A grandes rasgos, hemos visto cómo van naciendo ciencia y filosofía
en un área que antes de la explosión intelectual
sólo contaba con los poemas de Homero y Hesiodo como punto de partida.
A despecho de su originalidad específica, ninguna de estas obras
es sustancialmente distinta de las teogonías y poemas épicos
más antiguos de Mesopotamia y Egipto.
Ahora, en cambio, sí hay algo nuevo. Lo que en principio eran opiniones
particulares de unos pocos excéntricos, diseminados por islas y
costas de un amplio territorio, se ha convertido en una concepción
del mundo y de la vida que disputa sus derechos a todas las vigentes.
Su anclaje en lo físico determina que no rendirá culto a
los antepasados ni a la fantasía mitológica; que deplora
las mentiras piadosas, y que exige ser libre política y religiosamente-
para buscar lo verdadero como ella lo entiende, des-ocultando los fundamentos
objetivos de cada hecho. La fecundidad de esa perspectiva lógico-natural
es tanta que bastan unos pocos años y algunos hombres decididos
a pensar para que haya un cuerpo de doctrina capaz de reducir rápidamente
al absurdo a cualquier perspectiva mágico-ritual.
Al mismo tiempo, la filosofía ha nacido de modo paralelo a la desintegración
del viejo orden representado por clérigos y caudillos, y cumpliendo
el dicho de que una cosa nunca está tan alta como cuando comienza
a sucumbir, pues sus inventores más eminentes son hombres de rango
ilustre o incluso real. El proyecto del saber canaliza así las
aspiraciones del pueblo griego a una racionalización de la vida,
que instaure el libre examen y la voluntad general el valor del
individuo como instancias supremas de decisión. Con todo,
esta actividad del pensamiento que nace del espíritu griego es
también la inmediata negación de las creencias y convenciones
populares, un mundo intelectual en pugna creciente con las comunidades
tradicionales.
La consecuencia son dos fenómenos básicos. Por una parte,
el saber sufre su primera crisis de orientación. Por otra, es un
poder dotado de peso específico en la vida social, ante el que
las ciudades (ya sensibles al ideal de la unificación panhelénica)
se sienten atraídas y recelosas simultáneamente. De alguna
manera, perciben que la ciencia puede ser lo más propio de la nación
griega, y un núcleo de general acuerdo, pero a la vez les repugna
su «impiedad» religiosa y el posible fermento revolucionario
ligado al saber especulativo1.
1. Las reflexiones sobre la physis tomaban en consideración
tan sólo lo general y permanente, el marco cósmico de la
existencia. Los medios empleados a tal fin eran una observación
de los fenómenos naturales combinada con pensamiento deductivo.
Desde la segunda mitad del siglo V a.C. se manifiesta una desconfianza
ante la capacidad «teórica», debido a «lo oscuro
del asunto y la brevedad de la vida» (Protágoras). Ligado
indisociablemente con este agnosticismo aparece un énfasis en el
hombre como polo y principio de lo verdadero, actor y autor de todo pensamiento.
En el último jonio, Anaxágoras, el nous es un elemento
eterno y uno, desprovisto de voluntad. En Protágoras es algo humano,
personal, y toda determinación resulta psicológica, relativa.
La verdad (alétheia) no es algo absoluto sino algo que es
para la conciencia, una «sensación» (aisthesis).
De ahí su famosa frase:
«El hombre es la medida de todas las cosas; de lo que es en tanto
es y de lo que no es en tanto no es» (Fr. 20).
Para Protágoras esto no quiere decir que no haya una materia cósmica
subyacente a todos los fenómenos, pero sí que «los
hombres perciben una u otra manifestación suya según sus
diferencias individuales». Por tanto, la propia distinción
entre ser y no ser de los eleáticos constituye nada más
que un criterio subjetivo.
Si nos fijamos en la célebre frase de Protágoras otra vez,
veremos que «cosas» (jrémata) es el mismo término
empleado por Anaxágoras, y que bastaría sustituir «hombre»
por «inteligencia» (nous) para estar ante una sentencia
que Anaxágoras habría podido defender. Sin embargo, el físico
había dicho:
«Lo que se muestra es un aspecto de lo invisible» (Fr.
21).
mientras Protágoras cree algo muy otro:
«Todo lo que se muestra a los hombres también es, y lo
que no se muestra a hombre alguno no es» (Fr. 20).
A nosotros nos interesa retener una sola evidencia de esta contraposición
en los criterios: cuanto más se sienta el entendimiento humano
«medida» (metron) universal, más se hace inconmensurable
lo medido.
Junto al antropocentrismo cobran fuerza en Grecia todo tipo de investigaciones
sobre culturas distintas, un reflejo de la vigorosa expansión helénica
en aquella época. Las obras históricas y jurídicas
alternan con tratamientos afines a la etnología, pero es ante todo
el lenguaje lo que merece atención, y dentro del lenguaje el arte
de la expresividad práctica, la elocuencia. Se inventa la gramática
científica, aunque en general lo lingüístico no interesa
tanto como la estilística y la retórica, porque sólo
eso puede aplicarse para convencer o conmover a otros, y es esta utilidad
inmediata lo que ahora seduce a maestros y discípulos por igual.
El vasto campo de las disciplinas no estrictamente filosóficas
será atendido por un nuevo tipo de individuo -análogo al
ilustrado del Siglo de las Luces y al «intelectual»
moderno-, que es el sofistés o sofista.
1. 2. Esparta, que siempre fue una oligarquía tan antidemocrática
como autoritaria, nunca experimentó ambivalencia hacia los progresos
del pensamiento, ya que todo cuanto no fuese rigor militar y sumisión
a sus feroces tradiciones era allí perseguido implacablemente.
Pero en otras polis griegas -y en especial las unidas a Atenas como Liga
Délfica- no faltaban sentimientos encontrados hacia la filosofía,
que si por una parte interesa y hasta enorgullece por otra obra como un
censor y oráculo no autorizado, entrometiéndose en creencias
y costumbres ancestrales. Como veremos, esta ambivalencia producirá
condenas y brotes de respeto colectivo alternativamente, a medida que
el acervo de conocimientos descubiertos por físicos y matemáticos
se combina con crítica literaria, oratoria y antropología,
suscitando un tipo de sabio tan enciclopédico como inclinado a
soluciones de compromiso, que hoy cultivaría pensamiento light
o débil.
El breve florecimiento económico -tras la potenciación del
comercio marítimo, y hasta no empeorar la guerra con Esparta- hace
que en las familias acomodadas aparezca más y más el deseo
de una ilustración para sus vástagos, y el éxito
de los sofistas cuyo eco se percibe en todo el teatro de la época
deriva de una oferta bien adaptada a la demanda. Son a menudo pensadores
alejados de lo combativo, que soslayan con gusto aquellos temas éticos
y religiosos proclives a impiedad, y que se encargarán
de controlar la educación de la juventud. Lo recurrente en su enseñanza
es «hacer más fuerte el argumento más débil»
(Protágoras). Deben transmitir brillo, empaque, elocuencia y eficacia
para moverse en la arena, cada vez más disputada, de la vida política
y las relaciones sociales. Su verdadera pedagogía son nociones
de cultura general, «modales» adecuados a cada situación,
con un énfasis singular en los recursos retóricos y el aprovechamiento
de la ocasión.
Esto tiene algo de frívolo y corrupto, como un delgado barniz que
tiñese con otro color la superficie hierática de los viejos
ritos. Parece inimaginable un sofista sin fatuidad, remuneración
y alumnos. Como sucede ahora también con sus análogos, no
sería un buen «profesional» si no supiera practicar
su propia loa, presentándose como un caso de éxito fulgurante
medido por ingresos y fama; y no cumpliría tampoco las expectativas
puestas por los sectores acomodados en él como modelo pedagógico
para sus hijos. En esa medida, «sofista es quien comercia, al por
mayor o al por menor, con bienes de los que el alma extrae su alimento»,
en el conocido juicio de Platón.
Por otra parte, este juicio resulta tendencioso por varias razones. Primero,
porque hay sofistas genuinamente revolucionarios, como Antifón
y Alcidamas; segundo, porque el comercio representa las relaciones voluntarias
de la vida en contraste con las involuntarias exigidas por la religión,
la dictadura política o los vínculos sociales de subordinación
(desde el protegido o cliente al esclavo), y envilecerlo por principio
retrasa todo tipo de progresos; tercero, porque quien desprecia lo crematístico
en este caso Platón- es un joven de familia muy opulenta,
que se cree descendiente de los últimos (y míticos) reyes
de Atenas. Si es vil cobrar por los bienes de los que el alma extrae
su alimento ¿no serán supremamente viles la casta
sacerdotal, y la nobiliaria, garantes tradicionales de dicho alimento?
Si algo disculpa a Platón -que siempre albergó una vena
espartana- es tener medio siglo menos que los dos principales sofistas,
y sufrir generaciones ulteriores de lo mismo, cada vez más dadas
a impresionar con juegos lingüísticos y otros trucos.
2. Protágoras de Abdera (circa 485-411) es un pensador
de gran capacidad, comparable con la de casi todos los físicos
jonios, que investigó con no poco coraje. Puso los fundamentos
de la gramática científica (nombró los géneros
y los tiempos verbales, clasificó los tipos básicos de oraciones),
y también los del derecho penal compasivo o no alineado incondicionalmente
con la Ley del Talión. Se llamó «educador de hombres»,
y ciertamente tenía algo que enseñar. La certeza de que
ninguna ley positiva o costumbre puede ser universalmente válida
requisito mínimo de cualquier coexistencia política
y religiosa está concebida y desarrollada inicialmente por
él. Hizo así bajar la sabiduría de los cielos y la
aplicó a las ciudades, mostrando de modo satisfactorio que las
formas tradicionales de culto y éticica no eran sino convenciones
y hábitos, susceptibles casi siempre de reforma y mejoramiento.
Esto, unido a considerar incognoscibles a los dioses, le valió
un proceso por blasfemia, y cuenta la tradición que naufragó
cuando escapaba por mar a Sicilia para no beber la cicuta.
Gran entidad intelectual muestra también el centenario Gorgias
(490-390), discípulo de Empédocles en sus años jóvenes,
y crítico de la escuela eleática con sus propias armas.
Fundó un escepticismo racional, fue un retórico inigualado
(de quien parten la estética y la poética como disciplinas),
y dejó un sello imperecedero en la prosa ática. Gorgias
ni siquiera pretendió enseñar la virtud (enseñaba
«elocuencia» y «estilo»), pero pensó con
audacia el hecho social. Su criterio o simple tesis es que
la civilización nació como recurso de los débiles
para domar a los fuertes (que mitológicamente refleja la historia
de Hércules, obligado a trabajar sin pausa para otros), pero vuelve
periódicamente a manos de éstos. Añadió que
la moral y la ley constituyen expresiones de una voluntad de poderío,
y aunque están pensadas para domesticar la animalidad subsistente
en el hombre son incapaces de consumar adecuadamente esa doma. Es en Gorgias
donde empieza a madurar una contraposición entre lo espontáneo
y lo culturalmente puesto, que se aplica casi siempre como herramienta
crítica.
2.1. Lo que desde una perspectiva parece saber reducido a cultura, espíritu
sin espíritu, es -desde otra- una investigación de la cultura
por el saber, espíritu crítico. Si de los jonios arranca
una racionalización fundamental, de los sofistas parte aplicar
ese logos a la polis, promoviendo una secularización general del
criterio. Preguntándose `por el origen de la obediencia a preceptos,
la escuela de Gorgias anticipa la idea del contrato social. En pocos años
algunos piensan ya la physis como naturaleza progresivamente opimida por
la ley positiva (nomos), distinguiendo de modo tajante entre espontaneidad
y norma. Alcidamas de Elea define la filosofía como «una
máquina para sitiar la ley y el hábito, los reyes hereditarios
y el Estado». Antifón de Atenas compone un libro de crítica
cultural del que provienen estos párrafos:
«Un hombre obrará del modo más provechoso para
él si en presencia de testigos considera grandemente las leyes
y cuando está solo, sin testigos, considera grandemente lo que
pertenece a la physis; lo que pertenece a las leyes es puesto,
y aquello que pertenece a la physis es espontáneamente
necesario [...] El que transgrede las leyes, si permanece oculto a los
que están de acuerdo con ellas, escapa a la vergüenza y
el castigo; en cambio, si se fuerza algo de lo que por la physis
es connatural, transgrediendo lo que es posible, aunque quede oculto
a los hombres en modo alguno es menor el mal, ni en nada es mayor si
todos lo ven; porque en este caso no hay falta según apariencia
(dóxa) sino según verdad (alétheia)
[...] La mayor parte de lo justo según nomos es contrario
a la physis; en efecto, está legislado para los ojos qué
deben ver, para los oídos qué deben oír, para la
lengua qué debe decir, para las manos qué deben hacer,
para los pies donde deben encaminarse y para la inteligencia (nous)
qué debe desear.
En nada ciertamente es más querido o más próximo
según la physis aquello apartado o aconsejado por las
leyes. En cambio, el vivir es cosa de la physis, y también
el morir.
Y lo provechoso establecido como tal por las leyes es prisión
de la physis, mientras lo establecido por la physis es
libre. En ningún modo al menos según el concepto
correcto lo que produce dolor es más ventajoso para la
physis que lo que produce gozo; en ningún modo lo que
aflige es más provechoso que lo que place; pues lo en verdad
provechoso no debe dañar, sino servir.
La justicia que emana de la ley deja padecer al que padece y ofender
al que ofende; y hasta el momento nunca ha impedido que el que padece
padezca ni que quien ofende ofenda».
3. Estos juicios de Antifón reúnen despiadada lucidez,
nostalgia por algo perdido y voluntad de cambio. Un profesional de la
cultura denuncia el desvío de ésta con respecto a la alétheia,
valiéndose de una contraposición tajante entre lo natural
y lo artificial. No obstante, aunque sean creaciones humanas o artificios,
la rueca o el martillo son tan físicos como una pezuña o
un arbusto. Más aún: si el hombre está gobernado
por un logos físico, como pretendía Heráclito,
también estarán gobernados por ese principio sus productos
e inventos. Por más que quiera ser fiel al concepto de los jonios,
la sofística sólo ve allí una parte del mismo, la
relevante al nivel de la cultura misma. Se diría que restringe
la physis a lo «natural» en detrimento de lo propiamente
«físico», que no se opone tanto a lo artificioso como
a lo falto de potencia o presencia, a lo abstracto en términos
generales. Al excluir la cultura de la naturaleza lo que hace es segregar
un microcosmos del cosmos. El resultado es un concepto «cultural»
de la naturaleza (como aquella parte no nacida de la convención
o el trabajo humano, lo cual es insuficiente), y un concepto «natural»
de la cultura (como algo regido exclusivamente por una ciega voluntad
de poder, lo cual es insuficiente también).
Esta es la situación cuando aparece el primer filósofo ateniense.
Sócrates (470-399) intentará llenar el vacío moral
producido por la escisión entre inclinaciones de la physis
y preceptos de la polis. Coincide con la sofística en centrarse
sobre el hombre, pero coincide con los físicos en reclamar algo
absoluto. A su entender, la necesidad más urgente para el pueblo
es poner su atención en el carácter o temperamento (ethos),
esto es, hacerse con una eticidad.
3.1. La historia nos tiene acostumbrados a moralistas que desconfían
del saber, y sabios que desconfían de los moralistas. Sin embargo,
Sócrates logra fundir el proyecto moral y el intelectual. Para
él no son cosas distintas practicar el libre examen y la virtud.
El mal que los sofistas distinguían en mal para la physis
y mal para el nomos civilizador es siempre uno solo y con
el mismo origen: la ignorancia. El primer precepto ético resulta
ser entonces «conócete a ti mismo». Y el segundo «ocúpate
de lo más alto».
Del rigor con que Sócrates fundió la preocupación
moral con el cultivo de la inteligencia da una idea el que introdujera
en filosofía el argumento inductivo y la definición de los
conceptos. Su constante pregunta «¿qué es esto?»
expresa en realidad la pregunta ¿qué es esto en sí,
cuál es su esencia? En ello se manifiesta una falta de conformidad
con el para otro que se sigue de fundamentar lo real en el parecer de
cada grupo o individuo. No basta con el «parecer», dirá
Sócrates, y su método de buscar definiciones generales para
cada cuestión busca superar el relativismo de la opinión,
llegando en cada caso a algo incondicionado.
Por otra parte, Sócrates no escribió nunca, ni trató
de formular ninguna filosofía de la naturaleza. Se ciñó
a la esfera ética, proporcionando como máxima enseñanza
la realidad de su propio temperamento, uno de los más vigorosos
que custodia el recuerdo. Afable y absolutamente íntegro, culto
y sencillo, valeroso hasta la temeridad en cuantas ocasiones tuvo de demostrarlo,
nunca quiso riqueza o poder. Su figura es el prototipo del santo laico,
animado por una intuición mística encauzada siempre por
la razón. Su generosidad proverbial, su profunda compasión
por lo humano y su corrosiva ironía (que le capacitaba para rebatir
a un oponente desarrollando sus propios argumentos) hicieron de él
un personaje muy popular en Atenas, venerado y temido por igual.
3.2. La ignorancia fuente de todo mal es ignorancia del bien,
que constituye lo divino, el principio de todo. El bien socrático
no representa un dios como cualquiera de los Olímpicos, ni siquiera
un demiurgo único como el de los hebreos, sino un absoluto
en la línea de los primeros pensadores griegos. Lo bueno (tó
agathón) no se distingue, finalmente, de que sea lo que es.
No obstante, hemos visto que Sócrates aparece en un momento donde
«lo que es» se ha escindido en ser natural y ser convencional,
logos físico y norma de la polis. Lo que su filosofía
propone para salvar esta disyunción es consumar lo incondicionado
de la physis en un redescubrimiento del alma. Comparada con el
espiritualismo órfico-pitagórico, el alma no parece haber
sido para Sócrates algo separable del cuerpo, sino la parte del
hombre vinculada al des-velamiento constitutivo de la verdad.
En el Fedón platónico Sócrates dice que «la
experiencia del alma se llama pensamiento», y que la «cura
del alma» es un «cuidar lo divino». Esta posición
comprende tres tesis fundamentales: 1) lo real es el alma como experiencia
de la razón; 2) el alma universal unificada por esa experiencia
común del logos es el bien que el hombre lleva dentro
como eco del bien absoluto (physis); 3) el alma asegurada de la
bondad, consciente de ella, constituye la virtud.
Es virtuoso quien se conoce a sí mismo y ama sobre todo la búsqueda
de la verdad. Lo que quiera o haga concretamente queda librado a la autonomía
de su juicio, porque si en efecto cuida siempre de saber ese juicio
será justo. La exigencia de la virtud es amor a la imparcialidad
del conocimiento, un constante preguntar por el fondo de las cosas.
3.3. En el año 399, cuando acaba de cerrarse el siglo V, el pueblo
de Atenas se reúne en asamblea para deliberar sobre las acusaciones
presentadas por tres ciudadanos contra Sócrates, que tiene entonces
setenta años. Se le imputa corromper a la juventud, «no creyendo
en los dioses en los que cree la polis, sino en divinidades nuevas,
diferentes».
El procedimiento judicial ateniense constaba de dos partes; una inicial,
donde el jurado decidía entre culpabilidad e inocencia, y otra
segunda, para resolver entre la pena solicitada por el acusador y el rescate
ofrecido por el acusado. Antes de producirse el veredicto en la primera
parte, cuando estaba en sus manos calmar toda inquietud con muestras de
arrepentimiento, o negar los cargos, Sócrates pronuncia un discurso
memorable:
«Atenienses, os acojo con afecto y os amo, pero obedeceré
más al dios2
que a vosotros, y mientras respire y pueda no cesaré de filosofar,
de exhortaros, de examinar sin tregua a quienquiera de vosotros que
encuentre, diciéndole lo acostumbrado: Tú, el mejor
de los hombres por ateniense, ciudadano de la ciudad más grande
y afamada en sabiduría y poder ¿no te avergüenzas
de poner tu cuidado en los medios para detentar lo más posible
en negocios, reputación y honores, cuando para nada te preocupas
del pensamiento, de la verdad y del alma, ni se te ocurre hacer de eso
lo máximamente bello? Y si alguno de vosotros lo niega,
afirmando que se cuida de tales cosas, ni le atacaré ni me iré;
le interrogaré y observaré a fondo, y le avergonzaré
si no me parece poseer la virtud aunque él así lo crea;
le reprocharé que nada son para él las cosas del más
alto valor, y le censuraré tomar lo pequeño por lo grande.
Estas son las cosas que el dios me ha ordenado, sabedlo bien. Y pienso
que mi obediencia al dios es el máximo bien acaecido a la ciudad».
El orgullo manifiesto en esta declaración produce un voto de culpabilidad
por escaso margen (281 contra 220). Le corresponde entonces a Sócrates
intervenir nuevamente y proponer el pago de alguna suma de dinero a cambio
de su vida. Pero el filósofo no tiene fondos que ofrecer, ni le
apetece arruinar a sus amigos; en realidad, aprovecha para ironizar con
lo razonable que seria no sólo no matarle sino mantenerle a expensas
públicas. El jurado vuelve entonces a votar, esta vez con mayoría
de dos tercios (300 contra 201), condenándole a morir envenenado.
Incluso entonces, como la ejecución se posterga por algún
tiempo, Sócrates es invitado a huir. Él lo rechaza de plano:
«Si a los atenienses les ha parecido lo mejor condenarme, a mí
también me parece lo mejor permanecer aquí».
Cuando llega el momento de beber la cicuta, fiel a sí mismo, Sócrates
muestra absoluta placidez y hasta humor. Recuerda a Critón, un
discípulo allí presente, cierta apuesta hecha años
antes, cuando contemplando ambos unos ritos propiciatorios, el filósofo
le dijo que sacrificar a los dioses era una superstición ineficaz,
y aquél le emplazó a seguir manteniéndolo en la hora
de su muerte. En ese momento convinieron que si Sócrates se mantenía
firme en su actitud Critón ofrecería un gallo a Esculapio,
dios de la medicina. Tras beber la pócima letal, cuando comienza
a sentir el sintomático frío en los pies que asciende poco
a poco, Sócrates hasta entonces envuelto en animado coloquio
con sus íntimos pide una sábana para cubrirse púdicamente
el rostro; pero después de estar unos momentos así, inmóvil,
la retira un instante para mirar sonriente al discípulo y recordarle:
«Critón, debes un gallo a Esculapio».
Con este acontecimiento se cierra la primera etapa en la historia de la
filosofía y la ciencia, que son todavía una misma cosa.
El conflicto entre el saber y la cultura se salda con una expiación
no esquivada. Sócrates no va a dejar de difundir como verdad la
physis, ni tampoco dejará de acatar las leyes de la polis.
Jenofonte equipara el proceso y la condena de Sócrates a un asesinato
legal, aduciendo que era el más impecable de los ciudadanos. Evidentemente
lo era, porque se propuso combinar la individualidad libre con lo universal
necesario y con el respeto a la particularidad de cada cultura determinada,
cosa sólo factible para un hombre impar.
Pero presentarle como inocente es una trivialidad, que no hace honor a
la hondura trágica del asunto. Melito, uno de sus tres acusadores,
había alegado contra él que «inducía a los
jóvenes a obedecerle más a él que a sus propios padres».
Para ser veraz, debería haber dicho que les inducía a seguir
los dictados del saber más que a sus propios padres. Pero no deja
de ser evidente que Sócrates representaba un terrible juez tras
su afable virtud, y que preconizaba una reforma profunda de las instituciones
y el Estado. Hasta el último momento se comporta provocadoramente,
rebosando amor propio y dignidad. Había llegado a identificarse
absolutamente con una causa la autonomía moral de la razón
y su muerte no hacía más que fortalecer esa causa. Hegel
comenta al respecto:
«El pueblo ateniense había entrado en ese período
de formación y cultura en que la conciencia individual se separa
y emancipa del espíritu general como una fuerza independiente.
Se encontró con que esto lo cumplía Sócrates pero,
dándose cuenta al mismo tiempo de que ello era la perdición,
lo castigó con la muerte del hombre en quien lo veía representado.
El proceso de Sócrates no es, por tanto, solamente la destrucción
de un individuo, sino que todos se hallan implicados en él; era,
en realidad, un crimen que el espíritu del pueblo perpetraba
contra sí mismo.»
Vol. I de la Historia de la filosofía, de F. MARTINEZ MARZOA,
Istmo, Madrid, 1973.
ZELLER, E:, Fundamentos de la filosofía griega, Siglo Veinte,
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