LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

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La purga apocalíptica

«Los buenos ciudadanos deben acudir a las cárceles, para pasar allí por el filo de la espada a los traidores.»

J. P. Marat1.


La Revolución permite seguir con gran lujo de detalle cómo un llamamiento a la libertad, la igualdad y la fraternidad desemboca en grados crecientes de tiranía, discriminación y fratricidio. Sus protagonistas, que experimentan esa coincidencia como una desdicha imprevisible, tienen en común con sus compañeros de viaje y con el pueblo en general ser excepcionalmente capaces para disociar forma y contenido, apariencia y sustrato, giro semántico y simple dato. Ya desde el Gran Miedo, que irrumpe en el verano de 1789, empieza a ser posible que la noche se llame día o a la inversa, presentándose como atemorizado quien atemoriza. Siglos de tiranía consentida maduran en actos de defensa que se adelantan por sistema al ataque, con el complot del pan como representación perfecta para borrar la frontera entre agresor y agredido.

Nunca sabremos con mínima exactitud qué proporción del pueblo francés participó en las masacres, o las bendijo. Sólo podemos estar seguros de que sus tribunos concibieron la República francesa como «nueva Esparta»2. Salvo Atenas —que les parece afeminada y decadente, propensa a negociar en vez de conquistar—, para ellos el resto de la cultura grecorromana es un momento de gloria insuperable, donde la virtud viril reprimió sin contemplaciones los afectos crematísticos (affections métalliques):

«La inflexible austeridad de Licurgo cimentó firmemente la República espartana, mientras el carácter débil y confiado de Solón precipitó a Atenas en la esclavitud»3.

«Compartamos el orgullo de los espartanos, pues no debe haber entre nosotros otra pasión que la libertad, otras pautas que las constitucionales, otro culto que el de la patria y otra rivalidad que la virtud»4.

«El mundo ha estado vacío desde los romanos, y su recuerdo es nuestra única profecía de libertad»5.

I. Los fundamentos de una ciudadanía castrense

Puede sonar a paradoja que la única democracia antigua sea «esclavitud», que las «pautas constitucionales» descansen en un Estado-Ejército sin leyes escritas, y que Roma simbolice precisamente «libertad». Pero el Contrato social (1762) se ha convertido en Biblia, y su filosofía de la historia consiste básicamente en oponer las exigencias del alma noble a una mecánica de intereses mezquinos. Los humanos fueron felices mientras se atuvieron a una vida de austera igualdad, con la patria como única cosa terrenal verdaderamente sagrada, y alejarse cada vez más de dicha redención (rédemption) explica que la posterior andadura de Occidente sea un «vacío». Lejos de constituir un progreso, la secularización representa un marasmo moral, donde sólo Francia ha logrado descubrir que su destino es recobrar la grandeur antigua.

Paralelamente, una revolución que en 1789 pretendía establecer un Estado de derecho piensa tres años más tarde que la seguridad jurídica sería un cómodo refugio para traidores, y que un régimen de precio fijo asegurará los abastecimientos. Sus líderes avanzan con la vista puesta en el legendario Licurgo, que según Plutarco perdió un ojo cuando cierto conciudadano le asestó un garrotazo, pues acababa de imponer a todos que comiesen siempre el mismo alimento en los cuarteles de cada zona, prohibiendo en general las refecciones domésticas. A los tribunos franceses esa «inflexible austeridad» va a costarles algo más que un ojo, pero su proeza es una Liberté que se opone a las libertades. El reglamento militar promulgado en 1793 ordena, por ejemplo, que los soldados encabecen cualquier misiva a sus mandos con un «Salud y fraternidad de tu igual en derechos»6, cosa llamativa cuando ninguno de los reconocidos por la Declaración de 1789 sigue en vigor.

Que los legisladores bendigan continuamente una igualdad jurídica derogada por ellos mismos nos devuelve al argumento roussoniano: la volonté de tous o mera suma de votos es una instancia política falible, llamada a ser sustituida por la infalible volonté générale. Núcleo de la divergencia entre forma y contenido, esa contraposición llama a fundar una democracia más intensa y veraz que la derivada de comicios, y veinte años después de morir Rousseau la volunad general empieza a ser asumida por una secuencia de particulares. Su hallazgo más relevante va a ser la forma moderna de imponer uniformidad, ya que un elenco de derechos civiles rechazado hasta entonces por subversivo pasa a serlo por insolidario, en función de un entusiasmo ante lo «soberano» y lo «uno» que llama «secesión» al pluralismo político.

Derogar las arbitrarias órdenes de arresto (lettres de cachet) de la Corona desemboca finalmente en un estado de excepción indefinido, donde energías descomunales se concentran en perseguir desviaciones ideológicas, siendo perentorio todo salvo derogar la inseguridad jurídica. Planteada la libertad en términos roussonianos, como algo que para no incurrir en libertinaje debe brotar de una previa fusión mental, lo prioritario es una secuencia de purgas. Como aclara P.G. Chaumette, alias Anaxágoras, presidente y luego fiscal de la Comuna Insurrecta, el homenaje debido a la diosa Liberté es precisamente holocauste7.

He ahí un fósil específicamente nacional, pues los sacrificios con víctima humana no fueron una institución grecorromana sino céltica, muy extendida en la Galia cuando las riendas de su gobierno estaban encomendadas al estamento druídico. Los altares existentes se han puesto ahora al servicio de una tríada divina nueva —Liberté, Raison y Patrie—, y si contextualizamos la declaración de «Anaxágoras» el retrato incluye al país más civilizado en algunos sentidos, y uno de los más incivilizados en otros; sin ir más lejos, lo mismo falta agua potable en la capital que el mínimo de confianza preciso para sostener la letra de cambio como medio de pago. En el noroeste de Europa quizá ningún Estado exhiba un desfase parejo entre confort y lujo, ni una magnitud comparable de orgullo y rencor.

1. El dualismo romántico. A esas y otras particularidades puede deberse que Jefferson sea tildado en Norteamérica de jacobino por defender la más escrupulosa libertad de criterio y expresión, mientras Marat —su equivalente en Francia— aspira a «renovar la función del Censor romano»8. El multitudinario duelo tras su asesinato indica que parte del país le tiene por director espiritual, y quienes consideran esa grey como un elemento sólo pasivo, arrastrado por la contundencia de su pluma, omiten imaginar cuántos habrían podido cambiar de apóstol si Marat hubiese dado muestras de ecuanimidad o clemencia. No en vano la antigua Galia es el territorio donde irrumpe con fuerza irresistible el romanticismo, una revolucionaria manera de pensar y sentir que en más de un sentido rescata la conciencia infeliz del protocristiano.

El nuevo espíritu retrocede nostálgicamente en busca del fundamento, y su literatura cultiva los adjetivos como aquella parte del idioma más propiamente fiel a lo real. Verbos y nombres, el resto del lenguaje, estorban por sistema su propósito de llegar al fondo rápida e inequívocamente. La libertad, por ejemplo, es sublime o auténtica, y en otro caso pedestre o falsa. El gran metafísico del movimiento lo resume con admirable concisión: esforzarse por analizar las cosas mundanas como si tuviesen vida propia («ser en sí») olvida y desafía a la «subjetividad» de la cual nacieron9. Una realidad no determinada por epítetos emotivos presenta al yo como una parte prescindible del conjunto, mientras someter cada objeto a la horma de calificaciones contrapuestas le defiende de sentirse ninguneado por la mera existencia o «facticidad».

En la práctica, este voluntarismo sentimental rechaza por sistema cada hoy apoyándose en la memoria de algún pasado más acorde con su propia inquietud. Anclada básicamente en el ayer, la pintura romántica pasará por ejemplo del neoclásico al neogótico, mientras la política romántica transforma sus himnos iniciales al buen salvaje en el cuerpo de decretos que instaura el Terror. Distinguir entre ley y moralidad parece un aplazamiento innecesario de la justicia, en momentos donde el sujeto «puro» podría al fin imponerse al objeto. Una libertad entendida como amor sublime hacia ella misma cancela las prosaicas libertades civiles, que sabotean su instauración coactiva de la virtud y sostienen en definitiva el complot del pan. Dicha actitud coincide con la salut publique, y hay un Comité específico —distinto del de Seguridad y el de Educación— centrado en evitar que lo saludable se vea expuesto a lo enfermizo.

«Abandonarse a los principios», observó Camus a propósito de Saint—Just, «es morir por un amor imposible, lo contrario del amor»10. Pero el alma romántica saluda la contradicción como un estímulo, entendiendo que cuanto más aparentemente imposible sea un cumplimiento más se acercará a la verdad supremamente sencilla. Su sed de absoluto denuncia lo acomodaticio y mediocre del sentido crítico, trazando una divisoria entre autenticidad y pragmatismo, rectitud ideológica y corrupción métallique. Una «pureza de principios» antes limitada al dogma de fe se derrama así por el conjunto de la esfera política, y cuántos traidores haya pasa a ser algo directamente proporcional al rigor «teórico» de cada equipo rector. Saint-Just —que es reconocidamente el más puro—, muestra hasta dónde puede llegar la pesquisa cuando parte de esa base:

«[Billaud-Varenne] está silencioso, pálido, con la mirada fija, componiendo sus rasgos alterados. La verdad no tiene ese carácter»11.

¿Qué carácter tiene la verdad? Un diputado cuyo apodo es «Arcángel de la Muerte» se dirige a otro cuyo apodo es «Rectilíneo», y lo hace como el inspector interroga a un sospechoso en comisaría, animándole a mostrarse locuaz, lozano, con ojos distraídos y apacibles12. Su marco es un parlamento mucho más parecido a un tribunal de la Inquisición que a un espacio de inmunidad para plurales opiniones, algo en lo cual ambos han intervenido decisivamente, y la gran noticia del momento es que el simplismo no sólo sigue vivo sino pleno de inventiva, capaz de poner en circulación a un maniqueo inusitadamente radical. En efecto, Mani se limitó a subrayar que no hay mezcla posible entre bien y mal, oponiendo a los indicios evolutivos una estática inseparable de todos los grandes profetas.

No obstante, las promesas previas de redención dejaban siempre algún resquicio para términos medios. Incluso el severo Mahoma admitía terceros en su alternativa de monoteístas y politeístas, arbitrando para judíos, cristianos y otros fieles del dios único una libertad de conciencia y culto que se conseguía pagando un tributo. Desde el hallazgo de la agresión defensiva, sin embargo, los hombres cultos que aprovechan sistemáticamente ese sentimiento para imperar luchan ante todo contra posibilistas, entendiendo por tales a quienes no sólo reconocen el blanco y el negro sino el gris y otros colores. El Terror decreta que semejante cosa es delito castigado con pena capital, porque los cultivadores de cualquier término intermedio son los contrarrevolucionarios por excelencia, mucho más temibles para la Liberté que el monárquico, y a ellos se dirige Robespierre cuando pregunta: «¿Queréis una revolución sin revolución?»13. Su lugarteniente se apresura a contestar: «Golpea rápido y duro, osa, he ahí el secreto del éxito»14. No deja de ser curioso que ambos, y la plana mayor del tribunado radical, se hayan formado precisamente como juristas.

2. Lo objetivo y lo subjetivo. Dejando a salvo la primera y muy notable crónica de la Revolución15, desde J. Michelet (1798-1874) sucesivas generaciones de historiadores franceses han practicado un tipo de relato que funde erudición y hagiografía, dominio del pormenor y sectarismo. Cierto estudio monográfico de gran volumen sobre las masacres de septiembre, por ejemplo, concluye afirmando que sus autores fueron «fuerzas históricas impersonales», movidas por el deseo de vengar a las víctimas del asalto a las Tullerías16, no un pequeño grupo de agitadores17. Otro aún más extenso afirma que los girondinos «cayeron por negarse a cooperar con el pueblo»18, y que Luis XVI huyó de «la irreductible oposición entre realeza aristocrática y Nación revolucionaria»19.

Hace falta esperar al último tercio del siglo xx para que un historiador galo prestigioso renuncie al estereotipo de la agresión defensiva, y observe que el baño de sangre fue el resultado de una batalla entre autoritarios y liberales, oscurecida por presentarse como lucha de clases sujeta a las leyes del materialismo dialéctico20. Para los historiadores conmemorativos el espíritu sans-culotte representa al pueblo francés como volonté genérale, y la Revolución describe su diálogo con gobiernos más o menos fieles a él. Gracias a ellos, por ejemplo, sabemos con certeza que dicho espíritu no correspondía a una clase homogénea21, si bien esto nos les lleva a poner en duda que el auge de la guillotina fuese el momento de suprema unanimidad «popular». Pueblo sería sinónimo de una clase anti-clase, iluminada por la infalible guía del acto masivo espontáneo, y los tribunos habrían sido burgueses que superaron sus condicionantes de clase para ponerse al servicio del «adversario objetivo». Anticipar al proletariado revolucionario consciente de sí les permitió descubrir los métodos, reacciones, giros semánticos y símbolos eficaces para montar en el futuro todos los golpes de Estado comunistas.

Pero que el Terror sea la antesala del igualitarismo moderno no justifica presentarlo como una empresa democrática, que sólo interrumpió las garantías civiles para defenderse de burgueses y aristócratas minoritarios. Esa tesis prolonga la cadena de equívocos que arranca de aislar política romántica y pobrismo victimista, dos actitudes que los tribunos galos combinan con perfecta fluidez. Al universo grandilocuente tradicional el romanticismo (romantisme) añade el «fanatismo lúgubre del absorbido por cementerios»22, cuyo núcleo es la sublimidad de aspirar a la paz y obstinarse en la guerra. Ser subjetivamente tal cosa y objetivamente la otra se entrelaza con el ataque vestido de defensa, la clemencia asimilada a parricidio, la felicidad retroprogresiva y, en general, el llamamiento a la arrogancia y el odio.

La dicotomía entre espíritu sans-culotte y resto del cuerpo social francés no resiste a la propia la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789), que es el primer elenco completo de garantías civiles23. Dicho documento regula sin folletín paranoide un orden de derechos y deberes, que empieza guiando todo y acaba descartándose como un obstáculo para el patriota. Su sobriedad es veneno para la vena salvífica de quienes controlan la Révolution desde 1792:

«Artículo 4. La libertad consiste en poder hacer cualquier cosa que no perjudique a otros, y el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene límites distintos de aquellos que aseguran a otros miembros de la sociedad el disfrute de esos mismos derechos. Dichos límites sólo podrán determinarse por ley.

Artículo 5. La ley sólo podrá prohibir aquellas acciones lesivas para la sociedad. No es lícito obstaculizar sino aquello prohibido por ley, y nadie será forzado a hacer aquello que la ley no ordene.»

II. Credo y temperamento del tribuno francés

Cívico es reducir lo obligatorio a mínimos, vedando el acceso a las magistraturas de quienes pretendan lo contrario. Aquello que I. Berlin llamó «libertad negativa» —a fin de cuentas, el derecho a «no ser importunado por otro»24— inspira la Declaración de 1789, y la agudeza de Sieyès, Talleyrand, Mirabeau y otros redactores del texto se encarga de hacer imposible un retorno al paternalismo que no viole tal o cual precepto suyo. Pero con el espíritu sans-culotte resurge el anhelo de «libertad positiva» consustancial al movimiento profético, que puede sentirse coaccionado por no «atravesar las nubes como el águila y vivir bajo las aguas como la ballena»25. Para los tribunos franceses la liberté es autorrealización colectiva, felicidad general, y en ese sentido declara Robespierre que «la Revolución es la guerra emprendida por la Libertad contra sus adversarios»26.

La nueva acepción del término podría añadirse a la antigua —como colonia a Colonia— si no fuese su puntual opuesto. La libertad negativa descansa sobre las condiciones procesales de la ley democrática27, que es a su vez el principal estorbo para las iniciativas siempre urgentísimas de quienes representan a la libertad en sentido positivo, como redención colectiva. El antes citado Chaumette, uno de los communards más influyentes, aclara entonces que «ha llegado la guerra abierta de los ricos contra los pobres; quieren aplastarnos, hay que adelantarse»28. La prisa refuerza el giro semántico, y cambiar un par de palabras nos traslada de París a Moscú ciento treinta años después, cuando su equivalente en la cadena de mando sentencia:

«La coacción proletaria, en todas sus formas, desde las ejecuciones a los trabajos forzados, es —por paradójico que suene— el método para modelar la sociedad comunista a partir del material humano del periodo capitalista»29.

El absolutismo soviético y el romanticismo revolucionario no sólo coinciden en rechazar la libertad como independencia. Se adhieren además al summum imperium preliberal, que en manos de A honra al pueblo y en manos de B le deshonra. El poder político será bueno o malo, legítimo o ilegítimo, no una función graduable desde la irresponsabilidad vitalicia a la destitución si viola cualquier norma o sencillamente pierde un voto de censura. Roux, por ejemplo, profesa a Luis XVI un «odio infinito», y acto seguido se enorgullece del «gran esplendor que presta a un pueblo lo majestuoso del poder soberano»30. Su corazón aspira un gobierno con facultades ilimitadas —como pide la Comuna Insurrecta desde el principio—, y no le inquieta que en la práctica esas facultades recaigan por fuerza sobre tal o cual persona.

La pasión y el ceremonial que envuelven al mando infinito tienen como alternativa dividir y someter a control recíproco las ramas del poder coactivo. Con todo, Francia vive una «novela de novelas escrita con dinamita profética»31, que fluctúa de la farsa a la tragedia y exacerba el teatro hasta hacerlo indiscernible de la vida. De ahí que explicar su preferencia por la fabulación atribuyéndolo al dramático estado de cosas resucite el dilema del huevo y la gallina. Sólo es manifiesto que reina una constelación mandobediente —donde sobra todo cuanto no sea dictar o cumplir órdenes—, y resulta pueril atribuir la multitud de tramas culminadas en guillotina al deseo de que el país se incorpore a las novedades políticas y económicas del momento. Lo explosivo del conflicto viene de «hostilidad a la modernización, no de impaciencia ante el ritmo de su progreso»32.

Los partidarios del rey por derecho divino, qué casualidad, coinciden con los tribunos revolucionarios más puros en oponerse a que el entendimiento de cada ciudadano delibere, prefiriendo sujetarlo a una tutela oficial vitalicia. El malentendido que se sigue de llamar libertad política al «combate por lograr una posición más elevada»33 no puede, pues, separarse del malentendido que contrapone revolucionario a conservador. Casi todos los revolucionarios triunfantes son reaccionarios en el sentido más eminente.

1. El paternalismo visceral. Suizo francófono como Rousseau, y médico por profesión, el periodista y diputado J. P. Marat (1743-1793) tuvo aspiraciones de gran científico —inventor de una nueva teoría sobre la electricidad y otros «fluidos ígneos»— antes de convertirse en pionero del Terror. Otros tribunos evolucionaron desde una postura contemporizadora, pero él predicó guerra civil prácticamente desde la convocatoria de los Estados Generales. Deísta fervoroso, capaz de componer una oración al Ser Supremo para casarse en mitad del campo34, renueva el Sermón de la Montaña presentándose como protector de los pobres en general y del trabajador en particular. Esos débiles se hacen fuertes unidos por un culto filantrópico a la Patria, y no deben vacilar ante la conveniencia de exterminar preventivamente a sus enemigos, que son toda suerte de «notables». Poco antes de morir, en el apogeo de su influencia, comunica a la Convención su alarma:

«Los ricos, los conspiradores y los maliciosos van en masa a las asambleas populares de distrito (sections), se hacen amos de ellas y las llevan a tomar las decisiones más liberticidas, mientras los jornaleros, los operarios, los artesanos, los tenderos y los granjeros, en una palabra la masa de infelices forzados a trabajar para vivir, no pueden participar en la represión de las maniobras criminales de los enemigos de la libertad»35.

La Declaración de 1789 se ha adelantado a este tipo de iniciativa, estableciendo que «serán castigados quienes soliciten, expidan, cumplan o hagan cumplir órdenes arbitrarias»36. Pero para entonces todos sus artículos llevan un par de años suspendidos, y Marat pasa gran parte del día firmando distintas incitaciones a la arbitrariedad, cuyo denominador común es ser denuncias. En una Europa laboriosa, que lleva siglos considerando el trabajo como la ocupación digna por excelencia, se duele ante «la masa de infelices forzados a trabajar para vivir» y pide que esas buenas gentes participen más en «la represión de las maniobras criminales de los enemigos de la libertad».

Desde los husitas radicales a Müntzer y el resto de los Profetas renacentistas, nadie había logrado acercarse tanto a la depuración apocalíptica del rico propuesta por el ebionismo de Juan, Jesús y Santiago. El hecho de ser un anticlerical furibundo no le impide conseguir que la réligion civile roussoniana se convierta durante veinte meses en un culto obligatorio, sostenido por amenazas de exterminio físico y confiscación. Cierta enfermedad de la piel, sumada al apuñalamiento, explica que en el cuadro de su gran amigo David le veamos muerto en la bañera con una expresión beatífica, junto a una cuartilla donde está escrito: «Mi gran infortunio me da derecho a vuestra benevolencia». Simboliza por entonces a la inocente víctima de una liberticida, aunque el porvenir le deparará un lugar primordial en la historia del liberticidio.

Igualmente comprometido con instigar la discordia, J. R. Hébert (1757-1794) empezó siendo un buscavidas humilde y monárquico, dotado de un talento indiscutible para la irreverencia. Reclamó, por ejemplo, una ley de divorcio ante la miserable «indisolubricidad» del matrimonio37, y acabó convirtiendo Nôtre Dame y otros miles de iglesias francesas en templos de la diosa Razón. De él parte el movimiento descristianizador que suprimió iconos y otros objetos de culto, imponiendo en la entrada de todos los cementerios franceses una inscripción no exenta de filosofía: «La muerte es sólo el sueño eterno»38. Habituado a un sarcasmo lleno de palabras gruesas, su estilo se transforma en ternura filial cuando describe vida cotidiana e ideario del sans-culotte, sinónimo para él de ciudadano «auténtico».

Comparado con Marat, que es un idealista ascético lleno de fe, Hébert representa a un vividor descreído aunque no menos inclinado al holocausto del rico. Portavoz de la canaille parisina, un grupo en el cual quizá no acabase de creer, fue el único ateo de la cúpula revolucionaria. La historia conmemorativa le define como «un original pensador político del jacobinismo de gauche39. Abogó siempre por una política de requisa y precios fijos, no por tener presente la plétora evangélica y criticar el mercado en sí —del cual apenas habla—, sino para hacer algo ante la espiral de miseria provocada por el Terror y seguir siendo el campeón de los pobres. Cuando los indulgents quisieron restablecer la legalidad y negociar una paz con Europa, a principios de 1794, el grupo de Hébert opuso una fórmula muy repetida desde entonces: «O la Revolución triunfa o morimos todos: Patria o muerte»40. Sus remedios para la crisis fueron generalizar la expropiación de muebles e inmuebles y pasar al «terror extremo». Dicha sugestión no resultó convincente para muchos diputados, y permitió que Robespierre —ya profundamente escandalizado por su ateísmo— le mandase a la guillotina junto con algunos otros cordeliers.

2. El ebionismo militante. Jacques Roux (1752-1794) fue párroco de un barrio parisino pobre, y tras jurar lealtad a la Revolución contrajo matrimonio con una mujer «decente» como sugería la Constitución de 1793. Aparece en el registro histórico cuando la Comuna le encarga supervisar la ejecución de Luis XVI41, pues redacta entonces un breve memorando. A tenor de él, cuando el monarca vio aparecer en su celda a alguien con sotana le «pidió que entregase un pañuelo con pertenencias a su familia, pero le dijimos que no estábamos para recados sino para llevarle al cadalso, a lo cual repuso:›Correcto›»42. Una hora después trataría de dirigirse a la multitud, pero Roux y su colega ordenaron un retumbar de tambores que le hizo desistir. Una vez decapitado, la pareja supervisora se retiró muy satisfecha al ver cómo «los radiantes ciudadanos mojaron picas y pañuelos en su sangre». Tres meses después el cura Roux encabeza a la masa que asalta la Convención, y aprovecha el incidente para dirigir a los diputados un anticipo del Manifiesto enragé:

«¡Diputados de la Convención Nacional! La aristocracia mercantil, más terrible aún que la nobiliaria y la sacerdotal, ha jugado cruelmente invadiendo el tesoro de la República, pues los precios crecen aterradoramente de la mañana a la noche. Es hora de oponerse al combate que el egoísta emprende contra la clase trabajadora. ¿Puede la propiedad de sanguijuelas ser más sagrada que la vida de un hombre? No temáis descargar el brazo de vuestra justicia sobre esos vampiros y asesinos de la nación, proteged al pueblo de precios excesivos en los comestibles.

[…]

Nos dicen que muchos artículos nos llegan de fuera, y deben pagarse en dinero. Pero es falso: el comercio se hace casi siempre por trueque, cambiando mercancía por mercancía, papel por papel. No debéis temer incurrir en el odio de los ricos, que son el mal, ni tampoco sacrificar principios políticos a la salvación del pueblo, que es la ley suprema»43.

Sus palabras no obtuvieron acogida favorable en la prensa, y para salir al paso de las «calumnias vertidas» Roux añadió una coda al Manifiesto, donde declara: «Cuando ataco a nuestros monopolistas no incluyo en esa clase infame a muchos tenderos de civismo acendrado». Su convicción de que los ricos concentran el mal le impulsó a «la acción directa» —promoviendo la restitución del pobre con saqueos de tiendas y almacenes—, algo acorde con el credo evangélico aunque escandaloso para la gran mayoría de los diputados, que le llevó a perder la protección de Hébert y el club de los cordeleros. Es entonces cuando redacta La agonía de la cruel Antonieta44, donde afirma:

«Todos sabemos que sólo suben al cadalso los criados, que los grandes bribones escapan […] Podemos estar seguros, sin calumnia, de que todos cuantos disfrutan de un insolente lujo han conspirado para ceder nuestras plazas fuertes y son amigos secretos de la realeza.»

J. F. Varlet (1764-1837), un joven de familia muy acomodada, acompañó a Roux en los saqueos de tiendas y se especializó en destruir imprentas contrarrevolucionarias. Iba a ser uno de los pocos exaltados supervivientes, y legó alguna frase célebre como la de que «el pueblo sólo pide pan y sangre»45. Su principal escrito, una Declaración solemne de los derechos del hombre en el Estado social (1793), empieza citando a Marat —«¿Por qué sólo los ricos cosechan los frutos de la Revolución?»46— para concluir negando todo derecho civil «a sabandijas, sanguijuelas y otros ricos egoístas».

III. El ideario jacobino

Robespierre, Saint-Just y Couthon respetan en principio la propiedad privada, y su apoyo a las requisas más escandalosas47 podría considerarse estimulado por el brusco empeoramiento de la situación durante el invierno de 1792, cuando empieza a parecer posible la enormidad de que Luis XVI sea ejecutado. Saint-Just se dirige entonces a la Convención para decir que «el libre comercio es la madre de la abundancia»48, y que procede «crear la mínima cantidad de moneda posible para no aumentar la depreciación»49. Pero tres días después Robespierre le invita a olvidar la crisis como algo ligado a teoría o práctica financiera con la más enjundiosa de sus alocuciones, donde empieza preguntándose «por qué las leyes no detienen la mano homicida del monopoliste como detienen al asesino común»50.

Sanciona así el léxico de Roux y Varlet —donde monopoliste es sinónimo de persona con medios económicos abundantes—, y argumenta a continuación las tesis sustantivas de ambos: 1) los únicos derechos inalienables son «colectivos»; 2) el atesoramiento se evita con medidas penales. Su discurso se convierte de inmediato en doctrina de la Montaña, zanjando cualquier duda sobre el tema, y es el núcleo de la nunca promulgada Constitución de 1793. Acababa de aparecer la versión francesa de los Derechos del hombre (1792), el inmortal panfleto de Paine, y el hecho de éste fuese miembro honorario —aunque elegido por sufragio— de la Convención presagiaba que sus ideas podrían tener algún eco en Robespierre. Este panfleto, como es sabido, anticipa el Estado del bienestar con instituciones como el salario mínimo, añadido a un impuesto general progresivo sobre la renta cuya meta es redistribuirla anualmente.

1. Ley social y teología. Pero el Incorruptible le ha encarcelado poco antes, por sospechas de espionaje para Inglaterra (un país donde llevaba años condenado a muerte), y le tiene pendiente de ejecución51. El welfare de Paine parte de un Estado próspero por asegurar la libertad de comercio, mientras el droit de subsistence que va a argumentar el líder de la Convención se centra en negarla. La Declaración de 1789 estableció que «siendo la propiedad un derecho inviolable y sagrado nadie puede ser objeto de expropiación salvo cuando lo exija una necesidad pública legalmente comprobada y evidente, y previa una justa indemnización»52. Robespierre ha adoptado una perspectiva muy distinta:

«La primera ley social es la que garantiza a todos medios de subsistencia. La propiedad sólo se instituyó para cementarla […] y nunca puede oponerse a la subsistencia de los hombres. Todo lo indispensable para la preservación es propiedad común. Sólo el excedente es propiedad privada y se abandona a la industria de mercaderes. Otra cosa es bandidaje y fratricidio, disfrazada bajo el sofístico nombre de libertad comercial […]

Se alega que la economía plantea problemas insolubles hasta para genios, pero yo digo que no presenta dificultad alguna para el buen sentido y la buena fe. La falta de circulación se soluciona suprimiendo el interés de la codicia. No estoy confiscando propiedad privada, y me limito a condenar al comercio a que deje vivir al prójimo. […] Nada ayuda tanto a un hombre como forzarle a que sea honesto. Los enemigos de la libertad no pueden detener el curso de la razón y el de la sociedad. […] Las convulsiones desgarradoras son sólo el combate entre las pasiones de los poderosos y los derechos de los débiles»53.

Aparece así la primera «ley social», asimilada a normas como las que prohíben robar y matar, o sancionan el deber de cumplir los pactos. Su condición de jurista hace imposible que Robespierre ignorara el problema de jurisdicción o instancia aparejado a ello54, pero ni el desabastecimiento planteado entonces ni el mucho peor que sigue a convertir su discurso en la llamada Ley de Máximos le presenta «dificultad alguna». Una cosa es lo que efectivamente suceda con productores y consumidores, sin duda «temporal», y otra una solución política intemporal. Suspender los derechos personales a la libertad y la propiedad se compensa con «derechos sociales» como la supervivencia, la fraternidad y el culto a la Patria. Ser el primero en incorporarlos al ordenamiento positivo le convierte en fundador de la democracia más tarde llamada popular o real.

Al llegar el verano de 1794 una Convención diezmada sustancialmente, donde sólo votan un tercio de sus diputados originales, le nombra Presidente por unanimidad y decreta de modo también unánime —a instancias suyas— que «el pueblo francés reconoce la existencia del Ser Supremo y la inmortalidad del alma»55. Un nuevo calendario de celebraciones está a punto de comenzar con la Fiesta de la Deidad, que inaugura una didáctica de masas imitada más tarde por todos los Estados totalitarios. Bajo la dirección del pintor David, ingentes cuadrillas de obreros han trabajado día y noche para levantar en los jardines de las Tullerías una verdadera montaña de cartón piedra, capaz de sustentar a miles de peregrinos y coronada por un Hércules gigantesco —símbolo del pueblo francés— que sostiene una estatua de la Libertad llamativamente pequeña.

Un coro formado por dos mil cuatrocientas voces va a estrenar el himno al Ser Supremo, y cierto mecanismo subterráneo hará que cuando el Incorruptible prenda fuego a la efigie del Ateísmo emerja la Sabiduría. A la alocución que pronuncia inmediatamente después corresponden los siguientes párrafos:

«La mitad del globo está en tinieblas, mientras la otra está iluminada. Adelantado del género humano, el pueblo francés ofrece al mundo el espectáculo nuevo de la democracia afianzada en un vasto imperio […]

La virtud es la esencia de la República. La revolución que tiende a establecerla no es sino el paso del reino del crimen a la justicia, superando esa gran operación tramada en las tinieblas de la noche por sacerdotes, extranjeros y conspiradores [...]

La idea del Ser Supremo y de la inmortalidad del alma es una continua llamada a la justicia, y es por ello social y republicana. Fanáticos, no esperéis nada de nosotros. Exhortar a los hombres al culto puro del Ser Supremo es asestar un golpe mortal al fanatismo [...]

Un sistema de fiestas bien concebido es el más poderoso medio de regeneración popular. Celebrad fiestas generales y más solemnes para toda la República; celebrad fiestas locales los días de descanso, todas ellas bajo los auspicios del Ser Supremo […]

Augusta Libertad, tú compartirás nuestros sacrificios con tu compañera inmortal, la dulce y santa Igualdad. ¡Festejaremos a la humanidad, envilecida y pisoteada por los enemigos de la República francesa!»56.

2. Verbo ardiente, frialdad con la vida. Conocido como «el san Juan del Mesías Maximiliano»57, Antoine de Saint-Just no simplificó tanto como él los procesos económicos pero se abstuvo de disentir. En el clima de sospecha que informa el quinquenio revolucionario poder fiarse de otro es el mayor tesoro, y la confianza de Robespierre le abre una espectacular carrera política. A los veintitrés años pronuncia su primer discurso parlamentario, y a medida que el gobierno se transforma en dictadura asume responsabilidades cada vez más altas, como el mando supremo de la policía o la presidencia de la Convención. L’Ami du Peuple le nombra admirativamente «arcángel de la muerte», y desde Michelet sus hagiógrafos le conservan como principal teórico de las instituciones republicanas.

En efecto, «teórico» ha pasado a ser sinónimo del que no hace concesiones en materia de «principios», y él lo ha resumido en el lema: «Ninguna libertad para los enemigos de la libertad». Por otra parte, lo que realmente deslumbra a colegas y público en general es su juventud, añadida a ser elegante, muy apuesto y defendido de tentaciones sentimentales por lo que Robespierre llama «un rapto glacial». Cuatro años de liderazgo radicalizan su idea de las relaciones entre ley y ética, un asunto que va presentándosele de modo cada vez más claro hasta desembocar en las líneas finales de su penúltimo discurso. «Propongo a la Convención el decreto siguiente: Que el gobierno, sin perder nada de su ímpetu revolucionario, no pueda tender hacia lo arbitrario ni favorecer la ambición»58.

Tres años antes, en junio de 1791, cuando termina su texto más extenso —el Espíritu de la revolución y la constitución de Francia—, vive todavía en el cómodo aunque provinciano hogar de su familia, y es tan pacifista como sólo puede serlo un romántico:

«¡No te perdono, Rousseau, gran hombre, haber justificado la pena de muerte! […] Cuando un Estado es lo bastante infeliz para necesitar violencia su honor es la infamia […] Bienaventurado el país donde la pena sea el perdón, moviendo al crimen a sonrojarse de vergüenza»59.

En diciembre de 1792 el todo o nada sigue operando como brújula, pero en vez de exigir el perdón pide la cabeza de Luis XVI, algo tanto más notable cuanto que la mitad de la Asamblea está dudando entonces entre reducirle a figura decorativa o desterrarle:

«No veo término medio. Este hombre debe reinar o morir […] A un rey no se le juzga por los actos de su administración, sino por el crimen eterno de haber sido monarca. No se puede reinar inocentemente»60.

Hay pues crímenes de nacimiento, como el pecado original, que no se borran ni dimitiendo. Tanto si quiere como si no quiere, Luis XVI debe reinar o morir. Un semestre más tarde, Saint-Just ha tenido ocasión de aplicar su silogismo sin término medio a otros muchos asuntos de vida o muerte, y recapitula: «Desprecio el polvo del que estoy hecho, pero desafío al mundo a que me quite esa parte de mí que perdurará durante siglos y sobrevivirá en los cielos»61. El psicoanálisis no conoce ningún caso de delirio persecutorio sin su correspondiente delirio de grandeza, y la autocomplacencia del tribuno se liga una vez más a la escisión entre forma y contenido. Como sólo son culpables de reinar quienes porten corona, Marat, Robespierre o él mismo pueden regir sobre la vida, hacienda y opiniones de los franceses sin merma de inocencia.

En efecto, el poder absoluto no es indeseable cuando lo guía el bien público, y obrar en nombre de éste depende solo del convencimiento personal. De ahí que sea legítimo el golpe de Estado, una técnica usada por su facción y alguna otra para sacar adelante sucesivas depuraciones hasta confluir en la máxima concentración de facultades ejecutivas ensayada en Europa, que es el Comité de Salud Pública. El telón de fondo para las disquisiciones sobre poder e inocencia es la Convención recién elegida, donde sigue estando en franca minoría el partidario de la dictadura. Desde la perspectiva de la Montaña, los comicios reflejaron una mera suma de votos en detrimento de la Liberté custodiada por sus verdaderos albaceas, arrojando como efecto un parlamento lleno de saboteadores.

Marat no necesita cambiar entonces de discurso, porque hablaba del final desde el principio. Robespierre sí, y es esa fase abiertamente golpista la que agiganta a Saint—Just como piloto y fontanero. Nada más comenzar el año II, justificado como ideólogo de los principios puros, alecciona e intimida a diputados y communards sometiéndoles a cuestionarios periódicos. Para fijar quién es quién, una de sus preguntas reza así: «¿Qué acto suyo le llevaría a ser guillotinado si llegase la contrarrevolución?»62. Dejar en blanco dicha casilla excluye de cargos públicos, desde luego; pero carecer de hazañas represivas ¿no es en sí una prueba flagrante de culpabilidad?

Para completar la tríada jacobina procede decir algo sobre G. Couthon (1755-1794), que nunca tuvo el carisma de los otros dos y experimentó una evolución muy análoga. En 1789 era liberal, pacifista y partidario de una monarquía constitucional. La huída frustrada de los reyes le radicalizó, y su creciente poder político acabó de convencerle de que »la clemencia es parricida» por antipatriótica. Aunque fuese paralítico, y debiera moverse en silla de ruedas o a espaldas de otro, demostró notable energía para hacer una leva masiva en su departamento (Clermont-Ferrand) y marchar con sesenta mil milicianos contra la sublevada Lyón, en octubre de 1793. Una vez tomada la ciudad, puso en marcha las atrocidades que acabaron prácticamente con los notables del lugar, demoliendo gracias a su ejército y sans-culottes lyoneses no menos de seiscientas casas del centro.

El oportuno decreto —que hizo época por reproducirse en Burdeos, Caen, Arras, Rouen, Nantes, Marsella y otras ciudades sublevadas tras la purga de girondinos—, ordenó acabar con «todos los barrios ricos»63 y erigir un gran obelisco en el centro del distrito arrasado con la leyenda: Lyón hizo la guerra a la libertad / Lyón ya no existe. Desde entonces se llamaría Ciudad Liberada, borrándose del mapa y el recuerdo todo cuanto no fuesen los barrios humildes y «leales a la libertad». Curiosamente, Couthon sería llamado poco después a París para rendir cuentas de una actitud considerada «moderantista», cargo del que supo defenderse. Iba a ser la mano izquierda de Robespierre para las purgas ulteriores, y aunque tuvo conocimiento de que algo se urdía contra él prefirió seguir a su lado hasta el final.

Lyón podía ser castigada con mucha más severidad, como demostró su sucesor Collot d›Herbois, pues viendo que la guillotina local no daba abasto inventó el sistema de atar con cuerdas a grupos de unos cincuenta, cargar cañones con clavos y ejecutar a esas reatas de presos por mitraillade. Su informe a la Convención se congratula de que en menos de dos semanas hayan dejado de existir mil novecientas cinco personas, y de que todos los censados con un patrimonio de treinta mil libras o superior hayan comprado su vida pagando esa cifra «de inmediato»64. Buena parte de las condenas castigó actos de escribir en paredes, o decir, merde à la république. Collot, un actor y comediógrafo que años antes no tuvo éxito dirigiendo el teatro de la ciudad, fue con su íntimo Billaud-Varenne el dirigente que con más insistencia propuso redistribuir las propiedades francesas al modo de Esparta65. Cuando les llegue a ambos el procesamiento, en el otoño de 1794, salvarán la vida a cambio de cadena perpetua en la Guayana.

IV. Versiones sobre la religión civil

El alma de estos héroes sugiere a Tocqueville —que ha nacido once años después de la Grande Terreur— unas líneas citadas a menudo:

«Abolidas las leyes religiosas, al tiempo que trastocadas las civiles […] empezaron a surgir revolucionarios de una especie desconocida […] que no vacilaron jamás ante la ejecución de un designio. Y no se crea que estos seres nuevos hayan sido producto aislado y efímero de un momento, destinado a perecer con él. Al contrario, llegaron a formar una raza que se ha perpetuado y extendido por todos los confines civilizados de la tierra, que conserva en todas partes idéntica fisonomía, idénticas pasiones, idéntico temperamento»66.

Hablar de «una especie desconocida» pasa por alto manifestaciones ya descritas en esta investigación, donde al pobrismo originario se añade ya una hostilidad ante el desarrollo comercial e industrial. Pero Tocqueville acierta de lleno al anticipar en 1858 que el fenómeno será perenne en «todos los confines civilizados», pues los progresos en secularización, desahogo y autonomía promoverán también programas de colectivismo dirigido y ortodoxia, equiparados desde entonces con democracia verdadera. Como hubo ya ocasión de examinar el nuevo sentido de la palabra libertad, no será ocioso apuntar lo equivalente en el sentido de deber patriótico.

Salvo Suiza y Holanda, tan precoces en su apuesta por el autogobierno, que el Estado tuviese una religión oficial empezó a desaparecer de Europa cuando el parlamento inglés hizo decapitar al católico Carlos I, en 1649. A partir de entonces el Estado sólo considera sagrada su propia naturaleza democrática, y puede por ello asegurar que ninguna confesión pacífica será perseguida o discriminada. El nuevo orden es una «unidad de la unidad y la diferencia» (Hegel), que promueve pluralismo ideológico y profesional elevando a derechos inalienables la libertad, la propiedad, la seguridad y la crítica al Gobierno en funciones. Lealtad democrática es asumir lo que tales derechos tienen de deberes cívicos, equiparables en hondura a los religiosos y a la vez independientes de cualquier compromiso con una fe particular. El civismo resulta sagrado o intocable precisamente porque es laico en vez de sectario.

Ninguna ciudadanía saluda tan entusiásticamente como la francesa esa interpenetración del derecho y el deber que representa el respeto por las instituciones democráticas. Sin embargo, cuando París se transforme en Commune Insurrectionnel las garantías democráticas pasan por tapadera para contrarrevolucionarios. Desde entonces puede chantajear a los sucesivos parlamentos, controlar militarmente todo el país e identificar al republicano con el sans-culotte fanático. Todo ello obtiene la sanción última de Rousseau, que pudiendo consultar testimonios de primera mano sobre Esparta —Tucídides, Aristóteles y Polibio— prefirió ceñirse a la biografía de Licurgo hecha por un neoplatónico tardío como Plutarco, escrita cuando dicho Estado había desaparecido prácticamente. Tomar en cuenta la leyenda tan solo tiene algunos inconvenientes, y la defectuosa información del caso será amplificada hasta la caricatura por sus apóstoles al instalarse en la cúpula del poder coactivo.

En cualquier caso, la religión civil grecorromana67 —como el resto de las indoeuropeas— regula el ritual que merecen las fiestas ciudadanas y los muertos, sin dictar ideología alguna a los vivos. La réligion civile les dicta toda suerte de consignas, mientras siembra el escenario de dogmas e inquisidores. Su alegada ruptura con el pasado postula invariablemente el mañana-ayer neoespartano, en la práctica un momentáneo paraíso para homicidas antes escondidos o refrenados, que aprovechan el teatro de masas para mutilar y matar en nombre del bien público. Si repasamos su fase álgida desde la historia conmemorativa pensaremos que fue un intento de redimir al pueblo, abortado por sus enemigos. Pero parece más ecuánime ver allí una etapa que negó algunas cosas dignas de ser negadas, y acabó con lo peor negándose a sí misma.

Como dijo un contemporáneo, las enseñanzas derivadas del proceso contribuirán de un modo u otro a que «la condición del hombre a lo largo del mundo civilizado acabe mejorando grandemente»68. No es ocioso recordar que su república neoespartana duró poco más o menos lo mismo que la propia Esparta tras vencer a Atenas. Un imprevisto manotazo de los tebanos borró no sólo su infatuación sino los pilares de su Estado, suspendiendo la esclavitud del ilota que lo había sostenido cuatro siglos.

 

NOTAS

1 - Marat, el 14/10/1792; cf. Schama 1989, p. 630.

2 - Saint-Just, discurso a la Convención del 26/7/1794.

3 - Billaud-Varenne, en la página web Bastiat-The Law.

4 - Roux, Discurso sobre la majestad del pueblo francés (1793), en Markov 1969.

5 - Saint-Just, discurso a la Convención del 13/12/1792.

6 - Cf. Schama 1989, p. 764.

7 - Ibíd, p. 806-807.

8 - L’Ami du Peuple, Editorial del nº 625, 12/12/1791.

9 - Cumbre de la filosofía romántica y padre del nacionalismo alemán, Fichte (1762-1814) dirá que el extravío metafísico originario —origen del mundo externo— es el acto en cuya virtud «el yo pone en el yo un no-yo». Esto «inaugura la pálida vida histórica, rara vez capaz de convertirse en vida real»; Fichte 1967, p. 19.

10 - Camus, en saint-just.net, «Quotes on Saint-Just».

11 - Saint-Just, último discurso a la Convención, 27/8/1794.

12 - Billaud-Varenne, el Rectilíneo, está en efecto preparando el golpe de Estado del día siguiente. Lo tragicómico del caso es que alguien con su apodo, y tantos muertos a las espaldas, adopte antes o después un semblante amable y relajado.

13 - Robespierre, en Schama 1989, p. 649.

14 - Saint-Just, subrayado suyo; cf. saint-just.net, «Quotes by Saint-Just».

15 - La publicada por Mignet en 1824.

16 - Cf. Caron 1935. Hitos ulteriores en esta línea fueron el Quatre-vingt-neuf (1939) de G. Lefebvre y la gigantesca tesis doctoral de A.Soboul (Les sans-culottes parisiens en l’an II, 1958), que desemboca en sus tres volúmenes sobre La civilization de la Révolution française (1971-1974).

17 - Fundamentalmente Tallien, Billaud-Varenne, Danton, Pétion y Chaumette.

18 - Soboul 1983, p. 653.

19 - Ibíd. p. 654.

20 - Cf. Furet 1981.

21 - Según Soboul, estaba distribuido fundamentalmente entre tenderos, empleados, sirvientes, operarios y canaille.

22 - Furet 1981, p. 131. El comentario se dedica concretamente a Michelet.

23 - Las Enmiendas iniciales a la Constitución americana, que establecen lo equivalente, llegan un mes más tarde y no pueden compararse en elocuencia con el texto francés, fuente de todas las constituciones democráticas ulteriores.

24 - Berlin 2001, p. 49.

25 - El idéologue Helvecio, de quien proviene el ejemplo, lo aprovecha para desaconsejar esa idea roussoniana de la libertad como «ridícula». Cf. Helvetius 1984, p. 114.

26 - Robespierre, en Soboul 1983, p. 655.

27 - Básicamente: no ser retroactiva, aprobarse por mayoría parlamentaria y publicarse con suficiente antelación antes de entrar en vigor.

28 - Chaumette 1791, en Moya 2007, p. 213.

29 - Bujarin 1920, en Berlin 2001, p. 68.

30 - Roux, en Markov, 1969.

31 - Moya 2007, p. 236.

32 - Schama 1989, p. XV.

33 - Berlin 2001, p. 97.

34 - Belfort Bax, 1900. Este libro es, salvo error, su última biografía extensa y totalmente encomiástica.

35 - Carta a la Convención del 21/6/1793; Marat Archive, en marxists.org.

36 - Artículo 7, 2.

37 - Editorial para el nº 25 del Père Duchesne.

38 - El lema fue acuñado por Fouché, uno de sus principales ayudantes. Tras instaurar oficialmente el deísmo, Robespierre repuso: «Los cementerios han sido profanados […] Yo os digo que la muerte es sólo el comienzo de la eternidad» (discurso a la Convención del 8/7/1794).

39 - Reiterando criterios de Michelet y Soboul, eso sostiene Agostini 1999.

40 - Cf. Schama 1989, p. 809. La frase textual se atribuye a Billaud-Varenne, que con Chaumette y Collot d’Herbois compone entonces su círculo íntimo.

41 - El 13/1/1793.

42 - Roux, en Markov 1969, «Compte-rendu sur l’execution».

43 - Ibíd, «Manifesto».

44 - Fechado el 1/9/1793.

45 - Varlet, en Schama 1989, p. 711.

46 - Cf. Schama ibíd, p. 611. Hay alguna referencia adicional en la página web ephémeride anarchiste.

47 - La ya mencionada confiscación a parientes no emigrados de los emigrés, o cobrar fuertes «indemnizaciones» a municipios belgas, holandeses, alemanes e italianos, en pago por llevarles la «libertad republicana».

48 - Discurso a la Convención de 29/11/1792.

49 - Haciendo gala de un realismo insólito para momentos donde todo se explica por el complot del pan, unifica los medios de pago como signo (signe) y afirma: «La desproporción del signo tiende a destruir nuestro comercio. Somos pobres como los españoles por abundancia del signo y escasez de artículos circulantes. El vicio de nuestra economía es el exceso del signo».

50 - Discurso a la Convención del 2/12/1792.

51 - El montaje cuenta con la ingrata anuencia del presidente norteamericano, Washington, y el hecho de que Paine termine salvando la vida se debe a una mera casualidad, unida al volumen de guillotinados en 1794.

52 - Artículo 17.

53 - Robespierre, discurso del 2/12/1793.

54 - Por ejemplo, quien sea robado lo denunciará a la policía, y quien vea incumplido un contrato pedirá al juzgado indemnización. ¿A quién recurre el indigente?

55 - Cf. Schama 1989, p. 831.

56 - Robespierre, en Moya 2007, p. 280-283.

57 - Cf. Wikipedia, voz «Saint-Just».

58 - Saint-Just, discurso de 27/7/1794. Párrafos antes ha justificado su elementalidad diciendo que «las leyes largas son calamidades públicas».

59 - Ob. cit. IV, 9, 11 y 12.

60 - Discurso del 13/12/1792. Cursivas de Saint-Just.

61 - Cf. saint-just.net, «Quotes by Saint-Just».

62 - Cf. royet.org/nea 1789-1794.

63 - Cf. Schama 1989, p. 780.

64 - Ibíd, p. 781-783.

65 - Véase antes, p. 24.

66 - Tocqueville 1982, vol. I, p. 169.

67 - Cf. supra, p. 8-11.

68 - Jefferson 1987, p. 115.

 




 

© Antonio Escohotado 2008
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