PREFACIO - TEMA XII - TEMA XIII - TEMA XIV

 

TEMA XIII. «LA CIENCIA NUEVA».

ESQUEMA-RESUMEN

1. PROYECTILES Y OTROS GRAVES

2. EL GENIO DE PISA
2.1. La ley de caída.
2.2. El principio de inercia.
2.3. Fundamentos teóricos.

3. LA CIENCIA OPERATIVA BACONIANA
3.1. Una reforma de la mentalidad científica.
3.2. Empirismo y operatividad.
3.3. El proyecto titánico.

1. Así como la física celeste nace de la noche a la mañana, en el breve lapso de la vida singular de Kepler (al menos en cuanto respecta a dinámica) la física terrestre tiene más bien los rasgos de un proceso colectivo y gradual, que iniciado en Buridán culmina en la escuela antiperipatética italiana. Niccolo Tartaglia fue un geómetra experto en balística, cuya Nova scientia (1537) sentó un criterio muy agudo: la trayectoria de un proyectil es siempre curva, y la bala comienza a descender desde el instante mismo en que abandona la boca del cañón. Así se admite la influencia de la gravedad como algo vigente a lo largo de todo el recorrido, y no sólo al final. Naturalmente, el sentido común protestó de inmediato, en nombre de la simple experiencia: “en todos los tiros a escasa distancia la bala se sitúa en el punto de mira». Sin inmutarse, Tartaglia repuso que la bala no sólo no recorrería «cincuenta pasos en línea recta sino uno solo», un solo centímetro, y que pensar lo contrario era «una debilidad del entendimiento humano». Conmovedoramente inteligente, su demostración anticipa el método del experimento imaginario, tan empleado luego por Galileo:

“Supongamos que toda la trayectoria esté representada por la línea abcd. Si en alguna parte es posible que dicha trayectoria sea recta, así sucederá en la parte ab. Dividamos entonces esa parte en otras dos partes iguales, por medio de la e. La bala atravesará el espacio ae más rápidamente que el espacio eb. Ahora bien, la linea ae será por lo mismo más recta que la línea eb, cosa imposible, porque si toda línea ab se supone perfectamente recta una mitad suya no puede serlo más ni menos, y si así fuese se deduciría necesariamente que esa otra mitad no era recta y, por consiguiente, que la línea ab no era recta. Aplicando el mismo razonamiento a la parte ae —dividiéndola en dos mediante f— se deduce que ninguna parte de la trayectoria puede ser recta.”


Giambattista Benedetti, discípulo de Tartaglia y maestro de Galileo, fue mathematicus del duque de Saboya hasta su muerte (1590), y su obra es el punto más alto alcanzado por la dinámica del impetus. Dos son las principales aportaciones de Benedetti a la historia de la ciencia. La primera es la idea de una fuerza centrífuga, enunciada diciendo que el movimiento circular produce en los cuerpos un ímpetu tendente a moverse en línea recta. La segunda y aún más importante concierne a la ley de caída de los cuerpos. Rompiendo una tradición inmemorial, Benedetti afirma que dos cuerpos «de la misma naturaleza» caen con la misma aceleración, sea cual fuere el peso individual de cualquiera de ellos.
Benedetti es, además, un filósofo de la ciencia que polemiza a fondo con Aristóteles. No se trata sólo de que la Física o el tratado Sobre el cielo descuiden el razonamiento geométrico, sino de que niegan realidades primordiales absolutamente como el vacío o la infinitud, por no hablar de posibilidades como la pluralidad de mundos y la variabilidad del cielo demostrada por Brahe pocos años antes. Son las ideas del cardenal de Cusa y el neopitagorismo, aunque dentro de una física matemática considerablemente desarrollada. El punto a demoler de la herencia griega es la asimilación de finitud y perfección. Para Benedetti, quizá la metafísica haya de tener por inefable e incognoscible cualquier infinito, pero la matemática no debe seguirla en ese anti-infinitismo; allí donde la ilimitación borra las cualidades se abre el universo de la cantidad pura, y en ese universo la metafísica es tan ciega como perspicaz la matemática.


2. Galileo Galilei (1564-1642) nace el año en que muere Miguel Angel, y muere el año en que nace Newton. Hijo de un músico y teórico musical muy conocido, de familia patricia, recibió una educación humanista singularmente esmerada, y en su juventud se dedicó más a la pintura que a la matemática. Desarrolló su vocación científica como docente de matemáticas y astronomía, primero en Pisa, luego en Padua y más tarde en Florencia, bajo la tutela de los Médici. Hasta llegar a la cincuentena enseñó el sistema tolemaico, aunque fuese copernicano de corazón. Hacia 1609 perfeccionó los rudimentarios telescopios que habían comenzado a aparecer en Flandes, e hizo con su instrumento observaciones que cambiarían irreversiblemente la imagen del sistema solar, revolucionando toda la astronomía. Entre sus descubrimientos personales se cuentan las manchas solares, «la triple estrella de Saturno» (pues su telescopio carecía de aumentos bastantes para discernir los anillos), las lunas de Júpiter —gracias a las cuales, indirectamente, Römer pudo descubrir en 1668 la velocidad de la luz y -sobre todo- las fases de Venus, lo cual le permitió afirmar poco después «que todos los planetas son por naturaleza oscuros».
A partir de este momento estalla la gloria de Galileo. Los poetas hicieron odas, el pueblo inventó canciones, los peripatéticos se rasgaron las vestiduras de indignación. El clamor de los elogios y las protestas adquirió tales proporciones que sólo la autoridad del mathematicus imperial Kepler pudo inclinar la balanza del lado del pisano, cuando apoyó sin reservas el discutido trabajo de su colega. Crecido por la admiración general, Galileo empezó a atreverse a defender de modo explícito la tesis heliocéntrica. Y en 1614 (cuando la Astronomía nueva de Kepler lleva cinco años publicada) el Santo Oficio recibe una comunicación de cierto convento florentino pidiendo que «no se difundan en nuestra buena y católica ciudad mil impertinentes e insolentes conjeturas». La causa entonces incoada contra Galileo se sobresee, aunque Copérnico pasa al Indice de libros prohibidos. Un año después, el cardenal Belarmino —uno de los dieciséis cardenales inquisidores en el proceso de Giordano Bruno (1600), canonizado en 1930— hace una declaración bastante matizada que coloca a Galileo en la alternativa de usar a Copérnico como pura «hipótesis» o probar que la Tierra gira y el Sol está inmóvil. Galileo lo intenta mediante una insostenible teoría de las mareas (Kepler había explicado correctamente el fenómeno siete años antes), y como su explicación no pudo convencer a nadie, un decreto del Santo Oficio declara —sin mencionar para nada a Galileo— que el heliocentrismo es una doctrina «absurda y disparatada, filosófica y formalmente herética». El Colegio Cardenalicio quería evitar una humillación pública para alguien considerado por el propio Papa Urbano VIII «un hombre egregio, cuya fama brilla en los cielos y se extiende por toda la Tierra». De hecho, durante los quince años siguientes las relaciones del sabio con la Curia son una luna de miel.
Sin embargo, en 1632, tras astutas maniobras para obtener la autorización de la censura, aparece el Diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo, que a los pocos meses es confiscado. Urbano VIII y la Curia se sienten traicionados en su buena fe, y el primero se considera —con fundamento— personalmente escarnecido en la figura del interlocutor Simplicio, el peripatético del Diálogo. La comisión del Santo Oficio considera que Galileo es “reo recalcitrante” de herejía heliocéntrica, y se le incoa un proceso en tal sentido. A pesar de todo, Galileo es un orgullo italiano, y el alto clero es culto. Desde el primer instante queda claro que no habrá encarcelamiento sino reclusión domiciliar, y que la intimidación no pasará de exhibir los instrumentos de tortura. A pesar de ello, Galileo recuerda que Bruno fue ejecutado en 1600, y Vanini en 1619. Hace por ello una lacrimosa y múltiple retractación, genuflexo, donde llega a proponer la adición de dos nuevas jornadas al Diálogo, en las que demolería la tesis heliocéntrica en favor de la geocéntrica. Por fortuna la propuesta no es aceptada, y los inquisidores se conforman con exigir que no vuelva a ocuparse de cuestiones cosmológicas.
Lo más curioso de todo —aunque se menciona pocas veces— es que esa tesis «revolucionaria», por la cual su autor se avino a abjurar de rodillas ante la Inquisición, era en 1632 completamente retrógrada para cualquier científico. Defender a Copérnico un cuarto de siglo después de la Astronomía nova significaba defender los orbes, rechazar la dinámica gravitacional y mantener como puro dogma la circularidad de las revoluciones planetarias. Más aún, si su arrogante desprecio por un benefactor como Kepler no se lo hubiese impedido, habría bastado muy probablemente recurrir a la obra de éste para probar a Belarmino —como se le pidió en 1615— que la física celeste heliocéntrica era la única adaptada a los hechos, todo ello varios lustros antes del odioso proceso. Galileo prefirió una obra brillante y mordaz a un verdadero trabajo de observación y cálculo astronómico, donde habría podido oponer —como Kepler— a las supersticiones tradicionales una montaña de datos pacientemente reunidos y coordinados. Pero ni entonces ni en ningún otro momento de su vida reconoció al colega, aunque sin duda alguna estaba al corriente de sus hallazgos; por lo demás, esto mismo hará Newton.
Desde su retiro de Arcetri, quebrantado espiritual y físicamente por el proceso, Galileo publica en 1638 su obra principal, los Discursos y demostraciones sobre dos nuevas ciencias, donde abre camino a la peculiar perspectiva de una física matemática que codificará Newton.


2.1. Partiendo de «la afinidad suprema que existe entre el movimiento y el tiempo», Galileo llega al concepto de la caída como movimiento uniformemente acelerado, donde «los espacios recorridos son [...] como los cuadrados de los tiempos». Para probarlo —dando muestras de gran elegancia e ingenio— recurre el famoso “experimento” del plano inclinado.

Aunque Galileo ensayará efectivamente la medición de los tiempos de caída de una bola de cobre sobre diversos planos pulimentados, se trata ante todo de un experimento mental. Si un cuerpo situado en O cae perpendicularmente hasta el punto A, al llegar allí su aceleración será la misma que si descendiera por sucesivos planos hasta los puntos B, C, D y E. La aceleración será siempre igual «si son iguales las alturas de los diversos planos». Con ello se establece una correlación puntual entre espacios, aceleraciones y tiempos que llevaba persiguiéndose infructuosamente desde Alberto de Sajonia en el siglo XIV.
Volviendo entonces sobre el hallazgo de su maestro Benedetti, Galileo afirma que no sólo los cuerpos homogéneos o «de la misma naturaleza» caen con la misma aceleración, sino que todos ellos caen de ese modo si prescindimos de la resistencia del aire y consideramos esa caída en el vacío. Esto supone descubrir que algo tan universal como la caída de los graves «sigue la ley del número» y, en la misma medida, ligar un inmenso sector del acontecer cotidiano a una mecánica de proporciones exactas, tal como años antes Kepler había ligado los cielos a la geometría.
Para demostrar ese sometimiento del mundo a la matemática, Galileo hace uso de un principio muy fecundo en dinámica: el de que cuando varias fuerzas actúan simultáneamente el efecto es como si cada una de ellas actuara por turno, lo cual permite averiguar el efecto total de una serie de fuerzas y hacer un nuevo análisis de los fenómenos físicos, descubriendo las leyes separadas de las diversas fuerzas, con arreglo a lo que se ha venido llamando ley del paralelogramo.


2.2. El modo de comprender galileano el movimiento lleva directamente a formular este principio, aunque en ningún pasaje de sus obras aparece formulado específicamente. Como es sabido, el principio —elevado por Newton a «primera ley del movimiento»— implica que un móvil abandonado a sí mismo conservará velocidad y dirección indefinidamente, o (cosa idéntica) proseguirá ad infinitum en línea recta con movimiento uniforme.
Algunos historiadores y manuales pretenden que Galileo concibió claramente esta necesidad, pero lo cierto es que consideró imposible un movimiento rectilíneo «natural». Motto retto impossibile per natura, repite más de una vez en el Diálogo, y en general no salta jamás de una dinámica basada en graves a una dinámica de gravitación. Para él la gravedad no es el resultado de una acción recíproca entre masas, proporcional a sus distancias, y eso implica orientar todo cuerpo hacia un «abajo» y curvar cualquier trayectoria rectilínea. La curvatura no proviene de resistencias asimilables a la fricción y, por lo mismo, no es «accidental». Para Descartes, como para Newton (si bien por distintas razones), el motivo de que sea imposible un movimiento rectilíneo uniforme en la naturaleza se debe a la presencia de otros cuerpos. Para Galileo esa imposibilidad es intrínseca e independiente de segundos cuerpos, fruto de un «peso» absoluto.
En realidad, Galileo siente invencibles reparos ante la «gravitación»; aunque admira a Gilbert, el magnetólogo. La idea de atracción le parece animista, basada en una acción a distancia incompatible con los principios mecánicos.


2.3. Galileo es un platónico y, por tanto, un cierto tipo de pitagórico, aunque singularmente opuesto a la numerología mística. Cree, pues, que el «libro del universo está escrito en lenguaje matemático, siendo sus letras triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es humanamente imposible entender una palabra». Pero no cree que el 5, el 7 o el 10 sean mejores o peores que el 17, 513 o el 3.412, ni en propiedades sobrenaturales de ciertas figuras como el dodecaedro o el cubo.
Lo que propone como método es sustituir una física de la experiencia por una física de la hipótesis matemática. Su objeto no son los cuerpos con sus accidentes —lo que desde Aristóteles es la «substancia física»— sino los cuerpos pensados. Pensado se opone aquí a «sentido», a «matizado por una subjetividad arbitraria», y en esa misma medida equivale a «idealizado». Es básico, en consecuencia, distinguir cuidadosamente entre cualidades primarias y secundarias, considerando que «las segundas sólo tienen existencia en el cuerpo que siente, con lo cual si el animal fuese suprimido todas esas cualidades resultarían aniquiladas». Las primarias —como la figura, el número, el peso y el movimiento— son matematizables y en esa medida «esenciales».
Esta idealización generalizada es inmediatamente un «irrealismo», característico, cuyos ejemplos son bien conocidos. Una bola rueda sobre un plano horizontal indefinidamente. Si se trata de dos planos inclinados y seguidos, en forma de uve abierta, la bola remontará hasta la misma altura de cada uno. En el movimiento uniformemente acelerado hay un crecimiento continuo de la velocidad a partir del reposo, lo cual implica una lentitud infinita al comienzo y, por tanto, el paso de nada a algo. El capital método resolutivo-compositivo, con sus tres etapas (reducir algo a sus cualidades primarias, construir una suposición teórica y verificarla experimentalmente), equivale a poner de manifiesto lo ideal en la apariencia contingente de los fenómenos. Suprimidas las resistencias, cualesquiera cuerpos se conducen igual en situaciones iguales, todos están gobernados geométricamente.
Por eso la inmensa mayoría de las «experiencias» son experimentos mentales, basados sobre una reducción al absurdo de lo contrario, que remiten a la reminiscencia platónica como fundamento último. Esta reminiscencia es lo que alma vio antes de caer en el mundo de las meras copias o apariencias sensibles, cuando vagaba aún por los espacios ideales y el caballo díscolo no había hecho descarrilar al auriga. De ahí que la scienza nuova postule sin reservas la existencia del punto, la recta y el plano, la rigidez de las figuras geométricas, la inalterabilidad de los patrones de medida. Postula por eso una existencia inmediata de las ideas, cuya revelación equivale a una puesta entre paréntesis (recuérdese la epojé escéptica) del mundo real en nombre del mundo superreal de las proporciones puras.
El efecto de todo ello —de superlativa importancia para toda la historia posterior— es que por físico se entenderá lo inanimado, y que la ciencia física será el conocimiento de lo inerte. Lo corpóreo, como en Platón, es por excelencia aquello que no decide acerca de su estado, algo cuya única naturaleza radica en alguna idea, y que en consecuencia se halla privado de physis alguna en sentido aristotélico. Culminando la intuición antiperipatética de Buridán y los teóricos de la «fuerza impresa», Galileo llega a la conclusión de que los cuerpos no tienden más al reposo que al movimiento; perseveran simplemente en donde están, cosa que —por otra parte— les resulta perfectamente indiferente. El grave galileano es por definición inerte, y todo cuanto le acontece resulta forzado. Por eso cualquier cambio es resultado de una «fuerza». A la inversa, y cerrando el círculo, se entiende por fuerza la causa de cualquier cambio.
Veremos al llegar a Descartes que la consecuencia inmediata de este punto de vista será una pérdida de contacto entre lo extenso y lo pensante, entre el cuerpo y el yo, de inexagerables repercusiones hasta nuestros días. En Aristóteles toda potencia se encamina al acto, que consuma la definición o la puesta en límites de algo a partir de sí mismo. La fuerza galileana no se encamina a nada, no busca la definición o el límite, desconoce razones «internas», porque toda diferencia se ha reducido a una uniformidad en aras del número. La ciencia de lo animado se convierte en ciencia de lo inerte. El mundo pasa a ser una gigantesca máquina (el reloj de Kepler), cuyas operaciones sólo son comprensibles como trabajo forzado. En vez de investigar «causas» se tratará de descubrir «leyes», porque lo real no es algo que brote espontáneamente sino una materia legislada, por un agente inmaterial. Quien logre descubrir esa legislación alcanzará, nos dice Galileo, «una sabiduría idéntica a la divina».
Este retorno del concepto aristotélico a las ideas platónicas contiene, sin embargo, un titanismo que se hallaba ausente en Platón. Platón agotaba el saber en una actividad contemplativa de la idea, confiando la salvación del alma a otra vida, libre de corporeidad. La ciencia moderna nace con una pretensión transformadora de la naturaleza, buscando puntos de apoyo para mover el mundo entero. Esa «sabiduría idéntica a la divina» quiere en definitiva alcanzarse no tanto para gozar de una iluminación sobre el sentido como para poder operar con el mismo poderío del demiurgo. De hecho, en Platón había voluntarismo, pero se ceñía a la república -regida de modo inflexible por su propia idea-, mientras ahora toma por objeto el mundo físico en general.

3. No es arbitrario que la obra de Galileo coincida cronológicamente con la del primer hombre que rotundamente afirma: «saber es poder», proponiendo un conocimiento de la naturaleza inseparable de su conquista, y una estrecha alianza de la ciencia con la técnica en claro detrimento de lo especulativo.
Francis Bacon (1561-1626) fue un personaje curioso. No vaciló en prestar falso testimonio contra su benefactor y valido real, el conde de Essex, que llevó a éste ante el verdugo, y le permitió a él seguir escalando puestos hasta verse nombrado Lord Canciller de Inglaterra. Una vez allí, sus actos le llevaron a ser procesado -y condenado- por soborno y malversación de fondos públicos en 1620. Al igual que Galileo y Newton, pero en medida incomparablemente mayor, su estatura intelectual no guarda proporción con su talla ética.
En Bacon cristaliza la tendencia medieval inglesa orientada hacia la metodología (Grosseteste, Rogerio Bacon, Occam), y en esa línea la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert le ensalzará como padre de la ciencia experimental, cuya institucionalización —promovida por seguidores suyos— será la Royal Society de Londres, centro de gran importancia para el desarrollo de las ciencias desde mediados del siglo xvii. Aunque su formación como matemático, fisico y químico resultase elemental, Bacon fue uno de los primeros en adherirse sin reservas al atomismo griego, y defendió igualmente el concepto de atracción, excluido por la ortodoxia mecánica de Galileo y Descartes.


3.1. A juicio de Bacon, la mayoría de los hombres anteriores a él no quisieron realmente saber, sino canonizar sus ídolos. Por eso las ciencias carecen de brújula tanto en el terreno de los principios como en el de la recogida de datos, y no coordinan sus esfuerzos adecuadamente. Como sucederá luego con los enciclopedistas, el aspecto crítico es en Bacon mucho más interesante que el lado afirmativo, y en la parte de su obra dedicada a lo que él llama la «destrucción» hay un concepto claro del prejuicio, lleno de ironía fluida y estimulante.
Los «ídolos» son de cuatro tipos: a) ídolos tribales, comunes a la humanidad en general (como creer en lo que conviene, interpretar antropomórficamente los fenómenos); b) ídolos cavernícolas, debidos a la disposición individual, pues «cada hombre posee una caverna propia que distorsiona y desdibuja la luz de la Naturaleza»; c) ídolos de la plaza pública, ligados al uso mismo del lenguaje, “que agrupan lo dispar y separan lo unido”; e) ídolos del teatro, que provienen de creer sin más en las opiniones de los antiguos sólo por su prestigio social. Uno de los aspectos más criticados del saber previo es la tendencia a crear sistemas cerrados, en vez de expresar pensamientos particulares para cada asunto. Todo esto es excelente desde cualquier punto de vista científico, y será atendido sin demora por sus contemporáneos, si bien los ejemplos que ofrece sobre ídolos de la plaza pública y del teatro resultan muy insuficientes; le parece un modelo de lo primero “llamar peces a las ballenas”, y de lo segundo “la vana afectación de los humanistas”.
Por lo que respecta al lado constructivo, Bacon se propone confeccionar un nuevo Organon que sustituya al aristotélico, tarea muy superior a sus fuerzas. Se le escapa el profundo empirismo de Aristóteles, y queriendo construir una epistemología o teoría del conocer nada concreto dice sobre las relaciones entre el entendimiento y los sentidos. Propone descomponer lo complejo en sus elementos simples, pero ni lo simple ni lo complejo aparecen expuestos analíticamente. Para saber lo que es el calor, por ejemplo, propone enumerar los casos en que se presenta y en los que no se presenta, pero esas «tablas» de ausencia y presencia sólo ofrecen el concepto más difuso de un objeto; su ausencia o presencia en otras cosas dice muy poco sobre lo que pudiera ser. A su juicio, la ciencia debe desprenderse de cualesquiera hipótesis, conformándose con realizar experimentos y recoger datos, pero ni siquiera sus seguidores más acérrimos –el empirismo filosófico- osarían sostener semejante cosa, pues un conocimiento desprovisto de conceptos generales (que se confirman, o no se confirman, por la experiencia) equivale a una conclusión sin premisas, por no decir que a un olor sin olfato o un sonido sin oído.
A fin de cuentas echamos en falta curiosidad intelectual propiamente dicha, deseo de conocer por conocer como el que siente un botánico o un astrónomo, y es muy dudoso que Bacon disfrutase alguna vez del acto meramente observante ligado a la actividad científica. Se diría que le falta amor por el mundo como simple tesoro de vida y sentido, y en esa misma medida interés por una verdad distinta de la que confiere algún poder sobre las cosas. Su proyecto es precisamente una “ciencia operativa”, que sólo procede a la “inquisición de causas” considerando una “producción de efectos”.

3.2. Esto fija el rumbo para cierta ciencia (finalmente la predictiva, que ofrece “resultados” y no sólo “conceptos”) no muy acorde con el filosofar en cuanto tal, aunque sea también una actitud atrayente, colmada a su manera de humanismo.
Bacon eleva a procedimiento prácticamente único la “experimentación”, y modera los excesos inherentes a esto último invocando una «inducción docta», capaz de aprender de sus errores no menos que de sus aciertos, lo bastante flexible y sutil como para captar sin prejuicios su objeto. Por otra parte, el investigador quiere saber para poder y no a la inversa, con lo cual ha elegido subordinar la intuición a la intervención. Pero Bacon lo sabe, e insiste sin vacilaciones en esa parcialidad. Su Novum organum llama a prescindir de principios “teóricos”1 para ir a «las cosas mismas», alegando que el afán contemplativo «corrompe a la ciencia». Naturalmente, las cosas no serán tan “mismas” cuando sólo queremos averiguar sus “leyes naturales” a fin de explotarlas. Pero esto no cambiará la conveniencia de incidir activamente en el mundo sensible. Como el cerrajero, que antes de desmontar una cerradura observa bien su detalle, Bacon comenta que «sólo es posible mandar sobre la naturaleza obedeciéndola». Esa obediencia insumisa es el conocimiento.
Confórmese quien pueda —añade— con el hecho de que Adán condenase a la raza humana al estatuto de la finitud y el pecado. La raza sigue conservando «autoridad» sobre la naturaleza, y tiene derecho “a la reparación de su dominio” (relief of his estate)..Semejante meta podría consolidarla si laborase en común lo bastante, aunque la insensatez —no menos humana— tienda constantemente a bloquear ese único camino razonable para la acción colectiva. En otras palabras, Bacon propone un obrar común coordinado que serían las ciencias, reorganizadas como ramas de un solo y multiforme movimiento, presidido por la meta de asegurar la soberanía del hombre sobre sus condiciones de existencia. Utopía en su tiempo, y realidad en el nuestro, la organización de ese movimiento internacional se aborda en La nueva Atlántida.


3.3. Pero los pensamientos “titánicos” de Bacon poseen gran importancia, y reaparecen metamorfoseados de mil maneras hasta nuestros días. El Novum Organon y el Fausto de Marlowe son coetáneos, y ambos guardan relación con el mito del titán Prometeo, artífice de la raza humana que —contraviniendo la orden de Zeus— no se resigna a dejarla indefensa ante la naturaleza y roba para ella el fuego, germen del dominio del mundo.2 Símbolo de rebeldía y generosidad a la vez, dentro del cristianismo Prometeo se desdobla en Lucifer y Cristo, lo cual implica un parejo desdoblamiento del propio hombre en pecador original y beneficiario de una gracia. El Renacimiento quiere suprimir esa escisión, lograr que vuelva a nacer el hombre «entero», y en esa misma medida resucita una genealogía prometeica olvidada, que lleva consigo el destino de conquistar prácticamente su libertad mediante el uso de la razón (en Heráclito, tengámoslo presente, logos se llama también «fuego»).
Volver al mito de Prometeo es volver a Grecia, donde nace la convicción de que el conocimiento constituye el mejor modo de asegurar la «soberanía» del hombre. Sin embargo, muy pocos griegos habrían deducido que el conocimiento exigía supusiera borrar la deducción en general. Considerando que los griegos inventaron la matemática teórica, el proyecto científico y el propio mito prometeico, las tesis de Galileo y Bacon nos revelan que durante el largo intermedio se ha operado una transformación decisiva en la noción de verdad, y que la vuelta a Grecia prescinde de algo tan esencial allí como la physis en tanto que realidad autoconstituida. Para los griegos una física matemática sólo sería posible despojando a lo físico de vida (tanto como contagiando de materialidad irracional a la matemática), y una ciencia sin conceptos especulativos equivalía a mera tejné. Pero es esto precisamente lo que ahora se presenta como saber riguroso del mundo (y “religión racional”), mientras la actitud griega se considera «animismo», “religión de la Naturaleza como obra de arte”.
Puede decirse, así, que hasta Galileo y Bacon filosofía y ciencia eran lo mismo, y que la ontología, la ética, la psicología o la política participaban de principios idénticos en definitiva a los de la matemática, la física, o la geología, siendo sus diferencias algo determinado tan sólo por la distinta naturaleza de sus objetos. Pero a partir de ellos se abre un abismo que no depende tanto del objeto a considerar como de los criterios que una y otra sostienen acerca de lo real. Fundida con el proyecto de la técnica, la ciencia perseguirá una eficacia que cristaliza en ortodoxia metodológica y considera posible una física sin metafísica, una teoría extraída exclusivamente de la práctica. La filosofía, incapaz de ceñirse a lo científicamente “verificable”, seguirá ligada a intuir primeros principios y últimas causas.
A esa divergencia en el método corresponde una disparidad entre el universo interrogado por medio de experimentos y el accesible a simple intuición. Para Bacon la razón coincide con la mente específica del hombre, que puede y debe investigarse como el relojero un reloj o el cerrajero una cerradura. Esto es bien sostenible siempre que los experimentos no interroguen a la “mente” misma, pues en tal caso reloj y cerradura podrían ponerse a engendrar relojeros y cerrajeros. En uno de los prólogos a la Crítica de la Razón Pura, Kant expresa bien este dilema:

«La razón debe abordar a la naturaleza llevando en una mano sus propios principios y en la otra mano el experimento para ser instruida por ella. Pero no en calidad de escolar sino de juez establecido, que obliga a los testigos a responder a las preguntas que les formula».

 

REFERENCES

1 Recuérdese que theoreia es “visión privilegiada”, “presencia del sentido”, literalmente ligado a theos horós, “concepto divino”.

2 Por otra parte, los titanes (Urano, Cronos, Afrodita, etc.) son la generación anterior a los olímpicos, y se distinguen de ellos precisamente por ajenos al orden en buena antropomórfico instaurado con la entronización de Zeus y su familia.

 


BIBLIOGRAFÍA

GALILEO, G., Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, Alianza, Madrid, 1976.
BACON, F., Novum organon. Barcelona, Orbis, 1984.
GEYMONAT, L., Galileo Galilei., Península, Barcelona, 1969.
KOYRÉ, A., Etudes galileénnes, Gallimard, París, 1972. Hay traducción castellana.

 

© Antonio Escohotado
http://www.escohotado.org



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