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La purga apocalíptica
«Los buenos ciudadanos deben acudir a las cárceles,
para pasar allí por el filo de la espada a los traidores.»
J. P. Marat1.
La Revolución permite seguir con gran
lujo de detalle cómo un llamamiento a la libertad, la igualdad
y la fraternidad desemboca en grados crecientes de tiranía,
discriminación y fratricidio. Sus protagonistas, que experimentan
esa coincidencia como una desdicha imprevisible, tienen en común
con sus compañeros de viaje y con el pueblo en general
ser excepcionalmente capaces para disociar forma y contenido,
apariencia y sustrato, giro semántico y simple dato. Ya
desde el Gran Miedo, que irrumpe en el verano de 1789, empieza
a ser posible que la noche se llame día o a la inversa,
presentándose como atemorizado quien atemoriza. Siglos
de tiranía consentida maduran en actos de defensa que se
adelantan por sistema al ataque, con el complot del pan como representación
perfecta para borrar la frontera entre agresor y agredido.
Nunca sabremos con mínima exactitud qué
proporción del pueblo francés participó en
las masacres, o las bendijo. Sólo podemos estar seguros
de que sus tribunos concibieron la República francesa como
«nueva Esparta»2.
Salvo Atenas que les parece afeminada y decadente, propensa
a negociar en vez de conquistar, para ellos el resto de
la cultura grecorromana es un momento de gloria insuperable, donde
la virtud viril reprimió sin contemplaciones los afectos
crematísticos (affections métalliques):
«La inflexible austeridad de Licurgo cimentó
firmemente la República espartana, mientras el carácter
débil y confiado de Solón precipitó a Atenas
en la esclavitud»3.
«Compartamos el orgullo de los espartanos, pues no debe
haber entre nosotros otra pasión que la libertad, otras
pautas que las constitucionales, otro culto que el de la patria
y otra rivalidad que la virtud»4.
«El mundo ha estado vacío desde los romanos,
y su recuerdo es nuestra única profecía de libertad»5.
I. Los fundamentos de una ciudadanía
castrense
Puede sonar a paradoja que la única democracia
antigua sea «esclavitud», que las «pautas constitucionales»
descansen en un Estado-Ejército sin leyes escritas, y que
Roma simbolice precisamente «libertad». Pero el Contrato
social (1762) se ha convertido en Biblia, y su filosofía
de la historia consiste básicamente en oponer las exigencias
del alma noble a una mecánica de intereses mezquinos. Los
humanos fueron felices mientras se atuvieron a una vida de austera
igualdad, con la patria como única cosa terrenal verdaderamente
sagrada, y alejarse cada vez más de dicha redención
(rédemption) explica que la posterior andadura de
Occidente sea un «vacío». Lejos de constituir
un progreso, la secularización representa un marasmo moral,
donde sólo Francia ha logrado descubrir que su destino
es recobrar la grandeur antigua.
Paralelamente, una revolución que en
1789 pretendía establecer un Estado de derecho piensa tres
años más tarde que la seguridad jurídica
sería un cómodo refugio para traidores, y que un
régimen de precio fijo asegurará los abastecimientos.
Sus líderes avanzan con la vista puesta en el legendario
Licurgo, que según Plutarco perdió un ojo cuando
cierto conciudadano le asestó un garrotazo, pues acababa
de imponer a todos que comiesen siempre el mismo alimento en los
cuarteles de cada zona, prohibiendo en general las refecciones
domésticas. A los tribunos franceses esa «inflexible
austeridad» va a costarles algo más que un ojo, pero
su proeza es una Liberté que se opone a las libertades.
El reglamento militar promulgado en 1793 ordena, por ejemplo,
que los soldados encabecen cualquier misiva a sus mandos con un
«Salud y fraternidad de tu igual en derechos»6,
cosa llamativa cuando ninguno de los reconocidos por la Declaración
de 1789 sigue en vigor.
Que los legisladores bendigan continuamente
una igualdad jurídica derogada por ellos mismos nos devuelve
al argumento roussoniano: la volonté de tous o mera
suma de votos es una instancia política falible, llamada
a ser sustituida por la infalible volonté générale.
Núcleo de la divergencia entre forma y contenido, esa contraposición
llama a fundar una democracia más intensa y veraz que la
derivada de comicios, y veinte años después de morir
Rousseau la volunad general empieza a ser asumida por una secuencia
de particulares. Su hallazgo más relevante va a ser la
forma moderna de imponer uniformidad, ya que un elenco de derechos
civiles rechazado hasta entonces por subversivo pasa a serlo por
insolidario, en función de un entusiasmo ante lo «soberano»
y lo «uno» que llama «secesión»
al pluralismo político.
Derogar las arbitrarias órdenes de arresto
(lettres de cachet) de la Corona desemboca finalmente en
un estado de excepción indefinido, donde energías
descomunales se concentran en perseguir desviaciones ideológicas,
siendo perentorio todo salvo derogar la inseguridad jurídica.
Planteada la libertad en términos roussonianos, como algo
que para no incurrir en libertinaje debe brotar de una previa
fusión mental, lo prioritario es una secuencia de purgas.
Como aclara P.G. Chaumette, alias Anaxágoras, presidente
y luego fiscal de la Comuna Insurrecta, el homenaje debido a la
diosa Liberté es precisamente holocauste7.
He ahí un fósil específicamente
nacional, pues los sacrificios con víctima humana no fueron
una institución grecorromana sino céltica, muy extendida
en la Galia cuando las riendas de su gobierno estaban encomendadas
al estamento druídico. Los altares existentes se han puesto
ahora al servicio de una tríada divina nueva Liberté,
Raison y Patrie, y si contextualizamos la declaración
de «Anaxágoras» el retrato incluye al país
más civilizado en algunos sentidos, y uno de los más
incivilizados en otros; sin ir más lejos, lo mismo falta
agua potable en la capital que el mínimo de confianza preciso
para sostener la letra de cambio como medio de pago. En el noroeste
de Europa quizá ningún Estado exhiba un desfase
parejo entre confort y lujo, ni una magnitud comparable de orgullo
y rencor.
1. El dualismo romántico. A esas
y otras particularidades puede deberse que Jefferson sea tildado
en Norteamérica de jacobino por defender la más
escrupulosa libertad de criterio y expresión, mientras
Marat su equivalente en Francia aspira a «renovar
la función del Censor romano»8. El multitudinario
duelo tras su asesinato indica que parte del país le tiene
por director espiritual, y quienes consideran esa grey como un
elemento sólo pasivo, arrastrado por la contundencia de
su pluma, omiten imaginar cuántos habrían podido
cambiar de apóstol si Marat hubiese dado muestras de ecuanimidad
o clemencia. No en vano la antigua Galia es el territorio donde
irrumpe con fuerza irresistible el romanticismo, una revolucionaria
manera de pensar y sentir que en más de un sentido rescata
la conciencia infeliz del protocristiano.
El nuevo espíritu retrocede nostálgicamente
en busca del fundamento, y su literatura cultiva los adjetivos
como aquella parte del idioma más propiamente fiel a lo
real. Verbos y nombres, el resto del lenguaje, estorban por sistema
su propósito de llegar al fondo rápida e inequívocamente.
La libertad, por ejemplo, es sublime o auténtica, y en
otro caso pedestre o falsa. El gran metafísico del movimiento
lo resume con admirable concisión: esforzarse por analizar
las cosas mundanas como si tuviesen vida propia («ser en
sí») olvida y desafía a la «subjetividad»
de la cual nacieron9. Una realidad no determinada por epítetos
emotivos presenta al yo como una parte prescindible del conjunto,
mientras someter cada objeto a la horma de calificaciones contrapuestas
le defiende de sentirse ninguneado por la mera existencia o «facticidad».
En la práctica, este voluntarismo sentimental
rechaza por sistema cada hoy apoyándose en la memoria de
algún pasado más acorde con su propia inquietud.
Anclada básicamente en el ayer, la pintura romántica
pasará por ejemplo del neoclásico al neogótico,
mientras la política romántica transforma sus himnos
iniciales al buen salvaje en el cuerpo de decretos que instaura
el Terror. Distinguir entre ley y moralidad parece un aplazamiento
innecesario de la justicia, en momentos donde el sujeto «puro»
podría al fin imponerse al objeto. Una libertad entendida
como amor sublime hacia ella misma cancela las prosaicas libertades
civiles, que sabotean su instauración coactiva de la virtud
y sostienen en definitiva el complot del pan. Dicha actitud coincide
con la salut publique, y hay un Comité específico
distinto del de Seguridad y el de Educación
centrado en evitar que lo saludable se vea expuesto a lo enfermizo.
«Abandonarse a los principios»,
observó Camus a propósito de SaintJust, «es
morir por un amor imposible, lo contrario del amor»10.
Pero el alma romántica saluda la contradicción como
un estímulo, entendiendo que cuanto más aparentemente
imposible sea un cumplimiento más se acercará a
la verdad supremamente sencilla. Su sed de absoluto denuncia lo
acomodaticio y mediocre del sentido crítico, trazando una
divisoria entre autenticidad y pragmatismo, rectitud ideológica
y corrupción métallique. Una «pureza
de principios» antes limitada al dogma de fe se derrama
así por el conjunto de la esfera política, y cuántos
traidores haya pasa a ser algo directamente proporcional al rigor
«teórico» de cada equipo rector. Saint-Just
que es reconocidamente el más puro, muestra
hasta dónde puede llegar la pesquisa cuando parte de esa
base:
«[Billaud-Varenne] está silencioso, pálido,
con la mirada fija, componiendo sus rasgos alterados. La verdad
no tiene ese carácter»11.
¿Qué carácter tiene la
verdad? Un diputado cuyo apodo es «Arcángel de la
Muerte» se dirige a otro cuyo apodo es «Rectilíneo»,
y lo hace como el inspector interroga a un sospechoso en comisaría,
animándole a mostrarse locuaz, lozano, con ojos distraídos
y apacibles12. Su marco es un parlamento mucho más parecido
a un tribunal de la Inquisición que a un espacio de inmunidad
para plurales opiniones, algo en lo cual ambos han intervenido
decisivamente, y la gran noticia del momento es que el simplismo
no sólo sigue vivo sino pleno de inventiva, capaz de poner
en circulación a un maniqueo inusitadamente radical. En
efecto, Mani se limitó a subrayar que no hay mezcla posible
entre bien y mal, oponiendo a los indicios evolutivos una estática
inseparable de todos los grandes profetas.
No obstante, las promesas previas de redención
dejaban siempre algún resquicio para términos medios.
Incluso el severo Mahoma admitía terceros en su alternativa
de monoteístas y politeístas, arbitrando para judíos,
cristianos y otros fieles del dios único una libertad de
conciencia y culto que se conseguía pagando un tributo.
Desde el hallazgo de la agresión defensiva, sin embargo,
los hombres cultos que aprovechan sistemáticamente ese
sentimiento para imperar luchan ante todo contra posibilistas,
entendiendo por tales a quienes no sólo reconocen el blanco
y el negro sino el gris y otros colores. El Terror decreta que
semejante cosa es delito castigado con pena capital, porque los
cultivadores de cualquier término intermedio son los contrarrevolucionarios
por excelencia, mucho más temibles para la Liberté
que el monárquico, y a ellos se dirige Robespierre cuando
pregunta: «¿Queréis una revolución
sin revolución?»13.
Su lugarteniente se apresura a contestar: «Golpea rápido
y duro, osa, he ahí el secreto del éxito»14.
No deja de ser curioso que ambos, y la plana mayor del tribunado
radical, se hayan formado precisamente como juristas.
2. Lo objetivo y lo subjetivo. Dejando
a salvo la primera y muy notable crónica de la Revolución15,
desde J. Michelet (1798-1874) sucesivas generaciones de historiadores
franceses han practicado un tipo de relato que funde erudición
y hagiografía, dominio del pormenor y sectarismo. Cierto
estudio monográfico de gran volumen sobre las masacres
de septiembre, por ejemplo, concluye afirmando que sus autores
fueron «fuerzas históricas impersonales», movidas
por el deseo de vengar a las víctimas del asalto a las
Tullerías16, no un pequeño grupo de agitadores17.
Otro aún más extenso afirma que los girondinos «cayeron
por negarse a cooperar con el pueblo»18, y que Luis XVI
huyó de «la irreductible oposición entre realeza
aristocrática y Nación revolucionaria»19.
Hace falta esperar al último tercio del
siglo xx para que un historiador galo prestigioso renuncie al
estereotipo de la agresión defensiva, y observe que el
baño de sangre fue el resultado de una batalla entre autoritarios
y liberales, oscurecida por presentarse como lucha de clases sujeta
a las leyes del materialismo dialéctico20.
Para los historiadores conmemorativos el espíritu sans-culotte
representa al pueblo francés como volonté genérale,
y la Revolución describe su diálogo con gobiernos
más o menos fieles a él. Gracias a ellos, por ejemplo,
sabemos con certeza que dicho espíritu no correspondía
a una clase homogénea21,
si bien esto nos les lleva a poner en duda que el auge de la guillotina
fuese el momento de suprema unanimidad «popular».
Pueblo sería sinónimo de una clase anti-clase, iluminada
por la infalible guía del acto masivo espontáneo,
y los tribunos habrían sido burgueses que superaron sus
condicionantes de clase para ponerse al servicio del «adversario
objetivo». Anticipar al proletariado revolucionario consciente
de sí les permitió descubrir los métodos,
reacciones, giros semánticos y símbolos eficaces
para montar en el futuro todos los golpes de Estado comunistas.
Pero que el Terror sea la antesala del igualitarismo
moderno no justifica presentarlo como una empresa democrática,
que sólo interrumpió las garantías civiles
para defenderse de burgueses y aristócratas minoritarios.
Esa tesis prolonga la cadena de equívocos que arranca de
aislar política romántica y pobrismo victimista,
dos actitudes que los tribunos galos combinan con perfecta fluidez.
Al universo grandilocuente tradicional el romanticismo (romantisme)
añade el «fanatismo lúgubre del absorbido
por cementerios»22,
cuyo núcleo es la sublimidad de aspirar a la paz y obstinarse
en la guerra. Ser subjetivamente tal cosa y objetivamente la otra
se entrelaza con el ataque vestido de defensa, la clemencia asimilada
a parricidio, la felicidad retroprogresiva y, en general, el llamamiento
a la arrogancia y el odio.
La dicotomía entre espíritu sans-culotte
y resto del cuerpo social francés no resiste a la propia
la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789),
que es el primer elenco completo de garantías civiles23.
Dicho documento regula sin folletín paranoide un orden
de derechos y deberes, que empieza guiando todo y acaba descartándose
como un obstáculo para el patriota. Su sobriedad es veneno
para la vena salvífica de quienes controlan la Révolution
desde 1792:
«Artículo 4. La libertad
consiste en poder hacer cualquier cosa que no perjudique a otros,
y el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene
límites distintos de aquellos que aseguran a otros miembros
de la sociedad el disfrute de esos mismos derechos. Dichos límites
sólo podrán determinarse por ley.
Artículo 5. La ley sólo
podrá prohibir aquellas acciones lesivas para la sociedad.
No es lícito obstaculizar sino aquello prohibido por
ley, y nadie será forzado a hacer aquello que la ley
no ordene.»
II. Credo y temperamento del tribuno francés
Cívico es reducir lo obligatorio a mínimos,
vedando el acceso a las magistraturas de quienes pretendan lo
contrario. Aquello que I. Berlin llamó «libertad
negativa» a fin de cuentas, el derecho a «no
ser importunado por otro»24
inspira la Declaración de 1789, y la agudeza de Sieyès,
Talleyrand, Mirabeau y otros redactores del texto se encarga de
hacer imposible un retorno al paternalismo que no viole tal o
cual precepto suyo. Pero con el espíritu sans-culotte
resurge el anhelo de «libertad positiva» consustancial
al movimiento profético, que puede sentirse coaccionado
por no «atravesar las nubes como el águila y vivir
bajo las aguas como la ballena»25.
Para los tribunos franceses la liberté es autorrealización
colectiva, felicidad general, y en ese sentido declara Robespierre
que «la Revolución es la guerra emprendida por la
Libertad contra sus adversarios»26.
La nueva acepción del término
podría añadirse a la antigua como colonia
a Colonia si no fuese su puntual opuesto. La libertad negativa
descansa sobre las condiciones procesales de la ley democrática27,
que es a su vez el principal estorbo para las iniciativas siempre
urgentísimas de quienes representan a la libertad en sentido
positivo, como redención colectiva. El antes citado Chaumette,
uno de los communards más influyentes, aclara entonces
que «ha llegado la guerra abierta de los ricos contra los
pobres; quieren aplastarnos, hay que adelantarse»28.
La prisa refuerza el giro semántico, y cambiar un par de
palabras nos traslada de París a Moscú ciento treinta
años después, cuando su equivalente en la cadena
de mando sentencia:
«La coacción proletaria, en todas sus formas,
desde las ejecuciones a los trabajos forzados, es por
paradójico que suene el método para modelar
la sociedad comunista a partir del material humano del periodo
capitalista»29.
El absolutismo soviético y el romanticismo
revolucionario no sólo coinciden en rechazar la libertad
como independencia. Se adhieren además al summum imperium
preliberal, que en manos de A honra al pueblo y en manos de B
le deshonra. El poder político será bueno o malo,
legítimo o ilegítimo, no una función graduable
desde la irresponsabilidad vitalicia a la destitución si
viola cualquier norma o sencillamente pierde un voto de censura.
Roux, por ejemplo, profesa a Luis XVI un «odio infinito»,
y acto seguido se enorgullece del «gran esplendor que presta
a un pueblo lo majestuoso del poder soberano»30.
Su corazón aspira un gobierno con facultades ilimitadas
como pide la Comuna Insurrecta desde el principio,
y no le inquieta que en la práctica esas facultades recaigan
por fuerza sobre tal o cual persona.
La pasión y el ceremonial que envuelven
al mando infinito tienen como alternativa dividir y someter a
control recíproco las ramas del poder coactivo. Con todo,
Francia vive una «novela de novelas escrita con dinamita
profética»31, que fluctúa de la farsa a la
tragedia y exacerba el teatro hasta hacerlo indiscernible de la
vida. De ahí que explicar su preferencia por la fabulación
atribuyéndolo al dramático estado de cosas resucite
el dilema del huevo y la gallina. Sólo es manifiesto que
reina una constelación mandobediente donde sobra
todo cuanto no sea dictar o cumplir órdenes, y resulta
pueril atribuir la multitud de tramas culminadas en guillotina
al deseo de que el país se incorpore a las novedades políticas
y económicas del momento. Lo explosivo del conflicto viene
de «hostilidad a la modernización, no de impaciencia
ante el ritmo de su progreso»32.
Los partidarios del rey por derecho divino,
qué casualidad, coinciden con los tribunos revolucionarios
más puros en oponerse a que el entendimiento de cada ciudadano
delibere, prefiriendo sujetarlo a una tutela oficial vitalicia.
El malentendido que se sigue de llamar libertad política
al «combate por lograr una posición más elevada»33
no puede, pues, separarse del malentendido que contrapone revolucionario
a conservador. Casi todos los revolucionarios triunfantes son
reaccionarios en el sentido más eminente.
1. El paternalismo visceral. Suizo francófono
como Rousseau, y médico por profesión, el periodista
y diputado J. P. Marat (1743-1793) tuvo aspiraciones de gran científico
inventor de una nueva teoría sobre la electricidad
y otros «fluidos ígneos» antes de convertirse
en pionero del Terror. Otros tribunos evolucionaron desde una
postura contemporizadora, pero él predicó guerra
civil prácticamente desde la convocatoria de los Estados
Generales. Deísta fervoroso, capaz de componer una oración
al Ser Supremo para casarse en mitad del campo34, renueva el Sermón
de la Montaña presentándose como protector de los
pobres en general y del trabajador en particular. Esos débiles
se hacen fuertes unidos por un culto filantrópico a la
Patria, y no deben vacilar ante la conveniencia de exterminar
preventivamente a sus enemigos, que son toda suerte de «notables».
Poco antes de morir, en el apogeo de su influencia, comunica a
la Convención su alarma:
«Los ricos, los conspiradores y los maliciosos van en
masa a las asambleas populares de distrito (sections), se hacen
amos de ellas y las llevan a tomar las decisiones más
liberticidas, mientras los jornaleros, los operarios, los artesanos,
los tenderos y los granjeros, en una palabra la masa de infelices
forzados a trabajar para vivir, no pueden participar en la represión
de las maniobras criminales de los enemigos de la libertad»35.
La Declaración de 1789 se ha adelantado
a este tipo de iniciativa, estableciendo que «serán
castigados quienes soliciten, expidan, cumplan o hagan cumplir
órdenes arbitrarias»36. Pero para entonces todos
sus artículos llevan un par de años suspendidos,
y Marat pasa gran parte del día firmando distintas incitaciones
a la arbitrariedad, cuyo denominador común es ser denuncias.
En una Europa laboriosa, que lleva siglos considerando el trabajo
como la ocupación digna por excelencia, se duele ante «la
masa de infelices forzados a trabajar para vivir» y pide
que esas buenas gentes participen más en «la represión
de las maniobras criminales de los enemigos de la libertad».
Desde los husitas radicales a Müntzer y
el resto de los Profetas renacentistas, nadie había logrado
acercarse tanto a la depuración apocalíptica del
rico propuesta por el ebionismo de Juan, Jesús y Santiago.
El hecho de ser un anticlerical furibundo no le impide conseguir
que la réligion civile roussoniana se convierta
durante veinte meses en un culto obligatorio, sostenido por amenazas
de exterminio físico y confiscación. Cierta enfermedad
de la piel, sumada al apuñalamiento, explica que en el
cuadro de su gran amigo David le veamos muerto en la bañera
con una expresión beatífica, junto a una cuartilla
donde está escrito: «Mi gran infortunio me da derecho
a vuestra benevolencia». Simboliza por entonces a la inocente
víctima de una liberticida, aunque el porvenir le deparará
un lugar primordial en la historia del liberticidio.
Igualmente comprometido con instigar la discordia,
J. R. Hébert (1757-1794) empezó siendo un buscavidas
humilde y monárquico, dotado de un talento indiscutible
para la irreverencia. Reclamó, por ejemplo, una ley de
divorcio ante la miserable «indisolubricidad» del
matrimonio37,
y acabó convirtiendo Nôtre Dame y otros miles de
iglesias francesas en templos de la diosa Razón. De él
parte el movimiento descristianizador que suprimió iconos
y otros objetos de culto, imponiendo en la entrada de todos los
cementerios franceses una inscripción no exenta de filosofía:
«La muerte es sólo el sueño eterno»38.
Habituado a un sarcasmo lleno de palabras gruesas, su estilo se
transforma en ternura filial cuando describe vida cotidiana e
ideario del sans-culotte, sinónimo para él
de ciudadano «auténtico».
Comparado con Marat, que es un idealista ascético
lleno de fe, Hébert representa a un vividor descreído
aunque no menos inclinado al holocausto del rico. Portavoz de
la canaille parisina, un grupo en el cual quizá
no acabase de creer, fue el único ateo de la cúpula
revolucionaria. La historia conmemorativa le define como «un
original pensador político del jacobinismo de gauche39.
Abogó siempre por una política de requisa y precios
fijos, no por tener presente la plétora evangélica
y criticar el mercado en sí del cual apenas habla,
sino para hacer algo ante la espiral de miseria provocada por
el Terror y seguir siendo el campeón de los pobres. Cuando
los indulgents quisieron restablecer la legalidad y negociar
una paz con Europa, a principios de 1794, el grupo de Hébert
opuso una fórmula muy repetida desde entonces: «O
la Revolución triunfa o morimos todos: Patria o muerte»40.
Sus remedios para la crisis fueron generalizar la expropiación
de muebles e inmuebles y pasar al «terror extremo».
Dicha sugestión no resultó convincente para muchos
diputados, y permitió que Robespierre ya profundamente
escandalizado por su ateísmo le mandase a la guillotina
junto con algunos otros cordeliers.
2. El ebionismo militante. Jacques Roux
(1752-1794) fue párroco de un barrio parisino pobre, y
tras jurar lealtad a la Revolución contrajo matrimonio
con una mujer «decente» como sugería la Constitución
de 1793. Aparece en el registro histórico cuando la Comuna
le encarga supervisar la ejecución de Luis XVI41,
pues redacta entonces un breve memorando. A tenor de él,
cuando el monarca vio aparecer en su celda a alguien con sotana
le «pidió que entregase un pañuelo con pertenencias
a su familia, pero le dijimos que no estábamos para recados
sino para llevarle al cadalso, a lo cual repuso:Correcto»42.
Una hora después trataría de dirigirse a la multitud,
pero Roux y su colega ordenaron un retumbar de tambores que le
hizo desistir. Una vez decapitado, la pareja supervisora se retiró
muy satisfecha al ver cómo «los radiantes ciudadanos
mojaron picas y pañuelos en su sangre». Tres meses
después el cura Roux encabeza a la masa que asalta la Convención,
y aprovecha el incidente para dirigir a los diputados un anticipo
del Manifiesto enragé:
«¡Diputados de la Convención Nacional!
La aristocracia mercantil, más terrible aún que
la nobiliaria y la sacerdotal, ha jugado cruelmente invadiendo
el tesoro de la República, pues los precios crecen aterradoramente
de la mañana a la noche. Es hora de oponerse al combate
que el egoísta emprende contra la clase trabajadora.
¿Puede la propiedad de sanguijuelas ser más sagrada
que la vida de un hombre? No temáis descargar el brazo
de vuestra justicia sobre esos vampiros y asesinos de la nación,
proteged al pueblo de precios excesivos en los comestibles.
[
]
Nos dicen que muchos artículos nos llegan de fuera,
y deben pagarse en dinero. Pero es falso: el comercio se hace
casi siempre por trueque, cambiando mercancía por mercancía,
papel por papel. No debéis temer incurrir en el odio
de los ricos, que son el mal, ni tampoco sacrificar principios
políticos a la salvación del pueblo, que es la
ley suprema»43.
Sus palabras no obtuvieron acogida favorable
en la prensa, y para salir al paso de las «calumnias vertidas»
Roux añadió una coda al Manifiesto, donde declara:
«Cuando ataco a nuestros monopolistas no incluyo en esa
clase infame a muchos tenderos de civismo acendrado». Su
convicción de que los ricos concentran el mal le impulsó
a «la acción directa» promoviendo la
restitución del pobre con saqueos de tiendas y almacenes,
algo acorde con el credo evangélico aunque escandaloso
para la gran mayoría de los diputados, que le llevó
a perder la protección de Hébert y el club de los
cordeleros. Es entonces cuando redacta La agonía de
la cruel Antonieta44,
donde afirma:
«Todos sabemos que sólo suben al cadalso los
criados, que los grandes bribones escapan [
] Podemos estar
seguros, sin calumnia, de que todos cuantos disfrutan de un
insolente lujo han conspirado para ceder nuestras plazas fuertes
y son amigos secretos de la realeza.»
J. F. Varlet (1764-1837), un joven de familia
muy acomodada, acompañó a Roux en los saqueos de
tiendas y se especializó en destruir imprentas contrarrevolucionarias.
Iba a ser uno de los pocos exaltados supervivientes, y legó
alguna frase célebre como la de que «el pueblo sólo
pide pan y sangre»45.
Su principal escrito, una Declaración solemne de los
derechos del hombre en el Estado social (1793), empieza citando
a Marat «¿Por qué sólo los ricos
cosechan los frutos de la Revolución?»46
para concluir negando todo derecho civil «a sabandijas,
sanguijuelas y otros ricos egoístas».
III. El ideario jacobino
Robespierre, Saint-Just y Couthon respetan en
principio la propiedad privada, y su apoyo a las requisas más
escandalosas47 podría considerarse estimulado por el brusco
empeoramiento de la situación durante el invierno de 1792,
cuando empieza a parecer posible la enormidad de que Luis XVI
sea ejecutado. Saint-Just se dirige entonces a la Convención
para decir que «el libre comercio es la madre de la abundancia»48,
y que procede «crear la mínima cantidad de moneda
posible para no aumentar la depreciación»49. Pero
tres días después Robespierre le invita a olvidar
la crisis como algo ligado a teoría o práctica financiera
con la más enjundiosa de sus alocuciones, donde empieza
preguntándose «por qué las leyes no detienen
la mano homicida del monopoliste como detienen al asesino común»50.
Sanciona así el léxico de Roux
y Varlet donde monopoliste es sinónimo de
persona con medios económicos abundantes, y argumenta
a continuación las tesis sustantivas de ambos: 1) los únicos
derechos inalienables son «colectivos»; 2) el atesoramiento
se evita con medidas penales. Su discurso se convierte de inmediato
en doctrina de la Montaña, zanjando cualquier duda sobre
el tema, y es el núcleo de la nunca promulgada Constitución
de 1793. Acababa de aparecer la versión francesa de los
Derechos del hombre (1792), el inmortal panfleto de Paine,
y el hecho de éste fuese miembro honorario aunque
elegido por sufragio de la Convención presagiaba
que sus ideas podrían tener algún eco en Robespierre.
Este panfleto, como es sabido, anticipa el Estado del bienestar
con instituciones como el salario mínimo, añadido
a un impuesto general progresivo sobre la renta cuya meta es redistribuirla
anualmente.
1. Ley social y teología. Pero
el Incorruptible le ha encarcelado poco antes, por sospechas de
espionaje para Inglaterra (un país donde llevaba años
condenado a muerte), y le tiene pendiente de ejecución51.
El welfare de Paine parte de un Estado próspero por asegurar
la libertad de comercio, mientras el droit de subsistence
que va a argumentar el líder de la Convención se
centra en negarla. La Declaración de 1789 estableció
que «siendo la propiedad un derecho inviolable y sagrado
nadie puede ser objeto de expropiación salvo cuando lo
exija una necesidad pública legalmente comprobada y evidente,
y previa una justa indemnización»52.
Robespierre ha adoptado una perspectiva muy distinta:
«La primera ley social es la que garantiza a todos medios
de subsistencia. La propiedad sólo se instituyó
para cementarla [
] y nunca puede oponerse a la subsistencia
de los hombres. Todo lo indispensable para la preservación
es propiedad común. Sólo el excedente es propiedad
privada y se abandona a la industria de mercaderes. Otra cosa
es bandidaje y fratricidio, disfrazada bajo el sofístico
nombre de libertad comercial [
]
Se alega que la economía plantea problemas insolubles
hasta para genios, pero yo digo que no presenta dificultad alguna
para el buen sentido y la buena fe. La falta de circulación
se soluciona suprimiendo el interés de la codicia. No
estoy confiscando propiedad privada, y me limito a condenar
al comercio a que deje vivir al prójimo. [
] Nada
ayuda tanto a un hombre como forzarle a que sea honesto. Los
enemigos de la libertad no pueden detener el curso de la razón
y el de la sociedad. [
] Las convulsiones desgarradoras
son sólo el combate entre las pasiones de los poderosos
y los derechos de los débiles»53.
Aparece así la primera «ley social»,
asimilada a normas como las que prohíben robar y matar,
o sancionan el deber de cumplir los pactos. Su condición
de jurista hace imposible que Robespierre ignorara el problema
de jurisdicción o instancia aparejado a ello54, pero ni
el desabastecimiento planteado entonces ni el mucho peor que sigue
a convertir su discurso en la llamada Ley de Máximos le
presenta «dificultad alguna». Una cosa es lo que efectivamente
suceda con productores y consumidores, sin duda «temporal»,
y otra una solución política intemporal. Suspender
los derechos personales a la libertad y la propiedad se compensa
con «derechos sociales» como la supervivencia, la
fraternidad y el culto a la Patria. Ser el primero en incorporarlos
al ordenamiento positivo le convierte en fundador de la democracia
más tarde llamada popular o real.
Al llegar el verano de 1794 una Convención
diezmada sustancialmente, donde sólo votan un tercio de
sus diputados originales, le nombra Presidente por unanimidad
y decreta de modo también unánime a instancias
suyas que «el pueblo francés reconoce la existencia
del Ser Supremo y la inmortalidad del alma»55. Un nuevo
calendario de celebraciones está a punto de comenzar con
la Fiesta de la Deidad, que inaugura una didáctica de masas
imitada más tarde por todos los Estados totalitarios. Bajo
la dirección del pintor David, ingentes cuadrillas de obreros
han trabajado día y noche para levantar en los jardines
de las Tullerías una verdadera montaña de cartón
piedra, capaz de sustentar a miles de peregrinos y coronada por
un Hércules gigantesco símbolo del pueblo
francés que sostiene una estatua de la Libertad llamativamente
pequeña.
Un coro formado por dos mil cuatrocientas voces
va a estrenar el himno al Ser Supremo, y cierto mecanismo subterráneo
hará que cuando el Incorruptible prenda fuego a la efigie
del Ateísmo emerja la Sabiduría. A la alocución
que pronuncia inmediatamente después corresponden los siguientes
párrafos:
«La mitad del globo está en tinieblas, mientras
la otra está iluminada. Adelantado del género
humano, el pueblo francés ofrece al mundo el espectáculo
nuevo de la democracia afianzada en un vasto imperio [
]
La virtud es la esencia de la República. La revolución
que tiende a establecerla no es sino el paso del reino del crimen
a la justicia, superando esa gran operación tramada en
las tinieblas de la noche por sacerdotes, extranjeros y conspiradores
[...]
La idea del Ser Supremo y de la inmortalidad del alma es una
continua llamada a la justicia, y es por ello social y republicana.
Fanáticos, no esperéis nada de nosotros. Exhortar
a los hombres al culto puro del Ser Supremo es asestar un golpe
mortal al fanatismo [...]
Un sistema de fiestas bien concebido es el más poderoso
medio de regeneración popular. Celebrad fiestas generales
y más solemnes para toda la República; celebrad
fiestas locales los días de descanso, todas ellas bajo
los auspicios del Ser Supremo [
]
Augusta Libertad, tú compartirás nuestros sacrificios
con tu compañera inmortal, la dulce y santa Igualdad.
¡Festejaremos a la humanidad, envilecida y pisoteada por
los enemigos de la República francesa!»56.
2. Verbo ardiente, frialdad con la vida.
Conocido como «el san Juan del Mesías Maximiliano»57,
Antoine de Saint-Just no simplificó tanto como él
los procesos económicos pero se abstuvo de disentir. En
el clima de sospecha que informa el quinquenio revolucionario
poder fiarse de otro es el mayor tesoro, y la confianza de Robespierre
le abre una espectacular carrera política. A los veintitrés
años pronuncia su primer discurso parlamentario, y a medida
que el gobierno se transforma en dictadura asume responsabilidades
cada vez más altas, como el mando supremo de la policía
o la presidencia de la Convención. LAmi du Peuple
le nombra admirativamente «arcángel de la muerte»,
y desde Michelet sus hagiógrafos le conservan como principal
teórico de las instituciones republicanas.
En efecto, «teórico» ha pasado
a ser sinónimo del que no hace concesiones en materia de
«principios», y él lo ha resumido en el lema:
«Ninguna libertad para los enemigos de la libertad».
Por otra parte, lo que realmente deslumbra a colegas y público
en general es su juventud, añadida a ser elegante, muy
apuesto y defendido de tentaciones sentimentales por lo que Robespierre
llama «un rapto glacial». Cuatro años de liderazgo
radicalizan su idea de las relaciones entre ley y ética,
un asunto que va presentándosele de modo cada vez más
claro hasta desembocar en las líneas finales de su penúltimo
discurso. «Propongo a la Convención el decreto siguiente:
Que el gobierno, sin perder nada de su ímpetu revolucionario,
no pueda tender hacia lo arbitrario ni favorecer la ambición»58.
Tres años antes, en junio de 1791, cuando
termina su texto más extenso el Espíritu
de la revolución y la constitución de Francia,
vive todavía en el cómodo aunque provinciano hogar
de su familia, y es tan pacifista como sólo puede serlo
un romántico:
«¡No te perdono, Rousseau, gran hombre, haber
justificado la pena de muerte! [
] Cuando un Estado es
lo bastante infeliz para necesitar violencia su honor es la
infamia [
] Bienaventurado el país donde la pena
sea el perdón, moviendo al crimen a sonrojarse de vergüenza»59.
En diciembre de 1792 el todo o nada sigue operando
como brújula, pero en vez de exigir el perdón pide
la cabeza de Luis XVI, algo tanto más notable cuanto que
la mitad de la Asamblea está dudando entonces entre reducirle
a figura decorativa o desterrarle:
«No veo término medio. Este hombre
debe reinar o morir [
] A un rey no se le juzga por los
actos de su administración, sino por el crimen eterno
de haber sido monarca. No se puede reinar inocentemente»60.
Hay pues crímenes de nacimiento, como
el pecado original, que no se borran ni dimitiendo. Tanto si quiere
como si no quiere, Luis XVI debe reinar o morir. Un semestre más
tarde, Saint-Just ha tenido ocasión de aplicar su silogismo
sin término medio a otros muchos asuntos de vida o muerte,
y recapitula: «Desprecio el polvo del que estoy hecho, pero
desafío al mundo a que me quite esa parte de mí
que perdurará durante siglos y sobrevivirá en los
cielos»61. El psicoanálisis no conoce ningún
caso de delirio persecutorio sin su correspondiente delirio de
grandeza, y la autocomplacencia del tribuno se liga una vez más
a la escisión entre forma y contenido. Como sólo
son culpables de reinar quienes porten corona, Marat, Robespierre
o él mismo pueden regir sobre la vida, hacienda y opiniones
de los franceses sin merma de inocencia.
En efecto, el poder absoluto no es indeseable
cuando lo guía el bien público, y obrar en nombre
de éste depende solo del convencimiento personal. De ahí
que sea legítimo el golpe de Estado, una técnica
usada por su facción y alguna otra para sacar adelante
sucesivas depuraciones hasta confluir en la máxima concentración
de facultades ejecutivas ensayada en Europa, que es el Comité
de Salud Pública. El telón de fondo para las disquisiciones
sobre poder e inocencia es la Convención recién
elegida, donde sigue estando en franca minoría el partidario
de la dictadura. Desde la perspectiva de la Montaña, los
comicios reflejaron una mera suma de votos en detrimento de la
Liberté custodiada por sus verdaderos albaceas,
arrojando como efecto un parlamento lleno de saboteadores.
Marat no necesita cambiar entonces de discurso,
porque hablaba del final desde el principio. Robespierre sí,
y es esa fase abiertamente golpista la que agiganta a SaintJust
como piloto y fontanero. Nada más comenzar el año
II, justificado como ideólogo de los principios puros,
alecciona e intimida a diputados y communards sometiéndoles
a cuestionarios periódicos. Para fijar quién es
quién, una de sus preguntas reza así: «¿Qué
acto suyo le llevaría a ser guillotinado si llegase la
contrarrevolución?»62.
Dejar en blanco dicha casilla excluye de cargos públicos,
desde luego; pero carecer de hazañas represivas ¿no
es en sí una prueba flagrante de culpabilidad?
Para completar la tríada jacobina procede
decir algo sobre G. Couthon (1755-1794), que nunca tuvo el carisma
de los otros dos y experimentó una evolución muy
análoga. En 1789 era liberal, pacifista y partidario de
una monarquía constitucional. La huída frustrada
de los reyes le radicalizó, y su creciente poder político
acabó de convencerle de que »la clemencia es parricida»
por antipatriótica. Aunque fuese paralítico, y debiera
moverse en silla de ruedas o a espaldas de otro, demostró
notable energía para hacer una leva masiva en su departamento
(Clermont-Ferrand) y marchar con sesenta mil milicianos contra
la sublevada Lyón, en octubre de 1793. Una vez tomada la
ciudad, puso en marcha las atrocidades que acabaron prácticamente
con los notables del lugar, demoliendo gracias a su ejército
y sans-culottes lyoneses no menos de seiscientas casas
del centro.
El oportuno decreto que hizo época
por reproducirse en Burdeos, Caen, Arras, Rouen, Nantes, Marsella
y otras ciudades sublevadas tras la purga de girondinos,
ordenó acabar con «todos los barrios ricos»63
y erigir un gran obelisco en el centro del distrito arrasado con
la leyenda: Lyón hizo la guerra a la libertad / Lyón
ya no existe. Desde entonces se llamaría Ciudad Liberada,
borrándose del mapa y el recuerdo todo cuanto no fuesen
los barrios humildes y «leales a la libertad». Curiosamente,
Couthon sería llamado poco después a París
para rendir cuentas de una actitud considerada «moderantista»,
cargo del que supo defenderse. Iba a ser la mano izquierda de
Robespierre para las purgas ulteriores, y aunque tuvo conocimiento
de que algo se urdía contra él prefirió seguir
a su lado hasta el final.
Lyón podía ser castigada con mucha
más severidad, como demostró su sucesor Collot dHerbois,
pues viendo que la guillotina local no daba abasto inventó
el sistema de atar con cuerdas a grupos de unos cincuenta, cargar
cañones con clavos y ejecutar a esas reatas de presos por
mitraillade. Su informe a la Convención se congratula
de que en menos de dos semanas hayan dejado de existir mil novecientas
cinco personas, y de que todos los censados con un patrimonio
de treinta mil libras o superior hayan comprado su vida pagando
esa cifra «de inmediato»64.
Buena parte de las condenas castigó actos de escribir en
paredes, o decir, merde à la république.
Collot, un actor y comediógrafo que años antes no
tuvo éxito dirigiendo el teatro de la ciudad, fue con su
íntimo Billaud-Varenne el dirigente que con más
insistencia propuso redistribuir las propiedades francesas al
modo de Esparta65.
Cuando les llegue a ambos el procesamiento, en el otoño
de 1794, salvarán la vida a cambio de cadena perpetua en
la Guayana.
IV. Versiones sobre la religión civil
El alma de estos héroes sugiere a Tocqueville
que ha nacido once años después de la Grande
Terreur unas líneas citadas a menudo:
«Abolidas las leyes religiosas, al tiempo que trastocadas
las civiles [
] empezaron a surgir revolucionarios de una
especie desconocida [
] que no vacilaron jamás ante
la ejecución de un designio. Y no se crea que estos seres
nuevos hayan sido producto aislado y efímero de un momento,
destinado a perecer con él. Al contrario, llegaron a
formar una raza que se ha perpetuado y extendido por todos los
confines civilizados de la tierra, que conserva en todas partes
idéntica fisonomía, idénticas pasiones,
idéntico temperamento»66.
Hablar de «una especie desconocida»
pasa por alto manifestaciones ya descritas en esta investigación,
donde al pobrismo originario se añade ya una hostilidad
ante el desarrollo comercial e industrial. Pero Tocqueville acierta
de lleno al anticipar en 1858 que el fenómeno será
perenne en «todos los confines civilizados», pues
los progresos en secularización, desahogo y autonomía
promoverán también programas de colectivismo dirigido
y ortodoxia, equiparados desde entonces con democracia verdadera.
Como hubo ya ocasión de examinar el nuevo sentido de la
palabra libertad, no será ocioso apuntar lo equivalente
en el sentido de deber patriótico.
Salvo Suiza y Holanda, tan precoces en su apuesta
por el autogobierno, que el Estado tuviese una religión
oficial empezó a desaparecer de Europa cuando el parlamento
inglés hizo decapitar al católico Carlos I, en 1649.
A partir de entonces el Estado sólo considera sagrada su
propia naturaleza democrática, y puede por ello asegurar
que ninguna confesión pacífica será perseguida
o discriminada. El nuevo orden es una «unidad de la unidad
y la diferencia» (Hegel), que promueve pluralismo ideológico
y profesional elevando a derechos inalienables la libertad, la
propiedad, la seguridad y la crítica al Gobierno en funciones.
Lealtad democrática es asumir lo que tales derechos tienen
de deberes cívicos, equiparables en hondura a los religiosos
y a la vez independientes de cualquier compromiso con una fe particular.
El civismo resulta sagrado o intocable precisamente porque es
laico en vez de sectario.
Ninguna ciudadanía saluda tan entusiásticamente
como la francesa esa interpenetración del derecho y el
deber que representa el respeto por las instituciones democráticas.
Sin embargo, cuando París se transforme en Commune Insurrectionnel
las garantías democráticas pasan por tapadera para
contrarrevolucionarios. Desde entonces puede chantajear a los
sucesivos parlamentos, controlar militarmente todo el país
e identificar al republicano con el sans-culotte fanático.
Todo ello obtiene la sanción última de Rousseau,
que pudiendo consultar testimonios de primera mano sobre Esparta
Tucídides, Aristóteles y Polibio prefirió
ceñirse a la biografía de Licurgo hecha por un neoplatónico
tardío como Plutarco, escrita cuando dicho Estado había
desaparecido prácticamente. Tomar en cuenta la leyenda
tan solo tiene algunos inconvenientes, y la defectuosa información
del caso será amplificada hasta la caricatura por sus apóstoles
al instalarse en la cúpula del poder coactivo.
En cualquier caso, la religión civil
grecorromana67
como el resto de las indoeuropeas regula el ritual
que merecen las fiestas ciudadanas y los muertos, sin dictar ideología
alguna a los vivos. La réligion civile les dicta
toda suerte de consignas, mientras siembra el escenario de dogmas
e inquisidores. Su alegada ruptura con el pasado postula invariablemente
el mañana-ayer neoespartano, en la práctica un momentáneo
paraíso para homicidas antes escondidos o refrenados, que
aprovechan el teatro de masas para mutilar y matar en nombre del
bien público. Si repasamos su fase álgida desde
la historia conmemorativa pensaremos que fue un intento de redimir
al pueblo, abortado por sus enemigos. Pero parece más ecuánime
ver allí una etapa que negó algunas cosas dignas
de ser negadas, y acabó con lo peor negándose a
sí misma.
Como dijo un contemporáneo, las enseñanzas
derivadas del proceso contribuirán de un modo u otro a
que «la condición del hombre a lo largo del mundo
civilizado acabe mejorando grandemente»68. No es ocioso
recordar que su república neoespartana duró poco
más o menos lo mismo que la propia Esparta tras vencer
a Atenas. Un imprevisto manotazo de los tebanos borró no
sólo su infatuación sino los pilares de su Estado,
suspendiendo la esclavitud del ilota que lo había sostenido
cuatro siglos.
NOTAS
1
- Marat, el 14/10/1792; cf. Schama 1989, p. 630.
2
- Saint-Just, discurso a la Convención del 26/7/1794.
3
- Billaud-Varenne, en la página web Bastiat-The Law.
4
- Roux, Discurso sobre la majestad del pueblo francés
(1793), en Markov 1969.
5
- Saint-Just, discurso a la Convención del 13/12/1792.
6
- Cf. Schama 1989, p. 764.
7
- Ibíd, p. 806-807.
8
- LAmi du Peuple, Editorial del nº 625, 12/12/1791.
9
- Cumbre de la filosofía romántica y padre del nacionalismo
alemán, Fichte (1762-1814) dirá que el extravío
metafísico originario origen del mundo externo
es el acto en cuya virtud «el yo pone en el yo un no-yo».
Esto «inaugura la pálida vida histórica, rara
vez capaz de convertirse en vida real»; Fichte 1967, p.
19.
10
- Camus, en saint-just.net, «Quotes on Saint-Just».
11
- Saint-Just, último discurso a la Convención, 27/8/1794.
12
- Billaud-Varenne, el Rectilíneo, está en efecto
preparando el golpe de Estado del día siguiente. Lo tragicómico
del caso es que alguien con su apodo, y tantos muertos a las espaldas,
adopte antes o después un semblante amable y relajado.
13
- Robespierre, en Schama 1989, p. 649.
14
- Saint-Just, subrayado suyo; cf. saint-just.net, «Quotes
by Saint-Just».
15
- La publicada por Mignet en 1824.
16
- Cf. Caron 1935. Hitos ulteriores en esta línea fueron
el Quatre-vingt-neuf (1939) de G. Lefebvre y la gigantesca
tesis doctoral de A.Soboul (Les sans-culottes parisiens en
lan II, 1958), que desemboca en sus tres volúmenes
sobre La civilization de la Révolution française
(1971-1974).
17
- Fundamentalmente Tallien, Billaud-Varenne, Danton, Pétion
y Chaumette.
18
- Soboul 1983, p. 653.
19
- Ibíd. p. 654.
20
- Cf. Furet 1981.
21
- Según Soboul, estaba distribuido fundamentalmente entre
tenderos, empleados, sirvientes, operarios y canaille.
22
- Furet 1981, p. 131. El comentario se dedica concretamente a
Michelet.
23
- Las Enmiendas iniciales a la Constitución americana,
que establecen lo equivalente, llegan un mes más tarde
y no pueden compararse en elocuencia con el texto francés,
fuente de todas las constituciones democráticas ulteriores.
24
- Berlin 2001, p. 49.
25
- El idéologue Helvecio, de quien proviene el ejemplo,
lo aprovecha para desaconsejar esa idea roussoniana de la libertad
como «ridícula». Cf. Helvetius 1984, p. 114.
26
- Robespierre, en Soboul 1983, p. 655.
27
- Básicamente: no ser retroactiva, aprobarse por mayoría
parlamentaria y publicarse con suficiente antelación antes
de entrar en vigor.
28
- Chaumette 1791, en Moya 2007, p. 213.
29
- Bujarin 1920, en Berlin 2001, p. 68.
30
- Roux, en Markov, 1969.
31
- Moya 2007, p. 236.
32
- Schama 1989, p. XV.
33
- Berlin 2001, p. 97.
34
- Belfort Bax, 1900. Este libro es, salvo error, su última
biografía extensa y totalmente encomiástica.
35
- Carta a la Convención del 21/6/1793; Marat Archive, en
marxists.org.
36
- Artículo 7, 2.
37
- Editorial para el nº 25 del Père Duchesne.
38
- El lema fue acuñado por Fouché, uno de sus principales
ayudantes. Tras instaurar oficialmente el deísmo, Robespierre
repuso: «Los cementerios han sido profanados [
] Yo
os digo que la muerte es sólo el comienzo de la eternidad»
(discurso a la Convención del 8/7/1794).
39
- Reiterando criterios de Michelet y Soboul, eso sostiene Agostini
1999.
40
- Cf. Schama 1989, p. 809. La frase textual se atribuye a Billaud-Varenne,
que con Chaumette y Collot dHerbois compone entonces su
círculo íntimo.
41
- El 13/1/1793.
42
- Roux, en Markov 1969, «Compte-rendu sur lexecution».
43
- Ibíd, «Manifesto».
44
- Fechado el 1/9/1793.
45
- Varlet, en Schama 1989, p. 711.
46
- Cf. Schama ibíd, p. 611. Hay alguna referencia adicional
en la página web ephémeride anarchiste.
47
- La ya mencionada confiscación a parientes no emigrados
de los emigrés, o cobrar fuertes «indemnizaciones»
a municipios belgas, holandeses, alemanes e italianos, en pago
por llevarles la «libertad republicana».
48
- Discurso a la Convención de 29/11/1792.
49
- Haciendo gala de un realismo insólito para momentos donde
todo se explica por el complot del pan, unifica los medios de
pago como signo (signe) y afirma: «La desproporción
del signo tiende a destruir nuestro comercio. Somos pobres como
los españoles por abundancia del signo y escasez de artículos
circulantes. El vicio de nuestra economía es el exceso
del signo».
50
- Discurso a la Convención del 2/12/1792.
51
- El montaje cuenta con la ingrata anuencia del presidente norteamericano,
Washington, y el hecho de que Paine termine salvando la vida se
debe a una mera casualidad, unida al volumen de guillotinados
en 1794.
52
- Artículo 17.
53
- Robespierre, discurso del 2/12/1793.
54
- Por ejemplo, quien sea robado lo denunciará a la policía,
y quien vea incumplido un contrato pedirá al juzgado indemnización.
¿A quién recurre el indigente?
55
- Cf. Schama 1989, p. 831.
56
- Robespierre, en Moya 2007, p. 280-283.
57
- Cf. Wikipedia, voz «Saint-Just».
58
- Saint-Just, discurso de 27/7/1794. Párrafos antes ha
justificado su elementalidad diciendo que «las leyes largas
son calamidades públicas».
59
- Ob. cit. IV, 9, 11 y 12.
60
- Discurso del 13/12/1792. Cursivas de Saint-Just.
61
- Cf. saint-just.net, «Quotes by Saint-Just».
62
- Cf. royet.org/nea 1789-1794.
63
- Cf. Schama 1989, p. 780.
64
- Ibíd, p. 781-783.
65
- Véase antes, p. 24.
66
- Tocqueville 1982, vol. I, p. 169.
67
- Cf. supra, p. 8-11.
68
- Jefferson 1987, p. 115.
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