LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

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Francia como singularidad

«Los derechos del hombre no están hechos para los contrarrevolucionarios, sino sólo para los sans-culottes

J. M. Collot d’Herbois1.

Cuenta Tocqueville que la opinión pública francesa llevaba décadas «viviendo en la ciudad ideal construida por sus escritores, hasta el extremo de creer que los americanos se limitaban a ejecutar lo concebido por ellos»2. En 1784, despidiendo a Franklin, «el embajador eléctrico», la Corte aplaudió a Turgot —ministro de Hacienda de un monarca absoluto— cuando dijo que «arrebató a los cielos el rayo y a los déspotas su cetro»3. El propio Luis XVI, un progresista convencido, añadiría dos años más tarde que «las ambiciones de la Corte y la codicia de los ricos son la causa de la miseria pública»4, anticipando en esa misma alocución la tesis definitoria del socialismo; a saber, que todas las tierras pertenecieron originalmente al Estado.

Se diría que en el último tercio del siglo XVIII no hay en Francia conservadores, pues incluso los estratos tradicionalmente tales son tan partidarios de innovaciones radicales como los literatos. Rentistas, mercaderes y fabricantes las necesitan especialmente, ya que el Estado les debe en 1789 unos seiscientos millones de libras francesas, arrastra un déficit global del triple y la Corte gasta un millón más cada día5. Por otra parte, Burdeos supera ya a Liverpool en monto de facturación, Lyón es el centro textil de Europa y Versalles supera de largo a todas las Cortes. El país combina en realidad lo brillante con lo anacrónico, ya que tanto el crédito como las sociedades anónimas apenas han empezado a desarrollarse, y el crecimiento de unos sectores alterna con el primitivismo de otros.

París, por ejemplo, carece de agua corriente en las casas y bocas de riego para las calles; e igualmente medieval es su red de desagües, que condiciona periódicas epidemias de cólera6. Antes de 1780 no hay en Francia un banco dedicado al descuento de letras, y hasta las grandes transacciones se hacen en metálico, con estibadores, como si se tratase de madera o piedra. La única corporación comparable a las holandesas e inglesas se hace esperar casi dos siglos y es la Compagnie des Eaux de Paris (1782), que en su Prospecto llama a suscribir las participaciones por patriotismo7. Una capital sucia y maloliente, que absorbe una enorme inmigración pero nunca acaba de crecer por su alta tasa de mortalidad, tortura a un orgullo nacional excitado en todas las clases desde el Rey Sol. Ya entonces se hizo evidente que Francia abanderaba al mundo por refinamiento y culto a la belleza, y la obra posterior de sus ilustrados fue convencer de que era superior también por amor al Progreso.

En términos de estructura social, es llamativa una aristocracia que en vez de incorporarse al comercio y la industria —como sucede hace siglos en Holanda e Inglaterra— «ha perdido su acción sobre el príncipe y el pueblo»8. Hay excepciones como una siderurgia instalada básicamente por nobleza reciente, pero confirman la regla. Los individuos destacados que nacen aristócratas, y luego entran en el ejército o el clero, son casi todos enemigos de la sociedad estamental. El resto se aferra a sus privilegios —ante todo no pagar la mayoría de los tributos, y ser la oficialidad del ejército—, aunque muchos ricos ya no son nobles y muchos nobles no son ricos. Más de la mitad vive con apreturas, y en unas cinco mil familias de rancio abolengo el patriarca no tiene para ese mínimo último compuesto por una buena espada, un caballo marcial y un gran perro9.

I. La Hacienda del Viejo Régimen

Empezaban a proliferar «fortunas medianas», mientras el pueblo bajo cargaba no sólo con el estatuto del siervo sino con afrentas adicionales como la corvée o prestación personal, que imponía regalar trabajo, animales de carga y aperos para mantener las infraestructuras terrestres, fluviales y marítimas. El notable número de personas que pueden permitirse comprar o renovar regalías de la Corona no está sujeto tampoco a la taille, que cuatro siglos antes desatara la gran rebelión campesina y cuyo impago es ahora la causa más común de arrestos y confiscación de bienes. Ya en tiempos de Luis XV un recaudador anticipa que «los dispendios exigidos al labriego para reparar caminos pronto le impedirán pagar la talla»10, y para evitar el censo parroquial que les identifica como contribuyentes muchos campesinos emigran a otras zonas del país, trastocando sin pausa el cuadro de recursos humanos disponibles en cada zona.

Llamativamente, Inglaterra tenía entonces una carga fiscal per capita tres veces superior a la francesa, pero repartida al revés11. Un buen ejemplo de los ánimos ofrece el Viaje por Francia en el 89 de Arthur Young, donde cuenta que días después caer la Bastilla gentes de cierto pueblo quisieron detenerle por no llevar escarapela revolucionaria. Para salir del apuro les expuso:

«Señores, se acaba de decir que los impuestos deben seguir pagándose como hasta ahora. Los impuestos deben pagarse, ciertamente, pero no como hasta ahora. Los ingleses tenemos muchos impuestos que vosotros no tenéis; pero el tercer estado, el pueblo, no los paga; sólo pesan sobre los ricos. En mi país se paga por cada ventana, pero quien tiene en su casa sólo seis no paga nada. El señor paga el vigésimo y la talla, pero el modesto propietario de un huerto no paga nada. El rico paga por sus caballos, carruajes y criados, incluso por gozar de la libertad de disparar sobre sus propias perdices, pero el pequeño propietario está exento de todas esas cargas. Es más, en Inglaterra tenemos un impuesto que paga el rico para socorrer al pobre. Así pues, si bien hay que seguir pagando impuestos, hay que hacerlo de otro modo›. Como me entendieron perfectamente, ni una palabra de mi discurso dejó de merecer su aprobación, y pensaron que bien podía yo ser un buen hombre, lo que confirmé gritando: ¡Viva el tercer estado! Y contestándome con un hurra me dejaron marchar»12.

En Francia el impuesto directo recae por norma sobre los indigentes, y quienes no viajan son los únicos encargados de mantener abiertos los caminos. Esta iniquidad rige allí desde poco después de comenzar la guerra de los Cien Años, en 1360, cuando el rescate del rey Juan instauró el sistema de comprar al rey exenciones tributarias. A partir de entonces y hasta Luis XVI —una rara avis que para industrializar el país no vacila en recortar drásticamente su gasto suntuario—, todos los monarcas franceses han practicado la contabilidad del corto plazo, y prefieren un pequeño estipendio actual a un fruto mayor y más legítimo en el futuro. Se compran, pues, todo tipo de cargos fiscalmente exentos y protegidos por distintas posiciones monopolísticas, desde jefaturas gremiales a puestos de magistrado o de supervisor para quioscos callejeros donde se vendan ostras, que rinden en realidad una fruslería si se compara con el monto de los ingresos libres de tributación.

En el medievo los reyes complementaban ese capítulo de sus rentas exigiendo préstamos a los burgos, con la excusa de protegerles ante el señorío militar y clerical; pero a medida que eso dejó de ser posible su crisis financiera fue creciendo en paralelo al propio desarrollo del país. Se llega así en 1788 a unos cincuenta mil individuos que compran periódicamente sus respectivos oficios, y sólo podrían perder sus privilegios percibiendo una indemnización equivalente al conjunto del presupuesto anual, próximo a los 700 millones de libras. Con todo, los libros de cuentas indican que durante la última década esa venta de offices ha hecho ingresar a la Corona una media anual inferior a los 5 millones13.

1. Proyectos de reforma. El primer sabio llamado a sanear el déficit galopante es Turgot, que fascina al joven Luis XVI con el lema: «No más quiebras ni más préstamos ni más impuestos». Lo esencial a su juicio es difundir confianza —para empezar en el Gobierno—, pues Francia tiene recursos de sobra para salir adelante si liberaliza su economía y la Corona se aprieta el cinturón algún tiempo. Descentralizar y desregular, invirtiendo el colbertismo, bastará para que la industria y el comercio se hagan competitivos. Calculando que el proceso tomará unos diez años, Turgot ha empezado con medidas tan enérgicas como suprimir las reglamentaciones gremiales y la corvée, lo primero para desarticular su paralizante trama de monopolios y lo segundo porque genera no sólo una justa indignación sino absentismo laboral en el campesinado.

Austeridad y largo plazo nunca son bienvenidos por quienes viven de lo opuesto, y los dos años (1774-1776) que se conceden a ese ministro para poner en práctica su programa han parecido una eternidad a la Corte y a la clase media montada en torno al gremialismo. Noble por cuna y ciudadano (citoyen) por temperamento, el propio Turgot ha precipitado su cese con la audacia de llamar pusilánime al monarca14. Lo que Francia necesita para prolongar la coexistencia de medievo y modernidad es un financiero—mago como el ginebrino Jacques Necker (1732-1804), avalado por éxitos previos como director de banco y una apoyo al colbertismo, que sugiere volver al crédito como antídoto para el déficit estatal. Su consolidación de la Deuda mediante anualidades garantizadas se revela inviable ya a medio plazo, pero el pueblo necesita creer en alguien capaz de frenar el agujero negro y le convierte en una especie de talismán popular, cuyo cese provocará consternación. Por lo demás, ha tomado algunas decisiones oportunas, como repartir más equitativamente la taille, derogar los peajes a la industria o fundar casas públicas de empeño (los Montes de Piedad).

En 1781 su Rendición de cuentas al Rey es extravagante hasta el extremo de ver en Francia un modelo de prosperidad saneada, y a despecho de ser un volumen tan gigantesco como farragoso se convierte en un extraordinario superventas. Sin embargo, las halagüeñas perspectivas allí expuestas bastan para que la Corte convenza a Luis XVI de que el plebeyo hugonote debe ser despedido, cortando así con los experimentos de recurrir a demócratas para salvar al Estado de la ruina. Las finanzas francesas se entregan al vizconde de Calonne, pronto conocido como Monsieur Déficit, que se acostumbra a revisar las cuentas teniendo a mano un frasco de sales antimareo tras el primer sofoco, cuando el superávit previsto por Necker arroje en realidad un descubierto de 112 millones15.

Por entonces el pasivo acumulado no puede atribuirse ya al boato cortesano, y a la tradicional prodigalidad de la Corona al conceder pensiones, sino a la estructura del país —donde cada provincia y condado mantienen toda suerte de aranceles internos—, añadido al gran esfuerzo que ha hecho para ayudar a los colonos norteamericanos. El orgullo francés, cuyo último revés a manos inglesas había sido la pérdida del Canadá, se recobra cuando la marina y el cuerpo expedicionario francés influyan decisivamente en la victoria de Washington. En 1783 los británicos deben firmar —y en París— el tratado que reconoce la soberanía norteamericana, sancionando de paso la viabilidad del ambicioso plan diseñado años antes por Luis XVI y su primer ministro Vergennes: consolidar un imperio colonial y a la vez mantenerse como primera potencia militar europea.

Marino por vocación, el monarca es en buena medida responsable de que Francia tenga ahora en Brest los astilleros más modernos. La victoria sobre Inglaterra resulta dulce en todos sentidos, ya que permite interrumpir esa fuente de gasto, presenta al país como campeón en la causa de la libertad y le otorga la cláusula de nación más favorecida en sus tratos con Norteamérica. Antes y después del triunfo, sin embargo, las hambrunas azotan al país cada par de años. En el medio rural y el urbano abundan motines; el saqueo de tiendas, graneros y otros almacenes es algo poco menos que rutinario.

Comerciantes e industriales siguen ignorando en buena medida la letra de cambio y la sociedad anónima, la legislación condena «la usura prohibida por el derecho canónico»16, y los Enciclopedistas —tan eficaces como formadores de opinión— compiten en una oferta de recetas elementales para aliviar la miseria, convencidos de que el empresario es una «clase estéril» cuando no pertenece al sector agropecuario. Diderot, menos rígido que otros en apoyar o rechazar el despotismo ilustrado, es también quien lega una imagen más rotunda del futuro. En El sobrino de Rameau, su obra maestra, contempla el Viejo Régimen como una estatua roída invisiblemente por termitas: cierto día una simple brisa bastará para convertir su mármol tallado en un montón de polvo.

Ese día se anuncia en 1788, cuando el déficit ha sugerido recurrir nuevamente a la magia de Necker, y el Rey asume su propuesta de que sólo será posible recaudar lo necesario convocando al pueblo entero en forma solemne. Hacerlo significa resucitar los Estados Generales17, una asamblea del clero, la nobleza y el «tercer estado» donde éste obtiene como primer reconocimiento nombrar el doble de representantes, y una posibilidad de votar conjuntamente —no sólo por estamento—, que añadirá a sus sufragios el de todos los clérigos y nobles afectos a la democratización.

II. La voz popular

Los nueve meses que median entre convocatoria y reunión son el plazo previsto para elegir representantes de todas las circunscripciones francesas, y para que cada estamento confeccione unos Cuadernos de Quejas poco acordes con su nombre, pues clero y nobleza compiten en afanes de cooperación social y ofrecen un modelo de generosidad y realismo18. A juzgar por esas memorias, la magnitud del agujero negro y la discordia se solventarán con algunas reformas enérgicas, tanto más viables cuanto que cada estado no sólo exhibe buena fe sino un ánimo reflexivo y dialogante.

Como mal presagio llega «un invierno de dureza desconocida en los anales, a veces con el termómetro a 22 bajo cero, que suspendiendo todo trabajo exterior dejó a los pobres sin pan ni combustible»19. En enero de 1789, cuando el hielo está en su apogeo, el abate Emmanuel Felipe Sieyès (1748-1836) —«la cabeza más lógica de la nación»20— publica su panfleto sobre el tercer estado y abre los ojos de Francia:

«¿Qué es el estado llano? Todo. ¿Qué representa actualmente en el orden político. Nada […] Pero ¿quién se atrevería a decir que el estado llano no tiene todo lo preciso para formar una nación completa?»21.

Casi inmediatamente después de inaugurarse cuando estaba previsto, en mayo, Luis XVI ordena la disolución de los Estados Generales para evitar que esa oportunidad recaudatoria se convierta en cataclismo político. Sin embargo, de los casi setecientos diputados del estado llano22 todos salvo uno (así como gran parte del clero y una mínima fracción de la nobleza) le desafían nombrándose Asamblea Nacional, pues representan «al 96 por 100 de los franceses» y juran no disolverse hasta dar al país una nueva constitución. Enfrentado a la tesitura de reprimir la sedición, o permitirles deliberar solos, el Rey manda que el primer y el segundo estado se sumen a sus sesiones, de las cuales saldrán en muy poco tiempo novedades conmovedoras para el mundo entero.

Es dudoso que haya habido una asamblea formada por tantos y tan variados talentos —desde el genio diplomático de Talleyrand al matemático de Monge, Carnot o Condorcet—, y es seguro que ninguna troqueló el futuro en medida pareja. Sus comienzos están presididos por estadistas inmortales como el propio Sieyès y el marqués de Mirabeau (1741-1791), desertores del primer y el segundo estado respectivamente, acompañados por la serena firmeza del astrónomo J.S. Bailly (1736-1793), presidente del tercer estado, que reaccionó a la orden real de disolver la Asamblea con el premonitorio: «Me parece que la nación reunida en consejo no puede recibir órdenes»23. A la derecha de la presidencia se sentaron los nobles, el resto de los representantes se acomodó un poco por todas partes y en el extremo izquierdo del recinto se agruparon radicales entonces inconspicuos como Maximiliano Robespierre, llamados irónicamente por Mirabeau «las treinta voces». De semejante azar topográfico nacería la más duradera polarización política.

1. Legisladores y conquistadores. En esas tensas semanas iniciales la Asamblea tiene el apoyo indirecto del llamado Gran Miedo, un fenómeno rural con reminiscencias de la Jacquerie24 para la aristocracia, pues grupos de campesinos se arman para responder a una supuesta conspiración contra ellos y atacan en ocasiones castillos y graneros. Sus líderes ven como prueba de ello cuánta gente desconocida y mal aspectada ha aparecido por los campos25. Raro es el día en el que los moradores de algún pueblo no se escondan o concentren todos sus recursos ofensivos ante la noticia de que «ellos» —ejércitos de bandidos, tropas inglesas o austriacas, sicarios de la nobleza— están arrasando cierto pueblo vecino. Urgido por la magnitud del odio que despierta con la incertidumbre, el pánico difuso aprovecha cualquier pretexto.

Lo análogo a ese recelo persecutorio prende entre sans-culottes urbanos, llamados así por no llevar el calzón de seda sinónimo de distinción. Empleados, sirvientes y obreros de barrios pobres como Saint Antoine u Saint Marcel, aunque también tenderos y dueños de pequeños establecimientos, sus líderes llaman a una agresión defensiva que el 14 de julio comienza en París con un millar de individuos resueltos. No quieren estar inermes ante el golpe de Estado monárquico, que es en realidad una inminencia imaginaria, y tras tomar el Ayuntamiento —donde obtienen unos cuarenta mil mosquetes— se dirigen a La Bastilla en busca de munición, acaudillados por algunos veteranos de la campaña en Norteamérica26.

Esa fortaleza se había erigido para disuadir a rebeldes políticos tras la gran insurrección de 1348, cuando unos dos mil burguenses acaudillados por Marcel, alcalde y preboste del comercio, tomaron el palacio real, mataron a algunos nobles y calaron el gorro frigio en la cabeza del Delfín. Ahora, cuando «la calzada quemaba y el suelo estaba como minado por un fondo de recelo y cólera sorda»27, el pretexto no es exigir representación política —como entonces— y la actuación resulta más implacable. El gobernador de la plaza se ha negado a entregar las quince toneladas de pólvora que almacena, y aunque acabe rindiéndose su cabeza será la primera exhibida como «linterna» en el extremo de una larga pica, seguida al poco por la de sus tres oficiales. Exaltada por esa victoria28, una muchedumbre cada vez mayor sigue unida hasta el Ayuntamiento, donde hace lo mismo con Foulon, el secretario de Estado, y Flesselles, preboste del comercio y alcalde.

Al día siguiente algunos barrios amanecen con las primeras barricadas, anticipando represalias que no se producirán. Hay al menos cincuenta mil parisinos con armas de fuego y munición, y cuando las noticias lleguen a Versalles el Gobierno decide anular el foco de paranoia despachando a distintas fronteras las tropas acuarteladas en torno a la capital. París responde a ese gesto con la devolución de algunos mosquetes, nombrando nuevo alcalde y preboste del comercio a Bailly, cuya llegada triunfal al Ayuntamiento coincide con gritos de «¡Vive la Nation!» que pasan a ser «¡Vive le Roi!». El rapto de furia popular se racionaliza ligándolo a su decisión de suspender la Asamblea, pues el monarca nada debe temer de su amante pueblo mientras no se interponga en sus debates y decisiones.

Llega así un periodo de independencia y fertilidad pasmosa para los legisladores, con deliberaciones maratonianas como la del 4 de agosto, que termina la mañana del día siguiente acordando el fin del feudalismo. El duque de Aiguillon, el vizconde de Noailles y el arzobispo de París se abrazan con diputados republicanos, llorando todos de alegría ante la magnitud del logro político, en una efusión de concordia que el Presidente llama «momento de ebriedad patriótica»29, mientras el Secretario lleva horas proponiendo posponer el debate por trastorno mental transitorio de la mayoría. El 26 de ese mismo mes un borrador redactado por Sieyès se convierte en Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, que consagra como tales «la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión».

El Preámbulo afirma que ignorarlos, olvidarlos o despreciarlos es «la única causa de las desdichas públicas y la corrupción del Gobierno». Dentro del plan legislativo que los decretos de agosto preparan se incluye una profunda reforma administrativa, fiscal, financiera, social y política, que empezará a cumplirse en 1790. Cesan todos los privilegios previos, los clérigos pasan a ser empleados sostenidos con cargo al presupuesto, y las enormes propiedades eclesiásticas confiscadas garantizan un nuevo papel moneda (los assignats) que alivia la penuria con el primer dinero revolucionario. El artículo 1 de la Declaración dará la vuelta al orbe y sigue siendo un prodigio de concisión: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos».

En un abrir y cerrar de ojos la Asamblea ha diseñado un Estado de Derecho, y personas bien informadas piensan que «la revolución puede concluir con certeza y felicidad en menos de un año»30. Sólo queda redactar la nueva Constitución, una tarea menor comparada con el hecho de que «el amor a la igualdad y el amor a la libertad se repartiesen entonces el corazón», y sin duda al alcance de estadistas eminentes como los que ocupan algunos de sus escaños. La aristocracia de sangre emigra cuando sus recursos se lo permiten, y trata de organizar una resistencia desde el exterior, pero sus planes sólo sirven para radicalizar el proceso.

«1789 fue tiempo de juventud, de entusiasmo, de orgullo, de pasiones generosas y sinceras, que a pesar de sus errores vivirá eternamente en la memoria de los hombres, y por mucho tiempo aún turbará el sueño de quienes pretendan corromperles o sojuzgarles»31.

III. El corazón de las masas

Los saqueos y tumultos —un fenómeno crónico en París desde finales de los años 70 aunque recrudecido con los últimos acontecimientos— llevan a crear cuerpos policiales de extracción bourgeois, que se consolidan en la capital y el resto de Francia como Guardia Nacional. Cada miembro debía sufragar de su bolsillo el flamante uniforme de casaca azul con solapas blancas, como hizo el humilde Danton gracias al crédito de su esposa, demostrando de paso que el pueblo no necesitaba a la monarquía para imponer orden y controlar la situación. Algunos saqueadores fueron ahorcados públicamente, para subrayar que la Revolución no toleraría más desmanes justificados en su nombre. Siquiera fuese en términos teóricos, las cuentas del resentimiento habían sido saldadas aboliendo el feudalismo y preparando una Constitución liberal32.

Pero el segundo zarpazo de cólera popular masiva no puede alegar provocaciones o interferencias de una monarquía ya intimidada, y llega el 5 de octubre con una masa de sans-culottes que Camille Desmoulins llama «el ejército de las ocho mil Judits», en recuerdo de la heroína bíblica que degolló a un general enemigo. Convocadas por ellas mismas, estas damas —pescaderas, lavanderas y floristas fundamentalmente— hacen seis horas de caminata bajo la lluvia desde París a Versalles, arrastrando como pueden un cañón. La atónita guardia real no acierta a impedir que un buen número de ellas invada la Asamblea, reunida en ese momento, donde su portavoz entra diciendo: «Esta misma mañana un molinero ha sido sobornado por los aristócratas con doscientas libras para no hacer harina»33. El arzobispo de París, uno de los diputados, pide el nombre de ese molinero, y en la algazara resultante priman los gritos que le acusan a él de ese y otros muchos sobornos análogos.

La sesión se suspende, y mientras una joven delegada de las Judits transmite sus quejas al Rey —sin conseguirlo, pues se desmaya de emoción y luego enmudece— un jinete trae noticias de que dos regimientos de la Guardia Nacional parisina están en camino, resueltos a apoyarlas y a exigir que sean despedidos los «mercenarios» de la guardia real. Lafayette, su comandante, ha comprobado que están dispuestos a matarle si trata de impedirlo, y como mal menor decide ponerse al frente. Es indudable que la Guardia Nacional de Versalles se unirá en todo caso a ese gran destacamento contra cualquier «extranjero», y miembros de la Asamblea convencen a Luis XVI de que debe ratificar inmediatamente los decretos de agosto, así como prepararse para calmar a los insurrectos atendiendo a su reclamación de que se mude a París.

Al caer la noche el ejército femenino acampa como puede en los alrededores, creyendo que han sobornado a su delegada (pues asegura que el Rey se ha mostrado amable y receptivo a la demanda de pan), aunque acepte los víveres distribuidos por palacio. Van llegando desde medianoche las tropas parisinas, que se acuartelan en un clima de alta tensión, y hacia a las cinco y media de madrugada —cuando buena parte de la guardia real ha ido a averiguar el origen de unos disparos lejanos— alguien abre la puerta del ala donde vive la reina. Una multitud de Judits emerge entonces de la oscuridad, barriendo todo cuanto se opone entre ella y los aposentos de la reina, que salva la vida escapando descalza a través de un pasadizo secreto, alertada por las voces de dos guardias.

La luz del día devuelve sus perfiles a la situación. Parte del palacio está en manos de las encolerizadas mujeres y en el exterior el resto de la muchedumbre aplaude el desfile de dos nuevas «linternas» —los defensores degollados34— mientras corea un «no escapará la puta austriaca que nos quiere matar de hambre». Sin embargo, una masa puede invertir su orientación si se pulsan los resortes oportunos, que en ese momento eran detener el asalto inmediato —cosa lograda cuando algunas compañías de la Guardia Nacional se suman a la sobrepasada guarnición— y contraatacar con símbolos conmovedores, manejados genialmente por Lafayette. Aunque el gentío dispone de muchos mosquetes, al aparecer el Rey en un balcón los gritos furiosos van acallándose, hasta transformarse en un rugido de aprobación cuando Lafayette clava la escarapela tricolor en el sombrero de uno de sus guardias. Unos momentos después aparece María Antonieta, pálida y audazmente sola, que tras unos segundos de silencioso estupor arranca vivas y lágrimas de piedad. Raptadas por un sentimiento de amor hacia su madre y protectora institucional, las Judits más locuaces se confiesan hijas dolidas aunque no infieles, que sólo piden estar más cerca de ella.

Tres horas más tarde un cortejo calculado en sesenta mil personas escolta a los reyes desde Versalles a la capital, haciendo el camino hacia su nueva residencia de las Tullerías. Los instantes que decidieron el paso del linchamiento a la adhesión bastan para inventar algunas coplas coreadas finalmente por todos: «Amamos al rey con un amor sin igual/ porque vive en nuestra capital». O la más adaptada al caso: «A París traemos al panadero /la mujer del panadero y su niño»35, ya que la gran comitiva se cierra con una docena de carretas cargadas de harina, fruto de vaciar los graneros de Versalles. Agasajados con vino antes de emprender el regreso, soldados de la Guardia Nacional y el grueso de las sans-culottes entran en París cantando, mientras exhiben hogazas ensartadas en la punta de sus picas y bayonetas. Incomparablemente más sombríos debieron ser los sentimientos de la pareja real, mientras saludaba a diestro y siniestro para corresponder al desbordante homenaje popular.

1. Parricidio y refundación nacional. Para entonces una literatura dedicada a la ninfomanía de la reina36 era lo único tan apasionante como la prensa revolucionaria recién surgida, y nuevas elecciones dieron paso a una Asamblea Constituyente que reprodujo la mayoría centrista del parlamento anterior. Su postura basculaba sobre una facción resuelta a imitar el sistema inglés y otra más «nacional», aunque partidaria también de una monarquía limitada. Los republicanos del ala izquierda llevaban meses advirtiendo que los reyes tramaban alguna traición, y cae como una bomba la noticia de que el 21 de junio han sido descubiertos cuando intentaban huir del país. Disfrazado de lacayo, y lo bastante ingenuo para usar una de las carrozas reales, Luis XVI borraba de golpe su dignidad. Pero el más elemental sentido común de un esposo y padre mandaba huir de la veleidosa multitud, que llevaba meses jugando con ellos como el gato con el ratón.

No hacía falta ser un psicólogo de masas para saber que los trances de efusión cordial exhibidos por sus «hijos», los franceses en general, nunca borrarían el resentimiento sembrado por sus antecesores. Como esponjas destinadas a absorber el miedo y la rabia, no ofrecían sino símbolos de una perversidad infinita y a la vez desechable. «El aislamiento de las clases fue el crimen de la antigua realeza»37, y la tragedia se alimenta de coincidencias como que ese rey fuese el único humilde y progresista de su estirpe. «Su corazón sólo deseaba el bien del país», explica el embajador norteamericano, «y ante ese objetivo ningún sacrificio personal le habría costado el más mínimo remordimiento, pero su mente era la debilidad misma […] desprovista incluso de la firmeza bastante para atenerse a su palabra»38.

Antes de la fuga frustrada muy pocos diputados —si alguno— se planteaban el parricidio simbólico como premisa para el nacimiento de un pueblo «soberano». Con todo, Michelet va al fondo del asunto cuando narra el asalto femenino desde esa perspectiva, como un «acto necesario, natural y legítimo, totalmente espontáneo, imprevisto y verdaderamente popular; los hombres han tomado La Bastilla y las mujeres han tomado Versalles»39. David, el genio pictórico de la revolución, es un adelantado en esa dirección y canta su necesidad en varios cuadros, ante todo el de Bruto recibiendo los cadáveres de sus hijos40, cuya muerte ha votado él mismo por conspirar contra la República. Marat ha sido el primero en afirmar que «la facción enemiga ha diseñado el plan criminal de sacrificar la nación al príncipe»41, y la Patria encuentra en él al sacerdote requerido para su purificación.

Pertenece al reino del futurible imaginar qué habría sucedido si Luis XVI no se hubiese comportado a fin de cuentas como un padre de familia. Las turbas que en octubre derramaran lágrimas de hijo arrepentido, pasando del furor homicida a la docilidad del siervo ahíto, habían dado el primer paso hacia su inmolación arrastrándole a un espacio como las Tullerías, donde un año después iba a reproducirse el asalto. Se entiende, pues, la mezcla de pasmo e indignación que su acto produce en los campesinos del pequeño pueblo donde será detenido, y en los demás confines del territorio. Pero cualquier diputado de la Asamblea —por no decir cualquier parisino— está al corriente del odio cerval que la pareja concita, y rasgarse las vestiduras ante su «traición» es tan cínico como pretender que una presa no intente esquivar a sus cazadores42.

Los diputados no cínicos —que luego serán acusados de complicidad con el tirano— persisten en sus esfuerzos de instaurar una monarquía limitada, que se cumple formalmente ese septiembre cuando Luis XVI acepte y recomiende la nueva Constitución, añadiendo: «la Revolución ha terminado». Tres meses antes, cuando la carroza real volvió a París, una gran muchedumbre quiso linchar a sus pasajeros y la ciudad se llenó de carteles advirtiendo: «Quien insulte al Rey será azotado, quien le aclame será ahorcado»43. Una gran mayoría de la Asamblea pretende consumar las reformas sin guerra civil, aunque lo contrario va tejiendo sin pausa su tela.

 

NOTAS

1 - Schama 1989, p. 781.

2 - Tocqueville 1982, vol. I, p. 161.

3 - Cf. Schama 1989, p. 44.

4 - Tocqueville ibíd, p. 187.

5 - Cf. Jefferson 1987, p. 96.

6 - La página web Histoire de l’eau-Paris contiene abundante información.

7 - El Prospectus explica: «Viendo con envidia algunos ciudadanos franceses que Londres estaba refrescado y provisto de agua tan abundante como barata para cualquier particular, en triste comparación con un París casi totalmente desprovisto de ese elemento imprescindible para la salubridad del aire, la limpieza de la ciudad, la salud y el bienestar de sus ciudadanos…»; cf. Greenfeld 2001, p. 146-147.

8 - Tocqueville 1982, vol. I, p. 14.

9 - SpCf. Schama p. 120.

10 - Tocqueville ibíd, p. 149.

11 - Cf. Schama 1989, p. 65.

12 - Young, en Tocqueville 1982, vol. I, p. 242-243.

13 - Cf. Bien 1987, p. 89-114.

14 - «Algunas personas, Sire, piensan que sois débil, y en alguna ocasión he temido la presencia de ese defecto en vuestro carácter. Por otra parte, en ocasiones más difíciles os he visto mostrar verdadero coraje»; misiva de Turgot a Luis XVI, en Schama 1989, p. 87.

15 - Cf. Schama 1989, p. 93.

16 - Cf. Greenfeld 2001, p. 146. Los Parlements del país han renovado su intolerancia desde la bula papal Vix pervenit (1745), que reafirma lo pecaminoso del crédito no gratuito.

17 - Véase supra, p. x.

18 - Cf. Tocqueville 1982, vol. I, p. 159.

19 - Jefferson 1987, p. 96-97. Suscripciones públicas trataron de paliar la falta de grano y las ciudades mantuvieron grandes hogueras en algunos cruces de calles, alrededor de las cuales se reunían muchedumbres para no perecer congeladas. Hasta mayo no fue posible restablecer el suministro normal.

20 - Jefferson 1987, p. 100.

21 -Sieyès, en Moya 2007, p. 39. Sieyès, que desde entonces no abandonó un momento la vida política, sobrevivió como pudo al Terror, desempeñó cargos muy destacados durante el Directorio y el Consulado, colaboró con Napoleón I y acabó conspirando —con éxito— a favor de Napoleón III.

22 - Concretamente, doscientos dieciséis comerciantes y agricultores, doscientos doce abogados y procuradores, doscientos representantes de condados, dieciocho magistrados urbanos, dieciséis médicos, doce nobles y dos eclesiásticos; cf. Mignet 1824 (2007).

23 - Bailly, en Bueno 2003, p. 164. Mirabeau añadió: «Di a quienes te envían que no nos moveremos de aquí sino por nuestra voluntad o a punta de bayoneta»; cf. Jefferson 1987, p. 103.

24 - Véase supra, p. 262-263.

25 - Cf. Schama 1989, p. 429-433.

26 - El teniente Elie y el soldado Louis de la Reyne son los «conquistadores» de la plaza. Cf. Schama 1989, p. 47.

27 - Michelet, en Moya 2007, p. 16.

28 - Tiene visos de formidable proeza apoderarse de un castillo protegido por un gran foso, ocho torres de seis alturas y muros con casi tres metros de grosor. Por otra parte, los defensores eran ochenta y dos invalides (mutilados de guerra) y treinta y cuatro granaderos suizos, que quedaron prácticamente indefensos cuando desde el interior alguien bajó el puente levadizo.

29 - Cf. Schama 1989, p. 439.

30 - Jefferson 1987, p. 11.

31 - Tocqueville 1982, p. 48.

32 - Cf. Mignet 1824 (2006), cap. II.

33 - Cf. Schama 1989, p. 463. Combino su relato con el de Mignet (cap. III) para el resto del episodio.

34 - En su apoyo han tenido a algún hombre disfrazado como el gigante Nicolás —un pacato modelo en la Academia de Bellas Artes hasta entonces—, que al parecer consuma la decapitación.

35 - Schama 1989, p. 468.

36 - Ibíd, p. 205-207. En Ma Constitution, por ejemplo, una lámina la muestra enseñando su genital (la «res publica») a Lafayette. Sin embargo, es más frecuente verla en esas ilustraciones copulando con el hermano del Rey y, sobre todo, presidiendo orgías.

37 - Tocqueville 1982, vol. I, p. 131.

38 - Jefferson 1987, p. 96.

39 - Michelet, en Moya 2007, p 18.

40 - No el ahijado y asesino de César sino el esposo de Lucrecia, cuya violación a manos de Tarquino el Soberbio desencadena el fin de la realeza romana y el comienzo de la República.

41 - Marat, cf. lamidupeuple.org, nº 68.

42 - Año y medio más tarde, durante el juicio, su abogado defensor se atreve a recordarlo: «¿Qué haríais, ciudadanos, si os dijeran que una muchedumbre excitada se dirigía contra vosotros? ¿Le acusáis de derramar sangre? Pero él lamenta la catástrofe fatal tanto como vosotros. Es su herida más profunda»; Malesherbes, en Schama 1989, p. 659.

43 - Ibíd, p. 558.

 

 




 

© Antonio Escohotado 2008
LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO
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