PREFACIO - TEMA XI - TEMA XII - TEMA XIII

 

TEMA XII. LA COSMOLOGÍA RENACENTISTA.

ESQUEMA-RESUMEN

1. COPÉRNICO
1.1. Recepción de la idea heliocéntrica.
1.2. La dinámica celeste.

2. TYCHO BRAHE

3. UNA SOLUCIÓN AL MISTERIO DE LOS CIELOS
3.1. El hallazgo de las leyes.
3.1.1. Una dinámica corpórea.
3.1.2. El detalle de las tres leyes.
3.1.3. Ciencia y misticismo.

1. Miklas Koppernigk (1473-1543) nació en Torún (Thorn), en una zona situada entre Prusia Oriental y Polonia que durante muchos siglos había sufrido —y siguió sufriendo— anexiones y particiones por parte de teutones, polacos y rusos. Su familia era acomodada, aunque al quedar huérfano de padre y madre pasó a ser tutelado por su tío, obispo de Ermland. Estudió en Cracovia filosofía y matemáticas, con un profesor que había sido discípulo del cardenal de Cusa. Luego viajó a Italia, donde permaneció una década y se doctoró en derecho canónico (Padua) y medicina (Ferrara), familiarizándose a fondo con el griego y la cultura antigua. Su amigo y maestro en esos años es Domenico Novara, astrónomo y pitagórico convencido, que criticaba a Tolomeo por querer tan sólo salvar las apariencias y —apoyado en el Timeo platónico— conformarse con un «mito verosímil» sobre el movimiento de los cielos. A la vuelta de Italia toma posesión de una canonjía —gracias a los oficios de su tío, naturalmente— y no vuelve a salir de una reducida comarca. Allí interviene en asuntos de gobierno, redacta un valioso tratado de política monetaria y vive una época de intensa conmoción social. De carácter apacible, nada amigo de escándalos y desafíos, produjo siempre la impresión de un buen católico.
Antes de publicar su gran obra —Sobre las revoluciones de los orbes celestes—, la prudencia le hizo redactar un breve resumen, el Commentariolus, que circuló en forma manuscrita entre amigos y colegas. Tras descartar al comienzo las teorías de los orbes concéntricos, añade que el sistema de Tolomeo (basado en orbes excéntricos) no presenta los movimientos planetarios como revoluciones circulares uniformes, y que el artificio del «punto ecuante» de nada sirve por no tratarse de un centro real, físico. A continuación, en forma de axiomas, añade lo fundamental de su teoría:
1) El centro de la Tierra no es el centro del universo, sino únicamente el de la gravedad y el de la esfera lunar.
2) Todos los planetas se mueven alrededor del Sol como punto central, que es por eso el centro del universo.
3) Lo que aparece como movimiento del firmamento no depende de un movimiento del firmamento mismo, sino del movimiento de la Tierra.
La intuición de Copérnico permite explicar las estaciones y retrogradaciones de los planetas de un modo sencillo, que se ejemplifica en los dos esquemas siguientes:

Ojo, aquí hay gráficos


1.1. Los lectores del Commentarialus debieron quedar conmocionados. El geocentrismo no era sólo una idea «cientifica»; era un tranquilo convencimiento común, pilar de muchas otras ideas y certezas. Representarse la sorpresa en los contemporáneos de Copérnico sólo parece posible suponiendo que mañana un astrónomo respetable —que dice hallarse en posesión de pruebas matemáticas— exponga justamente lo contrario, esto es: que el universo no es tan grande como pareció; que los planetas y el Sol giran en torno a la Tierra; que ha sido todo un malentendido desde Copérnico, y que Eudoxo tenía razón. Los más autoritarios llegarían a afirmar, como el reformista Melanchton, «que es absurdo, y la propagación de tales ideas no debía ser tolerada por un gobierno sabio», mientras el ciudadano común pensaría, como Lutero, que era cosa de “payasos”. Contravenir un convencimiento, más que suscitar iras y castigos, tiene el peligro de incurrir en un colosal ridículo.
Y, con todo, la tesis heliocéntrica no encontró tanta oposición como encontrarla hoy la geocéntrica. Una vez más, el motivo es el pitagorismo renacido, que promueve como mejor teoría la que suponga y demuestre una estructura matemática como fundamento real de los cielos. Aunque casi un siglo más tarde la tesis será incluida por Roma entre las ideas insostenibles, y el libro de Copérnico incorporado al Index librorum prohibitorum, la actitud de la Curia católica es en principio mucho más favorable que la de los protestantes. Queriendo evitarse polémicas, Copérnico sólo entrega el tratado a un amigo para la publicación cuando se encuentra ya próximo a morir, y será un protestante —el llamado Osiander— quien le añada un Prefacio sin firma (y considerado por eso durante bastante tiempo obra del propio Copérnico) donde falsea por completo su pensamiento, afirmando que el heliocentrismo es sólo una «hipótesis matemática» sin pretensiones de verdad objetiva, hecha sólo para calcular con mayor precisión los movimientos del firmamento.
En realidad, Copérnico sigue aferrado a la circularidad perfecta de los movimientos planetarios, y a la vieja idea griega de los orbes cristalinos, y desde el punto de vista de las meras «hipótesis matemáticas» su sistema no es en absoluto superior al tolemaico. La mayoría de los astrónomos modernos están de acuerdo en considerar que Copérnico es inferior como matemático a Tolomeo, y que si se comparan ambos modelos en cuanto a calidad predictiva resulta algo más preciso el antiguo. La ventaja de la construcción copernicana reside en acercarse más a la realidad, aunque todavía esté lejos de presentar un cuadro exacto de la dinámica celeste.

1.2. En su última obra, De ludo globi, redactada el año mismo de su muerte (1464), el cardenal de Casa explicaba que un cuerpo perfectamente redondo, situado sobre una superficie perfectamente lisa, no podría detenerse jamás una vez puesto en movimiento. La razón era, para Cusa, que la esfera sólo toca a un plano en un punto, esto es, que «reposa sobre un átomo», lo cual supone un equilibrio absolutamente inestable y origina un movimiento continuo y uniforme. Copérnico adopta este punto de vista (como tantos otros del Cardenal), y afirma que la esfera gira per se, automáticamente, si un obstáculo específico no se lo impide. Por eso giran los orbes, arrastrando a los planetas engastados en ellos.
«La esfera es la figura perfecta». Esta sentencia resume la física de Copérnico, textualmente emparentada con las palabras de Timeo, el «astrónomo». El universo es esférico porque la esfera es la perfección de cualquier forma corpórea. Esto es lo único que, según Copérnico, está fuera de toda duda. En la carta al Papa Pablo III llega a decir que «el entendimiento retrocede con horror» ante cualquier otra posibilidad. Sin embargo, Copérnico se adelanta un paso en la aritmética metafísica del pitagorismo y añade un aspecto puramente físico de gran importancia: esfera y gravedad son lo mismo. La gravedad es la tendencia de todo cuerpo a hacerse esférico y conservarse así. De ahí que los planetas, antes más o menos «imponderables» en su ser cristalino o etéreo, pasen a pesar, a ser masas ponderables, lo cual implica dar paso a la cosmología moderna. Observemos, sin embargo, que coexiste con la defensa y extensión de la ciencia un factor puramente religioso; el eminente matemático Rético, ayudante y editor de Copérnico, justifica el número de planetas entonces conocidos diciendo que «el número seis trasciende a todos los otros en las profecías sagradas de Dios, así como en los pitagóricos y los filósofos [...] por ser el primer y más perfecto de los números».


2. Se cuenta que el 17 de agosto de 1563, teniendo diecisiete años, Brahe observó que Saturno y Júpiter apenas podían distinguirse de tan próximos como estaban. Miró el muchacho en sus calendarios y descubrió que las Tablas alfonsinas se equivocaban por un mes entero, y las de Copérnico por varios días. Esto le pareció intolerable, escandaloso, y empleó su tenacidad en poner remedio a la situación.
Nueve años más tarde, la gran nova que aparece en la constelación de Casiopea estremece todas las convicciones emparentadas con la eternidad de los cuerpos celestes. El punto luminoso es más brillante que Venus, y permanece en los cielos durante casi dos años; los astrónomos se sentían inclinados a creer que el astro se movía, demostrando así que no era una verdadera estrella, y que el orbe de las estrellas fijas seguía permaneciendo absolutamente inmutable. Los métodos de la astronomía entonces para medir movimientos celestes consisten en sujetar un hilo a brazo alzado, y mantenerse así tanto como sea materialmente posible, y M. Maestlin -primer maestro de Kepler- pasa meses suspendiendo ese hilo entre la nueva luminaria y dos estrellas fijas, al igual que otros astrónomos en Europa. Casi todos coinciden en que el punto de luz no se mueve y no es, por tanto, un cometa. Ha llegado en ese momento la ocasión para Brahe y sus nuevos métodos. Utilizando un sextante gigantesco, dotado con un corrector de errores debidos al instrumento, puede afirmar sin lugar a dudas que el astro permanece inmóvil y está constituido por «materia celeste».
El magnífico cometa de 1577, que se hace visible hasta durante el día, le permite volver a demostrar la ventaja de sus procedimientos. Probando que el cometa no se halla en la esfera sublunar, Brahe asesta un golpe definitivo a la teoría de los orbes, que caso de existir habrían sido necesariamente perforados por él. De este modo, un puro observador —volcado sobre la construcción de instrumentos y laboratorios astronómicos precisos— ha hecho más que todos los astrónomos anteriores juntos en el camino de sustituir los principios básicos de Aristóteles y Tolomeo. Ha comprobado que las estrellas nacen y mueren, y ha demostrado que los orbes —empezando por los copernicanos— son un invento sin base física.
Aristócrata de rentas principescas, apoyado además en subvenciones jamás conocidas antes en campo alguno de la ciencia, otorgadas por Federico II de Dinamarca, Brahe construirá dos grandiosos observatorios —uno en la superficie y otro en el subsuelo, para proteger las mediciones del viento y de cualquier vibración— en la isla de Hven, donde con ayuda de casi cincuenta ayudantes confeccionará el más preciso catálogo estelar de la era anterior al telescopio. Como cosmólogo teórico mantiene una actitud intermedia ante el geocentrismo y el heliocentrismo, adoptando el sistema del pitagórico Heráclides, también llamado egipcio: los cinco planetas giran en torno al Sol, que a su vez gira alrededor de la Tierra, mientras todo el mecanismo —junto con la esfera de las estrellas fijas— realiza una revolución diaria en torno a la Tierra. No le inmuta la velocidad auténticamente vertiginosa que esto supone para los astros más lejanos.
Invitado a desplazarse a Praga para ser astrónomo imperial, Brahe acepta y —cosa trascendental— escribe una carta a cierto matemático desconocido (Johannes Kepler) que acaba de enviarle un libro lleno de audacísimas hipótesis, ofreciéndole su apoyo y un puesto a su lado, no menos que consejos opuestos a todo apriorismo:

«... que haya razones para que los planetas realicen sus circuitos, alrededor de un centro u otro, a distancias distintas de la Tierra o del Sol, no lo niego. Pero la armonía y proporción de este arreglo debe ser buscada a posteriori, y no determinada a priori como vos y Maestlin queréis. Y si alguien cumpliese esa tarea, yo diría que había superado a Pitágoras el antiguo, que presintió una bella armonía en las cosas celestes e incluso en el mundo entero. Pero si los movimientos circulares en los cielos pueden a veces parecer causas de figuras diversas y variadas y, por lo general, oblongas, sólo puede suceder por accidente, y el espíritu niega con horror semejante suposición».

Menos de dos años después de su carta, cuando Kepler es ya su principal ayudante, Brahe agoniza en un tranquilo delirio, donde repite varias veces: «que no parezca yo haber vivido en vano». Uno de los presentes sabe que no ha vivido en vano, y lo sabe a ciencia cierta porque él —el encargado de las anotaciones en el Diario de los «ticónidas»— es Johannes Kepler, el nuevo Pitágoras, que usará el tesoro de observaciones del difunto para construir la primera física celeste.


3. Kepler (1571-1630) nace en Weil, una aldea de Suabia, en el seno de una familia muy humilde y marcada por el desequilibrio mental. Su madre se había educado con una tía que murió torturada como bruja, y al final de sus días ella fue acusada también de lo mismo por la Inquisición protestante. Kepler recibió una educación gratuita, dentro del sistema de becas establecido por los duques de Würtemberg. Su primera idea había sido hacerse pastor, pero «la dulzura de la filosofía», en propias palabras, le decidió a seguir otro camino. Graduado por la facultad de teología de Tübingen, y formado en astronomía por Maestlin, uno de los raros astrónomos de la época favorables a Copérnico, aceptó un puesto de matemático provincial en Gratz, donde su obligación principal consistía en confeccionar efemérides y horóscopos. Desde su primer horóscopo —que se cumple con asombrosa fidelidad— adquiere una reputación que ya no habría de abandonarle, si bien nunca quiso usar ese arma potencialmente formidable. Creía en la “influencia” de los astros, aunque rechazaba la astrología predictiva. Cuando la muerte de Brahe le convierte de la noche a la mañana en mathematicus imperial tiene ocasión de interceder en favor de Galileo, y así lo hace, pero la abdicación del emperador Rodolfo le devuelve a su condición de matemático provincial, ahora en Linz (Austria). La guerra de los Treinta Años, con su inaudita ferocidad, y la gran peste que devasta Europa, se llevarán a su primera esposa, a sus siete hijos y a su madre. Él sigue trabajando febrilmente, rellenando millares de folios con cálculos, como un espíritu volcado sobre un destino puramente etéreo pero rodeado de horror por todas partes, siempre urgido por la necesidad económica, la intolerancia y la incomprensión. Cuando comienza a decaer la estrella del guerrero Wallenstein, su último protector, decide cruzar en un decrépito caballo media Europa para volver al sur de Alemania, su patria natal, pero las fuerzas le abandonan antes de llegar al destino. Tiene sólo cincuenta y nueve años y ha preparado ya su epitafio: «Medí los cielos. Mido ahora las sombras de la Tierra».
Prescindiendo del descubrimiento de la fisica celeste, que nace tan entera con él como naciera la lógica con Aristóteles, Kepler está en el origen de muchas otras invenciones memorables. Su primera Optica contiene conceptos fundamentales como la definición del rayo luminoso, la explicación del fenómeno de la reflexión de la luz, una ley aproximada de la refracción, el principio de la cámara oscura, el de las lentes para miopía y presbicia y, sobre todo, la prueba de que la intensidad de la luz disminuye en proporción al cuadrado de la distancia. Interviene en la génesis del cálculo infinitesimal y encuentra tiempo para escribir el Sueño, la primera novela de ciencia ficción en sentido estricto, donde narra un viaje a la Luna y prevé la ingravidez de los viajeros al llegar a una zona donde las «fuerzas atractivas» de la Tierra y la Luna se equilibran.

3.1. Hasta Copérnico, la astronomía se ha limitado —salvo raras excepciones— a querer salvar las apariencias (del movimiento perfectamente circular), por el expediente que fuere. Desde Copérnico se percibe un esfuerzo por constatar la composición del mundo planetario. Pero Kepler se propone investigar el por qué de dicha composición. En su primer libro, el Misterio Cosmográfico, escrito antes de conocer a Brahe, pretende nada menos que «deducir» las órbitas, y con una intuición de puro vidente busca una relación matemática entre la distancia de un planeta al Sol y el tiempo empleado en su revolución; y al afanarse en ello descubre que el movimiento planetario se va haciendo más lento a medida que los planetas se alejan del Sol. Saturno, por ejemplo, dos veces más lejano que Júpiter del Sol, no emplea el doble de tiempo (24 años terrestres), sino algo más (treinta). Entonces una de dos:

«O bien las almas movientes de los planetas son tanto más débiles cuanto más se alejan del Sol, o bien hay una sola alma moviente en el centro de todos los orbes, esto es, en el Sol, que mueve con más fuerza a los planetas más próximos a ella y con menos a los más alejados».

Kepler roza aquí por dos veces la ley de gravitación universal. Primero, al suponer que ese «alma motriz» se atenúa siguiendo el mismo proceso de la luz, que decrece en proporción al cuadrado de las distancias, para acto seguido rechazar su propia hipótesis. En segundo lugar, porque esa proporción estaba implícita en el planteamiento (reducirse la velocidad de los planetas a medida que se alejan del Sol). Bastaba entonces multiplicar en vez de sumar para obtener un valor correcto; pero Kepler era aún un matemático rudimentario, y un astrónomo bisoño.
Orientado «providencialmente» —como él mismo dirá— al estudio de Marte por Tycho Brahe, dedicará diez años a investigar una discrepancia entre cálculo y observación detectada en su órbita. Eran sólo cuatro minutos de arco dentro de una astronomía que —en matemáticos de la talla de Copérnico y Rético— consideraba «despreciables» las diferencias de hasta diez grados. Pero Kepler ha aprendido la lección de Brahe y afirma que «el origen de las discrepancias debe hallarse en nuestras hipótesis iniciales».
Finalmente, la discrepancia acabará probando, primero, que la órbita no es circular y, segundo, que el movimiento del planeta no es uniforme.


3.1.1. El magnetólogo W. Gilbert (1540-1603), un notable científico respetado igualmente por Galileo y por Kepler, creía que la Tierra a partir de cierta profundidad estaba compuesta pura y simplemente por piedra imán; esa vendría a ser la causa de la gravedad, fuerza proporcional —según el propio Gilbert— a la cantidad de materia de cada imán. Kepler acepta en principio esa idea de los planetas como enormes imanes, aunque añade dos aspectos decisivos: a) que no se trata tanto de una fuerza magnética como de una «fuerza atractiva»; b) que esa fuerza no depende de la naturaleza (terrestre, acuática, etérea o ígnea) sino de la inertia de cada cuerpo celeste, entendiendo por ello su «pereza» o resistencia ante la acción de otro, proporcional a su masa. Eso le permite establecer que «la gravedad es una afección corporal mutua entre cuerpos emparentados, tendente a su unión», y que el sistema planetario es el resultado de «las luchas que nacen de la oposición entre la fuerza motriz del Sol y la inertia de cada planeta».
Precisamente esto explicará que la obra maestra de Kepler se llame Astronomia nueva fundada sobre causas o física celeste, expuesta en comentarios sobre la estrella Marte. Lo «nuevo» absolutamente es este hallarse fundada sobre causas exclusivamente corpóreas, que transforma todo el problema de los cielos en un problema físico y barre de golpe toda la astronomía meramente matemática de los epiciclos, subsistente aún en Copérnico. A Kepler se le ha aparecido la evidencia de que por medios puramente naturales es imposible que un cuerpo produzca una órbita excéntrica y perfectamente circular a la vez. Dado que las órbitas planetarias son indudablemente excéntricas, la única salida es negar la hipótesis reputada como verdad absoluta desde hace dos milenios por todos los astrónomos: la circularidad perfecta.


3.1.2. Este es el estado de cosas al comenzar el capítulo 40 de la Astronomía nova. Kepler está agotado, próximo a enloquecer como enloqueció Rético ante los problemas insuperables que plantea el “planeta rojo”. Las dos conclusiones ineludibles, tras un ingente trabajo de cálculo y observación, son que el movimiento de los planetas no es uniforme y sus órbitas son «ovoides», y esto suscita un nuevo y formidable problema. El número de puntos de cada trayectoria resulta realmente infinito, pues a cada uno pertenecen una velocidad y una distancia distintas. La única manera de resolver matemáticamente la cuestión era pasar al límite, utilizando consideraciones infinitesimeles (bastantes años antes de nacer Leibniz y Newton), y Kepler logra con enormes dificultades un procedimiento rudimentario de cálculo, donde tras cometer errores que se anilan -por una asombrosa concatenación de azares favorables- aparece al fin un resultado simple e incontrovertible. Se trata de la ley llamada de las áreas o segunda ley de Kepler: los radios vectores del planeta barren en tiempos iguales áreas iguales.
La importancia de esta ley reside en sustituir la «uniformidad» abstracta del movimiento planetario por una uniformidad concreta (la conservación del movimiento angular), absolutamente acorde con la observación. La mathesis no se impone al mundo; es éste quien revela una proporción dentro de la diferencia, que no constituye una igualdad a priori, postulada solamente por horror a lo irracional, sino una regularidad inmanente, fundada sobre la naturaleza de los cuerpos.
Unos meses más bastarán para que Kepler descubra su segunda ley —que conocemos como «primera»— tras peripecias tan tortuosas como las padecidas en relación con la anterior: las órbitas planetarias son elipses perfectas, en las cuales el Sol ocupa uno de los focos. Una vez más la «mala» matemática se sustituye por un concepto que niega completando, enriqueciendo. La elipse no es sólo la trayectoria que el planeta describe realmente; es también una figura tan fundamental, primitiva e inteligible como el círculo.
Algunos años más tarde, cuando está ocupado en una obra que pretende describir la unidad de geometría y música —en línea con la más antigua ortodoxia pitagórica— y hallar una ley geométrico-musical rectora del universo, Kepler se topa con la tercera y más importante de las leyes, llamada también «armónica»: los cuadrados de los tiempos empleados en las revoluciones de los planetas son entre sí como los cubos de sus distancias medias al Sol (T2/R3).
La ley de las áreas y la ley de la elipticidad conectaban a cada planeta con el Sol, pero la ley armónica reúne en un solo sistema a todos ellos, permitiendo deducir —como hicieron varios astrónomos ya antes de Newton— la fórmula de la gravitación universal. Esto mide su trascendencia objetiva. En conjunto, puede decirse que las leyes son la primera constatación de una geometría en la naturaleza desde el descubrimiento de las proporciones musicales por los primeros pitagóricos. Bastará que el movimiento de caída de los cuerpos en la propia Tierra pueda someterse igualmente al número para hacer que toda Europa retorne al demiurgo geómetra propuesto por Pitágoras.


3.1.3. Sin embargo, la segunda gran lección de Kepler es su actitud opuesta a lo que cabría llamar el «infalibilismo deductivista». Dada la importancia científica de sus hallazgos, bien pudo presentarlos al modo geométrico —como aparecen por ejemplo en Euclides, en Galileo o en Newton— y reducidos por lo mismo a sus estrictos resultados, omitiendo el penoso proceso de llegar a ellos. En vez de eso Kepler prefirió siempre mostrar los desvíos, los tanteos, los errores y, en general, la experiencia concreta de su asunto. El valor de esa franqueza no radica sólo en exhibir el curso real de cualquier investigación verdadera, sino en mostrar el íntimo nexo de conceptos y preconceptos, hallazgos y profecías autocumplidas en la historia del conocimiento. Poniendo todas sus cartas sobre la mesa, Kepler tiende a aparecer como un híbrido de fabulador desenfrenado y hombre casualmente favorecido por descubrimientos extraordinarios, como si sólo él estuviese sometido a eso y fuese posible prescindir de cualquier «hipótesis», deduciendo sin errores, desvíos y creencias subjetivas, principios científicos generales a partir de la sola experiencia común; como si, en definitiva, pensar no fuese siempre «un libre juego con conceptos» (Einstein), y hubiera modo de proceder con un método profesionalmente infalible distinto al de los laboriosos tanteos, adecuando sobre la marcha criterios y datos bajo la tutela de un daimon como el invocado por Sócrates. A esa pretensión cabe oponer que los titubeos y preconceptos no resultan tanto suprimibles como ocultables, y que quienes así proceden entran muy pronto en la dinámica del engaño (propio o ajeno).
Podemos contrastar las ingenuas confesiones de Kepler sobre sus torpezas (por ejemplo al confundir lo «ovoide» y lo elíptico) con la aplastante seguridad de un Galileo al referir su famosa experiencia del plano inclinado: «repetimos el mismo ensayo numerosas veces [...] y la duración medida de la caída fue siempre rigurosamente igual a la mitad de la otra». Teniendo en cuenta que la medida del tiempo se hacía «mediante un orificio hecho en un cubo lleno de agua que caía en un vaso y luego era pesada en una balanza», no es de extrañar que Descartes y la mayoría de sus contemporáneos negasen validez al experimento; esa concordancia «rigurosa» resultaba rigurosamente imposible.


BIBLIOGRAFÍA

CASSIRER, E., El problema del conocimiento. México, F.C.E. 1974. Vol. I.
BUTTERFIELD, H., Los orígenes de la ciencia moderna, Taurus, Madrid, 1971.
BURTT, E.A., The Metaphysical Foundations of Modern Science, Anchor, Nueva York, 1954.

 

© Antonio Escohotado
http://www.escohotado.org



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