PREFACIO - TEMA VIII - TEMA IX - TEMA X

 

TEMA IX. LA PLENITUD DEL SABER ANTIGUO (II)

ESQUEMA-RESUMEN

1. METAFÍSICA
1.1. Materia y forma.
1.2. Principio formal y principio causal.
1.3. Lo divino.

2. FÍSICA
2.1. El dominio físico.

3. PSICOLOGÍA
3.1. El entendimiento humano.
3.2. Las etapas del conocimiento.

4. ÉTICA
4.1. El placer y la felicidad.
4.2. La justicia y el derecho.

5. SOCIOLOGÍA ECONÓMICA

6. POLÍTICA
5.1. Las formas de gobierno.
5.2. El espíritu de la Política.

Por una curiosa ironía del destino, el heterogéneo conjunto de textos que Aristóteles llamaba «filosofía primera» fue situado en el Corpus después de la Física (metá tá physiká), y llamado en lo sucesivo de acuerdo con esa arbitraria posición. De hecho, el libro segundo de la obra se centra en probar que la «filosofía primera» debe partir del concepto de physis, y el conjunto de todos ellos tiene como tema recurrente salir al paso de lo que su autor consideraba una reclusión en lo abstracto y supramundano, ejemplificado paradigmáticamente por «metafísicas» como el pitagorismo platónico.

Despejado dicho equívoco, procede examinar muy por encima el contenido de la obra que puede considerarse más influyente en la historia de la filosofía. Desde Aristóteles –no antes de él- cualquier saber científico (episteme) es un conjunto de instrumentos analíticos relacionados entre sí, que también podemos llamar sistema de conceptos propiamente dichos, cuyo objeto es alguna zona de lo real concebida como totalidad. Esto puede decirse igual de la lógica que de la zoología comparada, la lingüística o el derecho político.

Sin embargo, la existencia de ciencias específicas invita a considerar un saber cuyo objeto no sea un distrito, sino la totalidad de lo real. Ese saber ya no será entonces una teoría o ciencia, sino una teoría de la ciencia, ocupada en investigar «los primeros principios y las últimas causas». Esto es la filosofía primera o Metafísica, cuyo núcleo resulta ser una investigación sobre la substancia


1. Substancia, ousía, constituye un abstracto del participio ousas del verbo «ser» en griego, que significa literalmente «entidad». La entidad, dice Aristóteles, es aquello que no constituye predicado de otra cosa ni propiedad accidental suya, sino fundamento o soporte (sujeto, hypokeímenon) de categorías. No constituir el predicado de otra cosa implica «existir por sí» (kath’ autó), mientras lo demás sólo existe por transferencia o asimilación (kath’ analogian). Resulta entonces que sólo son substancias en sentido propio las cosas particulares, los individuos. La existencia de estos individuos (hormiga, planeta, hombre, etc.) es la única basada en una actividad de autoconstitución real, la única absoluta.

De aquí proviene la crítica al platonismo. «Toda obra práctica y toda creación (poiesis) se refieren a lo individual». El caballo concreto no puede surgir por arte de magia desde el género «caballo” y es mucho más prudente concebir lo segundo como abstracción de lo primero que lo primero como producto de lo segundo. Las ideas son esencias estáticas y no principios de acción, y por eso no constituyen en realidad algo uno fuera de lo múltiple sino algo uno a partir de lo múltiple.

Pero el concepto especulativo exige superar lo unilateral de Platón sin caer en una nueva unilateralidad. Como «substrato (hypokeímenon) real y determinado», dice Aristóteles, la substancia tiene cuatro lados: el individuo, el género, la materia y la forma. El sujeto singular constituye la substancia «primera», definida como «totalidad concreta»; le corresponde ser un uno absolutamente definido y separado de lo demás, «no ya carne y hueso sino cierto tipo concreto de carne y hueso». Los géneros o universales son también substancias, pero «segundas» o «por analogía», porque necesitan la plataforma o el apoyo de sus miembros particulares, sin el cual no llegarían a surgir.

1.1. El tercer lado en el concepto de substancia es lo que ella tiene de ser en «potencia» (dynamis), capaz de asumir cualesquiera mutaciones sin cambiar de naturaleza. Tan pronto como concibamos así la entidad, las substancias primeras y segundas quedarán reducidas a simples fenómenos o apariencias de algo ilimitado. A esto que es plasticidad infinita y puro fundamento lo bautiza Aristóteles como hylé, «materia»1. La materia nombra aquello que no deviene por sí cosa determinada y persiste como lo determinable; su propiedad principal reside en ser siempre relativa: la arcilla es la materia de los ladrillos, que son la materia del albañil y así sucesivamente, hasta llegar a esta o aquella casa, por ejemplo.

Puesto que lo determinable o pasivo no contiene la acción de definirse, representa una substancia sin substancia. Se trata de saber por qué una materia es tal o cual cosa, y es esto —la «forma» (morphé, eidos)— define el cuarto lado de su concepto, aquello que constituye el verdadero ser de la substancia como «principio de unión» entre los tres previos, comparable al «vaso que recibe vino distinto cada día».

Aristóteles ha afirmado así lo que la metafísica pitagórica (Parménides y Platón sobre todo) negaba, pero sin dejar de recoger lo que ésta afirmaba. Por una parte, el ser o la entidad se encuentra en lo que es, en los individuos particulares. Por otra, lo verdadero en sí es la forma, que como determinación constituye siempre un género y, en cuanto género, un universal. En consecuencia, los individuos no son ni materia primordial informe (ápeiron), ni pura forma abstraída de su materia, como por ejemplo la Lógica. Las substancias particulares son precisamente compuestos o sín-tesis de ambas cosas, doctrina que se conoce como hilemorfismo. Con sólidas razones, Aristóteles considera incongruente atribuir mayor realidad a una forma abstracta que al compuesto de materia y forma.

1.2. La forma adquiere realidad allí donde no se agota en el universal abstracto ni en el aspecto sensible. Que no se agote en ello significa tomarla como «meta del devenir», que sólo difiere del eidos platónico por hallarse dentro de las cosas o ser «inmanente».

Así concebida, la forma aristotélica corresponde a lo que hoy llamaríamos información en un sistema: aquella estructura que se mantiene vigente mientras una materia va renovándose. El «principio formal» de una célula viva, por ejemplo, es aquel orden específico que produce su definición, el programa genético allí operante. En consecuencia, la forma no es sólo una esencia ideal sino algo interior, que organiza a los seres con vistas a alguna actividad precisa, y en esa medida es «causa» (aitía), otro concepto que nace de Aristóteles.

El proceso causal es una alteración comprendida como unidad de antecedentes y consecuentes. El análisis de este concepto ofrece cuatro tipos o modos:

«Causa primera llamamos a la substancia y a la esencia necesaria, pues el por qué se reduce en última instancia a la razón (logos). La segunda causa es la materia o fundamento. La tercera es la causa eficiente, esto es, el principio del movimiento. La cuarta es la causa opuesta a esta última, el objetivo que es el fin de cada generación y de cada devenir».

Como el propio Aristóteles se ocupa de precisar, los jonios admitieron la causa material y la eficiente, Platón la formal, y la final fue barruntada por Anaxágoras. Pero ninguno percibió unitariamente la totalidad que representan. Una vez más, el Estagirita reelabora de modo original el pensamiento anterior a él, y lega un concepto –el de las cuatro causas- que la posteridad sigue aceptando sin el más mínimo retoque. No es posible retocar una noción impecable.


1.3. En materia teológica, la Metafísica recomienda atender a una remota tradición superviviente a través de mitos, según la cual

«las substancias primeras son dioses, y lo divino abraza a la naturaleza entera. Todo lo demás ha sido añadido más tarde, para persuadir a la gente y para servir a las leyes y al interés común».

Sin embargo, esas substancias primeras observan una gradación en su theos o divinidad, de acuerdo con la proporción de materia y forma en ellas vigente. Si bien no hay —«en acto» o «actualmente»— una materia desprovista por completo de forma (un perfecto ápeiron o «caos»), sí hay una forma sin materia o con un mínimo de materia, que constituye para Aristóteles la substancia más «noble» y evidente a la vez. Esta forma sin materia es la inteligencia (nous), que atraviesa el mundo de parte a parte. Las cosas llevan la inteligencia dentro, pero su sutileza hace imposible retenerla en envoltura material alguna.

Pura información, inteligencia pensándose en lo inteligible o, más simplemente bios theoretikós («vida contemplativa»), el pensamiento mueve del modo más perfecto, desde el interior de las cosas, «como mueve el objeto amado». Aristóteles despersonaliza por completo esa substancia, que es algo hecho de éter, la substancia fluida e ingrávida propuesta por el tratado Sobre el cielo como «quinto elemento» (quintaesencia) del universo. Al igual que el nous de Anaxágoras, no es un creador sino un foco de discernimiento que precisa y delimita.

El propio concepto de causa postula una causa incausada, y sobre este principio la teología cristiana articulará su principal argumento favorable a la existencia de Dios. Como todo lo movido postula un motor, movido a su vez por otro y otro, ha de haber al término un motor inmóvil, cuya propia sutileza infinita penetra y vivifica al resto de la physis. Sin embargo, para Aristóteles esta substancia intelectual carece de influencia subjetiva en el curso de las cosas. Es concepto, no voluntad. Sencillamente «informa», como coronamiento de un universo real que se autorregula, y que en su autarquía (en su «ser por sí») constituye una finalidad inconsciente y espontánea.


2. Tras comentar algunos puntos de la Metafísica, corresponde hacer lo equivalente con la Física, un tratado de inmensa influencia posterior.
Dimensión de las formas materializadas, la physis constituye un «innato impulso al movimiento». Siempre hubo y siempre habrá movimiento. Se trata de saber qué significa en general esta condición del mundo, y la célebre respuesta aristotélica dice: el movimiento constituye una realización de lo movido, «el acto de lo que es en potencia». Traducimos por acto el término enérgeia, que constituye un compuesto de en (cuyo significado es «en») y ergon («obra», «operación»). Potencia traduce dynamis. Pero si el movimiento es cumplimiento podemos preguntar ¿de qué? Es aquí donde aparece la idea evolutiva con toda claridad:

«De modo general, es visible que lo engendrado es imperfecto y se encamina hacia su principio; por consiguiente, lo último según la generación ha de ser lo primero según la naturaleza (physis)».

Hay un movimiento —el circular— que es idéntico al reposo, por ser continuo y eterno. Lo que así se mueve reposa cambiando, como dice un fragmento de Heráclito, y sólo el pensamiento objetivo (nous) tiene este estatuto de motor inmóvil. Cualquier otro movimiento es o bien natural o bien forzado, y en ambos casos se observa una mediación de la materia por la forma y de la forma por la materia. La potencia «aspira» al acto, tal como la materia «espera» a la forma, pero la interpenetración de una por otra sólo se realiza con esfuerzo (la «obra» que es el erg de energía). Debido a la resistencia de la materia a aceptar la forma, el cosmos sólo puede elevarse despacio y gradualmente desde las existencias inferiores a las superiores.

Dicho esfuerzo lento es finalista sin serlo subjetivamente, prefigurando el mecanismo de selección natural propuesto dos milenios más tarde por Darwin. Por ejemplo, en sus Physicae Auscultationes (II,8), Aristóteles observa que nuestros dientes no son adecuados para masticar porque los haya creado esa finalidad, sino porque los individuos casualmente dotados de una dentadura útil tuvieron más probabilidades de sobrevivir.

La existencia se concibe como una escala. Al comienzo está lo inanimado, que no mueve y es movido mecánicamente. Siguen los seres vivos, que son movidos por impulso interno y externo, y que mueven a otros (animados o inanimados). Luego vienen los humanos, que por su mayor componente etéreo son más afines al movimiento circular, y están menos expuestos a la pasividad del animal. Vienen a continuación (en realidad, Aristóteles lo considera «sólo probable») las inteligencias planetarias, porque los cuerpos celestes son seres vivos cuyo movimiento de revolución tiene un componente de «reposo» mucho mayor. En último término se halla el nous mismo, que los escolásticos llamarán “intelecto agente”.

2.1. En un universo increado, sostenido por una pluralidad de substancias, acontece un cambio eterno de naturaleza evolutiva: lo pasivo va siendo activado, la materia va siendo informada. En otros términos, lo real va haciéndose lentamente más definido. La realización del fin objetivo (telos) es la actividad de de-fin-ir o ir hacia el propio fundamento, y por eso telos significa primariamente «límite». El mundo físico —y los otros mundos son meras abstracciones— puede concebirse como juego de causas eficientes, pero por debajo de lo eficiente hay una finalidad vinculada a la vida, que es una consumación de lo posible y equivale para cada viviente al «proyecto» de ponerse en sus límites.

No hay en consecuencia ningún cuerpo infinito. Hay un infinito por suma (como el del número) y un infinito por división (como el del espacio); el tiempo, por ejemplo, es infinito en ambos sentidos. Pero la infinitud corpórea ha de entenderse como lo contrario de algo actual. Es un infinito que se alcanza sucesivamente, en su ir haciéndose, y que en cada instante posee dimensiones finitas.

Espacio y tiempo son categorías relativas, predicados de otra cosa, y no marcos absolutos preexistentes con respecto al mundo. El espacio se define como «límite de lo envolvente», y el tiempo como «número del movimiento». Esta relatividad de ambos guiará la solución aristotélica a las aporías de Zenón.
Como no podemos entrar en el detalle analítico de la Física, insistamos en el rasgo más radical de su perspectiva, que es el principio evolutivo. El principio inverso, o emanativo, presenta el curso del mundo sujeto a un proceso de lenta degradación: la plenitud se halla siempre al comienzo, y el devenir ulterior constituye un tránsito de más a menos. Cualquier historia –natural o cultural- refleja una progresiva pérdida (de energía, pureza, perfección, etc.), que trata de paliarse con culto al pasado y representaciones de eterno retorno. Donde reina el principio emanativo las costumbres encarnan lo sagrado, al igual que cualquier cambio encarna lo impío, pues la innovación aleja del origen y conlleva degradación.

Lo que va implícito en la realidad como physis es un tránsito de menos a más, del embrión al organismo maduro, de los estadios inferiores a los superiores. Esto es consustancial al dominio físico como dimensión de lo autoconstituído, que también podemos llamar de lo abierto, donde cada viviente se busca de modo activo, formando y reformando su singular existencia. Aristóteles, como acabamos de ver, encuentra la formulación más radical de semejante criterio con su teoría del movimiento como paso de la potencia al acto, de la posibilidad a la realidad. Semejante optimismo –del que sólo se excluyen los pitagóricos y Platón, sujetos al influjo del pesimismo brahmánico- será en lo sucesivo una divisa de Occidente, una civilización que no sólo se sabe histórica o expuesta al azar de los cambios, sino que se quiere histórica porque confía en la innovación y el hallazgo, a despecho de todos sus innegables riesgos.


3. Aunque la psicología aparezca diseminada en muchas partes del Corpus aristotélico, lo esencial se encuentra en el tratado Peri psyché, normalmente citado como De anima.
El alma es lo físico mismo que informa cada materia. La definición que se repite por dos veces en Sobre el alma la presenta como «primer ponerse en límites de un cuerpo que tiene la vida en potencia». El cuerpo no constituye una tumba que entierra a un alma inmortal, sino un órgano o instrumento —neutro en sí— cuya operación de «funcionar» es el alma. Lo «orgánico» —concepto también nacido con Aristóteles— tiene por «acto» o cumplimiento la animación. De este modo, el alma es al cuerpo lo que la visión es al ojo: no tanto la capacidad (dynamis) de ver como la realización (enérgeia) práctica de esa capacidad.

Pero la actividad teleológica de la naturaleza, como vimos, arrancaba de una resistencia o indiferencia de la materia ante el principio de la forma, manifiesta en hechos como la penuria, la mala casualidad (productora de engendros deformes) o la simple proliferación desordenada de seres. De no existir esa resistencia, la definición sería tan sólo actividad eficiente, recibida de modo inmediato por los individuos, y no algo mediado en sí como la finalidad, que se cumple de modo lento y con altibajos, mediando esfuerzo (ponos). Por otra parte, sólo debido a tal resistencia hay este mundo físico, enriquecido hasta lo infinito en el detalle. Aunque el alma sea la perfección de un cuerpo, no penetra todo en el mismo grado y presenta niveles distintos de absorción. Resulta de ello que la «psicología» es en realidad una teoría de la vida como estructura para algún funcionamiento. Recogiendo la doctrina platónica de las tres almas, pero reelaborándola por completo, Aristóteles contempla tres tipos que son, a la vez, los momentos esenciales en la escala evolutiva de la vida:

a) El alma vegetativa, volcada sobre el puro subsistir y reducida, por lo mismo, a nutrición y reproducción. Es el alma más general, sobre la que se apoya cualquier viviente corruptible, y también el grado mínimo de animación en un «organismo».

b) El alma sensible, donde la definición ha llegado hasta un sí mismo que unifica el sistema orgánico y se mueve; el movimiento tiene como condición el sentido, porque sin él la locomoción sería algo vano y contrario a supervivencia.

c) El alma pensante, donde la capacidad de sentir se ha transformado en capacidad de juzgar sobre el sentido, y penetra mucho más profundamente en la definición de su materia.


3.1. El sentir actual es la sensación (aisthesis), y constituye lo pasivo en el proceso del conocimiento. Las impresiones sensibles se padecen o sufren, aunque hay en ellas algo peculiar que consiste en padecerse «sin la hylé». La sensación, dice el conocido ejemplo aristotélico, «recibe la forma como recibe la cera el sello del anillo, sin el oro ni el hierro». Esto significa que lo sentido es precisamente la determinación (blanco, suave, caliente, redondo, etc.), en vez de la cosa determinada (nube, terciopelo, sol, pelota, etc.).

Aristóteles distingue la sensibilidad de la imaginación (phantasía), que constituye un desarrollo del «sentido común» —término también suyo—, y puede ser veraz o falaz, en contraste con los datos de cada sentido, que son siempre veraces. Gracias a la imaginación esos datos se convierten en memoria, que prolonga su presencia más allá del tiempo de la percepción real y elabora las imágenes (phantasmata) como compendio de percepciones parciales.

El alma pensante participa ya del nous propiamente dicho. Aristóteles distingue un nous en potencia, que simplemente asimila todo, conocido desde el medioevo como «intelecto paciente», y un nous activo o «agente», que informa todo, permaneciendo «separado e impasible». El intelecto paciente nace y muere con el hombre, mientras el agente no conoce la suspensión y es «siempre».


3.2. Cómo podría estar en nosotros el intelecto agente es cosa que desde los primeros comentaristas de Aristóteles suscitó elucubraciones y polémicas. Tratemos nosotros de atender a la explicación más sencilla.

Inicialmente el conocimiento es mera impresión de algo otro, una sensibilidad pasiva que recibe de fuera las formas.

En segundo lugar el conocimiento es elaboración interna, «fantasía», que no se mueve ya contra el fondo de algo otro sino dentro de recuerdos, imágenes y categorías construidas por combinación a partir de un «sentido común» ya no enteramente pasivo.

Por último, el conocimiento intelectual distingue realidad e irrealidad, comprendiendo que la imaginación se deja ofuscar fácilmente. Pero al mismo tiempo que descubre la profunda veracidad de los sentidos, y la articulación lógica de la fantasía, descubre que lo otro en general —aquello que la sensibilidad «padece» como masa de presencias extrañas a ella— no es ajeno al pensamiento ni realmente otro. Al contrario, el supuesto otro —ahora cosmos físico— aparece penetrado de una parte a otra por el pensamiento. El hombre puede pensar este pensamiento, y justamente en esa medida «participa» del intelecto agente.

El concepto del conocimiento comprende así: a) la tesis de una sensibilidad (fidedigna, pero pasiva y de corto alcance); b) la antítesis de una fantasía (activa y amplia, pero quizá infundada); c) la síntesis del saber objetivo (epistéme), donde los extremos previos anulan su unilateralidad sin perder lo que tienen de necesario o verdadero.

El alma humana muere con su cuerpo, porque no es cosa distinta de su puro y simple funcionamiento. Mientras vive, sin embargo, está en su capacidad (como «intelecto paciente») elevarse a una contemplación de lo rector en el mundo, que resulta ser pensamiento y vida en sí. Todo cuanto llegue a saber realmente de ese bios theoretikós será tan inmortal como ello mismo.

 

4. En vez de añorar un más allá, la ética debe derivarse de la realidad vivida, tratando de adaptar las partes irracionales del alma a su elemento racional. No se trata de abolirlas —como proponen los primeros estoicos— sino de impregnar esas pasiones naturales de inteligencia.

Coherente con lo demás de su filosofía, la ética de Aristóteles se plantea como una aplicación a la voluntad de los principios descubiertos por la investigación de las cosas. De ahí —en conexión con la Física— que la virtud aparezca en cada hombre como la actualización de lo que él es en potencia, y de ahí también —en conexión con la Lógica— la doctrina del término medio, ahora «justo medio». Unas actitudes pecan por exceso, otras por defecto, mientras la excelencia moral consiste en seguir la mediación. Por ejemplo, el coraje (no la cobardía ni la temeridad), la generosidad (no la avaricia ni la prodigalidad), la mansedumbre (no el carácter tempestuoso ni la ausencia de emoción), el respeto hacia uno mismo (no la vanidad ni el autodesprecio), la templanza (no el desenfreno ni la mortificación ascética).


4.1. El dolor constituye un mal, mientras el placer es algo satisfactorio en todos sus momentos, al igual que la actividad de percibir y pensar. Puede decirse que el placer intensifica la actividad (enérgeia), porque no es sino «el resultado natural de consumar alguna acción». Sin embargo, la meta suprema de nuestro obrar no es tanto el placer (hedoné) como la dicha o felicidad, la eudaimonía o buen daimon, en el sentido de contento y bien-estar. El placer depende de la actividad de la cual surge, mientras la felicidad constituye un principio autónomo; es deseada por sí misma, y si el placer se vincula al éxito en algún obrar la felicidad se vincula únicamente con la belleza. De ahí que una ética bien entendida sea siempre una estética.

Consumando la enseñanza socrática, Aristóteles considera que el obrar racional (la virtud) no puede ser algo hecho con vistas a premios extrínsecos, en esta o en otra vida, sino que ha de ser él mismo su recompensa y su sentido. De ahí que el obrar virtuoso o feliz sea imposible sin madurez vital; los niños, incapaces de llevar a cabo ninguna actividad perfecta, no logran ser felices en sentido propio y requieren sin cesar entretenimiento para calmar su desasosiego básico.

«La cosa más necesaria para la vida» es la amistad, a la que se dedican dos libros enteros de la Etica a Nicómaco, llenos de agudas y sutiles observaciones2. La amistad se basa en el respeto y aprecio que el hombre bueno siente hacia sí mismo, y su último fundamento es que amar supera en satisfacción a ser amado. Si el análisis de la felicidad se basaba en algo semejante a un sano egoísmo, el de la amistad exhibe el aspecto complementario de un sano altruismo. El propósito de Aristóteles es mostrar que el egoísmo del hombre bueno tiene los mismos rasgos que el altruismo.


4.2. Lo equivalente a la virtud para la ética es la justicia para el derecho. En este terreno hay ya premios y castigos externos, y a la justicia se encomienda repartirlos. La justicia distributiva –cuyo principio es “a cada cual según sus méritos”- preside la adjudicación de bienes entre ciudadanos, y como debe ser generosa se rige por la proporción geométrica. La justicia conmutativa o «remediadora», cuyo principio es castigar sabiamente el mal causado, debe ser restrictiva y se rige por la proporción aritmética.

Aristóteles divide el derecho en general y privado (familiar y doméstico). Por su parte, el derecho general es derecho positivo (ley escrita o consuetudinaria de cada grupo político, con amplias variaciones según los pueblos) y derecho natural, que no varía de lugar a lugar y no requiere la sanción de leyes convencionales. A pesar de su universalidad el derecho natural es insuficiente para las necesidades prácticas, y para reflejar la particularidad de cada comunidad política. Surge entonces el sistema de leyes positivas o convencionales, que al adquirir el nivel de lo generalmente necesario para todos en todos los casos cumple el fin de la comunidad. Sin embargo, al universalizarse algo en cierta medida particular se hace preciso que el derecho natural reaparezca y corrija aquello que en el precepto positivo puede haber de inadecuado al caso concreto. A esto lo llama Aristóteles equidad, apoyándolo en que «la justicia es algo puramente humano», y debe servir al hombre en vez de someterle a leyes convencionales que serían además intocables, incurriendo en opresión para los ciudadanos.

 

5. Aunque no se haya destacado tanto como otras de sus aportaciones al conocimiento, parte de la Ética a Nicómaco y parte de la Política se dedican a un análisis del hecho económico que no puede pasarse por alto. El más imperecedero hallazgo aquí es la distinción entre valor de uso y valor de cambio, un concepto que funda la economía como ciencia. En efecto, ciertas cosas absolutamente imprescindibles –como el aire- son gratuitas, mientras otras absolutamente prescindibles –como los rubíes- valen fortunas. La diferencia proviene sin duda de la escasez ligada a cada bien. Pero Aristóteles no sólo hace ese análisis del valor en general, y observa que el de cambio depende del de uso por fuerza, pues las transmisiones de bienes buscan en definitiva mejorar la calidad de vida, y sólo el valor de uso responde de modo inmediato a ese fin. Otra cosa es que la vida “acomodada” dependa de esta nueva mediación –conseguir suficientes bienes con alto valor de cambio- para poder establecerse de modo efectivo y duradero. Dicho proceso es un reflejo más del ser humano como animal social (zoon politikón), incapaz de subsistir aislado, que debe trocar constantemente unos bienes y servicios por otros bienes y servicios.

La primera mediación social de esa necesidad permanente es la división del trabajo, orientada en principio a multiplicar su productividad aunque entorpecida de raíz a tales efectos por la existencia de esclavos y otros siervos involuntarios, que no se especializan en tales o cuales tareas para aumentar su rendimiento o aptitud. Aún admitiendo que la esclavitud es a menudo “antinatural” e “injusta”, Aristóteles no condena la institución en sí, evidentemente porque era tan consustancial a todo el mundo antiguo como el contrato de trabajo al contemporáneo, y ni siquiera será condenada siglos después por el Nuevo Testamento.3 Lo consecuente con dividir el trabajo es una racionalización del trueque, que de ser directo pasa a ser mediado o indirecto a través del dinero. El dinero no puede confundirse con la riqueza, sigue diciendo, porque es un instrumento de intercambio con nulo valor de uso –como descubrirá el rey Midas cuando todo cuanto toque se haga oro-, si bien es inevitable que no sólo se convierta en medida general del valor sino en una mercancía más, con un valor de cambio independiente de su función de facilitar el trueque. Puesto que para cumplir idóneamente dicha función debe adecuarse a ciertas propiedades –homogeneidad, divisibilidad, portabilidad, estabilidad del valor-, Aristóteles apoya el oro y la plata como soporte visible, aún reconociendo que el precio de ambos no es inmutable, siendo relativa la estabilidad de su valor. Esto le convierte en el primer metalista (o más concretamente bimetalista) de la historia, entendiendo por metalismo una teoría del dinero que se contrapone a la teoría nominalista (propuesta por Platón en su República), donde lo decisivo es que la autoridad decrete un medio universal de pago, como el papel moneda o cualquier símbolo análogo.

Tras analizar así los elementos del mercado en aquella época, Aristóteles pasa a revisarlo desde el punto de vista de la justicia. Y lo primero que encuentra de injusto es el caso –muy frecuente- de un solo vendedor o monopolio4. Los intereses de ese vendedor único no pueden coincidir con el interés general de los compradores. La segunda injusticia es el interés del dinero, pues otorga al medio de cambio una capacidad para crecer simplemente pasando de unas manos a otras. La tercera injusticia es que persista una persecución desabrida de riquezas, más allá de los propósitos y “necesidades razonables” de la vida, referida a «bienes conflictivos», esto es, a aquellos de los cuales «cuanto más tenga un hombre menos ha de tener otro». El estamento de los mercaderes —centrado sobre la acumulación material— se contempla con una mezcla de desconfianza y desprecio, típica no sólo del espíritu griego sino de toda la mentalidad antigua, donde lo comercial sigue sometido por rango a lo clerical-militar, y la esfera del trabajo y los negocios repugna a quienes pueden cultivar el ocio.

Pueden hacerse objeciones a la explicación aristotélica del interés dinerario, sencillamente distinguiendo entre préstamos al consumo y préstamos al comercio, ya que en estos últimos no habrá un crecimiento por así decir mágico del dinero sino una operación compleja, orientada al beneficio de varios. Pero los conceptos que Aristóteles acuña –teoría del valor, teoría del dinero, sociología crítica del mercado- están incorporados al salto que el pensamiento económico realiza a finales del siglo XVIII. “Los primeros cinco capítulos de La riqueza de las naciones de Smith no son sino desarrollos en esa línea aristotélica de razonamiento”.5

 

6. Queda, por último, hacer una mención a la Política, que constituye una mezcla de trabajo inductivo y deductivo, pues Aristóteles compiló y estudió laboriosamente un centenar largo de Constituciones griegas. Su criterio se explicita ya al comienzo:

«Si las formas primitivas de sociedad —la familia y la aldea— son naturales, lo mismo acontece con la ciudad-Estado (polis), porque es su realización final, y la naturaleza de una cosa es su finalidad. Llamamos naturaleza (physis) a lo que es cada cosa cuando se encuentra plenamente desarrollada. Es en consecuencia evidente que la ciudad-Estado constituye una creación de la naturaleza, y que el hombre es por naturaleza un animal político».

En contraste con la escisión que la sofística había establecido entre lo convencional y lo natural, el Estado no es una restricción artificiosa de la libertad, sino un medio para conquistarla. En contraste con la República de Platón, piensa que el sistema político debe adaptarse a la mentalidad y necesidades de los diversos pueblos, y que del dogmatismo sólo se siguen males. El principio platónico de que «cuanto mayor sea la unidad de la polis mejor funcionará» prescinde de lo fundamental: que cualquier comunidad política se asienta sobre una pluralidad de diferencias. En este campo, como en el ético, el macedonio Aristóteles resulta mucho más helénico que el ateniense Platón. Rechaza que la ética pueda imponerse a golpes de decreto, como pretendía éste, y entiende que nada dotado de valor en sí —como la familia, la propiedad privada o la libertad de pensamiento— deba sacrificarse a utopías. Una comunidad política verdaderamente racional surge para asegurar la posesión imperturbada de todo cuanto sea un bien, y no lesione los legítimos derechos de otros. Si no hubiese propiedad privada, por ejemplo, liquidaríamos la generosidad.


6.1. Para Aristóteles la forma ideal de gobierno es el poder de uno solo (monarquía), mientras se cumplan dos condiciones: que el soberano persiga el bienestar de los súbditos en vez del suyo propio, y que sea indiscutiblemente superior a todos los demás en excelencia ética. Dado que esto resulta en extremo improbable —e imposible para un linaje hereditario— la monarquía sólo es el mejor gobierno en términos «ideales». De ahí también que su corrupción —la tiranía— sea el más odioso de los regímenes políticos, y el más usual al mismo tiempo.

La aristocracia, que constituye el gobierno de los mejores (aristoi), es la segunda forma más perfecta en términos ideales, aunque está expuesta a la misma patología práctica que el régimen monárquico —en este caso, a la oligarquía—, donde los supuestos «mejores» no son tales ni persiguen el bienestar general.

Al gobierno de todos los ciudadanos, basado en el respeto a una Constitución votada por todos y pensada para todos, lo llama Aristóteles politeia, que podríamos traducir por “república” y hasta «ciudadanía». En términos ideales, la politeia constituye la menos perfecta entre las formas de gobierno, porque la virtud no se distribuye ni mucho menos por igual entre todos los hombres, y aquí es imprescindible además el concurso constante de muchos. Pero en términos reales tiende a ser la mejor, la menos propensa a abusos. A la corrupción de la politeia la llama Aristóteles demokratia («demagogia»), donde el pueblo se ve arrastrado por tribunos irresponsables, deroga la autoridad de los magistrados y erige en gobernantes a los más criminales. Sin embargo, de las tres patologías inherentes a las distintas formas de gobierno —tiranía, oligarquía y demagogia— la tercera es la menos grave.

Lo más horrendo en términos políticos es «una polis de amos y esclavos, los unos despreciando y los otros envidiando». Dichosa será entonces la comunidad que reduzca al mínimo estos extremos, y disponga de la máxima proporción de clases medias. En efecto, sólo esta clase está asegurada frente a una posible alianza de las otras dos, pues tanto los ricos como los pobres preferirán siempre confiar en el «centro» antes que unos en otros. Dado que por justicia distributiva siempre habrá favorecidos y desfavorecidos, las clases medias aseguran un equilibrio político. Este equilibrio evita la consolidación del «estado de ánimo revolucionario» que se caracteriza por dos extremismos: a) el demagógico de pensar que porque todos los ciudadanos son igualmente libres deben ser absolutamente iguales; b) el oligárquico de pensar que porque los ciudadanos son desiguales en riqueza deben ser absoluta y definitivamente desiguales.


6.2. En Aristóteles vemos el principio de lo individual penetrando todo, desde la ontología a la ética y la política. En Platón es lo universal aquello que informa todo, empezando por la ontología y desembocando en su severa República. Pero hemos visto también que en Aristóteles el individuo descubre dentro de sí lo común, y que su realismo no pretende ignorar lo ideal, sino individuarlo y adaptarlo a cada necesidad.

Tras analizar las formas de gobierno, Aristóteles advierte que las Constituciones se distinguen ante todo «por su respeto o falta de respeto a la ley», y que lo esencial no es por tanto que gobiernen uno o muchos, sino que impere o no la arbitrariedad. Una legislación que vulnere el derecho natural, y una legislación sembrada de privilegios o excepciones a ella misma, desprecian a la ley y atentan contra la libertad concreta o responsable del ciudadano, que debe estar cierto siempre de lo permitido y prohibido, y de que ningún legislador confundirá la justicia con su personal capricho. A pesar de ser por nacimiento un bárbaro, vinculado estrechamente a la realeza macedónica, Aristóteles prefiere la vida política de la Ciudad-Estado al Imperio construido por su pupilo Alejandro.

Por otra parte, nos equivocaríamos considerando que la Política sigue la línea moderna del «Estado mínimo”, porque aquí —como en lo demás de su obra— Platón está profundamente corregido pero no ausente. Además de la seguridad ante agresores exteriores e internos, y de cierta estructura administrativa que asegure el intercambio de bienes y algunos servicios públicos, el Estado constituye para él una entidad fundamentalmente ética, legitimada en última instancia sólo por conseguir una formación de las generaciones jóvenes en la virtud, por estimular la bondad en general y por promover lo racional en el conjunto de sus miembros.

 

REFERENCES

1 No es un neologismo, sino un término tomado del lenguaje común que significa originalmente madera, leña, bosque. Aristóteles lo transforma en símbolo de «material» para algo, incluso «combustible».

2 Esta ética, una de las tres incluidas en el Corpus, es uno de los textos aristotélicos menos interpolados o mutilados, donde puede percibirse mejor su brillante estilo literario cuando no se limita a notas o apuntes de trabajo.

3 La Epístola de Timoteo (6,1) declara, por ejemplo, que “los esclavos deben servir fielmente a sus amos”.

4 De monos (uno) y polein (vender).

5 J.A. Schumpeter, Historia del análisis económico, Ariel, Barcelona, 1995, pág. 97.

 

BIBLIOGRAFIA

ARISTÓTELES, Obras, Aguilar, Madrid, 1967.
JAEGER, W., Aristóteles, FCE, México, 1946. Hay varias reediciones.
ROSS, W.D., Aristotle, Methuen, Londres, 1953.

 

© Antonio Escohotado
http://www.escohotado.org



Development  Network Services Presence
www.catalanhost.com