PREFACIO - TEMA V - TEMA VI - TEMA VII

 

TEMA VI. EL CONOCIMIENTO COMO ARTE DE VIVIR.

ESQUEMA-RESUMEN:

1. LA HERENCIA DE SÓCRATES
1.1. Ética y política.

2. LAS PRIMERAS ESCUELAS
2.1. Megáricos.
2.2. Cínicos.
2.3. Hedonistas.

3. LAS ESCUELAS POSTERIORES
3.1. Estoicos.
3.2. Epicúreos.
3.3. Escépticos.

4. LO COMÚN EN LAS ESCUELAS, Y SUS LIMITES.


1. Sócrates no presenta otro sistema que la construcción filosófica del carácter. Practicaba la mayéutica, método cuyo objeto es provocar la pregunta por la verdad en los demás, y nunca pretendió escribir una sola línea de doctrina. Sin embargo, será el más influyente con mucho de los filósofos griegos hasta él, y suscitará una proliferación de escuelas «socráticas» que llevan la filosofía a la plaza pública, convirtiéndola en asunto de todos (incluyendo las mujeres y los pobres). En las tesis que estas escuelas sostuvieron se dibuja como un telón de fondo constante la actitud del maestro, por lo cual nos sirven también para precisar lo que Sócrates realmente propuso a su tiempo, oscurecido en otro caso por los testimonios de Platón y Jenofonte.
Los «socráticos» expresan inigualablemente las consecuencias prácticas de «filosofar». Ese camino va en dirección contraria al que conduce a los honores y el poder económico, político o religioso sobre los demás. Si agrupamos los rasgos comunes de esta herencia, antes de exponer los diferenciales, topamos con los siguientes.
Las almas desaparecen al sucumbir los cuerpos.
Todos los hombres son iguales; las leyes son sus leyes, y deben servirles en vez de estatuir una general servidumbre.
La libertad y la verdad son los bienes supremos.
La opinión de otros, sobre todo cuando proviene de tradiciones acatadas irreflexivamente, carece de valor.
Como no hay vida perdurable, de nada sirven los templos, los chivos expiatorios, las oraciones, los votos, la iniciación ritual y las profecías.
Odiosas y de origen tan miserable como los patriotismos excluyentes son todas las guerras, igual que todos los tabús y todos los ídolos.
Sócrates fue un cosmopolita militante, y cosmopolitas serán sus seguidores. De modo general, el pensamiento quiere emanciparse de la costumbre, y para ello pone en cuestión algo socialmente tan nuclear como la cuna y la riqueza. Para la razón se trata de cosas en sí indiferentes, de las que usa sin escrúpulos una secta de privilegiados, y ante las que se postra en adoración una masa de ciudadanos timoratos, envidiosos y embrutecidos.
La enormidad del cambio se evalúa recordando que todas las culturas y civilizaciones del entorno griego permanecen fieles a lo contrario de estas tesis, y que buena parte de los griegos comulgan aún con la visión pre-filosófica de lo divino y lo humano. Además, no se trata en ningún momento de predicar ascetismo o renuncia a lo «terrenal». Se trata, al contrario, de ganar la batalla por lo terrenal y más concreto, que es el derecho del individuo a una libertad fundada sobre la razón. Como en esta batalla el espíritu del oscurantismo y el privilegio esgrimirá todas sus armas (y fundamentalmente el poder de dar o negar riqueza y distinciones, con la intimidación física como último recurso), el filósofo debe prepararse para no estar atado a nada ni ceder a soborno alguno. El verdadero enemigo es siempre una intromisión de la ley positiva1 en la eticidad, en cuya virtud el poder fáctico no se conforma con administrar los asuntos generales y pretende velar coactivamente por la decencia y las buenas costumbres. Por eso Crates de Tebas, el más bondadoso y jovial de los primeros cínicos, copulaba con Hiparquia en mitad de la calle, a la luz del día.


1.1. Fundamentalmente, se trata de transformar una moralidad exterior y grupal en ética interior e individual. No obstante, la radicalización ética lleva consigo una radicalización política. Si de los jonios podían recelar los arúspices y pontifices, los hechiceros y astrólogos, a partir de la sofística el ejercicio de la filosofía se extiende a toda la esfera pública, y no hay sector del Estado, la familia, la ley y la costumbre que no soporte su inspección. El libre examen encaminado a descubrir la verdad se revela como potencia negativa ilimitada, que socava el edificio de la sociedad convencional, ultraja los símbolos sagrados y se burla de todos los cultos. Queda progresivamente claro el compromiso del filósofo consigo mismo y con sus semejantes: sustituir toda conformidad al estado de cosas por una atención a lo racional en cada caso. Propone rescatar a la vida de la obediencia, para vincularla al cultivo de la inteligencia.
De ahí que ese proyecto cumpla muy literalmente el modelo para los delitos de impiedad, blasfemia y corrupción del cuerpo político. Sin embargo, ese proyecto no es independiente en Grecia del proceso histórico que ha pasado de la jerarquía clerical-militar a democracias constitucionales, y perseguir a los filósofos significaba entonces oponerse a reformas queridas también por casi todos los ciudadanos en otros órdenes de cosas. La represión —como mostraría el trato a Sócrates— sólo sirvió para multiplicar el arraigo y prestigio de la filosofía en capas cada vez más amplias de la población. Como observa Hegel,

«Los atenienses hubieron de reconocer que lo que condenaban en Sócrates estaba ya sólidamente enraizado en ellos, y que o bien eran todos culpables en el mismo grado o bien debían ser igualmente absueltos».

Por otra parte, los grandes cambios suelen proceder silenciosa y gradualmente, y el súbito escándalo provocado por el ascenso de la filosofía a costa de otras instituciones –fundamentalmente la moral y la religión tradicional- hace que sus resultados propiamente conceptuales sean algo precarios en términos relativos, comparados con la profundidad y coherencia de la física presocrática. No obstante, también aquí se observa una maduración desde las primeras formulaciones a las posteriores, y éstas –el estoico, el epicúreo y el escéptico- habrán de convertirse en actitudes recurrentes e intemporales, siempre jóvenes.

2. Se llaman “primeras escuelas” las fundadas por discípulos directos de Sócrates, poco o inmediatamente después de su ejecución. A diferencia de las sectas, que inevitablemente discriminan al no incorporado, practican el secreto y castigan a quien quiera abandonarlas una vez admitido, las scholas son en origen lugares donde desplegar la más transparente y libre adhesión al discurso racional. El tema que vuelve una y otra vez en dicho discurso es sin duda la virtud, en el sentido de cómo vivir excelentemente, pero al menos dos de las respuestas a ese deber de excelencia –el aguante estoico y la serenidad epicúrea- generarán sistemas filosóficos completos (con principios detallados de cosmología, ontología, física, lógica y teoría del conocimiento). Estas escuelas tienen en común con las sectas la admiración por algún fundador, pero todo el resto de propósitos y métodos resulta tan inverso que pueden considerarse los antídotos más específicos para el comportamiento sectario.


2.1. Euclides de Megara (450-380) preconiza una combinación de socratismo y eleatismo. Llamó Uno y Ser a lo bueno, considerándolo como una inteligencia impersonal y divina. Sus sucesores fueron muy dados a juegos verbales y paradojas, como la famosa del embustero expuesta por Eubúlides: si digo que miento ¿miento o digo verdad? El llamado «argumento vencedor» de Diodoro Crono, por desgracia perdido, quería demostrar que lo posible es imposible o, en otras palabras, que la posibilidad no es cosa distinta de la necesidad: todo «poder» implica o bien un «ser» o algo sólo imaginario.
El discurso se ahonda con Estilpón de Megara (380-300), cuyo racionalismo en materia religiosa le valió en Atenas una condena de destierro. Estilpón pensó el proyecto de la autarquía -tener el principio (arjé) en sí mismo, (autó)-, entendiendo que si el sabio quiere libertad debe hacerse imperturbable, y que esa imperturbabilidad o apatheia descansa en despreocuparse por el resultado final de los actos, tras haber puesto un rigor impecable en la elección de los medios conducentes a algo. Predicaba, así, un desprendimiento absoluto hacia lo que eventualmente pueda suceder cuando hemos preparado racionalmente una decisión. Zenón de Citio, un discípulo suyo, fue el fundador del vigoroso movimiento estoico, donde la apatheia se desarrolla minuciosamente.
Vale la pena tener en cuenta que las religiones orientales -sobre todo el brahmanismo y el budismo (su principal herejía)- predican apatía o imperturbabilidad, aunque su desprendimiento no coincide para nada con el de estos griegos. En un caso nos hacemos indiferentes al mundo de los placeres inmediatos persiguiendo una santidad ascética, que quiere trascender los deseos y, con ellos, el miedo al dolor. En el otro caso nos hacemos indiferentes a las convenciones y prejuicios que estorban cumplir los deseos, considerando que el mundo físico no es sólo único sino satisfactorio, y que mantener a raya el dolor depende de aprender a obrar inteligentemente (como un “sabio”).


2.2. Absolutamente contraria a lo que su nombre significa hoy, la escuela cínica lleva a sus últimas consecuencias la contraposición de logos físico y nomos político, proponiendo algo tan poco “cínico” como regresar a la naturaleza confiando en lo espontáneo. Por supuesto, este regreso lo sugiere la inteligencia, y no propone volver a la barbarie sino exaltar la individualidad pensante. Sin embargo, como su adversario es el gregarismo egoísta, la mayoría de sus tesis atentan contra la familia, las clases sociales y los cultos establecidos
Los cínicos son revolucionarios pacíficos, llamados a predicar con el ejemplo. Su adversario común es la actitud paternal del despotismo, que pretende gobernar a los hombres como si fuesen niños o débiles mentales, incapaces de analizar y resolverse por sí solos. De ahí romper con tradiciones basadas sobre morales hipócritas o supersticiosas, pues sólo son «buenas costumbres» las que en vez de exigir acatamiento estimulan el ejercicio de una voluntad inteligente. Oponiendo su naturalidad a cualquier liturgia y protocolo, el cínico sugiere como alternativa elegir entre economía y libertad o profusión y servidumbre. Carecer de necesidades es una cualidad “divina”, pues el lujo de la independencia supera a cualquier otro.
Antístenes (445-365), alumno de Gorgias deslumbrado luego por Sócrates, fundador de la escuela cínica, dijo que el único bien del hombre era su mente (nous), y que la virtud consistía esencialmente en la revisión de los valores. La tarea de la filosofía sería contribuir a alcanzar la fortaleza de carácter y reformar la errónea estima puesta sobre distintos bienes y males por la mayoría de los humanos. Como único camino hacia la felicidad sugirió la eliminación de necesidades superfluas; contentarse con el alimento y el vestuario más simple, no tener siquiera casa propia, curtirse con las penurias aparejadas a ese destino voluntariamente elegido, y amar a la humanidad.
Diógenes de Sínope, el sabio que vivía en la calle –concretamente dentro de un tonel- aunque hubiese nacido muy rico, tuvo por divisa «volver a acuñar los valores corrientes», y dejó abundantes muestras de total desparpajo2. Ingenioso, interrogador e irónico como Sócrates, se declaró «ciudadano del mundo», criticó todo patriotismo excluyente y propuso sustituir la familia por comunas, donde se compartieran las mujeres y se distribuyeran igualitariamente los trabajos de criar a los hijos. Su virtuosismo en el sarcasmo, su humanidad con los desamparados, su audacia y su independencia le convirtieron en leyenda ya antes de morir.

2.3. Otro discípulo de Sócrates fue Aristipo de Cirene (435-355), más inclinado aún que los demás socráticos a la sofística. Siguiendo a Protágoras, Aristipo no puso el acento ni en el ser percibido ni en la conciencia, sino en lo que está entre ambos, esto es, en la sensación, afirmando que es el criterio de verdad. Los cirenaicos mantenían que el bien es lo agradable y el mal lo desagradable, y que el único principio sabio de conducta era la regla del placer (hedoné). Por su parte, el placer significaba sensación agradable, goce positivo, y no sólo independencia ética. Presentaba la filosofía como un arte de vivir poco afectado por prejuicios, pasiones y obstáculos externos, practicando una especie de mundanidad afable, sin inquietudes teóricas, cuyo rasgo más distintivo es lo que tiene el placer de absolutamente actual: «Sólo el presente es nuestro, no el momento pasado ni el que esperamos, puesto que el uno está ya destruido y del otro no sabemos si existirá». El goce del instante no sólo libera del ayer y el mañana, sino que descarga al hombre de pretensiones exageradas, proponiendo contentarse con lo efectivamente disponible en cada momento. La regla fundamental es poder decir: «poseo, no soy poseído».
El escaso calado filosófico de este hedonismo generó entre los propios cirenaicos alguna disconformidad. Desterrado de Atenas por sus posiciones teóricas, Teodoro —llamado el Ateo— afirmó que la meta del hombre no es el placer sino la felicidad (eudaimonía, literalmente «buen carácter» o «buen genio»), y que la felicidad reside en el conocimiento. Más extraño fue Hegesías, que desde el hedonismo llegó a un pesimismo extremo. El convencimiento de que los goces positivos y actuales eran ínfimos, en contraste con las miserias de la vida, le hizo preconizar como sabiduría una indiferencia total hacia la existencia, y cierto escrito suyo sobre el suicidio le valió ser llamado «abogado de la muerte». Ptolomeo II prohibió sus lecciones en Alejandría, según parece, porque inculcaba a sus oyentes una indiferencia y un fastidio de la vida tan grandes que muchos de ellos se la quitaban. El último hedonista filosóficamente trivial sería un desolador pesimista.

3. Los megáricos, cínicos y cirenaicos son la forma incipiente o inmediata de sus propios principios. Desarrolladas de un modo que corrige lo unilateral y epidérmico en cada actitud, la escuela cínica se convertirá en estoicismo, la cirenaica en epicureismo y la megárica en escepticismo.

3.1. Antístenes había afirmado que el placer y el dolor debían ser indiferentes para el sabio. Sin embargo, los cínicos descuidaron completamente el aspecto teórico de la sabiduría, y en esto serán corregidos por la escuela estoica, que además de perfilar esa ética ofrecerá un sistema filosófico completo como kriterion de verdad. Sus principios son proposiciones concatenadas: que el aquí objetivo no condena a nadie; que el conocimiento es compañero perpetuo del asentimiento; que el motor de todo es un fuego cósmico mantenido por un elemento pasivo (la materia) y otro activo (la Razón); que todas las cosas son corpóreas, y que la Providencia3 entrelaza cada acción singular con todas las otras.
La stoa antigua, fundada por Zenón de Citio (334-262 a.C.), surge en momentos de aguda crisis para el hombre libre de alguna democracia griega. A la victoria de la antidemocrática Esparta sobre Atenas seguirá la égida macedónica, sucedida a su vez por una irrupción de legiones romanas, y lo que le resta es curtir el temperamento aferrándose “a la ardiente razón divina”. Lo esencial es que para “seguir la naturaleza humana” no basta reevaluar cualesquiera deberes convencionales, como propone el cínico, sino desafiar a veces hasta los consejos del instinto.

«El sabio vive libre aunque se halle cargado de cadenas, porque obra por sí mismo, sin dejarse ganar nunca por el miedo y la apetencia».

Esto exige no considerar el dolor como un mal que deba esquivarse a cualquier precio; y aprender a sufrir «estoicamente». Pero a cambio de exigirse una voluntad infinitamente firme el sabio obtiene una autonomía práctica no menos infinita. Por ejemplo, el incesto y la antropofagia (no el crimen de matar a un semejante, desde luego), son para él cosas perfectamente legítimas. Independiente del decoro y sus preceptos, el sabio lo es también de toda aquella naturaleza animal que gregariza a quienes no lograron la imperturbabilidad. El cirenaico Hegesías había propuesto el suicidio, pero Zenón de Citio se quitó la vida con un progresivo ayuno. Lo mismo hicieron Cleantes de Assos, su primer discípulo, Eratóstenes, Antípater y muchos otros sabios, que se dejaron morir lentamente de hambre cuando la decrepitud o alguna otra circunstancia externa lo hizo razonable. Así probaban su libertad moral. En realidad, el sabio no debía tratar de encauzar las pasiones —como pensarían otras escuelas— sino de vencerlas totalmente. He aquí una suprema exigencia, y un orgullo rayano en la soberbia.
Desde su versión inicial, ruda y combativa, el estoicismo evoluciona hacia un sistema filosófico complejo y matizado, que sin renunciar a la entereza se siente cada vez más a gusto en el mundo inmediato. Esto se observa en el tránsito desde la moira o Hado que empieza siendo el marco de todo a una Providencia (pronoia o “razón divina”) responsable del acontecer. En su Himno a Zeus el estoico Cleantes de Assos (330-231 a.C.) describe entusiásticamente el orden cósmico como “fuego vivificante”, que se derrama sobre los asuntos humanos en forma de razón y derecho. Con Crisipo (280-206 a.C.), que codifica las tesis de la escuela sobre física y epistemología, encontramos ya un reconocimiento de la autopreservación como meta ética genuina, que no excluye el ideal de la “muerte a tiempo” (mors tempestiva), pero modera el rigor de su aplicación en los primeros tiempos. Suya es la famosa secuencia del conocimiento “cierto”: presentación amplia del asunto-proposición-argumento-criterio de verdad-asentimiento. A partir de él algunos estoicos se concentrarán en deberes civiles, desarrollando una teoría minuciosa de la obligación inherente a cargos públicos.
La stoa media, representada por Panecio y Posidonio, cubre los siglos II y I a.C. y destaca por una combinación de versatilidad científica y alegría vital. Más que doblegar los instintos, el sabio debe rehuir lealtades estrechas –por ejemplo, pactando con la ambición de poder sobre otros, o con las aprensiones hipocondríacas-, y elegir una vida acorde con su physis personal. Combinando conceptos de Heráclito y Anaxágoras, la escuela piensa que “las razones seminales4 son el ímpetu del movimiento animado”. Pero más aún que la física le interesan cuestiones jurídicas y políticas, relacionadas con el derecho natural, el de gentes (internacional) y el civil. Claramente deslindado de cualquier legislación positiva, el derecho natural asegura una ciudadanía planetaria, resguardada de veleidades tiránicas establecidas al amparo de localismos patrioteros. Maestros de Cicerón, Panecio y Posidonio se dedican casi exclusivamente a celebrar que gracias a la pronoia o Providencia –en definitiva a la “razón divina”- hay derecho natural, ciudadanos cosmopolitas y cultivo del conocimiento. Estos tres bienes son el consuelo permanente de sabio cuando se enfrenta a la irracionalidad cruel del mundo exterior, regido aún por instituciones ajenas al logos.
La stoa tardía, representada ante todo por Séneca, Epicteto y Marco Aurelio, indica hasta qué punto el ideal de una sabia entereza se ha difundido a todos los estamentos, y constituye la única alternativa arraigada al rápido proliferar de sectas redentoristas como cristianos y maniqueos. Séneca fue uno de los favoritos del monstruo Nerón; Epicteto fue manumitido como esclavo bien avanzada ya su vida, y Marco Aurelio es el único emperador-filósofo. El primero se suicida con elegancia, el segundo enseña que “fuera de la voluntad no hay nada bueno ni malo”, y el tercero dice en sus Meditaciones cosas sobremanera audaces sobre el espíritu humano: aguanta sin envilecerse, incluso desnudo y solo, expuesto al caos y la futilidad. El tiempo que le toca vivir al estoicismo tardío –la decadencia republicana general- es uno de los más turbulentos y trágicos custodiados por el recuerdo5 , pero la conciencia estoica ha alcanzado con su propio desarrollo durante cuatro siglos una madurez que convierte el coraje racional en una estación de paso para cualquier individuo llamado a filosofar. Estoico será Boecio, un bárbaro germánico del siglo VI, y estoico el navarro Michel de Montaigne casi mil años después. El estoicismo pasa a ser un alto obligado en la educación del temperamento.

3.2.La antítesis del rigor estoico es el hedonismo epicúreo, que corrige la banalidad de la escuela cirenaica y al mismo tiempo eleva sus principios a sistema filosófico global. Siete años más joven que Zenón de Citio, Epicuro de Samos (341-270) –tercer hijo genial de esta isla, tras Pitágoras y Meliso- fue un hombre de vida sencilla y retirada, venerado por quienes le conocieron e influido ante todo por el atomismo, una física que completó con brillantes aportaciones propias. Al igual que Aristipo, y en definitiva que Protágoras, para él la verdad reside en la sensación, esto es, en aquello que no es lo sentido (la materia, el objeto) ni tampoco la fuente interna del sentir (el alma, el pensamiento), sino precisamente algo situado entre ambos extremos, particular en sí.
Lo más celebrado de Epicuro es querer emancipar del temor a lo sobrenatural y a la muerte, cosa que le granjeó también el odio de quienes explotan estas debilidades humanas precisamente. Para la primera parte de su crítica construyó una física mecanicista calcada de la expuesta por Demócrito, pero no sometida a «las leyes del Hado». Puso en lugar del determinismo el azar, explicado como una parénclisis o declinación espontánea de los átomos en el vacío. Para la segunda parte de su crítica expuso una imagen secularizada del mundo físico gracias a una opinión muy interesante sobre los dioses, tomada quizá de la obra aristotélica destruida por los cristianos. Los dioses son superiores al ser humano en naturaleza, aunque para nada omnipotentes. Gracias a ello exhalan pura alegría (sin “miedo, tormenta emocional o dolor corpóreo”) sobre los espacios siderales situados entre mundo y mundo, ajenos por completo a los asuntos humanos.

«Lo que es dichoso e imperturbable no abriga ningún esfuerzo ni se lo impone a los demás. Por eso no tienen acceso a ello ni la cólera ni la imploración, ecos siempre de la debilidad.»

En cuanto a la muerte, vio en el carácter perecedero de la vida una fuente de goce, porque asegura siempre un final apaciguamiento. Insistió en definir la muerte como carencia de otra sensación, considerando absurdo temer dolor alguno en un trance físico caracterizado por la más absoluta insensibilidad.

«Nada hay de temible en la vida, para quien ha llegado verdaderamente a saber que el morir no tiene nada de temible».

El hecho de que el alma se disuelva al cesar el funcionamiento del cuerpo arruina el comercio sostenido por quienes dicen creer en infiernos distintos de las desdichas actuales, o en dioses estúpidos y vengativos. Tal como el estoico extrema su elegancia a la hora de morir, el epicúreo aconseja extremarla mientras vivimos. Aristipo había fundado su criterio sobre la sensación placentera, pero Epicuro añade que el placer “sencillo”, “consumable”, no es el goce activo de esto o aquello, sino la serenidad derivada de no desear desordenadamente.

«Cumbre del placer es la simple desaparición del dolor».

Por eso es un goce, por ejemplo, no tener hambre; el acto de comer —que para los cirenaicos sería el fin o la sensación agradable— representa para Epicuro un simple instrumento con vistas al fin primordial de la quietud anímica. He ahí una distinción más profunda de lo que a primera vista parece, porque en vez de restringir el goce al instante, y a tal o cual acto agradable, afirma más bien que absolutamente todo es puro goce (“hedoné óptima”) una vez expurgado de dolor o, en otras palabras, que el placer constituye el estado permanente y general de la sensación, allí donde el temor y las pasiones contradictorias han dejado de turbar.
El hedonismo no defiende entonces un abandono al placer momentáneo sino un sereno cálculo, y un análisis de los medios idóneos para alcanzar esa reinmersión en el ser natural que es la indolencia, bien supremo de la vida humana. La pereza, sinónimo de indolencia en nuestros días, casa mal con un hombre “enormemente prolífico” según todas las fuentes, cuya obra no llegó a nosotros debido a censuras clericales.
Tan corrosivo para los valores patrióticos, familiares y religiosos tradicionales como el estoicismo, el hedonismo fue menos feroz en la repulsa de algunas leyes y hábitos. Por ejemplo, entendía contrario a la virtud cualquier apego incondicional a la vida, pero no preconizó directamente el suicidio y la eutanasia. En general, el sabio epicúreo parece observar una sagaz mansedumbre, mientras el estoico exhibe una actitud tan sublime en un sentido como terca y resignada al infinito tesón en otro. La autarquía estoica requiere oponer el acuerdo consigo mismo al acuerdo con cualquier otra cosa, y la indolencia epicúrea pretende más bien recobrar una dimensión básica de puro ser, donde el yo animal, el cultural y el racional no se opongan.
Un lugar destacado entre los epicúreos tiene sin duda Tito Lucrecio Caro (94 a.C.-50 d.C.) , cuyo extenso poema De rerum natura escapó al fuego de los inquisidores (quizá debido a las dificultades que su latín presenta) La tradición –encabezada en este caso por el poco imparcial San Jerónimo- mantiene que Lucrecio perdió la cabeza por ingerir en sus años jóvenes un filtro amoroso, y que en los intervalos lúcidos de esa demencia fue componiendo su monumento en hexámetros clásicos, si bien al terminarlo decidió suicidarse, cuando tenía 44 años. En efecto, desde Sócrates (cuya muerte tiene bastante de suicidio) sus seguidores inmediatos y mediados incurren a menudo en distintas formas de eutanasia, y Lucrecio representa un pensador más atraído por las excelencias morales de una mors tempestiva. Sí estamos seguros de que su poema fue revisado por Cicerón en persona, la eminencia estilística de su tiempo, y debemos a ese texto detalles sobre el pensamiento de Demócrito y Epicuro que en otro caso se habrían perdido.
Ciertos pasajes –que el alma se disipa al morir “como el humo”, o que “la muerte no es nada para nosotros” (conclusión del libro III)- se han grabado en el corazón del humanismo laico, y allí seguirán mientras no los borre algún fanático milenarista. Lo mismo puede decirse de los tres “corolarios generales” que cierran el libro II: “nuestro mundo es uno entre infinitos”; “la naturaleza se autorregula, sin interferencia de los dioses”; “el mundo tuvo un comienzo, y pronto tendrá un término”. Con todo, el inestable equilibrio personal de Lucrecio se filtra en la propia estructura del poema, que comienza con un himno a Venus (“delicia de hombres y dioses, donante de vida”) y acaba –cientos de páginas después- con una descripción de la peste que asoló Atenas.
A pesar de sus notables diferencias, la ética de estoicos y epicúreos presenta no pocos aspectos comunes, y el epicúreo se prolongará hasta los tiempos modernos con seguidores como Gassendi y Hume. Se ha convertido en una perspectiva permanente del entendimiento, como el estoicismo, y hasta quienes ignoran todo al respecto siguen hoy a Epicuro en mayor o menor medida.
Pero antes de concluir con los herederos de Sócrates conviene recordar que los estoicos y los epicúreos fueron también el dogmatismo de su tiempo, ante el que se levanta un tercer tipo de sabio más radical aún, el escéptico. Sócrates dijo “sólo sé que no sé nada”, y ese convencimiento será desarrollado por largo.


3.3. Skepsis significa en griego «observación», «examen». La escuela nace con Pirrón de Elis (360-272 a.C.), que parece haber formado parte de la expedición asiática de Alejandro Magno. Devuelvo a Grecia, sostuvo que la felicidad es una ataraxia o paz mental basada en des-creer absolutamente, pues ni siquiera es seguro que nada pueda saberse. Afirmar o negar resulta dogmático, cuando lo virtuoso es una “suspensión del juicio” (epojé). Vivamos sin dogma, atentos a la parte del mundo que no exige interrogación y respuesta, veracidad. Consecuente con su actitud, cuentan que Pirrón era muy distraído, y que los discípulos se movían en torno suyo para que no tropezase con un carruaje o una zanja, embelesados mientras tanto con la afable plenitud de su persona, insólitamente abierta.
Elaborada algo más filosóficamente, por seguidores como Enesidemo y Sexto Empírico, esta Escuela postula que la naturaleza de las cosas nos resulta desconocida. En contacto con el pensamiento cobran una u otra apariencia, un ser “fenoménico”, pero no lo suficiente para distinguir aquello que son por costumbre de lo que pudieran ser por naturaleza. No hay criterio objetivo de juicio, e ignorarlo produce desasosiego.
El primer obstáculo (tropo) para conocer es que «de todo lo que se predica algo cabe predicar también lo contrario», construyendo una antinomia. Cierto o falso, esto apunta lo esencial en el escepticismo griego: que el pensamiento desborda las cosas, y no a la inversa. Tiene tal vivacidad y libertad que no puede conformarse con un mundo coagulado, hecho de cosas acabadas o dogmáticas, como el credo estoico o el epicúreo. Para no renunciar a su parte de “fuego intelectual”, inseparable de la espontaneidad, el pensamiento percibe y siente, pero no cree nada. Según Sexto:

«Los mejores hombres, inquietos por la inconstancia de las cosas y dudando en cuanto a qué habrían de prestar su asentimiento, dieron en investigar qué era lo verdadero y qué lo falso en las cosas, como si al decidir esto pudieran llegar a establecer fundamentos inconmovibles. Pero lanzado a esta investigación el hombre llega a la conciencia de que las determinaciones opuestas tienen todas ellas igual fuerza, y como en vista de esto no puede decidir entre ellas, no tiene más camino para llegar a lo inconmovible que el de retraer su asentimiento (epojein).»

El argumento de la “igual fuerza» o antinomia tiene como límite una esfera psicológíca que descarta una dialéctica objetiva de la naturaleza, donde la oposición se presente como causa general del movimiento. Dos siglos antes la filosofía de Heráclito había planteado la contradicción como algo inmanente a toda actividad, sin considerarlo un obstáculo insuperable para el conocimiento sino, al contrario, considerándolo la razón misma y algo uno en sí. Luego Anaxágoras habló de una mente (nous) universal e incorruptible. Pero ahora se trata de emancipar a la individualidad pensante concreta, y la inseparabilidad de los opuestos es sólo un modo de darse realidad absoluta la conciencia libre.
Planteada la adecuación o inadecuación de la inteligencia a la cosa, el escéptico afirma que: a) no hay tal adecuación sino más bien lo inverso, una conformación de la cosa por el pensamiento que, inconsciente de si, atribuye a lo pensado un ser, una physis propia; b) no cabe «adecuar» términos heterogéneos, pues el pensamiento será siempre una representación (un nexo de algo con algo, de la índole de la relación6), mientras la cosa será siempre algo meramente representado, un otro.

4. A costa de “psicologizar” la mente objetiva o cósmica –tal como se presenta en Heráclito y Anaxágoras- el socrático instala esa potencia dentro de sí, y con ello cumple la meta primaria de las Escuelas. Estos movimientos nacieron como última línea de fortificación contra la catástrofe que representa para el ideal helénico la ruina del orden republicano, y de este esfuerzo surge la altiva soledad del sabio, que no vacila en aceptar su condición aislada o atómica. El escéptico, con su rechazo de un kriterion válido para la verdad, extrae una fuerza moral comparable a la que obtenían estoicos y epicúreos proponiendo criterios positivos de veracidad. Éstos le oponen que su actitud es artificiosa, dependiente de alimentar cada día con grano nuevo el molino de su duda, y él responde que evitando atribuir existencia al objeto pensado cumple lo común a la impasibilidad (apatheia) y a la imperturbabilidad (ataraxia) del estoicismo y el epicureísmo. Dejando de «creer» en lo que pensamos dejamos también de «padecer».
Donde estaba la duda socrática reaparece la certeza escéptica. Suspender el juicio (epojein) repone todo en el pensamiento de cada hombre, disolviendo cualquier otro en ilusión y sombras. Desde esta perspectiva, el escepticismo griego constituye la etapa última en el conflicto entre el saber y la cultura tradicional. El saber asesta ahora el golpe de negarse a sí mismo, que representa dejar demolidas cualesquiera pretensiones de lo material ante el pensamiento, para un paso más allá recobrarse —ya solo y autárquico— en la negación de esa negación que es la libertad del sabio.
La diferencia fundamental entre el escepticismo griego y el de nuestros días es que Pirrón, Enesidemo y sus sucesores pretendían negar el ser en sí de las cosas en nombre de la evidencia interior del pensamiento, mientras los escépticos modernos suelen negar el ser en sí del pensamiento en nombre de la coseidad exterior. El primero se separaba del sentido común como del error más ostensible, mientras el segundo lo abraza como única regla de verdad. Por lo demás, la suerte del escepticismo será análoga a la del estoicismo y epicureismo: quedar como un momento de la conciencia racional, cuya hora suena al menos una vez cada día. Si el coraje es la divisa del estoico, y la elegancia el elemento del epicúreo, el antidogmatismo es el hallazgo del escéptico, y las tres actitudes son imprescindibles para cultivar una disposición filosófica.
No nos hemos ocupado de comentar los tropos y paradojas alegados por Enesidemo y otros escépticos contra la posibilidad de conocer, unas veces porque son demasiado silvestres y otras porque incurren en trucos verbales. Mientras se mantenga contenido, denunciando las recurrentes tentaciones dogmáticas del entendimiento –como sucede, por ejemplo, en Hume- el escepticismo es muy útil e incluso inexcusable. Si pretende ir más allá pasa a contradecirse radicalmente, cayendo no sólo en el dogmatismo que tanto denuncia sino en el más puro absurdo lógico. Si el conocimiento resulta imposible ¿qué bula le ha sido conferida al escéptico para poder hurtar dicha proposición específica a la duda racional? O ¿es que acaso las proposiciones de los demás exigen prueba, y las suyas ni siquiera deben matizarse?

A vista de pájaro, lo sucedido desde Anaximandro dibuja dos grandes lineas. Una es la física y la lógica especulativa de los jonios, que cristaliza en ciencia natural y ontología. Otra es el campo de la ética y la antropología filosófica. Lo primero está presidido por conceptos de Heráclito, Anaxágoras, Parménides y Demócrito, lo segundo por el esfuerzo de la sofistica y el socratismo. Las Escuelas nacen del clamor suscitado por la condena de Sócrates, un resultado del conflicto entre ideal científico y valores consuetudinarios. Hacia principios del siglo III a.C. cabe decir que este ideal ha triunfado: la filosofía se ha difundido a todos los rincones del mundo helénico, y las viejas creencias carecen de influjo sobre los sectores cultos.
Una aclaración última: Sócrates hizo bastante más de lo que suele atribuírsele por los llamados «valores cristianos». De él tomaron las Escuelas su idea de un derecho natural que reconoce la igualdad humana sin distinciones de sexo, edad o patria, expresamente opuesto a cualquier esclavitud. El amor a la humanidad lo propone ya Antístenes, cuatro siglos antes de producirse los relatos evangélicos en zonas judías muy helenizadas por entonces. Y el cuadro fundamental de virtudes (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) tiene un punto de partida específicamente griego, no judaico.
Pero no podemos despedirnos del mundo griego sin considerar a los pensadores de su plenitud. Entre las primeras escuelas y las segundas se ha producido una síntesis de los «físicos» y los «antropólogos» con la filosofía de Platón y Aristóteles. Es esa llamarada de pensamiento racional lo que corona a la civilización griega, prestando a sus deslumbrantes logros artísticos el complemento de un espíritu científico. Zenón de Citio, Epicuro y Pirrón son figuras de la conciencia pensante y, a la vez, modalidades de chamán en sociedades más complejas que las chamanísticas. Platón y Aristóteles son ya profesores eminentes. Atenas ha dejado de ser una democracia, e incluso de ser un territorio independiente, pero el búho de Atenea sólo alza su vuelo cuando las tinieblas se han sobrepuesto a la luz del día.

 

REFERENCES

1Del nomos convencional, pues la ley interior y universal –la physis- sí debe ser obedecida en toda ocasión.

2 Orinó sobre una alfombra en casa de Platón, pidió a Alejandro Magno que no le tapase el sol (cuando éste se ofrecía a él muy servicialmente), copulaba de manera abierta con sus compañeras en el tonel, etc.

3 La primera noticia griega sobre una Providencia es la mención de Herodoto a una “pronoia divina” (en cuya virtud ninguna criatura prevalece totalmente sobre las demás), y se contrapone de modo expreso al “hado ciego” de los astrólogos, dependiente sólo de movimientos estelares y planetarios.

4 Los spérmata de Anaxágoras, reelaborados como causas finales tras una lectura de Aristóteles.

5 El caso de Marco Aurelio ilustra de manera ejemplar esta tragedia. Último de los Antoninos, la dinastía más admirable de la historia romana, que desde Antonino Pío, Trajano y Adriano se perpetuaba “filosóficamente” (eligiendo sucesor por motivos de virtud en vez de atender a parentesco sanguíneo), Marco Aurelio cede el testigo a su único hijo, Cómodo, que imitará en sanguinarias payasadas y torpezas a tantos otros Césares. Los historiadores le han atacado por ello, aduciendo incluso que le impulsó a esa debilidad un uso cotidiano de opio, pero los otros Antoninos no toparon con la circunstancia de tener un solo hijo varón. Para evitar una guerra civil su única salida habría sido matarle –una decisión que, por cierto, quizá hubiese tomado Zenón de Citio, el fundador de la escuela, estando en su lugar-, pero aún lamentando los horrores que siguieron a Cómodo nos alegra por Marco Aurelio que no lo hiciera.

6 A principios del siglo XX Brentano llamó intención e intencionalidad a este rasgo. Y Husserl formula la corriente llamada fenomenología combinando lo intencional de la conciencia con una epojé o “puesta entre paréntesis” del asentimiento ingenuo. Curiosamente, Brentano y Husserl usaron ambos conceptos para combatir el escepticismo de su tiempo, representado por las tesis positivistas.


BIBLIOGRAFÍA ADICIONAL

A la mencionada en temas previos añádase:
REYES, A., La filosofía helenística, FCE, México, 1965.
LONG, A., La filosofía helenística. Alianza Universidad, Madrid. 1984.

 

© Antonio Escohotado
http://www.escohotado.org



Development  Network Services Presence
www.catalanhost.com