LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

SECCIÓN OCTAVA

De cómo la Propiedad se industrializó

 

“A menudo se ha descrito el cuadro de un ciego que al recobrar súbitamente la vista percibe la luz del alba y su sol llameante. Ante esa pura claridad lo inmediato es el olvido de sí, la admiración absoluta, pero a medida que el sol se eleva va percibiendo objetos en el medio, desciende hacia su propio fuero interno y descubre la relación recíproca. Cuando llega la noche el sol externo le ha ayudado a construir un sol interno, cuyas luces son más dignas de atención aún […] Retengamos esta imagen: contiene ya el curso de la historia universal, la gran jornada del espíritu”1.

 

 

XXVII. RECONSIDERANDO EL PROGRESO

“Sucede a menudo que la creencia universal de una época […] se convierte para otra en un absurdo tan palpable que lo único difícil entonces es imaginar cómo semejante cosa pudo haber parecido alguna vez creíble”2.


A grandes rasgos, el volumen previo examinó la evolución del comunismo premoderno reconstruyendo la historia moral del trabajo. Inspirado por la idea de que “el salario no es sino retribución de la servidumbre”3, el gran experimento de la civilización grecorromana fue asegurar la dignidad del hombre libre delegando todas las profesiones salvo la militar en el no libre, sostenido por auxilia de techo, rancho y sayal4. Desde la constitución del Imperio, cuando Roma ha agotado los botines externos, gran parte de su aparato productivo y distributivo descansa sobre ese trabajador subhumano, cuyo estímulo básico es evitar el látigo o las cadenas, ya que convertirse en liberto (esperando luego un par de generaciones hasta ser plenamente libre) depende sólo de su dueño. La tesis del ideal aristocrático -que el bien nacido sólo puede refinarse practicando el ocio- parece tan evidente que ni un solo escritor latino relaciona el reino del trabajo no remunerado con la lenta agonía recesiva de Roma, ni con el hecho de que los profesionales libres se vayan arruinando indefectiblemente, y convirtiéndose en proletarios mantenidos con vales de economato.


Andando el tiempo, cuando la única fuente regular de liquidez sea capturar buenos ejemplares de europeo para vendérselos a bizantinos y árabes, la penuria hace imposible seguir prestando auxilia al esclavo y aparece el siervo, que carga con su propio mantenimiento sin dejar de deber sumisión y tres días semanales de trabajo en las tierras del señor. Pero lo mismo que hace demasiado caro mantener al subhumano impide sufragar una represión organizada de desertores. Tras un milenio largo de subsistir a sangre y fuego, ese reparto del esfuerzo –llamado entonces Paz de Dios- alcanza el fondo de la miseria y rebota en dirección opuesta con los primeros gestores de caravanas, gente dispuesta a emanciparse precisamente cobrando su trabajo, que al restablecer la circulación de efectivo lo cambian todo.


Para empezar, que haya compradores convierte al campesino en alguien capaz de sembrar un kilo de grano y cosechar diez, cuando el reino del trueque mantenía el rendimiento en dos o tres. Junto al orden impuesto por cuna o conquista despunta el de quienes saben promoverse estimulando el intercambio, que son demócratas incluso antes de saberlo y abanderan un retorno del ingenio hacia lo práctico. Por lo demás, la matriz de donde parten estos prófugos de la gleba sigue siendo formada en el cristianismo antiguo –santa pobreza, respetando el poder establecido5-, y aunque muchos desafían ambos principios otros cumplen el espíritu de la verdad revelada no detestando al rico por cuna o estamento, sino al nuevo rico. Los siglos oscuros fueron un ensayo de autarquía económica donde los negotiatores desaparecieron, la tierra se hizo intransmisible y el hecho de que el metálico desapareciese fue saludado como antídoto idóneo para la codicia. “Lucro”, por ejemplo, será un término lo bastante obsceno como para abandonar las crónicas del siglo VII al X.


Desde el siglo siguiente, la antítesis entre Dios y el Dinero es puesta en entredicho por una circulación monetaria que potencian las primeras formas del cheque y la letra de cambio. La incipiente mercantilización representa un seísmo para el imaginario ebionita o pobrista6, y comienzan ensayos de “restitución” anticipados por la gran cruzada de santos indigentes (pauperes), que tras reunir a cientos de miles se lanza en 1097 a conquistar un sepulcro remoto y por fuerza vacío. Como pudimos ver en detalle, el sentimiento de haber olvidado el más allá inspira al monje mendicante y a una sucesión de profetas y movimientos opuestos al prosaísmo del más acá, y cuando Reforma y Contrarreforma coincidan en bendecir el profesionalismo -proponiendo que el buen cristiano debe hacerse razonablemente rico-, la causa de la santa indigencia reacciona con un siglo de guerras campesinas guiadas por teólogos comunistas.


Nada más impecablemente justo que dejar atrás al esclavo y al siervo, si bien esto es también un mecanismo multiplicador de las desigualdades. Aunque el ahogo unido al reino de la limosna empieza a girar hacia el desahogo que trae un desarrollo de las profesiones, con el cual se multiplica una eficiencia excluida hasta entonces por la regla de separar el trabajo del estímulo económico, esto significa inyectar movilidad social en un sistema estructuralmente inmovilista. Como la promoción resulta más lenta y difícil en el marco rural, la movilidad se concentra siempre en migraciones del campo a la ciudad, y lo decisivo para que el paso del labriego al proletario sea pacífico o explosivo va a ser la diferencia entre un goteo y un torrente. Desde el siglo XVI hasta finales del XVIII el ritmo migratorio se mantiene relativamente estable, definiendo una época de eclipse para figuras e iniciativas comunistas. Cuando la industrialización acelere vivamente esa tasa, creando masas proletarias, estarán dadas las condiciones para acabar viéndolas condenadas al estancamiento, e incluso a una miseria creciente.


Para entonces empieza florecer el espíritu romántico, convencido de que glorificar el trabajo fue una forma perversa de agudizarlo hasta el embrutecimiento, y este clamor por haber tomado la dirección errónea se transforma en programa político cuando los tribunos jacobinos promuevan la emancipación del sans culotte, prototipo de trabajador patriótico explotado por capitalistes hostiles al bien nacional. De ahí que trascender el Viejo Régimen sea en principio impulsar el librecambio, aunque empiece exhumando las objeciones tradicionales al mecanismo de mercado y remozando el paternalismo clásico con los primeros perfiles del Estado totalitario. En función de cada cuerpo social, un proceso de transición democrática encuentra como gestores a Franklin y Jefferson o a Marat y Robespierre, que a fin de cuentas capean como mejor saben la galerna desatada por el desperezarse de una industria a gran escala. Sujeta al proceso innovador que desde Schumpeter llamamos “destrucción creativa”, una racionalidad donde el cultivo del riesgo y el rendimiento son inseparables produce una civilización triunfante y al tiempo insatisfactoria, llamada a vencer sin convencer, cuyo avance deja atrás plazas fuertes del vencido7.


Su éxito evoca apoyo tácito e intenso resentimiento, como muestra la recepción del Derechos del hombre (1792) de Th. Paine, donde encontramos por primera vez la mención al triunfo de una “sociedad comercial” sobre una sociedad “militar”8. Brillante y oportuno como sus demás panfletos9, este se escribe cuando la pareja real francesa está procesada por alta traición, y subraya que el tránsito de la autocracia al liberalismo puede y debe hacerse “sin convulsión o venganza”, imitando a la Revolución americana, o será una iniciativa regresiva. Identificar “derechos naturales e intereses”, añade, ha abierto un horizonte de “paz, civilización y comercio”10, donde las relaciones involuntarias del despotismo (cuna, nación y credo) van siendo sustituidas por relaciones voluntarias, cuyo prototipo es comprar y vender11. En definitiva, la industria constituye la alternativa real al reino de la mitra y la espada.


Su texto se convierte en superventas cuando Paine no está ya en Inglaterra sino en Francia, donde ha sido elegido diputado de la Convención Nacional, y nada puede sorprenderle menos que verse procesado en su país por estímulo a la sedición y el disturbio. Sin embargo, en Inglaterra la sociedad comercial es un secreto a voces, y la indignación del rey Jorge III no deja de cumplir todos los requisitos procesales al juzgarle in absentia. Quien surge como juez imprevisto e implacable es Robespierre, que violando su inmunidad parlamentaria le pone en cola para pasar por la guillotina poco después de aparecer la versión francesa del texto (1793). La Comuna de París está reinventando algo tan curioso como el absolutismo antidespótico, y el himno de Paine a la industriosidad y la aristocracia del mérito es vitriolo para el Comité de Salud Pública, que quiere salir victorioso de una guerra entre patriotas y acaparadores disparada por el complot del pan12.


1. Grandezas y miserias del competir
El industrialismo es ante todo una explosión de trabajo, apoyada sobre una compenetración providencial de empleadores y empleados, trabajadores por cuenta propia y por cuenta ajena. El empleador industrial inventa y fabrica simultáneamente, impulsado por una épica de frontera y descubrimiento donde amasar dinero es sólo la confirmación externa de haber triunfado en un empeño vocacional, análogo al del artista y el científico, y eso hace de él un mutante invisible durante poco menos de un siglo, mientras periodistas y economistas insisten en confundirlo con quien aporta metálico o tierras a un negocio. Comparados con este enterpreneur, tanto el gremial tendero como el más individualista importador-exportador13 son mercaderes timoratos y miopes, relegados a un segundo plano por quien inaugura negocios inauditos atendiendo al volumen de crédito requerido, y a depender de una propiedad fundamentalmente intelectual, que estimula el conocimiento porque descansa sobre su explotación. A estos efectos es básico que comprar y vender patentes sea posible en Inglaterra ya desde 170514, gracias inicialmente a la industria editorial, pues algunas décadas más tarde incentivará al inventor-fabricante protegiéndole del plagio y el anonimato.


Ninguna proeza es menos mecánica que aprender a producir algo mecánicamente, y resulta difícil imaginar un empeño tan individualista y cargado al tiempo de función social. El artículo multiplicado por la máquina cuesta menos, su consumo se democratiza en proporción a ello, y los beneficios de producir masivamente bastan para sostener una demanda masiva de operarios, que los últimos campesinos atados a su gleba (los indentured servants) aprovechan para emanciparse. Precisamente entonces el vallado y la mecanización del cultivo están creando explotaciones donde sobran muchos sirvientes, y el señorío rural puede compensar la pérdida de braceros asociándose con los inventores-fabricantes, que además de metálico necesitan tierras y edificaciones. A fin de cuentas, un mismo e insólito negocio –el de abaratar drásticamente tal o cual producto- reúne a nobles, banqueros, genios empresariales y antiguos siervos, y una vez más el desarrollo económico sostiene sin necesidad de buscarlo el de las libertades políticas. Hasta en los últimos rincones del campo, un contrato de servicios sustituye al genuflexo juramento del vasallo: “Nunca tendré derecho a retirarme de vuestro poder y protección”15.


Por otra parte, la desigualdad impuesta en función de cuna y estamento mantenía a raya la desigualdad personal, un elemento que se agiganta cuando el antiguo inferior tenga ante sí una opción de empleo por cuenta propia o ajena, pues eventualmente nada impide acabar apostando por lo uno y por lo otro. Ambos caminos pasan por adaptarse a la pauta competitiva del mercado, en un caso apostando por la innovación y desplegando un esfuerzo ilimitado para prosperar, y en el otro aprendiendo a serle útil o imprescindible a cada empleador. El juego de la competencia ha desintegrado la rigidez del amo y el siervo, pero la conciencia quiere compartimentos morales estancos y reelabora el abismo entre ricos y pobres por cuna como distancia entre capital y trabajo, una dualidad tanto más llamativa cuanto que el capitalista por definición –la pequeña franja de entrepreneurs- resulta ser un adicto incondicional al trabajo, y el rótulo de trabajador corresponde en exclusiva a quien espera impaciente el fin de cada jornada. Por lo demás, estos segundos serían masoquistas si aceptasen gustosos las condiciones laborales ofrecidas al comienzo de la revolución industrial, y el futuro consistirá básicamente en ver si dichas condiciones pueden mejorarse manteniendo la competencia como regla de juego.


La vocación del empresario es el esfuerzo competitivo llamado agon por los griegos16, una forma de racionalidad que no necesitar líder o programa para transformar no sólo la fisonomía del agro y los entornos urbanos sino la estructura social y el uso del tiempo. Los empleados por cuenta ajena lo aprovechan para dejar atrás la servidumbre aunque acarician el proyecto de una sociedad no agonística, donde las angustias de la rivalidad sean sustituidas por el sosiego de la cooperación. El triunfo incondicional del capitalismo –simbolizado por la industrialización a gran escala- coincide por eso con el nacimiento del socialismo, un sistema que se distingue básicamente de las tesis igualitaristas previas por no rechazar el progreso técnico, sino tan solo la regla competitiva del mercado17. Su profunda indeterminación cultural (podrá ser ateo y teocrático, democrático y autoritario, belicista y pacifista) no supone una pareja flexibilidad ante el bien y el mal en sentido maniqueo, y sus primeras etapas ofrecerán un grandioso refuerzo a la idea del pobre como alguien condenado a serlo porque el rico acapara. Pero esto son generalidades, que la historia se encargará de matizar y profundizar con la luz de su detalle.

Los brumosos perfiles del capitalismo
Aunque se persigan con tanta saña, monárquicos tradicionalistas y jacobinos detestan por igual aquello que la mercantilización del mundo ha ido suscitando, y la ingenuidad de Paine fue imaginar que ir sustituyendo la herencia por el esfuerzo sólo incomodaría al privilegiado. El programa liberal complace a bastantes, pero no deja de ser blasfemo para el fundamento religioso del victimismo18, y reaviva de modo enérgico la idea evangélica del comercio como estafa y foco infeccioso (míasma). Ahora el empleo ha llegado a depender crucialmente de la minúscula fracción formada por los adelantados de la innovación tecnológica, cuya sed personal de éxito basta para sostener en la existencia a un número sustancialmente mayor de personas, catalizando una transición demográfica en toda regla. Aquello que se anuncia con humos de fábrica, fragor mecánico y masas de desarraigados sólo puede florecer como fruto de la compenetración social, y es de hecho la forma más práctica de lograr que la vida pueda ganarse -en vez de retenerse ofreciendo sumisión y servicios gratuitos a un amenazante protector-, pero por eso mismo reanima también la discordia.


Mientras el trabajo se generaliza y crece en exigencia, ningún contemporáneo de Paine sabe con certeza si el sistema industrial “hace más rico al rico y más pobre al pobre, siquiera en términos relativos […] o si cambia sustancialmente las participaciones a favor de los grupos con menores ingresos”19. Comprobaremos que esta cuestión suscita en círculos conservadores y revolucionarios las más diversas cábalas, prácticamente todas inclinadas a disociar los intereses del capital y el trabajo, y sólo la distancia histórica nos permite trascender el dominio de lo conjetural. Hoy, para nada entonces, sabemos que hubo una primera ola20 de crecimiento (la propia Revolución Industrial, fechada entre 1770 y 1840 aproximadamente), a la cual siguieron varias más hasta nuestros días, cuyo detalle revela una sucesión de episodios expansivos y recesivos donde la fase de boom suele ser más extensa que la crítica, sin perjuicio de hundirse ocasionalmente en depresiones agudas como las de 1812-1815 y 1873-1877, quizá las peores del siglo XIX. La curva que resulta de correlacionar años y producto rara vez detiene su marcada progresión ascendente, y para nosotros es de dominio público algo que hubiese dejado estupefactos a Jorge III y Robespierre: entre la máquina de vapor (1784) y la Gran Guerra (1914), el poder adquisitivo crece a un promedio del 2 por ciento anual21, elevando la renta per capita en casi trescientos puntos.


Sin embargo, lejos de ir aboliendo el estigma del comercio este incremento gradual del ingreso y el gasto va a potenciarlo, hasta desembocar en un planeta donde la mitad de la población será oficialmente comunista. Para entonces los adeptos sentimentales a ese sistema florecen todavía más en la parte no colectivizada, y nuestro conocimiento de la naturaleza humana se ahonda viendo de cerca cómo llegó a ocurrir tal cosa. Genéricamente, el fenómeno puede resumirse diciendo que con los colosos individuales de la gran industria eclosiona el socialismo, una criatura proteica prolongada hasta nuestros días. El camino conducente a la verdad interesa en medida infinitamente superior que una verdad u otra, y situarnos en esa senda nos retrotrae a un punto de partida sobremanera preciso. Hacia 1800 nada es tan frecuente como ver en la industrialización una amenaza no sólo moral sino física, un criterio del cual sólo disiente un visionario como Saint-Simon, rodeado por tecnófobos e industrialistas agoreros que le han quitado su mayúscula al progreso.


Al hombre de ese momento le ha tocado comprobar que la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano será derogada poco después por el Terror, y que los trece primeros años del nuevo siglo estarán dominados por el intento de exportar la Révolution, dirigidos por un titánico Bonaparte que provoca cuatro o cinco millones de muertos, y el doble o el triple de inválidos. Para colmo, la larga paz que sanciona el Congreso de Viena en 1815 debe pagarse con algunos años de alto paro en minería y metalurgia, dos sectores directamente estimulados por la guerra y de los cuales depende mucha creación de empleo. Cunde entonces la certeza de que el XVIII había sido un periodo de inusual optimismo, donde la riqueza fue acumulándose sin alimentar desgarramientos. Pero al fin llega un largo periodo sin guerras22, los recursos del sistema industrial se tensan aprovechando una red antes restringida por las hostilidades, y el efecto es una apabullante multiplicación de procedimientos, productos y servicios.


En la alternativa del ser y el deber ser, unos pocos entienden que la riqueza se redistribuirá de modo espontáneo, simplemente creciendo23, mientras la mayoría espera reformas de mayor o menor magnitud. Como en Francia las ansias de holocausto han podido satisfacerse a manos llenas, la causa comunista entra en una fase de latencia, y el escenario político queda librado algún tiempo al debate entre distintos liberales y distintos partidarios del poder absoluto, que van entrando tímidamente en conversaciones. Más en concreto, lo que hasta entonces era una crítica sólo teórica del proteccionismo progresa en la práctica hasta una derogación efectiva de barreras arancelarias en Inglaterra, cuando un gobierno de tories apoye a los whigs del movimiento Libre Cambio, una facción parlamentaria inspirada por la escuela de Manchester. Desde ese momento, los sucesivos gabinetes británicos irán recayendo sobre estadistas insignes, a la altura de un país que es capaz de reducir a menos de la mitad el número de niños muertos antes de cumplir los cinco años24.


Es también en Inglaterra, y en el preciso quicio de un siglo y otro, cuando la sensación de haberle encendido la mecha a un barril de pólvora cobra tonos apocalípticos en el Ensayo sobre la población (1798) de Malthus, que presenta el avance tecnológico como cebo para una multiplicación insostenible de bocas hambrientas. El subtítulo advierte contra “las especulaciones del señor Godwin y el señor Condorcet” -casualmente los ensayistas más leídos del momento-, que alimentan la inconsciencia reinante con su confianza en los poderes ilimitados de la innovación. Son insensibles ante la “bomba” demográfica, y ante la posibilidad de que un ahorro y una inversión multiplicados funcionen como “plétoras” contraproducentes, capaces de “destruir los motivos de la producción, y disminuir aún más los ya bajos beneficios”25. Las coincidencias de los criticados por Malthus empiezan y terminan en pensar que el ingenio humano es capaz de grandes cosas, pero saber algo más sobre cada uno nos ayuda a ir desbrozando el clima doctrinal del momento.


2. Alarmismo y esperanzas
W. Godwin (1756-1836), contertulio de Paine, futuro suegro de Shelley y abuelo espiritual del doctor Frankenstein a través de su hija Mary, empezó siendo ministro disidente (dissenter) de la Iglesia bautista, y acabó queriendo emancipar al hombre “de esos sueños sobre el más allá que agitan sus miedos”26. En 1793, cuando la guillotina funcionaba ya a pleno rendimiento, simpatiza con los ideales jacobinos sin transigir con su terrorismo y expone un sistema ácrata o de “sociedad sin gobierno” que será el faro de la nueva generación romántica27, congregada previamente en torno a Rousseau. Conocido desde entonces como anarquismo intelectual, este sistema ético-político postula que la individualidad -depositaria única del intelecto (mind) y fuente por tanto de cualquier idea correcta- resulta ancestralmente oprimida por gobiernos cuyo interés se cifra en perpetuar la dependencia y la ignorancia. Así seguiríamos indefinidamente, de no ser porque la diseminación del conocimiento opera en sentido inverso al de la imposición autoritaria, y acabará consagrando el “más riguroso ejercicio del juicio privado”. Para entonces “la justicia se cumplirá sin coacción”, como en la edad de oro cantada por Ovidio, y no sólo la propiedad privada sino los vigilantes externos representados por policías, cárceles y tribunales habrán desaparecido.


No hay filosofía más atractiva para el ciudadano en cuanto tal que la libertad absoluta de pensamiento, ni esperanza más noble que un triunfo de la inteligencia sobre cualquier guía distinta de la suya. Aristóteles dijo que el intelecto (nous) es lo divino del hombre, y Godwin piensa que “sólo la más plena independencia de criterio dispara la conquista de la materia por la mente”28. Esto apunta a un gran concepto –el de la historia humana como despliegue de una libertad fundida con el progreso del saber-, si bien Godwin lo amalgama con un rechazo sentimental de la industrialización29, superponiendo a su idea del orden autoorganizado un modelo provinciano de existencia. El Estado será trascendido precisamente por “pequeñas comunidades autárquicas”, donde cada cabeza de familia tendrá la parcela “justa” para mantenerse, y el dinero volverá a hacerse innecesario. El lujo “no es socialmente útil […] sino directamente opuesto a la propagación de la felicidad”, y si los individuos se limitasen a producir “las cosas necesarias” tendrían bastante trabajando “media hora diaria”30.


En otras palabras, el reino de la libertad incondicional equivale a lo contrario de libertad para emprender, pues el comercio se sigue concibiendo en términos rigurosamente ebionitas. Por ejemplo, las grandes fábricas y compañías se habrían desintegrado solas (by themselves) si no hubiesen contado y contaran con el apoyo de tiranos y privilegiados. Para Godwin, las sociedades comerciales no fueron los enterradores del feudalismo sino acólitos o seudópodos suyos, especialmente perversos porque concentran la anarquía en el único campo del obrar humano donde el anarquismo produce infelicidad colectiva. El reino del juicio privado soberano coincide en la práctica con un abandono del laissez faire, y el libro concluye con la propuesta de que esperemos el advenimiento de la sociedad sin Estado “barriendo los prejuicios que nos atan a la complejidad, mediante una forma sencilla de gobierno”31.

 

La alternativa no quijotesca
El barón de Condorcet (1743-1794), segundo blanco de Malthus, fue un girondino fulminado por la inquisición jacobina que nunca se acercó al ideal de un gobierno simple. Al contrario, mucho antes de ser perseguido32 había estudiado las ventajas de la complejidad aplicando el cálculo de probabilidades a las decisiones tomadas por mayoría, desembocando en dos conclusiones memorables. La primera es el teorema de los jurados, según el cual aumentar el número de deliberantes (electores) reduce el margen de decisión incorrecta; la segunda –conocida como paradoja de Condorcet- descarta esa ventaja de electores crecientes cuando en vez de dos quepan tres o más veredictos. Su Ensayo sobre los progresos de la mente humana, que se publica póstumamente en 1795, tiene en común con el Political Justice de Godwin escribirse al mismo tiempo, ver en la inteligencia lo divino del hombre y rechazar sin condiciones que se le imponga el “yugo de la autoridad”. Con todo, la acracia de Godwin mira el devenir linealmente, y la democracia de Condorcet anticipa la idea del movimiento que expondrán Hegel y el evolucionismo.

“No sólo la misma cantidad de tierra mantendrá a más personas, sino que todos tendrán menos trabajo que hacer, producirán más y satisfarán sus deseos con más plenitud […] La duración de la vida es indefinida en el más estricto sentido de la palabra […] El lapso vital seguirá creciendo si no lo impiden revoluciones físicas del sistema. […] Y no será imposible transmitir la agudeza sensorial alcanzada […] ni las facultades intelectuales y morales”33.

Godwin había previsto que “en el futuro aprenderemos a mirar con desprecio la especulación mercantil, la riqueza comercial y la preocupación por el lucro”34. Condorcet se acercó más al futuro, y encontrarnos con ambos aglomerados por Malthus como visionarios insensatos subraya las dotes persuasivas del miedo, que es prácticamente el único eje de su Ensayo sobre la población35. Pero las inconsistencias de este libro no alteran su valor como reflejo de una tercera postura, ni ácrata ni demócrata, que propone ingeniería social y tiene como prioridad absoluta controlar la natalidad del proletario36. Una industria nacida poco a poco ha logrado ya por entonces que un empleado no hile un metro al día sino más bien al minuto, y avances no menos gigantescos en metalurgia, minería, química industrial y transporte redondean algo tan estimulante como aparentemente aterrador: un sistema productivo que a su capacidad prodigiosa añade la de tener vida propia.


Atendiendo a Víctor Hugo, y a otros cultivadores del sentimentalismo, la fase más “salvaje” de la industrialización ocurrió mientras el público lector miraba hacia otra parte. Pero ya antes de caer Bonaparte toda Europa admira fervientemente al galés R. Owen (1781-1858), una demostración viva de cómo conciliar lo humanitario y lo rentable. Su Una nueva visión de la sociedad (1813) está avalado por probar cómo cierta fábrica textil grande37 puede obtener buenos rendimientos año tras año, sin perjuicio de invertir en vivienda, higiene e instrucción de los obreros, además de subirles el sueldo y reducir jornada. Formado profesionalmente en Manchester, donde esos métodos para elevar la productividad no eran en modo alguno desconocidos, Owen explicaba el “milagro” a sus innumerables visitantes -entre ellos el futuro zar Nicolás I- diciendo que “a Malthus se le olvidó calcular cuánto mayor sería la cantidad producida por personas inteligentes y laboriosas”38.
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3. Una bifurcación precoz del liberalismo39
En el París de 1803, diez años antes de que Owen fascine a Europa desde su factoría, la Révolution está entrando en su etapa de dictadura bonapartista. El afán de grandezas imperiales va a retrasar sensiblemente el desarrollo del país, pero un estado de paz interior basta para que la urbe haya dejado atrás las hambrunas previas, y los pronósticos sombríos tropiezan con dos libros muy bien recibidos por la crítica y el público culto. Uno es el Tratado de economía política del hugonote J. B. Say (1767-1832), que se convierte casi de inmediato en un clásico40; el otro es De la riqueza comercial, un ensayo de J. C. L. Simonde (1773-1842), mejor conocido como Sismondi, que empieza diciendo:

“Las obras se multiplican y cambian el aspecto del mundo; las tiendas están llenas, en las fábricas son admirables los poderes que el hombre ha sabido rescatar del viento, del agua y del fuego para realizar su propia obra [...] Cada ciudad, cada nación rebosa riquezas, cada una desea enviar a sus vecinas las mercancías que le sobran, y nuevos descubrimientos científicos permiten transportarlas con una velocidad asombrosa. Es el triunfo de la crematística”41.


El análisis de la oferta
Say, uno de los pioneros en mecanizar las hilaturas de algodón en Francia, se niega a bendecir el dirigismo napoleónico y hasta después de Waterloo ve prohibida la reedición de su Tratado, donde se presenta como simple introductor de Smith. Sin embargo, Smith daba por supuesto que el producto podía computarse como suma de las rentas inmobiliarias, las del capital mobiliario y los salarios, un esquema que Say modifica radicalmente al añadirle “la empresa”. Tras milenios de miseria por no producir lo bastante, le parece algo a caballo entre la futilidad y la mala fe temblar ante el hecho de que la abundancia crezca con desvíos e incluso retrocesos. En definitiva, no es ecuánime ver en los periodos de baja actividad casualidades tan inmerecidas como un terremoto42. Dejar atrás el sistema de privilegios implica que producción y consumo se ajusten por tanteos, sujetos a exigencias de imaginación y oportunidad desconocidas para los gremios; pero el nuevo actor económico, el inventor-fabricante, no es sólo un juguete de la suerte sino el instrumento de una aristocracia del intelecto y el esfuerzo, que derrama visiblemente sus ventajas. “Quien asume el riesgo y la dirección de una empresa laboral” nunca podrá multiplicarse “de modo gregario”, pues tiene demasiados “obstáculos que remontar, ansiedades que reprimir, contratiempos que subsanar y expedientes que proyectar”43.


La segunda idea célebre de Say es su teoría del equilibrio general o de las “salidas” (débouchés), expuesta al decir que “la oferta de X crea la demanda de Y”. Nadie dudaba ya de que las economías políticas fuesen un juego de magnitudes interdependientes, donde sumar o restar en cualquier factor altera por fuerza todo el resto, pero el análisis de la interdependencia descubre que del mismo “fondo” surgen bienes y adquirentes. Es algo que se observa con especial nitidez en momentos de crisis, añade, donde la producción declina antes que el consumo y se recobra antes también, porque aquello que visto desde un sector constituye un desfase entre expectativas no lo es atendiendo a demanda total y oferta total. Como el conjunto de las empresas produce siempre cosas complementarias o equivalentes, en una economía compleja el equilibrio no es sinónimo de crear sólo lo destinado a adquirirse, sino de que “las demandas aumentarán en la mayoría de los casos si aumentan las ofertas, y disminuirán si ellas disminuyen”44.


Sólo más adelante, en el prólogo a la edición norteamericana de su Tratado, encontramos la expresión llamada desde entonces ley de Say o de los mercados: “la demanda de un artículo es inaugurada por su propia producción”45. Atento siempre a evitar el doctrinarismo46, no vio allí una ley o siquiera un argumento, sino algo aparejado al “continuo” de generación-consumo, llamado a crecer no sólo a despecho de sino merced a sus crisis, pues en la práctica son ajustes orientados a restablecer condiciones viables para los negocios, tras fases donde demasiados activos se sobrevaloran. Le habría asombrado, quizá, ver cómo el emparejamiento de ofertas y demandas acabó otorgando un estatus de autonomía al marketing, que es una técnica de condicionamiento diseñada para invertir el orden espontáneo del deseo. Sin embargo, hasta los críticos más acérrimos de la autorregulación asimilarán su idea de la interdependencia, que equivale a la posterior ley keynesiana: los ingresos de una persona son los gastos de otra47.

 

El análisis de la demanda
Su colega Sismondi, que en 1803 celebraba el triunfo de la “crematística”, revisa profundamente criterios en Nuevos principios de economía política (1819), una obra escrita tras residir algún tiempo en su admirada Inglaterra, “cuya opulencia golpea los ojos de todos sin atender a la ventaja del pobre”48. El país, que ha abandonado el patrón oro en 1797 para hacer frente a su guerra con Francia, y está pendiente de restablecerlo, crece alternando la inflación con puntuales caídas de precios en sectores afectados por algún hartazgo de stocks, que repercute sobre el operario con desempleo y salarios a la baja. A largo plazo el equilibrio va restableciéndose automáticamente, aunque con “aterradoras cantidades de sufrimiento” que podrían ser evitadas si “el poder social regulase el progreso de la riqueza”. Nos equivocaríamos, sin embargo, suponiendo que Sismondi aboga por algún tipo de planificación, pues detesta cualquier “centralismo”, venera la libertad política y económica como valor supremo y está en realidad inventando el liberalismo postindustrial, que ofrece a la mano de obra no especializada un sistema de normas orientado a mejorar sus condiciones de trabajo y sus ingresos:

“Say y Ricardo49 han llegado a la conclusión de que el consumo es un poder limitado sólo por la producción, cuando de hecho está limitado por el ingreso […]
Anunciando que cualquier abundancia producida encontraría consumidores, ambos estimularon al productor para que causase el empacho de manufacturas que tanto perturba hoy al mundo civilizado, en vez de advertir que todo incremento de la producción no acompañado por el correspondiente incremento en ingreso ocasionará pérdidas a alguno. Con análogo despiste, el sr. Malthus ignora que la cantidad de alimento producida por la tierra podrá crecer con extrema rapidez durante mucho tiempo, y que la causa de todas las penalidades de la clase trabajadora no es el crecimiento incontrolado de su número, sino la desproporción de su ingreso”50.

Uno por uno, los fenómenos de sobreproducción fluyen de errores inevitables antes o después, dada nuestra limitada capacidad para calcular el deseo ajeno (e incluso el propio), pero eso no modifica que dependan globalmente de algo evitable como el subconsumo. Sismondi se asegura con este análisis un puesto en la historia del pensamiento económico, pues llevarlo adelante implica adivinar los conceptos de ciclo y demanda total o agregada51, introduciendo el tiempo en los procesos de un modo más preciso que nadie hasta entonces52. Nadie había dicho tampoco que una economía donde los productores no pueden adquirir gran parte de la producción es ineficiente, y que dicho criterio sólo puede adoptar visos de necesidad objetiva desde hábitos mentales heredados del sistema preindustrial. Para Sismondi, la “civilización” depende de que la mayoría del cuerpo social acepte motu proprio las reglas del orden establecido; y es absurdo imaginar que la masa laboral pudiera asumir una mentalidad de clase media sin incorporarse al consumo y a la propiedad. Algunos verán en ello un mero desiderátum filantrópico, pero él insiste en que resulta esencial a la vez para asegurar la concordia y mantener el crecimiento.


Por lo demás, Sismondi alterna lucidez con sentimentalismo, y el detalle de sus propuestas es una combinación ambigua de ideario liberal53 con planteamientos en la línea de Godwin u Owen. Juiciosamente audaz, por ejemplo, es promover la sindicación del obrero y el salario mínimo. No cabe decir lo mismo de sugestiones como volver a la pequeña empresa, o aprovechar el registro de patentes para “limitar el crecimiento de la técnica, evitando la obsolescencia de procedimientos y manufacturas tradicionales”54. Ha inaugurado una teoría del desarrollo basada en suavizar sus altibajos, y aunque en la práctica esto se centre en lo retrógrado por excelencia -oponerse a la innovación-, la coyuntura política asegura una acogida calurosa de su proyecto en todos los sectores sociales alarmados por el poder creciente del industrial. Los conservadores sólo pueden contrarrestar la influencia de ese pujante grupo organizando una alianza de propietarios pequeños con no propietarios, y décadas después las tesis sismondianas se concretarán en los sistemas de seguridad social promovidos por Disraeli y Bismarck en Inglaterra y Alemania.


A despecho de sus nostalgias, la impronta liberal de Sismondi le hizo ser tan poco doctrinario como Say. Subrayó que un plan detallado para robustecer la demanda desbordaba su capacidad, y sus Nuevos principios de economía política son un llamamiento recurrente a “unir las luces de todos”55. Un brote de melancolía hizo que poco antes de morir escribiese: “Abandono este mundo sin dejar la más mínima huella, y nada puedo hacer ya por remediarlo”56. En realidad, había contribuido decisivamente a que el Estado asumiese funciones de estabilizador e impulsor de la economía, dirigiéndose “tanto al corazón como a la cabeza”. Sobresalió por erudición en una época donde empezaban a abundar los eruditos formidables57, y aunque nunca se alinease con la autogestión obrera todos los convencidos de su conveniencia le tomaron por precursor. No en vano había devuelto la expresión proletarius al habla común.

 

Antonio Escohotado
Julio, 2009

 


NOTAS

1 Hegel 1967, pág. 82.

2 Stuart Mill 1984, p. 6.

3 Cicerón, Sobre los oficios I, 42.

4 Incluso Atenas, cuyos éxitos iniciales parten de una clase media muy emprendedora, tuvo algo después una docena de esclavos por cada ciudadano laboralmente útil, y arruinó con esa competencia a sus profesionales libres. Sobre los puntos de partida para esa creciente delegación véase vol. I, págs. 48-53.

5 Jesús manda “dar lo suyo al César”, y san Pablo ha aclarado que “los esclavos deben servir fielmente a sus amos” (Efesios 6:7).

6 Véase vol. I, págs. 139-150.

7 Cf. Schumpeter 1975, págs. 69-155. Por lo demás, su pionero y admirable análisis omite lo unitario del sentimiento anticapitalista, representado por la continuidad del comunismo teológico y el laico. De ahí que relacione las formas más obstinadas de anticapitalismo con “un tipo de radical cuyo fundamento es sólo estupidez, ignorancia e irresponsabilidad” (ibíd., pág. 129).

8 La prelación de Paine es argumentada por Halévy 1904, p. 71.

9 Sentido común (1776) argumentó y difundió los principios de la independencia norteamericana. Los artículos reunidos en La crisis americana (1776-1783) fueron vitales cuando la guerra contra la metrópoli invitó a desmoralizarse. La edad de la razón (1794) desmonta a la vez el cristianismo dogmático y los ensayos de religión política inaugurados por el jacobinismo. Justicia agraria (1795) aboga por un salario mínimo interprofesional y abunda en lo ya expuesto por Derechos del hombre, que es evitar la “aristocracia hereditaria” redistribuyendo periódicamente parte de la riqueza con un impuesto progresivo sobre la renta de personas físicas y jurídicas.

10 Paine 1793, pág. 106. “Las leyes del intercambio y el comercio son las leyes naturales del interés recíproco […] donde ni los pobres son oprimidos ni los ricos privilegiados […] por la ávida mano de un gobierno hecho a embutirse en cada rincón y ranura de la industria” (págs. 109 y 105).

11 “Lo que Arquímedes dijo de los poderes mecánicos –‘dadme un punto de apoyo y moveré el universo’- puede aplicarse la razón y a la libertad desde la revolución americana, que convirtió en práctica política algo meramente teórico en mecánica” (Paine 1793, pág. 104).

12 Sobre la génesis de esa “agresión defensiva”, fundamento del ulterior principio de las “provocaciones”, véase vol. I, págs. 489 y ss.

13 Un fragmento de la pugna secular entre tenderos y “aventureros” se reseña en el volumen I, págs 392-396.

14 Gracias a la ley Anne, que quiere estimular el conocimiento (encouragement of learning) protegiendo de “piratería” las creaciones registradas durante 28 años. A partir de entonces toda cristalización de la inteligencia volverá al “dominio público”. Cf. Wikipedia, voz copyright.

15 Véase vol. I, págs. 218-220.

16 Su prototipo es la “agonía” gloriosa del atleta olímpico, que sólo puede salir triunfante de su apuesta competitiva combinando lo sufrido del guerrero con lo diestro del sabio. La rivalidad de ese “jugador” parte de “reglas absolutamente obligatorias aunque aceptadas sin coacción […] unidas a la conciencia de ‘ser de otro modo’ en la vida corriente” (Huizinga 1969, pág. 7).

17 Salvo socialistas excepcionales, como Saint-Simon y casi un siglo después E. Bernstein (1850-1932) y J. Jaurés (1859-1914), que fundan el tipo de partido socialista compatible con instituciones democráticas.

18 El Sermón de la Montaña comienza bendiciendo precisamente a los “pobres de espíritu” (Mateo 5:3). En la versión más breve ofrecida por Lucas, Jesús bendice genéricamente a “los pobres” (6:20).

19 Schumpeter 1975, pág. 65.

20 El padre teórico de las olas o superciclos –subdivididas luego en “estaciones” por economistas ulteriores- fue el infeliz N. Kondratiev (1892-1938), encarcelado largamente y luego ejecutado por Stalin.

21 Cf. Schumpeter 1975, pág. 65. Norteamérica experimenta un crecimiento bastante superior al europeo. Entre 1870 y 1930, por ejemplo, su tasa media alcanza el 4,3 por ciento anual en el sector de manufacturas (Ibíd., pág. 64).

22 Sólo turbado por el periférico conflicto de Crimea (1854-6), que no deja de cobrarse un millón largo de muertos (ante todo rusos, levados en masa y armados ridículamente).

23 “La capacidad para mejorar la vida de los pobres mediante formas distintas de distribuir la producción no es nada comparada con la capacidad aparentemente ilimitada de conseguirlo incrementando la producción” (Lucas 2003, en minneapolis.org., subrayado de Lucas).

24 Entre 1730 y 1750 era el 74,5%, y entre1810 y 1829 es el 31,8%. Cf. Buer 1926, pág. 30.

25 Esa será la tesis del Malthus viejo, en sus Principios de economía política (1820); cf. Malthus, en Siegel 1973, págs. 353-354.

26 Political and Philosophical Writings, vol. IV, pág. 417. El internauta dispone de un buen artículo online sobre Godwin en la Stanford Encyclopaedia of Philosophy.

27 En Una investigación sobre la justicia política y sus influencias sobre la virtud y la felicidad general, que se publica originalmente en dos gruesos volúmenes. A despecho de vender pocos ejemplares, escandaliza al conservador y conmueve a los “poetas revolucionarios” ingleses del momento, que son ante todo Wordsworth, Southey, Coleridge y Shelley. Godwin es amigo y admirador de Paine, si bien asimila de modo muy distinto el modelo de sociedad llamado a sustituir la clerical-militar.

28 Godwin, en Halévy 1904, p. 86.

29 Lo más próximo a un análisis económico y social del momento está en su novela Las cosas como son, o aventuras de Caleb Williams (1794). Allí narra aspiraciones y agravios sufridos por algunos oficios –en particular herreros, corseteros, tenderos, granjeros, veterinarios, herboristas y reverendos de feligresías pobres-, a quienes muestra oprimidos por latifundistas y grandes comerciantes. Algún crítico comparó esta sátira con el Quijote, y otros -como Dickens- vieron en ella “un libro mal escrito”.

30 Godwin, en Halévy 1904, págs. 115-117. Sobre Mandeville, que fue el primer valedor del lujo como motor del desarrollo, véase vol. I, págs. 411-413.

31 Political Justice, lib. VIII, cap. I.

32 En su Ensayo sobre aplicación del análisis a la probabilidad de decisiones mayoritarias (1785).

33 Condorcet, Ensayo…, Décima época, párrafos antepenúltimo y penúltimo. Uso la versión de libertyfund.org

34 Godwin, cap. X in fine.

35 En sus respectivas historias del pensamiento económico, Cannan y Schumpeter llegan a conclusiones prácticamente idénticas sobre este texto. A juicio del primero, “se desploma como argumentación, dejando un caos de hechos reunidos para ilustrar el efecto de leyes inexistentes”. A juicio del segundo, es “un trabajo deplorable técnicamente, que por substancia está a un paso de la insensatez”. Cf. Schumpeter 1995, pág. 645. En su gran crónica del utilitarismo, Halévy atribuye “el prestigio soberano del Ensayo a su carácter pseudomatemático” (Halévy 1904, p. 177).

36 Su punto de partida fue “la gran doctrina benthamista de asegurar pleno empleo con salarios altos a toda la población trabajadora, mediante una restricción voluntaria de sus números” (Stuart Mill 1984, pág. 385).

37 La factoría de New Lanark, movida por la fuerza hidráulica de unas cascadas. Cuando Owen pasó de gerente a copropietario, en 1813, de sus dos mil obreros medio millar eran -y siguieron siendo- niños de los asilos e inclusas comarcales, empleados desde los ocho años.

38 Owen, en Spiegel 1973, p. 516.

39 El término “liberal” en su acepción política se difunde desde las Cortes de Cádiz (1812).

40 Jefferson, por ejemplo, se propuso ofrecer a Say una cátedra en la recién fundada Universidad de Virginia, considerando que su texto era “más corto, más claro y más sólido” que el tratado de Smith. Innumerables manuales imitarán desde entonces la elegancia de su orden expositivo (producción, distribución y consumo).

41 Sismondi, en Durkheim 1982, p. 163.

42 Casi cinco décadas después de que haya aparecido el Tratado, en 1848, Stuart Mill sigue presentando como anomalías “tiempos de crisis donde todo el mundo quiere vender y hay pocos compradores, lo cual produce una plétora de bienes o escasez de dinero” (Principles, III, 14). Circula ya por entonces el concepto de ciclo económico, pero el gusto por dinámicas simples omite una historia de burbujas financieras -seguidas por alguna contracción más o menos intensa- que comienza a mediados del siglo XVII, coincidiendo con la creación del Banco de Inglaterra.

43 Cf. Spiegel 1973, p. 312.

44 Lerner 1939, en Schumpeter 1995, pág. 685.

45 Say, en Spiegel ibíd.

46 “El hombre doctrinario cree que puede organizar a los diferentes miembros de una sociedad grande de un modo tan desenvuelto como quien dispone las piezas de ajedrez sobre un tablero […] sin percibir que en el vasto tablero de la sociedad humana cada pieza tiene un motor propio, independiente por completo del que la legislación elija imponerle” (Smith 1997, pág. 418).

47 En su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, Keynes dirá: “La oferta crea su propia demanda en el sentido de que el precio de la demanda agregada es igual al precio de la oferta agregada” (Keynes 2008, pág. 21).

48 Sismondi 1847, Prefacio, en liberdtyfund.org.

49 Los Principles de Ricardo han aparecido dos años antes de que Sismondi publique los suyos.

50 Sismondi, Prefacio, en libertyfund.org. Algo más adelante vuelve sobre Malthus, pare recordarle: “Los límites naturales de la población son siempre respetados por quienes tienen algo, e ignorados por quienes nada tienen”.

51 El conjunto de bienes y servicios demandados por una economía política, que desde Keynes se obtiene sumando consumo, inversión, gasto estatal y exportación neta.

52 El eje técnico de su crítica al equilibrio automático es precisamente el llamado análisis de periodos. La renta monetaria de cualquier fase t, por ejemplo, depende de procesos cuyas mercancías sólo están disponibles desde el momento t+1, aunque pueden ser gastadas en el momento t-1.

53 Su estoicismo brilla en el De la riqueza comercial (1803), cuando comienza diciendo: “Un benéfico decreto de la Providencia, que nos dio escasez y sufrimientos, despertó nuestra actividad y nos impulsó a desarrollar la totalidad de nuestro ser”; Sismondi 1803, en socserv.mcmaster.ca/econ.

54 Sismondi 1847, en libertyfund.org.

55 Sismondi, en Durkheim 1982, pág. 169.

56 Sismondi, en Spiegel 1973, pág. 365.

57 Junto a su obra de economista acometió empeños portentosos, como una insuperada Historia de las repúblicas medievales italianas en 16 volúmenes, una Historia de los franceses en veintitantos y una profunda renovación de la crítica literaria.

 


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