PREFACIO - TEMA VI - TEMA VII - TEMA VIII

 

TEMA VII. LA FILOSOFÍA PLATÓNICA

ESQUEMA-RESUMEN

1. LA LUZ Y LAS SOMBRAS

2. UNA TEORÍA DE LO IDEAL
2.1. Lo relativo y lo absoluto.
2.2. La dialéctica.
2.2.1. La dialéctica del uno.
2.2.2. El concepto de “ser”.

3. EL ALMA ENCARCELADA
3.1. La naturaleza del alma.
3.1.1. El espíritu y lo corpóreo.
3.1.2. El alma como pensamiento.

4. COSMOLOGÍA
4.1. Mecanismo y finalidad.

5. PROYECTO POLÍTICO
5.1. La república.


Platón (427-347) nació en Atenas, dentro de una de las más ilustres familias, y estudió en su primera juventud las obras de los viejos filósofos junto a Cratilo, un seguidor de Heráclito. Teniendo veinte años conoció a Sócrates, y durante dos lustros —hasta la ejecución de éste— se contó entre sus más fervientes discípulos. La muerte del maestro dejó en él una huella indeleble. «Vi”, cuenta en una de sus cartas, “que el género humano no llegaría nunca a libertarse del mal si, primeramente, no alcanzaban el poder los verdaderos filósofos, y los rectores del Estado no se convertían por azar divino en verdaderos filósofos».
Viajó luego quizá hasta Egipto y sin duda hasta el sur de Italia, donde trabó conocimiento con importantes pitagóricos —Filolao y Arquitas de Tarento—, cosa que confirió a su socratismo inicial un giro resueltamente místico y matemático. Cuando tenía ya más de sesenta años, y había escrito una parte considerable de su obra, trató de poner en práctica una república perfecta en Siracusa. Pero sus esfuerzos se vieron defraudados por el tirano reinante, el joven Dionisio, que alternativamente le dio esperanzas, le sometió a chantajes y, finalmente, le retiró su favor. Tras una serie de circunstancias, Platón fue puesto a la venta en el mercado de esclavos de Egina —a la sazón en guerra con Atenas— y rescatado providencialmente por un amigo. Con el precio de ese rescate —que no quiso recobrar su donante— se dice que fundó una asociación para el estudio de la filosofía siguiendo hasta cierto punto el modelo de la Hermandad pitagórica, que será la «Academia». Allí ejerció la docencia con notable fecundidad, que permitiría a la escuela sobrevivir casi mil años hasta ser proscrita por el emperador Justiniano en el siglo V.
Con excepción de algunas cartas, la obra escrita de Platón está constituida por diálogos, redactados con exquisita elegancia. En la primera época estos textos están aún muy ligados a la influencia socrática, para ir poco a poco expresando más y más su propio pensamiento. El interlocutor principal es casi siempre Sócrates, aunque esto no significa que debamos considerar suyos los criterios allí expuestos. La importancia capital de los conceptos platónicos, y de sus análisis, impone una consideración algo más detenida que en el caso de los pensadores previos.
Añadamos a estas precisiones esquemáticas que Platón posee la envidiable y prodigiosa capacidad de construir mitos, comparables en sobredeterminación y hondura a cualquiera de los conocidos, que hasta él (y después de él) son siempre obras anónimas o impersonales del espíritu humano.

1. En el más célebre de sus diálogos, La república, propone Platón el más conocido de esos mitos:

—... «has de ver a los hombres como en una morada bajo la tierra, a modo de caverna (antron), con una gran entrada abierta hacia la luz. Considera que están en esa morada desde niños, encadenados de piernas y cuello, de modo que son incapaces de mover la cabeza; reciben la luz de un fuego que arde a sus espaldas; entre el fuego y los encadenados pasa un camino, e imagina a lo largo de él un muro como el de los ilusionistas, dispuesto entre quienes maniobran con las marionetas y ellas mismas.
—Lo estoy viendo.
—Imagina ahora que a lo largo de ese muro pasan hombres que portan útiles y toda clase de objetos fabricados; como es natural, algunos de los porteadores hablan, otros pasan en silencio.
—Extraña imagen, extraños prisioneros.
—Semejantes a nosotros, pues ¿crees que verían de sí mismos, y unos de otros, nada salvo las sombras que se proyectan sobre la pared de la caverna que queda frente a ellos?
—¿Cómo podrían, si están forzados de por vida a tener las cabezas inmóviles?
—Entonces no tendrían por verdadero otra cosa que la sombra de los artefactos.
—Totalmente inevitable.
—Considera ahora la clase de liberación de las cadenas y curación de la ignorancia que tendría lugar si les aconteciese algo como lo siguiente: que alguno fuese súbitamente desatado y obligado a levantarse, a volver la cabeza, a caminar y a mirar hacia la luz, de modo que —haciendo todo esto— se dolería, y debido al deslumbramiento sería incapaz de mirar a aquellas cosas cuyas sombras veía antes [...] Cuando al mostrársele cada una de las cosas que pasan y se le obligara a contestar a la pregunta «qué es» ¿no crees que se encontraría turbado, estimando más verdaderas las cosas vistas antes que las ahora manifiestas?
—Desde luego.
—Y si desde allí dentro alguien lo arrastrase por la fuerza, a través de la ruda y escarpada salida, y no lo dejase antes de arrastrarlo hasta la luz del sol ¿no es cierto que se dolería vivamente y se irritaría, y que por tener los ojos llenos del resplandor no podría ver nada de lo que ahora se le indica como verdadero?
—No podría, al menos de repente.
—Sin duda necesitaría acostumbrarse, si debe llegar a ver lo que está arriba. Y primero podría mirar con mayor facilidad a las sombras, y después las imágenes de los hombres y de lo demás en la superficie de las aguas, y más tarde a las cosas mismas. Partiendo de esto podría contemplar lo que hay en el cielo y el cielo mismo, y lo contemplaría con más facilidad de noche, mirando hacia la luz de las estrellas y la luna.
—¿Cómo no?
—Pues bien, acordándose de su primera morada y de la sabiduría de allí y de los que eran sus compañeros de prisión ¿no crees que se felicitaría por el cambio y los compadecería?
—Y mucho.
—Y si entre aquellos hubiera ciertos honores, elogios y recompensas para el que discerniese más agudamente lo que pasa, y para el que mejor recordase lo que suele pasar antes y después y a la vez, y para el que de este modo pudiese predecir lo mejor posible lo que en cada caso va a pasar ¿crees que tendría deseo de tales recompensas y envidiaría a los que son honrados con ellas, y a los que allí tienen el poder, o más bien que le pasaría lo que dice Homero, que preferiría «servir por salario a un extraño sin bienes», y en general sufrir cualquier cosa, antes que entregarse a aquellos pareceres y vivir de aquella manera?
—Aceptaría cualquier cosa antes que vivir de aquella manera.
—Y considera esto: si descendiendo de nuevo hubiese de competir en el discernimiento de las sombras con los que siempre han estado presos, mientras aún está como ciego, antes de hacerse a la penumbra ¿no provocaría risa, y no se diría de él que por haber realizado aquella ascensión viene con los ojos estropeados, y no vale la pena intentar semejante viaje? Y ¿no es cierto que si tratara de desencadenarlos y conducirlos arriba, si pudieran apoderarse de él y matarlo, lo matarían?
—Muy cierto.»

2. Esta alegoría, conocida como mito de la caverna, presenta en forma dramatizada la aportación básica de Platón a la historia del saber —y a la historia universal—, que es su doctrina de las ideas. Si podemos vincular a Heráclito con el concepto de logos, a Parménides con el de alétheia, a Anaxágoras con el de nous y a Demócrito con los átomoi, Platón se liga al concepto de eidos o «idea», que literalmente significa «aspecto», «figura».
La idea es la determinación en sí, la esencia. ¿Qué debemos entender por esto? Empecemos por un breve análisis:
A) La determinación no es el determinar (que remite al hombre, la sensación, etc.) ni lo determinado (que remite a una materia, unas existencias externas, etc.). Estamos tan acostumbrados a servirnos de determinaciones que se nos pasan desapercibidas en cuanto tales. Si pienso en una puerta, por ejemplo, puedo representarme una puerta de tales o cuales características, recordada, imaginada, percibida actualmente, etc.; pero además de esto hay la abertura en una pared. Esta o aquella puerta se llaman así porque interrumpen cierta superficie, lo cual supone algo mucho más universal, que no se agota en ninguno de sus ejemplos. «Suponemos”, dice Platón, “que una idea existe cuando damos el mismo nombre a muchas cosas separadas»;
B) se trata de la determinación en sí, de la «esencia», o el qué (ti) es algo. Cualquier puerta existente puede ser recortada, ensanchada, demolida, erosionada, reconstruida; cualquiera está expuesta al tiempo y a las otras cosas existentes. Sin embargo, la determinación en sí no es rozada siquiera por nada como el viento, el peso, la luz o una herramienta. Esto constituye su «pureza»: no tiene contacto con la singularidad particular, no forma parte de las cosas (jrémata) materialmente disponibles.
Si la puerta puede concebirse como idea, lo mismo acontece con todo lo demás. El barro y la putrefacción tienen un eidos, igual que la magnitud, la golondrina, la unidad o el televisor. Basta tomar estos contenidos como determinaciones esenciales. Nos preguntamos entonces qué son las «determinaciones», y Platón responde que son identidades puras y concretas a la vez, contenidos que son ékaston eautó tautón («cada uno para sí mismo lo mismo»). A estas identidades Platón las llama también genos, «género». Si Parménides había descubierto el género más universal o la identidad —llamándolo «ser»— Platón se adentra en el género preciso que son las ideas como esencias de las cosas.
Sencilla, nítida y profunda, esta intuición marca la mayoría de edad de la filosofía, suscitando al mismo tiempo una oleada de cuestiones y dilemas extraordinariamente intrincados.


2.1. El concepto de idea sintetiza las intuiciones de los filósofos previos. Por una parte contiene el énfasis en la precisión que oponían los pitagóricos al ápeiron de Anaximandro, y desarrolla la identidad como alétheia (en los términos eleáticos). Por otra, las ideas son estrictamente los logoi, las «razones» de las cosas. En tercer término, la actividad del nous de Anaxágoras que es el noein o pensar aparece como acto de captar el eidos precisamente, y la contemplación de las ideas equivale a instalar la inteligencia en el mundo.
Los sofistas habían relativizado la verdad, y los socráticos sólo encontraron como cosa absoluta la virtud del sabio, que implicaba también un ser para mí y no en sí de las cosas. Platón recobra una dimensión incondicionada en el concepto de lo ideal y el campo eidético. Aunque parece que la conciencia determina el mundo, como decía Protágoras, más que determinarlo originariamente se sirve para ello de algo donde no interviene para nada, que son las determinaciones mismas como tales. Esto puede ser un bello templo para una conciencia y un caserón de mal gusto para otra, pero en el criterio humano los ingredientes o contenidos —bello, templo, mal, gusto— no son ya relativos. Al contrario, aunque ese templo sea pulverizado por agentes externos, la belleza o la fealdad, y la noción misma de un lugar sagrado, son anteriores, generales y permanentes. Si bien lo determinado es relativo, las esencias puras constituyen un reino lógico que está al abrigo del para otro. La relatividad de la sensación no rige para esos universales que preexisten a la constitución de cualquier cosa determinada, y la informan con un troquel indeleble. Platón propone discurrir justamente sobre esos seres que son en sí y para sí mismos.


2.2. Dialéctica viene de léguein («decir», «reunir», «determinar») y diá, un término expresivo de tránsito («pasar de lo uno a lo otro»). Tomar las ideas en la realidad de su conexión —consigo mismas, con sus opuestos y con las otras ideas— es lo que Platón llama «dialéctica». La conexión representa un proceso, y este proceso comprende dos momentos básicos: a) reconducir contenidos dispersos a una sola idea; b) dividir la idea única en sus contenidos, mostrando la articulación de éstos.
Vemos lo primero, por ejemplo, en el hedonismo, el estoicismo y el escepticismo, que siendo fenómenos perfectamente distintos aparecen también como simples especializaciones de una sola idea (la virtud humana). Tenemos lo segundo, por ejemplo, en ese mismo proceso visto a la inversa, partiendo del ideal de la virtud hasta captar su descomposición espontánea en actitudes éticas diversas y hasta opuestas. En un caso la dialéctica conduce a una síntesis, y en el otro a un análisis.
Lo fundamental es que la determinación no aparezca en forma simplemente afirmativa y tautológica, como cuando decimos «A es» o «A es A», sino que se muestre en el proceso de su constitución. Para que se dé un A es preciso que se den las otras letras, para que haya las letras hace falta un alfabeto, para que haya alfabeto hay la condición previa de un lenguaje, etc. En la idea simplísima de la puerta, por ejemplo, hay no sólo cierto medio para pasar o cruzar sino la cerca o pared horadada, el obstáculo, y si falta uno cualquiera de estos momentos falta la esencia «puerta». De igual manera, A se define también como no-B, no-C ..., y toda determinación en general no es algo inerte o una mera «tesis» sino algo que contiene lo antitético igualmente. Toda esencia es una identidad precisa (un «sí mismo») en cuanto se diversifica dentro de sí y se contrapone a otra cosa. De ahí un movimiento que procede como tesis-antítesis-síntesis.


2.2.1. Sólo en un diálogo —el Parménides— ofrece Platón el desarrollo exhaustivo de un proceso dialéctico, que toma por objeto la idea del «uno». Este uno representa en el diálogo tres contenidos interdependientes, que se desarrollan en algunos momentos por separado y otras veces en conjunto: a) el ser (en sentido eleático) contrapuesto al no ser; b) la unidad sin partes, contrapuesta a la multiplicidad y al todo como composición; c) el sí mismo contrapuesto a lo otro.
En relación con esta idea del uno Platón propone dos «ejercicios»: el primero afirma que «el uno es» y se pregunta qué consecuencias se siguen para el uno mismo y para «lo demás»; el segundo afirma que el uno «no es”, o que no hay nada semejante, y pregunta qué consecuencias se siguen de ello para el uno y lo demás.
Esto proporciona ocasión para un razonamiento sumamente prolijo, donde las categorías (unidad, pluralidad, totalidad, identidad, oposición, límite, ilimitación, lugar, figura, número, quietud, movimiento, instante, etc.) se separan, reúnen, progresan, retroceden y, en definitiva, ponen de manifiesto su íntima interdependencia. Lo que Platón llama el uno ha de ser contra lo demás, pero si se define por la oposición a eso otro y múltiple o bien participa de ello (y el uno no es) o bien se torna algo ápeiron, falto por tanto de cualquier sí mismo. Siendo uno es otro, y siendo otro es uno.
Era el momento para sentar una conclusión escéptica, o para recurrir a la distinción eleática entre verdad y opinión. Sin embargo, Platón no solventa el problema afirmando el principio de una identidad abstracta, como hizo el Parménides histórico, y tampoco se ve conducido a dudar del uno y de lo demás. Le complace más bien hacer ver que el pensamiento no necesita esquivar la contradicción, y que ninguna esencia tética o tautológica es verdaderamente admisible. La última frase del diálogo establece:

«Tanto si hay el uno como si no lo hay, él y lo otro —en sus relaciones consigo mismos y respectivamente— son todo y son nada, aparecen y desaparecen».

A la filosofía lo que le importa es hacerse verdaderamente científica, y para ello ha de captar la fluidez del pensamiento moviéndose en sus determinaciones. La dialéctica representa el ejercicio de esa fluidez, donde coexisten lo positivo y lo negativo sin aislamiento ni paralización. La idea del uno conduce a la de lo múltiple por pura lógica, no menos que la multiplicidad conduce al uno debido a lo mismo. Es preciso entonces elevarse sobre el criterio dogmático de una verdad inmediata, fuere cual fuere, para perseguir una unidad de la identidad y la contradicción. Sólo esto será algo verdaderamente absoluto, y sólo desde ese ejercicio «dialéctico» de la razón dejará la filosofía el terreno del mero opinar.


2.2.2. En otro diálogo de su vejez, el Sofista, un «forastero» —que se presenta en principio como eleático— completa lo antes expuesto, haciendo un irónico resumen del pensamiento griego anterior. Teme convertirse «en algo así como un parricida», pues declara que «el no ser es en algún sentido y que el ser en algún modo no es». Hablan el forastero y Teeteto:

«F.—Tranquilamente, me parece, nos han dado sus explicaciones Parménides y todos los que se han puesto a discernir el ser de lo que es, tanto en cuanto al número como en cuanto a su naturaleza.
T.—¿En qué sentido?
F.—Cada uno de ellos da la impresión de contarnos un mito, como si fuésemos niños. El uno dice que el ser son tres, que a veces se hacen la guerra pero en otros momentos se hacen amigos, contraen matrimonio, tienen una prole y alimentan a sus vástagos. Aquel otro habla de dos seres: lo húmedo y lo seco, o bien lo caliente y lo frío; los reúne bajo un mismo techo y los entrega el uno al otro. Por lo que respecta a nuestra estirpe eleática, que parte de Jenófanes y de antes todavía, se explica en sus mitos en el sentido de que uno es lo que se llama todo. Pero ciertas musas de Jonia y, más tarde, de Sicilia pensaron que lo más seguro es entrelazar ambas tesis y decir que el ser es múltiple y uno a la vez, y que está unido por odio y amor. Pues lo discordante es continuamente acorde, mantienen las más agudas de esas musas; mientras las más suaves han relajado la constancia de ese acuerdo de lo discordante, diciendo que alternativamente el todo es uno y amigo por la acción de Afrodita, y múltiple y hostil a sí mismo en virtud de un odio. En todo esto, si alguno de entre ellos ha dicho la verdad o no es difícil saberlo, y sería contrario a mesura juzgar en tan graves cuestiones a hombres ilustres y antiguos; pero no hay envidia en manifestar lo siguiente.
T.—¿Qué?
F.—Que se han ocupado demasiado poco en mirar desde su altura a la muchedumbre, a nosotros; pues sin pensar si les seguimos en lo que dicen o nos quedamos atrás, ellos llevan hasta el final cada uno su historia.
T.—¿Qué quieres decir?
F.—Cuando alguno de ellos se hace oír diciendo que es o ha sido o llega a ser múltiple o uno o dos, y otro dice que lo caliente se mezcla con lo frío, estableciendo discordias y concordias, por los dioses, Teeteto ¿entiendes tú algo de lo que dicen? Porque yo, cuando era más joven, cada vez que alguien formulaba lo que ahora nos embaraza, el no ser, creía entender con precisión; y, sin embargo, ahora ya ves en qué grado de dificultad estamos por lo que se refiere a ello.
T.—Sí, lo veo.
F.—Quién sabe si no ocurrirá que, estando nuestra alma en el mismo estado por lo que se refiere al ser, decimos no tener dificultad alguna acerca de él y entender cada vez que alguien lo pronuncia y, en cambio, no entender lo que se refiere al no ser, cuando en realidad estamos en la misma situación respecto de ambos.»

Pero ¿qué se sugiere con dialéctica de las ideas? En definitiva, dice el forastero, la dialéctica muestra la comunicación de los géneros o esencias que son las ideas, y la imposibilidad de que «el ser perfecto no viva ni piense». Esto implica dejar atrás el ser como algo «augusto y santo, dispuesto en su inmovilidad», pues tanto lo movido como el movimiento poseen también realidad, y su negación del “uno” no puede entenderse como un corte ontológico, en los términos eleáticos. Aceptar esta consecuencia constituye el «parricidio» inevitable de la filosofía, que pasa a ser ciencia de las determinaciones en su conexión. Tal como la unidad postula la diversidad, la quietud postula la acción y la vida el movimiento. Por encima de sus contradicciones, como síntesis del contenido universal, la verdad es quietud y movimiento, identidad y diferencia, existencia absoluta y vida práctica.

3. Estos análisis son deslumbrantes, impecables, y la metodología científica está para siempre en deuda con ellos. La dialéctica enseña a moverse dentro del pensamiento como la gimnasia a estirar la musculatura, y ningún pensador digno de ese nombre ha omitido practicarlos a fondo. Sin embargo, encontramos en Platón algo muy análogo a lo visto en Pitágoras, que tras un análisis no menos deslumbrante de la unidad, la diferencia, etc. añade elementos extemporáneos a la exposición conceptual. Quedándonos con la teoría de las ideas tal como se expone en el Parménides, el Sofista y algunos otros diálogos repasamos a Heráclito, aunque llevándolo un paso adelante en todos sentidos. Atendiendo al resto de Platón, la coincidencia de los opuestos —el criterio de que la inteligencia es una vida— tropieza con una división de la existencia en mundos aislados, -sensible e inteligible, material e ideal- que al cortar su comunicación suprime su propia dialéctica. La admirable proeza de describir cómo se concatenan los principios del pensamiento defiende también cierta teología dogmática. Al igual que sucedía con los pitagóricos, las más agudas y profundas construcciones llevan adherida una rémora mítico-ritual, y las ideas dejan de ser géneros lógicos para convertirse en lo real mismo, como causas de toda existencia singular.
¿Cómo puede lo sensible ejemplificar lo inteligible, si esto forma una realidad aparte? Pero ¿cómo no sostener la existencia de una extra-realidad, si al análisis se añaden creencias extra-analíticas como una eternidad del alma singular? Dos tesis arbitrarias lo imponen: a) que el alma tuvo una existencia anterior a ésta; b) que va atravesando sucesivas reencarnaciones. Volvemos a topar con la transmigración hindú, forzando inversiones de la causalidad natural que tropiezan con los datos de la observación. Mientras ya Anaximandro postulaba que el hombre provenía de especies animales inferiores, Platón se ve obligado a suponer que todos los animales descienden del humano, cuyas almas recibieron cuerpos tanto más “miserables” cuanto menos fervorosamente se opusieron a la concupiscencia y sus vicios.

3.1. En el diálogo llamado Fedro,uno de los más bellos literariamente, leemos:

«Todo cuanto se mueve a sí mismo es inmortal, y lo que moviendo otra cosa es movido a su vez por otra deja de existir cuando cesa su movimiento [...] Todo cuerpo al que pertenece ser movido desde fuera es un cuerpo inanimado, mientras aquel a quien pertenece moverse por sí y desde dentro es un cuerpo animado. Pero si así es, y si lo que se mueve a sí mismo no es sino el alma, ésta debe ser necesariamente algo ingénito tanto como inmortal».

Esto es conceptualmente sostenible, pero Platón quiere ir bastante más allá, y para precisar la naturaleza de ese alma transmigrante recurre a otro mito:

«El alma se asemeja a una fuerza donde concurren por naturaleza un tiro de dos caballos y su cochero, todos ellos sostenidos por alas. Ahora bien, en el caso de los dioses tanto los caballos como los cocheros son enteramente buenos y de buena raza, mientras en el caso de los otros seres hay mezcla. En primer lugar, entre nosotros la autoridad pertenece a un auriga que conduce a dos caballos bajo una misma guía; en segundo lugar, uno de ellos es un caballo bello y bueno, cuya raza lo es también, mientras en el otro hay una bestia cuyos componentes son contrarios a los del primero, tal como es contraria su naturaleza [...]. Mientras el alma es perfecta y tiene sus alas, camina por las alturas y administra la totalidad del mundo. Cuando, al contrario, ha perdido las plumas de sus alas, se ve precipitada hasta que se apodera de ella algo sólido. Ahí instala su residencia, toma un cuerpo terreno que parecerá moverse a sí mismo en virtud de la fuerza del alma. A este conjunto total de alma y cuerpo compacto se le dio el nombre de viviente, y recibió el apelativo de mortal [...] Las almas que llamamos inmortales se alzan más allá de la bóveda celeste y, viéndola desde detrás giran en revolución circular mientras contemplan las realidades exteriores al cielo. Ese lugar supraceleste ningún poeta de aquí abajo lo ha cantado en himnos, y ninguno lo cantará jamás con una estrofa digna [...], pues es objeto de contemplación tan sólo para el piloto del alma, para la inteligencia».

Elevarse a la visión de las ideas mismas, y disfrutar serenamente de esa «realidad intangible», se reserva a los dioses. Las demás almas, debido a defectos del auriga, a la agitación de los caballos y al ardiente deseo que todas tienen de «ganar las alturas», tropiezan unas con otras y consigo mismas, cayendo con las alas rotas desde aquellas esferas trascendentes. Sin embargo,

«toda alma que haya visto algo de las realidades verdaderas permanece sana y salva hasta la revolución astral siguiente, y si se muestra siempre capaz de satisfacer dicha condición queda siempre exenta de ese daño. Pero cuando no ha visto nada y, víctima de alguna desgracia, ahíta de olvido, de maldad, pasa a ser grave, y ese peso desprende las plumas de sus alas haciéndola precipitarse sobre la Tierra. Es ley que en la primera generación no adope ninguna forma de animal».

Sigue a esto una enumeración de las reencarnaciones en nueve rangos, de superior a inferior, que van desde el filósofo hasta el tirano (la penúltima categoría, tras los campesinos, corresponde a «sofistas y demagogos»). Tras algunas salvedades y precisiones de detalle, Platón añade que:

«Al cumplirse su primera existencia, las almas son sometidas a un juicio y, una vez juzgadas, acuden algunas a las casas de justicia y pagan la pena a la cual fueron condenadas; las otras, acudiendo a cierto lugar del cielo cuando el efecto del juicio ha sido hacerlas ligeras, llevan allí la existencia que merecieron por la vida vivida bajo forma humana. Pero al transcurrir mil años unas y otras, venidas para echar a suertes y elegir su segunda existencia, la eligen cada una a su gusto. En ese momento un alma de hombre pasa a vivir una existencia de animal, y desde una existencia de animal vuelve a una de hombre quien otrora lo fue, pues jamás llegará a nuestra forma un alma que no haya visto la verdad.
En efecto, hace falta que en el hombre el acto intelectual tenga lugar según lo que se llama la idea (eidos), yendo de una pluralidad de sensaciones a una unidad donde las reúne la reflexión. Ahora bien, esto es una rememoración de aquellas realidades superiores que nuestra alma vio en otro tiempo, cuando caminaba en compañía de un dios, cuando miraba desde lo alto las cosas de las que ahora decimos que existen, cuando alzaba la cabeza hacia lo que tiene una existencia real.
Por otra parte, no es fácil para toda alma recordar esas realidades superiores [...], esos seres puros en sí mismos, cuyo lugar no está marcado por este sepulcro (sema) que llevamos con nosotros y llamamos cuerpo (soma), al cual nos hallamos encadenados como la ostra a su concha».


3.1.1. Conmovedoramente hermoso y rebosante de significados en cada palabra, como los grandes mitos, este relato explica también que su autor fuese llamado desde la Patrística cristiana «San Platón». Ningún gran pensador ha predicado con más elocuencia el castigo de quien está manchado por el placer de los sentidos, ni el premio para quienes despreciaron el oropel multicolor de apetitos impuros. En él la renuncia a los goces naturales lleva a un desprecio por la existencia física, que sólo evita caer en pesimismo absoluto enarbolando el señuelo de otra vida, en otra parte, para algunos justos. La verdadera oposición no acontece entonces entre lo limitado y lo ilimitado, entre lo inmóvil y lo moviente, entre la unidad y la pluralidad, sino entre el espíritu y la materia.
La eternidad de las almas singulares significa que los diversos individuos vivientes son siempre los mismos, simplemente vestidos con sucesivos cuerpos, ascendiendo o descendiendo en la escala biológica de acuerdo con los méritos o faltas acumulados en la encarnación previa. A pesar de la bella alegoría donde aparece envuelto, esto no es pensamiento filosófico ni lo será nunca. Podemos llamarlo espiritualismo, aunque «fe espiritista» constituye una definición más exacta. No se apoya en la observación de la naturaleza ni en la estructura del pensamiento, y exhibe un sospechoso valor consolatorio, edificante, como cuando se les decía a los hijos que si eran malos vendría el coco a comérselos, y si eran buenos les traería un regalo el hada Celestina. Desde el punto de vista político constituye un expeditivo recurso para mantener al pueblo inmerso en temores a lo sobrenatural, pero su contenido como concepto permanece en la bruma de las supersticiones útiles.
Los filósofos son, entre otras cosas, quienes no creen en fantasmas ni en el diablo. Cuando hablamos del espíritu de un pueblo, o cuando decimos que alguien es un hombre de espíritu, no estamos pretendiendo que ese pueblo o ese hombre sean algo absolutamente simple y eterno, prisionero de una envoltura corpórea. Al contrario, designamos como espíritu un temperamento y una manera de asumir la dimensión física, que se verían privados por completo de sentido y riqueza tan pronto como hubieran de considerarse seres esencialmente simples, incorpóreos, anhelantes de desencarnación y, encima, los mismos exactamente desde el origen de los tiempos. Al contrario, percibimos allí una naturaleza síntética, en el sentido de cierta unidad que implica diversidad y sobre todo acción, por lo cual nunca son unos « mismos» permanentes, anteriores y posteriores a la aventura concreta de existir.
La ambigüedad de Platón, que es la ambigüedad pitagórica en general, consiste en mezclar el aspecto lógico de las esencias con el aspecto espiritista de las almas transmigrantes. Una cosa es la idea del pulgón como esquema morfológico viviente, y otra bien distinta un alma eterna del pulgón, originariamente humana. Como habrá ocasión de ver con Aristóteles, y como hemos visto ya en los socráticos, cualquier ética basada en premios o castigos (sobrenaturales o naturales) ignora lo fundamental, esto es: que la virtud debe ser su propio premio, y que cualquier otra moralidad degrada la acción humana a algo sostenido por opresión. Del mismo modo, tratándose de seres vivos nuestras almas no pueden ser otra cosa que ideas de ciertos cuerpos, entendiendo por ello lo común a todas sus capacidades y potencias.

3.1.2. No podemos, por esto, aceptar sin más la doctrina platónica de las ideas. Pero hay un elemento admirable en todo ello, que es la invocación a lo superior en el hombre, el hecho de tener siempre delante lo divino como aquello que es en sí mismo Verdad, Belleza y Bien. En Platón encontramos ese interés constante por lo general que informa desde su raíz todo conocimiento científico, y su propio esfuerzo por concebir lo general de modo concreto le convierte en fundador de la ciencia tal como la entendemos hoy.
La idea no es un universal abstracto y simplemente común —como el ser, lo uno, el elemento, etc.— sino un universal que ilumina lo determinado, al que se llega alzando la vista por encima de lo inmediato no menos que profundizando en ello. Concebir las cosas a través de sus ideas significa que el pensamiento deja de ser una opinión arbitraria sobre sensaciones y entra en su normatividad interna, en los principios o pautas del propio contenido que constituyen la dialéctica platónica. Ya no hay aquí una inteligencia y allí un mundo de cosas ajeno a la naturaleza del nous. Asumidos científicamente, ambos lados se interpenetran: es un mundo del pensamiento y un pensamiento del mundo, inscrito en lo más hondo de su existencia.
Que esa misma unidad infinita se escinda luego en más acá y más allá, tumba terrenal y morada supraceleste, no obsta para que veamos en Platón el primer sistema filosófico capaz de trascender semejante dicotomía. Como lo rector o el principio del movimiento, el alma constituye esa inteligencia que está aquí y también allí, que nace y muere sin nacer ni morir realmente. Entre la descripción del auriga con los dos caballos y el relato de las reencarnaciones de las diversas almas, como una observación que no recibe más desarrollo, el Fedro habla de

«un viviente inmortal que posee un alma, que posee un cuerpo, pero en quien la unión natural de estas dos cosas está hecha para una duración eterna».

Aparece así el concepto de lo divino como universo real. Ese viviente es el género supremo que abarca todo dentro de sí, la idea de las ideas llamada por Platón el bien. El bien es que este viviente sea, y el eco de tal unión en todo lo vivo —el sentimiento mismo de la vida afirmándose— constituye el amor (eros), que es siempre «amor de la belleza» y se apodera del hombre como una especie de delirio sagrado (manía), tendiendo un puente entre ignorancia y sabiduría.

4. Platón dedicó escaso interés a cuestiones de física y cosmología, y algunas tradiciones antiguas llegan a asegurar que el Timeo, único diálogo centrado sobre estos temas, fue obra del pitagórico Filolao. Platón parte de que el mundo físico no posee firmeza y estabilidad, que carece de verdadero ser y, por lo mismo, no es susceptible de «ciencia» en sentido estricto. Todo cuanto pueden los astrónomos, por ejemplo, es «salvar las apariencias», construyendo modelos aproximados y «verosímiles» para confeccionar calendarios y almanaques, útiles a su vez para la agricultura (fechas de siembra y recolección) o para orientar de noche al navegante. Sin embargo, la creación del mundo sensible producirá otro mito, cuyas repercusiones en la posterior historia de la ciencia serán inmensas. En resumen, el Timeo cuenta que:

El autor o artesano (demiurgos), un ser “bueno y sin envidia”, decidió crear un universo donde «todo se hiciese más o menos como él mismo», empleando a tales fines el cálculo. Le interesaba lograr una «bella composición», a caballo entre la aritmética y la música. Usando como criterio idóneo de las relaciones la proporción, hizo surgir por combinatoria los cuatro elementos. Deliberó entonces sobre cuál iba a ser la figura del conglomerado; pero sólo hay una figura «perfecta», capaz de comprender en sí a todas las otras y con un centro equidistante de todos los puntos superficiales. Resuelto a favor de la esfera, pensó qué estatuto sería el óptimo para su proyecto de mundo, y llegó a la conclusión de que convenía la autarquía: no poder perder ni recibir de fuera cosa alguna, y procurarse alimento extrayéndolo de sus propias pérdidas. Para consumar esta corporeidad sólo quedaba elegir el tipo de dinámica que movería al mundo, y eligió la rotación sobre un eje, como «movimiento más vinculado a la inteligencia y la reflexión». Una vez «calculado» todo, el artesano tuvo ante sí un cuerpo completo, hecho de cuerpos no menos completos. Pero se sintió descontento con la medida de orden así asegurada, y creó el tiempo como «imagen del desarrollo eterno al ritmo del número». Para que custodiasen «los números del tiempo».produjo los planetas, el Sol y la Luna

Antes de terminar el mundo instaló en su centro un alma. Es excelente la descripción de cómo hizo tal cosa:

«De la substancia indivisible y que siempre se conserva idéntica, y de la que al contrario se expresa en los cuerpos, sujeta al devenir y divisible, extrajo por mezcla una tercera [...], y tomando lo que de suyo eran tres, lo mezcló todo para constituir una sola substancia, ajustando por la fuerza lo mismo con la naturaleza —rebelde a la mezcla— de lo otro. Y habiendo hecho de tres uno, de nuevo distribuyó ese todo en partes ya mezcladas, y empezó a dividir».


4.1. Lo fundamental para el futuro en todo este discurso es el dios geómetra que, visto desde el mundo, significa considerar la realidad sensible como algo construido mediante fórmulas. El libro del universo está escrito con notación matemática. En definitiva, las ideas son algoritmos, combinaciones de números.
Platón se ocupa de añadir que la creación así descrita es sólo un modo de ver las cosas, concretamente aquél donde se entienden «a partir de la inteligencia». La inteligencia obra siempre mirando lo racional, movida por un fin (telos) que es siempre el de lo mejor, «los efectos bellos y buenos». Pero junto al criterio teleológico o finalista hay otro modo de ver e investigar donde las cosas «son el resultado de agentes movidos por otros antecedentes que comunican necesariamente el movimiento a otros». Aquí los fenómenos no pueden ya explicarse por consideraciones de estética racional, sino condiciones encadenadas unas a otras mecánicamente, meras «consecuencias de la necesidad».
La necesidad —ananké— lleva consigo un reino de azar y desorden que adelanta un tipo de ser distinto de las ideas y las cosas sensibles, y distinto del alma igualmente. Se trata de una substancia informe e invisible, de una masa plástica semejante a «una especie de espacio», aunque no sea el espacio sino más bien algo que lo llena por completo, carente en absoluto de figuras y cualidades. Platón lo considera «un tipo de ser oscuro y difícil», al que llama receptáculo y nodriza, origen y sostén de todo lo sensible. Esta substancia tiene por esencia carecer de esencia, y desde Aristóteles —con importantes precisiones de contenido— se llamará hylé, «materia».

5. Platón mantiene en los primeros diálogos —como Sócrates— que el mal es siempre efecto de la ignorancia, y que el conocimiento señala infaliblemente el bien en cada caso. A medida que el pitagorismo fue imponiéndose en Platón a la raíz socrática, esta posición evolucionó hasta la definitiva en su pensamiento; a saber, que el mal no es un error, sino una enfermedad del alma. Por lo mismo, su cura no es tanto la instrucción como la penitencia. El hombre no sólo está sometido a una expiación por sus faltas, sino que tiene derecho a lavar la injusticia perpetrada, porque el mayor infortunio es obrar mal y quedar impune; en ese caso pagará su alma, mientras en el otro únicamente el cuerpo.
No nos hace falta, pues, leer el Baghavad Gita o los grandes sutras budistas para aprender “espiritualidad”, pues Platón resume sus tesis. Las necesidades y apetitos de la carne son causa de todas las miserias y males. Los placeres de este mundo son una impureza, el alma pertenece a un lugar supraceleste, y el filósofo —en palabras del Fedón— es «quien aprende a morir y a estar muerto». Como el conocimiento verdadero versa siempre sobre lo suprasensible, el eros platónico no es un entusiasmo de los sentidos (que se pagará con sanciones de ultratumba), sino un impulso hacia ideas perfectas y eternas cuyo pretexto son los confusos y defectuosos seres inmediatos. La gimnasia, por ejemplo, que para los griegos era un medio de glorificar los cuerpos, pasa a ser en Platón un recurso útil para refrenar las inclinaciones de la concupiscencia.
La parte racional del alma, localizada en la cabeza, es la única eterna. La valerosa («irascible») se localiza en el pecho, y la sensual en el vientre, hallándose ambas contagiadas por lo irracional y pasajero. Correspondiendo a esta división, las virtudes son la prudencia (frónesis), la fortaleza (andreia) y la templanza (sofrosyne). La unidad de estas tres virtudes es la justicia (diké), que –dentro del sermón ascético omnipresente- tiene la ventaja de recibir un análisis conceptual. La justicia es, en primer término, que cada parte del alma haga su propia función, en el doble sentido de equilibrar lo inteligente, lo valeroso y lo concupiscente dentro de cada individuo, y en el de distribuir socialmente la comprensión (tarea de los filósofos), la valentía (tarea de los guerreros) y la producción de bienes materiales (tarea de campesinos, artesanos y mercaderes). Más allá de esto, la justicia es reciprocidad, el dar a cada uno lo suyo que fundamenta cualquier vida colectiva. Por último, justicia es la unidad del individuo y el Estado, una síntesis de lo singular y lo general.

5.1.De la ética, la antropología y la política platónicas podemos decir, mutatis mutandis, lo que fue dicho sobre su doctrina de las ideas. En relación con las ideas había un espiritualismo espiritista, y en relación con la política hallamos un esfuerzo de perfección que recurre al más rígido autoritarismo. El mismo hombre que escribió en sus años jóvenes la vibrante Apología de Sócrates —un ciudadano condenado a muerte bajo la acusación de ateísmo— propondrá en Las leyes, ya anciano, pena capital para los ateos. El mismo hombre que exalta el amor, la sabiduría y la belleza propondrá un Estado que somete a severa censura las artes plásticas, la poesía, el teatro, la música y la ciencia.
El principio de la república platónica es una vez más lo general concreto, la idea, representado aquí por una justicia política muy cercana a las instituciones espartanas. Del rigor con que se plantea esta exigencia dan cuenta las dos condiciones iniciales propuestas para su mantenimiento: a) abolición de la riqueza y la pobreza; b) eliminación del matrimonio y de la vida familiar. Estas exigencias sólo rigen, sin embargo, para dos de los tres estamentos sociales previstos. Los legisladores o “custodios” (que corresponden políticamente a la parte racional del alma) son una aristocracia del intelecto instruida en el bien, que sabe y ordena inapelablemente lo mejor para el Estado. La segunda clase (que corresponde a la parte valerosa o irascible del alma) está constituida por los guardianes, encargados del ejército y la policía, cuya cólera (thumós) se dirige a una escrupulosa vigilancia de las leyes y las buenas costumbres. El tercer elemento (ligado a la parte concupiscente del alma) está constituido por campesinos, artesanos y mercaderes, que carecen de intervención alguna en funciones públicas pero pueden retener propiedad privada y familia. Naturalmente, el aspecto capital en esta república es la instrucción de los dos estamentos dirigentes, y Platón se ocupa de detallar un complejo sistema de adiestramiento (que sigue teniendo gran influencia hasta nuestros días).
Así entendida, la justicia impone una sociedad análoga a la colmena apícola, con su división en puericultores, guardianes y obreros. En efecto, son las abejas puericultoras quienes por selección del alimento destinado a cada larva deciden acerca de las reinas y los zánganos. Subsiste, con todo, una diferencia fundamental en el hecho de que —exceptuando las exiguas minorías reproductoras— todas las abejas pasan por todos los estamentos (incluyendo un último de exploración exterior, sin contrapartida en el modelo platónico) a medida que van cambiando de edad. Platón no parece reparar en que una organización semejante a la colmena o el termitero tiene poco de natural para un ser como el hombre, donde la conducta instintiva ha cedido parte importante de sus prerrogativas a la deliberación intelectual. Lo que en la colmena resulta espontáneo y justo se transforma entre hombres en dictadura apoyada sobre discutibles dogmas.
Para Platón, abolir las desigualdades económicas y la familia tiene por meta una nivelación de los individuos y los sexos, que permita seleccionarlos mejor y dedicar cada uno a lo más acorde con sus capacidades. Las reglas sobre profilaxis procreativa y educación estatal de los hijos son eugenesia, en el sentido de orientarse a producir una raza superior, capaz de grandiosas proezas. En ninguna parte de la República (ni en el Político o Las leyes, los otros diálogos centrados sobre el problema) se habla de atenerse a la libre y consciente voluntad de los hombres tomados uno a uno, porque lo ideal o perfecto para Platón supone reprimir sistemáticamente el principio de lo individual. De ahí que este Estado sea contrario a las polis griegas (salvando la excepción espartana). Hay una estricta supervisión de la vida mental y moral de los ciudadanos. El Estado pasa a ser una especie de gran templo, donde las artes son obligadas a adoptar formas esquemáticas, severas y edificantes. Los funcionarios públicos ejercen sus tareas como “sacrificios” cuya recompensa se hallará en otro mundo, y el Estado se concibe como preparación de las almas para la vida eterna. Coronando esta construcción, el diálogo Las Leyes se acerca a la construcción dualista del persa Zaratustra, que postula un alma maligna universal. Es ese alma demoníaca la que, progresando socialmente como una plaga de «ateísmo», justifica la pena de muerte para personas descarriadas por ella.
Se cumple así una instructiva dialéctica en los herederos de Sócrates. Uno, desde luego el más profundo, se orienta hacia un dogmatismo intransigente, donde lo general pretende imponerse por la fuerza. Los otros, mucho más numerosos y fieles a las enseñanzas socráticas, se orientarán hacia la defensa de la particularidad y la privacidad. Atenas y sus aliados sucumbirán ante el militarismo espartano, y éste —tras traicionar por dos veces los principios helénicos, suprimiendo primero las constituciones democráticas, y cediendo después al dominio persa las ciudades griegas de Asia Menor— sucumbirá pronto a su propia corrupción, roído por la pequeñez espiritual de sus oligarcas. Precisamente entonces, cuando el mundo griego ha visto saquear el santuario de Delfos —símbolo de su unidad— y cae en manos de un poder bárbaro como Macedonia, ocurre el último salto hacia adelante de su civilización, gracias a dos individuos impares en el terreno del conocimiento y la acción como son Aristóteles y Alejandro Magno.


BIBLIOGRAFÍA

PLATÓN, Obras completas. Madrid, Aguilar, 1977.
HEGEL, G.W.F., Lecciones sobre historia de la filosofía, FCE, México, 1970, vol. I.
CORNFORD, F. M., Sócrates y el pensamiento griego, Norte-Sur, Madrid, 1964.

 

© Antonio Escohotado
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