LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

XXVIII. RECONSIDERANDO EL PROGRESO (II)

“A veces la tarea del análisis es difícil por la naturaleza de sus problemas, como en caso de la mecánica ondulatoria. Otras veces las dificultades no están en las cosas, sino en nuestras cabezas”.

J. A. Schumpeter1

Junto a esa bifurcación del liberalismo, las primeras décadas del siglo XIX ofrecen también la persistencia del espíritu romántico y un periodo de gloria para el principio de lo útil, “que es el fondo mismo del entendimiento inglés y el referente instintivo de todos sus pensadores, ya sean conservadores o demócratas, comunistas o partidarios de la propiedad individual y hereditaria, proteccionistas o proclives al librecambio”2. A medida que Inglaterra se destaca como gran superpotencia planetaria, una utilidad que hasta entonces ha sido sinónima de pensamiento no doctrinario –el de Hume, Smith, Ferguson, Steuart e incluso de Quincey- se transforma en credo utilitarista, indiscernible a su vez de una religión que parece providencial para guiar al ateo y al agnóstico. Se trata de llevar a la conciencia algo que el mundo ha consumado ya en inmensa medida, pero quienes asumen esa tarea son ajenos aún a que sus cambios exigen pasar de lo absoluto a lo relativo.

Al otro lado del río, el espíritu romántico carga de un modo u otro con la tradición que el capitalismo industrial está borrando. Se siente violado por “las oscuras fábricas satánicas” (Blake) y las “monstruosas máquinas” (Shelley), contempla la mecanización como un avasallamiento de lo excelso a manos del prosaísmo “disolvente” y plantea una “rebelión del sentimiento contra la fría razón, del impulso espontáneo contra la lógica de lo útil, de la intuición contra el análisis, del ‘alma’ contra la inteligencia”3. Por su parte, el programa utilitarista recaerá sobre cinco niños-prodigio4, que pretendiendo no abordar asunto alguno sin encontrarle antes su “principio” –para luego “deducir” todo de ello- se imponen el modo más retorcido y dogmático de transmitir experiencia5. Sin embargo, esa regla no deja de ser pertinente cuando toca lidiar con el llamamiento a la razón irracional o sublime, y los utilitaristas demuestran su compromiso con el realismo estudiando el tema complejo y oscuro por excelencia que es la economía política. Por lo demás, resulta frecuente ser políticamente romantic y éticamente utilitarian, pues el pesimismo reúne aunque sea de modo subterráneo a los adversarios, y sólo el abismo estilístico priva a esa evidencia del primer plano.

1. Lo sublime y lo útil

En efecto, el genio romántico explota lo bombástico del silencio atronador, el hambre de inapetencia, la belleza de lo deforme o la “auténtica verdad”, recurriendo ora al oxímoron ora al pleonasmo, mientras el utilitarista emite un discurso no apoyado sobre la profusión de adjetivos, y presidido casi siempre por desidia o incompetencia literaria. Al desencanto grandilocuente añade un desencanto pedestre, y ofrece al lector del momento el contrapunto entre la aridez de lo plano y la amenidad de acantilados melodramáticos como los abiertos por Coleridge, que lanzándose a narrar “el tormento del horror desnudo” inaugura el relato gótico, favorito del público durante un par de generaciones. En un ámbito lo tétrico irá extremándose hasta alcanzar cumbres como Poe, en el otro el mundo se descubre sujeto a una ley de rendimientos decrecientes, dos modos en buena medida obsoletos hoy para describir el malestar ante la sociedad industrial. Pero una combinación de ambas actitudes -tanto más notable cuanto que impensada- articula sentimental e intelectualmente la resurrección del proyecto comunista, imponiéndonos averiguar algo más sobre cada una.

Variantes del nuevo conservador

Cierto día, el barón J. Bentham (1748-1832) descubrió que “la Naturaleza nos ha sometido al placer y el dolor como amos soberanos”, y que el único “principio” moral inatacable es “máximo placer para el mayor número”. Desarrollar esa iluminación le hará ver que hay doce dolores y catorce placeres nucleares, imponiéndole al tiempo la tarea de reconstruir las costumbres y leyes vigentes con un álgebra de la felicidad o felicic calculus6. “Mi tarea”, dirá cuarenta años después, “iba a ser superar el sistema abominable donde tuve la desdicha de vivir”, una larga égida de “ascetas, místicos y clérigos dedicados a atormentar a los vivos, so pretexto de beneficiar a quienes no nacieron y quizá no nazcan”7. De ese proyecto parte la montaña de volúmenes agrupada como Principles of Morals and Legislation, cuya Introducción aparece en el verano de 1789, coincidiendo con la toma de La Bastilla, y es un hito por ser el primer ataque incondicional al proceso revolucionario francés, en momentos donde buena parte de Inglaterra lo apoya y admira.

Ha de transcurrir un año para que el conservadurismo inglés produzca las Reflexiones sobre la revolución francesa de E. Burke (1729-1797), que no es un tory como Bentham sino un whig8, aunque profesa la misma idea de lo racional como utilidad o interés común (general advantage). Su carrera política ha empezado con una defensa de los colonos norteamericanos y la democracia representativa; pero bastante antes de ocurrir las mayores atrocidades –en 1790- sospecha que “ha vuelto a estallar la vieja ferocidad parisina”9, y sobre esa premonición construye lo fundamental del pensamiento político reaccionario. A diferencia de Bentham -que es un noble de sangre con mentalidad de minorista, y empieza detestando visceralmente la democracia-, él apoya “una aceptación de las instituciones [democráticas] reinantes” desde Cromwell. De ellas deduce que “la innovación presupone un temperamento egoísta y estrechas miras”, y que el poder hereditario de lo ya juzgado (prejudice) “convierte la virtud en hábito”. Su lema -preservar y renovar, no innovar- topa casi de inmediato con el Derechos del hombre de Paine, y con una reacción instructiva de la vieja guardia. Adam Smith no comulga con el “prejuicio”, pero piensa que Burke es quien mejor ha entendido su sistema económico, y a Gibbon le parece “el loco más elocuente y racional de cuantos haya conocido”10.

A diferencia de Burke, que se mantendrá fiel a su lema, Bentham tendrá tiempo para cambiar algunos aspectos de su ideario político, pues algunas experiencias fallidas como reformador le convencen de que la aristocracia es por esencia hostil al cambio. En 1810 sorprende a su secretario y portavoz, J. Mill, reprochándole “no detestar la opresión tanto por amor a la mayoría como por odio a la minoría”11, y tras convertirse a la democracia acaba siendo elegido por el burgo londinense de Westminster. Siete años más tarde, ya anciano, redacta su Radicalism not Dangerous para deslindar al “radical intelectual” del “comunista”, pues podría inducir a equívoco tener en común la regla de “que nadie cuente sino como uno, y no más de uno”. Décadas antes ha apoyado el comercio con una Apología de la usura como vehículo de progreso, y la audacia de su prosaísmo brilla en propuestas como abolir la pena de muerte12, defender la igualdad jurídica femenina13, los derechos de los animales, el divorcio, el homosexualismo y el sufragio político secreto.

La disciplina del placer

Por otra parte, Bentham escribe más deprisa de lo que su mano permite, usando una especie de estenotipia colmada de neologismos14 donde puede comenzar doce párrafos seguidos con “La mayor felicidad del mayor número exige…”, para acabar “deduciendo” de ellos que “todo proyecto de ley debe ser obra de una sola mano”15, casualmente la suya. En 1811 escribe cartas de unas doscientas páginas al presidente norteamericano, al zar de Rusia y al gran duque de Polonia, ofreciéndose como Solón de sus respectivos países:

“Les ofrezco un cuerpo legal completo en forma de ley estatutaria, en una palabra, un Pannomium […] deducido del principio que todo lo gobierna, el principio de la utilidad16.

No necesita haber puesto el pie en estos países, pues sabe “cómo deberían ser las opiniones e instituciones humanas, cuán lejos están de ello, y cómo podríamos transformarlas en lo que debieran ser17. De hecho, desde su iluminación originaria –al percibir el placer y el dolor como “soberanos absolutos”- un sentimiento de clarividencia y misión borra de su escritura la diferencia entre obviedades y conceptos18, y fuera de Inglaterra su éxito será inversamente proporcional al grado de ilustración reinante. En Alemania, Holanda, Italia y Francia apenas conmueve, pero fascina en Rusia y España hasta el extremo de que el zar Alejandro y las Cortes deciden subvencionar la publicación de sus obras. Escribe entonces a un amigo: “Se me considera en todo el universo civilizado como quien deroga todo lo escrito previamente sobre legislación”19. Stuart Mill -que creció junto a él- recuerda cómo “sus doctrinas elevaban la impresión de poder mental, al plantear siempre las cuestiones legislativamente”20, como un reformador que por haber alcanzado el estadio racionalmente superior de lo útil no necesita disertar sobre ideas primitivas como justicia y libertad.

“¿No desea el hombre ser feliz? Luego es deseable la felicidad, y además la única cosa deseable”21.

Sin embargo, lo deseado va ocurriendo puntualmente en distintos tiempos y lugares. Lo “deseable” gira en una abstracción circular, que sin abandonar lo adverbial define la felicidad como placer y el placer como eso mismo. El common sense británico está importando como núcleo ideológico el despotismo ilustrado propuesto en los salones de madame de Pompadour22, la favorita de Luis XV, entendiendo que lo pertinente no es tanto una declaración de derechos civiles como un aparato disciplinario eficaz compuesto por pequeñas e inteligentes coacciones cotidianas, aseguradas por el procedimiento de superar las lagunas del derecho consuetudinario con una legislación escrita de principio a fin, donde las conductas puedan regularse hasta el último detalle. Bentham predica con el ejemplo, mediante una vida cotidiana sujeta a horarios estrictos y minuciosas formalidades, y su iluminación primordial –que lo útil propiamente dicho es lo útil para el “mayor número”- fascina precisamente porque combina de modo inextricable el lugar común y el hallazgo analítico.

La divisa perpetua del hedonismo es que basta no padecer dolor para disfrutar del placer óptimo (“hedoné máxima”), lo cual implica una felicidad humilde o de perfil bajo desconcertante para toda suerte de promesas salvíficas. Desde Epicuro en adelante, ningún seguidor suyo duda de que el placer duradero o sostenible contempla la felicidad del “mayor número”, y si nadie había redactado siete u ocho mil páginas para demostrarlo no podemos atribuirlo a que la cuestión fuese algo indeciso sino más bien a resultar obvia, desde Lucrecio a Montaigne. Que a Bentham le parezca un rayo de luz deriva de su tendencia a fundir el tópico y descubrimiento analítico, pues lo propiamente original es haber convertido la vieja escuela del placer en algo compatible con el autoritarismo, donde ya no es prioritario respetar el fuero interno ni lo espontáneo en general. “Personalista” en vez de individualista, el criterio de la utility ve en las diferencias personales y culturales un estorbo prescindible para reeducar a la humanidad entera, y su rechazo de los sermones al uso sobre un alma nacional o teológica casa admirablemente con las responsabilidades cada vez más cosmopolitas del imperio inglés. Ese hedonismo sin fronteras, adaptado al marco de la sociedad comercial, es lo que Stuart Mill celebrará como aportación imperecedera de alguien a quien empezó identificando con el hombre moderno, y acabó teniendo por un pensador razonable aunque “estrecho”.

La genética es una ilusión

Como todo lo realmente placentero (“útil”) puede ser enseñado y aprendido, lo “abominable” del romántico viene de ignorar una identidad planetaria basada en nuestra común condición de hojas en blanco, preparadas para recibir programas indelebles de acción y abstención. El espiritualismo, con sus iniciativas de automortificación, venera el factor herencia como límite de la voluntad racional, imponiendo un “dogmatismo disfrazado como ley de la naturaleza, sentido moral, rectitud espontánea y frases análogas”23, cuya barbarie es negar que el ser humano sea fruto de una formación, no de alguna esencia fija. He ahí un concepto más o menos fundado, no una obviedad, y pocas tesis serán más innegociables para el ulterior socialismo ni más fértiles como fundamento de una nueva moralidad. Al argumentar el peso infinito de la educación comparado con el de la predisposición, Bentham desemboca en una ética “consecuencialista” o del resultado, que opone a la ética de la intención recién formulada por Kant en su Crítica de la razón práctica (1788), y tiene como rasgo fundamental postular una subordinación de los medios a los fines.

Es, por ejemplo, lícito amenazar a un médico para que atienda a un herido, aunque éste se hubiese lastimado intentando precisamente matar al propio médico, pues la utilidad suprema es la vida. Fiel a dicha pauta, Godwin afirmará algo después que salvar a Fénelon de un incendio -”cuando estaba terminando su inmortal Telémaco”- prima sobre salvar a nuestra propia madre del percance24. Ser un criterio presto a “sacrificar en cualquier momento a uno por la mayoría” lo emparenta en principio con el mecanismo mágico del chivo expiatorio -que es una esponja destinada a absorber cierto mal amenazador para los demás-, pero sería injusto olvidar que Bentham sólo cree en el portento de su propia clarividencia legislativa, y que es un destacado pionero en la oposición a la pena de muerte. Sacrificar la individualidad en aras del bien colectivo, y subordinar los medios al fin, no es un exorcismo ritual ni deriva de otro principio que la propia negación de la herencia como factor determinante. Puesto que el carácter depende enteramente de la formación recibida, individuos y grupos seguirán los dictados del máximo placer para el mayor número si se les inculcan con precisión, empleando técnicas científicas de condicionamiento como la “inspección” y la “corrección”.

Precisamente este punto de la doctrina de Bentham es lo que seduce a Owen, un protegido suyo25, llevándole a definir el libre albedrío como falsedad “cruel” y degradante, defendida por todas las Iglesias al precio de crear o bien fanáticos o bien hipócritas. Dicha postura es un drástico aunque fiel resumen de la ética benthamista, que habría podido costarle caro si la opinión pública no estuviese tan conmovida por su filantrópico y al tiempo realista experimento fabril. Por otra parte, negar las ideas de libertad y responsabilidad suponía negar igualmente las de mérito y castigo, y cuando un amigo de Bentham le advirtió que su nuevo socio era un demente, el Legislador repuso que “no es un loco simpliciter, sino sólo secundum quid26. La fe de ambos en la omnipotencia de la pedagogía se relaciona con dos factores unidos entonces estrechamente; la sensación de poderío evocada por el ritmo del progreso tecnológico, que faculta al entendimiento para imperar sobre todo lo material, y la certeza de estar ante un mundo todavía virgen, donde todo debe y puede regularse.

Ser un hombre de idea fija, como Bentham, hizo que Owen acabara igualmente expuesto a una autoimportancia que revelaría ser su principal adversario, pues leyó siempre muy poco y fue desequilibrándose al propio ritmo en que crecía su gloria27. Espiritista practicante y militante, sus conversaciones con Virgilio, Bacon y otros sabios le convencieron de que la humanidad no estaba en realidad inaugurando una época de abundancia, sino el fin de cualquier escasez. “La riqueza”, escribió en 1830, “puede producirse en cantidades capaces de satisfacer todos los deseos”28, con lo cual los objetos de consumo se convertirán en algo prácticamente tan barato y ubicuo como el agua o el aire. Para entonces la dirección de su empresa textil y su actividad como escritor empezaban a aburrirle profundamente, y decidió canalizar su energía en un proyecto de superar la civilización convencional, que le llevaría a adquirir una gran extensión de tierra en Norteamérica para fundar su comuna Nueva Armonía29.

2. Los deberes de lo sublime

Haber seguido con cierto detalle el golpe de Estado jacobino nos mostró hasta qué punto fue fiel a Rousseau, pionero en la contraposición de libertad “mera” y “auténtica”. Los grandes tribunos de la Convención impusieron esa autenticidad por la senda del terrorismo, y enfriaron con ello durante medio siglo empeños análogos. Con todo, si algo resiste intacto desde Rousseau hasta nuestros días es la libertad como realización y reconocimiento colectivo30, una idea que recobra lo esencial del mesianismo y legitima todas las revoluciones ulteriores de signo totalitario. Robespierre justificó el reinado del Terror para zanjar un conflicto entre soberanía nacional e independencia personal, entendiendo que en un Estado “libre” todo buen republicano debe obedecer sin condiciones al delegado de una volonté générale infinitamente superior al resultado de elecciones. Desde la perspectiva de esa libertad-cumplimiento, piedra miliar de cualquier democracia “auténtica”, la democracia representativa sabotea sus metas al articularse sobre libertades potencialmente sediciosas, como la autonomía o la iniciativa de personas y grupos que optan por mantenerse ajenos al “verdadero” bien común.

J. G. Fichte (1762-1814), prometeo filosófico del movimiento, explica que cuando no están guiadas por la voluntad general esas “licencias particulares” desencadenan el juego de los egoísmos y acaban canonizando una desorientada avaricia, pues la naturaleza humana sólo puede ser auténticamente libre descubriendo la Verdad, y adhiriéndose sin reserva a sus preceptos. Esto sugiere en los Sermones sobre la vida bienaventurada, un libro a caballo entre su caudaloso sistema metafísico31 y la lealtad al jacobinismo, que le lleva a convertirse en portavoz del alma teutónica con sus Discursos a la nación alemana (1808). Ha superado orígenes muy humildes gracias una beca de la nobleza local, se ha hecho célebre alimentando un equívoco32, y poco antes de publicar los Discursos actualiza las propuestas medievales de autarquía económica con El estado comercial cerrado, que es lo más parecido a un sistema político romántico. Obra de culto desde entonces para el socialismo antiliberal, argumenta allí que el “derecho de los derechos” es el droit de subsistence descubierto por Robespierre. Cualquier territorio de cierta extensión puede ser autárquico, a su juicio, y sólo un estricto intervencionismo estatal “asegura” precios justos. “La nación que invente la ciencia de la ciencia en general”, ha añadido algo antes, “merecería sin duda darle un nombre en su lengua […] y cobraría una resuelta hegemonía sobre todas las otras lenguas y naciones”33.

Desde Esparta en adelante, definir la libertad como plenitud y gloria de un grupo o una convicción ha supuesto “acomodarse a una vida de común dependencia y sacrificio […] cuyos adeptos se someten a dictadores viendo en ello una liberación”34. Pero esa es la forma “derrotista” de entender un entusiasmo que resiste cualquier desmentido de los meros hechos, y los Discursos a la nación alemana seducen entre otros al escocés Th. Carlyle (1795-1881), convencido como Fichte de que sólo una secuencia de “héroes” –cuyo modelo más perfecto sería Mahoma- puede frenar la degradación “materialista” de los pueblos. Al igual que el resto de los reñidos con la libertad mezquina o sólo individual, Carlyle ve en los derechos civiles un catálogo de garantías “gaseosas”, incapaces de maquillar el vacío interno que suscita la sociedad comercial.

Marat y sus émulos franceses quisieron crear “una Esparta nueva”, donde el patriotismo superase la mezquindad de los sentimientos crematísticos (affections métalliques)35, y no en vano Babeuf -el último tribuno- es también el primer mártir comunista moderno. Carlyle rehúye esa militancia, aunque su Discourse on the Nigger Question (1849) piensa que “la esclavitud es moralmente superior a la oferta y demanda del mercado”36. Rousseau y Diderot celebraron al salvaje que es feliz por vivir ocioso, y él añade que si el esclavo negro fuese emancipado –como proponen los “industrialistas”- nada ganaría sino trabajar bastante más, y tener que comprarse un disfraz de persona libre37. Mientras tanto, los romantiques parisinos están descubriendo la vanguardia literaria con un estilo “medievalista”38 inspirado en el monje que inventaba documentos durante los siglos oscuros, visto ahora como quien desafió con sus fabulaciones la insulsa realidad, devolviendo a los sueños el trono de lo auténtico.

Pero hasta los relojes parados marcan dos veces al día la hora exacta, y un romanticismo no tan afecto al spleen y lo décadent ha inaugurado precozmente en Alemania la escuela histórica, que sin perjuicio de vibrar con la vehemencia nostálgica común al movimiento pretende conocer el ayer. Eso implica pasar de lo “deseable” a lo efectivamente deseado, y ofrece argumentos contra los planes del ingeniero social materialista –primero ideólogo francés, luego utilitarian británico-, cuya disposición a reescribir las leyes y costumbres delataría una mezcla de arrogancia e ignorancia. Los himnos al alma germánica vendrán después de que el derecho consuetudinario nacional haya sido estudiado en detalle por el romanista F. C. Savigny (1779-1861), y la misma academia que encumbra los monólogos a Fichte sufraga el nacimiento de la historia económica39. Ya a partir de Kant (1724-1804), que toma de Rousseau lo imprescindible, las Universidades alemanas fabrican conocimiento técnico a un ritmo inalcanzable para las de otros países.

3. La ciencia lúgubre

La polémica entre románticos y utilitaristas, que políticamente corresponde a antiliberales y liberales indiscernibles del conservador laico, se manifiesta en sociologías no menos antitéticas aunque parejamente ajenas o lo descriptivo. La de los primeros vela a la espera de héroes visionarios, no contaminados de materialismo, que restaurando la libertad como cumplimiento nacional y permitan a cada pueblo cumplir su esencia. La de los segundos tampoco evita hipotecarse a lo abstracto, pues parte de un homo economicus, guiado sin desvíos desde el “externado crestomático” al plan de jubilación. Su concordancia final se muestra en la fascinación que produce una tríada de pronósticos formulada por el utilitarista y sancionada por el romántico con credulidad. En primer lugar, una hambruna nunca vista, que se produciría si se diesen ciertas condiciones y flota como una angustia difusa; en segundo lugar recompensas cada vez más parsimoniosas para los mismos esfuerzos, y en tercero una divergencia creciente entre los intereses del capital y el trabajo.

Los Elementos de economía política de James Mill (1773-1836), secretario de Bentham, plantean el empeoramiento general como “teorema” y encuentran su antídoto (único aunque suficiente) en “limitar la población”40. Agnóstico en cuanto a Dios, respeta a la teología maniquea porque es la única donde el bien y el mal de deslindan del todo, y cabe perdonarle al hipotético Creador tanta miseria como la existente, aunque la religión articulada sobre cultos le parece “servilismo”, un “trance admirativo del tirano por parte del esclavo”41. Fue un individuo tan singular como su maestro, señalado por proezas como “no perder jamás un minuto en bromas”, o conseguir que a los seis años su hijo John Stuart leyese a Homero y Sófocles en griego, alternándolo con el estudio de la economía política. Para no introducir demasiadas digresiones en nuestra historia, bastará recordar que es precisamente a él –alma del círculo formado por Bentham, Malthus y Ricardo- a quien se dirige el reproche romántico de poner en circulación “una ciencia sombría, desolada y depresiva, que debemos llamar la ciencia lúgubre”42. Hoy el conjunto de pronósticos definitorio de lo lúgubre no sorprende tanto por pesimismo como por falta de sentido histórico, aunque mirar desde su óptica –la de gentlemen tan acomodados como atónitos ante la irrupción masiva del proletario- ayuda a entender el pánico ante un agotamiento inminente de los recursos.

El reverendo Robert Malthus (1766-1834) fue más lejos que nadie en este sentido, pues para argumentar contra la legislación de beneficencia vigente (las Poor Laws)43 dedujo la pobreza de un crecimiento aritmético en la producción de artículos nutritivos, y un crecimiento geométrico en la de habitantes. Ese imaginario “principio” parte de extrapolar arbitrariamente algunas leyes de la física newtoniana, y que pasase por conocimiento científico viene en parte de ropajes abstrusos (tras Condorcet, fue el primero en aplicar el cálculo integral a fenómenos sociales), y en parte a la aún mayor atracción del alarmismo. Sus curvas de rendimiento agrícola y expansión demográfica se construyeron sin el más mínimo rigor analítico, y no explicaron para nada la situación de una Inglaterra que evolucionaría en dirección totalmente ajena a lo previsto. Pero su Ensayo sobre los principios de la población iba a ser uno de los textos más citados y editados de todos los tiempos, fuente de inspiración para Darwin, para el ecologismo fundamentalista, para la ciencia-ficción y hasta para sectas neoapocalípticas contemporáneas. Mirado con distancia histórica, que el libro incumpliese su promesa de fidelidad al método inductivo-experimental tiene escasa importancia, en comparación con la oportunidad de haber insistido en que una sociedad formada ya por profesionales –expertos en mitigar distintos tipos de penuria- no debería seguir fantaseando con el rey Arturo y el triunfo del bien. Era urgente instalarse en el engranaje de “lucha por sobrevivir”, y plantear una ecuación donde las variables son proteínas y partos confería una dramática espectacularidad al llamamiento.

Dos décadas largas más tarde, sus Principios de economía política revelan progresos notables en capacidad de observación y argumentación, y por primera vez en la historia de esta disciplina “el ahorro pasa de virtud absoluta a virtud relativa”44. La inversión requiere ahorro, declara allí, pero una economía compleja necesita encontrar “un término medio [entre derrochar y atesorar] donde, tomando en cuenta la capacidad de producir y la voluntad de consumir, se estimule al máximo el crecimiento de la riqueza”45. Dicho crecimiento no se obtendrá elevando la oferta de dinero sino multiplicando el “gasto”, cosa factible reduciendo impuestos y también aumentando las compras gubernamentales de bienes y servicios. Pero “los trabajos públicos” tienen más “potencia expansiva”, siquiera sea en teoría46, porque impiden ahorrar en todo o en parte los impuestos aminorados. El ahorro privado que se capta fiscalmente puede así convertirse en inversión no sólo forzosa sino puntual y localizada, manteniendo un término medio entre derrochar y atesorar cuando el momento lo aconseje.

Básico para la economía keynesiana, este análisis omite su deuda con Sismondi no sólo por algo cutáneo como la prelación intelectual, sino porque incluye ideas diametralmente distinta sobre sus beneficiarios. Malthus quiere dar por hecho que el trabajador “nunca” podrá comprar sino una fracción mínima de lo producido, cuando tal condición es justamente lo negado por Sismondi en términos teóricos. También es anacrónico atendiendo a la evolución de la renta per capita, pero esto último es un fenómeno proverbialmente invisible para quien añade al pesimismo sentimental una actitud política reaccionaria. Opuesto a estímulos directos e indirectos del trabajo –fundamentalmente a la legislación laboral y a la propia sindicación del obrero-, Malthus pretende establecer “la conexión estricta y necesaria entre los intereses del terrateniente (landlord) y los del Estado en un país que sustenta a su propia población”47. Cuando prácticamente todos los economistas celebran que esa clase vaya perdiendo peso político -en proporción con el que van adquiriendo los “consumidores productivos”-, él parte una lanza por los unproductive consumers que se limitan a comprar, a quienes considera “salvadores del orden, fuerza civilizadora y pilar de la estabilidad social”48.

El rendimiento decreciente como ley

David Ricardo (1772-1823), hijo de una cuáquera inglesa y un sefardita holandés recién establecido en Inglaterra, se hizo rico bastante antes de cumplir los veintisiete años, demostrando cuán transparente le resultaba la Bolsa de Londres. El confort de su retiro le sugirió comprarse un escaño en el Parlamento -donde votó “de modo honesto e independiente”49-, y poco antes de morir (a instancias de Mill) puso en el orden a su juicio “correcto” el tratado de Smith, considerando que atribuía un influjo excesivo al mecanismo de oferta y demanda. Al igual que sus colegas, deducir cada fenómeno de su ley le impuso generalidades invariablemente inexactas, si bien demostró al tiempo una notable capacidad para describir mecanismos del sistema financiero, comercial e industrial, y la teoría económica en sentido técnico nace con él.

Desde la primera línea, sus Principios de economía política y tasación (1817) se proponen demostrar que “el valor de un bien depende de la cantidad relativa de trabajo necesaria para producirlo”, no de la demanda. Y como sabe que los precios son influidos por algunas otras circunstancias (el empleo de maquinaria, sin ir más lejos), salva el desfase entre su “principio” y el estado de cosas añadiendo a ese capítulo inicial algunas de las páginas más abstrusas del pensamiento económico50. Para evitarse en lo sucesivo tales inconvenientes, examina cada cuestión suponiendo “una igualdad de las otras cosas”, y al ir acumulando secuencias con elementos congelados desemboca en algo análogo a la autopsia forense. Uno a uno los factores se observan con nitidez y, sin embargo, lo viviente o total del organismo va difuminándose cada vez más. Tesis como el teorema de los costes comparados, para demostrar que el comercio internacional beneficia a todos51, son islas dentro de un análisis donde lo genético resulta aplastado por lo sistemático, y nada más ilustrativo que ir dejándole explicarse en sus propios términos:

“No puede haber incremento en el valor del trabajo sin un desplome de los beneficios”52.

“Aunque sea probable que en las más favorables circunstancias el poder de la producción sea superior al de la población, no podrá seguir así, porque al ser limitada la tierra en cantidad, y diferente en calidad, cada nueva porción de capital empleada en ella suscitará una tasa decreciente de producción, mientras el poder de la población se mantiene intacto”53.

“Los salarios se elevarán siempre menos que la renta de la tierra; la situación del trabajador empeorará en general y la del terrateniente mejorará siempre”54.

“La tendencia de los beneficios es caer. Esta tendencia puede contrarrestarse felizmente en intervalos repetidos por mejoras de la maquinaria y descubrimientos en la ciencia de la agricultura […] pero el aumento en el precio de los bienes (necessaries) y en los salarios está limitado. Pues tan pronto como los salarios sean iguales a lo recibido por el granjero terminará la acumulación, De hecho, bastante antes […] todo el producto del país, tras pagar a sus trabajadores, será propiedad de los terratenientes y de los perceptores de tasas e impuestos”55.

“Sustituir el trabajo humano por maquinaria es a menudo muy perjudicial para la clase de los trabajadores […] La misma causa capaz de incrementar la renta neta del país puede hacer redundante a su población, y deteriorar la vida del trabajador”56.

“Uno de los objetos de este trabajo es mostrar que con toda caída en el valor real de los bienes los salarios caerán, y los beneficios se elevarán”57.

Desde su publicación hasta unas dos décadas más tarde, cuando el prestigio técnico de Ricardo empiece a decaer, su autor parece no sólo el titán que convirtió la economía política en una disciplina axiomática, sino quien ha expuesto lo imprescindible para que funcione la economía real. Para nosotros, que miramos a posteriori, lo extraño es que alguien tan dotado como inversor, analista bursátil y teórico del proceso económico pudiese al mismo tiempo sentirse parte de un mundo en retroceso, minado por rendimientos decrecientes y crecientes desigualdades de renta. Nada le impedía haber dicho que todo equilibrio no recesivo es un portento frágil, e incluso engañoso, llevándonos a admirar la ponderación de su juicio; pero en vez de eso disertó sobre economía política como quien enseña carpintería o metalurgia, y cuando Inglaterra estaba empezando a dejar atrás la miseria anunció el comienzo de lo contrario. El anacronismo básico no puede independizarse de una amnesia general, que brilla en las palabras iniciales del Prefacio:

“Hay tres clases: el propietario de la tierra, el propietario del stock o capital necesario para su cultivo, y los trabajadores”.

Semejante descripción podría ser válida para el otoño de la Edad Media, donde el hecho de que el trabajo creativo hubiese sido desempeñado tradicionalmente por clérigos lo mantenía aún poco o nada pagado. En tiempos de Ricardo este tipo de trabajo no se limita a sabios y artistas, rinde formidables beneficios y ha creado un sector que no sólo concentra el impulso productivo sino la movilidad social, descrito décadas antes por Say como “la empresa”. ¿Cabe el hombre de negocios en las categorías del trabajador (labourer), el rentista y el banquero? Es manifiesto que rara vez aporta inmuebles o dinero propio a sus aventuras -aún disponiendo de ambas cosas-, y que tiene un espacio en el espectro sociológico tanto como en el económico. Sin embargo, el índice analítico de los Principles, donde se referencian aproximadamente un millar de términos, no contiene entrada para “Innovación”, ni para “Empresario”.

La estrechez del beneficio

Con los años dejó de considerarse científico buena parte de lo que Carlyle llamaba “ciencia lúgubre”, y la historia general recuerda al círculo de los liberales depresivos como origen teórico del trabajo “explotado”, algo curioso atendiendo a lo ultraconservador de sus metas en tantos sentidos. El argumento nuclear opuesto por el comunismo científico al sistema capitalista –la “plusvalía”- nace cuando Mill y Ricardo conviertan en axioma una afirmación de Smith; a saber, que el producto neto es la suma de rentas [de la tierra], beneficios [del capital prestado o invertido] y salarios. Planteando ese aserto como una ecuación con cuatro incógnitas58, suponen que despejarlas revelará la parte del producto absorbida por cada factor productivo. El planteamiento del problema está viciado –porque postula que el valor de cambio o precio es computable “siempre” en horas de trabajo-, pero el marginalismo tardará en llegar y mientras tanto su línea de análisis parece no sólo realista, sino equiparable a descubrir el misterio cuidadosamente oculto hasta entonces59.

Es irónico que defender el principio de la utilidad llevase a postular lo opuesto del valor-utilidad o marginal, si no lo fuese aún más que valor-trabajo diese por evidente que para vender esto o lo otro bastan instalaciones y empleados (“capital fijo y capital circulante”). Sin embargo, semejante irrealidad forma parte del corsé metodológico adoptado por la escuela, y como el negociador no parece una variable a tener en cuenta –de hecho, no figura siquiera en su elenco de factores productivos- los negocios serían el fruto mecánico de unir dinero y mano de obra. Un genio de la economía práctica como Ricardo esquiva esa consecuencia aquí y allá, como quien pasa de puntillas ante un detalle incómodo, y será su progenie –la “izquierda ricardiana”- quien defienda de modo explícito y beligerante el nexo infalible entre invertir en la producción de algo y venderlo efectivamente. La certeza de que obreros y capitalistas crean ellos solos la totalidad del producto es crucial para legitimar en términos teóricos una idea de rendimientos automáticos, que por un lado renueva la confianza en empresas públicas y cooperativas, y por otro supera el a priori del comunismo ilustrado –su “ley de la naturaleza”- con un argumento a posteriori tan contundente como dar al productor lo suyo.

A la encomiable decisión de investigar quién trabaja, y cuánto, el utilitarismo de primera generación no añade tomar en cuenta la diferencia entre adictos al trabajo y alérgicos a ello. Labor parece sinónimo de lo que era para el esclavo -una actividad involuntaria, asumida sólo para sobrevivir-, y al investigar qué proporción del producto neto corresponde al “trabajador” incurre en incoherencias sucesivas. La primera es suponer que no se ha acabado la alta Edad Media, y el cuerpo social puede seguir dividiéndose en rentistas y peonaje, siendo los negotiatores un factor tan inexistente o irrelevante como en las edades oscuras. La segunda es tratar la creación y el reparto de riqueza como fases autónomas, suponiendo que las alteraciones introducidas en una de ellas podrían no condicionar decisivamente a la otra. Los tratados económicos de Mill y Ricardo dedican por eso bastante más espacio al aspecto distributivo que al productivo del sistema, y están continuamente a un paso de afirmar que –descontando amortizaciones- todo exceso del value in exchange sobre el coste de algo en horas de trabajo es plusvalía o renta no “ganada”. Por otra parte, tampoco dan nunca dicho paso, y “Ricardo identifica la economía con la distribución, pero no ve en ello ningún problema valorativo”60.

Nos explicamos una cosa y otra atendiendo al peculiar punto de vista que resulta de mirar cada asunto regresiva en vez de evolutivamente. Giros políticos revolucionarios sólo podrían acelerar el movimiento general de disipación desencadenado por la sociedad industrial, cuando todo debería orientarse a lo contrario. La escuela entiende que el estado de cosas está sujeto a tres condiciones inmodificables: 1) la naturaleza responde con frutos cada vez menos pródigos a cada nueva expansión demográfica; 2) los rendimientos decrecientes del trabajo elevan de modo creciente la renta de la tierra; 3) los salarios deben ir perdiendo capacidad adquisitiva hasta en aquellas fases donde se eleven nominalmente, porque elevarlos de modo efectivo acabaría con el beneficio y la industria.

Ni una sola de estas deducciones se ha acercado al cumplimiento, y su error básico fue evidentemente ignorar la inventiva humana, cuyas alas se despliegan en función de libertad e incentivos. Sin embargo, que la falsación del pronóstico utilitarista se base precisamente en tales factores –inventiva, libertad, estímulo- demuestra también algo no tan manifiesto aunque digno de ser tenido en cuenta. El “teorema lúgubre” mantiene intacta su validez para cualquier sociedad industriosa en la cual el ritmo de hallazgos, la libertad y los estímulos se interrumpan, o simplemente mermen. Semejante espada de Damocles pesa quizá sobre cualquier tipo de desarrollo, y sin duda sobre la movilización específicamente industrial. Todo cuanto podemos asegurar es que, hasta ahora, “no hay ley de rendimientos decrecientes para el progreso tecnológico”61.

 

NOTAS

1 Schumpeter 1995, p. 623-624.

2 Halévy 1904, p. 294.

3 Schumpeter 1995, p. 476.

4 Bentham, Malthus, James Mill, Ricardo y Stuart Mill, aunque este ultimo no comulgue ya con el doctrinarismo de sus antecesores.

5 Fundamentalmente, aplica a un objeto complejo como las sociedades humanas el método newtoniano, que en vez de usar “hipótesis” se ciñe a verificaciones empíricas y axiomas lógicos, yendo por ello de teorema en teorema. No era manifiesto entonces que el propio Newton -aún limitándose a las masas inertes y simples de su física matemática- usó bastantes hipótesis, entre ellas el espacio y el tiempo absolutos, o el éter. Véase vol. I, pág. 476; y Escohotado en Newton 1987, p. LXXIII-VIII.

6 Bentham, Principles, I, 1.

7 Bentham, en Halévy 1904, p. 12.

8 En 1742, Hume escribe que “a partir de la Revolución [Gloriosa] un tory puede ser definido en pocas palabras como amante de la monarquía, aunque sin descuidar la libertad y partidario de los Estuardo; y un whig como amante de la libertad, aunque sin renunciar a la monarquía y partidario de la dinastía protestante de los Hannover” (Hume 1994, pág. 57). Añade a ello una larga nota explicativa, donde acaba afirmando que “el partido tory parece últimamente haber decaído mucho en número, aún más en entusiasmo […] y entre la mayoría de las gentes el nombre Old Whig es mencionado como título incontestable de honor y dignidad”. Medio siglo más tarde, cuando Francia concentre las miradas del mundo, los tories se han convertido en absolutistas moderados, y los whigs vacilan entre apoyar incondicionalmente la doctrina de los derechos del hombre (como su líder Ch. J. Fox) y rechazarla de plano, como propone su otro líder, Burke.

9 Burke, en Halévy 1904, p. 12.

10 Ibíd, p. 13.

11 Bentham, en Halévy, pág. 193.

12 La mayor atrocidad vigente era un castigo por alta traición que no se derogó hasta 1814, cuando escaparon de él varios populistas implicados en una trama de magnicidio. El procedimiento -conocido como sentencia a ser hanged, burned and quartered- suponía: 1) ahorcar al reo de modo lento, evitando su asfixia total; 2) abrirle luego en canal para achicharrar parte de sus intestinos y genitales en una parrilla contigua; 3) arrancarle a toda prisa brazos y piernas con ayuda de troncos de caballos; 4) decapitarle. Verdugos muy dotados lograron, al parecer, que algunos reos mantuviesen la conciencia hasta la cuarta fase, como quizá ocurrió ya con William Wallace en 1305.

13 Se inspirará para ello en Defensa de los derechos de las mujeres (1792), una obra de la gran Mary Wollstonecraft, esposa de Godwin y madre de Mary Shelley.

14 En la interminable lista de expresiones pedantes está, por ejemplo, llamar a los colegios “externados crestomáticos”, o dividir el ateísmo en “cacoateísmo”y “agatoateísmo”.

15 Cf., por ejemplo, Works of J. Bentham, Proposals, vol. IV, 1843, en libertyfund.org.

16 Bentham Ibíd. La cortesía de J. Madison, presidente entonces, le llevará a contestar la carta un lustro más tarde (8/5/1816), disculpándose por haber tardado tanto en responder a quien tiene “un prestigio establecido firmemente gracias al inestimable regalo de su pluma”. A esta observación, quizá no exenta de ironía, añade que “cumplir sus propuestas desborda el marco de mis funciones […] Gracias por el interés demostrado hacia mi país”.

17 Bentham, en Stuart Mill; Autobiogr. par. 168 (en libertyfund.org). Subrayados de Mill.

18 Marx, que le leyó a fondo, le nombra filósofo del “tópico” en El Capital (cap. 24)

19 Bentham en libertyfund.org, vol X, carta de 1810. Su tratado de derecho penitenciario -el Panopticon o casa de la inspección- vende menos ejemplares en Londres o Berlín que en Madrid y San Petersburgo, donde parece una “obra sólo comparable a las de Bacon, Newton y Smith”. Eso piensa Jovellanos, su más célebre discípulo español, y en 1822 el alcalde del pequeño pueblo gallego de Corcubión menciona “al gran Baintam, Moisés de los laicos”. El volcánico A. Burr, vicepresidente norteamericano con Jefferson, le propondrá que colabore como “Solón” en su fallido proyecto de convertir México y la Louisiana en un nuevo Imperio independiente. Cf. Halévy, p. 275-277.

20 Ibíd.

21 Stuart Mill 2005, p. 9.

22 Véase vol. I, p. 447-454.

23 Bentham, en Stuart Mill, Autobiogr, par. 168.

24 Godwin, en Stanford Encycl.

25 Bentham contribuyó decisivamente a que pudiese sacar adelante el experimento de New Lanarck, antes incluso de conocerle. Al saber que los socios originales de Owen vacilaban, él y el cuáquero W. Allen compraron sus participaciones para dejarle las manos libres.

26 “No es un loco de remate sino dependiendo de qué”. Cf. Halévy 1904, pág. 253.

27 En 1831 dictó, por ejemplo, los Siete Puntos de la Unión Espiritista británica a la médium Emma Hardinge, declarando entonces que mantenía contacto con destacados difuntos de todos los tiempos “a través de la electricidad”; cf. Wikipedia, voz “Robert Owen”.

28 Owen, en Cole 1957, vol. I, p. 100.

29 Hay al menos tres etapas en la vida de Owen. Tras catorce años como director y condueño de una fábrica revolucionaria y rentable, reúne y preside en 1830 la Alianza Nacional de Sindicatos –una organización de imponente fuerza política-, e inspira el movimiento de “poblaciones alternativas” (que entonces se conocen como Backwoods Utopias o utopías del bosque profundo). Volveremos sobre estas dos últimas iniciativas al describir la eclosión del cooperativismo.

30 Sobre I. Berlin y su concepto positivo y negativo de libertad véase vol. I, págs. 520-522.

31 La edición más reciente de su obra, que espera terminarse en 2012, va por los cuarenta volúmenes. Un atisbo sobre su temperamento nos ofrece un título como Informe cristalino sobre la esencia de la última filosofía: un intento de forzar al lector para que entienda (1801). Por supuesto, esa “última filosofía” era la suya en particular, un “sistema de la ciencia que brota del yo creador”.

32 Dicha ocasión la encontrará publicando una Crítica de toda revelación posible en forma anónima, que algunos atribuirán a Kant. Cuando éste lo desmienta, añadiendo algunos comentarios cortésmente elogiosos al libro, “corrió la voz” de que había aparecido un discípulo capaz de confundirse con el maestro. No obstante, su primer y único encuentro con Kant le había sumido en depresión, pues esperaba un emocionado reconocimiento y la reunión siguió derroteros muy otros. Cf. Leon 1922-24, vol. I, págs. 73-81.

33 Fichte, en Ripalda 1984, pág. 348.

34 Berlin 2001, pág. 98.

35 Véase vol. I, pág. 514.

36 Carlyle 1849, pág. 531.

37 Ibíd., pág. 532.

38 La expresión moyenâgiste en este sentido parece inventada por el cenáculo parisino de Baudelaire, y concretamente por T. Gautier. Su finalidad fue subrayar que tanto el medievo como el propio círculo de escritores y artistas trascendían la “mediocridad” del mundo burgués. Cf. Schumpeter 1995, p. 518.

39 Nacida con A. H. L. Heeren (1760-1842) y su gigantesca crónica del comercio desde los principales pueblos antiguos hasta finales del XVIII.

40 Elements, II, 2, art. 3. Su sensación más repetida es cuán “escasos resultan los materiales de felicidad”, y en Sobre el gobierno (1820) presenta como descubrimiento que la justicia política consiste en “distribuirlos”. Al igual que en el resto de sus libros, Mill va encontrándole a cada asunto “leyes” de las cuales extrae conclusiones ordenadas y evidentes. Una de las primeras, indignante para el embrionario feminismo de la época, es que “niños y mujeres pueden borrarse sin reparo de los derechos políticos”.

41 Cf. Halévy 1904, vol. II, p. 270-271.

42 Carlyle 1849, p. 529.

43 Dos décadas después Ricardo sancionará ese paso alegando que dicha legislación “no enmienda la situación del pobre, sino que deteriora la situación de pobres y ricos” (Principles, V, pág. 61).

44 Siegel 1973, pág. 253.

45 Malthus 1821, pág. 7.

46 Digo “en teoría” porque Malthus no considera la posibilidad de que el sector público cree una trama de obras y servicios básicamente imaginarios, cuyos pagarés se exportan a cuentas de particulares en paraísos fiscales, al estilo consagrado por tantas repúblicas bananeras.

47 Malthus 1821, pág. 160.

48 Siegel 1973, p. 355. Cuando se le eche en cara que hasta su amigo Ricardo se alinea con la clase media “activa” (Hume), Malthus contestará que su amigo tiene muchas más tierras que él, y que él quiere “investir a la clase señorial con la nueva dignidad de una importante función económica” (Siegel, Ibíd.).

49 Kolthammer, en Ricardo 2004, pág. IX.

50 Empezando por las secciones IV y V del primer capítulo, que en la expresión de Joan Robinson ofrecen la primera “caja de herramientas” para la teoría económica. Por aridez técnica, su equivalente filosófico es la fenomenología hegeliana, aunque Hegel no se comprometa tanto con el deductivismo.

51 El efecto sólo puede ser “aumentar poderosamente la masa de mercancías, y, por tanto, la suma de disfrutes” (Ricardo 2004, VII, pág. 77).

52 I, pág. 21.

53 V, pág. 56.

54 V, pág. 58.

55 VI, págs. 71-72.

56 XVIII, pág. 264.

57 XXXII, pág. 287.

58 Que matemáticamente desbordaba sus fuerzas, pues a partir del cuarto grado las ecuaciones sólo serán resolubles gracias a las permutas grupales descubiertas después por el jovencísimo E. Galois (1811-1832).

59 El problema “debe su existencia a un análisis defectuoso y desaparece al eliminar ese elemento, que en este caso es la teoría del valor-trabajo. Pero desde esa teoría dicho problema se convierte en el principal de todos, en aquél cuya solución ha de revelar el secreto más intimo de la sociedad capitalista” (Schumpeter 1995, pág. 623).

60 Knight 1935, p. 6.

61 Schumpeter 1995, p. 308.

 


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