, dicen las
Meditaciones de filosofía primera, significa dar por «evidente»
que «soy distinto de mi cuerpo y puedo existir sin él».
La extravagancia de este mí mismo bien podría
derivar también del clima inquisitorial, que rodea siempre a Descartes
como una opresiva malla.
3. A corregir las inconsecuencias de esta construcción, reteniendo
lo que tiene de concepto, se aplica Benedictus Spinoza (1632-1677), un
descendiente de judíos ibéricos6
emigrados a Holanda por la persecución desatada contra ellos desde
los Reyes Católicos.
Este pensador es quizá el temperamento más bello de cuantos
ha producido la filosofía. Tras destacar por dotes de todo tipo
en la comunidad judía de Ámsterdam, pasó a ser odiado
tras decir siendo aún muy joven que en Dios había
extensión, y como se negó a aceptar un estipendio a cambio
de no plantear nuevas «blasfemias» por poco muere en un atentado,
donde perdió la vida un primo suyo que los asesinos confundieron
con él. Sin duda, no estaban los tiempos para debatir con ninguna
religión. Spinoza se separó formalmente de la sinagoga,
sin abrazar otro credo, y trabajó como tallista de lentes aunque
sus pulmones sufriesen inhalando polvo de vidrio. Murió al comienzo
de la cincuentena, tuberculoso, rodeado de adeptos y amigos que intentaron
vanamente conseguir que aceptase grandes regalos y honores. Renunció
a la abultada herencia que como primogénito le correspondía
(en favor de sus hermanas), y no aceptó una oferta que le hizo
el Elector del Palatinado para que desempeñase una cátedra
en Heidelberg, pues «no abusaría de ella para atacar a la
religión públicamente establecida». Spinoza declinó
con cortesía, alegando «no saber dentro de qué límites
habría de encerrarse aquella libertad filosófica a la que
se ponía como condición no atacar a la religión públicamente
establecida». A pesar de su dulzura, se dice que le era difícil
evitar una sonrisa cuando veía a alguien bendecir la mesa.
Este continuo desprendimiento benévolo, que no adopta la actitud
del renunciante aunque sí la del hombre llamado a una independencia
radical respecto de todo, tiene como reflejo un discurso de concisión
y profundidad insólita. Entre filósofos, hay general acuerdo
en sostener que quien no entienda a Spinoza no sabe filosofía.
Su tratado de metafísica, que es también un tratado sobre
la virtud, la Ética, se publicó después de
morir él por deseo suyo, para evitar polémicas sin duda
inevitables, aunque circulase en algunas copias privadas. Lo mismo había
hecho Copérnico un siglo antes.
3.1. Suele decirse que las influencias más marcadas en Spinoza
son la tradición árabe (Avicena, Averroes, Maimónides),
la judía (León Hebreo), Descartes y el estoicismo, con Platón
y Aristóteles al fondo del cuadro. Pero ninguno de estos pensadores
o corrientes llegó a mantener lo que él mantiene, salvo
Bruno.
Veamos por qué. Spinoza parece seguir el concepto cartesiano de
substancia. «Por substancia entiendo», dice en la Etica,
«aquello que es en sí y por sí se concibe, esto es,
aquello cuyo concepto, para formarse, no requiere el concepto de otra
cosa». Y, al igual que Descartes, considera que sólo puede
haber una substancia. La carga de profundidad llega ahora, cuando añade
que por eso mismo- es algo de lo cual nada puede negarse. Ninguna
cosa determinada la agota, pero nada llega a ser sin ella, que constituye
lo ubicuo, eterno y continuo. La substancia no es «infinita en su
género» (con la infinitud «finita» de lo interminable,
como la serie de los números naturales, o las divisiones del espacio
y el tiempo), sino «absolutamente infinita». Esto produce
cierto vértigo, ya que abarca el conjunto de las presencias pasadas,
actuales y futuras en cualesquiera medios: nada tiene una existencia independiente
de ella. Lógicamente, semejante entidad no puede ser sólo
espiritual o sólo material, y «a su esencia pertenece todo
lo que expresa una esencia».
Esencia significa para Spinoza afirmación de existencia (la
esencia pone, no quita), que es un perseverar o «esfuerzo»
(conatus) de cualquier cosa real por definir cierto ser propio.
El «hacer» de la substancia no permanece en sí (como
el Dios trascendente) y da paso a su efecto o mundo real, pero al producir
ese efecto con indefinidas esencias que se esfuerzan
por perseverar en su realidad se produce ella misma. A este poner
la separación como unidad consigo misma, lo llama Spinoza ser causa
de sí. No conocemos panteísmo más perfecto, que identifica
Dios y Naturaleza segundo a segundo, milímetro a milímetro.
También Aristóteles pudo haber dicho Deus sive Natura,
como nuestro filósofo, pero para Spinoza la physis es infinita,
mientras Aristóteles permanece en un cosmos finito, vuelto sobre
sí como límite. Para Aristóteles toda determinación
es perfección, mientras en Spinoza toda determinación
es negación. No quedándose en una unidad abstracta
y vacía, que simplemente lo engloba todo como un cajón de
sastre, la Ética expone la substancia como una tensión entre
Natura naturans y Natura naturata, energía formadora
y material formado. En ese desdoblamiento no se pierde la fluidez de lo
mismo en lo mismo, aunque aparece el proceso de lo particular y lo individual
determinado, que constituyen el pormenor de lo infinito.
3.2. Lo que en Descartes eran substancia extensa y pensante no aparece
en Spinoza como algo escindido. El pensamiento y la extensión son
atributos de la substancia infinita. La definición de la Etica
dice:
«Por atributo entiendo aquello que el entendimiento percibe como
constituyendo la esencia de la substancia».
No se trata de que haya sólo estos dos atributos, sino de que
nuestro entendimiento únicamente ha llegado a percibir esos dos.
Los atributos son infinitos, como corresponde a la ilimitación
de aquello que determinan, pero sólo infinitos en género
El tercer elemento de la substancia es lo que Spinoza llama modos, que
define como:
«aquello que es en otra cosa, por medio de la cual es también
concebido».
Los modos son los accidentes, a los que Spinoza llama «afecciones»
o afectos de la substancia. Fuera de lo absolutamente infinito, y de los
reflejos de esa infinitud en el entendimiento que son los atributos, todo
lo demás del universo son modos, cosas que llegan a ser en cuanto
participan de la substancia o descansan sobre ella. Ser en otro
significa así ser en Dios, y estos seres sólo se distinguen
de Dios mismo en el hecho de constituir además algo
determinado y por tanto finito. Dentro de los modos aparecen nuevos modos,
y otros dentro de éstos, porque el concepto de la substancia como
actividad es que de ella fluyan «indefinidas cosas, en indefinidos
modos».
3.2.1. Aquello que el modo tiene de finito o definido es lo que una cosa
tiene de propio y excluyente, como ser gusano, trapecio, globo, árbol,
etc. Al conseguir esta definición que las hace ser sólo
ellas, distintas de todo lo demás, ponen el principio de su perfección
(su «sí mismo») no menos que el de su acabamiento.
Fijémonos en que esta dialéctica indefinido-definido fue
objeto del primer texto de la historia de la filosofía, el fragmento
donde Anaximandro habla de que las cosas «se pagan unas a otras
su injusticia de acuerdo con el orden del tiempo». Para Spinoza
sigue siendo claro que diferenciarse significa penetrar en el límite,
y penetrar en el límite significa ingresar en la finitud (temporal,
espacial). Pero el sentido de que esto suceda así ya no es la «injusticia»
de cada individuo con respecto a lo general indeterminado aquello
que en el Antiguo Testamento constituye «La ira de Dios»
sino algo relacionado exclusivamente con los otros individuos.
Librados a sí mismos, el árbol, el hombre, el trapecio,
etc. seguirían siendo siempre. Hay en cada individuo y en cada
estado una afirmación infinita, que es la presencia de la substancia
en ellos. La muerte y la transformación de naturaleza acontecen
tan sólo porque unos esfuerzos se interponen en el
camino de otros, y debido a su variada multitud se atropellan y excluyen
entre sí. Unas veces son vivientes que asimilan o parasitan a otros,
y otras se trata simplemente de que la existencia de cierta cosa resulta
incompatible con la de otra.
3.3. El concepto de materia y pensamiento como atributos de una substancia
inmanente aniquila el dualismo cartesiano. El alma es la idea de un cuerpo,
su unidad reconocida bajo el atributo del pensamiento. El cuerpo es esa
misma unidad, reconocida bajo el atributo de la extensión. La excelencia
del alma no puede ser otra cosa que la excelencia del cuerpo.
La meta del obrar ético es desde luego la felicidad, pero lo propio
de esta felicidad en el caso del hombre es la libertad que proporciona
el conocimiento de lo verdadero, que es un conocimiento de lo necesario.
Cada cosa constituye el resultado de una infinita cadena de causas eficientes,
y lo casual en sentido estricto lo «contingente»
sólo proviene de deficiencias en nuestro conocimiento, que ha omitido
algún eslabón en la genealogía del objeto en cuestión.
Por su parte, el modo de alcanzar conocimientos verdaderos es formarse
ideas adecuadas del objeto, cosa que prácticamente significa no
confundir allí lo substancial, lo predicativo y lo modal.
3.3.1. «La virtud ha de ser su propio premio», afirma la Etica
en la más pura línea aristotélica. Cualquier otra
recompensa degrada la conducta al autoengaño o la hipocresía.
Como la eticidad ha de ser buscada por sí, no por lo que pueda
sugerir a otro (y muchos menos a otros imaginarios solamente), es virtuosa
la alegría. Spinoza define la alegría como aquello que aumenta
la capacidad de obrar de un cuerpo. De la virtud de la alegría
se derivan absolutamente todas las otras. A través de ella el esfuerzo
por conservar la existencia adquiere un grado de libertad que se convierte
en humanidad, firmeza, templanza y, finalmente, idea adecuada de lo que
es, cuyo requisito está en superar lo naturalmente confuso de los
sentimientos.
A la inversa, el paradigma del vicio es la tristeza, que reduce la capacidad
de obrar; de ella provienen el odio, la envidia, el miedo a la muerte
y los demás sentimientos característicos de aquello que
Spinoza llama «la servidumbre humana».
No podemos entrar en el detalle de las definiciones que la Etica
ofrece de los distintos afectos y sus relaciones. Baste decir que, como
en Sócrates, para defendernos de las pasiones el único camino
es formar ideas adecuadas sobre ellas. «Un afecto, afirma, deja
de ser pasión cuando nos formamos de él una idea clara y
nítida». Nunca podremos alcanzar otra libertad que el conocimiento
de lo necesario, pero en el caso de los ánimos la principal causa
de padecimiento son los conceptos confusos que el hombre se forma sobre
Dios, el mundo y su propio ser.
3.4. Al comienzo de un Tratado sobre la reforma del entendimiento
que dejó inconcluso, Spinoza veía el fundamento de una vida
feliz en permanecer siempre fiel a un objeto no perecedero. En efecto,
preferimos amar algo que pueda amarnos, algo que podamos afectar. Pero
todo objeto capaz de «corresponder» será limitado,
y poner un amor ilimitado en él equivale de alguna manera a apostar
por la tristeza y la servidumbre. En vez de eso el entendimiento sensato
logra amar realmente cosas como el arte, la ciencia o la tarea de una
virtud, que nunca le abandonarán, porque no constituyen entidades
perecederas.
El único objeto absolutamente infinito es la substancia, Natura,
y lo que se puede decir del arte, la ciencia o la virtud es aplicable
en grado eminente a ella. Sucede, sin embargo, que las religiones positivas
han corrompido al hombre con la superstición de que es posible
influir sobre Dios con ritos mágicos o de cualquier otro modo,
obteniendo con ello perdones o recompensas, y esto dice la Etica
es «querer que Dios no sea Dios» y, por lo mismo, «querer
entristecerse». En la substancia no puede haber persona, al igual
que no puede haber voluntad, signos ambos de una finitud. Nada en el mundo
puede ser tan indiferente a un ánimo virtuoso como influir sobre
Dios, y nada puede hacer al hombre más libre más alegre
que poner corazón y entendimiento en el tránsito constante
de Natura naturans a Natura naturata. .
Se alcanza así una síntesis de la rectitud ética
con una idea clara de lo que es. En ello consiste el «amor intelectual»,
donde las cosas sin dejar de ser tales aparecen «bajo
una luz de eternidad» (sub especie eternitatis).
4. La ontología-ética de Spinoza, tan próxima a
la mística y a la vez tan coherente con su (discutible) punto de
partida una substancia absolutamente infinita-, es paralela
a una teoría política nada mística, y revolucionaria
entonces para cualquier país distinto de Holanda. Como vimos, desde
el siglo XIV el fenómeno de las ciudades libres ha cambiado todo
lo relativo a la vida práctica, construyendo y fortaleciendo sociedades
comerciales. La cuna, raíz del orden previo, es desafiada abiertamente
por una meritocracia de las profesiones civiles que trae consigo una movilidad
social desconocida. Junto a los ideales clásicos de jerarquía,
centralidad y subordinación hay ahora ideales por no decir
pujantes realidades- de libertad, descentralización y coordinación
eficaz. Todos ellos se vinculan a una dignificación de lo que hasta
ese momento había parecido más vil y mezquino, que es el
intercambio voluntario de bienes y servicios prosaicos.-la esfera mercantil
en general-, y esa nueva dignidad supone una correlativa erosión
para el reino de intercambios involuntarios encarnados por el vínculo
amo-siervo, la lealtad a un credo religioso o la obediencia de cualquier
tropa a su general. Se difunde el espíritu del contrato (libre
acuerdo de voluntades), en inevitable detrimento de usos extra y anti-contractuales.
Ningún lugar de Europa exhibe esta transición en medida
remotamente comparable a Ámsterdam y otras ciudades de los Países
Bajos, cuya liberalidad en materia de pensamiento no tiene igual, y cuya
prosperidad mercantil tampoco lo tiene. Unas dos décadas antes
de nacer Spinoza, en 1609, surge el Banco de Ámsterdam y revoluciona
los usos. Hasta entonces quienes se encargaban de custodiar monedas y
otros objetos de valor (piedras preciosas, objetos artísticos,
títulos de propiedad) eran joyeros y otros orfebres, que sencillamente
aseguraban la conservación de tales cosas intactas. El Banco de
Ámsterdam introduce dos modificaciones radicales; primero, se ofrece
a verificar la ley de cada moneda (detectando los porcentajes
de cualquier aleación fraudulenta, o el aligerado de
su respectivo peso), cosa que limita seriamente los abusos de cada monarca
con su divisa; segundo, entrega recibos por el valor real de lo depositado,
que resultan inmediatamente negociables. Poco después bancos de
Rótterdam, Maastrich y La Haya imitan esta práctica, complementando
los certificados de depósito con líneas de crédito
que inauguran una creación no monárquica de dinero, y desencadenan
cambios trascendentales. El capitalismo previo, basado sobre peajes y
tributos de trabajo (las corveas), cede paso a un capitalismo
librecambista o científico (Max Weber), cuyos agentes
principales no son ya simples mercaderes sino empresarios, que inventan
nuevos modos de producir o mercancías nuevas, cuya difusión
unifica a jerarcas (religiosos y militares), clientes y siervos en la
nueva y secularizada categoría de simples consumidores. Nace la
corporación o sociedad anónima, cuyos socios tienen una
responsabilidad limitada al capital social, una figura desconocida por
el derecho romano que estimula extraordinariamente la asociación
entre particulares, y la inversión de pequeños ahorros que
antes dormían bajo el colchón o dentro de calcetines. El
principio político de autoridad absoluta se convierte en reivindicación
de libertad responsable o ciudadana, que refleja a su vez una confianza
en la autoridad de algo tan distinto por relativo- como la eficacia
(rendimiento).
4.1. Seguimos el curso de estos cambios en el Leviatán de
Thomas Hobbes (1588-1679) y el Tratado teológico-político
de Spinoza, textos tan coetáneos como incompatibles. Inmerso en
las tremendas convulsiones del momento, Hobbes codifica los principios
de la sociedad preindustrial, donde el premio consiste en honores.
Inmerso en lo mismo, pero vecino de Ámsterdam, Spinoza codifica
los principios de la sociedad industrial, donde en vez de honores el premio
son propiedades. En un caso se analizan los derechos y deberes del súbdito,
en el otro los del ciudadano.
El precedente de Hobbes, que como filósofo fue un nominalista (en
la línea de Occam), apasionado por la geometría y probablemente
ateo (en su fuero íntimo, desde luego), es El príncipe
del florentino Nicolás Maquiavelo, publicado siglo y medio antes
aunque respondiendo al mismo desasosiego que suscita el tránsito
del feudalismo al orden burgués. De Maquiavelo toma el concepto
de la razón de Estado, si bien en Hobbes esto se sustantiva y pasa
a llamarse Leviatán, nombre de un monstruo bíblico que simboliza
el poder soberano. Al igual que Maquiavelo, una autoridad absoluta es
el precio inexcusable que cualquier grupo debe pagar por su seguridad,
ya que los humanos no son animales sociales o espontáneamente cooperativos,
como pensaba Aristóteles, sino depredadores asociales que en estado
de naturaleza vivirán de la guerra y el saqueo. Siendo el
hombre un lobo para el hombre (homo homini lupus), el Estado
capaz de remediar dicha tendencia está en las antípodas
de cualquier constitución liberal. Ni el más cruel y corrupto
de los reyes, afirma Hobbes, producirá un caos tan catastrófico
como el derivado de confiar las decisiones políticas a alguna asamblea
democrática. El orden supremo y eterno de las sociedades consiste
en que la mayoría (pobres) se sostenga sobre un sentimiento de
temor, y la minoría (ricos) se alimente de orgullo y vanidad. No
obstante, el hecho mismo de que la libertad ceda en todo momento a la
seguridad permite a Hobbes argumentar el primero de los derechos civiles
(protección de la integridad física y patrimonial de cada
súbdito), alegando que el compromiso de obediencia al Soberano
se suspende tanto pronto como éste deje de asegurar esa meta, justificándose
entonces su sustitución por otro.
Aparecido anónimamente, con fecha y datos de edición cambiados,
el Tratado teológico-político de Spinoza dibuja el
reverso puntual de este esquema. El orden de la cuna, y los principios
jerárquicos vinculados a él, carecen de valor ético
tanto como de capacidad para asegurar una sociedad próspera, justa
y orientada al mejoramiento. De hecho, la autoridad no constituye un fin
en sí, y presentarla de ese modo evoca un derecho inalienable del
pueblo a oponerle resistencia. El poder coactivo es un simple medio para
asegurar que dentro de un grupo se cumplirán relaciones de reciprocidad,
por las buenas o por las malas, y cuando se desvía de ello pasa
a ser tiranía intolerable.7
No casualmente, para Hobbes el estado de naturaleza constituye
una guerra de todos contra todos cuyo único antídoto es
un reino de terror político ejercido por el soberano Leviatán,
mientras Spinoza piensa que la vida natural no sólo es cooperativa
o social sino gloriosa, colmada de alegrías potenciales
o actuales, pues ningún más allá puede compararse
en goces y cumplimientos al más acá.
No sólo es la libertad de pensamiento compatible con la
paz del Estado, sino que suprimirla implica destruir dicha paz (...)
Los gobiernos no deben esforzarse por convertir a los seres humanos
en bestias o peleles, sino fomentar que desarrollen sus mentes y cuerpos
rodeados de seguridad, empleando su razón sin ninguna especie
de grilletes.
Por lo mismo, no sólo hay un derecho a que se preserven nuestras
personas y bienes (mientras no cometamos algún crimen o fraude,
justificativo de encarcelamiento o embargo), sino un derecho a la libertad
de conciencia que postula enseguida libertad de expresión y asociación.
A eso debe añadirse un deslinde nítido entre Iglesia y Estado,
porque de omitirlo provienen en gran medida los atropellos a la dignidad
humana, y a la prosperidad de cada grupo. John Locke, de quien hablaremos
en el próximo tema -y que se encuentra por entonces refugiado en
Holanda para huir de sus inquisidores ingleses-, está pensando
en idénticos términos. Vemos así que a la magistral
exposición hobbesiana del autoritarismo corresponde una magistral
exposición del liberalismo por parte de dos individuos avecindados
en Ámsterdam. Hobbes preconiza todavía la unidad de religión
y coacción política (presidida no por el Papa sino por cada
Corona) y se diría que Spinoza y él hablan de mundos sideralmente
distintos, uno regido por la medicina del pánico tanto como otro
por la del acuerdo contractual. Pero es que afectivamente se trata de
mundos no sólo distintos sino incompatibles. Un pensamiento trata
de apuntalar cierto edificio aquejado de ruina, y otro describe los cimientos
del nuevo.
Para terminar con Spinoza, añadamos que el Tratado teológico-político
inaugura la exégesis científica de la Biblia, mostrando
de modo tan elegante como preciso que la fe en Dios no necesita sostenerse
sobre una realidad textual de alegorías y leyendas. Por ejemplo,
para ayudar a Josué en su toma de Jericó se dice que Yahvéh
prolongó el día deteniendo el curso del Sol,
y de ese detalle puede inferirse que la Tierra está quieta mientras
el Sol de mueve. Pero dicha extrapolación es innecesaria por múltiples
razones, desde la nula formación astronómica del escriba
hebreo original a una confusión entre el símbolo y lo simbolizado.
Sumado al resto de su obra, esto concitó el odio de media Europa.
«Negro buitre» y «esbirro de Satán», la
mera mención de su nombre despertaba tales recelos que Leibniz,
tras visitarle una vez, negó siempre haber departido con un alma
tan monstruosa. En realidad, a sus admirables pensamientos Spinoza unió
el más conmovedor de los ejemplos, hasta el punto de ser su vida
una lección tan completa como su obra. Por cuanto sabemos, todos
sus actos pudieron elevarse siempre a regla de conducta universal.
5. Descartes representa la unidad subjetiva de la razón, decretando
un nuevo cisma entre las almas y los cuerpos. Spinoza salva esta inconsecuencia
con un concepto completamente objetivo de lo infinito. El tercero de los
grandes racionalistas, Leibniz (1646-1716) va a aplicarse a definir lo
individual, el principio menos rastreado por sus predecesores. Descartes
fue oficial de un ejército católico y súbdito de
un monarca absoluto, Spinoza pulidor de lentes en la tolerante Holanda,
y Leibniz es consejero en las cortes de Hannover, Berlín y Viena,
apasionado por convocar un gran Concilio que reconcilie a las Iglesias.
Cosa no frecuente entre filósofos, Leibniz fue hijo de un profesor
de filosofía. Aparentemente sin esfuerzo, con ayuda de una inteligencia
asombrosamente versátil, se convirtió en jurista, historiador,
matemático, filósofo, investigador y cortesano, sobresaliendo
en todos esos campos como un hito de primera magnitud. Disputó
con Newton la paternidad del cálculo diferencial; sentó
las bases de la lógica simbólica, anticipó conceptos
esenciales para diversas disciplinas, promovió la Academia de Ciencias
de Berlín (de la cual sería presidente vitalicio) y fue
a través de un discípulo Wolff- el punto de partida
filosófico para Kant.
Redactó muchos opúsculos, pero ningún tratado sistemático
a excepción de un texto edificante, la Teodicea, atacada
no sin motivo por Voltaire en Cándido o el optimismo. Su
pretensión allí es demostrar a la reina Sofía Carlota
esposa de Federico I de Prusia, el severísimo «rey
soldado», padre de Federico el Grande que Dios hizo el mejor
de los mundos posibles. En el pensamiento de Leibniz se observa con frecuencia
el deslizamiento brusco desde lo genial a lo superficial, como si el cortesano
se sobrepusiera al estudioso, el retórico edulcorado al pensador
profundo. A grandes rasgos, su obra pretende ser, y es, una tercera vía
entre Descartes y Spinoza, que tiene su gran oponente en la filosofía
inglesa (Newton, Locke, Hume).
5.1. Volviendo a Aristóteles, que inauguró la distinción
entre ser por sí y ser por otro, Leibniz se adhiere a una substancia
que es lo contrario de algo único. La substancia son las substancias,
una pluralidad ilimitada a la que usando un término aristotélico
también llama mónadas o unos.
Nótese que «ilimitado» sólo se aplica al número
de substancias, no como sucedía en Spinoza a su esencia.
La esencia o ser de cada una no se diluye en algo absolutamente infinito,
con lo cual cabe decir que la determinación vuelve a pensarse positivamente.
Como elementos últimos de todo lo real presenta una especie de
átomos cualitativos, privados de extensión y materia, intemporales,
que son las mencionadas mónadas. Cada una es una forma substancial
(término ya usado por Tomás de Aquino), entendiendo por
ello algo «sin ventanas» que es en sí definición.
El interés filosófico de este concepto, algo extraño,
es querer pensar radicalmente la diferencia. Leibniz no se conforma con
la diferencia formal, derivada de un contraste externo, ni tampoco con
la diferencia cuantitativa, sino que persigue una diferencia interior.
Para que pueda darse un contraste entre formas y magnitudes en las cosas
del mundo es preciso que haya antes una distinción real o inmanente
de sus elementos básicos, porque sólo esto permite comprender
la individuación.
5.1.1. Con la combinación típica en él de frivolidad
y profundidad, Leibnitz nos dice:
«No hay dos individuos indiscernibles. Uno de mis amigos, gentilhombre
de espíritu, con el que conversaba en presencia de la Sra. Electora
de Maguncia en el jardín de Herrenhausen, creyó que encontraría
dos hojas completamente iguales. La Sra. Electora le desafió,
y él corrió de aquí para allá buscándolas
en vano durante largo tiempo. Dos gotas de agua o de leche miradas al
microscopio se revelarán discernibles. Es un argumento contra
los átomos».
Conceptualmente, esto significa: lo que no es diferente en sí
no es diferente; la determinación no deriva de nuestro comparar.
Si tres o cuatro cosas se distinguen tan sólo por ser tres o cuatro,
no son tres o cuatro sino una sola. He ahí un gran pensamiento.
Con todo, si no se distinguen como formas ni como masas, sino como «formas
substanciales», las mónadas no pueden relacionarse sino de
manera extrínseca o, mejor aún, no pueden relacionarse (por
lo antes dicho de «no tener ventanas»). Leibniz llama a esta
falta de contacto exterior simplicidad, añadiendo que las mónadas
no son meros unos sino «cierta pluralidad que permanece encerrada
en lo uno». Dado dicho encierro, sólo queda recurrir a una
especie de contacto interior, que es la armonía.
Resulta difícil seguir a Leibniz hasta semejante conclusión,
que constituye la base de su famosa doctrina de la armonía preestablecida.
Spinoza había dicho que «el orden de las ideas es el mismo
que el orden de las cosas», fundiendo de manera inmediata ser y
pensamiento. Descartes, con su principio subjetivo, acababa postulando
una comunicación milagrosa entre lo material y lo mental. Leibniz
propone ahora una separación absoluta pero originalmente coordinada,
de tal manera que todas las cosas «compuestas» deben concebirse
como una multitud de relojes aislados pero puestos a la misma hora, sincronizados
desde el principio de los tiempos.
5.1.2. La infinitud del panteísmo spinozista era un levantamiento
del límite en general. Leibniz propone un infinito de infinitos
(un verdadero continuo) . Sigue aquí la línea de Anaxágoras,
que no cancela en realidad el límite, pues lo grande no tiene más
partes que lo pequeño.
«Cada parte de la materia puede concebirse como un jardín
lleno de plantas, y como un estanque lleno de peces. Pero cada rama
de la planta, cada gota de sus humores, es también un jardín
tal y un tal estanque».
Aunque cada forma sustancial esté encerrada sobre su unidad, dentro
de cada una está todo absolutamente, resuena un infinito de infinitos,
una pluralidad inmensa. Pero resuena porque la mónada es determinabilidad
o percepción.
«Una determinabilidad y un cambio de este tipo, que permanecen
y se desarrollan así en la esencia misma, no son otra cosa que
una percepción».
Cada mónada, -y cada individuo concreto como armonía de
ellas-, existe percibiéndose, desarrollando un principio interno
que es por un lado fuerza y por ánimo. Aquí
aparece la diferencia real prometida por el criterio de los indiscernibles.
No diferimos porque seamos distintos de otros, sino porque siendo percepciones
llevamos la distinción dentro. La apetencia, por ejemplo, no es
por eso cierta idea acompañada por alguna causa externa, como en
Spinoza, sino «la actividad del principio interno por el cual se
avanza de una percepción a otra». Esto asegura su «espontaneidad»,
según Leibniz.
5.1.3.Los cuerpos constituyen conglomerados de mónadas, cuyas percepciones
no son necesariamente conscientes. Las mónadas «inorgánicas»
carecen de conciencia (aunque sean en sí percepción), y
las orgánicas están expuestas a estados de «oscuridad»,
como el sueño o el delirio febril. Un ejemplo de espontaneidad
sin conciencia en mónadas inorgánicas es la aguja magnética,
continuamente orientada hacia el Norte. Si la aguja fuese consciente,
dice Leibniz, no sólo habría en ella una acción inmanente
sino una libertad. Pero no hay libertad aquí, sino necesidad. Son
inorgánicos aquellos cuerpos compuestos de modo externo, por agregación
de elementos. Falta allí una «perfección» o
forma substancial que sea principio y rija para todo. Son orgánicos
o vivos, animados, los cuerpos en los que una mónada predomina
sobre las demás. Como unos y otros son percepción («pluralidad
en lo uno»), lo que tienen de materia es la oscuridad del sentir,
un aturdimiento ante la infinitud como el del oído que no escucha
el caer de cada gota aislada sino el rugido de la ola.
En ciertos cuerpos orgánicos acontece la conciencia, que aclara
la percepción y delata el gobierno de una nueva mónada «aperceptiva».
Con un término que Kant consagrará, Leibniz llama apercepción
a cualquier percepción consciente (de sí). Decantada de
toda otra cosa, la apercepción conoce dos verdades intemporales.
Una es el principio de contradicción según aparece en Aristóteles,
como posición de lo puesto, y otra es la ley de «parsimonia»
también aristotélica en cuya virtud, la naturaleza
no hace nada en vano (nihil agit frustra), y se complace siempre
en la economía. A esta tendencia, vista en la génesis de
las cosas, la llama Leibniz principio de razón suficiente. Ser,
existir, significa tener alguna razón de ser o existir. «El
principio de razón consiste en que todo tiene su fundamento».
Pero la razón no es otra cosa que Dios, y allí donde rige
el principio de razón rige lo divino, «mónada de las
mónadas». En ella la oscuridad del sentir, el aturdimiento,
se ha reducido a nada.
5.2. La principal deuda del kantismo para con Leibniz se liga a su doctrina
de la verdad. Las «verdades de razón» son juicios donde
los predicados están implícitos en los sujetos, como cuando
comprobamos que el todo tiene una extensión superior a la parte
o que no hay color sin extensión. Cuando la conexión entre
términos no incluye nada nuevo, ninguna composición de elementos
en principio diversos, Leibniz dice que se trata de proposiciones sólo
analíticas, la modalidad más débil entre verdades
de razón.
Las «verdades de hecho», en cambio, conectan determinaciones
que no son en principio inherentes, y que podrían estar desvinculadas.
Que el apogeo del pensamiento presocrático (Heráclito y
Parménides) coincida con Clístenes y otros legisladores
democráticos, por ejemplo, es un juicio verdadero pero no «analítico».
Le caracteriza componer una unidad (o una diferencia) no dada a priori
en los términos. Leibniz observa, muy pertinentemente, que las
verdades de razón se apoyan sobre el principio de contradicción,
mientras las verdades de hecho tienen además el de razón
suficiente. Que Heráclito y Parménides sean coetáneos
de Clístenes es un simple hecho, aunque si ha llegado a suceder
no constituye una completa arbitrariedad, y tendrá su fundamento
en el detalle mismo de lo acontecido.
Observemos, con todo, que al tener todo hecho una razón, el hecho
se convierte en una razón, deducible a priori (o «analítica»)
disponiendo de los necesarios elementos de juicio. Hay riesgo de que se
borre la frontera recién trazada entre verdades de hecho y verdades
de razón. Consciente de ello, Leibniz añade que unas verdades
se refieren a las esencias esto es, a las ideas, al reino ideal
y otras a las existencias. Así, que una parte de la manzana sea
menor que toda la manzana es independiente de que haya manzanas; que las
manzanas resulten ser dulces, en cambio, no es independiente de que haya
manzanas.
El asunto dista de estar claro, pero convendrá aplazarlo hasta
Kant, que lo reelaborará ampliamente.