1. «Fuera un dios, un demonio o un hombre divino», como sugiere
el neoplatónico Jámblico en su biografía, Pitágoras
nació hacia el 580 a.C. dos o tres décadas después
que Anaximandro, en Samos, hijo de una familia aristocrática,
y viajó mucho durante su juventud, hasta Fenicia y Egipto sin duda,
quizá hasta el interior de Asia también. A su regreso congregó
a su alrededor un grupo de discípulos la Hermandad-, con
quienes acabaría emigrando a Crotona, en el sur de Italia. Allí
fundó una comuna, hacia el 530, que subsistió algo menos
de un siglo hasta desaparecer aniquilada por los nativos. No dejó
escritos, y es imposible separar sus conceptos de los descubiertos por
algunos de los hermanos más brillantes (Filolao, Lisias,
Alcmeón, Hipaso, Arquitas, etc.).
Olvidando por un momento su vertiente de religión, mística
y ética, el pitagorismo puede considerarse la escuela de pensamiento
más influyente de la historia universal. Pitágoras pasa
por ser el introductor de los pesos y medidas, el descubridor de la teoría
musical (que de paso fue la primera formulación matemática
de una ley física); el padre de la geometría y la aritmética
teórica; el primero en declarar la forma esférica de la
tierra, en postular el vacío, y en considerar que el universo obedece
a proporciones matemáticas. Cuenta Cicerón que cuando alguien
le preguntó por qué se llamaba a sí mismo filósofo
-de filía (amor) y sofía (saber)-,
repuso:
«Que la vida de los hombres se parecía a un festival con
los mejores juegos de Grecia, donde unos ejercitaban sus cuerpos aspirando
a la gloria y a la distinción de una corona, otros eran atraídos
por el provecho en comprar y vender, mientras otros acudían para
ver y observar cuidadosamente qué se hacia y cómo. Así
también nosotros, como si hubiésemos llegado a un festival
desde otra ciudad, venimos a esta vida desde otra vida y naturaleza; algunos
para servir a la gloria, otros a las riquezas. Pocos son los que, teniendo
en nada a lo demás, examinan cuidadosamente la naturaleza de las
cosas. Y éstos se llaman amantes de la sabiduría, filósofos».
Sin embargo, Pitágoras no sólo examina cuidadosamente la
naturaleza de las cosas, sino que prosigue las reflexiones iniciadas por
Anaximandro. El paso que da es presentar el mundo como armonía
de lo determinado y lo indeterminado (ápeiron)1.
En vez de igualar o diferir, la armonía concuerda, y fundando el
primer colegio de matemáticos Pitágoras inaugura una manera
nueva de buscar, que se apoya precisamente sobre concordancias o armonías.
Imaginamos el asombro con el cual la Hermandad iría descubriendo
reglas y operaciones sin depender para nada de lo externo. Y el asombro
mayor aún de comprobar cómo esos productos de la pura inteligencia
resultaban aplicables a la realidad circundante. La tradición dice,
por ejemplo, que Pitágoras descubrió los acordes musicales
(1:2, 2:3, 3:4...) sometiendo una misma cuerda lira a distintos pesos
y pulsándola.
En Pitágoras se encuentra el origen del criterio científico
más duradero: el mundo obedece a un sistema de proporciones exactas,
donde las cualidades sensibles son un ropaje circunstancial y engañoso,
que sólo el cálculo puede desnudar. Aligerada de todo lo
extrínseco, cada cosa puede reconducirse a alguna proporción.
Habrá opinión (dóxa) cuando juzguemos cualitativamente.
Habrá teoría (theoreia2), cuando llevemos
algún fenómeno a sus cantidades o «números».
1.1 Mientras en Asia siguen recitando epopeyas teogónicas, y en
Europa occidental predomina el totemismo ágrafo, en Grecia el par
de décadas que hay entre milesios y pitagóricos basta para
borrar como por ensalmo alegorías y suposiciones mágicas.
Ahora se discute si la esencia o estructura de las cosas consiste en números,
descubriendo para ello una lógica deductiva que examina los ladrillos
del edificio llamado intelecto:
Primero es la unidad. Que una cosa sea depende de que sea una, y ese es
el principio del 1: que cada algo sea de una cierta manera el todo de
sí o un punto. Pura unidad es lo más afín a pura
diversidad, pues el «uno» de cada cosa no se distingue del
«uno» de otra cualquiera. Pero lo uno reiterado es ya lo otro,
no igualdad sino diferencia, que representa lo segundo o 2. La serie indefinida
de «unos» diverge en par e impar, el punto se convierte (fluye)
en línea. De que la línea esté formada por puntos
se deriva lo tercero o 3, que es la relación o el nexo de lo uno
y lo otro, donde la línea fluye en superficie. Lo trino
es «una» cosa que contiene a la vez lo «doble»,
por lo cual no es simple unidad sino unidad y diferencia unidas, esto
es, un «todo».
Sin embargo, esa totalidad consolida el uno pasando a lo doble y volviendo
desde allí, sin desarrollar paralelamente lo doble, y ese desarrollo
de la diferencia es el 4, tránsito de la superficie a la solidez
que representa la pluralidad. La unidad deviene diferencia, la diferencia
deviene relación y la relación deviene pluralidad sintética.
La suma de 1, 2, 3 y 4 es la década o tetraktis, que representa
la armonía, desde la cual se reinicia todo el movimiento.
Como proporción, la armonía constituye lo regular en el
sentido de la que retiene la identidad en la diversidad, y asegura el
equilibrio; así, la hipotenusa aparece como parte más extensa
de un triángulo y los catetos como partes menos extensas, lo cual
lleva consigo un desequilibrio. Pero el cuadrado de la hipotenusa y los
cuadrados de los catetos son ya lo mismo o un número idéntico,
como ejemplarmente muestra el triángulo llamado pitagórico,
cuyos lados son 3, 4 y 5 respectivamente. La misma armonía, aunque
ya puramente física, vinculada a longitud y tensión de una
cuerda, se descubre en notas musicales; identidad en la diversidad son
los acordes de cuarta, quinta y octava.
Todo esto suena a invasión de la Tierra por extraterrestres, como
sucedía ya con la perspectiva de Anaximandro, aunque en grado mayor
aún. De que la gran vaca engendrase al gran río, o viceversa,
y fuese o no malo comer manzanas de cierto árbol, hemos pasado
a analizar cosas de generalidad y sutileza infinita. Rara vez, sin embargo,
se explican con pulcritud y ecuanimidad los cambios recurriendo a mutaciones
bruscas, que suelen alegarse cuando el narrador no ha seguido de cerca
y a la vez globalmente un asunto. El fogonazo intelectual no puede negarse,
pero sigue habiendo ritos y mitos en última instancia rupestres.
1.2. En la secta pitagórica ocupan un lugar tan destacado como
la teoría del número las creencias órficas, que se
apoyaban sobre la mitología dionisíaca y su escenificación
en los Misterios báquicos, donde el mystes o peregrino ingería
vino cargado con una potente mezcla de otras substancias psicoactivas
para provocarse trances de fusión con lo divino, y sus hierofantes
ofrecen descubrir así el subsuelo eterno de la vida. Hijo de Zeus,
Dionisos fue desmembrado y devorado por los titanes. Sólo el corazón,
recobrado por Atenea, fue devuelto a su padre, que a partir de él
hizo surgir al nuevo Dionisos-Zagreo. Zeus fulminó a los titanes
con el rayo, y de sus cenizas creó al ser humano.
De ahí que éstos tengan una doble naturaleza: por una parte,
el elemento titánico que se aloja en el cuerpo y, por otra, el
principio divino dionisíaco que habita en el alma. El cuerpo es
mortal y el alma eterna. Tumba y cárcel (sema) para el alma,
el cuerpo (soma) representa el castigo de una envoltura terrenal
que sólo se desprenderá tras una larga serie de reencarnaciones.
Sema-soma, esta doctrina de la transmigración, vinculada
desde el comienzo con una teología monoteísta, determina
la necesidad de una vida pura (abstinente de carne y otros
alimentos, como las habas, llevando siempre ropa blanca y practicando
la castidad), orientada a acortar el lapso de encarcelamiento en lo corpóreo.
Sutileza matemática y profundidad filosófica acompañan
a la certeza religiosa del renunciante oriental, tanto da brahmánico
como budista, jainista o incluso taoísta. Aunque se haya revelado
la más sublime armonía en cada cosa, el mundo no vale nada:
es engaño, ilusión, mero dolor a fin de cuentas. Desde nuestra
perspectiva, quizá el contraste más llamativo sea combinar
culto báquico, con ocasionales trances orgiásticos de ebriedad
sagrada, y una existencia de extrema sencillez y severidad, monacal.
1.2.1. Interesa deslindar, en la medida de lo posible, la parte que puede
atribuirse a Oriente de la propiamente helénica. La teoría
en sentido estricto, despojada de edificación y conveniencias políticas,
aparece primero entre los milesios, casi un siglo antes del florecimiento
chino (Confucio, Lao-Tsé) y más de medio siglo anterior
al Gautama Buda. Sin embargo, la «espiritualidad» es indiscutiblemente
hindú, y desde los himnos del Rig-Veda (hacia el 900 a.C.)
hasta la predicación del pitagorismo (hacia el 530 a.C.) tiene
cuatro siglos para llegar a las polis griegas desde Asia. El influjo
oriental - tanto persa como hindú y egipcio- se manifiesta
claramente desde los siglos VIII al VII en templos como el de Hera en
Samos o el de Zeus en Atenas. Samos, la patria natal de Pitágoras,
contrae en el año 537 una alianza con el faraón Amasis reinando
el tirano Polícrates (cuyo régimen motiva la emigración
de Pitágoras y su Hermandad al sur de Italia, por cierto)
ante la amenaza de una hegemonía persa. El viaje de Pitágoras
a Egipto, y su aprendizaje de los mathémata, no tiene nada
de hipotético. Y es precisamente Pitágoras quien acoge sin
reservas la doctrina del alma inmortal expuesta a sucesivas reencarnaciones,
cuya primera expresión escrita aparece en los himnos védicos,
introduciendo en el mundo griego el mismo culto ascético que difunde
desde el siglo vi para la India el místico Vardhamana (también
llamado Mahavira, «alma grande» y Jina, «victorioso»),
basada en considerar que todo sufrimiento se origina en la fusión
del alma con la materia, y sólo se cura mediante mortificación
ascética.
Lo que no aparece ni en China ni en India ni en Mesopotamia ni en Egipto
es el proyecto de la ciencia. En el siglo V a.C, por ejemplo, época
de Sócrates, el filósofo chino Mo-Ti predica el amor universal
como los socráticos, pero no aparece en él nada
semejante a la teoría de la definición (como en Sócrates).
De alguna manera colegimos que el cambio no obedece a tal o cual inclinación
individual, sino en gran medida a las diferentes instituciones que corresponden
a ciudadanos y súbditos.
1. 3. Constituida la Hermandad como secta encargada de velar por los misterios
revelados a Pitágoras, y dividida en miembros parcialmente iniciados
(los «acusmáticos») y totalmente iniciados (los «matemáticos»),
el cuerpo de conocimientos científicos de esta escuela se mezcla
con supersticiones inmemoriales sobre magia numérica. Así,
revelar cómo construir geométricamente el dodecaedro constituye
blasfemia; el 7 encarna la cohesión, el 4 la justicia, el 3 el
matrimonio, etc. Ya al deducir las transiciones lógicas implícitas
en la progresión de la serie ordinal [véase 1.1.], que puede
considerarse la primera lógica estricta, se observan confusiones
entre lo esencial y lo arbitrario. Las analogías entre lo aritmético
y lo espacial (1=punto, 2=línea, etc.) indican que la cifra en
sí tiende a ser lo básico, dejando en segundo término
la categoría (unidad, diferencia, relación, pluralidad)
ejemplificada. El símbolo pasa entonces por lo simbolizado, en
línea con el rasgo más característico del pensamiento
prefilosófico, que lleva milenios hablando de números sagrados
tanto en Egipto como en otras civilizaciones y que, por lo mismo, no ha
desarrollado matemática teórica alguna.
Ahora hay en Pitágoras ese tomar el número como «explicación»
que permite inventar la aritmética y la geometría teórica,
pero subsiste todavía o quizá mejor reaparece
el número como «significación» y ente original,
dotado de personalidad y poder. Este tratamiento litúrgico o ceremonial
informa el famoso espanto pitagórico ante números reales
e imaginarios, como pi o raíz cuadrada de menos dos. Pero
prácticamente todos los números descubiertos por cálculo
tienen infinitos decimales, y -en palabras de un pitagórico tan
convencido como Johannes Kepler, que vivió dos mil años
más tarde rompen la belleza mental por carecer de
límite preciso.» La mera presencia de números no enteros
sugiere una falta de precisión y racionalidad en la naturaleza,
y esa repugnancia desviará las investigaciones de matemáticos
excelsos (como Euclides, Arquímedes y Apolonio), frenando el arranque
fulgurante en la matematización del mundo.
De hecho, quizá el hallazgo pitagórico más importante
en términos científicos sea la inconmensurabilidad, descubierta
tanto en los acordes musicales como en la estructura del simple cuadrado.
El lado y la diagonal no admiten una función expresada en números
enteros, e Hipaso de Metaponto (circa 450 a.C.) pudo ser muerto
por demostrarlo, según cuentan, pues el hallazgo escindió
irreparablemente a la Hermandad. En un bando quedaron quienes seguían
teniendo fe en lo conmensurable de toda figura regular, y en el otro los
matemáticos propiamente dichos, dispuestos a aceptar semejante
revés como una verdad memorable. La ambigüedad pitagórica
se trasluce en atragantársele su principal descubrimiento, que
es como atragantársele su teoría al teórico. Si hay
irregularidad en el mundo, dirán ciertos pitagóricos, no
hay armonía y la teoría falla. Sin embargo, la teoría
sólo fallará y esto por sistema- cuando en vez de
investigar (regularidades e irregularidades) intente justificar prejuicios.
2. Oriundo de Efeso, la más floreciente ciudad jonia tras ser
destruida Mileto por los persas, Heráclito (544-484 circa)
nació en el seno de una familia de linaje real, donde era hereditario
el cargo de sacerdote oficiante de Démeter eleusina, y vinculado
por eso mismo a esos Misterios. Su carácter severo, independiente,
mordaz y taciturno, opuesto por igual a la tiranía y a los demagogos
de la recién estrenada democracia, hizo que se retirase pronto
del mundo para dedicarse en soledad al cultivo del pensamiento.
Compuso un libro de aforismos, que depositó en el grandioso templo
de Artemisa Efesia. El tono oracular, lacónico e inclinado a la
metáfora de estas reflexiones suscitará en Sócrates
un famoso comentario:
«Lo que he entendido es elevado, y elevado también parece
lo que no entendí. Pero para descifrarlo todo habría que
ser un buzo de Delos».
Condenados nosotros a tener de ese libro sólo unos pocos fragmentos
sueltos, reconocemos en ellos un texto unitario e insólitamente
inspirado. Conciso y radical, a la vez que flexible y abarcador en sus
conceptos, agraciado por la originalidad del clásico y maestro
en el manejo de la paradoja, lo que afirma es siempre sagaz y a menudo
irónico. De Pitágoras, por ejemplo, comenta que enseña
muchas cosas, pero no a ser inteligente. De las cosas en general,
valiosas y menos valiosas, dice que están iluminadas por una llama
divina omnipresente.
2.1. El principio que trae a colación es lo racional, un logos3
al que llegamos con «vigilia» o atención porque es
también lo «envolvente» y «ubicuo». Aunque
el sistema de Heráclito se considera más próximo
al de los físicos milesios que al pitagorismo, toma de este último
el concepto de armonía y lo profundiza, extendiéndolo al
análisis del movimiento en general.
Sus discípulos e intérpretes destacaron de él casi
exclusivamente la idea de que todo fluye, desembocando en tesis escépticas
y agnósticas, según las cuales no se puede (o no podemos
nosotros) saber cosa alguna con mínima certeza. Sin embargo, su
filosofía de la naturaleza insiste con rasgos muy personales,
desde luego en las ideas de unidad y totalidad, y expresamente en
el concepto de razón como lo «común», «eterno»
y «rector». De Anaximandro pudo tomar su noción de
la justicia natural, aunque dándole un contenido acabado y denso,
y de Jenófanes el panteísmo que le hace percibir en todas
partes hasta en su fogón, dice uno de los fragmentos
lo divino. Se distingue de ambos, y de los pitagóricos también,
en que para él lo Uno ha de concebirse también como Todo,
siendo así resultado; ese tránsito de la unidad simple y
positiva a la unidad desarrollada (y conflictiva) que es la totalidad
real constituye el motor cósmico. Podemos considerar a Heráclito
como el más grande de los antiguos físicos, y suya es la
mejor definición de lo que entendió por «mundo»
el espíritu griego:
«Este cosmos, que es el mismo para todos, no ha sido hecho
por ninguno de los dioses ni de los hombres, sino que siempre fue, es
y será un fuego eterno y vivo que se enciende y se apaga obedeciendo
a medida» (Frag. 30).
2.2. El rasgo de no ser hecho en la doble acepción de no
ser «creado» y no ser tampoco dato muerto, facticidad
distingue la visión griega y la nuestra. Nuestro mundo es cada
vez más un «hecho» y, en cuanto tal, está hecho
o fabricado por alguien, que puede ser o bien un demiurgo antropomórfico
como el judío o bien la imaginación humana en general. El
cosmos griego es ante todo un «orden» físico
a la vez que un «ornamento», penetrado en todas partes por
un logos «sabio», cuya conducta recuerda a «un
niño que juega y tira los dados» (Frag. 52). Heráclito
supone que el universo está llamado a oscilar entre un estado de
expansión y una reversión de todas las cosas al fuego primordial,
reelaborando así concepciones inmemoriales que la cosmología
contemporánea ha resucitado con la teoría de la explosión
originaria (hipótesis del «huevo cósmico» o
big-bang) y el universo pulsante. Contemplándolo a vista
de pájaro, se diría que la razón alegada
por Heráclito es un retorno indirecto mediado por la ciencia
ya alcanzada con él y sus predecesores- a ese espíritu que
anima todas las cosas del mundo para la mentalidad prefilosófica,
y del cual se retira el análisis por supersticioso y sólo
psicológico, emocional. Purificado de magia y temblor subjetivo,
el logos equivale a inteligencia natural o inmanente, que está
en nosotros porque nosotros pertenecemos a la physis. Reconciliador,
pues, de la exigencia analítica con lo más primigenio e
irracional del ánimo, este concepto puede rivalizar con el cálculo
pitagórico a la hora de considerarse el más influyente en
la historia del pensamiento. Sus primeras fisuras no se observan hasta
bien entrado el siglo XIX en Europa, y vienen acompañadas por una
crisis general de fundamentos para todo tipo de ciencia.
La physis «ama ocultarse», dice otro fragmento, pero
en sí es una amalgama de azar, juego y medida, donde cada cosa
determinada ha de ser consecuente («lógica») para con
su determinación. Ese será el hilo que permita pensar afirmativamente
la «discordia» sembrada por el movimiento en general.
2.3. En contraste con los pitagóricos, Heráclito destaca
como elemento fundamental el tiempo. No hay tanto una extensión
espacial «determinable» (geométrica o aritméticamente),
como una especie de destrucción que a la vez conserva, una «guerra»
creadora de vida.
«Lo mismo es viviente y muerto, despierto y durmiendo, joven y
viejo; pues esto al cambiar es aquello y aquello al cambiar es de nuevo
esto» (Fr. 88).
La presencia afirmativa y estable no pasa de ser un sueño y
algunos, dice otro fragmento, no distinguen la vigilia del sueño-,
que se paga al precio del sinsentido universal. Pensando la existencia
como devenir, Heráclito no sólo describe su violencia sino
lo que tiene de «cumplimiento» para las cosas. Lo racional
se distingue tanto de lo simplemente positivo como de lo simplemente negativo,
porque captado en sí es más bien negación de la negación,
de acuerdo con una expresión acuñada milenios más
tarde por Hegel. El devenir pone en la unidad inmediata de algo una diferencia,
pero al hacerlo permite que «retorne sobre sí mismo»
(fr. 51). Lo otro a que llega no es entonces un otro realmente, sino su
otro, lo suyo mismo. Aparece así la physis como una dinámica
de auto-nacimiento en la diversificación.
«Para las almas es muerte llegar a ser agua, para el agua es muerte
llegar a ser tierra, y de la tierra nace el agua, del agua el alma»
(Fr. 36).
Por eso es necesario invertir el criterio común sobre lo afirmativo
y lo negativo:
«Lo contrapuesto concuerda, y de los discordantes se forma la más
bella armonía, y todo se engendra por la discordia» (Fr.
8)
«De los contrarios, el que conduce al nacer se llama guerra (pólemos)
y discordia; el que conduce a la aniquilación se llama concordia
y paz» (Fr. 80).
3. Parménides de Elea (540-470), fundador de la escuela elática,
fue un hombre reverenciado por sus contemporáneos «majestuoso
y terrible» le llama Sócrates en un diálogo platónico,
que redactó la constitución de su ciudad y se formó
en el pitagorismo. Dejó escrito un Poema (Peri physeos)
del que se conservan bastantes fragmentos, y fue el padre de la ontología,
que más tarde se llamará «filosofía primera»
y luego por un simple accidente, al que aludiremos en su momento
«metafísica».
El punto de partida de Parménides es la verdad, que en griego se
dice alétheia4,
contrapuesta a la opinión irreflexiva (doxa). La verdad
exige borrar toda pereza e inercia, y preguntarse con rigor qué
significa es. Digamos entonces que significa «existe», «hay».
Una cosa es significa: se da tal cosa. ¿Dice algo de tal cosa el
que la haya, se dé o exista? Parménides contesta sin vacilar:
sólo si A es, A es A. La lengua humana tiene un verbo que aplicado
a las cosas las presenta como identidades (o cosas dotadas de «esencia»),
aunque los humanos no perciban el secreto de la physis que con
esto se está revelando. Como identidades o esencias aparecen los
objetos del mundo, y la identidad de todas esas identidades se encuentra
en el es; antes de ser grande o pequeña, bella o grotesca, blanca
o marrón, la casa es casa, y sólo este sí mismo (autó)
permite atribuirle luego cualesquiera determinaciones.
Observemos, sin embargo, que lo donante de identidad aparece todavía
como mera cópula o verbo transitivo. ¿Y si lo vemos en su
fundamentalidad, como lo que es? Parménides vuelve a responder
con presteza: nos hallaremos en el núcleo de la verdad. Lo que
hay, existe o se da es ser, y «ser» constituye la identidad
absoluta supuesta por la existencia en general.
3.1. Como el matemático deduciría un teorema, Parménides
deduce uno a uno los atributos o predicados del «ser» a partir
del principio de identidad: «ser es; no-ser no es» (Fr. 2).
Si ser es y para Parménides no hay forma de esquivarlohabremos
descubierto no un dios sino mucho más que cualquier dios, un absoluto
positivo como el intuido por Anaximandro (ápeiron), aunque
en vez de ilimitado puro límite, «identidad» perfecta.
Lo que se ha puesto de relieve es una esencia universal. Simplemente siendo
le corresponden como propiedades inevitables las de «uno»,
«continuo», «inmóvil», «cerrado»
y «lleno».
Este es «el corazón sin temblor de la redonda verdad»
(Fr. 1). Nuestra experiencia nos tiene acostumbrados a lo múltiple,
discontinuo, móvil y vacío, al nacimiento y a la muerte,
pero para Parménides esa experiencia es el mundo de la opinión
engañosa, que al prescindir de la identidad camina a ciegas por
una dimensión de pura nada, revestida con el disfraz de realidad.
«Lo mismo es pensar y aquello por lo cual
hay pensamiento. Pues sin el ser donde él se dice
no encontrarás el pensar.
Nada hay ni habrá fuera del ser, porque el destino
lo encadenó a ser entero y sin movimiento.
Es así puro nombre todo cuanto los mortales
han instituido como
verdad: nacer y perecer,
ser y no ser, cambiar de lugar y brillo.»
El rechazo lógico del mundo de los sentidos en Parménides
se corresponde con el repudio ético hacia ese mundo en los
círculos órfico-pitagóricos. También es acorde
con el rechazo pitagórico del infinito real presentar al Uno y
Mismo ocupando un lugar de extensión finita en un tiempo infinito.
Pero lo básico del Poema, al menos en su asimilación ulterior,
es haber planteado con máxima generalidad y nitidez la cuestión
del ser y el pensamiento. El ser podrá decirse de varias maneras
(naturaleza, materia, objetividad), y lo mismo acontece con el pensamiento
(presentado como razón, forma, subjetividad), pero es condición
de verdad que ambas dimensiones coincidan. En otras palabras, no habrá
cosa verdadera que no sea unidad de ser y pensamiento. Estas abismales
consideraciones inauguran el terreno ontológico5 del saber, que
es una amalgama de lógica y teología.
3.2. Los discípulos de Parménides fueron casi tan ilustres
pensadores como él, y se esforzaron por mostrar la unidad de ser
y pensamiento exponiendo los absurdos a que conduce cualquier devenir.
Dice la tradición que Zenón de Elea murió resistiendo
a un tirano, tras cortarse la lengua con los dientes y escupírsela
cuando éste le torturaba para obtener el nombre de otros conjurados.
La truculencia de este episodio, quizá sólo legendario,
sugiere un carácter de fortaleza infinita, y precisamente sobre
lo infinito dejará dichas cosas inmortales. Sus proposiciones (logoi)
sobre el movimiento, conocidas habitualmente como «paradojas»
o «aporías», obligan a atribuirle la invención
de la dialéctica, y son los primeros conceptos críticos
sobre el espacio y el tiempo. El ejemplo de Aquiles que no alcanza a la
tortuga, o la flecha que vuela estando quieta, son más conocidos
que uno de los pocos conservados textualmente:
«Un móvil no se mueve ni en el lugar en que se encuentra
ni en el que no se encuentra» (Fr. 4).
Aunque Aristóteles creyó haber refutado estos logoi,
los problemas matemáticos sólo se consideraron resueltos
al descubrirse el cálculo infinitesimal. Esto último constituye
un malentendido, pues el cálculo nada añade ni quita a la
agudeza de Zenón. Con todo, está en lo cierto Eugenio dOrs
en su tesis doctoral Las aporías de Zenón de Elea
y la noción moderna del espacio-tiempo cuando sostiene
que el problema de fondo sólo se mitigó al descartarse la
idea tradicional de un espacio y un tiempo separados, merced a la teoría
einsteiniana de la relatividad general.
Con el paso de los años, las aporías servirán de
punto de partida y modelo para la escuela escéptica, aunque aquellos
escépticos hiciesen hincapié más bien en una separación
de ser y pensamiento, exaltando el poder de la inteligencia sobre cualquier
materialidad.
.
Meliso de Samos nació en la misma isla que Pitágoras unos
cien años después. Como almirante de la flota insular logró
derrotar a Pericles, cosa que le granjeó mala prensa en Atenas,
y ya senecto escribió un libro llamado Sobre la naturaleza o
sobre lo que es. Esta naturaleza (physis) se contempla como
«uno, continuo, inmóvil, lleno», en la línea
descrita por Parménides, aunque con un atributo nuevo la
ilimitación espacial que algunos comentaristas (como Aristóteles)
juzgaron inconsecuente con lo demás de la construcción.
Aplicado a probar la eternidad e indestructibilidad del Uno, Meliso llegó
a una definición singularmente rotunda: lo que es ha de estar lleno;
si está lleno no se mueve, y «si se diese una pluralidad
de cosas seria necesario que fuesen tales como digo que es la unidad»
(Fr. 30).
4. Justamente esto considerar una pluralidad de unos en sentido
estricto (con los predicados de continuidad, plenitud, eternidad, etc.)
es lo que ahora descubren Leucipo y su gran discípulo Demócrito
(460-370 a.C.) como posibilidad de pulverizar el ser mediante una física
atómica. Su elegancia de concepto está en aceptar el aserto
eleático, llevándolo hasta allí donde niega la teoría
del Uno a la vez que conserva lo esencial de su núcleo lógico.
Leucipo resuelve el problema de la unidad y la pluralidad con una física
corpuscular, donde infinitos átomos (en griego «indivisibles»)
conservan las propiedades de permanencia, homogeneidad e inalterabilidad
del «ser». Los átomos son en el sentido parmenídeo,
pero están dispuestos en el vacío, y dadas esas condiciones
el cosmos no sólo admite sino que exige un movimiento eterno.
Por lo mismo, el sistema atomista no puede considerarse una crítica
con respecto a la escuela de Elea, sino una auténtica superación:
afirma lo que ésta afirma y puede afirmar también lo que
ésta niega, haciéndose así más comprensiva
como teoría. No hay la disyuntiva entre el ser y el no ser; hay
ambas cosas, sólo que el no ser es efectivamente tal, esto es,
espacio vacío. Esta simultaneidad de los contrarios constituye
la fuente del movimiento, porque en el espacio los átomos forman
torbellinos, donde al reunirse y disgregarse dan lugar a las generaciones
y corrupciones. Cada colisión origina un enlace o una dispersión,
pero el enlace deja siempre entre los átomos huecos en los que
pueden penetrar desde el exterior otros átomos, si guardan la debida
congruencia o simetría. Esa congruencia está definida por
las tres únicas distinciones que Leucipo y Demócrito admiten
en los átomos: la figura (sjéma), el orden (taxis)
y la posición (thésis). Aristóteles ilustra
estos factores en un conocido ejemplo con letras del alfabeto:
«A difiere de N por la figura, AN de NA por el orden, A de V invertida
por la posición».
(V = A invertida)
Las combinaciones y recombinaciones de esas tres diferencias bastan para
producir las demás cualidades y, eventualmente, el mundo manifiesto
con sus innumerables cosas sensibles. La teoría atómica
recorre con tal fluidez el tránsito del ser a las cosas, suprime
de golpe tantos obstáculos para una comprensión mecánica
y matemática del universo, que desde entonces se convirtió
en modelo para cualquier investigación racional de la Naturaleza.
Todo principio divino resulta innecesario para describir la supervivencia
del cosmos, que es una combinación rigurosa de azar y necesidad,
un mecanismo perfectamente autárquico en su estructura de infinitos
indivisibles e infinito vacío. Por su parte, la necesidad
(ananké) no es algo prescrito por instancia alguna, sino
la simple conducta efectiva de los átomos, lanzados originalmente
a una vibración en todas direcciones y desde entonces inmersos
en universos y conjuntos determinados por ellos mismos. Esa estructura
impone el torbellino (diné), que para Demócrito es «la
causa productora de todas las cosas» (Fr. 68).
Aunque fuese un excelente matemático -Arquímedes le atribuye
la primera determinación del volumen del cono y la pirámide,
por ejemplo-, quizá la repugnancia griega ante números irracionales
en sentido amplio (reales, imaginarios, etc.) explica que no desarrollase
la dinámica de fluidos consecuente con su perspectiva. Pero tampoco
debemos olvidar que su obra fue blanco favorito por atea- de los
cristianos, y no se conservan sino briznas de los 73 tratados que compuso.
La física atómica, que Epicuro llevará a sus últimas
consecuencias, presenta asombrosas anticipaciones científicas como
la distinción entre propiedades objetivas y subjetivas, la idéntica
velocidad de caída de los átomos en el vacío y hasta
la propia velocidad de la luz, que se denomina «velocidad del pensamiento».
En la Carta a Heródoto dice Epicuro:
«Los átomos no poseen ninguna cualidad de los objetos aparentes,
a excepción de figura, peso y tamaño (...) Y es forzoso
que se desplacen a idéntica velocidad cuando se mueven a través
del vacío, pues no se ha de creer que los pesados vayan más
deprisa que los pequeños y ligeros en cuanto nada se les oponga
(...) Mientras mantengan su desplazamiento original se moverán
a la velocidad del pensamiento, hasta verse frenados por un choque externo
o por el peso propio contrario a la potencia del impulso de choque».
En esta línea, el principio de la declinación (parénclisis)
en los átomos propone una contingencia radical para los acontecimientos
naturales que retomará -ya a comienzos del siglo XX-, la mecánica
estadística de Boltzmann y Gibbs.
4.1. Para Demócrito todas las determinaciones cualitativas son
cosas pertenecientes al terreno de la convención (nomos),
no al de la physis eterna. Verdaderamente sólo existen los
átomos y el vacío, y la nada o vacío es tanto como
su opuesto, lo lleno. La percepción se produce porque de todo manan
ciertos «efluvios» que son los eidola o imágenes,
cuya forma es idéntica a aquello de lo cual emanan. Sin embargo,
lo sensible no es sino una modificación de nuestros sentidos, que
depende tanto de nuestra propia constitución como de lo que le
hace frente, y Demócrito distingue de modo tajante entre el conocimiento
«bastardo», nacido de la sensibilidad, y el «legítimo»
derivado de la inteligencia. Una tradición muy probablemente infundada
le atribuye haberse cegado, para no sufrir la confusión de
las apariencias.
El alma, que se define como «lo que mueve», está formada
por átomos especialmente sutiles y esféricos, que se distribuyen
a través del cuerpo como un fuego. Después de
la muerte los átomos del alma se dispersan, y conviene evitar «mentirosos
mitos sobre el tiempo que sigue a la muerte» (Fr. 297). El ateísmo
de Demócrito deriva la creencia en dioses y demonios del temor
humano a sucesos extraordinarios en el cosmos. Los seres orgánicos
surgieron del fango terrestre, y el móvil de su progreso fue la
penuria, al igual que acontece con el hombre. La necesidad le enseñó
a unirse con sus semejantes para luchar contra los depredadores; la necesidad
de entenderse creó el lenguaje, y desde entonces la invención
de útiles fue elevándole poco a poco a una vida civilizada.
En contraste con el riguroso materialismo de su física, Demócrito
fundó un sistema idealista de ética. Tal como el pensamiento
es superior a la percepción sensible, el conocimiento del bien
está por encima de los impulsos inmediatos. La autonomía
moral de la razón permite buscar la alegría y el placer
en la serenidad, rehuyendo la injusticia, la insensatez y una concupiscencia
desmedida. En términos sociales, para la vida en común,
la virtud por excelencia es la jovialidad.
5. Contemporáneo de Leucipo, y unos cuarenta años mayor
que Demócrito, Anaxágoras de Clazomene (500-428 aproximadamente)
es el último gran pensador jonio, y el introductor de esta orientación
filosófica en Atenas, donde vivió durante tres décadas.
Amigo íntimo de Pericles y Eurípides, escribió un
Peri physeos en prosa que según Platón
podía comprarse por un dracma, aunque de la obra sólo nos
hayan llegado pequeños fragmentos. La observación de un
meteorito le convenció de que el Sol y las otras estrellas eran
piedras incandescentes; esa certeza le valió hacia el año
430 un proceso por «impiedad», acusado de «no aceptar
la religión y predicar doctrinas astronómicas». Para
evitar males irreparables abandonó la ciudad, muriendo poco más
tarde.
Heráclito y Parménides corresponden cronológicamente
a la constitución ateniense de Clístenes (508), que representa
un enorme salto democratizador comparada con la de Solón (594).
Anaxágoras vive en Atenas durante la época de Pericles y
Efialtes, cuando el partido popular logra hacer que la responsabilidad
política pase completamente de la nobleza al pueblo.
5.1. El sistema de Anaxágoras se articula sobre dos principios.
El primero es el de que todo está en todo: en contraste con los
atomistas, no hay «lo más pequeño», ni lo «simple»,
ni lo «indivisible». Cualquier cosa, el más minúsculo
de los granos de polvo, constituye una mezcla infinita donde están
presentes todos los elementos del cosmos. Cierta proporción de
esos ingredientes será espuma, otra cielo y una tercera roca o
pájaro, sin que cosa alguna pueda existir jamás de modo
realmente «separado». El único cambio efectivo es por
eso el de la proporción.
«Sobre esto de engendrarse no juzgan correctamente los griegos,
pues nada se engendra ni perece, sino que se produce por mezcla o separación
de cosas que ya son. Por eso, al engendrarse sería correcto llamarlo
unirse y al perecer disgregarse» (Fr. 17).
A los ingredientes fijos en la mezcla los llamó Anaxágoras
«semillas» (spérmata). Este concepto no acaba
de ser claro, debido quizá a los escasos fragmentos conservados.
Parece que estas semillas eternas e increadas eran partículas de
cada cosa natural, como si suponemos que el oro visible está formado
por innumerables semillas microscópicas de oro, el pelo por semillas
de pelo, etc. Anaxágoras sólo afirma que son «infinitas
en número y todas diversas entre sí» (Fr. 4).
5.2. El segundo principio es la inteligencia o nous, que no aparece como
una facultad pensante de ciertos seres tan sólo, sino como razón
objetiva que ordena y gobierna el movimiento. Si logos era «determinación»,
nous es determinabilidad, «discernimiento». Los cosmos se
originan cuando la mezcla de infinitos infinitos resulta discernida por
la inteligencia, que es «la más sutil y pura de todas las
cosas», y cuyo ir separando los diversos ingredientes de la mezcla
constituye un proceso gradual. La inteligencia no es una voluntad, ni
se identifica con el alma encarcelada en la materia de los pitagóricos,
ni puede considerarse siquiera algo incorpóreo, sino que constituye
un elemento tan físico como la luz. El movimiento que instaura,
dividiendo la mezcla en suertes o destinos (moiras) deja en realidad
todo «igual», al mismo tiempo que pone allí definición,
transformando el magma (meigma) confuso en una naturaleza cualitativa.
Aunque parezca un sistema dualista, en línea con las creencias
órficas, Anaxágoras es completamente fiel a los supuestos
principales de la física jónica desde Anaximandro. Describiendo
la especialización espontánea de una totalidad, sus dos
principios son lo definidor (nous) y lo definido (spérmata),
pero esto es en si un solo proceso.
«El nous, lo eterno, está también ahora allí
donde está todo lo demás» (Fr. 14).
La filosofía de este último jonio nos hace patente la grandiosa
operación consumada en un plazo inferior a los cien años.
El resultado al que se llega, en términos generales, es una materia
determinada por la razón, una simbiosis del pensamiento y lo real
que transforma la actitud del hombre hacia el mundo. Ya no hay dioses,
ni demonios, ni magias propiciatorias. Ante el ser humano hay sólo
una physis que es por sí, cuya investigación imparcial
será la nueva meta. Los llamados presocráticos han creado
los medios para consumar esa distancia crítica ante las cosas externas
y los impulsos internos que inaugura el ideal de la ciencia.