PREFACIO - TEMA IX - TEMA X - TEMA XI

 

TEMA X. ROMA Y EL CRISTIANISMO

ESQUEMA-RESUMEN

1. GRECIA Y ROMA
1.1. El espíritu romano.

2. EL OCASO FILOSÓFICO
2.1. Su correlato político: el Bajo Imperio

3. ALEJANDRIA
3.1. Los neoplatónicos.

4. EL CRISTIANISMO
4.1. Cristianismo y filosofía.
4.2. El contraste de los mundos.
4.3. La justicia social


Cuando Platón escribe sus diálogos Atenas ha caído bajo la hegemonía de Esparta, y comienza un rápido proceso de decadencia en las polis griegas. Cuando Aristóteles ha madurado su sistema está sucumbiendo la autonomía de todas ellas ante Macedonia y la impetuosa figura de Alejandro. La expansión del helenismo posterior a las conquistas de éste se asemeja ya más al canto del cisne que a una verdadera pujanza. Al mismo tiempo que el imperio de Alejandro y sus sucesores quiere cubrir todo el globo, y que la lengua griega se transforma en idioma de un vastísimo territorio, lo propiamente griego cae bajo un despotismo a lo asiático que prepara su neutralización y sustitución por el mundo romano.
El ingenio científico de Arquímedes construyendo máquinas de defensa permitirá salvar Siracusa durante veinte años; pero nada resiste duraderamente a la tenacidad de las legiones, y con Grecia entera acontece como con Siracusa. El nuevo dominador se siente atraído por el tesoro cultural del dominado, y la embajada de filósofos griegos que visita Roma a mediados del siglo II a.C. despierta rendida admiración en los sectores más cultos (no menos que las iras del censor Catón ante sujetos y criterios tan «afeminados como decadentes»), hasta el punto de que el saber y el alma “griegos” se convierten en el principal patrimonio «teórico» de los romanos. Sin embargo, la transición de una civilización a otra no deja de ser una liquidación de la primera, y la magnitud de la pérdida sólo se evaluará con claridad mucho más tarde, cuando desde el siglo XIV empiece a resurgir el conocimiento científico.

1. En sus Lecciones sobre filosofía de la historia universal dice Hegel que los griegos representaron algo como la adolescencia de la humanidad.

«El factor ético es principio como en Asia, pero ahora se trata de la moralidad concreta, que significa el libre querer de los individuos. Hallamos aquí, pues, la unión del principio ético y de la voluntad subjetiva, o bien el reino de la libertad bella, porque la idea está unida a la forma plástica; no se mantiene abstractamente aparte por sí misma, sino que se halla ligada directamente a lo real, y —como en una hermosa obra de arte— lo sensible lleva el sello y la expresión de lo intelectual. Este reino es armonía verdadera, un mundo de la floración más encantadora, aunque fugitiva».

En efecto, Grecia despliega en solitario una aventura de libertad, arte y ciencia. Exigiendo que lo mejor ocupase el lugar de lo que es, produjo un espacio de amor a la belleza y a la verdad que destaca como un oasis en los desiertos tiránicos y supersticiosos de aquella Tierra. En ese oasis se inventa la ética, gracias a un hombre como Sócrates, a quien el tabú habría fulminado de inmediato en Susa, Jerusalem, Memfis o Pekín. Con Sócrates penetra la certeza de que la decisión última incumbe a la conciencia moral, en vez de entregarse ciegamente a la patria o a las costumbres.
El mundo romano, en cambio, es el adolescente que se convierte en animal de tiro y capataz. Como añade Hegel:

«El momento siguiente está constituido por el reino de la generalidad abstracta que es el Imperio, áspera labor para la edad viril de la historia. El Estado comienza a desgajarse de lo concreto, y a constituirse en vistas a un fin donde los individuos son sacrificados rigurosamente al servicio de la generalidad abstracta. El Imperio romano ya no es el de los individuos, como era la ciudad de Atenas. Ya no hay aquí goce ni alegría, sino un trabajo rudo y arduo. La generalidad impone a los individuos su yugo, bajo el cual deben renunciar a sí mismos y adquirir a cambio su propia forma general, la personalidad, convirtiéndose como cosas particulares en personas jurídicas. En el sentido preciso en que los individuos son incorporados al concepto abstracto de la persona, las individualidades nacionales experimentan también ese destino; bajo esa generalidad sus formas concretas son aplastadas y se incorporan a ella en masa. Roma se convierte en el panteón de todos los dioses y de toda espiritualidad, pero sin que esos dioses y ese espíritu conserven su vida particular».

Persona, en efecto, significa «máscara». A cambio de abolir el fundamento de la diferencia individual y —con él— el de la obra de arte, la lex romana crea el escudo de esa máscara que es el «sujeto jurídicamente acorazado» de los jurisconsultos, una especie de átomo inviolable en sus propiedades y posesiones para cualquier otro átomo análogo, aunque nulo como partícipe en la redacción de la ley misma.


1.1. Tras sostenerse a duras penas como ciudadano durante la república romana (que es en realidad una oligarquía con el contrapeso del tribunado de la plebe), el sujeto jurídicamente acorazado recae en la condición de súbdito para un Emperador-Dios sostenido por la fuerza del miedo que sus sicarios inspiran.
Los historiadores antiguos coincidían en considerar que los romanos fueron originalmente un pueblo de pastores dedicados al bandidaje y el saqueo. No conocieron el amor filial (cosa sintéticamente ejemplificada por la loba que amamanta a Rómulo y Remo), no conocieron el cortejo amable entre los sexos (de ahí el rapto de las sabinas), y consideraron siempre a la esposa y los hijos como parte de los bienes muebles ligados a una casa. Adoradores del poder, su vida compensaba las miserias de la sumisión exterior con una autoridad infinita de puertas adentro, lo cual hacía de cada pater familias un siervo del Estado y un déspota doméstico. Sin embargo, justamente ese rigor inflexible de la ley, ese «prosaísmo ilimitado» (Hegel), permitió al pueblo romano separar el derecho de la moralidad, cosa inexistente en Asia y no del todo consumada en Grecia, que muchos siglos más tarde permitirá empezar a asegurar de modo duradero la libertad política. Su principal contribución a la historia universal es por ello la institución jurídica, esa vida objetiva que se confiere a la voluntad capaz de adaptarse a la ley .
La consolidación del Imperium lanzaba al sujeto a la perplejidad de verse reducido a poseer bienes materiales —a ser «persona»— en un medio donde el César poseía absolutamente todo, convirtiendo el derecho personal en una completa falta de derecho. Por otra parte, esa situación misma preparaba a los hombres para una huida hacia alguna dimensión puramente espiritual consoladora ante la áspera realidad, que en un principio propiciaría la difusión de las Escuelas griegas, luego la de los cultos de Cibeles, Isis y Mitra, y por último, la del maniqueísmo y el cristianismo.

2. A partir del siglo III a.C. se hace perceptible una atmósfera de agotamiento en la producción de conceptos relacionados con la totalidad de lo real. Al proyecto del saber sucede el ideal del «sabio», que subraya aspectos subjetivos. Como sus antecesores, Aristóteles había querido construir conceptos comunicables —y por eso mismo perfectibles— sobre las cosas, mientras ahora se trata de enseñar la vida feliz a masas de pupilos cuyo interés por la «filosofía» proviene de razones extrínsecas, y a quienes impresiona mucho más la persona del sabio que su saber.
Cabe decir que la filosofía ha cumplido ya su tarea de socavar el despotismo de la opinión, y que el hundimiento de la credulidad en ritos y representaciones tradicionales la enfrenta a un problema imprevisto. Al reducirse progresivamente la actividad política del ciudadano, que antes le obligaba a tener presente tanto las exigencias de lo común como los horizontes de la libertad individual, la ética amenazaba hundirse en la desintegración del interés mezquino, simplemente ávido de ganancias o abrumado por problemas de inmediata subsistencia, incapaz de romper el círculo de la vulgaridad y el hastío. Los antiguos ciudadanos se convierten en espectadores de acontecimientos multitudinarios como el circo o las carreras, que los poderes públicos distribuyen como pan espiritual, sustituto de las antiguas asambleas y de la vida en común volcada sobre el mejoramiento de la sociedad y el libre examen de los criterios imperantes. A este público de ciudadanos reducidos a súbditos de un imperio mundial debe dirigirse ahora la filosofía, cuya decadencia se manifiesta en varios síntomas:
1. Predominio de lo escolar sobre lo creativo. A partir del siglo iii imperan las Escuelas, y dentro de cada una progresa el anquilosamiento doctrinal. Los académicos se convierten en escépticos, los peripatéticos en puros empiristas, los altivos estoicos en resignados funcionarios, y el revolucionario epicureísmo en la ideología más acomodaticia y conservadora.

2. Vigoroso resurgir del elemento místico a expensas del especulativo, gracias a lo cual las palabras con mayúscula, lo «inefable», la «iluminación», los ángeles y demonios, los caminos secretos susurrados al oído y aspectos semejantes pasan al primer plano del discurso. Junto a lo místico se observa una renovada afición a profecías y milagros, como sucede entre los neopitagóricos, los neoplatónicos, la filosofía hermética y el pensamiento de judíos helenizados como Filón.

3. La tendencia ecléctica o «sincretista», rasgo general de la filosofía grecorromana. El ecléctico construye sistemas yuxtaponiendo elementos provenientes de escuelas y pensadores diversos. En los casos moderados un ecléctico profesa, pongamos por caso, la física aristotélica, la lógica estoica y la moral epicúrea. Es frecuente, sin embargo, que el sincretismo sea mucho más audaz y añada a esos ingredientes ceremonias védicas, la primera trinidad sumeria, adivinación basada sobre el vuelo de pájaros y magia aritmética, por ejemplo.

4. Predominio del sermón edificante sobre el análisis, reflejo de una presión cada vez mayor de lo religioso sobre lo científico.

5. Desarrollo de la filología (Eratóstenes) y la erudición como respuesta al cada vez más ambiguo sentido de saber (sofía). Lo equivalente en música sería un predominio del virtuosismo sobre la inspiración.


2.1. El correlato político-social de esta decadencia es la propia evolución del Imperio. En Roma siete u ocho de cada diez individuos son esclavos, y desempeñan buena parte de las tareas útiles a terceros. Como sus rendimientos están muy por debajo de los que obtiene mano de obra libre, productos del campo y manufacturas industriales venidas del exterior son preferibles por precio y calidad a sus equivalentes locales. En esas condiciones la balanza de pagos arroja un déficit creciente: exportar protección (en forma de tributos a provincias y países vasallos) no compensa el volumen de la importación. Epidérmico y rígido, el tejido económico es el acorde con la tosca división del trabajo que corresponde al rigor amo-siervo: el primero considera signo de indolencia que el segundo descubra procesos simplificatorios o acumulativos; y éste responde con toda la carga de sabotaje, absentismo y desidia que le permite una amenaza de potenciales tormentos. El trabajador libre es un individuo excepcional, que normalmente se dedica a comprar, trasladar y vender.
Atrincherados en una escalada fiscal, los emperadores falsifican moneda reacuñando con aleaciones fraudulentas, aligerando las piezas por procedimientos como el sudado y el limado, e incluso empleando estafas aún más groseras. Es el caso de Caracalla al instaurar el antoninus, una moneda que nace valiendo dos denarios pero sólo pesa en plata denario y medio. Resulta así un desplazamiento de la moneda buena por la mala -forzando nuevas importaciones de metal-, dentro de una economía roída por la inflación. Tampoco hay otra manera de pagar cada vez más a más soldados, no sólo necesarios para sostener las fronteras sino para defender a un rey-dios, cuya vida será muy efímera si no otorga a todo el ejército un generoso donativum al coronarse. Reinados largos, como el de Octavio, permitían recaudar ese gasto extraordinario cada varias décadas, mientras ahora el número de usurpadores y rivales de cada emperador impone varios donativa cada año.
La profesión militar acaba siendo la única no sujeta a expolio, y todas las otras padecen confiscaciones para que ella no se insubordine (aunque lo haga a menudo). Al sostén del ejército se destina un nuevo tributo en especie, la annona, que acompaña a la primera devaluación del denario en el año 194; la annona es seguida por pagos obligatorios en oro (el aurum coronarium) e impuestos específicos sobre el flete y la actividad económica en general, a los cuales se añaden ubicuos derechos de puerta o paso cobrados por las propias legiones y otros destacamentos militares y policiales, que encarecen en medida incalculable todo movimiento de mercancías, incluso dentro de las ciudades. La clase media -el llamado orden ecuestre-, que conoció un auge con la dinastía de los Severos y produce jurisconsultos eminentes, acaba sucumbiendo a una imposición no ya doble sino cuádruple.
En línea con estos hechos, desde principios del siglo III la amplia autonomía municipal heredada del periodo republicano recibe recortes graduales hasta sucumbir, al mismo ritmo en que Roma y las demás ciudades se van desabasteciendo y generan un éxodo de famélicos harapientos hacia los campos. El gobierno, que ya desde los orígenes rinde culto al summum imperium o fuerza bruta, trata de frenar las consecuencias de sus propios actos con ejercicios aún más audaces de mando. Por ejemplo, como la miseria hace que ya no salga a cuenta ser concejal-recaudador de impuestos, decreta que el cargo será hereditario y obligatorio; y como sigue habiendo defecciones en todas partes estampa una marca con hierro al rojo sobre la espalda del agente tributario actual (y del futuro). Lo mismo empieza a suceder con el molinero, el panadero, el tejedor, el cartero, el herrero, el herborista, el albañil y otros oficios inexcusables para sostener una vida urbana agonizante. Pronto hay pena de muerte para cualquier plebeyo que abandone su ciudad, mientras el precipicio financiero intenta salvarse con socialismo coactivo: el trigo es estatalizado y se determinan precios fijos para los demás artículos de consumo Así lo ordena el edicto de Diocleciano, en el año 301. Pero ni la autoridad más absoluta logra que alguien trabaje eficazmente por nada, o por menos de lo que ofrecen otros mercados, y en vez de obediencia cunde un desgarramiento de la confianza. Fuera de la floreciente milicia, y de la policía secreta, una de cada tres personas está muy grave de salud y de dinero, y las otras dos miran el futuro con espanto.

3. Siguiendo los pasos de Alejandro, Roma realiza por la fuerza una unión de Oriente con Occidente, y en el punto mismo de contacto entre los dos mundos que es Alejandría se produce una inversión de la conquista, siendo ahora el infinito judaico lo que penetra poco a poco en la conciencia occidental. En la ciudad fundada por el pupilo de Aristóteles nacen los últimos vástagos de la aventura presocrática: la filosofía de Filón, el neopitagorismo de Apolonio de Tiana, el escepticismo de Enesidemo y, por encima de todo, el neoplatonismo. Salvo en el caso de Enesidemo, las demás corrientes muestran a las claras esa combinación de tendencias escolásticas y eclécticas con un misticismo desenfrenado, de propensión ocultista.
Filón de Alejandría (h. 30 a.C. 40 d.C.) combina una veneración por Platón y los dogmas órficos con comentarios casuísticos del Antiguo Testamento. Mantuvo que los griegos fueron instruidos conceptualmente por Moisés, e influyó decisivamente en el cuarto Evangelio, cuyo comienzo («En el principio era el logos...») constituye una versión textual de su pensamiento. El principio de la trascendencia divina se encuentra tan exaltado en Filón que el abismo entre Yahvéh y el mundo físico reclama multitud de seres intermedios (almas, ángeles, demonios, fuerzas mágicas, un logos personalizado, etc.). La razón y los sentidos son para él cosas contrapuestas. Es un pensador que conoce bien el pensamiento griego, pero que se quiere más bien sacerdote y oráculo. Su obra tiene singular importancia como encrucijada donde confluyen el espíritu oriental, conceptos helénicos y la realidad romana. No sólo pesó en el dogma cristiano y en variantes heréticas suyas, sino en otras sectas salvíficas y en el neoplatonismo.

3.1. El neoplatonismo combina la filosofía de Platón, la aristotélica y la estoica en proporciones distintas. Aunque algunos (Platino, Porfirio, Proclo) son filósofos en sentido estricto —pensadores que intentan analizar lo real con conceptos adecuados— tanto ellos como otros miembros de la escuela menos escrupulosos (Jámblico, por ejemplo) predican un espiritualismo apoyado sobre rituales extáticos, largos paseos por el más allá, revelaciones angélicas, dietética mágica, ascetismo y mucho secreto, que cada cierto tiempo descubre un nuevo ser intermedio entre lo Uno absoluto y el más acá. La doctrina de la eternidad del alma y su transmigración es una constante de esta «filosofía».
Lo menos contagiado de arbitrariedad es el concepto oriental de emanación, que está ya en la teoría platónica de las ideas. Lo absoluto resulta ser el «preprincipio anterior al comienzo sin fin», según la revelación de Hermes Trismegisto, y todo devenir acerca a la nada. Nada empieza a ser, desde luego, el proyecto de la episteme o ciencia propiamente dicha. En uno de sus himnos llega a decir Proclo (410-485):

«Y ahora dejadme anclar, abrumado de cansancio, en el puerto de la piedad».

Eso es exactamente lo que le acontece por doquier a la filosofía; quiere descansar, abandonando la exigencia del concepto. Poco después el emperador cristiano de Bizancio clausura la longeva Academia, que en realidad lleva mucho tiempo refugiada en la religión. Es por entonces (en el 510) cuando las hordas de Alarico invaden Grecia, y sus obispos arrianos ordenan demoler en Eleusis el más antiguo santuario helénico, donde durante quince siglos peregrinaron Heráclito, Fidias, Platón, Aristóteles, Cicerón, Marco Aurelio y algunos millones de personas más para beber el kykeón que iniciaba al sentido de la muerte. Más que la caída de Roma, la destrucción de Eleusis marca el fin de la era pagana. En lo sucesivo, la comunión se circunscribe a la ostia eucarística, y los oficiantes de cualquier otro Misterio desaparecen.

4. Tras desafiar al edificio mítico-ritual del pasado, la filosofía desemboca en construcciones donde retórica y religión priman sobre coherencia lógica y datos empíricos. Paralelamente, la emancipación de lo individual y de la verdad objetiva, meta del filosofar, coincide con un trasvase de la conciencia política a una conciencia sólo privada, efecto a su vez del acta de defunción que representa para cualquier libertad el establecimiento de la teocracia imperial romana. Como escuelas volcadas a una pedagogía (instrucción de niños —paidós—, enseñanza para «menores»), el conjunto de las tendencias helenísticas hace frente a la descomposición de los viejos ideales dentro de un mundo que de hecho retorna a las viejas realidades de la servidumbre y el culto mágico.
Resulta entonces que ha de encontrarse algo general e interior a la vez, capaz de unificar la atomización de ciudadanos reconvertidos en súbditos y evitar la diseminación del egoísmo en una situación sociopolítica que explota toda particularidad en beneficio de la expansión imperial. Aunque las creencias en lo suprasensible (con sus frenos de recompensas y castigos más allá de la muerte) son el mejor antídoto inmediato para el desencanto, hace falta algo más que una nueva invocación al ascetismo y tratar a los hombres como párvulos; algo que sin ser vocación al conocimiento y al libre examen —anacrónica ya con el retorno del despotismo— tenga elementos de vida y singularidad en sí. Y lo que aparece en este horizonte es el drama cristiano de la Salvación.
La inmortalidad del alma, la fraternidad humana, el dualismo materia-espíritu o la doctrina del dios único no son para nada nuevas. De hecho, la cultura griega había impregnado de tal manera el mundo judío que fue preciso traducir el Antiguo Testamento al griego —la Biblia llamada de los Setenta— para hacer posible su lectura por parte de la población hebrea. Uno de los textos bíblicos fundamentales, el Eclesiastés, contiene influencias estoicas, y Sabiduría -atribuido igualmente a Salomón- abunda en elementos pitagóricos y platónicos. El lado místico del orfismo, importado en Grecia desde la India y Persia, ejerce también una notable influencia sobre el cuarto Evangelio, atribuido al apóstol Juan. La idea de un dios trino se encuentra ya en Uruk hacia el 2.000 a.C., luego en Egipto, y recibe un tratamiento conceptual en el pitagorismo medio (s. v a.C.). Lo propiamente novedoso de la religión cristiana es el aspecto de historicidad que introduce en la cosmología, el hecho de que un hombre —Jesús de Nazaret— sea el hijo de Dios y algo divino en sí mismo.


4.1. El único rival teórico con el que tropieza la difusión del Evangelio es la filosofía neoplatónica. Pero el neoplatonismo era demasiado semejante al cristianismo para resistir su empuje. La escuela neoplatónica de Alejandría —sobria y empírica en contraste con la de Atenas— promoverá de modo explícito una fusión de Plotino y el Nuevo Testamento desde Sinesio de Cirene, que a pesar de ser discípulo de la infeliz Hipatia (despellejada viva y quemada por una horda de cristianos mandada por Pedro el Lector) no perdió la confianza en un acuerdo entre ambos misticismos.
Si bien diferían en muchos aspectos dogmáticos, el cristiano y el neoplatónico buscaban algo igualmente ajeno al sistema de la ciencia: un «consuelo» ante el áspero mundo fáctico. Los neoplatónicos creían en la reencarnación, los cristianos en la resurrección; ambas cosas tienen en común ser meras creencias, que no se siguen de razonamientos apoyados en la observación de la naturaleza, o en el análisis del pensamiento.
Las proposiciones «filosóficas» del cristianismo se resumen en la idea de que lo divino se ha hecho hombre. Esto puede entenderse con diversos matices —como demostrarán las innumerables sectas que durante los primeros siglos disputan unas con otras—, si bien tiene como denominador común el antropomorfismo, que la filosofía griega denunciaba ya desde Jenófanes, origen de los eleáticos, en el siglo VI a.C. Junto con la encarnación se difunde el exacto opuesto de lo divino en Aristóteles: un Dios creador, trascendente, omnipotente y paternal. El Dios griego es inteligencia objetiva, el cristiano es voluntad subjetiva. Como corolario de todo ello aparece la esperanza de una clausura para la historia y un fin del tiempo, coincidente con el retorno del Hijo y el llamado juicio universal.
Aunque se habla de una filosofía cristiana, cuyos representantes más eminentes son Agustín de Hipona (para la Patrística) y Tomás de Aquino (para la Escolástica), el término filosofía se emplea aquí sólo analógicamente, ya que el cristianismo es en todo momento una religión. Como tal religión constituye uno de los hitos absolutos de Occidente, y una perspectiva de enorme influjo en todos los órdenes, pero diverge radicalmente de aquello que los griegos inventaron como amor al saber (philo-sophía). De ahí que Agustín represente una adaptación de Platón a la Escritura, y Tomás de Aquino una adaptación de Aristóteles a lo mismo. «Saber» en sentido griego exige una independencia de criterio y un respeto por lo desconocido que faltan por completo en la declaración programática de San Pablo —antes Saulo, judío de Tarso—, artífice principal en la difusión del Evangelio. La primera Epístola a los Corintios dice:

«Puesto que el mundo no conoció a Dios por medio de la sabiduría, pareció bien a Dios salvar a los que creen por medio del desvarío proclamado en alta voz. Los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, pero nosotros proclamamos a un ungido crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles».


4.2. Lo que desde el comienzo de la era cristiana pasa a ocupar el centro de la atención es un horizonte de nihilidad. Había nada, afirma el Génesis, y Dios hizo el ser; si ese ser no recae en la nihilidad sólo se debe a Dios mismo. En Heráclito el cosmos era «polvo esparcido al azar, supremamente bello» (frag. 124). Desde el cristianismo allí impera un Amo que puede decretar la desaparición del gran teatro, que decretó su comienzo y que trasciende en general.
Los átomos de Demócrito eran polvo de ser indestructible movido por una combinación de azar y necesidad. La visión cristiana parte de la providencia y de la destructibilidad, ahonda en el simulacro. El Aquiles homérico prefiere ser siervo de un amo sin recursos que reinar entre los muertos, mientras la cristiandad eleva oraciones pidiendo el fin del mundo físico, castigo para los concupiscentes y celeste morada para los justos. Lo correcto para el cristiano es querer morir, odiar genéricamente el «más acá», y si el suicidio se prohíbe no es porque la vida terrenal tenga algún valor en sí, sino porque la existencia de cada fiel no es suya; pertenece al Altísimo, y ofrecerla en cualquier ara distinta del martirio por la fe equivale a una apropiación indebida. Es la problemática de la «conciencia infeliz» (Hegel), oscilante entre el horror a la vida y el horror a la muerte, que «muere porque no muere» pero al mismo tiempo se aferra patéticamente a la existencia despreciada. San Agustín —el más ilustrado de todos los nuevos creyentes— llama en sus Confesiones «curiosidad enfermiza” a la episteme griega, considerándose felizmente curado del «vano deseo de conocer». Y pasarán mil años sin un remoto vestigio de ciencia.
La decadente Roma de los Césares se ha convertido en sede de un nuevo poder espiritual, cuyos servidores no están sometidos a la jurisdicción ordinaria ni pagan impuestos, y cuyo reino teológico se convierte gradualmente en poder temporal, fuente de todos los demás poderes temporales. En lugar del César hay ahora un Papa, y en lugar de las viejas imágenes sagradas los templos exhiben reliquias de mutilados mártires. La fidelidad a la Escritura y a su exclusivo intérprete que es el Papado asfixia la consideración analítica de los fenómenos. No es menos cierto que el retorno al proyecto de una investigación científica se verificará gracias al apoyo de altos dignatarios eclesiásticos desde el siglo XIV. De hecho, lo que la Escolástica pueda tener de filosofía surge cuando declina el interés por la teología dogmática y los clérigos comienzan no tanto a edificar sobre la fe como a pensar.


4.3. Pero no podemos dejar el cristianismo sin examinar su aspecto más revolucionario, que es la reivindicación de una justicia social. Platón, llamado San Platón por la Patrística cristiana, había propuesto un Estado donde los rectores (“custodios”) no podrían conocer la propiedad privada, admisible sólo para los estamentos inferiores. El paso que consuman los albaceas de Jesús es extender el esquema al resto de los estamentos. La base es un esquema cooperativo y jerárquico al mismo tiempo:

“No había entre ellos indigentes, pues cuantos eran dueños de haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido, y lo depositaban a los pies de los apóstoles, y a cada uno se le repartía según su necesidad”
(Hechos de los apóstoles, 4:32-35).

Como llega muy pronto el Reino de los Cielos, las actas apostólicas no mencionan que el dinero donado se asigne a producir recursos para el medio y largo plazo. Lo que sí ofrecen es algún detalle sobre el procedimiento recaudatorio:

“Un tal Ananías, de acuerdo con su mujer Safira, vendió una propiedad; reservó una parte, en connivencia con su mujer, y puso el resto a los pies de los apóstoles. Ananías, díjole entonces Pedro ¿por qué ha llenado Satán tu corazón, hasta el punto de mentir al Espíritu Santo quedándote con parte del precio de tu campo? [...] No has mentido a los hombres, sino a Dios. Al oir estas palabras Ananías perdió el equilibrio y expiró. Un gran temor se apoderó entonces de todos cuantos lo vieron. Algunos jóvenes amortajaron el cuerpo y se lo llevaron a enterrar. Unas tres horas después apareció su mujer, ignorante de lo sucedido. Pedro la interpeló: ‘Dime ¿el campo que vendisteis, valía tanto?’ Ella repuso: ‘Sí valía tanto’. Pedro continuó: ‘¿Cómo habeis podido conspirar para burlaros del Espíritu Santo? Pues bien, en la puerta tienes las pisadas de quienes han enterrado a tu marido, que te llevarán a tí también’. En ese mismo instante ella se derrumbó y expiró. Un gran temor se apoderó de todos cuanto se enteraron de estas cosas” (Hechos... 5: 1-11).


Por lo que respecta a adquisiciones y enajenaciones, Clemente de Alejandría -el más antiguo Padre de la Iglesia- comenta que la salvación será imposible si los propietarios no consultan “a un santo o profeta.” Sus maestros apostólicos han defendido lo expuesto por el Sermón de la Montaña, que Jesús empieza con las famosas bienaventuranzas a “pobres de espíritu, humildes, afligidos, hambrientos y sedientos de justicia” (Mateo 5: 3-7). En la interpretación de Santiago el Mayor, la pobreza espiritual -y la material- denuncia un expolio perpetrado por ricos espirituales y materiales, que perciben plusvalías inmerecidas:

“Vosotros los ricos, llorad a gritos sobre las miserias que os amenazan [...] Habéis atesorado para los últimos días. Clama el jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en delicias sobre la tierra, entregados a los placeres, y habéis engordado para el día de la matanza” (Santiago, 4: 13 –16; 5: 1-6).

Se supone que los préstamos no pueden devengar interés, e incluso que no piden reembolso. Quien puede prestar tiene un excedente, y quien tiene algún excedente se lo debe a la ecclesia (o al Emperador). Pedir algo prestado para obtener ganancias -justificando así los intereses del prestamista- es algo que sólo practican unos extravagantes empresarios. Y no hay empresarios en el círculo original, que se restringe inicialmente a la casta pobre de Israel (los esenios). Su resentimiento hacia castas superiores (saduceos y fariseos) hace frecuente acto de presencia en el Nuevo Testamento. Cuando el esenio toma a préstamo dinero u otros bienes es para subsistir o para alardear, nunca para hacer negocios, y resulta previsible que en un medio social semejante la actividad crediticia se contraiga a mínimos. Quien puede prestar trata de evitarlo a toda costa, si es preciso renunciando a cualquier vestigio de ostentación o incluso fingiéndose menesteroso. Es este círculo, oprimido ya por el Fisco romano, el que alimenta las dos creencias más relevantes en términos teóricos.
Primero, hay un ilimitado capital de reserva (la plethora) en manos de los opulentos, que permitirá vivir dignamente a todos si la jerarquía apostólica lo incauta y redistribuye. Segundo, no es admisible la diferencia entre ricos por expolio o chantaje del prójimo (el estamento militar-clerical) y ricos por ofrecer bienes y servicios que solicitan voluntariamente las personas (estamento de los mercaderes). Caso de admitirse cosa parecida a una diferencia entre riqueza derivada de comercio y riqueza derivada de confiscación o temor sería para apoyar a esta segunda, mientras presente razones patrióticas o teológicas y condene el lujo. La incompatibilidad absoluta acontece entre fe y mundo de los negocios, como refleja el episodio donde Jesús la emprende a latigazos con quienes suministran ofrendas a los peregrinos del Templo, en Jerusalén:

“Halló allí a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas allí sentados. Y haciéndose un azote de cuerdas les echó fuera a todos, y a las ovejas y a los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y dijo a los que vendían palomas: ‘Quitad de aquí esto y no hagáis de la casa de mi Padre casa de comercio.’” (Juan, 2, 14-16)

Que no haya comercio en el templo, ni siquiera para suministrar las piadosas ofrendas de distintos sacrificios, viene de que ninguna intención puede compensar la vileza del comercio, aquella mancha (miasma) que arroja sobre cosas y personas. “Ser amigo del mundo es ser enemigo de Dios” (Santiago 4: 4), pues “no cabe servir a Dios y al Dinero” (Mateo, 6: 24). Justamente porque el dinero ensucia y corrompe, no hay planes de remediar la pobreza con recursos de sentido común (laboriosidad, ingenio, cumplimiento de los pactos), sino con una sociedad ajena a la diferencia entre valor de uso y valor de cambio, redimida del “horror económico”. Siendo inminente un fin de aquel mundo, el bienestar se asegura decretando que todo es de todos. Quienes no opinan igual, obstinándose en practicar hábitos de previsión y ahorro, desconfían sin motivo de la divina providencia y por eso mismo blasfeman. De ahí las observaciones evangélicas sobre pájaros y lirios, que siguen existiendo sin sembrar ni recolectar sus alimentos. “No os inquietéis” –termina diciendo Jesús- “por lo que comeréis o beberéis, o por cómo iréis vestidos. Estas son las cosas que preocupan a los paganos. Buscad el Reino y la justicia, y todo se andará por añadidura; y todo os será dado con sobreabundancia. No os inquietéis por el mañana”(Mateo, 6: 31-34).
La Patrística, que ya es cristianismo culto, reelabora estas tesis. San Ambrosio, obispo de Milán, asegura que la adquisición de riqueza es imposible sin cometer injusticia. La propiedad privada constituye una usurpación, y por eso los pobres tienen “derecho” a la caridad: es una manera de recobrar parte de algo que les pertenece. San Jerónimo coincide con él, argumentando que las ganancias de un hombre siempre van ligadas a las pérdidas de otro. El heredero inmediato de ambos, San Agustín, da el importante paso de definir como “vicio social” prototípico el deseo de “comprar barato y vender caro”. Ningún Padre de la Iglesia menciona las confiscaciones, peajes y demás sangrías impuestas por el amo temporal y espiritual, donde en efecto el lucro de uno es siempre daño emergente para otro. Al contrario, semejantes atropellos forman parte del principio según el cual los seres humanos no tienen propiedad privada legítima. El enemigo por excelencia es la actividad mercantil, esa dimensión de intercambios voluntarios que pone en peligro la estabilidad del vínculo involuntario por excelencia que es la confesión adquirida por bautismo.
La presión de dichas ideas alcanza un punto dramático reflejado por el Sínodo de Paflagonia (340), donde se declara “erróneo” aseverar que si los creyentes no ceden todos sus bienes al clero “serán condenados por fuerza al infierno”. La secta original es ya religión ecuménica, y no excluye por principio adherentes acomodados.


BIBLIOGRAFÍA

PLOTINO, Enéadas, Aguilar, Madrid, 1968.
ROSTOVSTZEFF, M., Historia social y económica del Imperio romano, Espasa, Madrid, 1962, 2 vols..
GIBBON, E., Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, Turner, Madrid, 1992, vol. I.
GILSON, E., La filosofía en la Edad Media, Gredos, Madrid, 1972.

 

© Antonio Escohotado
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