Por una curiosa ironía del destino, el heterogéneo conjunto
de textos que Aristóteles llamaba «filosofía primera»
fue situado en el Corpus después de la Física
(metá tá physiká), y llamado en lo sucesivo
de acuerdo con esa arbitraria posición. De hecho, el libro segundo
de la obra se centra en probar que la «filosofía primera»
debe partir del concepto de physis, y el conjunto de todos ellos
tiene como tema recurrente salir al paso de lo que su autor consideraba
una reclusión en lo abstracto y supramundano, ejemplificado paradigmáticamente
por «metafísicas» como el pitagorismo platónico.
Despejado dicho equívoco, procede examinar muy por encima el contenido
de la obra que puede considerarse más influyente en la historia
de la filosofía. Desde Aristóteles no antes de él-
cualquier saber científico (episteme) es un conjunto de
instrumentos analíticos relacionados entre sí, que también
podemos llamar sistema de conceptos propiamente dichos, cuyo objeto es
alguna zona de lo real concebida como totalidad. Esto puede decirse igual
de la lógica que de la zoología comparada, la lingüística
o el derecho político.
Sin embargo, la existencia de ciencias específicas invita a considerar
un saber cuyo objeto no sea un distrito, sino la totalidad de lo real.
Ese saber ya no será entonces una teoría o ciencia, sino
una teoría de la ciencia, ocupada en investigar «los primeros
principios y las últimas causas». Esto es la filosofía
primera o Metafísica, cuyo núcleo resulta ser una
investigación sobre la substancia
1. Substancia, ousía, constituye un abstracto del participio
ousas del verbo «ser» en griego, que significa literalmente
«entidad». La entidad, dice Aristóteles, es aquello
que no constituye predicado de otra cosa ni propiedad accidental suya,
sino fundamento o soporte (sujeto, hypokeímenon) de categorías.
No constituir el predicado de otra cosa implica «existir por sí»
(kath autó), mientras lo demás sólo
existe por transferencia o asimilación (kath analogian).
Resulta entonces que sólo son substancias en sentido propio las
cosas particulares, los individuos. La existencia de estos individuos
(hormiga, planeta, hombre, etc.) es la única basada en una actividad
de autoconstitución real, la única absoluta.
De aquí proviene la crítica al platonismo. «Toda obra
práctica y toda creación (poiesis) se refieren a
lo individual». El caballo concreto no puede surgir por arte de
magia desde el género «caballo y es mucho más
prudente concebir lo segundo como abstracción de lo primero que
lo primero como producto de lo segundo. Las ideas son esencias estáticas
y no principios de acción, y por eso no constituyen en realidad
algo uno fuera de lo múltiple sino algo uno a partir de lo múltiple.
Pero el concepto especulativo exige superar lo unilateral de Platón
sin caer en una nueva unilateralidad. Como «substrato (hypokeímenon)
real y determinado», dice Aristóteles, la substancia tiene
cuatro lados: el individuo, el género, la materia y la forma. El
sujeto singular constituye la substancia «primera», definida
como «totalidad concreta»; le corresponde ser un uno absolutamente
definido y separado de lo demás, «no ya carne y hueso sino
cierto tipo concreto de carne y hueso». Los géneros o universales
son también substancias, pero «segundas» o «por
analogía», porque necesitan la plataforma o el apoyo de sus
miembros particulares, sin el cual no llegarían a surgir.
1.1. El tercer lado en el concepto de substancia es lo que ella tiene
de ser en «potencia» (dynamis), capaz de asumir cualesquiera
mutaciones sin cambiar de naturaleza. Tan pronto como concibamos así
la entidad, las substancias primeras y segundas quedarán reducidas
a simples fenómenos o apariencias de algo ilimitado. A esto que
es plasticidad infinita y puro fundamento lo bautiza Aristóteles
como hylé, «materia»1.
La materia nombra aquello que no deviene por sí cosa determinada
y persiste como lo determinable; su propiedad principal reside en ser
siempre relativa: la arcilla es la materia de los ladrillos, que son la
materia del albañil y así sucesivamente, hasta llegar a
esta o aquella casa, por ejemplo.
Puesto que lo determinable o pasivo no contiene la acción de definirse,
representa una substancia sin substancia. Se trata de saber por qué
una materia es tal o cual cosa, y es esto la «forma»
(morphé, eidos) define el cuarto lado de su
concepto, aquello que constituye el verdadero ser de la substancia como
«principio de unión» entre los tres previos, comparable
al «vaso que recibe vino distinto cada día».
Aristóteles ha afirmado así lo que la metafísica
pitagórica (Parménides y Platón sobre todo) negaba,
pero sin dejar de recoger lo que ésta afirmaba. Por una parte,
el ser o la entidad se encuentra en lo que es, en los individuos particulares.
Por otra, lo verdadero en sí es la forma, que como determinación
constituye siempre un género y, en cuanto género, un universal.
En consecuencia, los individuos no son ni materia primordial informe (ápeiron),
ni pura forma abstraída de su materia, como por ejemplo la Lógica.
Las substancias particulares son precisamente compuestos o sín-tesis
de ambas cosas, doctrina que se conoce como hilemorfismo. Con sólidas
razones, Aristóteles considera incongruente atribuir mayor realidad
a una forma abstracta que al compuesto de materia y forma.
1.2. La forma adquiere realidad allí donde no se agota en el universal
abstracto ni en el aspecto sensible. Que no se agote en ello significa
tomarla como «meta del devenir», que sólo difiere del
eidos platónico por hallarse dentro de las cosas o ser «inmanente».
Así concebida, la forma aristotélica corresponde a lo que
hoy llamaríamos información en un sistema: aquella estructura
que se mantiene vigente mientras una materia va renovándose. El
«principio formal» de una célula viva, por ejemplo,
es aquel orden específico que produce su definición, el
programa genético allí operante. En consecuencia, la forma
no es sólo una esencia ideal sino algo interior, que organiza a
los seres con vistas a alguna actividad precisa, y en esa medida es «causa»
(aitía), otro concepto que nace de Aristóteles.
El proceso causal es una alteración comprendida como unidad de
antecedentes y consecuentes. El análisis de este concepto ofrece
cuatro tipos o modos:
«Causa primera llamamos a la substancia y a la esencia necesaria,
pues el por qué se reduce en última instancia a la razón
(logos). La segunda causa es la materia o fundamento. La tercera es
la causa eficiente, esto es, el principio del movimiento. La cuarta
es la causa opuesta a esta última, el objetivo que es el fin
de cada generación y de cada devenir».
Como el propio Aristóteles se ocupa de precisar, los jonios admitieron
la causa material y la eficiente, Platón la formal, y la final
fue barruntada por Anaxágoras. Pero ninguno percibió unitariamente
la totalidad que representan. Una vez más, el Estagirita reelabora
de modo original el pensamiento anterior a él, y lega un concepto
el de las cuatro causas- que la posteridad sigue aceptando sin el
más mínimo retoque. No es posible retocar una noción
impecable.
1.3. En materia teológica, la Metafísica recomienda
atender a una remota tradición superviviente a través de
mitos, según la cual
«las substancias primeras son dioses, y lo divino abraza a la
naturaleza entera. Todo lo demás ha sido añadido más
tarde, para persuadir a la gente y para servir a las leyes y al interés
común».
Sin embargo, esas substancias primeras observan una gradación
en su theos o divinidad, de acuerdo con la proporción de
materia y forma en ellas vigente. Si bien no hay «en acto»
o «actualmente» una materia desprovista por completo
de forma (un perfecto ápeiron o «caos»), sí
hay una forma sin materia o con un mínimo de materia, que constituye
para Aristóteles la substancia más «noble» y
evidente a la vez. Esta forma sin materia es la inteligencia (nous),
que atraviesa el mundo de parte a parte. Las cosas llevan la inteligencia
dentro, pero su sutileza hace imposible retenerla en envoltura material
alguna.
Pura información, inteligencia pensándose en lo inteligible
o, más simplemente bios theoretikós («vida
contemplativa»), el pensamiento mueve del modo más perfecto,
desde el interior de las cosas, «como mueve el objeto amado».
Aristóteles despersonaliza por completo esa substancia, que es
algo hecho de éter, la substancia fluida e ingrávida
propuesta por el tratado Sobre el cielo como «quinto elemento»
(quintaesencia) del universo. Al igual que el nous de Anaxágoras,
no es un creador sino un foco de discernimiento que precisa y delimita.
El propio concepto de causa postula una causa incausada, y sobre este
principio la teología cristiana articulará su principal
argumento favorable a la existencia de Dios. Como todo lo movido postula
un motor, movido a su vez por otro y otro, ha de haber al término
un motor inmóvil, cuya propia sutileza infinita penetra y vivifica
al resto de la physis. Sin embargo, para Aristóteles esta
substancia intelectual carece de influencia subjetiva en el curso de las
cosas. Es concepto, no voluntad. Sencillamente «informa»,
como coronamiento de un universo real que se autorregula, y que en su
autarquía (en su «ser por sí») constituye una
finalidad inconsciente y espontánea.
2. Tras comentar algunos puntos de la Metafísica, corresponde
hacer lo equivalente con la Física, un tratado de inmensa
influencia posterior.
Dimensión de las formas materializadas, la physis constituye
un «innato impulso al movimiento». Siempre hubo y siempre
habrá movimiento. Se trata de saber qué significa en general
esta condición del mundo, y la célebre respuesta aristotélica
dice: el movimiento constituye una realización de lo movido, «el
acto de lo que es en potencia». Traducimos por acto el término
enérgeia, que constituye un compuesto de en (cuyo significado
es «en») y ergon («obra», «operación»).
Potencia traduce dynamis. Pero si el movimiento es cumplimiento
podemos preguntar ¿de qué? Es aquí donde aparece
la idea evolutiva con toda claridad:
«De modo general, es visible que lo engendrado es imperfecto
y se encamina hacia su principio; por consiguiente, lo último
según la generación ha de ser lo primero según
la naturaleza (physis)».
Hay un movimiento el circular que es idéntico al reposo,
por ser continuo y eterno. Lo que así se mueve reposa cambiando,
como dice un fragmento de Heráclito, y sólo el pensamiento
objetivo (nous) tiene este estatuto de motor inmóvil. Cualquier
otro movimiento es o bien natural o bien forzado, y en ambos casos se
observa una mediación de la materia por la forma y de la forma
por la materia. La potencia «aspira» al acto, tal como la
materia «espera» a la forma, pero la interpenetración
de una por otra sólo se realiza con esfuerzo (la «obra»
que es el erg de energía). Debido a la resistencia de la
materia a aceptar la forma, el cosmos sólo puede elevarse despacio
y gradualmente desde las existencias inferiores a las superiores.
Dicho esfuerzo lento es finalista sin serlo subjetivamente, prefigurando
el mecanismo de selección natural propuesto dos milenios más
tarde por Darwin. Por ejemplo, en sus Physicae Auscultationes (II,8),
Aristóteles observa que nuestros dientes no son adecuados para
masticar porque los haya creado esa finalidad, sino porque los individuos
casualmente dotados de una dentadura útil tuvieron más probabilidades
de sobrevivir.
La existencia se concibe como una escala. Al comienzo está lo inanimado,
que no mueve y es movido mecánicamente. Siguen los seres vivos,
que son movidos por impulso interno y externo, y que mueven a otros (animados
o inanimados). Luego vienen los humanos, que por su mayor componente etéreo
son más afines al movimiento circular, y están menos expuestos
a la pasividad del animal. Vienen a continuación (en realidad,
Aristóteles lo considera «sólo probable») las
inteligencias planetarias, porque los cuerpos celestes son seres vivos
cuyo movimiento de revolución tiene un componente de «reposo»
mucho mayor. En último término se halla el nous mismo, que
los escolásticos llamarán intelecto agente.
2.1. En un universo increado, sostenido por una pluralidad de substancias,
acontece un cambio eterno de naturaleza evolutiva: lo pasivo va siendo
activado, la materia va siendo informada. En otros términos, lo
real va haciéndose lentamente más definido. La realización
del fin objetivo (telos) es la actividad de de-fin-ir o ir hacia
el propio fundamento, y por eso telos significa primariamente «límite».
El mundo físico y los otros mundos son meras abstracciones
puede concebirse como juego de causas eficientes, pero por debajo de lo
eficiente hay una finalidad vinculada a la vida, que es una consumación
de lo posible y equivale para cada viviente al «proyecto»
de ponerse en sus límites.
No hay en consecuencia ningún cuerpo infinito. Hay un infinito
por suma (como el del número) y un infinito por división
(como el del espacio); el tiempo, por ejemplo, es infinito en ambos sentidos.
Pero la infinitud corpórea ha de entenderse como lo contrario de
algo actual. Es un infinito que se alcanza sucesivamente, en su ir haciéndose,
y que en cada instante posee dimensiones finitas.
Espacio y tiempo son categorías relativas, predicados de otra cosa,
y no marcos absolutos preexistentes con respecto al mundo. El espacio
se define como «límite de lo envolvente», y el tiempo
como «número del movimiento». Esta relatividad de ambos
guiará la solución aristotélica a las aporías
de Zenón.
Como no podemos entrar en el detalle analítico de la Física,
insistamos en el rasgo más radical de su perspectiva, que es el
principio evolutivo. El principio inverso, o emanativo, presenta el curso
del mundo sujeto a un proceso de lenta degradación: la plenitud
se halla siempre al comienzo, y el devenir ulterior constituye un tránsito
de más a menos. Cualquier historia natural o cultural- refleja
una progresiva pérdida (de energía, pureza, perfección,
etc.), que trata de paliarse con culto al pasado y representaciones de
eterno retorno. Donde reina el principio emanativo las costumbres encarnan
lo sagrado, al igual que cualquier cambio encarna lo impío, pues
la innovación aleja del origen y conlleva degradación.
Lo que va implícito en la realidad como physis es un tránsito
de menos a más, del embrión al organismo maduro, de los
estadios inferiores a los superiores. Esto es consustancial al dominio
físico como dimensión de lo autoconstituído, que
también podemos llamar de lo abierto, donde cada viviente se busca
de modo activo, formando y reformando su singular existencia. Aristóteles,
como acabamos de ver, encuentra la formulación más radical
de semejante criterio con su teoría del movimiento como paso de
la potencia al acto, de la posibilidad a la realidad. Semejante optimismo
del que sólo se excluyen los pitagóricos y Platón,
sujetos al influjo del pesimismo brahmánico- será en lo
sucesivo una divisa de Occidente, una civilización que no sólo
se sabe histórica o expuesta al azar de los cambios, sino que se
quiere histórica porque confía en la innovación y
el hallazgo, a despecho de todos sus innegables riesgos.
3. Aunque la psicología aparezca diseminada en muchas partes del
Corpus aristotélico, lo esencial se encuentra en el tratado
Peri psyché, normalmente citado como De anima.
El alma es lo físico mismo que informa cada materia. La definición
que se repite por dos veces en Sobre el alma la presenta como «primer
ponerse en límites de un cuerpo que tiene la vida en potencia».
El cuerpo no constituye una tumba que entierra a un alma inmortal, sino
un órgano o instrumento neutro en sí cuya operación
de «funcionar» es el alma. Lo «orgánico»
concepto también nacido con Aristóteles tiene
por «acto» o cumplimiento la animación. De este modo,
el alma es al cuerpo lo que la visión es al ojo: no tanto la capacidad
(dynamis) de ver como la realización (enérgeia)
práctica de esa capacidad.
Pero la actividad teleológica de la naturaleza, como vimos, arrancaba
de una resistencia o indiferencia de la materia ante el principio de la
forma, manifiesta en hechos como la penuria, la mala casualidad (productora
de engendros deformes) o la simple proliferación desordenada de
seres. De no existir esa resistencia, la definición sería
tan sólo actividad eficiente, recibida de modo inmediato por los
individuos, y no algo mediado en sí como la finalidad, que se cumple
de modo lento y con altibajos, mediando esfuerzo (ponos). Por otra
parte, sólo debido a tal resistencia hay este mundo físico,
enriquecido hasta lo infinito en el detalle. Aunque el alma sea la perfección
de un cuerpo, no penetra todo en el mismo grado y presenta niveles distintos
de absorción. Resulta de ello que la «psicología»
es en realidad una teoría de la vida como estructura para algún
funcionamiento. Recogiendo la doctrina platónica de las tres almas,
pero reelaborándola por completo, Aristóteles contempla
tres tipos que son, a la vez, los momentos esenciales en la escala evolutiva
de la vida:
a) El alma vegetativa, volcada sobre el puro subsistir y reducida, por
lo mismo, a nutrición y reproducción. Es el alma más
general, sobre la que se apoya cualquier viviente corruptible, y también
el grado mínimo de animación en un «organismo».
b) El alma sensible, donde la definición ha llegado hasta un sí
mismo que unifica el sistema orgánico y se mueve; el movimiento
tiene como condición el sentido, porque sin él la locomoción
sería algo vano y contrario a supervivencia.
c) El alma pensante, donde la capacidad de sentir se ha transformado en
capacidad de juzgar sobre el sentido, y penetra mucho más profundamente
en la definición de su materia.
3.1. El sentir actual es la sensación (aisthesis), y constituye
lo pasivo en el proceso del conocimiento. Las impresiones sensibles se
padecen o sufren, aunque hay en ellas algo peculiar que consiste en padecerse
«sin la hylé». La sensación, dice el
conocido ejemplo aristotélico, «recibe la forma como recibe
la cera el sello del anillo, sin el oro ni el hierro». Esto significa
que lo sentido es precisamente la determinación (blanco, suave,
caliente, redondo, etc.), en vez de la cosa determinada (nube, terciopelo,
sol, pelota, etc.).
Aristóteles distingue la sensibilidad de la imaginación
(phantasía), que constituye un desarrollo del «sentido
común» término también suyo, y
puede ser veraz o falaz, en contraste con los datos de cada sentido, que
son siempre veraces. Gracias a la imaginación esos datos se convierten
en memoria, que prolonga su presencia más allá del tiempo
de la percepción real y elabora las imágenes (phantasmata)
como compendio de percepciones parciales.
El alma pensante participa ya del nous propiamente dicho. Aristóteles
distingue un nous en potencia, que simplemente asimila todo, conocido
desde el medioevo como «intelecto paciente», y un nous activo
o «agente», que informa todo, permaneciendo «separado
e impasible». El intelecto paciente nace y muere con el hombre,
mientras el agente no conoce la suspensión y es «siempre».
3.2. Cómo podría estar en nosotros el intelecto agente es
cosa que desde los primeros comentaristas de Aristóteles suscitó
elucubraciones y polémicas. Tratemos nosotros de atender a la explicación
más sencilla.
Inicialmente el conocimiento es mera impresión de algo otro, una
sensibilidad pasiva que recibe de fuera las formas.
En segundo lugar el conocimiento es elaboración interna, «fantasía»,
que no se mueve ya contra el fondo de algo otro sino dentro de recuerdos,
imágenes y categorías construidas por combinación
a partir de un «sentido común» ya no enteramente pasivo.
Por último, el conocimiento intelectual distingue realidad e irrealidad,
comprendiendo que la imaginación se deja ofuscar fácilmente.
Pero al mismo tiempo que descubre la profunda veracidad de los sentidos,
y la articulación lógica de la fantasía, descubre
que lo otro en general aquello que la sensibilidad «padece»
como masa de presencias extrañas a ella no es ajeno al pensamiento
ni realmente otro. Al contrario, el supuesto otro ahora cosmos físico
aparece penetrado de una parte a otra por el pensamiento. El hombre puede
pensar este pensamiento, y justamente en esa medida «participa»
del intelecto agente.
El concepto del conocimiento comprende así: a) la tesis de una
sensibilidad (fidedigna, pero pasiva y de corto alcance); b) la antítesis
de una fantasía (activa y amplia, pero quizá infundada);
c) la síntesis del saber objetivo (epistéme), donde
los extremos previos anulan su unilateralidad sin perder lo que tienen
de necesario o verdadero.
El alma humana muere con su cuerpo, porque no es cosa distinta de su puro
y simple funcionamiento. Mientras vive, sin embargo, está en su
capacidad (como «intelecto paciente») elevarse a una contemplación
de lo rector en el mundo, que resulta ser pensamiento y vida en sí.
Todo cuanto llegue a saber realmente de ese bios theoretikós
será tan inmortal como ello mismo.
4. En vez de añorar un más allá, la ética
debe derivarse de la realidad vivida, tratando de adaptar las partes irracionales
del alma a su elemento racional. No se trata de abolirlas como proponen
los primeros estoicos sino de impregnar esas pasiones naturales
de inteligencia.
Coherente con lo demás de su filosofía, la ética
de Aristóteles se plantea como una aplicación a la voluntad
de los principios descubiertos por la investigación de las cosas.
De ahí en conexión con la Física
que la virtud aparezca en cada hombre como la actualización de
lo que él es en potencia, y de ahí también en
conexión con la Lógica la doctrina del término
medio, ahora «justo medio». Unas actitudes pecan por exceso,
otras por defecto, mientras la excelencia moral consiste en seguir la
mediación. Por ejemplo, el coraje (no la cobardía ni la
temeridad), la generosidad (no la avaricia ni la prodigalidad), la mansedumbre
(no el carácter tempestuoso ni la ausencia de emoción),
el respeto hacia uno mismo (no la vanidad ni el autodesprecio), la templanza
(no el desenfreno ni la mortificación ascética).
4.1. El dolor constituye un mal, mientras el placer es algo satisfactorio
en todos sus momentos, al igual que la actividad de percibir y pensar.
Puede decirse que el placer intensifica la actividad (enérgeia),
porque no es sino «el resultado natural de consumar alguna acción».
Sin embargo, la meta suprema de nuestro obrar no es tanto el placer (hedoné)
como la dicha o felicidad, la eudaimonía o buen daimon,
en el sentido de contento y bien-estar. El placer depende de la actividad
de la cual surge, mientras la felicidad constituye un principio autónomo;
es deseada por sí misma, y si el placer se vincula al éxito
en algún obrar la felicidad se vincula únicamente con la
belleza. De ahí que una ética bien entendida sea siempre
una estética.
Consumando la enseñanza socrática, Aristóteles considera
que el obrar racional (la virtud) no puede ser algo hecho con vistas a
premios extrínsecos, en esta o en otra vida, sino que ha de ser
él mismo su recompensa y su sentido. De ahí que el obrar
virtuoso o feliz sea imposible sin madurez vital; los niños, incapaces
de llevar a cabo ninguna actividad perfecta, no logran ser felices en
sentido propio y requieren sin cesar entretenimiento para calmar su desasosiego
básico.
«La cosa más necesaria para la vida» es la amistad,
a la que se dedican dos libros enteros de la Etica a Nicómaco,
llenos de agudas y sutiles observaciones2.
La amistad se basa en el respeto y aprecio que el hombre bueno siente
hacia sí mismo, y su último fundamento es que amar supera
en satisfacción a ser amado. Si el análisis de la felicidad
se basaba en algo semejante a un sano egoísmo, el de la amistad
exhibe el aspecto complementario de un sano altruismo. El propósito
de Aristóteles es mostrar que el egoísmo del hombre bueno
tiene los mismos rasgos que el altruismo.
4.2. Lo equivalente a la virtud para la ética es la justicia para
el derecho. En este terreno hay ya premios y castigos externos, y a la
justicia se encomienda repartirlos. La justicia distributiva cuyo
principio es a cada cual según sus méritos-
preside la adjudicación de bienes entre ciudadanos, y como debe
ser generosa se rige por la proporción geométrica. La justicia
conmutativa o «remediadora», cuyo principio es castigar sabiamente
el mal causado, debe ser restrictiva y se rige por la proporción
aritmética.
Aristóteles divide el derecho en general y privado (familiar y
doméstico). Por su parte, el derecho general es derecho positivo
(ley escrita o consuetudinaria de cada grupo político, con amplias
variaciones según los pueblos) y derecho natural, que no varía
de lugar a lugar y no requiere la sanción de leyes convencionales.
A pesar de su universalidad el derecho natural es insuficiente para las
necesidades prácticas, y para reflejar la particularidad de cada
comunidad política. Surge entonces el sistema de leyes positivas
o convencionales, que al adquirir el nivel de lo generalmente necesario
para todos en todos los casos cumple el fin de la comunidad. Sin embargo,
al universalizarse algo en cierta medida particular se hace preciso que
el derecho natural reaparezca y corrija aquello que en el precepto positivo
puede haber de inadecuado al caso concreto. A esto lo llama Aristóteles
equidad, apoyándolo en que «la justicia es algo puramente
humano», y debe servir al hombre en vez de someterle a leyes convencionales
que serían además intocables, incurriendo en opresión
para los ciudadanos.
5. Aunque no se haya destacado tanto como otras de sus aportaciones al
conocimiento, parte de la Ética a Nicómaco y parte
de la Política se dedican a un análisis del hecho
económico que no puede pasarse por alto. El más imperecedero
hallazgo aquí es la distinción entre valor de uso y valor
de cambio, un concepto que funda la economía como ciencia. En efecto,
ciertas cosas absolutamente imprescindibles como el aire- son gratuitas,
mientras otras absolutamente prescindibles como los rubíes-
valen fortunas. La diferencia proviene sin duda de la escasez ligada a
cada bien. Pero Aristóteles no sólo hace ese análisis
del valor en general, y observa que el de cambio depende del de uso por
fuerza, pues las transmisiones de bienes buscan en definitiva mejorar
la calidad de vida, y sólo el valor de uso responde de modo inmediato
a ese fin. Otra cosa es que la vida acomodada dependa de esta
nueva mediación conseguir suficientes bienes con alto valor
de cambio- para poder establecerse de modo efectivo y duradero. Dicho
proceso es un reflejo más del ser humano como animal social (zoon
politikón), incapaz de subsistir aislado, que debe trocar constantemente
unos bienes y servicios por otros bienes y servicios.
La primera mediación social de esa necesidad permanente es la división
del trabajo, orientada en principio a multiplicar su productividad aunque
entorpecida de raíz a tales efectos por la existencia de esclavos
y otros siervos involuntarios, que no se especializan en tales o cuales
tareas para aumentar su rendimiento o aptitud. Aún admitiendo que
la esclavitud es a menudo antinatural e injusta,
Aristóteles no condena la institución en sí, evidentemente
porque era tan consustancial a todo el mundo antiguo como el contrato
de trabajo al contemporáneo, y ni siquiera será condenada
siglos después por el Nuevo Testamento.3
Lo consecuente con dividir el trabajo es una racionalización del
trueque, que de ser directo pasa a ser mediado o indirecto a través
del dinero. El dinero no puede confundirse con la riqueza, sigue diciendo,
porque es un instrumento de intercambio con nulo valor de uso como
descubrirá el rey Midas cuando todo cuanto toque se haga oro-,
si bien es inevitable que no sólo se convierta en medida general
del valor sino en una mercancía más, con un valor de cambio
independiente de su función de facilitar el trueque. Puesto que
para cumplir idóneamente dicha función debe adecuarse a
ciertas propiedades homogeneidad, divisibilidad, portabilidad, estabilidad
del valor-, Aristóteles apoya el oro y la plata como soporte visible,
aún reconociendo que el precio de ambos no es inmutable, siendo
relativa la estabilidad de su valor. Esto le convierte en el primer metalista
(o más concretamente bimetalista) de la historia, entendiendo por
metalismo una teoría del dinero que se contrapone a la teoría
nominalista (propuesta por Platón en su República),
donde lo decisivo es que la autoridad decrete un medio universal de pago,
como el papel moneda o cualquier símbolo análogo.
Tras analizar así los elementos del mercado en aquella época,
Aristóteles pasa a revisarlo desde el punto de vista de la justicia.
Y lo primero que encuentra de injusto es el caso muy frecuente-
de un solo vendedor o monopolio4. Los intereses de ese vendedor único
no pueden coincidir con el interés general de los compradores.
La segunda injusticia es el interés del dinero, pues otorga al
medio de cambio una capacidad para crecer simplemente pasando de unas
manos a otras. La tercera injusticia es que persista una persecución
desabrida de riquezas, más allá de los propósitos
y necesidades razonables de la vida, referida a «bienes
conflictivos», esto es, a aquellos de los cuales «cuanto más
tenga un hombre menos ha de tener otro». El estamento de los mercaderes
centrado sobre la acumulación material se contempla
con una mezcla de desconfianza y desprecio, típica no sólo
del espíritu griego sino de toda la mentalidad antigua, donde lo
comercial sigue sometido por rango a lo clerical-militar, y la esfera
del trabajo y los negocios repugna a quienes pueden cultivar el ocio.
Pueden hacerse objeciones a la explicación aristotélica
del interés dinerario, sencillamente distinguiendo entre préstamos
al consumo y préstamos al comercio, ya que en estos últimos
no habrá un crecimiento por así decir mágico del
dinero sino una operación compleja, orientada al beneficio de varios.
Pero los conceptos que Aristóteles acuña teoría
del valor, teoría del dinero, sociología crítica
del mercado- están incorporados al salto que el pensamiento económico
realiza a finales del siglo XVIII. Los primeros cinco capítulos
de La riqueza de las naciones de Smith no son sino desarrollos
en esa línea aristotélica de razonamiento.5
6. Queda, por último, hacer una mención a la Política,
que constituye una mezcla de trabajo inductivo y deductivo, pues Aristóteles
compiló y estudió laboriosamente un centenar largo de Constituciones
griegas. Su criterio se explicita ya al comienzo:
«Si las formas primitivas de sociedad la familia y la aldea
son naturales, lo mismo acontece con la ciudad-Estado (polis),
porque es su realización final, y la naturaleza de una cosa es
su finalidad. Llamamos naturaleza (physis) a lo que es cada cosa
cuando se encuentra plenamente desarrollada. Es en consecuencia evidente
que la ciudad-Estado constituye una creación de la naturaleza,
y que el hombre es por naturaleza un animal político».
En contraste con la escisión que la sofística había
establecido entre lo convencional y lo natural, el Estado no es una restricción
artificiosa de la libertad, sino un medio para conquistarla. En contraste
con la República de Platón, piensa que el sistema
político debe adaptarse a la mentalidad y necesidades de los diversos
pueblos, y que del dogmatismo sólo se siguen males. El principio
platónico de que «cuanto mayor sea la unidad de la polis
mejor funcionará» prescinde de lo fundamental: que cualquier
comunidad política se asienta sobre una pluralidad de diferencias.
En este campo, como en el ético, el macedonio Aristóteles
resulta mucho más helénico que el ateniense Platón.
Rechaza que la ética pueda imponerse a golpes de decreto, como
pretendía éste, y entiende que nada dotado de valor en sí
como la familia, la propiedad privada o la libertad de pensamiento
deba sacrificarse a utopías. Una comunidad política verdaderamente
racional surge para asegurar la posesión imperturbada de todo cuanto
sea un bien, y no lesione los legítimos derechos de otros. Si no
hubiese propiedad privada, por ejemplo, liquidaríamos la generosidad.
6.1. Para Aristóteles la forma ideal de gobierno es el poder de
uno solo (monarquía), mientras se cumplan dos condiciones:
que el soberano persiga el bienestar de los súbditos en vez del
suyo propio, y que sea indiscutiblemente superior a todos los demás
en excelencia ética. Dado que esto resulta en extremo improbable
e imposible para un linaje hereditario la monarquía
sólo es el mejor gobierno en términos «ideales».
De ahí también que su corrupción la tiranía
sea el más odioso de los regímenes políticos, y el
más usual al mismo tiempo.
La aristocracia, que constituye el gobierno de los mejores (aristoi),
es la segunda forma más perfecta en términos ideales, aunque
está expuesta a la misma patología práctica que el
régimen monárquico en este caso, a la oligarquía,
donde los supuestos «mejores» no son tales ni persiguen el
bienestar general.
Al gobierno de todos los ciudadanos, basado en el respeto a una Constitución
votada por todos y pensada para todos, lo llama Aristóteles politeia,
que podríamos traducir por república y hasta
«ciudadanía». En términos ideales, la politeia
constituye la menos perfecta entre las formas de gobierno, porque la virtud
no se distribuye ni mucho menos por igual entre todos los hombres, y aquí
es imprescindible además el concurso constante de muchos. Pero
en términos reales tiende a ser la mejor, la menos propensa a abusos.
A la corrupción de la politeia la llama Aristóteles
demokratia («demagogia»), donde el pueblo se ve arrastrado
por tribunos irresponsables, deroga la autoridad de los magistrados y
erige en gobernantes a los más criminales. Sin embargo, de las
tres patologías inherentes a las distintas formas de gobierno tiranía,
oligarquía y demagogia la tercera es la menos grave.
Lo más horrendo en términos políticos es «una
polis de amos y esclavos, los unos despreciando y los otros envidiando».
Dichosa será entonces la comunidad que reduzca al mínimo
estos extremos, y disponga de la máxima proporción de clases
medias. En efecto, sólo esta clase está asegurada frente
a una posible alianza de las otras dos, pues tanto los ricos como los
pobres preferirán siempre confiar en el «centro» antes
que unos en otros. Dado que por justicia distributiva siempre habrá
favorecidos y desfavorecidos, las clases medias aseguran un equilibrio
político. Este equilibrio evita la consolidación del «estado
de ánimo revolucionario» que se caracteriza por dos extremismos:
a) el demagógico de pensar que porque todos los ciudadanos son
igualmente libres deben ser absolutamente iguales; b) el oligárquico
de pensar que porque los ciudadanos son desiguales en riqueza deben ser
absoluta y definitivamente desiguales.
6.2. En Aristóteles vemos el principio de lo individual penetrando
todo, desde la ontología a la ética y la política.
En Platón es lo universal aquello que informa todo, empezando por
la ontología y desembocando en su severa República.
Pero hemos visto también que en Aristóteles el individuo
descubre dentro de sí lo común, y que su realismo no pretende
ignorar lo ideal, sino individuarlo y adaptarlo a cada necesidad.
Tras analizar las formas de gobierno, Aristóteles advierte que
las Constituciones se distinguen ante todo «por su respeto o falta
de respeto a la ley», y que lo esencial no es por tanto que gobiernen
uno o muchos, sino que impere o no la arbitrariedad. Una legislación
que vulnere el derecho natural, y una legislación sembrada de privilegios
o excepciones a ella misma, desprecian a la ley y atentan contra la libertad
concreta o responsable del ciudadano, que debe estar cierto siempre de
lo permitido y prohibido, y de que ningún legislador confundirá
la justicia con su personal capricho. A pesar de ser por nacimiento un
bárbaro, vinculado estrechamente a la realeza macedónica,
Aristóteles prefiere la vida política de la Ciudad-Estado
al Imperio construido por su pupilo Alejandro.
Por otra parte, nos equivocaríamos considerando que la Política
sigue la línea moderna del «Estado mínimo, porque
aquí como en lo demás de su obra Platón
está profundamente corregido pero no ausente. Además de
la seguridad ante agresores exteriores e internos, y de cierta estructura
administrativa que asegure el intercambio de bienes y algunos servicios
públicos, el Estado constituye para él una entidad fundamentalmente
ética, legitimada en última instancia sólo por conseguir
una formación de las generaciones jóvenes en la virtud,
por estimular la bondad en general y por promover lo racional en el conjunto
de sus miembros.