LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

De cómo resurgió el comunismo


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Jacobinos y colectivistas

«Soy francés, soy uno de tus representantes… ¡Oh pueblo sublime, recibe el sacrificio de todo mi ser! ¡Feliz el que ha nacido en tu seno! ¡Más feliz aún el que puede morir por tu felicidad!.»

M. Roberpierre1.

Con la Constitución de 1791 llega una nueva forma de gobierno, donde las facultades del Rey se limitan a elegir primer ministro y ejercer un derecho de veto sobre decisiones de la Asamblea. La cuota de poder político atribuida a Luis XVI es mínima si se compara con el absolutismo nominal previo, aunque no deja de ser exorbitante para lo que el país está dispuesto a admitir. Cada uno de sus Gobiernos debe, pues, optar entre sostener su decaída imagen o erosionarla más aún, cosa tan sencilla en la práctica como proponer o no el tipo de medida que se verá obligado a ejercer su derecho de veto. Barnave, primer encargado de formar gabinete, evita por ejemplo proponer una confiscación de los parientes no emigrados de emigrés, consciente de que el Rey habrá de oponerse. Su sucesor, Brissot, aprovecha ese proyecto de ley para exacerbar el odio a la Corona.

I. El tercer parlamento

La Asamblea Constituyente se transforma en Asamblea Legislativa tras nuevas elecciones, que no arrojan resultados imprevistos. Los nuevos miembros pertenecen abrumadoramente a clases medias y si algún cambio se observa es una progresiva pérdida de representatividad, pues la cámara que acaba de entrar en funciones es elegida por menos del 10 por 100 de los electores2. La meta de todos estos parlamentos es ser foros democráticos, desde luego, pero la Asamblea Legislativa endurece las condiciones para votar3 y en bastante mayor medida los requisitos para ser elegido; los aspirantes a escaño deben ahora demostrar que pagaron al Fisco cuando menos el equivalente a cincuenta sous.

El resultado de las elecciones sigue dejando en minoría a Marat y al cada vez más radical Robespierre. De sus ochocientos miembros, la mitad vota sin adscripción a una línea fija, como Sieyès; ciento treinta y seis votan intransigente y doscientos sesenta y cuatro apoyan a los feuillants de Barnave4, cuyo grupo asume las riendas del Gobierno. La estrella de la nueva Asamblea es Brissot, un nacionalista exaltado cuyo grupo de brissotins o girondinos acaba formando el último Gabinete de Luis XVI. El presidente del comité constitucional se ha despedido sugiriendo que «el tiempo de la destrucción ha terminado», pero pocos parlamentarios están dispuestos a tolerar que algunas Cortes hayan exigido respeto por la integridad física de la familia real francesa. La Declaración austroprusiana de Pillniz no fue un ultimátum —se limitaba a prever «represalias» si las agresiones se reprodujesen5—, aunque esto se considera un ultraje intolerable a la soberanía nacional, disparando una declaración de guerra a Austria que se extiende a Prusia y que acabará incluyendo a Inglaterra, Holanda y España.

A partir de entonces la situación interna se liga a éxitos y reveses del frente —que empiezan siendo esto segundo ante todo—, y el proceso que conduce a las primeras levas en masa es indiscernible del que recorta progresivamente el pluralismo ideológico y las garantías civiles. La huída real justifica que el credo sans-culotte considere rota la baraja a todos los efectos, y dos semanas después de que la carroza real haya vuelto a París una manifestación antimonárquica se torna tan violenta que la Guardia Nacional debe protegerse disparando a dar. Varios patriotas mueren, sus cadáveres se presentan como mártires de un Gobierno tiránico y cierta asamblea parisina de distrito proclama: «El deber más sagrado es olvidar la ley para salvar a la Patria»6.

Llega la hora de borrar la distinción entre el símbolo y lo simbolizado, el déspota y un pobre hombre vencido. Su torpe intento de ponerse a salvo reconfirma el Gran Miedo, una convicción que en 1788 y 1789 parecía borrosa y propia de analfabetos. Tan cierto como que los graves caen es ahora una conjura para acallar al pueblo matándolo de hambre, y quien diga otra cosa es un enemigo público. Este planteamiento lo vienen proponiendo de modo infatigable periódicos como L’Ami du Peuple de Marat y el Père Duchesne de Hébert7, que son las manifestaciones más incendiarias de una variada prensa política8.

1. Nuevos métodos. Desde la manifestación de julio de 1791 el patriotismo parisino ha ido creciendo como vapor calentado en condiciones de confinamiento, y para agosto del año siguiente «la naturaleza del asunto ha cambiado por completo; ya no se trata de libertad, sino de salud pública»9. Identificada con el honor de Francia, esa salud contempla como foco infeccioso que los reyes sigan existiendo y haya aún tropas regulares en París10, mientras afluyen de toda Francia adeptos al desagravio patriótico que será «una venganza inolvidable y modélica». Las principales cabezas de esa reivindicación son el emotivo Danton, que ha ascendido a capitán de la Guardia Nacional, y el gélido avocat Billaud-Varennes (1756-1819), apodado el Rectilíneo. En la mañana del día 10, ante el despliegue de una muchedumbre armada con picas, mosquetes y abundante artillería, el marqués de Mandat —jefe de los que custodian el palacio— se dirige al Ayuntamiento para parlamentar.

Pero nada hay que convenir; el ataque no hará prisioneros, y tras oír algunos insultos el coronel Mandat es pulverizado cuando iba de camino al calabozo11. Se ha puesto en marcha el estilo que corresponde a romper la baraja, y el chambelán Roederer convence al rey de que salga literalmente corriendo con los suyos hacia la Asamblea. Allí los diputados se avienen a darle refugio —unos por compasión y otros para poder juzgarle luego—, si bien no puede asistir a sus deliberaciones y debe conformarse con un cuarto trastero. Destituido a continuación, él y su esposa pasarán de ese recinto a cárceles separadas tan pronto como termine el combate en las Tullerías.

Con todo, esta vez no son 82 mutilados de guerra, como en La Bastilla, sino profesionales que —aún disponiendo de una plaza incomparablemente menos fortificada— quieren poder rendirse o venderán cara su vida. Los agresores, por su parte, están inspirados por una combinación de simbolismo y furor visceral que no cuenta con ese tipo de respuesta prosaica, y la resistencia ofrecida les parece sacrilegio. De ahí que no baste con matar al enemigo, y centenares de cadáveres son mutilados12 como parte del rito ejemplarizante. La imaginación communard ve en cada muerto propio una víctima inocente de mercenarios, y el duelo por los mártires del 10 de agosto suscita las masacres de septiembre. Esta vez la operación no genera bajas propias, porque afecta a unas mil quinientas personas que están en cárceles y otros centros de detención.

Gran parte de la Asamblea se escandaliza, y habría castigado las masacres de no mediar en ello los crecidos diputados de su izquierda, que amenazan con nuevos alzamientos. La iniciativa ha partido de Marat, aunque Hébert le secundó «suplicando que todos los sans-culottes usen la daga de la libertad contra los déspotas y sus esclavos»13. A juicio de ambos, que son miembros de la Asamblea, no fue una masa linchadora quien atacó el palacio de las Tullerías, sino «todo París» quien respondió heroicamente a la cobarde agresión de unos mercenarios. Forma parte del ritual reparador, por ejemplo, alzar hasta los barrotes de la celda que ocupa María Antonieta la cabeza de su amiga íntima, madame de Lamballe, torturada poco antes en otra prisión.

Empieza a ser peligroso, y radicalmente impopular, tener presente que el jefe de las tropas apostadas en las Tullerías fue hecho pedazos cuando trataba de parlamentar; que —como en La Bastilla— no se aceptó la rendición del adversario y, ante todo, que entre Guardia Nacional y federés venidos de provincias los asaltantes superaban a los defensores en una proporción de 10 o 13 a 1. Lo históricamente decisivo del evento es consagrar la agresión defensiva como prototipo de conducta política, desencadenando las previsibles consecuencias. París pasa de una Commune gestionada por el ecuánime Bailly a una Commune Insurrectionnel que asume la dirección militar de toda Francia, suspendiendo de modo indefinido la inviolabilidad de domicilios y patrimonios.

Las «visitas» domiciliarias en busca de armas y documentos comprometedores no descartan otras requisas, pues la proclama fundacional de la nueva Comuna aclara que «cuando la patria está en peligro todo le pertenece». Sus actos dependen de un Comité Central donde está representada la plana mayor intransigente —Marat, Hébert, Robespierre y Roux, el «cura comunista»—, aunque su control corresponda en principio a Danton, el «Mirabeau de la canaille». La Oficina Republicana, portavoz del Comité, consuma la transformación del ataque en defensa con una versión oficial sobre el asalto a las Tullerías: un alzamiento popular sofocó el inminente golpe de Estado monárquico. Cierto poeta y dramaturgo redacta entonces la correspondiente Rendición de Cuentas al Pueblo Soberano, fijada en la sede de la Comuna y en calles y plazas:

«Ojalá Francia entera erice su piel con picas, bayonetas, cañones y dagas, para que convertidos todos en soldados diezmemos las filas de esos viles esclavos de la tiranía. En las ciudades la sangre de los traidores será el primer holocausto ofrecido a la Libertad»14.

Danton, que está en el cénit de su influencia, se suma a la declaración con su famoso: «El terror es el orden del día». La emoción subyacente es de tales proporciones que resonará durante más de dos décadas. Combinado con la leva forzosa, el «¡A las armas, ciudadanos!» —estribillo de la recién inventada Marsellesa— no pierde en realidad fuerza de convocatoria hasta la derrota napoleónica de Waterloo (1815). No hay ningún motivo para temer anarquía, pues «la centralización ha logrado introducirse en el campo de los antiguos poderes y suplantarlos sin destruirlos»15.

II. La última asamblea

Pero el programa intransigente debe atravesar la mediación de un cuarto parlamento, que será la Convención Nacional. Mientras ese órgano no empiece a funcionar el poder de hecho se reparte entre los ministros del decaído Luis XVI —que han sido nombrados por la Asamblea y son los republicanos llamados «moderantistas» por Hébert— y el sector radical de la Asamblea, que mueve sus piezas en coordinación con la Comuna. En el nuevo parlamento aquello que era izquierda y derecha pasa a ser Montaña y Llanura, con bancos altos ocupados por radicales y bancos bajos ocupados por independientes o seguidores de Barnave y Brissot, que a grandes rasgos representan a París y al resto de Francia respectivamente.

Las elecciones para elegir diputados de la Convención discurren apaciblemente, por más que el desengaño limite la participación ciudadana a algo menos del 15 por 100 del censo electoral. Los observadores atribuyen ese record mundial de absentismo a que la Asamblea se haya permitido vetar cualquier candidatura «no patriótica», y a que los diputados deberán votar siempre en voz alta. Esto implica identificarse en momentos donde nadie sale a la calle sin portar la escarapela de un club u otro, temiendo ser acusado de implicación en el complot del pan. Talleyrand, que ha ido a Londres para negociar en secreto una paz con Inglaterra, decide no volver y explica esa abstención «porque las picas y los clubs nos han acostumbrado al disimulo y la bajeza»16.

Un factor adicional de debilidad para el nuevo órgano es que deba legislar, gobernar y juzgar a la vez, cosa impuesta por la tradición centralista gala y el consejo roussoniano de «una soberanía indivisa», hostil a la división de poderes recomendada por Montesquieu y puesta en práctica por el liberalismo anglosajón. Como consecuencia de ello no sólo dicta leyes sino que juzga (a través de su Tribunal Revolucionario) y funciona como Ejecutivo mediante tres comités (Seguridad, Salud y Educación). Cabría esperar que sus representantes se hubiesen popularizado, acogiendo a más sans-culottes y labriegos, pero para votar y ser elegido sigue haciendo falta pagar un mínimo de impuestos, y la composición del organismo permanece inalterada:

«Desde el punto de vista social, los miembros de la Convención diferían poco de los dos Parlamentos previos. Se observaba una preponderancia análoga de exfuncionarios, abogados, comerciantes y empresarios, aunque había un número apreciablemente mayor de procuradores, médicos y docentes de provincias. Como antes, no había pequeños campesinos, y sólo dos obreros»17.

Poco después de reunirse, Marat —cuyo Amigo del Pueblo se ha convertido en un subvencionado Journal de la Republique18— radiografía ideológicamente a los miembros proponiendo: «Guillotinar a 600 os aseguraría reposo, dicha y libertad. Un humanismo falso ha suspendido vuestros brazos y evitado vuestros golpes. Debido a ello millones de vuestros hermanos perderán la vida»19. A su juicio, en una asamblea compuesta por 750 representantes el 80 por 100 son «monárquicos disfrazados y agentes enemigos», frente a un 20 por 100 llamados por Hébert «patriotas no imbéciles, que miran la revolución con buena fe e intentan salvarla»20. Esa fracción tiene como aliado extraparlamentario no sólo al populacho que se ha abonado a las sesiones de guillotina sino a los gestores de la Comuna, que coordinan con eficacia creciente cada alzamiento (émeute)21.

1. Una cuestión de procedimiento. Si en la primera Asamblea el ala derecha y «las treinta voces» de su izquierda estaban separadas por concepciones realmente distintas, la oposición entre Llanura y Montaña no deriva tanto de programas políticos como de métodos admisibles. Mirabeau y los líderes de la Gironda22 fundaron el club jacobino (llamado así por su sede en la calle San Jacobo), y sólo las responsabilidades gubernativas impusieron a Brissot ceder a Robespierre el puesto de secretario general de la asociación. Jacobino y jacobinismo se identificarán para lo sucesivo con un sector de ese club, sumado a sus afines en el club de los cordeleros (cordeliers), pero quienes medio año después se etiquetarán como monárquicos constitucionalistas y republicanos de la Gironda son los jacobinos originales.

Superiores en prestigio y votos, como los mencheviques rusos, pretendieron retener las libertades en un momento donde la minoría bolchevique —en este caso la Montaña— pudo arreglárselas para dar un golpe de Estado. Michelet es objetivo cuando escribe que el espíritu de la Comuna Insurrecta «no era sólo salvar a la patria, sino salvarla por los medios que Marat aconsejaba: la masacre y la dictadura»23. Partidarios del parricidio patriótico24, aunque liberales en otros aspectos, los girondinos perdieron el poder por repugnancia ante los procedimientos y agentes de su rival político, tan bien adaptados por lo demás a una situación de extrema penuria, delirio persecutorio y guerra contra propios y extraños.

La muerte de Luis XVI se decide por un estrecho margen de votos —trescientos ochenta y siete contra trescientos treinta y tres—, y que los girondinos sugiriesen remitir la decisión última a una consulta popular sirve para acusarles de connivencia con la monarquía. Mucho más funesto fue para ellos lograr el procesamiento de Hébert y Marat, pues el Tribunal Revolucionario desestimó la causa y cargaron con nuevas iras del pueblo. Nada tuvieron que ver con la gran rebelión de La Vendée, instigada por una nostalgia del Viejo Régimen, pero cualquier revés sirve para imputarles nuevas traiciones. Al empezar la primavera, pocas semanas antes de ser guillotinado, Vergniaud (1753—1793) hace justicia a su fama de orador con un discurso interrumpido por gritos de los montañeses («¡calumnia!», «¡traidor!»), donde presenta a la Revolución como un Saturno que devorará a todos sus hijos si el imperio de la ley sigue ignorándose.

Algo dice sobre este grupo su adiós a la vida. Vergniaud, Brissot y la primera carreta de girondinos llegan a la Plaza de la Revolución —luego Place de la Concorde— cantando la Marsellesa, y tan animosos se muestran que el verdugo puede despachar a 22 en apenas media hora. Ninguno ha de ser sujetado o impelido. Madame Roland, esposa del ministro de Interior hasta hace unas semanas, saluda al busto en yeso de la Libertad situado junto a la guillotina con su famoso «¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!». El barón de Condorcet (1743-1794), un científico antimonárquico, vive escondido lo justo para poder terminar su Esbozo de un cuadro histórico sobre los progresos del espíritu humano, y a continuación se suicida. El Esbozo describe en nueve etapas el tránsito del estado salvaje a grados superiores de conocimiento, rectitud y dicha, proponiendo que el ser humano está llamado a «una perfectibilidad indefinida»25.

III. El reino de la virtud

El 2 de junio de 1793 una muchedumbre provista de varios cañones asedia y toma la Convención. Con Roux como uno de sus caudillos, los insurrectos «convencen» a la asamblea de que 31 girondinos deben ser arrestados en el acto, medida que permite a la Montaña controlar desde ese momento el Comité de Salud Pública. Aquel día se decreta adicionalmente que el pan tendrá precio fijo, y que sólo los sans-culotte disponen en lo sucesivo de franquicia electoral. Lo primero está destinado a cortocircuitar la producción y distribución de grano, convirtiendo al campesinado en nuevo traidor; lo segundo resulta muy lógico, pues son ante todo gentes de los barrios pobres quienes se han apoderado del edificio, y de los 750 escaños de la Convención sólo dos están ocupados por obreros.

Los eventos se precipitan al mes siguiente con la muerte de Marat a manos de una joven «puta girondina», en realidad una virgen (como demostró su autopsia), cuya cabeza será abofeteada por el verdugo tras recogerla de la cesta donde ha caído. Algunos testigos dicen que el rostro respondió al bofetón con una mueca26, y el episodio sirve en todo caso para calibrar los ánimos. La asesina ha dado muestras en todo momento de una pasmosa serenidad, declarando que mató al «monstruo» para intimidar a sus émulos, pero nadie más osa insinuar algo semejante. Al contrario, el entierro del Amigo del Pueblo constituye una gran explosión de duelo popular, acompañada por declaraciones llamativas:

«Marat no ha muerto. Su alma, libre ahora del envoltorio terrestre, se desliza sin obstrucción por toda la República, y es más capaz para introducirse en los complots de federalistas y tiranos»27.

«Corazón de Jesús, corazón de Marat, tenéis el mismo derecho a nuestro homenaje […] Marat es un dios, que detestaba como Jesús a los ricos y a las sabandijas»28.

En septiembre el Fiscal General de la República es Hébert, que saca adelante la Ley 22 o de Sospechosos, un texto singular en la historia del derecho porque reprime «crímenes contra la libertad» sin tipificarlos, y porque atendiendo a motivos de urgencia permite excluir pruebas testificales y documentales. Desde entonces hasta junio de 1794 crece el llamado reino del Terror, que pasa a ser la Grande Terreur el julio siguiente. En un semestre la media de ejecuciones públicas pasa de tres a veintiséis diarias, cumpliendo al fin sin remilgos los consejos de Marat. El «laxo» Danton —mujeriego, bebedor y juerguista— cede paso al «incorruptible» Robespierre, siempre atildado y circunspecto, que sólo concilia el sueño teniendo junto a la cabeza un ejemplar del Contrato social. Llega una guerra de la virtud contra el vicio, donde el terror se define como «justicia rápida, severa, inflexible». Saint-Just (1767-1794), su mano derecha, le parafrasea al decir:

«El barco revolucionario sólo llegará a puerto en un mar enrojecido por torrentes de sangre [...] No sólo debemos castigar a los traidores sino a cualquiera que no sea entusiasta. La República debe protección a los buenos ciudadanos. A los malos sólo les debe la muerte»29.

El sans-culotte en paro profesional se ha convertido mientras tanto en fuerza paramilitar dedicada a asuntos internos, como requisas de productos agrícolas o linchamiento de personas determinadas, y aunque alivia el trabajo de la guillotina con cuchillos y palos la justicia francesa parece agobiada por el volumen de «no entusiastas». Durante esos diez meses los reconducidos a la virtud desafían todo cálculo preciso, si bien podemos estar casi seguros de que no superaron los 40.000 ni bajaron de los 20.000. Es en todo caso interesante saber que el 8 por 100 fueron aristócratas, el 6 por 100 sacerdotes, el 14 por 100 clase media y el 70 por 100 campesinos, estos últimos por atesorar, negarse al reclutamiento o alguna otra forma de rebeldía30.

1. Ajustes de cuentas. La vanguardia del Terror es compartida inicialmente por una facción del club de los jacobinos —el grupo de Robespierre, Couthon y Saint—Just— y dos facciones del club de los cordeleros, una encabezada por Hébert y otra por Danton. Tras el golpe de Estado de primavera, que despeja el camino hacia la dictadura, a sus respectivas posiciones se añade la del cura Roux y sus enrabiados (enragés), protegidos inicialmente por Hébert, que profesan un abierto ebionismo; llega el día de la restitución, los ricos han engordado para el día de la matanza y la espiral de precios se combate confiscando comestibles. El marco sociopolítico de sus deliberaciones es un deterioro vertiginoso de la economía, que unas veces se alivia con las requisas de dinero y víveres derivadas de victorias en algún frente de batalla y otras empeora con los reveses.

Hebertistas y enragés apoyan un giro hacia el «terror extremo». Danton, Desmoulins y los indulgents defienden un restablecimiento gradual del Estado de derecho, y Robespierre parece inclinarse por esto segundo durante el largo y menesteroso invierno de 1793. Aparentemente, también él siente reparos ante una espiral de violencia que está volviendo a ejecutar presos en las cárceles. Pero, de hecho, maniobra sin descanso para evitar que los «extremismos de facción» perturben a la República. En marzo sus alianzas le permiten ejecutar a Hébert y algunos de los suyos, y en abril a los principales indulgents.

A finales de julio, sin embargo, un importante grupo de la Convención se ha conjurado para atacar por sorpresa, acusándole de ser tanto un dictador sanguinario como un payaso delirante. Su costumbre de acabar los discursos ofreciendo la vida por la patria encuentra a cientos de diputados muy conformes con ello, que entre carcajadas proponen sacar a votación su condena. Bastan unos minutos para comprobar que pocos salen en su defensa, muchos dan muestras amenazantes y una escolta enviada a toda prisa por la Comuna permite que él y dieciocho fieles se refugien en el Ayuntamiento. Ahora depende de la guardia communard, pero poco después de medianoche todos desertan. Los grandes héroes de la Comuna —Danton y Desmoulins ante todo— habían perecido por orden suya.

Un rumor afirma que Robespierre recibió un tiro en la boca estando aún en la Convención, para impedirle hablar. Mucho más probable es que quisiera matarse en el Ayuntamiento, al percibir su abandono. Mala puntería o nervios hicieron que el proyectil le destrozara un maxilar, y llegó al cadalso sujetándoselo al cráneo con un pañuelo. Aullaría de dolor cuando el verdugo se lo arrancó antes de guillotinarle, como el lisiado Couthon cuando hubo de flexionar las piernas para ponerse boca abajo en la plancha de ejecución. Saint—Just no profirió una palabra desde el momento de ser detenido, y en contraste con el desaliño de sus compañeros sucumbió impecablemente vestido, con su casaca azul de botones dorados.

Roux perdió la oportunidad de ser el primer mártir de la causa comunista suicidándose con un cuchillo en su calabozo. Danton impresionó por su altivo coraje en todo momento31; Desmoulins empezó luchando hasta desgarrarse la ropa, pero acabó imitando su denuedo. Marat murió pidiendo socorro, apuñalado mientras escribía los nombres de traidores imaginarios que su asesina iba inventando, hasta colocarse en posición de asestar su único y certero golpe. Hébert imploró clemencia desde el auto de procesamiento, y se desmayó al avistar lo que tantas veces había llamado jocosamente «el barbero nacional». Uno de los verdugos dejó dicho que él y sus compañeros de carreta «murieron como cobardes sin pelotas (couilles32.

Hébert había dado muestras de su naturaleza tiempo atrás, cuando en el juicio contra Maria Antonieta intimidó a su hijo —de ocho años— para hacerle firmar una declaración donde acusaba a la madre de enseñarle a masturbarse. Ese tipo de cargo lo sistematizaría Fouquier-Tinville (1746-1795), fiscal del Tribunal Revolucionario, que introdujo un germen de asepsia burocrática dividiendo sus alegatos en dos partes; la primera para exponer que el acusado nunca fue un revolucionario «auténtico», y la segunda para deducir que eso le predestinó a convertirse en «agente extranjero»33. Procesalmente, le fue de gran ayuda poder recomendar al jurado que abandonase la sala si ya tenía formada su convicción, aunque la defensa no hubiese presentado aún pruebas o alegaciones.

La respuesta de los acusados a su inquisición supuso una cadena de suicidios no exentos de bravura como el de Roland, que se quitó la vida arrojándose contra su bastón—espada, o el de Dufriche-Valazé, que usó un estilete oculto entre los papeles para matarse tras oír la sentencia. Verle morir en breves instantes produjo un gran tumulto en la sala, cortado por Fouquier-Tinville con la exigencia de que ese traidor tampoco evitase la guillotina; fue posible así proceder a la ejecución de un cadáver.

Victorioso sobre todos sus reos, no menos que cauto para unirse a los enemigos de Robespierre, quedó atónito al ver que la clausura del Terror reclamaba también su propia cabeza. Había sido fiel al «omnipotente» mandato de la Convención, alegó, aunque ninguno de sus mandantes siguiese vivo para confirmarlo. Como a Robespierre, le condenaron una mezcla de terroristas, diputados sobornables, indulgentes, monárquicos y liberales.

 

NOTAS

1 - En su discurso del 7/6/1794, inaugurando la Fiesta Nacional dedicada al Ser Supremo; cf. Moya 2007, p. 113.

2 - «Desde las elecciones a los Estados Generales se convirtió en una regla de hecho que cuanto más radical fue haciéndose la Revolución más se estrechó su base electoral, pues la Convención representaría aún a menos votos»; Schama 1989, p. 581.

3 - Los varones deben haber cumplido los 25 años, residir en cierto domicilio durante un año seguido y pagar en impuestos el equivalente a tres sous. Bastaba con uno en 1789.

4 - Cf. Schama 1989, p. 582.

5 - Leopoldo II, el emperador austriaco, es hermano de María Antonieta, teme por su vida y es un monarca «ilustrado», que ha abolido en la Toscana —donde gobierna como Gran Duque— no sólo la tortura sino la pena de muerte.

6 - Llamamiento de la section del distrito parisino de Mauconseil, 31/7/1791; cf. Schama 1989, p. 612.

7 - Solían ser folletos de ocho páginas (correspondientes a una de imprenta replegada), aparecidas tres o más veces por semana. Los vendedores callejeros las anunciaban con voces como «¡Hoy está caliente el Padre Duchesne!» o «¡El Amigo pide más sangre!».

8 - El radicalismo informa también el primer periódico mural, L’Ami du Citoyen de J.B.Tallien, alguien que tras distinguirse como inquisidor será decisivo para derrocar a Robespierre. Más dignos de recuerdo son el Vieux Cordelier y otras revistas de Desmoulins, los Annales Patriotiques de Carra y el Patriote Français de Brissot.

9 - Mignet 1824 (2006), Intr.

10 - Que son un millar de hombres acantonados en torno a las Tullerías, la mitad de ellos suizos pertenecientes a la guardia personal del Rey.

11 - Cf. Schama 1989, p. 614.

12 - «Los mutiladores cortaron a hachazos miembros para pasearlos en triunfo, y seccionaron genitales para meterlos en las bocas que habían quedado abiertas, o dárselos a los perros»; Schama 1989, p. 615.

13 - Hébert, en Hardman 1973, vol. 2, p. 218-19.

14 - Fabre D’Eglantine, en Schama 1989, p. 630.

15 - Tocqueville 1982, p. 95. «De las ruinas que forjó la Revolución nacería espontáneamente un poder central inmenso […] con gobiernos más frágiles pero cien veces más poderosos» (ibíd, p. 59).

16 - Talleyrand, en Schama 1989, p. 681.

17 - Rudé, en Moya ibíd, p. 290.

18 - Hébert conseguirá una recompensa mucho más lucrativa aún, pues su Père Duchesne es subvencionado con cien mil libras para regalarse como «edificación moral» a las tropas de los distintos frentes.

19 - Cf. Encyclopaedia Britannica, Macropedia, voz «Marat».

20 - Hébert, Le Père Duchesne, nº 234.

21 -Cuando la situación de París intenta normalizarse —derogando el régimen de Comuna Insurrecta y la consiguiente tiranía de la ciudad sobre el resto del país—, el asunto se paraliza ante una émeute instada por Danton y su secretario Desmoulins. Otras dos —el 27 y 31 de mayo de 1793— anulan el procesamiento de Hébert y Marat por inducción a la masacre y alta traición. Desde la huida frustrada del rey lo «espontáneo» de las manifestaciones masivas brilla por su ausencia.

22 - Fundamentalmente Barnave, Pétion, los hermanos Lameth, Vergniaud, Roland y Brissot.

23 - Michelet, en Moya 2007, p. 79.

24 - Brissot, su último jefe, promovió el asalto a las Tullerías. Vergniaud, más respetado aún que él en el grupo, usó su legendaria elocuencia para demoler la figura personal e institucional de Luis XVI, asegurando así su ejecución.

25 - Comentando su suicidio, logrado con un extracto de datura estramonio, Jefferson dice que «en esos tiempos todo hombre dotado de fortaleza llevaba siempre tal medicamento en el bolsillo para anticiparse a la guillotina»; Jefferson 1987, p. 672. Malthus compondrá su Ensayo sobre el principio de la población (1798) para negar que las tesis de Condorcet —y en particular la capacidad de sociedades civilizadas para autoabastecerse— estén objetivamente fundadas.

26 - Cf. Wikipedia, voz «Charlotte Corday».

27 - Roux, en Le Publiciste de la République Française, julio de 1793.

28 - Letanía del cordelier Morel, en Schama 1989, p. 744.

29 - Cf. Encyclopaedia Britannica, Macropedia, voz «Saint-Just».

30 - Cf. Harvey, D.J., French Revolution, history.com 2006.

31 - Terminó su alegato ante el tribunal con palabras pensadas para esculpirse: «El jurado ha podido conocer a Danton estos dos días. Mañana espera dormir en el regazo de la gloria. Nunca ha pedido clemencia, y le veréis volar hacia el cadalso con su serenidad habitual y la calma de una conciencia clara». Cf. Schama 1989, p. 818.

32 - Ibíd, p. 816.

33 - Su alegato contra los girondinos aparece en Schama 1989, p. 803-804.

 




 

© Antonio Escohotado 2008
LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO
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