Platón (427-347) nació en Atenas, dentro de una de las
más ilustres familias, y estudió en su primera juventud
las obras de los viejos filósofos junto a Cratilo, un seguidor
de Heráclito. Teniendo veinte años conoció a Sócrates,
y durante dos lustros hasta la ejecución de éste
se contó entre sus más fervientes discípulos. La
muerte del maestro dejó en él una huella indeleble. «Vi,
cuenta en una de sus cartas, que el género humano no llegaría
nunca a libertarse del mal si, primeramente, no alcanzaban el poder
los verdaderos filósofos, y los rectores del Estado no se convertían
por azar divino en verdaderos filósofos».
Viajó luego quizá hasta Egipto y sin duda hasta el sur de
Italia, donde trabó conocimiento con importantes pitagóricos
Filolao y Arquitas de Tarento, cosa que confirió a
su socratismo inicial un giro resueltamente místico y matemático.
Cuando tenía ya más de sesenta años, y había
escrito una parte considerable de su obra, trató de poner en práctica
una república perfecta en Siracusa. Pero sus esfuerzos se vieron
defraudados por el tirano reinante, el joven Dionisio, que alternativamente
le dio esperanzas, le sometió a chantajes y, finalmente, le retiró
su favor. Tras una serie de circunstancias, Platón fue puesto a
la venta en el mercado de esclavos de Egina a la sazón en
guerra con Atenas y rescatado providencialmente por un amigo. Con
el precio de ese rescate que no quiso recobrar su donante
se dice que fundó una asociación para el estudio de la filosofía
siguiendo hasta cierto punto el modelo de la Hermandad pitagórica,
que será la «Academia». Allí ejerció
la docencia con notable fecundidad, que permitiría a la escuela
sobrevivir casi mil años hasta ser proscrita por el emperador Justiniano
en el siglo V.
Con excepción de algunas cartas, la obra escrita de Platón
está constituida por diálogos, redactados con exquisita
elegancia. En la primera época estos textos están aún
muy ligados a la influencia socrática, para ir poco a poco expresando
más y más su propio pensamiento. El interlocutor principal
es casi siempre Sócrates, aunque esto no significa que debamos
considerar suyos los criterios allí expuestos. La importancia capital
de los conceptos platónicos, y de sus análisis, impone una
consideración algo más detenida que en el caso de los pensadores
previos.
Añadamos a estas precisiones esquemáticas que Platón
posee la envidiable y prodigiosa capacidad de construir mitos, comparables
en sobredeterminación y hondura a cualquiera de los conocidos,
que hasta él (y después de él) son siempre obras
anónimas o impersonales del espíritu humano.
1. En el más célebre de sus diálogos, La república,
propone Platón el más conocido de esos mitos:
... «has de ver a los hombres como en una morada bajo la
tierra, a modo de caverna (antron), con una gran entrada abierta
hacia la luz. Considera que están en esa morada desde niños,
encadenados de piernas y cuello, de modo que son incapaces de mover la
cabeza; reciben la luz de un fuego que arde a sus espaldas; entre el fuego
y los encadenados pasa un camino, e imagina a lo largo de él un
muro como el de los ilusionistas, dispuesto entre quienes maniobran con
las marionetas y ellas mismas.
Lo estoy viendo.
Imagina ahora que a lo largo de ese muro pasan hombres que portan
útiles y toda clase de objetos fabricados; como es natural, algunos
de los porteadores hablan, otros pasan en silencio.
Extraña imagen, extraños prisioneros.
Semejantes a nosotros, pues ¿crees que verían de sí
mismos, y unos de otros, nada salvo las sombras que se proyectan sobre
la pared de la caverna que queda frente a ellos?
¿Cómo podrían, si están forzados de
por vida a tener las cabezas inmóviles?
Entonces no tendrían por verdadero otra cosa que la sombra
de los artefactos.
Totalmente inevitable.
Considera ahora la clase de liberación de las cadenas y curación
de la ignorancia que tendría lugar si les aconteciese algo como
lo siguiente: que alguno fuese súbitamente desatado y obligado
a levantarse, a volver la cabeza, a caminar y a mirar hacia la luz, de
modo que haciendo todo esto se dolería, y debido al
deslumbramiento sería incapaz de mirar a aquellas cosas cuyas sombras
veía antes [...] Cuando al mostrársele cada una de las cosas
que pasan y se le obligara a contestar a la pregunta «qué
es» ¿no crees que se encontraría turbado, estimando
más verdaderas las cosas vistas antes que las ahora manifiestas?
Desde luego.
Y si desde allí dentro alguien lo arrastrase por la fuerza,
a través de la ruda y escarpada salida, y no lo dejase antes de
arrastrarlo hasta la luz del sol ¿no es cierto que se dolería
vivamente y se irritaría, y que por tener los ojos llenos del resplandor
no podría ver nada de lo que ahora se le indica como verdadero?
No podría, al menos de repente.
Sin duda necesitaría acostumbrarse, si debe llegar a ver
lo que está arriba. Y primero podría mirar con mayor facilidad
a las sombras, y después las imágenes de los hombres y de
lo demás en la superficie de las aguas, y más tarde a las
cosas mismas. Partiendo de esto podría contemplar lo que hay en
el cielo y el cielo mismo, y lo contemplaría con más facilidad
de noche, mirando hacia la luz de las estrellas y la luna.
¿Cómo no?
Pues bien, acordándose de su primera morada y de la sabiduría
de allí y de los que eran sus compañeros de prisión
¿no crees que se felicitaría por el cambio y los compadecería?
Y mucho.
Y si entre aquellos hubiera ciertos honores, elogios y recompensas
para el que discerniese más agudamente lo que pasa, y para el que
mejor recordase lo que suele pasar antes y después y a la vez,
y para el que de este modo pudiese predecir lo mejor posible lo que en
cada caso va a pasar ¿crees que tendría deseo de tales recompensas
y envidiaría a los que son honrados con ellas, y a los que allí
tienen el poder, o más bien que le pasaría lo que dice Homero,
que preferiría «servir por salario a un extraño sin
bienes», y en general sufrir cualquier cosa, antes que entregarse
a aquellos pareceres y vivir de aquella manera?
Aceptaría cualquier cosa antes que vivir de aquella manera.
Y considera esto: si descendiendo de nuevo hubiese de competir en
el discernimiento de las sombras con los que siempre han estado presos,
mientras aún está como ciego, antes de hacerse a la penumbra
¿no provocaría risa, y no se diría de él que
por haber realizado aquella ascensión viene con los ojos estropeados,
y no vale la pena intentar semejante viaje? Y ¿no es cierto que
si tratara de desencadenarlos y conducirlos arriba, si pudieran apoderarse
de él y matarlo, lo matarían?
Muy cierto.»
2. Esta alegoría, conocida como mito de la caverna, presenta en
forma dramatizada la aportación básica de Platón
a la historia del saber y a la historia universal, que es
su doctrina de las ideas. Si podemos vincular a Heráclito con el
concepto de logos, a Parménides con el de alétheia,
a Anaxágoras con el de nous y a Demócrito con los
átomoi, Platón se liga al concepto de eidos
o «idea», que literalmente significa «aspecto»,
«figura».
La idea es la determinación en sí, la esencia. ¿Qué
debemos entender por esto? Empecemos por un breve análisis:
A) La determinación no es el determinar (que remite al hombre,
la sensación, etc.) ni lo determinado (que remite a una materia,
unas existencias externas, etc.). Estamos tan acostumbrados a servirnos
de determinaciones que se nos pasan desapercibidas en cuanto tales. Si
pienso en una puerta, por ejemplo, puedo representarme una puerta de tales
o cuales características, recordada, imaginada, percibida actualmente,
etc.; pero además de esto hay la abertura en una pared. Esta o
aquella puerta se llaman así porque interrumpen cierta superficie,
lo cual supone algo mucho más universal, que no se agota en ninguno
de sus ejemplos. «Suponemos, dice Platón, que
una idea existe cuando damos el mismo nombre a muchas cosas separadas»;
B) se trata de la determinación en sí, de la «esencia»,
o el qué (ti) es algo. Cualquier puerta existente puede
ser recortada, ensanchada, demolida, erosionada, reconstruida; cualquiera
está expuesta al tiempo y a las otras cosas existentes. Sin embargo,
la determinación en sí no es rozada siquiera por nada como
el viento, el peso, la luz o una herramienta. Esto constituye su «pureza»:
no tiene contacto con la singularidad particular, no forma parte de las
cosas (jrémata) materialmente disponibles.
Si la puerta puede concebirse como idea, lo mismo acontece con todo lo
demás. El barro y la putrefacción tienen un eidos,
igual que la magnitud, la golondrina, la unidad o el televisor. Basta
tomar estos contenidos como determinaciones esenciales. Nos preguntamos
entonces qué son las «determinaciones», y Platón
responde que son identidades puras y concretas a la vez, contenidos que
son ékaston eautó tautón («cada uno
para sí mismo lo mismo»). A estas identidades Platón
las llama también genos, «género». Si
Parménides había descubierto el género más
universal o la identidad llamándolo «ser»
Platón se adentra en el género preciso que son las ideas
como esencias de las cosas.
Sencilla, nítida y profunda, esta intuición marca la mayoría
de edad de la filosofía, suscitando al mismo tiempo una oleada
de cuestiones y dilemas extraordinariamente intrincados.
2.1. El concepto de idea sintetiza las intuiciones de los filósofos
previos. Por una parte contiene el énfasis en la precisión
que oponían los pitagóricos al ápeiron de
Anaximandro, y desarrolla la identidad como alétheia (en
los términos eleáticos). Por otra, las ideas son estrictamente
los logoi, las «razones» de las cosas. En tercer término,
la actividad del nous de Anaxágoras que es el noein
o pensar aparece como acto de captar el eidos precisamente, y la
contemplación de las ideas equivale a instalar la inteligencia
en el mundo.
Los sofistas habían relativizado la verdad, y los socráticos
sólo encontraron como cosa absoluta la virtud del sabio, que implicaba
también un ser para mí y no en sí de las cosas. Platón
recobra una dimensión incondicionada en el concepto de lo ideal
y el campo eidético. Aunque parece que la conciencia determina
el mundo, como decía Protágoras, más que determinarlo
originariamente se sirve para ello de algo donde no interviene para nada,
que son las determinaciones mismas como tales. Esto puede ser un bello
templo para una conciencia y un caserón de mal gusto para otra,
pero en el criterio humano los ingredientes o contenidos bello,
templo, mal, gusto no son ya relativos. Al contrario, aunque ese
templo sea pulverizado por agentes externos, la belleza o la fealdad,
y la noción misma de un lugar sagrado, son anteriores, generales
y permanentes. Si bien lo determinado es relativo, las esencias puras
constituyen un reino lógico que está al abrigo del para
otro. La relatividad de la sensación no rige para esos universales
que preexisten a la constitución de cualquier cosa determinada,
y la informan con un troquel indeleble. Platón propone discurrir
justamente sobre esos seres que son en sí y para sí mismos.
2.2. Dialéctica viene de léguein («decir»,
«reunir», «determinar») y diá, un
término expresivo de tránsito («pasar de lo uno a
lo otro»). Tomar las ideas en la realidad de su conexión
consigo mismas, con sus opuestos y con las otras ideas es
lo que Platón llama «dialéctica». La conexión
representa un proceso, y este proceso comprende dos momentos básicos:
a) reconducir contenidos dispersos a una sola idea; b) dividir
la idea única en sus contenidos, mostrando la articulación
de éstos.
Vemos lo primero, por ejemplo, en el hedonismo, el estoicismo y el escepticismo,
que siendo fenómenos perfectamente distintos aparecen también
como simples especializaciones de una sola idea (la virtud humana). Tenemos
lo segundo, por ejemplo, en ese mismo proceso visto a la inversa, partiendo
del ideal de la virtud hasta captar su descomposición espontánea
en actitudes éticas diversas y hasta opuestas. En un caso la dialéctica
conduce a una síntesis, y en el otro a un análisis.
Lo fundamental es que la determinación no aparezca en forma simplemente
afirmativa y tautológica, como cuando decimos «A es»
o «A es A», sino que se muestre en el proceso de su
constitución. Para que se dé un A es preciso que
se den las otras letras, para que haya las letras hace falta un alfabeto,
para que haya alfabeto hay la condición previa de un lenguaje,
etc. En la idea simplísima de la puerta, por ejemplo, hay no sólo
cierto medio para pasar o cruzar sino la cerca o pared horadada, el obstáculo,
y si falta uno cualquiera de estos momentos falta la esencia «puerta».
De igual manera, A se define también como no-B, no-C
..., y toda determinación en general no es algo inerte o
una mera «tesis» sino algo que contiene lo antitético
igualmente. Toda esencia es una identidad precisa (un «sí
mismo») en cuanto se diversifica dentro de sí y se contrapone
a otra cosa. De ahí un movimiento que procede como tesis-antítesis-síntesis.
2.2.1. Sólo en un diálogo el Parménides
ofrece Platón el desarrollo exhaustivo de un proceso dialéctico,
que toma por objeto la idea del «uno». Este uno representa
en el diálogo tres contenidos interdependientes, que se desarrollan
en algunos momentos por separado y otras veces en conjunto: a)
el ser (en sentido eleático) contrapuesto al no ser; b)
la unidad sin partes, contrapuesta a la multiplicidad y al todo como composición;
c) el sí mismo contrapuesto a lo otro.
En relación con esta idea del uno Platón propone dos «ejercicios»:
el primero afirma que «el uno es» y se pregunta qué
consecuencias se siguen para el uno mismo y para «lo demás»;
el segundo afirma que el uno «no es, o que no hay nada semejante,
y pregunta qué consecuencias se siguen de ello para el uno y lo
demás.
Esto proporciona ocasión para un razonamiento sumamente prolijo,
donde las categorías (unidad, pluralidad, totalidad, identidad,
oposición, límite, ilimitación, lugar, figura, número,
quietud, movimiento, instante, etc.) se separan, reúnen, progresan,
retroceden y, en definitiva, ponen de manifiesto su íntima interdependencia.
Lo que Platón llama el uno ha de ser contra lo demás, pero
si se define por la oposición a eso otro y múltiple o bien
participa de ello (y el uno no es) o bien se torna algo ápeiron,
falto por tanto de cualquier sí mismo. Siendo uno es otro, y siendo
otro es uno.
Era el momento para sentar una conclusión escéptica, o para
recurrir a la distinción eleática entre verdad y opinión.
Sin embargo, Platón no solventa el problema afirmando el principio
de una identidad abstracta, como hizo el Parménides histórico,
y tampoco se ve conducido a dudar del uno y de lo demás. Le complace
más bien hacer ver que el pensamiento no necesita esquivar la contradicción,
y que ninguna esencia tética o tautológica
es verdaderamente admisible. La última frase del diálogo
establece:
«Tanto si hay el uno como si no lo hay, él y lo otro en
sus relaciones consigo mismos y respectivamente son todo y son
nada, aparecen y desaparecen».
A la filosofía lo que le importa es hacerse verdaderamente científica,
y para ello ha de captar la fluidez del pensamiento moviéndose
en sus determinaciones. La dialéctica representa el ejercicio de
esa fluidez, donde coexisten lo positivo y lo negativo sin aislamiento
ni paralización. La idea del uno conduce a la de lo múltiple
por pura lógica, no menos que la multiplicidad conduce al uno debido
a lo mismo. Es preciso entonces elevarse sobre el criterio dogmático
de una verdad inmediata, fuere cual fuere, para perseguir una unidad de
la identidad y la contradicción. Sólo esto será algo
verdaderamente absoluto, y sólo desde ese ejercicio «dialéctico»
de la razón dejará la filosofía el terreno del mero
opinar.
2.2.2. En otro diálogo de su vejez, el Sofista, un «forastero»
que se presenta en principio como eleático completa
lo antes expuesto, haciendo un irónico resumen del pensamiento
griego anterior. Teme convertirse «en algo así como un parricida»,
pues declara que «el no ser es en algún sentido y que el
ser en algún modo no es». Hablan el forastero y Teeteto:
«F.Tranquilamente, me parece, nos han dado sus explicaciones
Parménides y todos los que se han puesto a discernir el ser de
lo que es, tanto en cuanto al número como en cuanto a su naturaleza.
T.¿En qué sentido?
F.Cada uno de ellos da la impresión de contarnos un mito,
como si fuésemos niños. El uno dice que el ser son tres,
que a veces se hacen la guerra pero en otros momentos se hacen amigos,
contraen matrimonio, tienen una prole y alimentan a sus vástagos.
Aquel otro habla de dos seres: lo húmedo y lo seco, o bien lo
caliente y lo frío; los reúne bajo un mismo techo y los
entrega el uno al otro. Por lo que respecta a nuestra estirpe eleática,
que parte de Jenófanes y de antes todavía, se explica
en sus mitos en el sentido de que uno es lo que se llama todo. Pero
ciertas musas de Jonia y, más tarde, de Sicilia pensaron que
lo más seguro es entrelazar ambas tesis y decir que el ser es
múltiple y uno a la vez, y que está unido por odio y amor.
Pues lo discordante es continuamente acorde, mantienen las más
agudas de esas musas; mientras las más suaves han relajado la
constancia de ese acuerdo de lo discordante, diciendo que alternativamente
el todo es uno y amigo por la acción de Afrodita, y múltiple
y hostil a sí mismo en virtud de un odio. En todo esto, si alguno
de entre ellos ha dicho la verdad o no es difícil saberlo, y
sería contrario a mesura juzgar en tan graves cuestiones a hombres
ilustres y antiguos; pero no hay envidia en manifestar lo siguiente.
T.¿Qué?
F.Que se han ocupado demasiado poco en mirar desde su altura a
la muchedumbre, a nosotros; pues sin pensar si les seguimos en lo que
dicen o nos quedamos atrás, ellos llevan hasta el final cada
uno su historia.
T.¿Qué quieres decir?
F.Cuando alguno de ellos se hace oír diciendo que es o
ha sido o llega a ser múltiple o uno o dos, y otro dice que lo
caliente se mezcla con lo frío, estableciendo discordias y concordias,
por los dioses, Teeteto ¿entiendes tú algo de lo que dicen?
Porque yo, cuando era más joven, cada vez que alguien formulaba
lo que ahora nos embaraza, el no ser, creía entender con precisión;
y, sin embargo, ahora ya ves en qué grado de dificultad estamos
por lo que se refiere a ello.
T.Sí, lo veo.
F.Quién sabe si no ocurrirá que, estando nuestra
alma en el mismo estado por lo que se refiere al ser, decimos no tener
dificultad alguna acerca de él y entender cada vez que alguien
lo pronuncia y, en cambio, no entender lo que se refiere al no ser,
cuando en realidad estamos en la misma situación respecto de
ambos.»
Pero ¿qué se sugiere con dialéctica de las ideas?
En definitiva, dice el forastero, la dialéctica muestra la comunicación
de los géneros o esencias que son las ideas, y la imposibilidad
de que «el ser perfecto no viva ni piense». Esto implica dejar
atrás el ser como algo «augusto y santo, dispuesto en su
inmovilidad», pues tanto lo movido como el movimiento poseen también
realidad, y su negación del uno no puede entenderse
como un corte ontológico, en los términos eleáticos.
Aceptar esta consecuencia constituye el «parricidio» inevitable
de la filosofía, que pasa a ser ciencia de las determinaciones
en su conexión. Tal como la unidad postula la diversidad, la quietud
postula la acción y la vida el movimiento. Por encima de sus contradicciones,
como síntesis del contenido universal, la verdad es quietud y movimiento,
identidad y diferencia, existencia absoluta y vida práctica.
3. Estos análisis son deslumbrantes, impecables, y la metodología
científica está para siempre en deuda con ellos. La dialéctica
enseña a moverse dentro del pensamiento como la gimnasia a estirar
la musculatura, y ningún pensador digno de ese nombre ha omitido
practicarlos a fondo. Sin embargo, encontramos en Platón algo muy
análogo a lo visto en Pitágoras, que tras un análisis
no menos deslumbrante de la unidad, la diferencia, etc. añade elementos
extemporáneos a la exposición conceptual. Quedándonos
con la teoría de las ideas tal como se expone en el Parménides,
el Sofista y algunos otros diálogos repasamos a Heráclito,
aunque llevándolo un paso adelante en todos sentidos. Atendiendo
al resto de Platón, la coincidencia de los opuestos el criterio
de que la inteligencia es una vida tropieza con una división
de la existencia en mundos aislados, -sensible e inteligible, material
e ideal- que al cortar su comunicación suprime su propia dialéctica.
La admirable proeza de describir cómo se concatenan los principios
del pensamiento defiende también cierta teología dogmática.
Al igual que sucedía con los pitagóricos, las más
agudas y profundas construcciones llevan adherida una rémora mítico-ritual,
y las ideas dejan de ser géneros lógicos para convertirse
en lo real mismo, como causas de toda existencia singular.
¿Cómo puede lo sensible ejemplificar lo inteligible, si
esto forma una realidad aparte? Pero ¿cómo no sostener la
existencia de una extra-realidad, si al análisis se añaden
creencias extra-analíticas como una eternidad del alma singular?
Dos tesis arbitrarias lo imponen: a) que el alma tuvo una existencia
anterior a ésta; b) que va atravesando sucesivas reencarnaciones.
Volvemos a topar con la transmigración hindú, forzando inversiones
de la causalidad natural que tropiezan con los datos de la observación.
Mientras ya Anaximandro postulaba que el hombre provenía de especies
animales inferiores, Platón se ve obligado a suponer que todos
los animales descienden del humano, cuyas almas recibieron cuerpos tanto
más miserables cuanto menos fervorosamente se opusieron
a la concupiscencia y sus vicios.
3.1. En el diálogo llamado Fedro,uno de los más bellos
literariamente, leemos:
«Todo cuanto se mueve a sí mismo es inmortal, y lo que
moviendo otra cosa es movido a su vez por otra deja de existir cuando
cesa su movimiento [...] Todo cuerpo al que pertenece ser movido desde
fuera es un cuerpo inanimado, mientras aquel a quien pertenece moverse
por sí y desde dentro es un cuerpo animado. Pero si así
es, y si lo que se mueve a sí mismo no es sino el alma, ésta
debe ser necesariamente algo ingénito tanto como inmortal».
Esto es conceptualmente sostenible, pero Platón quiere ir bastante
más allá, y para precisar la naturaleza de ese alma transmigrante
recurre a otro mito:
«El alma se asemeja a una fuerza donde concurren por naturaleza
un tiro de dos caballos y su cochero, todos ellos sostenidos por alas.
Ahora bien, en el caso de los dioses tanto los caballos como los cocheros
son enteramente buenos y de buena raza, mientras en el caso de los otros
seres hay mezcla. En primer lugar, entre nosotros la autoridad pertenece
a un auriga que conduce a dos caballos bajo una misma guía; en
segundo lugar, uno de ellos es un caballo bello y bueno, cuya raza lo
es también, mientras en el otro hay una bestia cuyos componentes
son contrarios a los del primero, tal como es contraria su naturaleza
[...]. Mientras el alma es perfecta y tiene sus alas, camina por las
alturas y administra la totalidad del mundo. Cuando, al contrario, ha
perdido las plumas de sus alas, se ve precipitada hasta que se apodera
de ella algo sólido. Ahí instala su residencia, toma un
cuerpo terreno que parecerá moverse a sí mismo en virtud
de la fuerza del alma. A este conjunto total de alma y cuerpo compacto
se le dio el nombre de viviente, y recibió el apelativo de mortal
[...] Las almas que llamamos inmortales se alzan más allá
de la bóveda celeste y, viéndola desde detrás giran
en revolución circular mientras contemplan las realidades exteriores
al cielo. Ese lugar supraceleste ningún poeta de aquí
abajo lo ha cantado en himnos, y ninguno lo cantará jamás
con una estrofa digna [...], pues es objeto de contemplación
tan sólo para el piloto del alma, para la inteligencia».
Elevarse a la visión de las ideas mismas, y disfrutar serenamente
de esa «realidad intangible», se reserva a los dioses. Las
demás almas, debido a defectos del auriga, a la agitación
de los caballos y al ardiente deseo que todas tienen de «ganar las
alturas», tropiezan unas con otras y consigo mismas, cayendo con
las alas rotas desde aquellas esferas trascendentes. Sin embargo,
«toda alma que haya visto algo de las realidades verdaderas permanece
sana y salva hasta la revolución astral siguiente, y si se muestra
siempre capaz de satisfacer dicha condición queda siempre exenta
de ese daño. Pero cuando no ha visto nada y, víctima de
alguna desgracia, ahíta de olvido, de maldad, pasa a ser grave,
y ese peso desprende las plumas de sus alas haciéndola precipitarse
sobre la Tierra. Es ley que en la primera generación no adope
ninguna forma de animal».
Sigue a esto una enumeración de las reencarnaciones en nueve rangos,
de superior a inferior, que van desde el filósofo hasta el tirano
(la penúltima categoría, tras los campesinos, corresponde
a «sofistas y demagogos»). Tras algunas salvedades y precisiones
de detalle, Platón añade que:
«Al cumplirse su primera existencia, las almas son sometidas
a un juicio y, una vez juzgadas, acuden algunas a las casas de justicia
y pagan la pena a la cual fueron condenadas; las otras, acudiendo a
cierto lugar del cielo cuando el efecto del juicio ha sido hacerlas
ligeras, llevan allí la existencia que merecieron por la vida
vivida bajo forma humana. Pero al transcurrir mil años unas y
otras, venidas para echar a suertes y elegir su segunda existencia,
la eligen cada una a su gusto. En ese momento un alma de hombre pasa
a vivir una existencia de animal, y desde una existencia de animal vuelve
a una de hombre quien otrora lo fue, pues jamás llegará
a nuestra forma un alma que no haya visto la verdad.
En efecto, hace falta que en el hombre el acto intelectual tenga lugar
según lo que se llama la idea (eidos), yendo de una pluralidad
de sensaciones a una unidad donde las reúne la reflexión.
Ahora bien, esto es una rememoración de aquellas realidades superiores
que nuestra alma vio en otro tiempo, cuando caminaba en compañía
de un dios, cuando miraba desde lo alto las cosas de las que ahora decimos
que existen, cuando alzaba la cabeza hacia lo que tiene una existencia
real.
Por otra parte, no es fácil para toda alma recordar esas realidades
superiores [...], esos seres puros en sí mismos, cuyo lugar no
está marcado por este sepulcro (sema) que llevamos con
nosotros y llamamos cuerpo (soma), al cual nos hallamos encadenados
como la ostra a su concha».
3.1.1. Conmovedoramente hermoso y rebosante de significados en cada palabra,
como los grandes mitos, este relato explica también que su autor
fuese llamado desde la Patrística cristiana «San Platón».
Ningún gran pensador ha predicado con más elocuencia el
castigo de quien está manchado por el placer de los sentidos, ni
el premio para quienes despreciaron el oropel multicolor de apetitos impuros.
En él la renuncia a los goces naturales lleva a un desprecio por
la existencia física, que sólo evita caer en pesimismo absoluto
enarbolando el señuelo de otra vida, en otra parte, para algunos
justos. La verdadera oposición no acontece entonces entre lo limitado
y lo ilimitado, entre lo inmóvil y lo moviente, entre la unidad
y la pluralidad, sino entre el espíritu y la materia.
La eternidad de las almas singulares significa que los diversos individuos
vivientes son siempre los mismos, simplemente vestidos con sucesivos cuerpos,
ascendiendo o descendiendo en la escala biológica de acuerdo con
los méritos o faltas acumulados en la encarnación previa.
A pesar de la bella alegoría donde aparece envuelto, esto no es
pensamiento filosófico ni lo será nunca. Podemos llamarlo
espiritualismo, aunque «fe espiritista» constituye una definición
más exacta. No se apoya en la observación de la naturaleza
ni en la estructura del pensamiento, y exhibe un sospechoso valor consolatorio,
edificante, como cuando se les decía a los hijos que si eran malos
vendría el coco a comérselos, y si eran buenos les traería
un regalo el hada Celestina. Desde el punto de vista político constituye
un expeditivo recurso para mantener al pueblo inmerso en temores a lo
sobrenatural, pero su contenido como concepto permanece en la bruma de
las supersticiones útiles.
Los filósofos son, entre otras cosas, quienes no creen en fantasmas
ni en el diablo. Cuando hablamos del espíritu de un pueblo, o cuando
decimos que alguien es un hombre de espíritu, no estamos pretendiendo
que ese pueblo o ese hombre sean algo absolutamente simple y eterno, prisionero
de una envoltura corpórea. Al contrario, designamos como espíritu
un temperamento y una manera de asumir la dimensión física,
que se verían privados por completo de sentido y riqueza tan pronto
como hubieran de considerarse seres esencialmente simples, incorpóreos,
anhelantes de desencarnación y, encima, los mismos exactamente
desde el origen de los tiempos. Al contrario, percibimos allí una
naturaleza síntética, en el sentido de cierta unidad que
implica diversidad y sobre todo acción, por lo cual nunca
son unos « mismos» permanentes, anteriores y posteriores a
la aventura concreta de existir.
La ambigüedad de Platón, que es la ambigüedad pitagórica
en general, consiste en mezclar el aspecto lógico de las esencias
con el aspecto espiritista de las almas transmigrantes. Una cosa es la
idea del pulgón como esquema morfológico viviente, y otra
bien distinta un alma eterna del pulgón, originariamente humana.
Como habrá ocasión de ver con Aristóteles, y como
hemos visto ya en los socráticos, cualquier ética basada
en premios o castigos (sobrenaturales o naturales) ignora lo fundamental,
esto es: que la virtud debe ser su propio premio, y que cualquier otra
moralidad degrada la acción humana a algo sostenido por opresión.
Del mismo modo, tratándose de seres vivos nuestras almas no pueden
ser otra cosa que ideas de ciertos cuerpos, entendiendo por ello
lo común a todas sus capacidades y potencias.
3.1.2. No podemos, por esto, aceptar sin más la doctrina platónica
de las ideas. Pero hay un elemento admirable en todo ello, que es la invocación
a lo superior en el hombre, el hecho de tener siempre delante lo divino
como aquello que es en sí mismo Verdad, Belleza y Bien. En Platón
encontramos ese interés constante por lo general que informa desde
su raíz todo conocimiento científico, y su propio esfuerzo
por concebir lo general de modo concreto le convierte en fundador de la
ciencia tal como la entendemos hoy.
La idea no es un universal abstracto y simplemente común como
el ser, lo uno, el elemento, etc. sino un universal que ilumina
lo determinado, al que se llega alzando la vista por encima de lo inmediato
no menos que profundizando en ello. Concebir las cosas a través
de sus ideas significa que el pensamiento deja de ser una opinión
arbitraria sobre sensaciones y entra en su normatividad interna, en los
principios o pautas del propio contenido que constituyen la dialéctica
platónica. Ya no hay aquí una inteligencia y allí
un mundo de cosas ajeno a la naturaleza del nous. Asumidos científicamente,
ambos lados se interpenetran: es un mundo del pensamiento y un pensamiento
del mundo, inscrito en lo más hondo de su existencia.
Que esa misma unidad infinita se escinda luego en más acá
y más allá, tumba terrenal y morada supraceleste, no obsta
para que veamos en Platón el primer sistema filosófico capaz
de trascender semejante dicotomía. Como lo rector o el principio
del movimiento, el alma constituye esa inteligencia que está aquí
y también allí, que nace y muere sin nacer ni morir realmente.
Entre la descripción del auriga con los dos caballos y el relato
de las reencarnaciones de las diversas almas, como una observación
que no recibe más desarrollo, el Fedro habla de
«un viviente inmortal que posee un alma, que posee un cuerpo,
pero en quien la unión natural de estas dos cosas está
hecha para una duración eterna».
Aparece así el concepto de lo divino como universo real. Ese viviente
es el género supremo que abarca todo dentro de sí, la idea
de las ideas llamada por Platón el bien. El bien es que este viviente
sea, y el eco de tal unión en todo lo vivo el sentimiento
mismo de la vida afirmándose constituye el amor (eros),
que es siempre «amor de la belleza» y se apodera del hombre
como una especie de delirio sagrado (manía), tendiendo un
puente entre ignorancia y sabiduría.
4. Platón dedicó escaso interés a cuestiones de
física y cosmología, y algunas tradiciones antiguas llegan
a asegurar que el Timeo, único diálogo centrado sobre
estos temas, fue obra del pitagórico Filolao. Platón parte
de que el mundo físico no posee firmeza y estabilidad, que carece
de verdadero ser y, por lo mismo, no es susceptible de «ciencia»
en sentido estricto. Todo cuanto pueden los astrónomos, por ejemplo,
es «salvar las apariencias», construyendo modelos aproximados
y «verosímiles» para confeccionar calendarios y almanaques,
útiles a su vez para la agricultura (fechas de siembra y recolección)
o para orientar de noche al navegante. Sin embargo, la creación
del mundo sensible producirá otro mito, cuyas repercusiones en
la posterior historia de la ciencia serán inmensas. En resumen,
el Timeo cuenta que:
El autor o artesano (demiurgos), un ser bueno y sin envidia,
decidió crear un universo donde «todo se hiciese más
o menos como él mismo», empleando a tales fines el cálculo.
Le interesaba lograr una «bella composición», a caballo
entre la aritmética y la música. Usando como criterio idóneo
de las relaciones la proporción, hizo surgir por combinatoria los
cuatro elementos. Deliberó entonces sobre cuál iba a ser
la figura del conglomerado; pero sólo hay una figura «perfecta»,
capaz de comprender en sí a todas las otras y con un centro equidistante
de todos los puntos superficiales. Resuelto a favor de la esfera, pensó
qué estatuto sería el óptimo para su proyecto de
mundo, y llegó a la conclusión de que convenía la
autarquía: no poder perder ni recibir de fuera cosa alguna,
y procurarse alimento extrayéndolo de sus propias pérdidas.
Para consumar esta corporeidad sólo quedaba elegir el tipo de dinámica
que movería al mundo, y eligió la rotación sobre
un eje, como «movimiento más vinculado a la inteligencia
y la reflexión». Una vez «calculado» todo, el
artesano tuvo ante sí un cuerpo completo, hecho de cuerpos no menos
completos. Pero se sintió descontento con la medida de orden así
asegurada, y creó el tiempo como «imagen del desarrollo eterno
al ritmo del número». Para que custodiasen «los números
del tiempo».produjo los planetas, el Sol y la Luna
Antes de terminar el mundo instaló en su centro un alma. Es excelente
la descripción de cómo hizo tal cosa:
«De la substancia indivisible y que siempre se conserva idéntica,
y de la que al contrario se expresa en los cuerpos, sujeta al devenir
y divisible, extrajo por mezcla una tercera [...], y tomando lo que
de suyo eran tres, lo mezcló todo para constituir una sola substancia,
ajustando por la fuerza lo mismo con la naturaleza rebelde a la
mezcla de lo otro. Y habiendo hecho de tres uno, de nuevo distribuyó
ese todo en partes ya mezcladas, y empezó a dividir».
4.1. Lo fundamental para el futuro en todo este discurso es el dios geómetra
que, visto desde el mundo, significa considerar la realidad sensible como
algo construido mediante fórmulas. El libro del universo está
escrito con notación matemática. En definitiva, las ideas
son algoritmos, combinaciones de números.
Platón se ocupa de añadir que la creación así
descrita es sólo un modo de ver las cosas, concretamente aquél
donde se entienden «a partir de la inteligencia». La inteligencia
obra siempre mirando lo racional, movida por un fin (telos) que
es siempre el de lo mejor, «los efectos bellos y buenos».
Pero junto al criterio teleológico o finalista hay otro modo de
ver e investigar donde las cosas «son el resultado de agentes movidos
por otros antecedentes que comunican necesariamente el movimiento a otros».
Aquí los fenómenos no pueden ya explicarse por consideraciones
de estética racional, sino condiciones encadenadas unas a otras
mecánicamente, meras «consecuencias de la necesidad».
La necesidad ananké lleva consigo un reino de
azar y desorden que adelanta un tipo de ser distinto de las ideas y las
cosas sensibles, y distinto del alma igualmente. Se trata de una substancia
informe e invisible, de una masa plástica semejante a «una
especie de espacio», aunque no sea el espacio sino más bien
algo que lo llena por completo, carente en absoluto de figuras y cualidades.
Platón lo considera «un tipo de ser oscuro y difícil»,
al que llama receptáculo y nodriza, origen y sostén de todo
lo sensible. Esta substancia tiene por esencia carecer de esencia, y desde
Aristóteles con importantes precisiones de contenido
se llamará hylé, «materia».
5. Platón mantiene en los primeros diálogos como
Sócrates que el mal es siempre efecto de la ignorancia, y
que el conocimiento señala infaliblemente el bien en cada caso.
A medida que el pitagorismo fue imponiéndose en Platón a
la raíz socrática, esta posición evolucionó
hasta la definitiva en su pensamiento; a saber, que el mal no es un error,
sino una enfermedad del alma. Por lo mismo, su cura no es tanto la instrucción
como la penitencia. El hombre no sólo está sometido a una
expiación por sus faltas, sino que tiene derecho a lavar la injusticia
perpetrada, porque el mayor infortunio es obrar mal y quedar impune; en
ese caso pagará su alma, mientras en el otro únicamente
el cuerpo.
No nos hace falta, pues, leer el Baghavad Gita o los grandes sutras
budistas para aprender espiritualidad, pues Platón
resume sus tesis. Las necesidades y apetitos de la carne son causa de
todas las miserias y males. Los placeres de este mundo son una impureza,
el alma pertenece a un lugar supraceleste, y el filósofo en
palabras del Fedón es «quien aprende a morir
y a estar muerto». Como el conocimiento verdadero versa siempre
sobre lo suprasensible, el eros platónico no es un entusiasmo
de los sentidos (que se pagará con sanciones de ultratumba), sino
un impulso hacia ideas perfectas y eternas cuyo pretexto son los confusos
y defectuosos seres inmediatos. La gimnasia, por ejemplo, que para los
griegos era un medio de glorificar los cuerpos, pasa a ser en Platón
un recurso útil para refrenar las inclinaciones de la concupiscencia.
La parte racional del alma, localizada en la cabeza, es la única
eterna. La valerosa («irascible») se localiza en el pecho,
y la sensual en el vientre, hallándose ambas contagiadas por lo
irracional y pasajero. Correspondiendo a esta división, las virtudes
son la prudencia (frónesis), la fortaleza (andreia)
y la templanza (sofrosyne). La unidad de estas tres virtudes es
la justicia (diké), que dentro del sermón ascético
omnipresente- tiene la ventaja de recibir un análisis conceptual.
La justicia es, en primer término, que cada parte del alma haga
su propia función, en el doble sentido de equilibrar lo inteligente,
lo valeroso y lo concupiscente dentro de cada individuo, y en el de distribuir
socialmente la comprensión (tarea de los filósofos), la
valentía (tarea de los guerreros) y la producción de bienes
materiales (tarea de campesinos, artesanos y mercaderes). Más allá
de esto, la justicia es reciprocidad, el dar a cada uno lo suyo que fundamenta
cualquier vida colectiva. Por último, justicia es la unidad del
individuo y el Estado, una síntesis de lo singular y lo general.
5.1.De la ética, la antropología y la política platónicas
podemos decir, mutatis mutandis, lo que fue dicho sobre su doctrina
de las ideas. En relación con las ideas había un espiritualismo
espiritista, y en relación con la política hallamos un esfuerzo
de perfección que recurre al más rígido autoritarismo.
El mismo hombre que escribió en sus años jóvenes
la vibrante Apología de Sócrates un ciudadano
condenado a muerte bajo la acusación de ateísmo propondrá
en Las leyes, ya anciano, pena capital para los ateos. El mismo
hombre que exalta el amor, la sabiduría y la belleza propondrá
un Estado que somete a severa censura las artes plásticas, la poesía,
el teatro, la música y la ciencia.
El principio de la república platónica es una vez más
lo general concreto, la idea, representado aquí por una justicia
política muy cercana a las instituciones espartanas. Del rigor
con que se plantea esta exigencia dan cuenta las dos condiciones iniciales
propuestas para su mantenimiento: a) abolición de la riqueza
y la pobreza; b) eliminación del matrimonio y de la vida
familiar. Estas exigencias sólo rigen, sin embargo, para dos de
los tres estamentos sociales previstos. Los legisladores o custodios
(que corresponden políticamente a la parte racional del
alma) son una aristocracia del intelecto instruida en el bien, que sabe
y ordena inapelablemente lo mejor para el Estado. La segunda clase (que
corresponde a la parte valerosa o irascible del alma) está constituida
por los guardianes, encargados del ejército y la policía,
cuya cólera (thumós) se dirige a una escrupulosa
vigilancia de las leyes y las buenas costumbres. El tercer elemento (ligado
a la parte concupiscente del alma) está constituido por campesinos,
artesanos y mercaderes, que carecen de intervención alguna en funciones
públicas pero pueden retener propiedad privada y familia. Naturalmente,
el aspecto capital en esta república es la instrucción de
los dos estamentos dirigentes, y Platón se ocupa de detallar un
complejo sistema de adiestramiento (que sigue teniendo gran influencia
hasta nuestros días).
Así entendida, la justicia impone una sociedad análoga a
la colmena apícola, con su división en puericultores, guardianes
y obreros. En efecto, son las abejas puericultoras quienes por selección
del alimento destinado a cada larva deciden acerca de las reinas y los
zánganos. Subsiste, con todo, una diferencia fundamental en el
hecho de que exceptuando las exiguas minorías reproductoras
todas las abejas pasan por todos los estamentos (incluyendo un último
de exploración exterior, sin contrapartida en el modelo platónico)
a medida que van cambiando de edad. Platón no parece reparar en
que una organización semejante a la colmena o el termitero tiene
poco de natural para un ser como el hombre, donde la conducta instintiva
ha cedido parte importante de sus prerrogativas a la deliberación
intelectual. Lo que en la colmena resulta espontáneo y justo se
transforma entre hombres en dictadura apoyada sobre discutibles dogmas.
Para Platón, abolir las desigualdades económicas y la familia
tiene por meta una nivelación de los individuos y los sexos, que
permita seleccionarlos mejor y dedicar cada uno a lo más acorde
con sus capacidades. Las reglas sobre profilaxis procreativa y educación
estatal de los hijos son eugenesia, en el sentido de orientarse a producir
una raza superior, capaz de grandiosas proezas. En ninguna parte de la
República (ni en el Político o Las leyes,
los otros diálogos centrados sobre el problema) se habla de atenerse
a la libre y consciente voluntad de los hombres tomados uno a uno, porque
lo ideal o perfecto para Platón supone reprimir sistemáticamente
el principio de lo individual. De ahí que este Estado sea contrario
a las polis griegas (salvando la excepción espartana). Hay
una estricta supervisión de la vida mental y moral de los ciudadanos.
El Estado pasa a ser una especie de gran templo, donde las artes son obligadas
a adoptar formas esquemáticas, severas y edificantes. Los funcionarios
públicos ejercen sus tareas como sacrificios cuya recompensa
se hallará en otro mundo, y el Estado se concibe como preparación
de las almas para la vida eterna. Coronando esta construcción,
el diálogo Las Leyes se acerca a la construcción
dualista del persa Zaratustra, que postula un alma maligna universal.
Es ese alma demoníaca la que, progresando socialmente como una
plaga de «ateísmo», justifica la pena de muerte para
personas descarriadas por ella.
Se cumple así una instructiva dialéctica en los herederos
de Sócrates. Uno, desde luego el más profundo, se orienta
hacia un dogmatismo intransigente, donde lo general pretende imponerse
por la fuerza. Los otros, mucho más numerosos y fieles a las enseñanzas
socráticas, se orientarán hacia la defensa de la particularidad
y la privacidad. Atenas y sus aliados sucumbirán ante el militarismo
espartano, y éste tras traicionar por dos veces los principios
helénicos, suprimiendo primero las constituciones democráticas,
y cediendo después al dominio persa las ciudades griegas de Asia
Menor sucumbirá pronto a su propia corrupción, roído
por la pequeñez espiritual de sus oligarcas. Precisamente entonces,
cuando el mundo griego ha visto saquear el santuario de Delfos símbolo
de su unidad y cae en manos de un poder bárbaro como Macedonia,
ocurre el último salto hacia adelante de su civilización,
gracias a dos individuos impares en el terreno del conocimiento y la acción
como son Aristóteles y Alejandro Magno.