1. Sócrates no presenta otro sistema que la construcción
filosófica del carácter. Practicaba la mayéutica,
método cuyo objeto es provocar la pregunta por la verdad en los
demás, y nunca pretendió escribir una sola línea
de doctrina. Sin embargo, será el más influyente con mucho
de los filósofos griegos hasta él, y suscitará una
proliferación de escuelas «socráticas» que llevan
la filosofía a la plaza pública, convirtiéndola en
asunto de todos (incluyendo las mujeres y los pobres). En las tesis que
estas escuelas sostuvieron se dibuja como un telón de fondo constante
la actitud del maestro, por lo cual nos sirven también para precisar
lo que Sócrates realmente propuso a su tiempo, oscurecido en otro
caso por los testimonios de Platón y Jenofonte.
Los «socráticos» expresan inigualablemente las consecuencias
prácticas de «filosofar». Ese camino va en dirección
contraria al que conduce a los honores y el poder económico, político
o religioso sobre los demás. Si agrupamos los rasgos comunes de
esta herencia, antes de exponer los diferenciales, topamos con los siguientes.
Las almas desaparecen al sucumbir los cuerpos.
Todos los hombres son iguales; las leyes son sus leyes, y deben servirles
en vez de estatuir una general servidumbre.
La libertad y la verdad son los bienes supremos.
La opinión de otros, sobre todo cuando proviene de tradiciones
acatadas irreflexivamente, carece de valor.
Como no hay vida perdurable, de nada sirven los templos, los chivos expiatorios,
las oraciones, los votos, la iniciación ritual y las profecías.
Odiosas y de origen tan miserable como los patriotismos excluyentes son
todas las guerras, igual que todos los tabús y todos los ídolos.
Sócrates fue un cosmopolita militante, y cosmopolitas serán
sus seguidores. De modo general, el pensamiento quiere emanciparse de
la costumbre, y para ello pone en cuestión algo socialmente tan
nuclear como la cuna y la riqueza. Para la razón se trata de cosas
en sí indiferentes, de las que usa sin escrúpulos una secta
de privilegiados, y ante las que se postra en adoración una masa
de ciudadanos timoratos, envidiosos y embrutecidos.
La enormidad del cambio se evalúa recordando que todas las culturas
y civilizaciones del entorno griego permanecen fieles a lo contrario de
estas tesis, y que buena parte de los griegos comulgan aún con
la visión pre-filosófica de lo divino y lo humano. Además,
no se trata en ningún momento de predicar ascetismo o renuncia
a lo «terrenal». Se trata, al contrario, de ganar la batalla
por lo terrenal y más concreto, que es el derecho del individuo
a una libertad fundada sobre la razón. Como en esta batalla el
espíritu del oscurantismo y el privilegio esgrimirá todas
sus armas (y fundamentalmente el poder de dar o negar riqueza y distinciones,
con la intimidación física como último recurso),
el filósofo debe prepararse para no estar atado a nada ni ceder
a soborno alguno. El verdadero enemigo es siempre una intromisión
de la ley positiva1
en la eticidad, en cuya virtud el poder fáctico no se conforma
con administrar los asuntos generales y pretende velar coactivamente por
la decencia y las buenas costumbres. Por eso Crates de Tebas, el más
bondadoso y jovial de los primeros cínicos, copulaba con Hiparquia
en mitad de la calle, a la luz del día.
1.1. Fundamentalmente, se trata de transformar una moralidad exterior
y grupal en ética interior e individual. No obstante, la radicalización
ética lleva consigo una radicalización política.
Si de los jonios podían recelar los arúspices y pontifices,
los hechiceros y astrólogos, a partir de la sofística el
ejercicio de la filosofía se extiende a toda la esfera pública,
y no hay sector del Estado, la familia, la ley y la costumbre que no soporte
su inspección. El libre examen encaminado a descubrir la verdad
se revela como potencia negativa ilimitada, que socava el edificio de
la sociedad convencional, ultraja los símbolos sagrados y se burla
de todos los cultos. Queda progresivamente claro el compromiso del filósofo
consigo mismo y con sus semejantes: sustituir toda conformidad al estado
de cosas por una atención a lo racional en cada caso. Propone rescatar
a la vida de la obediencia, para vincularla al cultivo de la inteligencia.
De ahí que ese proyecto cumpla muy literalmente el modelo para
los delitos de impiedad, blasfemia y corrupción del cuerpo político.
Sin embargo, ese proyecto no es independiente en Grecia del proceso histórico
que ha pasado de la jerarquía clerical-militar a democracias constitucionales,
y perseguir a los filósofos significaba entonces oponerse a reformas
queridas también por casi todos los ciudadanos en otros órdenes
de cosas. La represión como mostraría el trato a Sócrates
sólo sirvió para multiplicar el arraigo y prestigio de la
filosofía en capas cada vez más amplias de la población.
Como observa Hegel,
«Los atenienses hubieron de reconocer que lo que condenaban en
Sócrates estaba ya sólidamente enraizado en ellos, y que
o bien eran todos culpables en el mismo grado o bien debían ser
igualmente absueltos».
Por otra parte, los grandes cambios suelen proceder silenciosa y gradualmente,
y el súbito escándalo provocado por el ascenso de la filosofía
a costa de otras instituciones fundamentalmente la moral y la religión
tradicional- hace que sus resultados propiamente conceptuales sean algo
precarios en términos relativos, comparados con la profundidad
y coherencia de la física presocrática. No obstante, también
aquí se observa una maduración desde las primeras formulaciones
a las posteriores, y éstas el estoico, el epicúreo
y el escéptico- habrán de convertirse en actitudes recurrentes
e intemporales, siempre jóvenes.
2. Se llaman primeras escuelas las fundadas por discípulos
directos de Sócrates, poco o inmediatamente después de su
ejecución. A diferencia de las sectas, que inevitablemente discriminan
al no incorporado, practican el secreto y castigan a quien quiera abandonarlas
una vez admitido, las scholas son en origen lugares donde desplegar la
más transparente y libre adhesión al discurso racional.
El tema que vuelve una y otra vez en dicho discurso es sin duda la virtud,
en el sentido de cómo vivir excelentemente, pero al menos dos de
las respuestas a ese deber de excelencia el aguante estoico y la
serenidad epicúrea- generarán sistemas filosóficos
completos (con principios detallados de cosmología, ontología,
física, lógica y teoría del conocimiento). Estas
escuelas tienen en común con las sectas la admiración por
algún fundador, pero todo el resto de propósitos y métodos
resulta tan inverso que pueden considerarse los antídotos más
específicos para el comportamiento sectario.
2.1. Euclides de Megara (450-380) preconiza una combinación
de socratismo y eleatismo. Llamó Uno y Ser a lo bueno, considerándolo
como una inteligencia impersonal y divina. Sus sucesores fueron muy dados
a juegos verbales y paradojas, como la famosa del embustero expuesta por
Eubúlides: si digo que miento ¿miento o digo verdad? El
llamado «argumento vencedor» de Diodoro Crono, por desgracia
perdido, quería demostrar que lo posible es imposible o, en otras
palabras, que la posibilidad no es cosa distinta de la necesidad: todo
«poder» implica o bien un «ser» o algo sólo
imaginario.
El discurso se ahonda con Estilpón de Megara (380-300), cuyo racionalismo
en materia religiosa le valió en Atenas una condena de destierro.
Estilpón pensó el proyecto de la autarquía
-tener el principio (arjé) en sí mismo, (autó)-,
entendiendo que si el sabio quiere libertad debe hacerse imperturbable,
y que esa imperturbabilidad o apatheia descansa en despreocuparse
por el resultado final de los actos, tras haber puesto un rigor impecable
en la elección de los medios conducentes a algo. Predicaba, así,
un desprendimiento absoluto hacia lo que eventualmente pueda suceder cuando
hemos preparado racionalmente una decisión. Zenón de Citio,
un discípulo suyo, fue el fundador del vigoroso movimiento estoico,
donde la apatheia se desarrolla minuciosamente.
Vale la pena tener en cuenta que las religiones orientales -sobre todo
el brahmanismo y el budismo (su principal herejía)- predican apatía
o imperturbabilidad, aunque su desprendimiento no coincide para nada con
el de estos griegos. En un caso nos hacemos indiferentes al mundo de los
placeres inmediatos persiguiendo una santidad ascética, que quiere
trascender los deseos y, con ellos, el miedo al dolor. En el otro caso
nos hacemos indiferentes a las convenciones y prejuicios que estorban
cumplir los deseos, considerando que el mundo físico no es sólo
único sino satisfactorio, y que mantener a raya el dolor depende
de aprender a obrar inteligentemente (como un sabio).
2.2. Absolutamente contraria a lo que su nombre significa hoy, la escuela
cínica lleva a sus últimas consecuencias la contraposición
de logos físico y nomos político, proponiendo
algo tan poco cínico como regresar a la naturaleza
confiando en lo espontáneo. Por supuesto, este regreso lo sugiere
la inteligencia, y no propone volver a la barbarie sino exaltar la individualidad
pensante. Sin embargo, como su adversario es el gregarismo egoísta,
la mayoría de sus tesis atentan contra la familia, las clases sociales
y los cultos establecidos
Los cínicos son revolucionarios pacíficos, llamados a predicar
con el ejemplo. Su adversario común es la actitud paternal del
despotismo, que pretende gobernar a los hombres como si fuesen niños
o débiles mentales, incapaces de analizar y resolverse por sí
solos. De ahí romper con tradiciones basadas sobre morales hipócritas
o supersticiosas, pues sólo son «buenas costumbres»
las que en vez de exigir acatamiento estimulan el ejercicio de una voluntad
inteligente. Oponiendo su naturalidad a cualquier liturgia y protocolo,
el cínico sugiere como alternativa elegir entre economía
y libertad o profusión y servidumbre. Carecer de necesidades es
una cualidad divina, pues el lujo de la independencia supera
a cualquier otro.
Antístenes (445-365), alumno de Gorgias deslumbrado luego por Sócrates,
fundador de la escuela cínica, dijo que el único bien del
hombre era su mente (nous), y que la virtud consistía esencialmente
en la revisión de los valores. La tarea de la filosofía
sería contribuir a alcanzar la fortaleza de carácter y reformar
la errónea estima puesta sobre distintos bienes y males por la
mayoría de los humanos. Como único camino hacia la felicidad
sugirió la eliminación de necesidades superfluas; contentarse
con el alimento y el vestuario más simple, no tener siquiera casa
propia, curtirse con las penurias aparejadas a ese destino voluntariamente
elegido, y amar a la humanidad.
Diógenes de Sínope, el sabio que vivía en la calle
concretamente dentro de un tonel- aunque hubiese nacido muy rico,
tuvo por divisa «volver a acuñar los valores corrientes»,
y dejó abundantes muestras de total desparpajo2.
Ingenioso, interrogador e irónico como Sócrates, se declaró
«ciudadano del mundo», criticó todo patriotismo excluyente
y propuso sustituir la familia por comunas, donde se compartieran las
mujeres y se distribuyeran igualitariamente los trabajos de criar a los
hijos. Su virtuosismo en el sarcasmo, su humanidad con los desamparados,
su audacia y su independencia le convirtieron en leyenda ya antes de morir.
2.3. Otro discípulo de Sócrates fue Aristipo de Cirene
(435-355), más inclinado aún que los demás socráticos
a la sofística. Siguiendo a Protágoras, Aristipo no puso
el acento ni en el ser percibido ni en la conciencia, sino en lo que está
entre ambos, esto es, en la sensación, afirmando que es el criterio
de verdad. Los cirenaicos mantenían que el bien es lo agradable
y el mal lo desagradable, y que el único principio sabio de conducta
era la regla del placer (hedoné). Por su parte, el placer
significaba sensación agradable, goce positivo, y no sólo
independencia ética. Presentaba la filosofía como un arte
de vivir poco afectado por prejuicios, pasiones y obstáculos externos,
practicando una especie de mundanidad afable, sin inquietudes teóricas,
cuyo rasgo más distintivo es lo que tiene el placer de absolutamente
actual: «Sólo el presente es nuestro, no el momento
pasado ni el que esperamos, puesto que el uno está ya destruido
y del otro no sabemos si existirá». El goce del instante
no sólo libera del ayer y el mañana, sino que descarga al
hombre de pretensiones exageradas, proponiendo contentarse con lo efectivamente
disponible en cada momento. La regla fundamental es poder decir: «poseo,
no soy poseído».
El escaso calado filosófico de este hedonismo generó entre
los propios cirenaicos alguna disconformidad. Desterrado de Atenas por
sus posiciones teóricas, Teodoro llamado el Ateo afirmó
que la meta del hombre no es el placer sino la felicidad (eudaimonía,
literalmente «buen carácter» o «buen genio»),
y que la felicidad reside en el conocimiento. Más extraño
fue Hegesías, que desde el hedonismo llegó a un pesimismo
extremo. El convencimiento de que los goces positivos y actuales eran
ínfimos, en contraste con las miserias de la vida, le hizo preconizar
como sabiduría una indiferencia total hacia la existencia, y cierto
escrito suyo sobre el suicidio le valió ser llamado «abogado
de la muerte». Ptolomeo II prohibió sus lecciones en Alejandría,
según parece, porque inculcaba a sus oyentes una indiferencia y
un fastidio de la vida tan grandes que muchos de ellos se la quitaban.
El último hedonista filosóficamente trivial sería
un desolador pesimista.
3. Los megáricos, cínicos y cirenaicos son la forma incipiente
o inmediata de sus propios principios. Desarrolladas de un modo que corrige
lo unilateral y epidérmico en cada actitud, la escuela cínica
se convertirá en estoicismo, la cirenaica en epicureismo y la megárica
en escepticismo.
3.1. Antístenes había afirmado que el placer y el dolor
debían ser indiferentes para el sabio. Sin embargo, los cínicos
descuidaron completamente el aspecto teórico de la sabiduría,
y en esto serán corregidos por la escuela estoica, que además
de perfilar esa ética ofrecerá un sistema filosófico
completo como kriterion de verdad. Sus principios son proposiciones
concatenadas: que el aquí objetivo no condena a nadie; que el conocimiento
es compañero perpetuo del asentimiento; que el motor de todo es
un fuego cósmico mantenido por un elemento pasivo (la materia)
y otro activo (la Razón); que todas las cosas son corpóreas,
y que la Providencia3
entrelaza cada acción singular con todas las otras.
La stoa antigua, fundada por Zenón de Citio (334-262 a.C.), surge
en momentos de aguda crisis para el hombre libre de alguna democracia
griega. A la victoria de la antidemocrática Esparta sobre Atenas
seguirá la égida macedónica, sucedida a su vez por
una irrupción de legiones romanas, y lo que le resta es curtir
el temperamento aferrándose a la ardiente razón divina.
Lo esencial es que para seguir la naturaleza humana no basta
reevaluar cualesquiera deberes convencionales, como propone el cínico,
sino desafiar a veces hasta los consejos del instinto.
«El sabio vive libre aunque se halle cargado de cadenas, porque
obra por sí mismo, sin dejarse ganar nunca por el miedo y la
apetencia».
Esto exige no considerar el dolor como un mal que deba esquivarse a cualquier
precio; y aprender a sufrir «estoicamente». Pero a cambio
de exigirse una voluntad infinitamente firme el sabio obtiene una autonomía
práctica no menos infinita. Por ejemplo, el incesto y la antropofagia
(no el crimen de matar a un semejante, desde luego), son para él
cosas perfectamente legítimas. Independiente del decoro y sus preceptos,
el sabio lo es también de toda aquella naturaleza animal que gregariza
a quienes no lograron la imperturbabilidad. El cirenaico Hegesías
había propuesto el suicidio, pero Zenón de Citio se quitó
la vida con un progresivo ayuno. Lo mismo hicieron Cleantes de Assos,
su primer discípulo, Eratóstenes, Antípater y muchos
otros sabios, que se dejaron morir lentamente de hambre cuando la decrepitud
o alguna otra circunstancia externa lo hizo razonable. Así probaban
su libertad moral. En realidad, el sabio no debía tratar de encauzar
las pasiones como pensarían otras escuelas sino de
vencerlas totalmente. He aquí una suprema exigencia, y un orgullo
rayano en la soberbia.
Desde su versión inicial, ruda y combativa, el estoicismo evoluciona
hacia un sistema filosófico complejo y matizado, que sin renunciar
a la entereza se siente cada vez más a gusto en el mundo inmediato.
Esto se observa en el tránsito desde la moira o Hado que empieza
siendo el marco de todo a una Providencia (pronoia o razón
divina) responsable del acontecer. En su Himno a Zeus el
estoico Cleantes de Assos (330-231 a.C.) describe entusiásticamente
el orden cósmico como fuego vivificante, que se derrama
sobre los asuntos humanos en forma de razón y derecho. Con Crisipo
(280-206 a.C.), que codifica las tesis de la escuela sobre física
y epistemología, encontramos ya un reconocimiento de la autopreservación
como meta ética genuina, que no excluye el ideal de la muerte
a tiempo (mors tempestiva), pero modera el rigor de su aplicación
en los primeros tiempos. Suya es la famosa secuencia del conocimiento
cierto: presentación amplia del asunto-proposición-argumento-criterio
de verdad-asentimiento. A partir de él algunos estoicos se concentrarán
en deberes civiles, desarrollando una teoría minuciosa de la obligación
inherente a cargos públicos.
La stoa media, representada por Panecio y Posidonio, cubre los siglos
II y I a.C. y destaca por una combinación de versatilidad científica
y alegría vital. Más que doblegar los instintos, el sabio
debe rehuir lealtades estrechas por ejemplo, pactando con la ambición
de poder sobre otros, o con las aprensiones hipocondríacas-, y
elegir una vida acorde con su physis personal. Combinando conceptos de
Heráclito y Anaxágoras, la escuela piensa que las
razones seminales4
son el ímpetu del movimiento animado. Pero más aún
que la física le interesan cuestiones jurídicas y políticas,
relacionadas con el derecho natural, el de gentes (internacional) y el
civil. Claramente deslindado de cualquier legislación positiva,
el derecho natural asegura una ciudadanía planetaria, resguardada
de veleidades tiránicas establecidas al amparo de localismos patrioteros.
Maestros de Cicerón, Panecio y Posidonio se dedican casi exclusivamente
a celebrar que gracias a la pronoia o Providencia en definitiva
a la razón divina- hay derecho natural, ciudadanos
cosmopolitas y cultivo del conocimiento. Estos tres bienes son el consuelo
permanente de sabio cuando se enfrenta a la irracionalidad cruel del mundo
exterior, regido aún por instituciones ajenas al logos.
La stoa tardía, representada ante todo por Séneca, Epicteto
y Marco Aurelio, indica hasta qué punto el ideal de una sabia entereza
se ha difundido a todos los estamentos, y constituye la única alternativa
arraigada al rápido proliferar de sectas redentoristas como cristianos
y maniqueos. Séneca fue uno de los favoritos del monstruo Nerón;
Epicteto fue manumitido como esclavo bien avanzada ya su vida, y Marco
Aurelio es el único emperador-filósofo. El primero se suicida
con elegancia, el segundo enseña que fuera de la voluntad
no hay nada bueno ni malo, y el tercero dice en sus Meditaciones
cosas sobremanera audaces sobre el espíritu humano: aguanta sin
envilecerse, incluso desnudo y solo, expuesto al caos y la futilidad.
El tiempo que le toca vivir al estoicismo tardío la decadencia
republicana general- es uno de los más turbulentos y trágicos
custodiados por el recuerdo5
, pero la conciencia estoica ha alcanzado con su propio desarrollo durante
cuatro siglos una madurez que convierte el coraje racional en una estación
de paso para cualquier individuo llamado a filosofar. Estoico será
Boecio, un bárbaro germánico del siglo VI, y estoico el
navarro Michel de Montaigne casi mil años después. El estoicismo
pasa a ser un alto obligado en la educación del temperamento.
3.2.La antítesis del rigor estoico es el hedonismo epicúreo,
que corrige la banalidad de la escuela cirenaica y al mismo tiempo eleva
sus principios a sistema filosófico global. Siete años más
joven que Zenón de Citio, Epicuro de Samos (341-270) tercer
hijo genial de esta isla, tras Pitágoras y Meliso- fue un hombre
de vida sencilla y retirada, venerado por quienes le conocieron e influido
ante todo por el atomismo, una física que completó con brillantes
aportaciones propias. Al igual que Aristipo, y en definitiva que Protágoras,
para él la verdad reside en la sensación, esto es, en aquello
que no es lo sentido (la materia, el objeto) ni tampoco la fuente interna
del sentir (el alma, el pensamiento), sino precisamente algo situado entre
ambos extremos, particular en sí.
Lo más celebrado de Epicuro es querer emancipar del temor a lo
sobrenatural y a la muerte, cosa que le granjeó también
el odio de quienes explotan estas debilidades humanas precisamente. Para
la primera parte de su crítica construyó una física
mecanicista calcada de la expuesta por Demócrito, pero no sometida
a «las leyes del Hado». Puso en lugar del determinismo el
azar, explicado como una parénclisis o declinación
espontánea de los átomos en el vacío. Para la segunda
parte de su crítica expuso una imagen secularizada del mundo físico
gracias a una opinión muy interesante sobre los dioses, tomada
quizá de la obra aristotélica destruida por los cristianos.
Los dioses son superiores al ser humano en naturaleza, aunque para nada
omnipotentes. Gracias a ello exhalan pura alegría (sin miedo,
tormenta emocional o dolor corpóreo) sobre los espacios siderales
situados entre mundo y mundo, ajenos por completo a los asuntos humanos.
«Lo que es dichoso e imperturbable no abriga ningún esfuerzo
ni se lo impone a los demás. Por eso no tienen acceso a ello
ni la cólera ni la imploración, ecos siempre de la debilidad.»
En cuanto a la muerte, vio en el carácter perecedero de la vida
una fuente de goce, porque asegura siempre un final apaciguamiento. Insistió
en definir la muerte como carencia de otra sensación, considerando
absurdo temer dolor alguno en un trance físico caracterizado por
la más absoluta insensibilidad.
«Nada hay de temible en la vida, para quien ha llegado verdaderamente
a saber que el morir no tiene nada de temible».
El hecho de que el alma se disuelva al cesar el funcionamiento del cuerpo
arruina el comercio sostenido por quienes dicen creer en infiernos distintos
de las desdichas actuales, o en dioses estúpidos y vengativos.
Tal como el estoico extrema su elegancia a la hora de morir, el epicúreo
aconseja extremarla mientras vivimos. Aristipo había fundado su
criterio sobre la sensación placentera, pero Epicuro añade
que el placer sencillo, consumable, no es el goce
activo de esto o aquello, sino la serenidad derivada de no desear desordenadamente.
«Cumbre del placer es la simple desaparición del dolor».
Por eso es un goce, por ejemplo, no tener hambre; el acto de comer que
para los cirenaicos sería el fin o la sensación agradable
representa para Epicuro un simple instrumento con vistas al fin primordial
de la quietud anímica. He ahí una distinción más
profunda de lo que a primera vista parece, porque en vez de restringir
el goce al instante, y a tal o cual acto agradable, afirma más
bien que absolutamente todo es puro goce (hedoné óptima)
una vez expurgado de dolor o, en otras palabras, que el placer constituye
el estado permanente y general de la sensación, allí donde
el temor y las pasiones contradictorias han dejado de turbar.
El hedonismo no defiende entonces un abandono al placer momentáneo
sino un sereno cálculo, y un análisis de los medios idóneos
para alcanzar esa reinmersión en el ser natural que es la indolencia,
bien supremo de la vida humana. La pereza, sinónimo de indolencia
en nuestros días, casa mal con un hombre enormemente prolífico
según todas las fuentes, cuya obra no llegó a nosotros debido
a censuras clericales.
Tan corrosivo para los valores patrióticos, familiares y religiosos
tradicionales como el estoicismo, el hedonismo fue menos feroz en la repulsa
de algunas leyes y hábitos. Por ejemplo, entendía contrario
a la virtud cualquier apego incondicional a la vida, pero no preconizó
directamente el suicidio y la eutanasia. En general, el sabio epicúreo
parece observar una sagaz mansedumbre, mientras el estoico exhibe una
actitud tan sublime en un sentido como terca y resignada al infinito tesón
en otro. La autarquía estoica requiere oponer el acuerdo consigo
mismo al acuerdo con cualquier otra cosa, y la indolencia epicúrea
pretende más bien recobrar una dimensión básica de
puro ser, donde el yo animal, el cultural y el racional no se opongan.
Un lugar destacado entre los epicúreos tiene sin duda Tito Lucrecio
Caro (94 a.C.-50 d.C.) , cuyo extenso poema De rerum natura escapó
al fuego de los inquisidores (quizá debido a las dificultades que
su latín presenta) La tradición encabezada en este
caso por el poco imparcial San Jerónimo- mantiene que Lucrecio
perdió la cabeza por ingerir en sus años jóvenes
un filtro amoroso, y que en los intervalos lúcidos de esa demencia
fue componiendo su monumento en hexámetros clásicos, si
bien al terminarlo decidió suicidarse, cuando tenía 44 años.
En efecto, desde Sócrates (cuya muerte tiene bastante de suicidio)
sus seguidores inmediatos y mediados incurren a menudo en distintas formas
de eutanasia, y Lucrecio representa un pensador más atraído
por las excelencias morales de una mors tempestiva. Sí estamos
seguros de que su poema fue revisado por Cicerón en persona, la
eminencia estilística de su tiempo, y debemos a ese texto detalles
sobre el pensamiento de Demócrito y Epicuro que en otro caso se
habrían perdido.
Ciertos pasajes que el alma se disipa al morir como el humo,
o que la muerte no es nada para nosotros (conclusión
del libro III)- se han grabado en el corazón del humanismo laico,
y allí seguirán mientras no los borre algún fanático
milenarista. Lo mismo puede decirse de los tres corolarios generales
que cierran el libro II: nuestro mundo es uno entre infinitos;
la naturaleza se autorregula, sin interferencia de los dioses;
el mundo tuvo un comienzo, y pronto tendrá un término.
Con todo, el inestable equilibrio personal de Lucrecio se filtra en la
propia estructura del poema, que comienza con un himno a Venus (delicia
de hombres y dioses, donante de vida) y acaba cientos de páginas
después- con una descripción de la peste que asoló
Atenas.
A pesar de sus notables diferencias, la ética de estoicos y epicúreos
presenta no pocos aspectos comunes, y el epicúreo se prolongará
hasta los tiempos modernos con seguidores como Gassendi y Hume. Se ha
convertido en una perspectiva permanente del entendimiento, como el estoicismo,
y hasta quienes ignoran todo al respecto siguen hoy a Epicuro en mayor
o menor medida.
Pero antes de concluir con los herederos de Sócrates conviene recordar
que los estoicos y los epicúreos fueron también el dogmatismo
de su tiempo, ante el que se levanta un tercer tipo de sabio más
radical aún, el escéptico. Sócrates dijo sólo
sé que no sé nada, y ese convencimiento será
desarrollado por largo.
3.3. Skepsis significa en griego «observación»,
«examen». La escuela nace con Pirrón de Elis (360-272
a.C.), que parece haber formado parte de la expedición asiática
de Alejandro Magno. Devuelvo a Grecia, sostuvo que la felicidad es una
ataraxia o paz mental basada en des-creer absolutamente, pues ni
siquiera es seguro que nada pueda saberse. Afirmar o negar resulta dogmático,
cuando lo virtuoso es una suspensión del juicio (epojé).
Vivamos sin dogma, atentos a la parte del mundo que no exige interrogación
y respuesta, veracidad. Consecuente con su actitud, cuentan que Pirrón
era muy distraído, y que los discípulos se movían
en torno suyo para que no tropezase con un carruaje o una zanja, embelesados
mientras tanto con la afable plenitud de su persona, insólitamente
abierta.
Elaborada algo más filosóficamente, por seguidores como
Enesidemo y Sexto Empírico, esta Escuela postula que la naturaleza
de las cosas nos resulta desconocida. En contacto con el pensamiento cobran
una u otra apariencia, un ser fenoménico, pero no lo
suficiente para distinguir aquello que son por costumbre de lo que pudieran
ser por naturaleza. No hay criterio objetivo de juicio, e ignorarlo produce
desasosiego.
El primer obstáculo (tropo) para conocer es que «de
todo lo que se predica algo cabe predicar también lo contrario»,
construyendo una antinomia. Cierto o falso, esto apunta lo esencial en
el escepticismo griego: que el pensamiento desborda las cosas, y no a
la inversa. Tiene tal vivacidad y libertad que no puede conformarse con
un mundo coagulado, hecho de cosas acabadas o dogmáticas, como
el credo estoico o el epicúreo. Para no renunciar a su parte de
fuego intelectual, inseparable de la espontaneidad, el pensamiento
percibe y siente, pero no cree nada. Según Sexto:
«Los mejores hombres, inquietos por la inconstancia de las cosas
y dudando en cuanto a qué habrían de prestar su asentimiento,
dieron en investigar qué era lo verdadero y qué lo falso
en las cosas, como si al decidir esto pudieran llegar a establecer fundamentos
inconmovibles. Pero lanzado a esta investigación el hombre llega
a la conciencia de que las determinaciones opuestas tienen todas ellas
igual fuerza, y como en vista de esto no puede decidir entre ellas,
no tiene más camino para llegar a lo inconmovible que el de retraer
su asentimiento (epojein).»
El argumento de la igual fuerza» o antinomia tiene como límite
una esfera psicológíca que descarta una dialéctica
objetiva de la naturaleza, donde la oposición se presente como
causa general del movimiento. Dos siglos antes la filosofía de
Heráclito había planteado la contradicción como algo
inmanente a toda actividad, sin considerarlo un obstáculo insuperable
para el conocimiento sino, al contrario, considerándolo la razón
misma y algo uno en sí. Luego Anaxágoras habló de
una mente (nous) universal e incorruptible. Pero ahora se trata
de emancipar a la individualidad pensante concreta, y la inseparabilidad
de los opuestos es sólo un modo de darse realidad absoluta la conciencia
libre.
Planteada la adecuación o inadecuación de la inteligencia
a la cosa, el escéptico afirma que: a) no hay tal adecuación
sino más bien lo inverso, una conformación de la cosa por
el pensamiento que, inconsciente de si, atribuye a lo pensado un ser,
una physis propia; b) no cabe «adecuar» términos heterogéneos,
pues el pensamiento será siempre una representación (un
nexo de algo con algo, de la índole de la relación6), mientras
la cosa será siempre algo meramente representado, un otro.
4. A costa de psicologizar la mente objetiva o cósmica
tal como se presenta en Heráclito y Anaxágoras- el
socrático instala esa potencia dentro de sí, y con ello
cumple la meta primaria de las Escuelas. Estos movimientos nacieron como
última línea de fortificación contra la catástrofe
que representa para el ideal helénico la ruina del orden republicano,
y de este esfuerzo surge la altiva soledad del sabio, que no vacila en
aceptar su condición aislada o atómica. El escéptico,
con su rechazo de un kriterion válido para la verdad, extrae
una fuerza moral comparable a la que obtenían estoicos y epicúreos
proponiendo criterios positivos de veracidad. Éstos le oponen que
su actitud es artificiosa, dependiente de alimentar cada día con
grano nuevo el molino de su duda, y él responde que evitando atribuir
existencia al objeto pensado cumple lo común a la impasibilidad
(apatheia) y a la imperturbabilidad (ataraxia) del estoicismo
y el epicureísmo. Dejando de «creer» en lo que pensamos
dejamos también de «padecer».
Donde estaba la duda socrática reaparece la certeza escéptica.
Suspender el juicio (epojein) repone todo en el pensamiento de
cada hombre, disolviendo cualquier otro en ilusión y sombras. Desde
esta perspectiva, el escepticismo griego constituye la etapa última
en el conflicto entre el saber y la cultura tradicional. El saber asesta
ahora el golpe de negarse a sí mismo, que representa dejar demolidas
cualesquiera pretensiones de lo material ante el pensamiento, para un
paso más allá recobrarse ya solo y autárquico
en la negación de esa negación que es la libertad del sabio.
La diferencia fundamental entre el escepticismo griego y el de nuestros
días es que Pirrón, Enesidemo y sus sucesores pretendían
negar el ser en sí de las cosas en nombre de la evidencia interior
del pensamiento, mientras los escépticos modernos suelen negar
el ser en sí del pensamiento en nombre de la coseidad exterior.
El primero se separaba del sentido común como del error más
ostensible, mientras el segundo lo abraza como única regla de verdad.
Por lo demás, la suerte del escepticismo será análoga
a la del estoicismo y epicureismo: quedar como un momento de la conciencia
racional, cuya hora suena al menos una vez cada día. Si el coraje
es la divisa del estoico, y la elegancia el elemento del epicúreo,
el antidogmatismo es el hallazgo del escéptico, y las tres actitudes
son imprescindibles para cultivar una disposición filosófica.
No nos hemos ocupado de comentar los tropos y paradojas alegados por Enesidemo
y otros escépticos contra la posibilidad de conocer, unas veces
porque son demasiado silvestres y otras porque incurren en trucos verbales.
Mientras se mantenga contenido, denunciando las recurrentes tentaciones
dogmáticas del entendimiento como sucede, por ejemplo, en
Hume- el escepticismo es muy útil e incluso inexcusable. Si pretende
ir más allá pasa a contradecirse radicalmente, cayendo no
sólo en el dogmatismo que tanto denuncia sino en el más
puro absurdo lógico. Si el conocimiento resulta imposible ¿qué
bula le ha sido conferida al escéptico para poder hurtar dicha
proposición específica a la duda racional? O ¿es
que acaso las proposiciones de los demás exigen prueba, y las suyas
ni siquiera deben matizarse?
A vista de pájaro, lo sucedido desde Anaximandro dibuja dos grandes
lineas. Una es la física y la lógica especulativa de los
jonios, que cristaliza en ciencia natural y ontología. Otra es
el campo de la ética y la antropología filosófica.
Lo primero está presidido por conceptos de Heráclito, Anaxágoras,
Parménides y Demócrito, lo segundo por el esfuerzo de la
sofistica y el socratismo. Las Escuelas nacen del clamor suscitado por
la condena de Sócrates, un resultado del conflicto entre ideal
científico y valores consuetudinarios. Hacia principios del siglo
III a.C. cabe decir que este ideal ha triunfado: la filosofía se
ha difundido a todos los rincones del mundo helénico, y las viejas
creencias carecen de influjo sobre los sectores cultos.
Una aclaración última: Sócrates hizo bastante más
de lo que suele atribuírsele por los llamados «valores cristianos».
De él tomaron las Escuelas su idea de un derecho natural que reconoce
la igualdad humana sin distinciones de sexo, edad o patria, expresamente
opuesto a cualquier esclavitud. El amor a la humanidad lo propone ya Antístenes,
cuatro siglos antes de producirse los relatos evangélicos en zonas
judías muy helenizadas por entonces. Y el cuadro fundamental de
virtudes (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) tiene un punto de
partida específicamente griego, no judaico.
Pero no podemos despedirnos del mundo griego sin considerar a los pensadores
de su plenitud. Entre las primeras escuelas y las segundas se ha producido
una síntesis de los «físicos» y los «antropólogos»
con la filosofía de Platón y Aristóteles. Es esa
llamarada de pensamiento racional lo que corona a la civilización
griega, prestando a sus deslumbrantes logros artísticos el complemento
de un espíritu científico. Zenón de Citio, Epicuro
y Pirrón son figuras de la conciencia pensante y, a la vez, modalidades
de chamán en sociedades más complejas que las chamanísticas.
Platón y Aristóteles son ya profesores eminentes. Atenas
ha dejado de ser una democracia, e incluso de ser un territorio independiente,
pero el búho de Atenea sólo alza su vuelo cuando las tinieblas
se han sobrepuesto a la luz del día.