1. Miklas Koppernigk (1473-1543) nació en Torún (Thorn),
en una zona situada entre Prusia Oriental y Polonia que durante muchos
siglos había sufrido y siguió sufriendo anexiones
y particiones por parte de teutones, polacos y rusos. Su familia era acomodada,
aunque al quedar huérfano de padre y madre pasó a ser tutelado
por su tío, obispo de Ermland. Estudió en Cracovia filosofía
y matemáticas, con un profesor que había sido discípulo
del cardenal de Cusa. Luego viajó a Italia, donde permaneció
una década y se doctoró en derecho canónico (Padua)
y medicina (Ferrara), familiarizándose a fondo con el griego y
la cultura antigua. Su amigo y maestro en esos años es Domenico
Novara, astrónomo y pitagórico convencido, que criticaba
a Tolomeo por querer tan sólo salvar las apariencias y apoyado
en el Timeo platónico conformarse con un «mito
verosímil» sobre el movimiento de los cielos. A la vuelta
de Italia toma posesión de una canonjía gracias a
los oficios de su tío, naturalmente y no vuelve a salir de
una reducida comarca. Allí interviene en asuntos de gobierno, redacta
un valioso tratado de política monetaria y vive una época
de intensa conmoción social. De carácter apacible, nada
amigo de escándalos y desafíos, produjo siempre la impresión
de un buen católico.
Antes de publicar su gran obra Sobre las revoluciones de los
orbes celestes, la prudencia le hizo redactar un breve resumen,
el Commentariolus, que circuló en forma manuscrita entre
amigos y colegas. Tras descartar al comienzo las teorías de los
orbes concéntricos, añade que el sistema de Tolomeo (basado
en orbes excéntricos) no presenta los movimientos planetarios como
revoluciones circulares uniformes, y que el artificio del «punto
ecuante» de nada sirve por no tratarse de un centro real, físico.
A continuación, en forma de axiomas, añade lo fundamental
de su teoría:
1) El centro de la Tierra no es el centro del universo, sino únicamente
el de la gravedad y el de la esfera lunar.
2) Todos los planetas se mueven alrededor del Sol como punto central,
que es por eso el centro del universo.
3) Lo que aparece como movimiento del firmamento no depende de un movimiento
del firmamento mismo, sino del movimiento de la Tierra.
La intuición de Copérnico permite explicar las estaciones
y retrogradaciones de los planetas de un modo sencillo, que se ejemplifica
en los dos esquemas siguientes:
Ojo, aquí hay gráficos
1.1. Los lectores del Commentarialus debieron quedar conmocionados.
El geocentrismo no era sólo una idea «cientifica»;
era un tranquilo convencimiento común, pilar de muchas otras ideas
y certezas. Representarse la sorpresa en los contemporáneos de
Copérnico sólo parece posible suponiendo que mañana
un astrónomo respetable que dice hallarse en posesión
de pruebas matemáticas exponga justamente lo contrario, esto
es: que el universo no es tan grande como pareció; que los planetas
y el Sol giran en torno a la Tierra; que ha sido todo un malentendido
desde Copérnico, y que Eudoxo tenía razón. Los más
autoritarios llegarían a afirmar, como el reformista Melanchton,
«que es absurdo, y la propagación de tales ideas no debía
ser tolerada por un gobierno sabio», mientras el ciudadano común
pensaría, como Lutero, que era cosa de payasos. Contravenir
un convencimiento, más que suscitar iras y castigos, tiene el peligro
de incurrir en un colosal ridículo.
Y, con todo, la tesis heliocéntrica no encontró tanta oposición
como encontrarla hoy la geocéntrica. Una vez más, el motivo
es el pitagorismo renacido, que promueve como mejor teoría la que
suponga y demuestre una estructura matemática como fundamento real
de los cielos. Aunque casi un siglo más tarde la tesis será
incluida por Roma entre las ideas insostenibles, y el libro de Copérnico
incorporado al Index librorum prohibitorum, la actitud de la Curia
católica es en principio mucho más favorable que la de los
protestantes. Queriendo evitarse polémicas, Copérnico sólo
entrega el tratado a un amigo para la publicación cuando se encuentra
ya próximo a morir, y será un protestante el llamado
Osiander quien le añada un Prefacio sin firma (y considerado
por eso durante bastante tiempo obra del propio Copérnico) donde
falsea por completo su pensamiento, afirmando que el heliocentrismo es
sólo una «hipótesis matemática» sin pretensiones
de verdad objetiva, hecha sólo para calcular con mayor precisión
los movimientos del firmamento.
En realidad, Copérnico sigue aferrado a la circularidad perfecta
de los movimientos planetarios, y a la vieja idea griega de los orbes
cristalinos, y desde el punto de vista de las meras «hipótesis
matemáticas» su sistema no es en absoluto superior al tolemaico.
La mayoría de los astrónomos modernos están de acuerdo
en considerar que Copérnico es inferior como matemático
a Tolomeo, y que si se comparan ambos modelos en cuanto a calidad predictiva
resulta algo más preciso el antiguo. La ventaja de la construcción
copernicana reside en acercarse más a la realidad, aunque todavía
esté lejos de presentar un cuadro exacto de la dinámica
celeste.
1.2. En su última obra, De ludo globi, redactada el año
mismo de su muerte (1464), el cardenal de Casa explicaba que un cuerpo
perfectamente redondo, situado sobre una superficie perfectamente lisa,
no podría detenerse jamás una vez puesto en movimiento.
La razón era, para Cusa, que la esfera sólo toca a un plano
en un punto, esto es, que «reposa sobre un átomo»,
lo cual supone un equilibrio absolutamente inestable y origina un movimiento
continuo y uniforme. Copérnico adopta este punto de vista (como
tantos otros del Cardenal), y afirma que la esfera gira per se, automáticamente,
si un obstáculo específico no se lo impide. Por eso giran
los orbes, arrastrando a los planetas engastados en ellos.
«La esfera es la figura perfecta». Esta sentencia resume la
física de Copérnico, textualmente emparentada con las palabras
de Timeo, el «astrónomo». El universo es esférico
porque la esfera es la perfección de cualquier forma corpórea.
Esto es lo único que, según Copérnico, está
fuera de toda duda. En la carta al Papa Pablo III llega a decir que «el
entendimiento retrocede con horror» ante cualquier otra posibilidad.
Sin embargo, Copérnico se adelanta un paso en la aritmética
metafísica del pitagorismo y añade un aspecto puramente
físico de gran importancia: esfera y gravedad son lo mismo. La
gravedad es la tendencia de todo cuerpo a hacerse esférico y conservarse
así. De ahí que los planetas, antes más o menos «imponderables»
en su ser cristalino o etéreo, pasen a pesar, a ser masas ponderables,
lo cual implica dar paso a la cosmología moderna. Observemos, sin
embargo, que coexiste con la defensa y extensión de la ciencia
un factor puramente religioso; el eminente matemático Rético,
ayudante y editor de Copérnico, justifica el número de planetas
entonces conocidos diciendo que «el número seis trasciende
a todos los otros en las profecías sagradas de Dios, así
como en los pitagóricos y los filósofos [...] por ser el
primer y más perfecto de los números».
2. Se cuenta que el 17 de agosto de 1563, teniendo diecisiete años,
Brahe observó que Saturno y Júpiter apenas podían
distinguirse de tan próximos como estaban. Miró el muchacho
en sus calendarios y descubrió que las Tablas alfonsinas
se equivocaban por un mes entero, y las de Copérnico por varios
días. Esto le pareció intolerable, escandaloso, y empleó
su tenacidad en poner remedio a la situación.
Nueve años más tarde, la gran nova que aparece en la constelación
de Casiopea estremece todas las convicciones emparentadas con la eternidad
de los cuerpos celestes. El punto luminoso es más brillante que
Venus, y permanece en los cielos durante casi dos años; los astrónomos
se sentían inclinados a creer que el astro se movía, demostrando
así que no era una verdadera estrella, y que el orbe de las estrellas
fijas seguía permaneciendo absolutamente inmutable. Los métodos
de la astronomía entonces para medir movimientos celestes consisten
en sujetar un hilo a brazo alzado, y mantenerse así tanto como
sea materialmente posible, y M. Maestlin -primer maestro de Kepler- pasa
meses suspendiendo ese hilo entre la nueva luminaria y dos estrellas fijas,
al igual que otros astrónomos en Europa. Casi todos coinciden en
que el punto de luz no se mueve y no es, por tanto, un cometa. Ha llegado
en ese momento la ocasión para Brahe y sus nuevos métodos.
Utilizando un sextante gigantesco, dotado con un corrector de errores
debidos al instrumento, puede afirmar sin lugar a dudas que el astro permanece
inmóvil y está constituido por «materia celeste».
El magnífico cometa de 1577, que se hace visible hasta durante
el día, le permite volver a demostrar la ventaja de sus procedimientos.
Probando que el cometa no se halla en la esfera sublunar, Brahe asesta
un golpe definitivo a la teoría de los orbes, que caso de existir
habrían sido necesariamente perforados por él. De este modo,
un puro observador volcado sobre la construcción de instrumentos
y laboratorios astronómicos precisos ha hecho más
que todos los astrónomos anteriores juntos en el camino de sustituir
los principios básicos de Aristóteles y Tolomeo. Ha comprobado
que las estrellas nacen y mueren, y ha demostrado que los orbes empezando
por los copernicanos son un invento sin base física.
Aristócrata de rentas principescas, apoyado además en subvenciones
jamás conocidas antes en campo alguno de la ciencia, otorgadas
por Federico II de Dinamarca, Brahe construirá dos grandiosos observatorios
uno en la superficie y otro en el subsuelo, para proteger las mediciones
del viento y de cualquier vibración en la isla de Hven, donde
con ayuda de casi cincuenta ayudantes confeccionará el más
preciso catálogo estelar de la era anterior al telescopio. Como
cosmólogo teórico mantiene una actitud intermedia ante el
geocentrismo y el heliocentrismo, adoptando el sistema del pitagórico
Heráclides, también llamado egipcio: los cinco planetas
giran en torno al Sol, que a su vez gira alrededor de la Tierra, mientras
todo el mecanismo junto con la esfera de las estrellas fijas
realiza una revolución diaria en torno a la Tierra. No le inmuta
la velocidad auténticamente vertiginosa que esto supone para los
astros más lejanos.
Invitado a desplazarse a Praga para ser astrónomo imperial, Brahe
acepta y cosa trascendental escribe una carta a cierto matemático
desconocido (Johannes Kepler) que acaba de enviarle un libro lleno de
audacísimas hipótesis, ofreciéndole su apoyo y un
puesto a su lado, no menos que consejos opuestos a todo apriorismo:
«... que haya razones para que los planetas realicen sus circuitos,
alrededor de un centro u otro, a distancias distintas de la Tierra o
del Sol, no lo niego. Pero la armonía y proporción de
este arreglo debe ser buscada a posteriori, y no determinada
a priori como vos y Maestlin queréis. Y si alguien cumpliese
esa tarea, yo diría que había superado a Pitágoras
el antiguo, que presintió una bella armonía en las cosas
celestes e incluso en el mundo entero. Pero si los movimientos circulares
en los cielos pueden a veces parecer causas de figuras diversas y variadas
y, por lo general, oblongas, sólo puede suceder por accidente,
y el espíritu niega con horror semejante suposición».
Menos de dos años después de su carta, cuando Kepler es
ya su principal ayudante, Brahe agoniza en un tranquilo delirio, donde
repite varias veces: «que no parezca yo haber vivido en vano».
Uno de los presentes sabe que no ha vivido en vano, y lo sabe a ciencia
cierta porque él el encargado de las anotaciones en el Diario
de los «ticónidas» es Johannes Kepler, el nuevo
Pitágoras, que usará el tesoro de observaciones del difunto
para construir la primera física celeste.
3. Kepler (1571-1630) nace en Weil, una aldea de Suabia, en el seno de
una familia muy humilde y marcada por el desequilibrio mental. Su madre
se había educado con una tía que murió torturada
como bruja, y al final de sus días ella fue acusada también
de lo mismo por la Inquisición protestante. Kepler recibió
una educación gratuita, dentro del sistema de becas establecido
por los duques de Würtemberg. Su primera idea había sido hacerse
pastor, pero «la dulzura de la filosofía», en propias
palabras, le decidió a seguir otro camino. Graduado por la facultad
de teología de Tübingen, y formado en astronomía por
Maestlin, uno de los raros astrónomos de la época favorables
a Copérnico, aceptó un puesto de matemático provincial
en Gratz, donde su obligación principal consistía en confeccionar
efemérides y horóscopos. Desde su primer horóscopo
que se cumple con asombrosa fidelidad adquiere una reputación
que ya no habría de abandonarle, si bien nunca quiso usar ese arma
potencialmente formidable. Creía en la influencia de
los astros, aunque rechazaba la astrología predictiva. Cuando la
muerte de Brahe le convierte de la noche a la mañana en mathematicus
imperial tiene ocasión de interceder en favor de Galileo, y así
lo hace, pero la abdicación del emperador Rodolfo le devuelve a
su condición de matemático provincial, ahora en Linz (Austria).
La guerra de los Treinta Años, con su inaudita ferocidad, y la
gran peste que devasta Europa, se llevarán a su primera esposa,
a sus siete hijos y a su madre. Él sigue trabajando febrilmente,
rellenando millares de folios con cálculos, como un espíritu
volcado sobre un destino puramente etéreo pero rodeado de horror
por todas partes, siempre urgido por la necesidad económica, la
intolerancia y la incomprensión. Cuando comienza a decaer la estrella
del guerrero Wallenstein, su último protector, decide cruzar en
un decrépito caballo media Europa para volver al sur de Alemania,
su patria natal, pero las fuerzas le abandonan antes de llegar al destino.
Tiene sólo cincuenta y nueve años y ha preparado ya su epitafio:
«Medí los cielos. Mido ahora las sombras de la Tierra».
Prescindiendo del descubrimiento de la fisica celeste, que nace tan entera
con él como naciera la lógica con Aristóteles, Kepler
está en el origen de muchas otras invenciones memorables. Su primera
Optica contiene conceptos fundamentales como la definición del
rayo luminoso, la explicación del fenómeno de la reflexión
de la luz, una ley aproximada de la refracción, el principio de
la cámara oscura, el de las lentes para miopía y presbicia
y, sobre todo, la prueba de que la intensidad de la luz disminuye en proporción
al cuadrado de la distancia. Interviene en la génesis del cálculo
infinitesimal y encuentra tiempo para escribir el Sueño, la primera
novela de ciencia ficción en sentido estricto, donde narra un viaje
a la Luna y prevé la ingravidez de los viajeros al llegar a una
zona donde las «fuerzas atractivas» de la Tierra y la Luna
se equilibran.
3.1. Hasta Copérnico, la astronomía se ha limitado salvo
raras excepciones a querer salvar las apariencias (del movimiento
perfectamente circular), por el expediente que fuere. Desde Copérnico
se percibe un esfuerzo por constatar la composición del mundo planetario.
Pero Kepler se propone investigar el por qué de dicha composición.
En su primer libro, el Misterio Cosmográfico, escrito antes
de conocer a Brahe, pretende nada menos que «deducir» las
órbitas, y con una intuición de puro vidente busca una relación
matemática entre la distancia de un planeta al Sol y el tiempo
empleado en su revolución; y al afanarse en ello descubre que el
movimiento planetario se va haciendo más lento a medida que los
planetas se alejan del Sol. Saturno, por ejemplo, dos veces más
lejano que Júpiter del Sol, no emplea el doble de tiempo (24 años
terrestres), sino algo más (treinta). Entonces una de dos:
«O bien las almas movientes de los planetas son tanto más
débiles cuanto más se alejan del Sol, o bien hay una sola
alma moviente en el centro de todos los orbes, esto es, en el Sol, que
mueve con más fuerza a los planetas más próximos
a ella y con menos a los más alejados».
Kepler roza aquí por dos veces la ley de gravitación universal.
Primero, al suponer que ese «alma motriz» se atenúa
siguiendo el mismo proceso de la luz, que decrece en proporción
al cuadrado de las distancias, para acto seguido rechazar su propia hipótesis.
En segundo lugar, porque esa proporción estaba implícita
en el planteamiento (reducirse la velocidad de los planetas a medida que
se alejan del Sol). Bastaba entonces multiplicar en vez de sumar para
obtener un valor correcto; pero Kepler era aún un matemático
rudimentario, y un astrónomo bisoño.
Orientado «providencialmente» como él mismo dirá
al estudio de Marte por Tycho Brahe, dedicará diez años
a investigar una discrepancia entre cálculo y observación
detectada en su órbita. Eran sólo cuatro minutos de arco
dentro de una astronomía que en matemáticos de la
talla de Copérnico y Rético consideraba «despreciables»
las diferencias de hasta diez grados. Pero Kepler ha aprendido la lección
de Brahe y afirma que «el origen de las discrepancias debe hallarse
en nuestras hipótesis iniciales».
Finalmente, la discrepancia acabará probando, primero, que la órbita
no es circular y, segundo, que el movimiento del planeta no es uniforme.
3.1.1. El magnetólogo W. Gilbert (1540-1603), un notable científico
respetado igualmente por Galileo y por Kepler, creía que la Tierra
a partir de cierta profundidad estaba compuesta pura y simplemente por
piedra imán; esa vendría a ser la causa de la gravedad,
fuerza proporcional según el propio Gilbert a la cantidad
de materia de cada imán. Kepler acepta en principio esa idea de
los planetas como enormes imanes, aunque añade dos aspectos decisivos:
a) que no se trata tanto de una fuerza magnética como de una «fuerza
atractiva»; b) que esa fuerza no depende de la naturaleza (terrestre,
acuática, etérea o ígnea) sino de la inertia de cada
cuerpo celeste, entendiendo por ello su «pereza» o resistencia
ante la acción de otro, proporcional a su masa. Eso le permite
establecer que «la gravedad es una afección corporal mutua
entre cuerpos emparentados, tendente a su unión», y que el
sistema planetario es el resultado de «las luchas que nacen de la
oposición entre la fuerza motriz del Sol y la inertia de cada planeta».
Precisamente esto explicará que la obra maestra de Kepler se llame
Astronomia nueva fundada sobre causas o física celeste, expuesta
en comentarios sobre la estrella Marte. Lo «nuevo» absolutamente
es este hallarse fundada sobre causas exclusivamente corpóreas,
que transforma todo el problema de los cielos en un problema físico
y barre de golpe toda la astronomía meramente matemática
de los epiciclos, subsistente aún en Copérnico. A Kepler
se le ha aparecido la evidencia de que por medios puramente naturales
es imposible que un cuerpo produzca una órbita excéntrica
y perfectamente circular a la vez. Dado que las órbitas planetarias
son indudablemente excéntricas, la única salida es negar
la hipótesis reputada como verdad absoluta desde hace dos milenios
por todos los astrónomos: la circularidad perfecta.
3.1.2. Este es el estado de cosas al comenzar el capítulo 40 de
la Astronomía nova. Kepler está agotado, próximo
a enloquecer como enloqueció Rético ante los problemas insuperables
que plantea el planeta rojo. Las dos conclusiones ineludibles,
tras un ingente trabajo de cálculo y observación, son que
el movimiento de los planetas no es uniforme y sus órbitas son
«ovoides», y esto suscita un nuevo y formidable problema.
El número de puntos de cada trayectoria resulta realmente infinito,
pues a cada uno pertenecen una velocidad y una distancia distintas. La
única manera de resolver matemáticamente la cuestión
era pasar al límite, utilizando consideraciones infinitesimeles
(bastantes años antes de nacer Leibniz y Newton), y Kepler logra
con enormes dificultades un procedimiento rudimentario de cálculo,
donde tras cometer errores que se anilan -por una asombrosa concatenación
de azares favorables- aparece al fin un resultado simple e incontrovertible.
Se trata de la ley llamada de las áreas o segunda ley de Kepler:
los radios vectores del planeta barren en tiempos iguales áreas
iguales.
La importancia de esta ley reside en sustituir la «uniformidad»
abstracta del movimiento planetario por una uniformidad concreta (la conservación
del movimiento angular), absolutamente acorde con la observación.
La mathesis no se impone al mundo; es éste quien revela
una proporción dentro de la diferencia, que no constituye una igualdad
a priori, postulada solamente por horror a lo irracional, sino
una regularidad inmanente, fundada sobre la naturaleza de los cuerpos.
Unos meses más bastarán para que Kepler descubra su segunda
ley que conocemos como «primera» tras peripecias
tan tortuosas como las padecidas en relación con la anterior: las
órbitas planetarias son elipses perfectas, en las cuales el Sol
ocupa uno de los focos. Una vez más la «mala» matemática
se sustituye por un concepto que niega completando, enriqueciendo. La
elipse no es sólo la trayectoria que el planeta describe realmente;
es también una figura tan fundamental, primitiva e inteligible
como el círculo.
Algunos años más tarde, cuando está ocupado en una
obra que pretende describir la unidad de geometría y música
en línea con la más antigua ortodoxia pitagórica
y hallar una ley geométrico-musical rectora del universo, Kepler
se topa con la tercera y más importante de las leyes, llamada también
«armónica»: los cuadrados de los tiempos empleados
en las revoluciones de los planetas son entre sí como los cubos
de sus distancias medias al Sol (T2/R3).
La ley de las áreas y la ley de la elipticidad conectaban a cada
planeta con el Sol, pero la ley armónica reúne en un solo
sistema a todos ellos, permitiendo deducir como hicieron varios
astrónomos ya antes de Newton la fórmula de la gravitación
universal. Esto mide su trascendencia objetiva. En conjunto, puede decirse
que las leyes son la primera constatación de una geometría
en la naturaleza desde el descubrimiento de las proporciones musicales
por los primeros pitagóricos. Bastará que el movimiento
de caída de los cuerpos en la propia Tierra pueda someterse igualmente
al número para hacer que toda Europa retorne al demiurgo geómetra
propuesto por Pitágoras.
3.1.3. Sin embargo, la segunda gran lección de Kepler es su actitud
opuesta a lo que cabría llamar el «infalibilismo deductivista».
Dada la importancia científica de sus hallazgos, bien pudo presentarlos
al modo geométrico como aparecen por ejemplo en Euclides,
en Galileo o en Newton y reducidos por lo mismo a sus estrictos
resultados, omitiendo el penoso proceso de llegar a ellos. En vez de eso
Kepler prefirió siempre mostrar los desvíos, los tanteos,
los errores y, en general, la experiencia concreta de su asunto. El valor
de esa franqueza no radica sólo en exhibir el curso real de cualquier
investigación verdadera, sino en mostrar el íntimo nexo
de conceptos y preconceptos, hallazgos y profecías autocumplidas
en la historia del conocimiento. Poniendo todas sus cartas sobre la mesa,
Kepler tiende a aparecer como un híbrido de fabulador desenfrenado
y hombre casualmente favorecido por descubrimientos extraordinarios, como
si sólo él estuviese sometido a eso y fuese posible prescindir
de cualquier «hipótesis», deduciendo sin errores, desvíos
y creencias subjetivas, principios científicos generales a partir
de la sola experiencia común; como si, en definitiva, pensar no
fuese siempre «un libre juego con conceptos» (Einstein), y
hubiera modo de proceder con un método profesionalmente infalible
distinto al de los laboriosos tanteos, adecuando sobre la marcha criterios
y datos bajo la tutela de un daimon como el invocado por Sócrates.
A esa pretensión cabe oponer que los titubeos y preconceptos no
resultan tanto suprimibles como ocultables, y que quienes así proceden
entran muy pronto en la dinámica del engaño (propio o ajeno).
Podemos contrastar las ingenuas confesiones de Kepler sobre sus torpezas
(por ejemplo al confundir lo «ovoide» y lo elíptico)
con la aplastante seguridad de un Galileo al referir su famosa experiencia
del plano inclinado: «repetimos el mismo ensayo numerosas veces
[...] y la duración medida de la caída fue siempre rigurosamente
igual a la mitad de la otra». Teniendo en cuenta que la medida del
tiempo se hacía «mediante un orificio hecho en un cubo lleno
de agua que caía en un vaso y luego era pesada en una balanza»,
no es de extrañar que Descartes y la mayoría de sus contemporáneos
negasen validez al experimento; esa concordancia «rigurosa»
resultaba rigurosamente imposible.