PREFACIO - TEMA IV - TEMA V - TEMA VI

 

TEMA V. EL ANÁLISIS ÉTICO Y SOCIOLÓGICO.

ESQUEMA-RESUMEN

1. EL SABER COMO CULTURA
1.1.De la razón objetiva a la subjetiva
1.2..La civilización como fin absoluto


2. DIVERGENCIA DE SABER Y CULTURA
2.1. Inclinaciones de la naturaleza y preceptos convencionales


3. UN ABSOLUTO ÉTICO
3.1. Razón y misticismo.
3.2. Doctrina socrática.
3.3. La condena del agitador.

A grandes rasgos, hemos visto cómo van naciendo ciencia y filosofía en un área que —antes de la explosión intelectual— sólo contaba con los poemas de Homero y Hesiodo como punto de partida. A despecho de su originalidad específica, ninguna de estas obras es sustancialmente distinta de las teogonías y poemas épicos más antiguos de Mesopotamia y Egipto.
Ahora, en cambio, sí hay algo nuevo. Lo que en principio eran opiniones particulares de unos pocos excéntricos, diseminados por islas y costas de un amplio territorio, se ha convertido en una concepción del mundo y de la vida que disputa sus derechos a todas las vigentes. Su anclaje en lo físico determina que no rendirá culto a los antepasados ni a la fantasía mitológica; que deplora las mentiras piadosas, y que exige ser libre –política y religiosamente- para buscar lo verdadero como ella lo entiende, des-ocultando los fundamentos objetivos de cada hecho. La fecundidad de esa perspectiva lógico-natural es tanta que bastan unos pocos años y algunos hombres decididos a pensar para que haya un cuerpo de doctrina capaz de reducir rápidamente al absurdo a cualquier perspectiva mágico-ritual.
Al mismo tiempo, la filosofía ha nacido de modo paralelo a la desintegración del viejo orden representado por clérigos y caudillos, y cumpliendo el dicho de que una cosa nunca está tan alta como cuando comienza a sucumbir, pues sus inventores más eminentes son hombres de rango ilustre o incluso real. El proyecto del saber canaliza así las aspiraciones del pueblo griego a una racionalización de la vida, que instaure el libre examen y la voluntad general —el valor del individuo— como instancias supremas de decisión. Con todo, esta actividad del pensamiento que nace del espíritu griego es también la inmediata negación de las creencias y convenciones populares, un mundo intelectual en pugna creciente con las comunidades tradicionales.
La consecuencia son dos fenómenos básicos. Por una parte, el saber sufre su primera crisis de orientación. Por otra, es un poder dotado de peso específico en la vida social, ante el que las ciudades (ya sensibles al ideal de la unificación panhelénica) se sienten atraídas y recelosas simultáneamente. De alguna manera, perciben que la ciencia puede ser lo más propio de la nación griega, y un núcleo de general acuerdo, pero a la vez les repugna su «impiedad» religiosa y el posible fermento revolucionario ligado al saber especulativo1.

1. Las reflexiones sobre la physis tomaban en consideración tan sólo lo general y permanente, el marco cósmico de la existencia. Los medios empleados a tal fin eran una observación de los fenómenos naturales combinada con pensamiento deductivo. Desde la segunda mitad del siglo V a.C. se manifiesta una desconfianza ante la capacidad «teórica», debido a «lo oscuro del asunto y la brevedad de la vida» (Protágoras). Ligado indisociablemente con este agnosticismo aparece un énfasis en el hombre como polo y principio de lo verdadero, actor y autor de todo pensamiento.
En el último jonio, Anaxágoras, el nous es un elemento eterno y uno, desprovisto de voluntad. En Protágoras es algo humano, personal, y toda determinación resulta psicológica, relativa. La verdad (alétheia) no es algo absoluto sino algo que es para la conciencia, una «sensación» (aisthesis). De ahí su famosa frase:

«El hombre es la medida de todas las cosas; de lo que es en tanto es y de lo que no es en tanto no es» (Fr. 20).

Para Protágoras esto no quiere decir que no haya una materia cósmica subyacente a todos los fenómenos, pero sí que «los hombres perciben una u otra manifestación suya según sus diferencias individuales». Por tanto, la propia distinción entre ser y no ser de los eleáticos constituye nada más que un criterio subjetivo.
Si nos fijamos en la célebre frase de Protágoras otra vez, veremos que «cosas» (jrémata) es el mismo término empleado por Anaxágoras, y que bastaría sustituir «hombre» por «inteligencia» (nous) para estar ante una sentencia que Anaxágoras habría podido defender. Sin embargo, el físico había dicho:

«Lo que se muestra es un aspecto de lo invisible» (Fr. 21).

mientras Protágoras cree algo muy otro:

«Todo lo que se muestra a los hombres también es, y lo que no se muestra a hombre alguno no es» (Fr. 20).

A nosotros nos interesa retener una sola evidencia de esta contraposición en los criterios: cuanto más se sienta el entendimiento humano «medida» (metron) universal, más se hace inconmensurable lo medido.
Junto al antropocentrismo cobran fuerza en Grecia todo tipo de investigaciones sobre culturas distintas, un reflejo de la vigorosa expansión helénica en aquella época. Las obras históricas y jurídicas alternan con tratamientos afines a la etnología, pero es ante todo el lenguaje lo que merece atención, y dentro del lenguaje el arte de la expresividad práctica, la elocuencia. Se inventa la gramática científica, aunque en general lo lingüístico no interesa tanto como la estilística y la retórica, porque sólo eso puede aplicarse para convencer o conmover a otros, y es esta utilidad inmediata lo que ahora seduce a maestros y discípulos por igual. El vasto campo de las disciplinas no estrictamente filosóficas será atendido por un nuevo tipo de individuo -análogo al “ilustrado” del Siglo de las Luces y al «intelectual» moderno-, que es el sofistés o sofista.


1. 2. Esparta, que siempre fue una oligarquía tan antidemocrática como autoritaria, nunca experimentó ambivalencia hacia los progresos del pensamiento, ya que todo cuanto no fuese rigor militar y sumisión a sus feroces tradiciones era allí perseguido implacablemente. Pero en otras polis griegas -y en especial las unidas a Atenas como Liga Délfica- no faltaban sentimientos encontrados hacia la filosofía, que si por una parte interesa y hasta enorgullece por otra obra como un censor y oráculo no autorizado, entrometiéndose en creencias y costumbres ancestrales. Como veremos, esta ambivalencia producirá condenas y brotes de respeto colectivo alternativamente, a medida que el acervo de conocimientos descubiertos por físicos y matemáticos se combina con crítica literaria, oratoria y antropología, suscitando un tipo de sabio tan enciclopédico como inclinado a soluciones de compromiso, que hoy cultivaría pensamiento light o “débil”.
El breve florecimiento económico -tras la potenciación del comercio marítimo, y hasta no empeorar la guerra con Esparta- hace que en las familias acomodadas aparezca más y más el deseo de una ilustración para sus vástagos, y el éxito de los sofistas —cuyo eco se percibe en todo el teatro de la época— deriva de una oferta bien adaptada a la demanda. Son a menudo pensadores alejados de lo combativo, que soslayan con gusto aquellos temas éticos y religiosos proclives a “impiedad”, y que se encargarán de controlar la educación de la juventud. Lo recurrente en su enseñanza es «hacer más fuerte el argumento más débil» (Protágoras). Deben transmitir brillo, empaque, elocuencia y eficacia para moverse en la arena, cada vez más disputada, de la vida política y las relaciones sociales. Su verdadera pedagogía son nociones de cultura general, «modales» adecuados a cada situación, con un énfasis singular en los recursos retóricos y el aprovechamiento de la ocasión.
Esto tiene algo de frívolo y corrupto, como un delgado barniz que tiñese con otro color la superficie hierática de los viejos ritos. Parece inimaginable un sofista sin fatuidad, remuneración y alumnos. Como sucede ahora también con sus análogos, no sería un buen «profesional» si no supiera practicar su propia loa, presentándose como un caso de éxito fulgurante medido por ingresos y fama; y no cumpliría tampoco las expectativas puestas por los sectores acomodados en él como modelo pedagógico para sus hijos. En esa medida, «sofista es quien comercia, al por mayor o al por menor, con bienes de los que el alma extrae su alimento», en el conocido juicio de Platón.
Por otra parte, este juicio resulta tendencioso por varias razones. Primero, porque hay sofistas genuinamente revolucionarios, como Antifón y Alcidamas; segundo, porque el comercio representa las relaciones voluntarias de la vida –en contraste con las involuntarias exigidas por la religión, la dictadura política o los vínculos sociales de subordinación (desde el protegido o cliente al esclavo), y envilecerlo por principio retrasa todo tipo de progresos; tercero, porque quien desprecia lo crematístico –en este caso Platón- es un joven de familia muy opulenta, que se cree descendiente de los últimos (y míticos) reyes de Atenas. Si es vil cobrar por “los bienes de los que el alma extrae su alimento” ¿no serán supremamente viles la casta sacerdotal, y la nobiliaria, garantes tradicionales de dicho “alimento”? Si algo disculpa a Platón -que siempre albergó una vena espartana- es tener medio siglo menos que los dos principales sofistas, y sufrir generaciones ulteriores de lo mismo, cada vez más dadas a impresionar con juegos lingüísticos y otros trucos.

2. Protágoras de Abdera (circa 485-411) es un pensador de gran capacidad, comparable con la de casi todos los físicos jonios, que investigó con no poco coraje. Puso los fundamentos de la gramática científica (nombró los géneros y los tiempos verbales, clasificó los tipos básicos de oraciones), y también los del derecho penal compasivo o no alineado incondicionalmente con la Ley del Talión. Se llamó «educador de hombres», y ciertamente tenía algo que enseñar. La certeza de que ninguna ley positiva o costumbre puede ser universalmente válida —requisito mínimo de cualquier coexistencia política y religiosa— está concebida y desarrollada inicialmente por él. Hizo así bajar la sabiduría de los cielos y la aplicó a las ciudades, mostrando de modo satisfactorio que las formas tradicionales de culto y éticica no eran sino convenciones y hábitos, susceptibles casi siempre de reforma y mejoramiento. Esto, unido a considerar incognoscibles a los dioses, le valió un proceso por blasfemia, y cuenta la tradición que naufragó cuando escapaba por mar a Sicilia para no beber la cicuta.
Gran entidad intelectual muestra también el centenario Gorgias (490-390), discípulo de Empédocles en sus años jóvenes, y crítico de la escuela eleática con sus propias armas. Fundó un escepticismo racional, fue un retórico inigualado (de quien parten la estética y la poética como disciplinas), y dejó un sello imperecedero en la prosa ática. Gorgias ni siquiera pretendió enseñar la virtud (enseñaba «elocuencia» y «estilo»), pero pensó con audacia el hecho social. Su criterio —o simple tesis— es que la civilización nació como recurso de los débiles para domar a los fuertes (que mitológicamente refleja la historia de Hércules, obligado a trabajar sin pausa para otros), pero vuelve periódicamente a manos de éstos. Añadió que la moral y la ley constituyen expresiones de una voluntad de poderío, y aunque están pensadas para domesticar la animalidad subsistente en el hombre son incapaces de consumar adecuadamente esa doma. Es en Gorgias donde empieza a madurar una contraposición entre lo espontáneo y lo culturalmente puesto, que se aplica casi siempre como herramienta crítica.

2.1. Lo que desde una perspectiva parece saber reducido a cultura, espíritu sin espíritu, es -desde otra- una investigación de la cultura por el saber, espíritu crítico. Si de los jonios arranca una racionalización fundamental, de los sofistas parte aplicar ese logos a la polis, promoviendo una secularización general del criterio. Preguntándose `por el origen de la obediencia a preceptos, la escuela de Gorgias anticipa la idea del contrato social. En pocos años algunos piensan ya la physis como naturaleza progresivamente opimida por la ley positiva (nomos), distinguiendo de modo tajante entre espontaneidad y norma. Alcidamas de Elea define la filosofía como «una máquina para sitiar la ley y el hábito, los reyes hereditarios y el Estado». Antifón de Atenas compone un libro de crítica cultural del que provienen estos párrafos:

«Un hombre obrará del modo más provechoso para él si en presencia de testigos considera grandemente las leyes y cuando está solo, sin testigos, considera grandemente lo que pertenece a la physis; lo que pertenece a las leyes es puesto, y aquello que pertenece a la physis es espontáneamente necesario [...] El que transgrede las leyes, si permanece oculto a los que están de acuerdo con ellas, escapa a la vergüenza y el castigo; en cambio, si se fuerza algo de lo que por la physis es connatural, transgrediendo lo que es posible, aunque quede oculto a los hombres en modo alguno es menor el mal, ni en nada es mayor si todos lo ven; porque en este caso no hay falta según apariencia (dóxa) sino según verdad (alétheia) [...] La mayor parte de lo justo según nomos es contrario a la physis; en efecto, está legislado para los ojos qué deben ver, para los oídos qué deben oír, para la lengua qué debe decir, para las manos qué deben hacer, para los pies donde deben encaminarse y para la inteligencia (nous) qué debe desear.
En nada ciertamente es más querido o más próximo según la physis aquello apartado o aconsejado por las leyes. En cambio, el vivir es cosa de la physis, y también el morir.
Y lo provechoso establecido como tal por las leyes es prisión de la physis, mientras lo establecido por la physis es libre. En ningún modo —al menos según el concepto correcto— lo que produce dolor es más ventajoso para la physis que lo que produce gozo; en ningún modo lo que aflige es más provechoso que lo que place; pues lo en verdad provechoso no debe dañar, sino servir.
La justicia que emana de la ley deja padecer al que padece y ofender al que ofende; y hasta el momento nunca ha impedido que el que padece padezca ni que quien ofende ofenda».

3. Estos juicios de Antifón reúnen despiadada lucidez, nostalgia por algo perdido y voluntad de cambio. Un profesional de la cultura denuncia el desvío de ésta con respecto a la alétheia, valiéndose de una contraposición tajante entre lo natural y lo artificial. No obstante, aunque sean creaciones humanas o artificios, la rueca o el martillo son tan físicos como una pezuña o un arbusto. Más aún: si el hombre está gobernado por un logos físico, como pretendía Heráclito, también estarán gobernados por ese principio sus productos e inventos. Por más que quiera ser fiel al concepto de los jonios, la sofística sólo ve allí una parte del mismo, la relevante al nivel de la cultura misma. Se diría que restringe la physis a lo «natural» en detrimento de lo propiamente «físico», que no se opone tanto a lo artificioso como a lo falto de potencia o presencia, a lo abstracto en términos generales. Al excluir la cultura de la naturaleza lo que hace es segregar un microcosmos del cosmos. El resultado es un concepto «cultural» de la naturaleza (como aquella parte no nacida de la convención o el trabajo humano, lo cual es insuficiente), y un concepto «natural» de la cultura (como algo regido exclusivamente por una ciega voluntad de poder, lo cual es insuficiente también).
Esta es la situación cuando aparece el primer filósofo ateniense. Sócrates (470-399) intentará llenar el vacío moral producido por la escisión entre inclinaciones de la physis y preceptos de la polis. Coincide con la sofística en centrarse sobre el hombre, pero coincide con los físicos en reclamar algo absoluto. A su entender, la necesidad más urgente para el pueblo es poner su atención en el carácter o temperamento (ethos), esto es, hacerse con una eticidad.

3.1. La historia nos tiene acostumbrados a moralistas que desconfían del saber, y sabios que desconfían de los moralistas. Sin embargo, Sócrates logra fundir el proyecto moral y el intelectual. Para él no son cosas distintas practicar el libre examen y la virtud. El mal —que los sofistas distinguían en mal para la physis y mal para el nomos civilizador— es siempre uno solo y con el mismo origen: la ignorancia. El primer precepto ético resulta ser entonces «conócete a ti mismo». Y el segundo «ocúpate de lo más alto».
Del rigor con que Sócrates fundió la preocupación moral con el cultivo de la inteligencia da una idea el que introdujera en filosofía el argumento inductivo y la definición de los conceptos. Su constante pregunta «¿qué es esto?» expresa en realidad la pregunta ¿qué es esto en sí, cuál es su esencia? En ello se manifiesta una falta de conformidad con el para otro que se sigue de fundamentar lo real en el parecer de cada grupo o individuo. No basta con el «parecer», dirá Sócrates, y su método de buscar definiciones generales para cada cuestión busca superar el relativismo de la opinión, llegando en cada caso a algo incondicionado.
Por otra parte, Sócrates no escribió nunca, ni trató de formular ninguna filosofía de la naturaleza. Se ciñó a la esfera ética, proporcionando como máxima enseñanza la realidad de su propio temperamento, uno de los más vigorosos que custodia el recuerdo. Afable y absolutamente íntegro, culto y sencillo, valeroso hasta la temeridad en cuantas ocasiones tuvo de demostrarlo, nunca quiso riqueza o poder. Su figura es el prototipo del santo laico, animado por una intuición mística encauzada siempre por la razón. Su generosidad proverbial, su profunda compasión por lo humano y su corrosiva ironía (que le capacitaba para rebatir a un oponente desarrollando sus propios argumentos) hicieron de él un personaje muy popular en Atenas, venerado y temido por igual.

3.2. La ignorancia —fuente de todo mal— es ignorancia del bien, que constituye lo divino, el principio de todo. El bien socrático no representa un dios como cualquiera de los Olímpicos, ni siquiera un demiurgo único como el de los hebreos, sino un absoluto en la línea de los primeros pensadores griegos. Lo bueno (tó agathón) no se distingue, finalmente, de que sea lo que es. No obstante, hemos visto que Sócrates aparece en un momento donde «lo que es» se ha escindido en ser natural y ser convencional, logos físico y norma de la polis. Lo que su filosofía propone para salvar esta disyunción es consumar lo incondicionado de la physis en un redescubrimiento del alma. Comparada con el espiritualismo órfico-pitagórico, el alma no parece haber sido para Sócrates algo separable del cuerpo, sino la parte del hombre vinculada al des-velamiento constitutivo de la verdad.
En el Fedón platónico Sócrates dice que «la experiencia del alma se llama pensamiento», y que la «cura del alma» es un «cuidar lo divino». Esta posición comprende tres tesis fundamentales: 1) lo real es el alma como experiencia de la razón; 2) el alma universal —unificada por esa experiencia común del logos— es el bien que el hombre lleva dentro como eco del bien absoluto (physis); 3) el alma asegurada de la bondad, consciente de ella, constituye la virtud.
Es virtuoso quien se conoce a sí mismo y ama sobre todo la búsqueda de la verdad. Lo que quiera o haga concretamente queda librado a la autonomía de su juicio, porque si en efecto cuida siempre de saber ese juicio será justo. La exigencia de la virtud es amor a la imparcialidad del conocimiento, un constante preguntar por el fondo de las cosas.


3.3. En el año 399, cuando acaba de cerrarse el siglo V, el pueblo de Atenas se reúne en asamblea para deliberar sobre las acusaciones presentadas por tres ciudadanos contra Sócrates, que tiene entonces setenta años. Se le imputa corromper a la juventud, «no creyendo en los dioses en los que cree la polis, sino en divinidades nuevas, diferentes».
El procedimiento judicial ateniense constaba de dos partes; una inicial, donde el jurado decidía entre culpabilidad e inocencia, y otra segunda, para resolver entre la pena solicitada por el acusador y el rescate ofrecido por el acusado. Antes de producirse el veredicto en la primera parte, cuando estaba en sus manos calmar toda inquietud con muestras de arrepentimiento, o negar los cargos, Sócrates pronuncia un discurso memorable:

«Atenienses, os acojo con afecto y os amo, pero obedeceré más al dios2 que a vosotros, y mientras respire y pueda no cesaré de filosofar, de exhortaros, de examinar sin tregua a quienquiera de vosotros que encuentre, diciéndole lo acostumbrado: “Tú, el mejor de los hombres por ateniense, ciudadano de la ciudad más grande y afamada en sabiduría y poder ¿no te avergüenzas de poner tu cuidado en los medios para detentar lo más posible en negocios, reputación y honores, cuando para nada te preocupas del pensamiento, de la verdad y del alma, ni se te ocurre hacer de eso lo máximamente bello?” Y si alguno de vosotros lo niega, afirmando que se cuida de tales cosas, ni le atacaré ni me iré; le interrogaré y observaré a fondo, y le avergonzaré si no me parece poseer la virtud aunque él así lo crea; le reprocharé que nada son para él las cosas del más alto valor, y le censuraré tomar lo pequeño por lo grande. Estas son las cosas que el dios me ha ordenado, sabedlo bien. Y pienso que mi obediencia al dios es el máximo bien acaecido a la ciudad».

El orgullo manifiesto en esta declaración produce un voto de culpabilidad por escaso margen (281 contra 220). Le corresponde entonces a Sócrates intervenir nuevamente y proponer el pago de alguna suma de dinero a cambio de su vida. Pero el filósofo no tiene fondos que ofrecer, ni le apetece arruinar a sus amigos; en realidad, aprovecha para ironizar con lo razonable que seria no sólo no matarle sino mantenerle a expensas públicas. El jurado vuelve entonces a votar, esta vez con mayoría de dos tercios (300 contra 201), condenándole a morir envenenado. Incluso entonces, como la ejecución se posterga por algún tiempo, Sócrates es invitado a huir. Él lo rechaza de plano:

«Si a los atenienses les ha parecido lo mejor condenarme, a mí también me parece lo mejor permanecer aquí».

Cuando llega el momento de beber la cicuta, fiel a sí mismo, Sócrates muestra absoluta placidez y hasta humor. Recuerda a Critón, un discípulo allí presente, cierta apuesta hecha años antes, cuando contemplando ambos unos ritos propiciatorios, el filósofo le dijo que sacrificar a los dioses era una superstición ineficaz, y aquél le emplazó a seguir manteniéndolo en la hora de su muerte. En ese momento convinieron que si Sócrates se mantenía firme en su actitud Critón ofrecería un gallo a Esculapio, dios de la medicina. Tras beber la pócima letal, cuando comienza a sentir el sintomático frío en los pies que asciende poco a poco, Sócrates —hasta entonces envuelto en animado coloquio con sus íntimos— pide una sábana para cubrirse púdicamente el rostro; pero después de estar unos momentos así, inmóvil, la retira un instante para mirar sonriente al discípulo y recordarle: «Critón, debes un gallo a Esculapio».
Con este acontecimiento se cierra la primera etapa en la historia de la filosofía y la ciencia, que son todavía una misma cosa. El conflicto entre el saber y la cultura se salda con una expiación no esquivada. Sócrates no va a dejar de difundir como verdad la physis, ni tampoco dejará de acatar las leyes de la polis. Jenofonte equipara el proceso y la condena de Sócrates a un asesinato legal, aduciendo que era el más impecable de los ciudadanos. Evidentemente lo era, porque se propuso combinar la individualidad libre con lo universal necesario y con el respeto a la particularidad de cada cultura determinada, cosa sólo factible para un hombre impar.
Pero presentarle como inocente es una trivialidad, que no hace honor a la hondura trágica del asunto. Melito, uno de sus tres acusadores, había alegado contra él que «inducía a los jóvenes a obedecerle más a él que a sus propios padres». Para ser veraz, debería haber dicho que les inducía a seguir los dictados del saber más que a sus propios padres. Pero no deja de ser evidente que Sócrates representaba un terrible juez tras su afable virtud, y que preconizaba una reforma profunda de las instituciones y el Estado. Hasta el último momento se comporta provocadoramente, rebosando amor propio y dignidad. Había llegado a identificarse absolutamente con una causa —la autonomía moral de la razón— y su muerte no hacía más que fortalecer esa causa. Hegel comenta al respecto:

«El pueblo ateniense había entrado en ese período de formación y cultura en que la conciencia individual se separa y emancipa del espíritu general como una fuerza independiente. Se encontró con que esto lo cumplía Sócrates pero, dándose cuenta al mismo tiempo de que ello era la perdición, lo castigó con la muerte del hombre en quien lo veía representado. El proceso de Sócrates no es, por tanto, solamente la destrucción de un individuo, sino que todos se hallan implicados en él; era, en realidad, un crimen que el espíritu del pueblo perpetraba contra sí mismo.»

 

 

REFERENCES

1Usamos especulativo en el sentido clásico de filosófico, dependiente del verbo latino speculor, que significa “ver desde lo alto”, “ver a vista de águila.” El uso actual –que se liga a apostar por grandes ganancias asumiendo grandes riesgos- no es independiente por completo de esta acepción (la filosofía especulativa resulta arriesgada por definición), pero se circunscribe a la economía.

2 Sócrates dice daimon, que en griego antiguo significa «dios», pero en un sentido muy personal suyo, como una especie de genio tutelar que hace de puente entre lo humano y lo divino propiamente dicho. «Voz interior» —y hasta «conciencia»— son traducciones admisibles.

 


BIBLIOGRAFÍA

Vol. I de la Historia de la filosofía, de F. MARTINEZ MARZOA, Istmo, Madrid, 1973.
ZELLER, E:, Fundamentos de la filosofía griega, Siglo Veinte, Buenos Aires, 1968.
KIRK, G.S., y RAVEN, J.E., Los filósofos presocráticos (Historia crítica y selección de textos), Gredos, Madrid, 1978 (2 vols.)
HEGEL, G.W.F., Lecciones sobre historia de la filosofía (vol. I), FCE, México, 1955.
ESCOHOTADO, A., De physis a polis. La evolución del pensamiento filosófico griego desde Tales a Sócrates, Barcelona, Anagrama, 1975.

 

© Antonio Escohotado
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