LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

XXIX. LA DIRECCIÓN DEL MOVIMIENTO

“Señores: Las ideas vigentes hasta hoy, que son los sillares del mundo, se disuelven como una fantasmagoría onírica. El espíritu está preparándose para una nueva irrupción, y corresponde a la filosofía saludarlo y reconocerlo, cuando tantos pretenden ofrecerle la vana resistencia del apegado al ayer, formando así inconscientemente la masa desde la cual despega. La filosofía, que ve en ello lo eterno, debe presentarle sus respetos”.

G. W. F. Hegel1

 

Hume pensaba que la tara básica de nuestro entendimiento es estar fascinado por el corto plazo, y al observar la transición del XVIII al XIX comprobamos que el comienzo de la prosperidad coincide con la sensación de haber puesto en marcha sociedades tan precarias como inhumanas. Entre labriegos, y sobre todo en círculos gremiales que van viendo desaparecer uno a uno sus privilegios, la industrialización no sólo produce reproches morales más o menos genéricos sino un movimiento organizado como el luddita, que destruye motores por sistema y no vacila en agredir a quien los defienda2. Ni lo uno ni lo otro frenan, por lo demás, una mecanización que ha empezado en el campo con hallazgos como la cosechadora de J. Tull (1752), activada aún por tracción animal. El incremento en las rentas agrícolas, unido a la acumulación derivada del comercio ultramarino, permitirá financiar la investigación y el desarrollo de ingenios mecánicos cada vez más eficientes, cuyo prototipo es la máquina de vapor que patenta J. Watt en 1775. Diez años más tarde el propio Watt y sus socios producen ya industrialmente ese motor, que está llamado a ser el pulmón de la nueva industria.

He ahí algo providencial a su vez para individuos y familias desubicados por la especialización del trabajo agrícola, un proceso que acelera la Enclosure Act de 1801 al acabar con las últimas tierras comunales sujetas a servidumbres de pasto y cultivo, culminando el vallado de todo el campo inglés. Aún sin esta específica circunstancia, emigrar a la ciudad en busca de promoción es un fenómeno crónico para toda suerte de campesinos3, y explotar comercialmente el motor térmico estimula dicha migración del modo más enérgico, pues ofrece a sus operarios jornales no sólo nítidamente superiores sino continuados si se comparan con los ingresos estacionales del bracero agrícola. Por otra parte, el cambio inducido en el campo al vallarlo es una minucia comparado con el del medio urbano. Las chimeneas de fábrica, pronto llamadas a competir en altura con las agujas de catedrales, son tubos de escape para la energía que procesan talleres sólo comparables en tamaño con las propias naves catedralicias, y de esos templos laborales añadidos a los templos de la oración no sólo parten columnas de humo sostenidas noche y día, sino dependencias formadas por calles rectilíneas de viviendas uniformes. Las ciudades habían ido creciendo por agregación celular, con vías públicas sinuosas y casas personalizadas carentes ya de sentido en los nuevos barrios industriales, donde el hacinamiento y la acumulación de detritos que compendiaban lo miserable del burgo medieval en sus comienzos se reproducen a una escala grandiosa.

En 1825 el perímetro urbano de Manchester –la primera ciudad industrial- tiene 108 chimeneas de gran altura, y varios centenares más de fábricas no tan descomunales, haciéndonos suponer que será también el foco principal de ataque para ludditas y otros nostálgicos de un medio no arrasado por la polución y la masificación. Sin embargo, está pasando más bien de la tecnofobia a lo contrario de desdibujar el largo plazo con proyecciones del corto4. Tal como la indiferencia hacia lo higiénico empezó justamente a frenarse con el burgo, que restableció el empedrado de las calles y la canalización de sus aguas limpias y negras, Manchester aprovecha la capitalización derivada de su industria para emprender titánicas obras públicas de saneamiento y comunicaciones. El lema de su Ayuntamiento en el medievo era concilio et labore (“diálogo y trabajo”), y el terremoto urbanístico unido a la industrialización sugiere a sus próceres que las miserias del hacinamiento y la atmósfera insalubre son peldaños inevitables en la escalera del progreso. Al viejo lema municipal se añade por eso uno nuevo: “Aquello que hace hoy Manchester lo hará mañana el resto del mundo”.

1. El tiempo como potencia negativa

Con todo, la escuela manchesteriana tardará una generación en lograr que el mañana no sea borrado por el hoy. Abanderada por analistas como Malthus y Ricardo, la opinión pública tiende a pensar que la mecanización destruye empleo, y es incompatible con mejoras en la capacidad adquisitiva del trabajador. Mientras tanto, ir produciendo e instalando maquinaria eleva al cubo la demanda de ingenieros y peritos, que en buena medida se centran en cómo tratar más económicamente el calor, y llega una cumbre teórica con las Reflexiones sobre la fuerza motriz del fuego (1824), donde un jovencísimo Sadi Carnot5 piensa por primera vez la entropía como destino del mundo físico. La mecanización, leemos allí, “ha multiplicado por diez la minería”6, promoviendo empleo y conocimiento, aunque la credulidad está resucitando fantasmas técnicos como el de un móvil perpetuo, y procede recordar que hasta los motores más perfectos –“los de doble cilindro usados hoy en las minas de cobre y estaño de Cornwall”- apenas “aprovechan un 1/20 de la fuerza motriz del combustible usado”, y “jamás podrá utilizarse en la práctica toda ella”7. Dibuja al efecto una máquina ideal, que es el primer modelo de sistema termodinámico, y no encuentra dificultad en mostrar que ninguna técnica de aislamiento puede rehuir la tendencia del “calórico” a disiparse. Eso ha venido siendo de sentido común hasta entonces, pero al proyectarse cosmológicamente pone de relieve algo que no era de sentido común hasta entonces: un universo donde la disipación va nivelando diferencias, hasta borrar el propio principio de individuación.

Entropía, monoteísmo y materialismo

Nada puede considerarse menos ideológico que medir la entropía de un sistema. Sin embargo, el paso de un universo estable a un universo decreciente consuma en realidad la ruina del panteísmo, una tradición “animista” que ve el mundo físico como un ser vivo, cuando para la verdad revelada es sólo el más acá mecánico creado como teatro de salvación y perdición por una deidad ajena a lo corpóreo. No puede imputarse al panteísmo que fuese ajeno a la dinámica, ya que precisamente de él parte analizarla como un complejo de “alteración, crecimiento, decrecimiento y traslación”8. Pero sí cabe achacarle una divinización de lo físico como “polvo esparcido al azar, supremamente bello”9, que el fundador del estoicismo llamará “pauta para el resto de las artes, al ser un fuego que progresa inventando metódicamente”10. Esta noción del mundo físico como un continuo vital que “descansa cambiando”11 es blasfemia para el imaginario apocalíptico, gracias al cual la idea monoteísta se ha transformado en culto de masas. Al comienzo da por seguro que el Día del Juicio castigará con una muerte térmica abrupta a esa physis supuestamente artística o autoorganizada, y cuando el Apocalipsis se demore declarará que la perpetuación del orden cósmico depende de su creador, pues librado a sí mismo perecería como el siervo sin la protección de su amo. Cuando el siglo XVII está terminando, en 1694, Newton comenta que las órbitas de los planetas y sus lunas habrían perdido regularidad –entrando en colisiones o fugándose por la tangente- si el “Pantocrátor” no hiciese ocasionales obsequios de orden al sistema solar12.

El divorcio del espíritu y la materia lo consuma precisamente su hazaña conceptual, que es poder explicar los movimientos celestes y terrestres de traslación como fruto de “fuerzas inmateriales aplicadas sobre masas inertes”, pues si las fuerzas dejaran de ser “impresas” las masas perderían sus respectivas sendas. Por otra parte, esta armonía entre fenómenos físicos y ecuaciones llega justamente cuando la ortodoxia empieza a coexistir con el deísmo y el ateísmo, y el sistema newtoniano se presta tanto a confirmar el dios del propio Newton13 como a promover el materialismo de philosophes precedidos por Helvecio y D’Holbach, que rechazan la versión dualista. ¿Para qué seguir insistiendo en una voluntad trascendente, cuando las leyes de la mecánica universal permiten ver en la materia supuestamente inerte al Gran Uno autoorganizado? Newton les habría contestado que “la ciega necesidad metafísica es incapaz de producir la diversidad de las cosas”14, y que despojar a la materia de su indiferencia es trivial además de absurdo. Pero Helvecio y D’Holbach sólo han abordado los aspectos cosmológicos del Gran Uno en passant, porque el centro de sus desvelos no es argumentar el ateísmo sino proponer una ingeniería social no por ello menos fiel al esquema de “fuerzas inmateriales aplicadas sobre masas inertes”, y el primero de ellos no ve incoherencia en afirmar que “lo fisiológico es un factor periférico”15.

La teología aburre crecientemente, y el heredero inmediato del materialista ilustrado es el utilitarista, que adivina la entropía bastante antes de que Carnot presente el primer sistema termodinámico. En 1789, Bentham parte ya de la “desfalleciente Naturaleza” para justificar la aplicación del cálculo hedonista a todo tipo de sociedades; y James Mill, su gran portavoz, funda los Elementos de economía política (1821) en la “degradación” inexorable prevista por su maestro, que las obras de Malthus y Ricardo reconfirman. Encontrar una desconfianza comparable ante la espontaneidad física nos obliga a retroceder hasta dos escuelas helenísticas -los gnósticos y los neoplatónicos-, que argumentaron la victoria final del alma sobre lo corpóreo sin recurrir a la brusquedad postulada por el imaginario apocalíptico. Su teoría de una “emanación” es la forma antigua de intuir la pérdida gradual de energía, ya que parte de un Uno originario del cual manan unos cada vez menos substanciales16 y -como en la posterior construcción del Big Bang- empieza en pura luz y termina en pura oscuridad. Plotino, fundador del neoplatonismo, no puede parecerse más por temperamento y estilo al romántico17, oponente formal del utilitarista, pero una armonía de contrarios hace que ese distinguido círculo de escritores ingleses plantee la dinámica del mundo objetivo a la manera de sus Enéadas, donde el paso de instante a instante marca la progresiva transición del ser al no ser.

A finales del siglo III esta representación invitaba a “huir por completo de lo mundano”, y a principios del XIX insta a intervenir legislativamente en él, porque –en palabras de J. Mill- “los materiales de felicidad son muy escasos” y la sociedad industrial acelera su disipación. El hecho de que la muerte cósmica no haya llegado, aún, podría considerarse un estímulo para no limitarse al flujo descendente y unidireccional de la emanación y considerar flujos no lineales como los evolutivos; pero entre los compromisos del nuevo materialismo filosófico está la “lucidez” de conformarse con una realidad física sin resortes neg-entrópicos, e incapaz por tanto de regenerar sus energías. Al mismo tiempo, en Inglaterra y en el resto de Europa el entusiasmo innovador del capitalismo avanza a grandes zancadas, y tanto la perspectiva lúgubre como los afanes reglamentistas provocan hilaridad o indignado rechazo. Llevado a su caricatura, el tiempo no es sinónimo de destrucción, sino de money. Está llegando la edad de oro del individualismo político y económico, y querer hacer al hombre más feliz reescribiendo y multiplicando el número de sus leyes resulta cada vez más anacrónico. Para la nueva generación de economistas y estadistas, el tránsito de los idéologues a sus sucesores británicos no ha suprimido el predominio sistemático de la elucubración sobre la observación. Y, a despecho de que sea inconsciente, debe haber algo que no sólo sostiene el universo sino el progreso de la especie humana.

2. El tiempo como negación de la negación

En el último tercio del siglo XX, matemáticos, físicos y químicos reinterpretarán el segundo principio de la termodinámica18 –la entropía- atendiendo al poder estructurante del desequilibrio, y a la diferencia entre sistemas cerrados y abiertos19. En definitiva, dirán, la propia ley de máxima producción de entropía requiere una creación espontánea de orden a partir del desorden. Sin embargo, a comienzos del XIX no hay nada remotamente parecido a la potencia computacional del ordenador, que permitiendo seguir y modelar la conducta de sistemas etiquetados como caóticos identifica fenómenos doctrinalmente tan imposibles como estructuras disipativas, atractores extraños, fractales o la propia virtud creadora de la turbulencia. Darwin y Spencer están por nacer, uno 1809 y otro en 1820, y revisar tanto la versión emanatista como la catastrofista o apocalíptica del mundo incumbe inicialmente a G. W. F. Hegel (1770-1831), que a sus conocimientos enciclopédicos añade una rara capacidad para examinar las cosas “dejándolas ser”.

Por entonces Alemania sólo compensa el atraso social y político con la pujanza de su institución universitaria, una burocracia lo bastante bien organizada como para desarrollar entusiasmo por el estudio. Cuando en otros países el dramatismo de los cambios dirige la atención del público hacia visionarios y reformistas, lo vivo de la Universidad alemana hace que las miradas se concentren en sus profesionales, cuyo oficio les impone siquiera sea en principio no pontificar sino analizar en términos científicos. Hegel es el prototipo de ese investigador-funcionario, que aspirando a cumplir su deber decide encontrarle sentido al nuevo mundo –en definitiva, a la sociedad industrial- con un “sistema filosófico” que revisa todas las categorías y certezas del mundo previo. Se trata de un proyecto desmesurado, aunque construir sistemas lo empezaron a hacer sus colegas Fichte y Schelling, y aquello que él añade a esa pretensión es cumplirla de modo minucioso, componiendo tratados sobre cada uno de los grandes temas: lógica, metafísica, física, historia (general y del pensamiento), derecho, estética, religión y política.

Prototipo también del pensador que no da tregua a sus lectores, sometiéndoles a razonamientos ligados por una aspereza técnica a menudo feroz, lo asombroso a primera vista es que aún antes de aprender a expresarse con cierta claridad -algo sólo conseguido en su segunda madurez- desborde la esfera académica y llegue a todos los círculos mínimanente cultos. Aparte de Hegel, sólo Aristóteles tuvo tantos, tan aventajados y tan devotos alumnos como para que gran parte de su obra se conservara merced a apuntes de clase. El encargado de su alocución fúnebre le llamará “Cristo de la filosofía, Aristóteles de los tiempos modernos”, y treinta años antes aquello evocado por sus enseñanzas lo describe uno de sus pupilos:

“Para nosotros, y para casi todos, la nueva filosofía seguía siendo un gran caos inextricable, en el que todo estaba aún por ordenar y configurar […] Las clases20, que Hegel preparaba mediante un recurso directo y muy concienzudo a las fuentes, eran seguidas por todos con el más vivo interés, sobre todo debido a aquel encadenamiento dialéctico nuevo, inaudito, que era ir de una concepción a la siguiente. Recuerdo cómo las figuras filosóficas aparecían, ocupaban por un tiempo la escena y eran consideradas, pero luego iban recibiendo cada una su sepelio. Cierta noche, al acabar la clase, uno de nosotros –el menos joven- no lo pudo aguantar y exclamó que eso era la muerte, y así debía perecer todo. Brotó de ello una animada discusión, en la que otro de nosotros llevó la voz cantante, respondiendo que eso era en efecto la muerte y debía serlo; pero que en esta muerte se encuentra la vida, y que ésta brotará y se desplegará con gloria creciente”21.

Nadie ponía en duda que la obra del pensamiento y la del tiempo fuesen cosas distintas, pero ante los fascinados oyentes aparecía alguien capaz de refutarlo, mostrando en detalle –y para cualquier campo de conocimiento- que el ser es en realidad devenir, y que el único modo de trascender la ingenuidad es atenerse al modo en que las cosas van dejando de ser identidades para cumplirse como totalidades: lo verdadero es lo efectivo, aquello que va llegando a ser en cada momento por auto-creación o auto-liquidación22. Cuando más cundían versiones emanatistas del movimiento, flanqueadas por ingenuidades sobre el Progreso, su profesor proponía la vigencia de una evolución (Entwicklung) universal, en la cual profundizaba con un análisis de lo contradictorio bautizado como dialéctica. La lógica binaria del esto o lo otro podría seguir valiendo para el matemático, pero ya no para otros científicos y menos aún para el centrado en asuntos humanos, donde lo analógico se impone continuamente a lo dual23. Para habilitarse como docente, en 1801, había defendido ya un grupo de tesis precedidas por la de que “la contradicción es norma de verdad, no de falsedad”, pues la oposición interna de algo consigo mismo no sólo no lo paraliza sino que constituye el impulso responsable en sus cambios de estado. Tan lejos fue en esa dirección que la economía política -uno de los raros temas sobre los cuales apenas disertó24- debe a su punto de vista el propio concepto de creative destruction, el más al uso para exponer la dinámica específica del capitalismo.

Reconsiderando la muerte

En última instancia, Hegel propone una “unidad de la diferencia”25 que permite ampliar la relación lógica, viendo las concepciones y estados del mundo no sólo como hechos cumplidos sino como fases de un proceso con indefinidas etapas, donde la disipación creada por el resistirse de cada aquí y ahora se aprovecha como combustible. Por una parte, la suerte de lo positivo consiste en ir siendo atropellado, y la crónica de los siglos es manifiestamente “el altar donde se han venido sacrificando el bienestar de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos”26. Por otra, ese atropello engendra una “negación de la negación” (negativität) que va alumbrando aquí y allá lo “positivamente racional”. Lejos de ser un campo donde lo bueno y lo malo luchen sin interpenetrarse, la caducidad de todo es un “ardid de la razón”, que al imponer mediadores o terceros va consumando una odisea de pérdidas y recuperaciones. De ahí que

“la verdad no sea una moneda ya acuñada, susceptible de darse y recibirse sin más, y que lo falso sea tan inexistente como lo malo […] pues llegar a serlo constituye un momento de lo verdadero”27.

El dogmatismo y el sentimentalismo se aferran a identidades fijas y separadas, como las maniqueas, pero los seres reales o existentes28 sobrepasan su finitud construyendo el espesor infinito de una historia abierta. Más en concreto, la del existente humano atestigua hasta qué punto es pasmosamente fértil el orgullo de individuos que van convirtiendo la precariedad de su existencia particular en comunidades a fin de cuentas indestructibles. Nuestra especie sólo puede aplicarse a reducir la intemperie externa desarrollando ciencias y técnicas, útiles también para reducir la miseria interna que es el “deseo” incivilizado; pero mirar a vista de águila (speculare) muestra que ambas cosas van de hecho ocurriendo, unas veces con insensible gradualidad y otras a sangre y fuego. Los anales escritos, que cancelan la amnesia recurrente del ágrafo, colocan también en su sitio al autócrata y al súbdito, absortos ambos en una vida que la evolución ha hecho caduca, y encauzan el movimiento hacia la amalgama de suprimir y conservar que Hegel llama superación (Aufhebung)29.

Tener historia nos impone la humildad de constatar que lo inconsciente precede a lo consciente, lo indirecto a lo directo, dentro de un hacerse que es el nuestro pero no aguarda a nadie singular para seguir urdiendo su trama. Percibido en la unidad de sus diferencias, el proceso es una incesante “mediación de lo inmediato” que no sólo empuja a enterrar a los muertos, sino a hacer lo propio con todo cuanto no coincida con asegurar una libertad cada vez más plena, pues libertad es lo que engendra estar inmerso en la finitud. Por eso mismo las ordalías de “superación” que acumula el ayer funden lo contingente con lo necesario, porque cada etapa ha de separar la paja del grano cuando el juicio ecuánime llega siempre a posteriori, “como el búho de Atenea espera el crepúsculo para batir sus alas”30. Los agentes de cada nueva etapa deben salvar su inconsciencia con puro arrojo, o con la pasividad del aterrado, asegurando así una amalgama de cumplimiento y desgarramiento.

“Oriente sabía y sabe que Uno es libre, el mundo griego y el romano que algunos son libres, y el mundo germánico que todos son libres”31.

Hegel termina de entender su propio concepto de la evolución cuando está cumpliendo los treinta años, acaba de nacer su segundo hijo natural y el oficio de profesor no numerario en Jena apenas le permite ir vestido con modesto decoro. Lleva tiempo trabajando de modo febril en la Fenomenología del espíritu, y cuenta la leyenda que el tronar de cañones desde la madrugada del 16 de octubre de 1806 le inspiró sus frases finales. Con el manuscrito bajo el brazo, y buena parte de sus pertenencias a lomos de un pollino, vuelve la vista atrás desde una colina y divisa a un grupo de húsares irrumpiendo en la plaza mayor, seguidos a poca distancia por Bonaparte32. En 1789, al saber que La Bastilla ha caído, él y su querido Hölderlin corrieron a plantar un árbol a la libertad en la plaza del mercado; pero en 1806 no valen ya aquellas ingenuidades33, y las páginas que salva del expolio consumado por las tropas francesas describen las metamorfosis de una libertad que es inseparablemente “trono y calvario”34.

Para nombrar al agente de la libertad Hegel ha dudado durante años –pensó llamarlo “yo”, como Fichte, “naturaleza” como Schelling e incluso “género humano”, como harán sus propios discípulos-, y decidirse por “espíritu” (Geist) le suma en principio a quienes creen en otro mundo, habitado por ideas y almas puras. No obstante, tal como vimos al utilitarista retomar las intuiciones de Plotino le vemos a él declarar con gran antelación que “Dios ha muerto”35, planteando el más allá como prototipo de pensamiento “alienado”, y definir el Geist como “ese yo que es un nosotros y ese nosotros que es un yo”36, donde vivir, morir y recordar constituye el nervio de todo. Sin perjuicio de ser “idealista” en otro sentido37, en él encontramos al primer escritor cristiano que sigue siéndolo sin suscribir su promesa de inmortalidad y, de hecho, “el espíritu hegeliano no es un Dios eterno y perfecto que se encarna, sino un animal enfermo y mortal que se trasciende en el tiempo”38.

Esto no es metafórico. En 1804 ha dicho a sus alumnos que “el animal supera el límite de su naturaleza al enfermar, pero esto es el hacerse del espíritu”; en 1805 –al abordar el mismo punto del programa- corrige la frase diciendo que “el animal muere, pero su muerte es el hacerse de la conciencia”. Espíritu y conciencia son sinónimos, resultados ambos de una finitud reconocida que transforma al animal en una nueva fuerza de la naturaleza. Lógicamente, “la muerte es el trabajo supremo que el individuo emprende para la comunidad, pues gracias a ella puede deshacerse de cualquier determinación que provenga del género, cumpliendo su libertad absoluta”39. En otras palabras,

“la muerte, si así queremos llamar a esta irrealidad, es lo más espantoso, y nada requiere tanta fuerza como retener lo muerto. La belleza carente de fuerza odia al entendimiento porque exige de ella lo que no está en condiciones de dar, pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se preserva de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse en el absoluto desgarramiento. No es algo positivo que se aparta de lo negativo, como cuando decimos de algo que no es nada o que es falso, y tras hacerlo pasamos a otra cosa, sino la potencia capaz de mirarlo cara a cara y permanecer junto a él. Esa persistencia es la fuerza portentosa que devuelve lo negado al ser”40.

 

Señorío y servidumbre

El marco de estas reflexiones es una Alemania políticamente atomizada, donde ver los progresos de la civilización como un camino de “servidumbre” resulta tan frecuente como lo era en la Francia prerrevolucionaria. El hecho de que el feudalismo perdure allí más que en otros puntos de Europa alimenta adicionalmente la nostalgia del ideal caballeresco y su programa pobrista41, sin que falten tampoco conservadores al estilo de Burke, hostiles por principio a la “innovación”. Unos alegan que si la purga emprendida por Robespierre hubiese podido prolongarse algo más habría erradicado al antipatriota; otros usan la evidencia de una guillotina transformada en pasatiempo del populacho para cerrar filas contra la libertad política, y la Fenomenología del espíritu (1807) no está dispuesta a sancionar ninguna de esas líneas. Es un libro tan insufrible como los Elementos de Euclides para quien no aspire a profundizar técnicamente, pero está sugiriendo a ambos lados de la opinión alemana “aprender de la experiencia de la conciencia”.

El Terror, por ejemplo, fue el momento de la libertad política donde “masas espirituales abolieron las clases”. Su transitoriedad no puede fundarse en el éxito o fracaso de algún complot, sino en que “la voluntad universal adoptase la forma de una voluntad singular, llamada a presentarse como facción, que al convertirse en gobierno condicionó la necesidad de su perecer”42. Desgarrada por la contradicción de ser común y sectaria al tiempo, la voluntad “absoluta” demanda una libertad no menos “absoluta” y deroga al punto la recién adoptada Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Cualquier tipo de garantía procesal no es sólo un sabotaje a la Dirección sino una ingratitud “individualista”, que ignora las abnegaciones exigidas por la Patria, pues la promesa mesiánica se ha trasladado desde el más allá al más acá sin mediación, y la alternativa entre Mundo y Cielo sobrevive en la realidad secularizada como exigencia de una salvación política genuina, contrapuesta a las componendas del posibilismo.

La unilateralidad del odio o el pánico pasa por alto, pues, un concepto de grano más fino como el de “masas espirituales” gobernadas por “voluntades singulares”, que trasciende la esfera elemental de lo bueno y lo malo enriqueciendo nuestro banco de datos sobre una tesitura a fin de cuentas recurrente. No sólo en la Plaza de la Revolución, y aprovechando la “navaja nacional”, una exigencia de voluntad “unánime” convierte el aparato creado para gestionarla en un coto cada vez más exclusivo, irresponsable y sujeto a veleidades individuales. Contemplado con esa distancia estética, el Terror es una simple estación en el proceso formador de la conciencia, que llega precisamente cuando está floreciendo el intercambio pacífico de bienes e ideas, y se diferencia por ello de unanimidades ya ensayadas como la del cruzado y el apóstol. Para estar a la altura de la información que estos eventos nos ofrecen sobre nosotros mismos conviene, por tanto, retroceder a la etapa donde cristalizó el principio del sometimiento incondicional de unos a otros.

Preparando esa reflexión sobre el origen, los capítulos iniciales de la Fenomenología describen cómo “la simple certeza sensible” se convierte en una percepción cultivada, y cómo de ésta pasamos a un entendimiento propiamente tal, culminando un proceso que empezó con sensaciones borrosas del mundo exterior y se estabiliza en una realidad definida por relaciones puntuales constantes. Con ello hemos pasado también de ser conciencias o espejos a descubrirnos como “autoconciencias”, que para completar un retrato fiel de la realidad deben tener presentes sus propias condiciones como observadores. Hasta aquí nos hemos limitado a repasar el análisis de Kant, y su gran descubrimiento de tomar las cosas como fenómenos –mezcla de ellas mismas y nosotros-, en vez de abordarlas “dogmática o acríticamente”. Pero Hegel está solo empezando, y observa que la autoconciencia añade al mundo objetivo una “duplicación” interna, equivalente en la práctica a una naturaleza no tanto individual como social, inevitablemente volcada sobre la presencia no sólo de otros sino de otros muy determinados, pues “ser para sí implica ser reconocido por otro que es también para sí”43.

i. La socialización

Sin reflejarnos en iguales nos resulta imposible ser nosotros mismos, y la necesidad de “reconocimiento” informa todo tipo de existencia humana. Tanto da por ello pensar en caníbales cazadores de cabezas como en el salvaje idílico de Diderot, ambos hechos a vivir sin trabajar en un mundo apenas poblado. Los roussonianos, y gran parte de la imaginación medieval, plantean esa vida anterior a las instituciones civilizadas como la etapa feliz del ser humano, en la cual –atendiendo al Roman de la rose (c. 1300)- había de todo porque nadie tenía demasiado de nada. A esta representación se opone la hobbesiana, un lugar común en Oriente, para la cual el “estado de naturaleza” es una situación de guerra sin cuartel de todos contra todos, que sólo se remedia creando autoridades “soberanas”. Pero nostálgicos y misántropos incurren en la misma elementalidad de plantear un “hecho” que sería sustituido por otro, cuando “el movimiento del reconocerse” permite “ir” de lo uno a lo otro, mostrando que “del sometimiento causante de siervos y señores proviene todo lo incluido bajo el término ‘cultura’”44.

Salvajes filantrópicos, salvajes depredadores y distintos civilizados coinciden en ser “encarnaciones del tiempo, a quienes corresponde la figura compacta del espacio”45, cuya vivacidad consiste en un “deseo” que sin dejar de ser lo interno vuelca sobre lo externo, ofreciendo una promesa de infinitas satisfacciones. Sucede, con todo, que al apetecer responde lo externo con una indiferencia tanto más olímpica cuanto que no admite ni rechaza a nadie en particular, y de dicha contradicción -anunciada por el primer llanto del recién nacido- parte la magia, esa “relación inmediata de la voluntad y su objeto”. La relación no inmediata es “paciencia de lo negativo”, trabajo, que irá descubriendo medios no sobrenaturales para sacar adelante algunos fines. La trivialidad prefiere dar por supuesto que tejer se aprendió en academias, no a golpe de escalofrío, pero todo aprendizaje tendrá como incentivo y rémora la esclavitud, que por una parte sanciona pautas animales46 y por otra niega la socialización específicamente humana, pues el reconocimiento sólo puede otorgarlo en realidad un igual. Ahora surge lo inverso de un igual, algo que es sólo una apariencia de sí, a quien se encomienda absorber en exclusiva la erosión de reunir exterioridad y apetencia.

El origen del hallazgo se hunde en episodios que el pudor filtró, hasta retener sólo aquellos duelos -como el de Enkidu y Gilgamesh- donde el vencido se hizo acreedor a la amistad del victorioso. En cualquier caso, el primer mercado floreciente fue el de infrahumanos, y la Antigüedad se pone en marcha administrando una masa reunida por ser apta para cualquier cosa, salvo obrar al margen de las instrucciones recibidas y ser propietaria. La principal incumbencia del Estado es asegurar al humano el disfrute de su dominio indiscutido sobre el infrahumano, porque nada se acerca más para el hombre reputado libre a la felicidad práctica, aunque tampoco ninguno le comprometa más con la penuria. “La cadena del esclavo es el mundo independiente”, cuyo rigor debe serle evitado al amo para asegurar su refinamiento, y, sin embargo, quien se refina realmente es el esclavo, “que no ha sentido angustia por esto o aquello sino por su esencia entera […] y extrae del deseo reprimido una transformación controlada, trabajo formador47. El amo, que ha conquistado la superioridad venciendo al miedo y las penalidades, sólo tiene por delante ir viéndose inmerso en una debilitadora molicie, que a corto plazo le opone otros aspirantes al señorío, y a largo plazo esclavos que acumulan conocimientos y tenacidad.

El despliegue de una cultura

La verdad del esclavo es el amo, la verdad del amo es el esclavo, si bien “lo hecho por el amo contra el esclavo lo hace también contra sí, mientras lo hecho por el esclavo contra sí lo hace también contra el amo”48. Su dependencia sólo aseguraría progresos en la independencia del hombre libre si sus tasas de reproducción y esfuerzo igualaran o superaran las del ganado doméstico, cuando son de hecho casi infértiles y responden a la exigencia de trabajo con una desidia elevada a obra de arte. El ocio no deja de refinar a algunos, y disponer de aperos humanos será aprovechado por ellos para desprenderse de la necedad mágica e inaugurar una perspectiva científica en la consideración de los asuntos; pero tanto el ingenio técnico como el propio músculo del esfuerzo viven sumidos en el letargo que les impone la propia esclavitud, y el estado material de cosas sólo permite en realidad pasar de la vida salvaje a civilizaciones sintetizadas con la barbarie. Nueve de cada diez productores son involuntarios, nueve de cada diez fiestas son combates de gladiadores que regala al pueblo la magnanimidad de su emperador. Sustentada a fin de cuentas sobre un acto mágico-bélico –el de postular como independiente nominal al dependiente real-, un Imperio surgido para asegurar el crecimiento sostenido de individuos y recursos asegura más bien la contracción del producto, y una secuencia de críticas al modelo esclavista.

La primera “conciencia” o “figura” de esa revisión es el estoico, alguien enriquecido por la “disciplina del servicio” que “orienta su acción a ser libre, tanto sobre el trono como bajo las cadenas”49. Con él aparece una regla de pensamiento tan válida para el esclavo Epicteto como para su discípulo, el emperador Marco Aurelio, seguidores ambos de un comerciante fenicio como fue Zenón de Citio (334-262 a. C.), movido a filosofar por los estímulos que le ofreció la industria editorial ateniense cuando quiso informarse sobre Sócrates. Durante ocho siglos, la conciencia estoica repite sus tesis: lo divino es el universo concreto, que gobernado por su hado o destino ofrece pautas de “acción oportuna” a quien estudie lógica, física y ética, aprendiendo a superar el dolor con “fortaleza”. Esa meta de impasibilidad corresponde a un tiempo de “universal miedo y servidumbre, aunque también de una cultura universal”50 sostenida por el derecho romano, y encuentra su maduración en un llamamiento a trascender los límites prescritos a cada cuna. El estoico quiere guiarse por la naturaleza (physis), que concibe a su vez como una dinámica esencialmente evolutiva, y la dualidad amo-esclavo le parece algo tanto más depravado o antinatural cuanto que añade una escisión arbitraria al delirio de querer inmovilizar el curso del mundo.

Por otra parte, esta superación de la iniquidad está inmersa en ella, y el oficio más común del estoico es ser funcionario o gestor privado. Otras escuelas de virtud consideran que cultiva un denuedo lindante con la soberbia51, y que balbucea cuando trata de explicar el mundo -o la propia conducta-, aunque alegue la razón como kriterion. Su querer tener fortaleza nada puede contra la inhumanidad que gobierna el orden social, y desesperar del estoicismo engendra al escéptico, porque suspender (“poner entre paréntesis”) el asentimiento o rechazo es más realista que vencer al dolor en pugna directa. La cultura se descubre determinada por ideas aunque inconsciente de ello, y al pasar de los conceptos como cosas a su inverso el escepticismo descubre la energía y libertad del pensamiento, que hace y deshace el mundo a despecho de sus crédulos actores, ofreciendo a la conciencia un albergue más firme y veraz que el suicidio, actual o diferido, del corajudo estoico. Amanece con ello alguien como el junco o la espiga, que cede ante el vendaval para recobrarse de seguido, porque ha aprendido a matizar cualquier destino con distancia estética, poniendo inteligencia allí donde otros se atropellan queriendo imponer alguna voluntad, y hasta qué punto ha elegido el camino más fértil lo demuestra su capacidad para hacer observaciones tan oportunas como ingeniosas sobre lo real y lo irreal.

El estoico debe ser férreo por dentro y por fuera –no en vano tiene al sufrido Hércules como santo patrón-, mientras el escéptico se educa en un arte menos marcial y más sutil, Pero su forma de descartar el sentimentalismo y la barbarie, todavía “inmediata”, no puede rehuir un discurso donde tesis opuestas exhiben la misma fuerza lógica y suscitan “antinomia”. De esa parálisis conceptual viene “proclamar la nulidad del ver y el oír mientras ve y oye, declarando lo nulo de las éticas sin perjuicio de erigirlas en poderes de su conducta”52. Negar en su sentido no es realmente negar sino algo más próximo al cinismo, y la sociedad esclavista está preparada para dejar atrás el imaginario pagano con el híbrido de coraje estoico e independencia escéptica que es el cristiano original (la “conciencia infeliz”), donde “lo que antes era repartido entre el amo y el siervo se resume en uno solo”53. Más precisamente,

“En el estoicismo la autoconciencia es la simple libertad individual. En el escepticismo esta libertad se realiza destruyendo las determinaciones de la existencia determinada, pero más bien se ve arrastrada a ser doble. La disyunción que antes aparecía repartida en dos singulares, el amo y el siervo, se resume ahora en uno solo que encarna la autoconciencia duplicada esencial para el concepto del espíritu, pero no aún en su unidad, y la conciencia infeliz asume la esencia exclusivamente contradictoria”54.

Esa esencia parte de que la Encarnación y su tormento han redimido a la humanidad, ofreciendo otro mundo –tan eterno como enteramente feliz- a quienes se comprometan con un ánimo de amor mutuo, y mientras los señores temporales no desprecien tal dogma serán delegados de Dios en la Tierra. Por otra parte, servir a semejante deidad es aborrecer el luxus y su luxuria, querer trascender cuanto antes el más acá concupiscente para pasar al Cielo, y aunque nada ayude mejor en tiempos de penuria extrema no deja de condenar al desgarramiento, porque el impulso vital sigue apegado a aquello que afecta aborrecer hasta el pórtico mismo de su agonía. El estoico representa una variante del gladiador; el escéptico alguien liberado sólo verbalmente, al borrar de su léxico el verbo “creer”, y la nueva figura del espíritu ofrece un destino tanto más generalizable cuanto que resignada a la mansedumbre crédula: el reino de la cuna no se altera, aunque amo y siervo oficiarán como monaguillos iguales en cada misa, arrodillados ambos a la espera de un Juicio que interrumpa al fin la crónica estación de hambre y frío. La existencia eremítica es una opción menos deshonrosa que la mera esclavitud, o que incorporarse a las masas de errantes llamadas vagaudas55, y con la beatificación del santo se confirma que dios se hizo hombre, un paso indirecto aunque gigantesco para instar una vuelta a la cohesión social. Por lo demás,

“su pensamiento sigue siendo un informe resonar de campanas o un cálido vapor nebuloso, una música que no llega a concepto […] El ánimo se siente a sí mismo pero sólo dolorosamente, como desdoblamiento entre la vida y su trascendencia que es el movimiento de una infinita añoranza […] del más allá inasequible, que huye cuando se le quiere captar, y en realidad ya ha huido56.

Que los últimos acabarán siendo los primeros, añadido a la promesa de que el cielo y el infierno serán independientes por completo del rango social, sostiene el llamamiento más duradero a sustituir libertad por obediencia. La protección dispensada por los señores materiales y espirituales, eco de la protección dispensada a todos por el Omnipotente, es infinitamente más generosa que lo devuelto por el protegido en forma de sumisión y trabajo, y sobre esta tesis descansa todo. La conciencia redescubre un punto fijo que descartaría evoluciones ulteriores, limitando el movimiento o al valle de lágrimas terreno o a su término apocalíptico. Pero el devenir no da tregua al pretendido ser, y el esquema de los dos mundos sólo puede desembocar en la afrenta de una Iglesia propiamente santa y una Iglesia señorial, que alterna genuina mortificación con penitencia aparente, y mientras por una parte dice “morir porque no muero” añade por otra el cinismo de vender indulgencias plenarias y bulas. Aunque cada humano es invitado a considerarse amo y esclavo al tiempo, se trata de una reunión sólo emotiva y sintetizada con histeria ascética, que arrastrada por el énfasis se lanza a conquistar el único sepulcro cuyo finado no debe seguir ahí, o todo el dogma sucumbiría.

“La evolución, que en la naturaleza es un sereno crear, resulta para el espíritu una lucha dura e infinita consigo mismo. Quiere alcanzar su propio concepto, pero él mismo se lo oculta, y en esa alienación se siente orgulloso y colmado de dicha”57.

La Fenomenología prosigue exponiendo figuras de esta tensión (la conciencia noble y la conciencia vil, la buena conciencia y la hipocresía, el santo y el sabio, el intelectual y el científico, etcétera), pero exponerlas abusaría del espacio disponible aquí, al no compensarlo con nociones propiamente nuevas. Habernos detenido en la filosofía hegeliana nos ayuda ante todo a precisar dos cosas pertinentes para la fase ulterior de nuestra historia. Primero, que Spencer y Darwin parten de ella –siempre a través de exposiciones más o menos simplificadas- para sustituir el llamado “fijismo” imperante por una idea dinámica de lo real. Segundo, que para todos los herederos mesiánicos de Robespierre y Babeuf el planteamiento “dialéctico” permite deslindar la revolución de algo emprendido por pobres gentes airadas, y concebirse como acto de reinventar racionalmente la vida social. La victoria ineluctable del siervo sobre el amo es el punto de partida para Marx, que se distingue de previos reformadores ebionitas por dominar el aparato analítico-analógico del maestro, y puede así construir la primera economía política no lastrada por una variante u otra de fijismo.

De este modo, una obra volcada sobre la reconciliación interna y externa del ser humano58 justificará la forma argumentalmente más elaborada de su discordia. Lo que en Hegel es necesidad de la libertad, atemperada como conciencia de la necesidad, va a transformarse en determinismo o necesidad pura y simple, concentrada en la tesis de que el último será el primero. Las cuatro décadas que median entre la Fenomenología y el Manifiesto Comunista encierran un universo de acciones y reacciones imprevisibles, y el máximo sabio sobre la evolución del credo cristiano59 no imagina que una variante “dialéctica” del comunista evangélico esté preparándose para superar la sociedad comercial. Nada puede serle más ajeno que lo evidente para nosotros; esto es, que a la formidable y duradera eclosión del capitalismo sigue una no menos formidable y duradera eclosión del socialismo.

Por lo demás, un profesor digno se compromete con lo contrario del vidente profético, y él ha subrayado como nadie hasta entonces que lo verdadero es siempre algo obtenido a posteriori, pendiente de una realidad que se hace continuamente a sí misma. Sólo le ha faltado prestar atención al fenómeno de la producción en masa, gracias al cual -y por primera vez en la historia humana- se plantea el peligro sistemático de crear una oferta de bienes superior a la demanda. Distintas respuestas a ese mismo fenómeno serán las formas sucesivas del socialismo, y terminar el repaso a las ideas sobre el movimiento en abstracto llamar a mirar un instante hacia los focos concretos de movimiento. Hegel y Ricardo, prototipos del criterio evolutivo y el emanativo respectivamente, nacen con dos años de diferencia y mientras construyen sus obras despuntan las primeras ciudades industriales inglesas, donde su disputa teórica sobre un predominio de la destrucción o la creación se convierte en el más práctico de los asuntos.

3. El caso de Manchester

Sir R. Arkwright (1733-1792)60 nació de padres tan míseros que no pudo asistir siquiera a la escuela primaria, y aprendió a leer gracias a una tía. Más adelante, siendo aprendiz de barbero, descubrió que le apasionaban los negocios tanto como la mecánica, y al cumplir los treinta años –cuando pudo fundar una empresa de pelucas- el hecho de moverse por todo el país comprando pelo le permitió conocer a algunos pioneros de la industria local, que trabajaban ya en el proyecto de convertir el algodón en gran materia prima textil. Asociado a tales fines con un relojero y con el ingenioso Th. Highs, algunos meses de robarle muchas horas al sueño desembocaron en una manera de sustituir el giro manual del tejedor por un cilindro metálico, y desde 1769 instala un taller movido inicialmente por caballos que algo después empleará fuerza hidráulica. De allí saldrán las primeras piezas hechas de algodón exclusivamente, que iban a ser calcetines. Aunque su empresa requiere una financiación descomunal para lo acostumbrado en otros negocios, y un talento específico para organizar el trabajo de cuadrillas descomunales también, saca adelante ambas cosas y en 1775 patenta su invento como “cardadora de Arkwright”. Monta a continuación en Manchester el primer taller con más de mil operarios, y una década más tarde las fábricas que explotan su idea dan empleo a un número treinta veces mayor.

La furia tecnófoba del movimiento luddita –que disuadió ya a Hargreaves, el primer inventor de una cardadora- arrasa las instalaciones más nuevas de Arkwright en 1779, y seguirá hostigando ocasionalmente, pero este empresario es una fuerza telúrica que a la hora de morir tiene una de las mayores fortunas del país, a despecho de haber perdido en 1785 su patente tras un juicio célebre, al demostrarse que copió en realidad a su socio Highs. Nadie duda, por lo demás, de que ha descubierto toda suerte de procesos paralelos para la producción textil, y al año siguiente la Corona le nombra par del reino y sheriff del condado, viendo en él al “hombre capaz de reunir el trabajo de muchos”. Entre sus diseños están la fábrica escocesa de New Lanark -de la cual partiría la gloria de Owen, el primer “socialista”-, y un régimen laboral que iba a generalizarse. Empleando preferentemente a familias con hijos –a quienes daba trabajo desde los diez años-, inauguró la puntualidad estricta, completando su oferta de salario y vivienda con una semana anual de vacaciones pagadas61.

La evolución urbana

Tras convertirse en Cottonopolis, y empezar a abastecer al mundo entero de sábanas, toallas y fundas de almohada ante todo, Manchester experimenta un dramático empeoramiento cuando derrotar a Napoleón se revele ruinoso a corto y medio plazo, disparando a la vez carestía y una carrera a la baja en el jornal de los tejedores, que llega a caer hasta una tercera parte (de 15 chelines a 5)62. Esto basta y sobra para alimentar el más agudo de los descontentos, pero deriva de un factor objetivo como que la actividad económica merme mientras la mano de obra crece, y lo realmente intolerable para su ciudadanía –y la de Birmingham, Leeds, Bristol y otras ciudades industriales del norte- es una legislación proteccionista (las Corn Laws de 1815) que encarece sensiblemente el precio del grano, unida al hecho de que ninguna tenga una representación en el Parlamento vagamente acorde con su entidad. En 1819 el malestar de proletarios y clases medias se concreta en la mayor manifestación de la historia inglesa hasta entonces, que reúne un mediodía soleado de agosto a unas 70.000 personas de todas las edades en la plaza de St. Peter y termina con la llamada masacre de Peterloo, donde mueren unas quince personas y varios cientos resultan heridos. Las únicas tres banderas autorizadas por el comité convocante63 fueron “Representación o muerte”, “No al arancel del grano” y “Sufragio por circunscripción”.

Por otra parte, a los malos tiempos siguen otros mejores, que no sólo arrojan como resultado más empleo sino sucesivas transformaciones de la actividad manufacturera. En 1835, a medida que los talleres textiles se están convirtiendo en fábricas de maquinaria e industria química, los bancos de la ciudad empiezan a ser los más emprendedores del mundo, y en 1840 la asfixiante atmósfera se alivia exportando el grueso de la polución a periferias64. El destino de la ciudad es consolidarse como centro financiero, que sostiene a su vez un tejido de ingeniería especializada y pioneras empresas de servicios. Peterloo ha sido en realidad el punto de partida para la reforma de 1832, cuya punta de lanza ha sido el movimiento originalmente manchesteriano del Cambio Libre, que deroga las Corn Laws y reorganiza las circunscripciones electorales de todo el país65. En lo sucesivo va a servir de núcleo para lo más avanzado en negocios y para lo más avanzado en ideas, centro de los liberales y cuna del partido laborista, sede del primer congreso nacional de sindicatos, y sede originaria de las sufragistas.

En 1809 pasaba por ser el mejor lugar de Inglaterra para abrir una empresa, y en 2009 sigue mereciendo ese título según alguna encuesta. Al llegar la segunda ola industrial, que ya no se centra en el textil sino en desarrollar minería y siderurgia, parte de sus inventores-fabricantes se concentra en una revolución de las comunicaciones. Con capital privado de la ciudad se tiende la primera vía férrea mundial, que la une a Liverpool, mientras otros ingenieros pasan de abrir canales menores a la titánica y no menos privada empresa de construir un canal con capacidad para trasatlánticos y grandes cargueros de casi 60 kms., una obra de la cual emerge como activo puerto marítimo. Incorporarse precozmente a la industrialización supuso evolucionar antes también hacia empresas más sofisticadas, y un eco de los antiguos logros en infraestructuras son instituciones como su Metrolink, una red de transporte público gratuito para el centro urbano.

La luctuosa manifestación de 1819 había invitado como orador único a H. Hunt, un empresario conocido entonces por su elocuencia y su radicalismo democrático, que se avino a correr los previsibles peligros porque –como le escribió uno de los organizadores- “aquella gran muchedumbre reunida en la plaza de St. Peter podría contribuir a llamar la atención hacia un distrito devastado por la ruina y el hambre”. Hunt pagó su atrevimiento con treinta meses de cárcel, y bien pudo sucumbir a manos de algún sable o debido a la causa más habitual de muerte en Peterloo, que fue ser atropellado por los caballos y la propia multitud despavorida. Sin embargo, la furia de aquella masa descontenta no iba a seguir los derroteros de la parisina, aunque hubiese sido en realidad mucho más provocada, y esto sólo puede atribuirse a que ni ella ni su tribuno66 desesperaron nunca de imponer pacíficamente ciertas reformas. De París, gran capital de la cultura, partió la política de hechos consumados que se ofrece como redención del sans-culotte. De Manchester, gran capital de la industria, parte una combinación de labor party y liberalismo. Aunque las clases trabajadoras inglesas sean las más numerosas con mucho, no hay modo de que prenda en ellas ni en sus jefaturas el furor destructivo.

Tres décadas después de la masacre -cuando la ciudad se prepara para construir el gran canal y Engels ha publicado ya en 1844 su libro sobre la clase trabajadora del lugar-, Manchester alberga barrios míseros sin dejar tener también la renta per capita más alta del país. Cinco siglos antes, Florencia o Amberes brotaron como instalaciones fabriles que acabarían convirtiéndose básicamente en núcleos de investigación y financiación, y lo mismo observamos aquí. El único negocio estable es hacer negocios, pero los caballos de fuerza se emplean ahora a una escala descomunal en comparación con cualquier precedente, y el primer reflejo de rendimiento es que la población pueda doblarse sin perder capacidad adquisitiva.

 

NOTAS

1 Cursos de Jena (1806), alocución final al alumnado.

2 Sobre Ludd, véase vol. I, pág. 448.

3 Salvo –como vimos- en épocas de intensa recesión como el Bajo Imperio romano y los siglos oscuros del medievo, donde las ciudades van despoblándose y sólo la fertilidad natural del agro ofrece oportunidades de supervivencia.

4 Véase más adelante, págs. 61-63.

5 Hijo del matemático Lazare Carnot, distinguido también como miembro del Comité de Salud Pública. Mencionarle trae a colación la cosecha de talento científico que reúne entonces la Escuela de Altos Estudios en París. Sadi Carnot tuvo como colega a Coriolis, y como profesores a Fourier, Gay-Lussac, Poisson y Ampére, entre otras eminencias.

6 Carnot 1824, pág. 61.

7 Ibíd, págs. 106-107.

8 Aristóteles, Física V, 225 b - 226 a. El movimiento se define allí como “realización”, paso de alguna potencia (dynamis) a un acto (energeia). Tener naturaleza (physis) es, por eso, estar inmerso en la inquietud del automovimiento.

9 Heráclito, DK 124.

10 Zenón de Citio, en Cicerón, De nat. deorum, II, 22.

11 Heráclito, DK 84.

12 Cf. Newton 1987, p. LXIV.

13 Sus Philosophiae naturalis principia mathematica (1687) son explícitos en este sentido: “Rige todas las cosas no como alma del mundo sino como dueño de los universos. Y debido a esa dominación suele ser llamado señor dios, pantocrátor, o amo universal. Pues dios [dominus] es una palabra relativa que se refiere a los siervos, y deidad es dominio de dios no sobre el cuerpo propio –como piensan aquellos para los cuales dios es alma del mundo- sino sobre siervos.[…] Así como un ciego no tiene idea de los colores, así carecemos nosotros de idea sobre el modo en que el dios sapientísimo percibe y entiende todas las cosas, estando radicalmente desprovisto de todo cuerpo y figura corporal […] Le admiramos por sus perfecciones, pero le veneramos y adoramos debido a su dominio, pues le adoramos como siervos” (Newton 1987, págs. 619-620, minúsculas suyas).

14 Newton ibíd., pág. 620.

15 Helvecio 1984, pág. 95.

16 La coincidencia primaria de ambas escuelas es postular el mundo natural como cárcel (sema). Para el neoplatónico, sin embargo, la fuga de substancia se prolonga eternamente, mientras el gnóstico pronostica uno o varios colapsos cósmicos. Sobre su modelo más carismático -la cosmología de Mani- tuvimos ocasión de hacer algunas precisiones; cf. vol. I, págs. 193-195.

17 El predominio del adjetivo, que informa expresiones roussonianas como “verdadera libertad”, y “auténtica verdad”, lo llevó Plotino a su apogeo definiendo lo espiritual como “la parte más verdadera del ser genuino” (Enéada VI, I).

18 El primero, como se recordará, establece que la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma.

19 Cf. Gleick 1987, y Prigogine 1991. Una información actualizada puede encontrarse en entropylaw.com.

20 Se está refiriendo a las lecciones del periodo de Jena (1803-1806), cuando era profesor no numerario y más de la mitad de sus ingresos venían de la tarifa individual pagada por cada alumno, que no llegaban a la cincuentena sumando los de Lógica y Metafísica y los de Matemáticas y Filosofía de la Naturaleza; cf. Ripalda, en Hegel 1984, pág. XL.

21 A. Gabler, en Hegel 1984, págs. XLIII-XLV.

22 “Lo verdadero es el todo. Pero el todo es sólo la esencia que se completa mediante su desarrollo. De lo absoluto hay que decir que es esencialmente resultado, que sólo al final es lo que es en verdad” (Hegel 1952, pág. 16, subrayados suyos). De ello deducirá I. Berlin en 1952 que “el realismo hegeliano es adoración del poder […] fuente de los héroes de Carlyle o del superhombre nietzscheano” (Berlin 2002, pág. 95), proponiendo no sólo una banalidad sobre “el poder” sino confundir a Hegel con Fichte. Él mismo se corrige algunas páginas después, reconociendo que con Hegel “aparece una nueva historia, la historia de la interconexión entre todas las cosas, que inventa la idea misma de historia del pensamiento” (Ibíd., pág. 99).

23 En definitiva, todo juicio de la forma x = x, o de la forma x = y, sustituye por un signo de igualdad cierto “tránsito” de lo uno a lo otro, cuyo detalle sólo merece omitirse si x e y son meros símbolos. En cualquier otro caso, o bien lo simbolizado por x “vuelve sobre sí mismo” o bien se convierte en y, invitándonos a exponer cierto devenir o “hacerse”.

24 Sus principales lecturas en este campo parecen haber sido fundamentalmente el tratado de Smith y los Principles de Steuart; cf. Hegel 1984, págs. 327-328.

25 Los cursos de Hegel sobre filosofía de la historia ofrecerían la matriz del “concepto de continuidad”, que permite a las ciencias humanas superar el doctrinarismo; cf. Marshall 1920, pág. XV.

26 Hegel 1967, pág. 28. También puede decirse que hasta alcanzar la plenitud de cada resultado práctico “la virtud va siendo vencida por el curso del mundo […] al basarse solamente en palabras, que elevan el corazón y dejan la razón vacía” (Hegel 1952, p. 229).

27 Hegel 1952, págs. 27-28.

28 El existente es textualmente Dasein, un “ser-ahí” opuesto al ser abstracto o puro (que la Ciencia de la lógica equipara por su vaciedad con la pura nada). ha planrteado de las imaginadas por la densidad ilimitada de su e sin m.

29 Hay una literatura copiosa sobre la traducción de Aufhebung, que Ortega por ejemplo vertía como “cancelación”. Quizá no sea ocioso recordar que en alemán todos los sustantivos se escriben con mayúscula.

30 Hegel 1963, p. 45. Quienes se obstinan –como Popper- en ver a Hegel como un platónico podrían leer con aprovechamiento las líneas inmediatamente previas a esta frase, en el párrafo final del Prefacio a la Filosofía del derecho: “En todo caso, el saber viene siempre demasiado tarde. Como pensamiento del mundo, sólo aparece cuando la realidad ha terminado el proceso de su formación. Aquello que el concepto enseña la historia lo muestra con la misma necesidad, pues sólo en la madurez de los seres aparece el ideal enfrentado a lo real […] Cuando la filosofía pinta su gris sobre el gris una manifestación de la vida acaba de envejecer. No podemos rejuvenecerla con pintura, sino tan solo conocerla”.

31 Hegel 1967, pág. 82.

32 Luego dirá en una carta: “Ver a ese alma del mundo concentrada en un único punto del espacio fue una extraña impresión” (Hegel, en Berlin 2002, pág. 97).

33 De hecho, Hölderlin sucumbe a la demencia inmediatamente después de la batalla y el saqueo de la ciudad, dejando escritas las famosas líneas: “Lleno de méritos, pero sólo como poeta / habita el hombre sobre esta tierra”; cf. Hölderlin 1967, pág. 939.

34 “La historia es el devenir que sabe […] y aunque cada nueva figura debe recomenzar como si lo previo nada le hubiese enseñado sí conserva el recuerdo, y empieza así cada vez desde una etapa más alta” (Hegel 1952, p. 472-3, subrayados suyos).

35 Tras la Fenomenología, donde surge por primera vez, la expresión reaparece en sus cursos sobre historia de la filosofía, historia de la religión e historia universal.

36 Así se define en la Fenomenología. En la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, y en la Ciencia de la lógica, el concepto del espíritu (llamado también “idea” y “razón”) coincide con el de intelecto agente o nous aristotélico, que es inteligencia diseminada cósmicamente como forma (morphé) de cada materia.

37 Sería desviarse demasiado entrar en ello. Baste indicar que es “comprender lo verdadero no sólo como substancia sino como sujeto” (Hegel 1952, pág. 15), atribuyendo a la existencia en general el destino de ir desde el “en sí” al “para sí”. No hallamos ese impulso a una identidad subjetiva en los principales maestros reconocidos por Hegel, que son Aristóteles y Spinoza, pero sí en el philosophus teutonicus -que es como llama al místico J. Böhme (1575-1624)-, y por supuesto en la historia sagrada cristiana, donde el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son inseparables del “ser para sí” o “reconocido”.

38 Kojève 1947, pág. 555.

39 Lo ha escrito hacia 1802, en el fragmento llamado “sistema de la moralidad”; cf. Kojève ibíd., págs. 556-557.

40 Hegel 1952, pág. 24.

41 Más en concreto, un alma nacional resurgida hace poco –impulsada, entre otras cosas, por las investigaciones sobre derecho germánico del barón F. K. de Savigny-, encuentra su altavoz patriótico en dos obras de Fichte como los Discursos a la nación alemana y El Estado comercial cerrado. Exaltar el alma común, y “clausurar” el Estado, son la cara y la cruz de un programa para revivir la virtud pública jacobina. En términos fichteanos, si los tribunos franceses se vieron forzados al holocausto fue porque Francia era un territorio subordinado a suministros externos, en vez de comercialmente autárquico.

42 Hegel 1952, págs. 344-347. Subrayados suyos.

43 Hegel 1952, pág. 113.

44 Schumpeter 1995, p. 455.

45 Hegel 1952, pág. 109.

46 Gallineros y palomares, como descubrirían más tarde los etólogos, se organizan en torno a la llamada jerarquía del picotazo, un orden donde cierto individuo pica a todos sus compañeros sin sufrir lo propio, otro es picado por todo el resto sin rechistar, y el resto se gradúa desde el segundo líder al penúltimo paria. Cf. Lorenz 1980, passim.

47 Hegel 1952, págs. 117-118. Subrayados suyos.

48 Ibíd., pág. 118.

49 Ibíd., pág. 123.

50 Ibíd.

51 Desde Zenón, que se estrangula cuando cree llegada su hora, hasta la mucho más truculenta muerte de Séneca, narrada por Tácito en sus Anales, los héroes estoicos se dejan como mínimo morir de hambre antes de tolerar que la muerte se les anticipe.

52 Hegel 1952, pág. 127.

53 Ibíd., 127.

54 Ibíd, pág. 127-128.

55 Véase vol. I, págs. 111, 173, 195, 206, 301.

56 Ibíd., pág. 132.

57 Hegel 1967, pág. 51.

58 A esa superación de las escisiones –en concreto de las implícitas en el rigorismo moral, el despotismo ilustrado y el sempiterno cinismo-, se encaminan expresamente sus Principios de la filosofía del derecho (1821).

59 La reflexión juvenil de Hegel incluye cuatro importantes ensayos teológicos, publicados sólo en 1907. Su obra madura comprende los siete volúmenes agrupados como Lecciones sobre filosofía de la religión, con capítulos adicionales distribuidos por otras partes de la Fenomenología del espíritu, la Filosofía del derecho, las Lecciones sobre filosofía de la historia universal, la voluminosa Historia de la filosofía y las no menos voluminosas Lecciones sobre estética.

60 Para los datos siguientes me apoyo en el Oxford Dictionary of National Biography, voz “Arkwright”.

61 Los cottages que construyó para tejedores destacan hoy, dos siglos y medio después, como predios no sólo muy robustos sino bellos. Alguna buena foto ofrece thornber.net/cheshire/ideasmen/arkwright.

62 Para lo sucesivo, cf. Kidd, 2006.

63 Que pertenece a la Unión Patriótica de Manchester, y está formado por un empresario textil, un director de periódico y un zapatero.

64 Primero a Bolton, luego a Oldham.

65 Concretamente, el Parlamento se aligera de 143 escaños y crea 135 nuevos, derogando la vigencia de los llamados burgos podridos, cuya población no justifica sus sufragios.

66 Aunque fue más tarde miembro del Parlamento durante una legislatura, vivió siempre como hombre de negocios. Entre ellos estuvo fabricar carbón sintético, betún para el calzado y, sobre todo, unos Polvos de Desayuno recomendados como sustituto del café y el té. Desde 1832, al cesar la histeria represiva desatada por Peterloo, aprovechó los envases de sus productos para hacer propaganda del sufragio universal. Las apasionantes Memoirs de Hunt se encuentran online gracias al Project Gutenberg.

 


A la venta el Tomo I

LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO
Una Historia Moral de la Propiedad

Espasa - Calpe 2008
Lengua: Castellano
Encuadernación: Tapa dura
ISBN: 9788467029772
1ª Edición
Año de edición: 2008
Plaza edición: Madrid