Cuando Platón escribe sus diálogos Atenas ha caído
bajo la hegemonía de Esparta, y comienza un rápido proceso
de decadencia en las polis griegas. Cuando Aristóteles ha
madurado su sistema está sucumbiendo la autonomía de todas
ellas ante Macedonia y la impetuosa figura de Alejandro. La expansión
del helenismo posterior a las conquistas de éste se asemeja ya
más al canto del cisne que a una verdadera pujanza. Al mismo tiempo
que el imperio de Alejandro y sus sucesores quiere cubrir todo el globo,
y que la lengua griega se transforma en idioma de un vastísimo
territorio, lo propiamente griego cae bajo un despotismo a lo asiático
que prepara su neutralización y sustitución por el mundo
romano.
El ingenio científico de Arquímedes construyendo máquinas
de defensa permitirá salvar Siracusa durante veinte años;
pero nada resiste duraderamente a la tenacidad de las legiones, y con
Grecia entera acontece como con Siracusa. El nuevo dominador se siente
atraído por el tesoro cultural del dominado, y la embajada de filósofos
griegos que visita Roma a mediados del siglo II a.C. despierta rendida
admiración en los sectores más cultos (no menos que las
iras del censor Catón ante sujetos y criterios tan «afeminados
como decadentes»), hasta el punto de que el saber y el alma griegos
se convierten en el principal patrimonio «teórico»
de los romanos. Sin embargo, la transición de una civilización
a otra no deja de ser una liquidación de la primera, y la magnitud
de la pérdida sólo se evaluará con claridad mucho
más tarde, cuando desde el siglo XIV empiece a resurgir el conocimiento
científico.
1. En sus
Lecciones sobre filosofía de la historia universal
dice Hegel que los griegos representaron algo como la adolescencia de la
humanidad.
«El factor ético es principio como en Asia, pero ahora
se trata de la moralidad concreta, que significa el libre querer de
los individuos. Hallamos aquí, pues, la unión del principio
ético y de la voluntad subjetiva, o bien el reino de la libertad
bella, porque la idea está unida a la forma plástica;
no se mantiene abstractamente aparte por sí misma, sino que se
halla ligada directamente a lo real, y como en una hermosa obra
de arte lo sensible lleva el sello y la expresión de lo
intelectual. Este reino es armonía verdadera, un mundo de la
floración más encantadora, aunque fugitiva».
En efecto, Grecia despliega en solitario una aventura de libertad, arte
y ciencia. Exigiendo que lo mejor ocupase el lugar de lo que es, produjo
un espacio de amor a la belleza y a la verdad que destaca como un oasis
en los desiertos tiránicos y supersticiosos de aquella Tierra.
En ese oasis se inventa la ética, gracias a un hombre como Sócrates,
a quien el tabú habría fulminado de inmediato en Susa, Jerusalem,
Memfis o Pekín. Con Sócrates penetra la certeza de que la
decisión última incumbe a la conciencia moral, en vez de
entregarse ciegamente a la patria o a las costumbres.
El mundo romano, en cambio, es el adolescente que se convierte en animal
de tiro y capataz. Como añade Hegel:
«El momento siguiente está constituido por el reino de
la generalidad abstracta que es el Imperio, áspera labor para
la edad viril de la historia. El Estado comienza a desgajarse de lo
concreto, y a constituirse en vistas a un fin donde los individuos son
sacrificados rigurosamente al servicio de la generalidad abstracta.
El Imperio romano ya no es el de los individuos, como era la ciudad
de Atenas. Ya no hay aquí goce ni alegría, sino un trabajo
rudo y arduo. La generalidad impone a los individuos su yugo, bajo el
cual deben renunciar a sí mismos y adquirir a cambio su propia
forma general, la personalidad, convirtiéndose como cosas particulares
en personas jurídicas. En el sentido preciso en que los individuos
son incorporados al concepto abstracto de la persona, las individualidades
nacionales experimentan también ese destino; bajo esa generalidad
sus formas concretas son aplastadas y se incorporan a ella en masa.
Roma se convierte en el panteón de todos los dioses y de toda
espiritualidad, pero sin que esos dioses y ese espíritu conserven
su vida particular».
Persona, en efecto, significa «máscara». A cambio
de abolir el fundamento de la diferencia individual y con él
el de la obra de arte, la lex romana crea el escudo de esa máscara
que es el «sujeto jurídicamente acorazado» de los jurisconsultos,
una especie de átomo inviolable en sus propiedades y posesiones
para cualquier otro átomo análogo, aunque nulo como partícipe
en la redacción de la ley misma.
1.1. Tras sostenerse a duras penas como ciudadano durante la república
romana (que es en realidad una oligarquía con el contrapeso del
tribunado de la plebe), el sujeto jurídicamente acorazado recae
en la condición de súbdito para un Emperador-Dios sostenido
por la fuerza del miedo que sus sicarios inspiran.
Los historiadores antiguos coincidían en considerar que los romanos
fueron originalmente un pueblo de pastores dedicados al bandidaje y el
saqueo. No conocieron el amor filial (cosa sintéticamente ejemplificada
por la loba que amamanta a Rómulo y Remo), no conocieron el cortejo
amable entre los sexos (de ahí el rapto de las sabinas), y consideraron
siempre a la esposa y los hijos como parte de los bienes muebles ligados
a una casa. Adoradores del poder, su vida compensaba las miserias de la
sumisión exterior con una autoridad infinita de puertas adentro,
lo cual hacía de cada pater familias un siervo del Estado
y un déspota doméstico. Sin embargo, justamente ese rigor
inflexible de la ley, ese «prosaísmo ilimitado» (Hegel),
permitió al pueblo romano separar el derecho de la moralidad, cosa
inexistente en Asia y no del todo consumada en Grecia, que muchos siglos
más tarde permitirá empezar a asegurar de modo duradero
la libertad política. Su principal contribución a la historia
universal es por ello la institución jurídica, esa vida
objetiva que se confiere a la voluntad capaz de adaptarse a la ley .
La consolidación del Imperium lanzaba al sujeto a la perplejidad
de verse reducido a poseer bienes materiales a ser «persona»
en un medio donde el César poseía absolutamente todo, convirtiendo
el derecho personal en una completa falta de derecho. Por otra parte,
esa situación misma preparaba a los hombres para una huida hacia
alguna dimensión puramente espiritual consoladora ante la áspera
realidad, que en un principio propiciaría la difusión de
las Escuelas griegas, luego la de los cultos de Cibeles, Isis y Mitra,
y por último, la del maniqueísmo y el cristianismo.
2. A partir del siglo III a.C. se hace perceptible una atmósfera
de agotamiento en la producción de conceptos relacionados con la
totalidad de lo real. Al proyecto del saber sucede el ideal del «sabio»,
que subraya aspectos subjetivos. Como sus antecesores, Aristóteles
había querido construir conceptos comunicables y por eso
mismo perfectibles sobre las cosas, mientras ahora se trata de enseñar
la vida feliz a masas de pupilos cuyo interés por la «filosofía»
proviene de razones extrínsecas, y a quienes impresiona mucho más
la persona del sabio que su saber.
Cabe decir que la filosofía ha cumplido ya su tarea de socavar
el despotismo de la opinión, y que el hundimiento de la credulidad
en ritos y representaciones tradicionales la enfrenta a un problema imprevisto.
Al reducirse progresivamente la actividad política del ciudadano,
que antes le obligaba a tener presente tanto las exigencias de lo común
como los horizontes de la libertad individual, la ética amenazaba
hundirse en la desintegración del interés mezquino, simplemente
ávido de ganancias o abrumado por problemas de inmediata subsistencia,
incapaz de romper el círculo de la vulgaridad y el hastío.
Los antiguos ciudadanos se convierten en espectadores de acontecimientos
multitudinarios como el circo o las carreras, que los poderes públicos
distribuyen como pan espiritual, sustituto de las antiguas asambleas y
de la vida en común volcada sobre el mejoramiento de la sociedad
y el libre examen de los criterios imperantes. A este público de
ciudadanos reducidos a súbditos de un imperio mundial debe dirigirse
ahora la filosofía, cuya decadencia se manifiesta en varios síntomas:
1. Predominio de lo escolar sobre lo creativo. A partir del siglo iii
imperan las Escuelas, y dentro de cada una progresa el anquilosamiento
doctrinal. Los académicos se convierten en escépticos, los
peripatéticos en puros empiristas, los altivos estoicos en resignados
funcionarios, y el revolucionario epicureísmo en la ideología
más acomodaticia y conservadora.
2. Vigoroso resurgir del elemento místico a expensas del especulativo,
gracias a lo cual las palabras con mayúscula, lo «inefable»,
la «iluminación», los ángeles y demonios, los
caminos secretos susurrados al oído y aspectos semejantes pasan
al primer plano del discurso. Junto a lo místico se observa una
renovada afición a profecías y milagros, como sucede entre
los neopitagóricos, los neoplatónicos, la filosofía
hermética y el pensamiento de judíos helenizados como Filón.
3. La tendencia ecléctica o «sincretista», rasgo general
de la filosofía grecorromana. El ecléctico construye sistemas
yuxtaponiendo elementos provenientes de escuelas y pensadores diversos.
En los casos moderados un ecléctico profesa, pongamos por caso,
la física aristotélica, la lógica estoica y la moral
epicúrea. Es frecuente, sin embargo, que el sincretismo sea mucho
más audaz y añada a esos ingredientes ceremonias védicas,
la primera trinidad sumeria, adivinación basada sobre el vuelo
de pájaros y magia aritmética, por ejemplo.
4. Predominio del sermón edificante sobre el análisis, reflejo
de una presión cada vez mayor de lo religioso sobre lo científico.
5. Desarrollo de la filología (Eratóstenes) y la erudición
como respuesta al cada vez más ambiguo sentido de saber (sofía).
Lo equivalente en música sería un predominio del virtuosismo
sobre la inspiración.
2.1. El correlato político-social de esta decadencia es la propia
evolución del Imperio. En Roma siete u ocho de cada diez individuos
son esclavos, y desempeñan buena parte de las tareas útiles
a terceros. Como sus rendimientos están muy por debajo de los que
obtiene mano de obra libre, productos del campo y manufacturas industriales
venidas del exterior son preferibles por precio y calidad a sus equivalentes
locales. En esas condiciones la balanza de pagos arroja un déficit
creciente: exportar protección (en forma de tributos a provincias
y países vasallos) no compensa el volumen de la importación.
Epidérmico y rígido, el tejido económico es el acorde
con la tosca división del trabajo que corresponde al rigor amo-siervo:
el primero considera signo de indolencia que el segundo descubra procesos
simplificatorios o acumulativos; y éste responde con toda la carga
de sabotaje, absentismo y desidia que le permite una amenaza de potenciales
tormentos. El trabajador libre es un individuo excepcional, que normalmente
se dedica a comprar, trasladar y vender.
Atrincherados en una escalada fiscal, los emperadores falsifican moneda
reacuñando con aleaciones fraudulentas, aligerando las piezas por
procedimientos como el sudado y el limado, e incluso empleando estafas
aún más groseras. Es el caso de Caracalla al instaurar el
antoninus, una moneda que nace valiendo dos denarios pero sólo
pesa en plata denario y medio. Resulta así un desplazamiento de
la moneda buena por la mala -forzando nuevas importaciones de metal-,
dentro de una economía roída por la inflación. Tampoco
hay otra manera de pagar cada vez más a más soldados, no
sólo necesarios para sostener las fronteras sino para defender
a un rey-dios, cuya vida será muy efímera si no otorga a
todo el ejército un generoso donativum al coronarse. Reinados
largos, como el de Octavio, permitían recaudar ese gasto extraordinario
cada varias décadas, mientras ahora el número de usurpadores
y rivales de cada emperador impone varios donativa cada año.
La profesión militar acaba siendo la única no sujeta a expolio,
y todas las otras padecen confiscaciones para que ella no se insubordine
(aunque lo haga a menudo). Al sostén del ejército se destina
un nuevo tributo en especie, la annona, que acompaña a la
primera devaluación del denario en el año 194; la annona
es seguida por pagos obligatorios en oro (el aurum coronarium)
e impuestos específicos sobre el flete y la actividad económica
en general, a los cuales se añaden ubicuos derechos de puerta o
paso cobrados por las propias legiones y otros destacamentos militares
y policiales, que encarecen en medida incalculable todo movimiento de
mercancías, incluso dentro de las ciudades. La clase media -el
llamado orden ecuestre-, que conoció un auge con la dinastía
de los Severos y produce jurisconsultos eminentes, acaba sucumbiendo a
una imposición no ya doble sino cuádruple.
En línea con estos hechos, desde principios del siglo III la amplia
autonomía municipal heredada del periodo republicano recibe recortes
graduales hasta sucumbir, al mismo ritmo en que Roma y las demás
ciudades se van desabasteciendo y generan un éxodo de famélicos
harapientos hacia los campos. El gobierno, que ya desde los orígenes
rinde culto al summum imperium o fuerza bruta, trata de frenar
las consecuencias de sus propios actos con ejercicios aún más
audaces de mando. Por ejemplo, como la miseria hace que ya no salga a
cuenta ser concejal-recaudador de impuestos, decreta que el cargo será
hereditario y obligatorio; y como sigue habiendo defecciones en todas
partes estampa una marca con hierro al rojo sobre la espalda del agente
tributario actual (y del futuro). Lo mismo empieza a suceder con el molinero,
el panadero, el tejedor, el cartero, el herrero, el herborista, el albañil
y otros oficios inexcusables para sostener una vida urbana agonizante.
Pronto hay pena de muerte para cualquier plebeyo que abandone su
ciudad, mientras el precipicio financiero intenta salvarse con socialismo
coactivo: el trigo es estatalizado y se determinan precios fijos para
los demás artículos de consumo Así lo ordena el edicto
de Diocleciano, en el año 301. Pero ni la autoridad más
absoluta logra que alguien trabaje eficazmente por nada, o por menos de
lo que ofrecen otros mercados, y en vez de obediencia cunde un desgarramiento
de la confianza. Fuera de la floreciente milicia, y de la policía
secreta, una de cada tres personas está muy grave de salud y de
dinero, y las otras dos miran el futuro con espanto.
3. Siguiendo los pasos de Alejandro, Roma realiza por la fuerza una unión
de Oriente con Occidente, y en el punto mismo de contacto entre los dos
mundos que es Alejandría se produce una inversión de la
conquista, siendo ahora el infinito judaico lo que penetra poco a poco
en la conciencia occidental. En la ciudad fundada por el pupilo de Aristóteles
nacen los últimos vástagos de la aventura presocrática:
la filosofía de Filón, el neopitagorismo de Apolonio de
Tiana, el escepticismo de Enesidemo y, por encima de todo, el neoplatonismo.
Salvo en el caso de Enesidemo, las demás corrientes muestran a
las claras esa combinación de tendencias escolásticas y
eclécticas con un misticismo desenfrenado, de propensión
ocultista.
Filón de Alejandría (h. 30 a.C. 40 d.C.) combina una veneración
por Platón y los dogmas órficos con comentarios casuísticos
del Antiguo Testamento. Mantuvo que los griegos fueron instruidos conceptualmente
por Moisés, e influyó decisivamente en el cuarto Evangelio,
cuyo comienzo («En el principio era el logos...») constituye
una versión textual de su pensamiento. El principio de la trascendencia
divina se encuentra tan exaltado en Filón que el abismo entre Yahvéh
y el mundo físico reclama multitud de seres intermedios (almas,
ángeles, demonios, fuerzas mágicas, un logos personalizado,
etc.). La razón y los sentidos son para él cosas contrapuestas.
Es un pensador que conoce bien el pensamiento griego, pero que se quiere
más bien sacerdote y oráculo. Su obra tiene singular importancia
como encrucijada donde confluyen el espíritu oriental, conceptos
helénicos y la realidad romana. No sólo pesó en el
dogma cristiano y en variantes heréticas suyas, sino en otras sectas
salvíficas y en el neoplatonismo.
3.1. El neoplatonismo combina la filosofía de Platón, la
aristotélica y la estoica en proporciones distintas. Aunque algunos
(Platino, Porfirio, Proclo) son filósofos en sentido estricto pensadores
que intentan analizar lo real con conceptos adecuados tanto ellos
como otros miembros de la escuela menos escrupulosos (Jámblico,
por ejemplo) predican un espiritualismo apoyado sobre rituales extáticos,
largos paseos por el más allá, revelaciones angélicas,
dietética mágica, ascetismo y mucho secreto, que cada cierto
tiempo descubre un nuevo ser intermedio entre lo Uno absoluto y el más
acá. La doctrina de la eternidad del alma y su transmigración
es una constante de esta «filosofía».
Lo menos contagiado de arbitrariedad es el concepto oriental de emanación,
que está ya en la teoría platónica de las ideas.
Lo absoluto resulta ser el «preprincipio anterior al comienzo sin
fin», según la revelación de Hermes Trismegisto, y
todo devenir acerca a la nada. Nada empieza a ser, desde luego, el proyecto
de la episteme o ciencia propiamente dicha. En uno de sus himnos
llega a decir Proclo (410-485):
«Y ahora dejadme anclar, abrumado de cansancio, en el puerto
de la piedad».
Eso es exactamente lo que le acontece por doquier a la filosofía;
quiere descansar, abandonando la exigencia del concepto. Poco después
el emperador cristiano de Bizancio clausura la longeva Academia, que en
realidad lleva mucho tiempo refugiada en la religión. Es por entonces
(en el 510) cuando las hordas de Alarico invaden Grecia, y sus obispos
arrianos ordenan demoler en Eleusis el más antiguo santuario helénico,
donde durante quince siglos peregrinaron Heráclito, Fidias, Platón,
Aristóteles, Cicerón, Marco Aurelio y algunos millones de
personas más para beber el kykeón que iniciaba al
sentido de la muerte. Más que la caída de Roma, la destrucción
de Eleusis marca el fin de la era pagana. En lo sucesivo, la comunión
se circunscribe a la ostia eucarística, y los oficiantes de cualquier
otro Misterio desaparecen.
4. Tras desafiar al edificio mítico-ritual del pasado, la filosofía
desemboca en construcciones donde retórica y religión priman
sobre coherencia lógica y datos empíricos. Paralelamente,
la emancipación de lo individual y de la verdad objetiva, meta
del filosofar, coincide con un trasvase de la conciencia política
a una conciencia sólo privada, efecto a su vez del acta de defunción
que representa para cualquier libertad el establecimiento de la teocracia
imperial romana. Como escuelas volcadas a una pedagogía (instrucción
de niños paidós, enseñanza para
«menores»), el conjunto de las tendencias helenísticas
hace frente a la descomposición de los viejos ideales dentro de
un mundo que de hecho retorna a las viejas realidades de la servidumbre
y el culto mágico.
Resulta entonces que ha de encontrarse algo general e interior a la vez,
capaz de unificar la atomización de ciudadanos reconvertidos en
súbditos y evitar la diseminación del egoísmo en
una situación sociopolítica que explota toda particularidad
en beneficio de la expansión imperial. Aunque las creencias en
lo suprasensible (con sus frenos de recompensas y castigos más
allá de la muerte) son el mejor antídoto inmediato para
el desencanto, hace falta algo más que una nueva invocación
al ascetismo y tratar a los hombres como párvulos; algo que sin
ser vocación al conocimiento y al libre examen anacrónica
ya con el retorno del despotismo tenga elementos de vida y singularidad
en sí. Y lo que aparece en este horizonte es el drama cristiano
de la Salvación.
La inmortalidad del alma, la fraternidad humana, el dualismo materia-espíritu
o la doctrina del dios único no son para nada nuevas. De hecho,
la cultura griega había impregnado de tal manera el mundo judío
que fue preciso traducir el Antiguo Testamento al griego la Biblia
llamada de los Setenta para hacer posible su lectura por parte de
la población hebrea. Uno de los textos bíblicos fundamentales,
el Eclesiastés, contiene influencias estoicas, y Sabiduría
-atribuido igualmente a Salomón- abunda en elementos pitagóricos
y platónicos. El lado místico del orfismo, importado en
Grecia desde la India y Persia, ejerce también una notable influencia
sobre el cuarto Evangelio, atribuido al apóstol Juan. La idea de
un dios trino se encuentra ya en Uruk hacia el 2.000 a.C., luego en Egipto,
y recibe un tratamiento conceptual en el pitagorismo medio (s. v a.C.).
Lo propiamente novedoso de la religión cristiana es el aspecto
de historicidad que introduce en la cosmología, el hecho de que
un hombre Jesús de Nazaret sea el hijo de Dios y algo
divino en sí mismo.
4.1. El único rival teórico con el que tropieza la difusión
del Evangelio es la filosofía neoplatónica. Pero el neoplatonismo
era demasiado semejante al cristianismo para resistir su empuje. La escuela
neoplatónica de Alejandría sobria y empírica
en contraste con la de Atenas promoverá de modo explícito
una fusión de Plotino y el Nuevo Testamento desde Sinesio de Cirene,
que a pesar de ser discípulo de la infeliz Hipatia (despellejada
viva y quemada por una horda de cristianos mandada por Pedro el Lector)
no perdió la confianza en un acuerdo entre ambos misticismos.
Si bien diferían en muchos aspectos dogmáticos, el cristiano
y el neoplatónico buscaban algo igualmente ajeno al sistema de
la ciencia: un «consuelo» ante el áspero mundo fáctico.
Los neoplatónicos creían en la reencarnación, los
cristianos en la resurrección; ambas cosas tienen en común
ser meras creencias, que no se siguen de razonamientos apoyados en la
observación de la naturaleza, o en el análisis del pensamiento.
Las proposiciones «filosóficas» del cristianismo se
resumen en la idea de que lo divino se ha hecho hombre. Esto puede entenderse
con diversos matices como demostrarán las innumerables sectas
que durante los primeros siglos disputan unas con otras, si bien
tiene como denominador común el antropomorfismo, que la filosofía
griega denunciaba ya desde Jenófanes, origen de los eleáticos,
en el siglo VI a.C. Junto con la encarnación se difunde el exacto
opuesto de lo divino en Aristóteles: un Dios creador, trascendente,
omnipotente y paternal. El Dios griego es inteligencia objetiva, el cristiano
es voluntad subjetiva. Como corolario de todo ello aparece la esperanza
de una clausura para la historia y un fin del tiempo, coincidente con
el retorno del Hijo y el llamado juicio universal.
Aunque se habla de una filosofía cristiana, cuyos representantes
más eminentes son Agustín de Hipona (para la Patrística)
y Tomás de Aquino (para la Escolástica), el término
filosofía se emplea aquí sólo analógicamente,
ya que el cristianismo es en todo momento una religión. Como tal
religión constituye uno de los hitos absolutos de Occidente, y
una perspectiva de enorme influjo en todos los órdenes, pero diverge
radicalmente de aquello que los griegos inventaron como amor al saber
(philo-sophía). De ahí que Agustín represente
una adaptación de Platón a la Escritura, y Tomás
de Aquino una adaptación de Aristóteles a lo mismo. «Saber»
en sentido griego exige una independencia de criterio y un respeto por
lo desconocido que faltan por completo en la declaración programática
de San Pablo antes Saulo, judío de Tarso, artífice
principal en la difusión del Evangelio. La primera Epístola
a los Corintios dice:
«Puesto que el mundo no conoció a Dios por medio de la
sabiduría, pareció bien a Dios salvar a los que creen
por medio del desvarío proclamado en alta voz. Los judíos
piden señales y los griegos buscan sabiduría, pero nosotros
proclamamos a un ungido crucificado, escándalo para los judíos,
locura para los gentiles».
4.2. Lo que desde el comienzo de la era cristiana pasa a ocupar el centro
de la atención es un horizonte de nihilidad. Había nada,
afirma el Génesis, y Dios hizo el ser; si ese ser no recae
en la nihilidad sólo se debe a Dios mismo. En Heráclito
el cosmos era «polvo esparcido al azar, supremamente bello»
(frag. 124). Desde el cristianismo allí impera un Amo que puede
decretar la desaparición del gran teatro, que decretó su
comienzo y que trasciende en general.
Los átomos de Demócrito eran polvo de ser indestructible
movido por una combinación de azar y necesidad. La visión
cristiana parte de la providencia y de la destructibilidad, ahonda en
el simulacro. El Aquiles homérico prefiere ser siervo de un amo
sin recursos que reinar entre los muertos, mientras la cristiandad eleva
oraciones pidiendo el fin del mundo físico, castigo para los concupiscentes
y celeste morada para los justos. Lo correcto para el cristiano es querer
morir, odiar genéricamente el «más acá»,
y si el suicidio se prohíbe no es porque la vida terrenal tenga
algún valor en sí, sino porque la existencia de cada fiel
no es suya; pertenece al Altísimo, y ofrecerla en cualquier ara
distinta del martirio por la fe equivale a una apropiación indebida.
Es la problemática de la «conciencia infeliz» (Hegel),
oscilante entre el horror a la vida y el horror a la muerte, que «muere
porque no muere» pero al mismo tiempo se aferra patéticamente
a la existencia despreciada. San Agustín el más ilustrado
de todos los nuevos creyentes llama en sus Confesiones «curiosidad
enfermiza a la episteme griega, considerándose felizmente
curado del «vano deseo de conocer». Y pasarán mil años
sin un remoto vestigio de ciencia.
La decadente Roma de los Césares se ha convertido en sede de un
nuevo poder espiritual, cuyos servidores no están sometidos a la
jurisdicción ordinaria ni pagan impuestos, y cuyo reino teológico
se convierte gradualmente en poder temporal, fuente de todos los demás
poderes temporales. En lugar del César hay ahora un Papa, y en
lugar de las viejas imágenes sagradas los templos exhiben reliquias
de mutilados mártires. La fidelidad a la Escritura y a su exclusivo
intérprete que es el Papado asfixia la consideración analítica
de los fenómenos. No es menos cierto que el retorno al proyecto
de una investigación científica se verificará gracias
al apoyo de altos dignatarios eclesiásticos desde el siglo XIV.
De hecho, lo que la Escolástica pueda tener de filosofía
surge cuando declina el interés por la teología dogmática
y los clérigos comienzan no tanto a edificar sobre la fe como a
pensar.
4.3. Pero no podemos dejar el cristianismo sin examinar su aspecto más
revolucionario, que es la reivindicación de una justicia social.
Platón, llamado San Platón por la Patrística cristiana,
había propuesto un Estado donde los rectores (custodios)
no podrían conocer la propiedad privada, admisible sólo
para los estamentos inferiores. El paso que consuman los albaceas de Jesús
es extender el esquema al resto de los estamentos. La base es un esquema
cooperativo y jerárquico al mismo tiempo:
No había entre ellos indigentes, pues cuantos eran dueños
de haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido,
y lo depositaban a los pies de los apóstoles, y a cada uno se
le repartía según su necesidad
(Hechos de los apóstoles, 4:32-35).
Como llega muy pronto el Reino de los Cielos, las actas apostólicas
no mencionan que el dinero donado se asigne a producir recursos para el
medio y largo plazo. Lo que sí ofrecen es algún detalle
sobre el procedimiento recaudatorio:
Un tal Ananías, de acuerdo con su mujer Safira, vendió
una propiedad; reservó una parte, en connivencia con su mujer,
y puso el resto a los pies de los apóstoles. Ananías,
díjole entonces Pedro ¿por qué ha llenado Satán
tu corazón, hasta el punto de mentir al Espíritu Santo
quedándote con parte del precio de tu campo? [...] No has mentido
a los hombres, sino a Dios. Al oir estas palabras Ananías perdió
el equilibrio y expiró. Un gran temor se apoderó entonces
de todos cuantos lo vieron. Algunos jóvenes amortajaron el cuerpo
y se lo llevaron a enterrar. Unas tres horas después apareció
su mujer, ignorante de lo sucedido. Pedro la interpeló: Dime
¿el campo que vendisteis, valía tanto? Ella repuso:
Sí valía tanto. Pedro continuó: ¿Cómo
habeis podido conspirar para burlaros del Espíritu Santo? Pues
bien, en la puerta tienes las pisadas de quienes han enterrado a tu
marido, que te llevarán a tí también. En
ese mismo instante ella se derrumbó y expiró. Un gran
temor se apoderó de todos cuanto se enteraron de estas cosas
(Hechos... 5: 1-11).
Por lo que respecta a adquisiciones y enajenaciones, Clemente de Alejandría
-el más antiguo Padre de la Iglesia- comenta que la salvación
será imposible si los propietarios no consultan a un santo
o profeta. Sus maestros apostólicos han defendido lo expuesto
por el Sermón de la Montaña, que Jesús empieza con
las famosas bienaventuranzas a pobres de espíritu, humildes,
afligidos, hambrientos y sedientos de justicia (Mateo 5:
3-7). En la interpretación de Santiago el Mayor, la pobreza espiritual
-y la material- denuncia un expolio perpetrado por ricos espirituales
y materiales, que perciben plusvalías inmerecidas:
Vosotros los ricos, llorad a gritos sobre las miserias que os
amenazan [...] Habéis atesorado para los últimos días.
Clama el jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado
por vosotros, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos
del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en delicias
sobre la tierra, entregados a los placeres, y habéis engordado
para el día de la matanza (Santiago, 4: 13 16;
5: 1-6).
Se supone que los préstamos no pueden devengar interés,
e incluso que no piden reembolso. Quien puede prestar tiene un excedente,
y quien tiene algún excedente se lo debe a la ecclesia (o
al Emperador). Pedir algo prestado para obtener ganancias -justificando
así los intereses del prestamista- es algo que sólo practican
unos extravagantes empresarios. Y no hay empresarios en el círculo
original, que se restringe inicialmente a la casta pobre de Israel (los
esenios). Su resentimiento hacia castas superiores (saduceos y fariseos)
hace frecuente acto de presencia en el Nuevo Testamento. Cuando el esenio
toma a préstamo dinero u otros bienes es para subsistir o para
alardear, nunca para hacer negocios, y resulta previsible que en un medio
social semejante la actividad crediticia se contraiga a mínimos.
Quien puede prestar trata de evitarlo a toda costa, si es preciso renunciando
a cualquier vestigio de ostentación o incluso fingiéndose
menesteroso. Es este círculo, oprimido ya por el Fisco romano,
el que alimenta las dos creencias más relevantes en términos
teóricos.
Primero, hay un ilimitado capital de reserva (la plethora) en manos
de los opulentos, que permitirá vivir dignamente a todos si la
jerarquía apostólica lo incauta y redistribuye. Segundo,
no es admisible la diferencia entre ricos por expolio o chantaje del prójimo
(el estamento militar-clerical) y ricos por ofrecer bienes y servicios
que solicitan voluntariamente las personas (estamento de los mercaderes).
Caso de admitirse cosa parecida a una diferencia entre riqueza derivada
de comercio y riqueza derivada de confiscación o temor sería
para apoyar a esta segunda, mientras presente razones patrióticas
o teológicas y condene el lujo. La incompatibilidad absoluta acontece
entre fe y mundo de los negocios, como refleja el episodio donde Jesús
la emprende a latigazos con quienes suministran ofrendas a los peregrinos
del Templo, en Jerusalén:
Halló allí a los que vendían bueyes, ovejas
y palomas, y a los cambistas allí sentados. Y haciéndose
un azote de cuerdas les echó fuera a todos, y a las ovejas y
a los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas y volcó
las mesas. Y dijo a los que vendían palomas: Quitad de
aquí esto y no hagáis de la casa de mi Padre casa de comercio.
(Juan, 2, 14-16)
Que no haya comercio en el templo, ni siquiera para suministrar las piadosas
ofrendas de distintos sacrificios, viene de que ninguna intención
puede compensar la vileza del comercio, aquella mancha (miasma)
que arroja sobre cosas y personas. Ser amigo del mundo es ser enemigo
de Dios (Santiago 4: 4), pues no cabe servir a Dios
y al Dinero (Mateo, 6: 24). Justamente porque el dinero ensucia
y corrompe, no hay planes de remediar la pobreza con recursos de sentido
común (laboriosidad, ingenio, cumplimiento de los pactos), sino
con una sociedad ajena a la diferencia entre valor de uso y valor de cambio,
redimida del horror económico. Siendo inminente un
fin de aquel mundo, el bienestar se asegura decretando que todo es de
todos. Quienes no opinan igual, obstinándose en practicar hábitos
de previsión y ahorro, desconfían sin motivo de la divina
providencia y por eso mismo blasfeman. De ahí las observaciones
evangélicas sobre pájaros y lirios, que siguen existiendo
sin sembrar ni recolectar sus alimentos. No os inquietéis
termina diciendo Jesús- por lo que comeréis
o beberéis, o por cómo iréis vestidos. Estas son
las cosas que preocupan a los paganos. Buscad el Reino y la justicia,
y todo se andará por añadidura; y todo os será dado
con sobreabundancia. No os inquietéis por el mañana(Mateo,
6: 31-34).
La Patrística, que ya es cristianismo culto, reelabora estas tesis.
San Ambrosio, obispo de Milán, asegura que la adquisición
de riqueza es imposible sin cometer injusticia. La propiedad privada constituye
una usurpación, y por eso los pobres tienen derecho
a la caridad: es una manera de recobrar parte de algo que les pertenece.
San Jerónimo coincide con él, argumentando que las ganancias
de un hombre siempre van ligadas a las pérdidas de otro. El heredero
inmediato de ambos, San Agustín, da el importante paso de definir
como vicio social prototípico el deseo de comprar
barato y vender caro. Ningún Padre de la Iglesia menciona
las confiscaciones, peajes y demás sangrías impuestas por
el amo temporal y espiritual, donde en efecto el lucro de uno es siempre
daño emergente para otro. Al contrario, semejantes atropellos forman
parte del principio según el cual los seres humanos no tienen propiedad
privada legítima. El enemigo por excelencia es la actividad mercantil,
esa dimensión de intercambios voluntarios que pone en peligro la
estabilidad del vínculo involuntario por excelencia que es la confesión
adquirida por bautismo.
La presión de dichas ideas alcanza un punto dramático reflejado
por el Sínodo de Paflagonia (340), donde se declara erróneo
aseverar que si los creyentes no ceden todos sus bienes al clero serán
condenados por fuerza al infierno. La secta original es ya religión
ecuménica, y no excluye por principio adherentes acomodados.