LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

22

Liberalismo y revolución

«En un Estado democrático […] todos acuerdan obrar de conformidad con un decreto común, pero no juzgar y razonar en común.»

B. Spinoza1.

La teoría liberal se completa al tiempo que la comunista, no como alternativa a ese ideario —por entonces exótico— sino para responder al absolutismo monárquico. El liberal no puede ser conservador, a despecho de que apoye la propiedad privada como institución, porque apuesta por la autonomía individual y quiere consolidarla del modo más inequívoco y práctico posible, que es regulando los deberes hacia terceros. Relativista por vocación, contempla la intemperie de la vida sin esperanza de milagro, tratando de identificar «lo propicio para una mayor eficacia del esfuerzo humano»2. Está orgulloso de responder con un no sé y un lo estudiaré a cuestiones donde el resto dispone de dogmas ciertos, y cifra la prudencia en aprender a jugar sin trampas:

«El hombre doctrinario […] imagina que puede organizar a los diferentes miembros de una gran sociedad con la misma desenvoltura con que dispone las piezas de ajedrez en un tablero. No percibe que las piezas tienen por único principio motriz el impreso por la mano, y que en el vasto tablero de la sociedad humana cada pieza posee un principio motriz propio, independiente por completo del que la legislación elija imponerle. Si ambos principios coinciden y actúan en el mismo sentido, el juego de la sociedad humana proseguirá sosegada y armoniosamente, y muy probablemente será feliz y próspera. Si son opuestos o distintos, el juego será lastimoso y la sociedad padecerá el desorden en grado máximo»3.

La libertad responsable, núcleo del juego social, tiene visos de idealismo considerando que amos y siervos llevan milenios identificando libertad con irresponsabilidad. Pero cuando Smith escribe lo previo el liberalismo cunde ya como mentalidad en buena parte de Europa, y falta poco para que Norteamérica lo consagre en términos institucionales. En su primera alocución como presidente del nuevo país Jefferson anima a sus conciudadanos para que confíen en la fuerza y estabilidad de un Estado no paternalista4, prometiéndoles un gobierno «que impida a los hombres lesionarse unos a otros pero les deje regular libremente sus propios proyectos de industria y mejora, sin quitarle de la boca al trabajador el pan ganado»5.

I. Construyendo la democracia

Antes de hacerse políticamente consciente, el apoyo a la coacción mínima y la no ingerencia preside hace siglos las costumbres y criterios de grupos e individuos tradicionalmente excluidos del poder político. Para el liberalismo, el Tratado teológico-político (1665) de Spinoza es como la piedra miliar de las bóvedas antiguas, que se construyen apilando losas sobre un montículo de tierra con su forma hasta colocarla, pues sólo ella puede absorber las tensiones de cada arco. La obra es un encargo de la diputación de Ámsterdam, y ya en portada anuncia:

«Algunas disertaciones para hacer ver que la libertad de filosofar no sólo puede acordarse sin daño para la piedad y la paz del Estado, sino que resulta imposible destruirla sin destruir al tiempo la paz del Estado y la propia piedad».

El prefacio empieza explicando la superstición por el temor, y el temor por la inercia de haber reaccionado a los momentos de penuria con brotes de «la más extrema credulidad». Ese cemento no levanta otra casa que «la esperanza, el odio, la cólera y el fraude», con súbditos que pagan su cuota al miedo regalando al régimen monárquico lo que éste ansía; a saber, «que combatan por su servidumbre como si se tratara de su salud, creyendo no vergonzoso sino honorable en el más alto grado derramar su sangre y perder la vida para satisfacer la voluntad de un solo hombre»6. No entienden, o no quieren entender, que «el fin del Estado es en realidad la libertad»7.

Como el conocimiento revelado «sólo busca obediencia«, tiene un campo distinto y no conflictivo con el conocimiento natural, que además de administrar el mundo cotidiano acepta y ofrece gustosamente tolerancia. En segundo lugar, las «complexiones» y actitudes diferentes constituyen una manifestación de riqueza, y sólo desembocarán en hechos catastróficos si el Estado olvida que los hombres deben ser «juzgados únicamente por sus obras», cosa bien factible. En tercer lugar, querer «arreglarlo todo con decretos enerva los vicios en vez de corregirlos, pues todo lo no prohibible debe necesariamente ser permitido»8. Conducirse así explica que Ámsterdam sea «una villa tan floreciente y eminente».

La muerte alcanzó a Spinoza cuando redactaba un Tratado político (1677), que amplía sus reflexiones sobre la tolerancia. Allí piensa que la condición de hombre libre depende finalmente de «no transferir a otro el poder de defenderse», y que «todo hombre tiene tanto derecho como tiene fuerza (vis)». Vector de aquello que su Ética llama «alegría», esa fuerza no puede identificarse con capacidad agresiva pero colabora con la intemporal meta de resistir a la opresión. Cuando el derecho del individuo pasa a ser derecho político democrático, la fuerza se multiplica por el número de ciudadanos, transformándose en «una universalidad racional y expansiva, idéntica al derecho de ser»9.

1. El contrato social como hipótesis. El liberalismo encuentra su segundo gran portavoz en John Locke (1623-1704), un whig puro que vive refugiado en Holanda los últimos años de monarquía católica en Inglaterra, tres décadas políticamente turbulentas aunque de formidable expansión económica10. Temiendo ser acusado de apología revolucionaria, demora la publicación de sus Dos tratados sobre el gobierno (1689) hasta que el duque de Orange acceda al trono inglés, y se cura en salud de recaídas absolutistas omitiendo su autoría tanto en la primera edición como las ulteriores.

El primero de estos ensayos argumenta contra el «patriarcalismo», última teoría aparecida en su tiempo para legitimar al autócrata. El segundo describe la sociedad civil como fruto de un contrato que deja atrás el «estado de naturaleza», un planteamiento expuesto por su compatriota Hobbes décadas antes —cuando aún no había concluido la guerra civil inglesa (1642-1651)— para justificar el derecho monárquico. Proyectando los horrores de su tiempo sobre el pasado remoto, Hobbes supone que el estado natural es una guerra incesante de todos contra todos (bellum omnis omne), interrumpida sólo cuando los individuos pactan la cesión de poderes absolutos a uno solo. Locke no admite esa omnipresencia del pánico en las sociedades preestatales, y se sirve del contrato político originario para justificar un régimen liberal.

Prescindiendo de casos concretos —por ejemplo, cómo la República romana fundó una sociedad civil avocada de un modo u otro a la tiranía11—, postula que los hombres decidieron someterse a una Constitución para preservar la propiedad de cada individuo, entendida como aquél propius que comprende «vida, libertad y bienes»12. Hobbes alegaba que los súbditos «someten sus bienes al derecho del Soberano»13 y mucho más sus opiniones, confiando en que a cambio de la sumisión incondicional éste respetará su integridad física. Locke objeta que ni los bienes ni la vida ni la libertad son cosas separables, y que las sociedades políticas nacen «para vivir de modo cómodo, confiado y pacífico»14. El último párrafo del Tratado sobre la sociedad civil —tan semejante al primero de la Declaración de Independencia norteamericana—, reconoce que el pacto social es irreversible, y por eso mismo aconseja regular cautelosamente la autoridad coactiva:

«El poder que cada individuo otorgó a la sociedad cuando se incorporó a ella permanecerá para siempre en la comunidad […] Pero si el pueblo ha dispuesto que el poder supremo de cualquier persona o asamblea sea sólo temporal […] tendrá derecho a obrar siempre como poder supremo, y continuar legislando por sí o darle nueva forma, o ponerlo en nuevas manos, según considere bueno»15.

Inmediatamente antes ha considerado «el incierto humor del pueblo», y la posibilidad de que estas ideas sean «fermento para rebeliones frecuentes». Pero sólo se rebelan los excluidos del proceso político, y el mejor modo de disuadirles es asegurar que la ley sea idéntica para todos, fundando el derecho de propiedad en el que cada uno tiene a los frutos de su trabajo. Respetar el resultado del esfuerzo, no un linaje o cualquier otro tipo de privilegio, constituye la única garantía permanente para que una sociedad prospere en recursos y concordia. Locke funda su optimismo en que la disociación tradicional entre propiedad y laboriosidad vaya haciéndose cada vez más insostenible, y en una revolución política que entronice la libertad allí donde reinaba una altiva condescendencia del amo por nacimiento. El precio de las cosas se mide por el número de horas empleado en producirlas, y de los Two Treatises parte la teoría del valor—trabajo que caracteriza a la economía llamada clásica.

Por lo demás, Locke era un mercantilista —a la hora de interpretar la balanza de pagos, por ejemplo—, y ver en los bienes materiales un derivado del trabajo (application of labour) le llevó a cuestionar el proceso de acumulación. En principio, es una «ofensa a la Naturaleza» detentar más de lo que resulta necesario para vivir desahogadamente, pues la mayoría de los bienes son perecederos y eso implica desperdiciarlos. No obstante, la invención del dinero ha permitido que la propiedad se haga ilimitada, ofreciendo «una cosa duradera que los hombres pueden almacenar sin echar a perder, y que por mutuo consenso toman a cambio de los apoyos verdaderamente útiles aunque perecederos de la vida»16.

2. El interés común como hipótesis. Medio siglo después Hume piensa que el estado de naturaleza es una «ficción filosófica»17, y que intentar entender las sociedades actuales a partir de ella equivale a ponerse una camisa de fuerza. La justicia se resume en tres leyes —«estabilidad de la posesión, transmisión por consentimiento y cumplimiento de las promesas»18—, que a despecho de contener todo el derecho natural sólo desembocan en Estados como Holanda o Inglaterra gracias al «artificio» de la educación y la convención. Artificio significa obra de arte, un resultado ulterior y superior al instinto, que Locke y el resto de los contractualistas —incluyendo a su contemporáneo Rousseau— se velan con sistemáticas apelaciones al Ser Supremo.

Las tres leyes de la justicia son conocidas también por las «sociedades sin gobierno», que pasan a tenerlo tras un proceso donde la expansión demográfica es paralela a «un incremento en riqueza y posesiones». Cuando el Estado resultante se emancipa del absolutismo la justicia sigue determinando el progreso, aunque incorporada ya a una esfera civil autónoma. La divergencia entre formas místicas y prosaicas de comunidad política se resuelve creando «un sistema tan completo de libertades como el que disfrutamos en esta isla desde la Revolución Gloriosa»19. Sobra, pues, delegar en órdenes divinas y promesas inconscientes algo unido a conveniencias: «El propio egoísmo —que tan violentamente enfrenta a los hombres unos con otros— es el que tomando una dirección más adecuada produjo las leyes de justicia y el primer motivo para observarlas», todo ello con vistas a «realizar progresos mucho mayores en la adquisición de bienes»20.

Así como el altruismo impuesto aniquila cualquier desarrollo civil, el egoísmo se cura comprendiendo las ventajas de cumplir el derecho, y es equilibrado por nuestra disposición a compadecernos o simpatizar con los demás21. Lo absurdo es pretender que haya paz y bienestar —o guerra al tirano cuando proceda— alegando resortes distintos del «interés por uno mismo». Rebelarse no procede porque la tiranía viole el principio del consenso o el de la volonté générale, sino porque «la obligación de obedecer cesa cuando ha de dejado de convenir, siempre que esto ocurra en alto grado y en un número considerable de casos»22. El poder de resistencia caracteriza a la materia desde sus manifestaciones más elementales, y el cuerpo civil dispone de él en innumerables formas que sólo están limitadas por el sentido común.

La justicia media entre estados mentales del ser humano (desde la avaricia extrema a la generosidad ilimitada) y «la situación de objetos externos», cuya disponibilidad depende a su vez de que no sea estorbado el intercambio voluntario o comercial de bienes. «Elevad en medida suficiente la benevolencia de los hombres, o la prodigalidad de la naturaleza, y haréis que la justicia se convierta en algo inútil»23, pues refleja una escasez a la vez evitable e inevitable, que las sociedades mitigan al crecer en libertad e ingenio. El gran desafío de la condición humana no es la escasez tanto como esa «mezquindad de alma que nos lleva a preferir lo presente a lo remoto», imponiendo el corto plazo en detrimento del largo.

El principal recurso de la especie para remediar dicha flaqueza son las propias tres leyes incambiables, que no se dejan llevar por esa preferencia del hoy sobre el mañana. La estabilidad de la posesión, por ejemplo, favorece en principio a estafadores que falsificando títulos de propiedad se aseguran no ser desalojados sin un largo y costoso juicio. El cumplimiento de las promesas obligará muchas veces a cumplir un pacto extraído con algún otro recurso ilícito, exponiéndonos a probarlo en debida forma o a indemnizar cuando en justicia no procede. Mientras el corto plazo vele el largo, no percibimos la ventaja de aceptar esos innumerables contratiempos puntuales como pago por disponer de un derecho común. Pero precisamente de respetar la «generalidad inflexible»24 se sigue la diferencia entre civismo y barbarie: «A despecho de estar formada por hombres sujetos a todas las flaquezas […] la sociedad civil se convierte en un cuerpo complejo que de algún modo está libre de todas ellas»25.

II. La república democrática

Hume se ganó la condena unánime de católicos y reformados proponiendo un fundamento meramente humano para la ética, haciéndola descansar sobre la simpatía26 como grandeza de alma y virtud social por excelencia. Especialmente blasfemo fue decir que «hasta el propio bien común nos sería indiferente si la simpatía no nos hiciera interesarnos por él»27. Pero esta precedencia del ánimo sobre la ideación formaba parte de los nuevos tiempos, y más específicamente del proyecto de actualizar la inteligencia con una autocrítica que la aligerase de encantamientos. Tal como las oraciones suplicando lluvias pueden ahorrarse construyendo embalses, implorar la benevolencia del jerarca absoluto puede ahorrarse controlando el poder político. El desencantamiento del mundo, paralelo al de la propia razón con mayúscula, resulta encantador para quienes confían al trabajo experto lo antes encomendado al mando y la obediencia incondicional.

Por otra parte, la tradición inglesa profundiza en el liberalismo prescindiendo de procesos electorales. Rousseau y otros ilustrados franceses —como Morelly y Mably— proponen la democracia directa al estilo suizo, y corresponde a los colonos norteamericanos fundir en un sistema viable las conquistas políticas de su metrópolis con el principio del sufragio universal. Los actores decisivos a esos efectos son el británico Thomas Paine (1737-1809) y Thomas Jefferson (1743-1826), responsables en buena medida de que su país no se convirtiese en una monarquía constitucional, con Washington como primer rey. Paine, el más eximio panfletista de todos los tiempos28, anticipa las instituciones del Welfare State combinando fluidamente derechos civiles con una política de promoción social. Para cuando Jefferson sea elegido presidente29, el liberalismo es democracia en sentido estricto y tiene ideas meridianamente claras sobre unidad y diferencia:

«Todos tendrán en mente el sagrado principio de que si bien ha de prevalecer siempre la voluntad de la mayoría, esa voluntad ha de ser razonable para ser legítima, pues la minoría posee derechos iguales, que leyes iguales deben proteger, y violar esto sería opresión»30.

Ayuntamientos neerlandeses y cantones helvéticos llevaban siglos aplicando dicho criterio, que ahora prende en un país gigantesco colonizado por inmigrantes de media Europa, en el cual las cábalas sobre contratos políticos originales han dado paso a una Constitución consensuada efectivamente por representantes de todos sus territorios. La igualdad jurídica es allí algo tan indiscutible que quien pretenda ostentar algún título hereditario renuncia automáticamente a la ciudadanía; el dogma y la cuna probarán sus méritos por caminos distintos del privilegio, en competencia con dogmas y cunas alternativos. Al mismo tiempo, y por las mismas razones, cesa la jurisdicción en materia de ideas y costumbres que representa la censura, una facultad ostentada hasta entonces en todas partes por el poder político.

Jefferson se aplica a levantar un muro entre el Estado y los individuos, para abolir el prejuicio de «que las operaciones mentales y actos del cuerpo son materia sujeta a la coacción de las leyes, cuando los poderes legítimos del gobierno sólo se extienden a actos lesivos para otros»31. Por ejemplo, legislar sobre fe, dieta o cualquier objeto de idiosincrasia personal prescinde de que «la verdad se defiende sola, apoyada sobre el libre examen, el experimento y la razón, y sólo el error necesita apoyo del gobierno»32. Si el Estado no ciñe su defensa de la libertad a actos verdaderamente lesivos para terceros asumirá tareas de salvador y terapeuta, inseparables a su vez de luchas facciosas cuya fantasía prototípica es

«un lecho de Procusto, donde el peligro de que los hombres grandes ganen a los pequeños se evita haciendo a todos del mismo tamaño, por el procedimiento de estirar a los segundos y cortar a los primeros […] Pero millones de quemados, torturados, encarcelados y multados no nos han acercado una pulgada en uniformidad. El efecto de la violencia ha sido hacer estúpida a una mitad del mundo, e hipócrita a la otra, apoyar la bellaquería y el error sobre toda la tierra»33.

1. El derecho de insumisión. Sin perjuicio de sentirse un demócrata rodeado por lo que llamaba «monócratas», Jefferson ganó su reelección a la presidencia con una ventaja sobre el otro candidato jamás igualada. Estadista, científico y hombre de frontera en una sola pieza, fue en términos de pensamiento económico un fisiócrata que concebía el comercio como «servidor» de la agricultura. Le espantaba una mecanización que sustituye el trabajo rural por insalubres bancos de taller, y puso sus esperanzas en que el nuevo país evitase la conflictividad unida al crecimiento de una población proletaria, privada por igual de propiedades y arraigo34. Obstaculizó casi por sistema a su colega Hamilton, portavoz de los intereses industriales y financieros, y aunque iba a inaugurar la inversión estatal en obras públicas miró siempre con desconfianza el big business, a su juicio aliado por naturaleza del monopolio y los privilegios.

Nada le preocupaba tanto, sin embargo, como que la nación pudiera verse llevada a recaídas en el despotismo, por molicie o debido a intromisiones gubernamentales, y merece recuerdo su reacción a la Shay rebellion (1787), una revuelta campesina que estalla en Massachussets mientras él es embajador en Francia:

«¿Puede la historia mostrar un caso de rebelión tan honorablemente conducida? Sus motivos se basaban en la ignorancia, no en la maldad, y Dios nos libre de estar alguna vez veinte años sin una rebelión semejante […] ¿Qué país podrá preservar sus libertades si sus gobernantes no son advertidos de cuando en cuando de que el pueblo conserva su espíritu de resistencia? Dejad que cojan las armas35. El remedio es explicarles los hechos correctamente, perdonar y pacificarles. ¿Qué significan unas pocas vidas perdidas en un siglo o dos? El árbol de la libertad debe ser refrescado de cuando en cuando con la sangre de patriotas y tiranos. Es su abono natural»36.

Escandaloso para Washington y Adams, que eran entonces sus superiores administrativos, este espíritu de rebeldía carece por otra parte de correlato misional, pues Jefferson coincide con Smith en pensar que «la naturaleza nos ha dado el encono para la defensa, y sólo para la defensa»37. El Estado liberal ya no tiene los enemigos tradicionales —infieles, extranjeros, personas de criterio independiente—, y debe defenderse precisamente de la sensación de vértigo que suscita la perspectiva del autogobierno, cuyo nostálgico consejo es regresar a la desigualdad jurídica y la uniformización mental. Democracia es sinónimo de que el ser humano «empiece a afirmar su grandeza y a reivindicar su honor»38, y si el ciudadano no lo defiende con denuedo practicará la idiotez ya denunciada por Pericles, tierra fértil a su vez para brotes de redención apocalíptica o simple restauración absolutista.

El consejo de Jefferson a su país —preferir los azares de la libertad a las seguridades de la servidumbre— inaugura en Norteamérica un tranquilo progreso. En países ni nuevos ni ilimitados los azares de la libertad imponen revoluciones semi-interminables, como la francesa y el resto de las continentales, que ilustran las complejidades del cambio en presencia de otras circunstancias. Madison y Monroe, los Presidentes jeffersonianos, completan el diseño jurídico de algo que la pluma de aquél iniciara declarando a la mente «completamente refractaria a la constricción»39. Pero quien analiza a fondo el entramado emocional e institucional del liberalismo es un profesor y vista de aduanas inglés, que venera personalmente la agricultura sin dejar de constatar su «decadencia».

III. La libertad como armonía

Amigo íntimo y albacea de Hume, Adam Smith (1723-1790) no rehuyó las conclusiones generales definitivas ni el deductivismo, como su mentor, y tuvo siempre una vida desahogada40. Su capacidad para concentrarse en razonamientos de gran amplitud sólo podía compararse con un don para encontrar ejemplos luminosos, dotes ambas que usó para exponer «el obvio y sencillo principio de la libertad natural» como motor simultáneo de hábitos sociales (moral sentiments) y lógica económica. Ese principio estaba en el aire41, por no decir que ya expuesto por Hume, pero cobra una contundencia singular cuando él lo desarrolle en dos fases: mostrando primero cómo crea emulación social a partir de la simpatía y el afán de approbation, y a continuación cómo suscita competencia económica —y riqueza— a partir del interés material.

El primer paso lo cumple su Teoría de los sentimientos morales (1759), un amplio tratado de antropología donde va deduciendo las virtudes humanas de una espontaneidad empática, cuya consecuencia es un «amor por lo honorable» idéntico en la práctica a autocontrol. Lejos de fundar su optimismo en un cambio general de costumbres, al modo romántico y dirigista de la Ilustración philosophe, confía en la inteligencia o astucia objetiva de una naturaleza humana abierta a cambios graduales. De ahí que el Estado ni pueda ni deba estimular la virtud con castigos, pues la coacción legítima se limita a asegurar lo justo frente a la violencia y el fraude: «Es totalmente correcto, y cuenta con la aprobación de todos, el empleo de la fuerza para cumplir con las reglas de la justicia; pero no para seguir los preceptos de las demás virtudes»42.

La segunda parte del proyecto —su Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776)— aparece el mismo año que la Declaración de Independencia y desarrolla también ideas de Hume y Montesquieu, pero revoluciona el estudio de la economía política. Su influencia se ha comparado con la del Nuevo Testamento, ya que reúne lo escindido por éste —la benevolencia y el beneficio— con una filosofía de la vida basada en dominio de sí y confianza. Antes de Smith era un tópico prácticamente universal que la ganancia de unos se construía sobre la pérdida de otros, y desde él «deja de ser necesario que los demás pierdan para que nosotros ganemos»43. Si se prefiere:

«Hasta entonces la persona dedicada a enriquecerse había sido objeto de duda y desconfianza [...] Ahora se convertía en benefactora pública al cultivar su propio interés. Nunca se había prestado semejante servicio a la inclinación personal»44.

1. El proceso autoorganizador. La tara de sociedades donde la libertad responsable no se reconoce como bien supremo consiste en que «mejorar de estado» difícilmente pueda hacerse sin incurrir en violencia o fraude. Lejos de ser casual, semejante desgracia refleja el hecho de que en ellas «el interés del productor desborde el del consumidor», y «sus soberanos consideren el Estado como algo hecho para ellos, no al revés»45. Con mercados competitivos y libertad jurídica, en cambio, «llevar a un Estado desde el mínimo grado de barbarie hasta la máxima opulencia pide en realidad bien poco: paz, impuestos cómodos y una tolerable administración judicial; el resto vendrá por sí solo, debido al curso espontáneo de las cosas»46. Esto es puro Mandeville, pero la Fábula encargaba a «la diestra gestión de un político habilidoso» aquello que para el Wealth of Nations depende sólo de ilegalizar cualquier control sobre las ofertas, asegurando así competencia. Smith afirma que «la política de monopolio es una política de tenderos. La única ventaja que procura a cierto tipo de personas se torna, por conductos muy distintos, en perjuicio para los intereses generales del país»47.

Por supuesto, la inversión del Estado en servicios públicos no se reduce sino que aumenta cuando actúa realmente como servidor del pueblo, en vez de centrarse sobre la preservación de privilegios. Le siguen incumbiendo aquellas obras que los empresarios no acometan por ser o parecer poco rentables, pero al aligerarse de gastos destinados a la gloria del poder soberano sus ingresos pueden atender a más utilidades comunes. Junto a caminos, canales y puertos, policía, administración y servicio exterior, que sencillamente deben corresponder en calidad al monto de la renta nacional, una sociedad «grande y abierta» está obligada a combatir los focos de miseria por caminos imparciales y eficaces. Directamente, ofreciendo educación gratuita a quienes no puedan pagársela, e indirectamente estimulando el ingenio con una legislación sobre propiedad industrial e intelectual.

2. Fines no pretendidos. Smith argumenta que «bajo protección» la renta absoluta de una empresa será siempre inferior a la que ofrecería en régimen competitivo. Las políticas tutelares parten de algo «tan insensato para una nación como para un individuo: hacer aquello que puede comprarse más barato y ya hecho»48, y pagan esa insensatez con guerras comerciales donde todos pierden. El sastre no hace zapatos aunque los necesite, el zapatero tampoco hace ropa aunque la necesite igualmente, y el Estado que ignore este principio producirá bienes más costosos e imperfectos, condenándose al atraso y la miseria en nombre de una autarquía siempre imaginaria. Mutatis mutandis, todo productor dispone de alguna «ventaja» singular, que prudentemente optimizada abrirá camino a otra y otras si no topa con restricciones al intercambio. Generalizado más adelante como teorema de los costes comparados, este argumento empieza convenciendo a los redactores de la Constitución norteamericana (1787), que acuerdan abolir cualquier tipo de peaje o arancel interno.

Por otra parte, el comercio es un juego cuyos actores aspiran no sólo a lucrarse con cada compraventa, sino a prevalecer sobre otros en términos de oferta. Su profesión desembocaría a fin de cuentas en una actividad no lúdica, como la misional o la militar, de no ser porque sin reglas de fair play nadie podría ni retener tranquilamente lo ganado ni aspirar a ganarlo. Dado que dichas reglas —las tres leyes fundamentales de la justicia— no pueden suspenderse sin fulminar la propia actividad mercantil, el hecho de que todos los «traficantes» aspiren a evitar la existencia de competidores queda en mera aspiración, estimulando más bien una rivalidad que favorece al consumidor. Además de evitar el agravio comparativo inherente a monopolios, subvenciones y otras medidas proteccionistas, el librecambio funda un orden no sólo consciente sino inconsciente, que operando por continuas adaptaciones al medio puede ser eficaz en una medida cualitativamente superior:

«Ninguno se propone normalmente promover el interés público, ni sabe hasta qué punto lo promueve […] sólo piensa en su ganancia propia. Pero en este, como en muchos otros casos, una mano invisible le lleva a promover un fin que no entraba en sus intenciones. Por lo demás, no implica mal alguno para la sociedad que tal fin sea extraño al propósito, pues al perseguir su propio interés promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios.

Quien intentase dirigir a los particulares respecto a cómo emplear sus respectivos capitales tomaría a su cargo una empresa imposible, y se arrogaría una autoridad que no puede confiarse prudentemente ni a una sola persona ni a un senado o consejo; y nunca sería más peligroso este empeño que en manos de una persona lo bastante presuntuosa e insensata como para creerse capaz de cumplirlo»49.

Smith no vuelve a mencionar la mano invisible, sin duda porque le parece una metáfora entre innumerables otras sobre el efecto objetivo de la libertad. El interés es precisamente inter est, un «entre» para individuos en otro caso cerrados sobre sí, que cuando cambian el paternalismo por el derecho fundan sociedades inclinadas a vivir y dejar vivir. Allí «todos los hombres se convierten de algún modo en comerciantes», colaborando con aquella sempiterna «propensión de la naturaleza humana a permutar, cambiar y negociar una cosa por otra»50. Su instrumento son los mercados, cuyo volumen depende directamente de un invento ajeno a «la sabiduría previsora humana» como la división del trabajo, que «imparte destreza y ahorra mucho tiempo». Por caminos anónimos e infalibles, la especialización «produce diferencias de aptitud más decisivas que las naturales, pues generan utilidad mutua»51.

Lo sustancial es en cualquier caso el trabajo, y «la aptitud y sensatez con que esa actividad se realiza normalmente». La proporción de empleados y desempleados constituye un indicador de renta menos infalible, pues en sociedades «emprendedoras» buena parte de la población no labora, y a pesar de ello «se halla abundantemente provista»52. Tan destacable como eso es que el interés del productor, hegemónico hasta entonces, aquí «sólo deba atenderse en cuanto sea necesario para promover el del consumidor». Todos trabajan para que la pasión del trueque vaya pudiéndose satisfacer en máxima medida, y al hacerlo alumbran un medio donde «el temor al acaparamiento y a la especulación resulta tan infundado como el que se tiene a la brujería»53.

IV. La paradoja del valor

Que sea de necio confundir valor y precio, como alega el refrán, lo argumenta Smith con una distinción entre precio «real» y «nominal» que incluye hacer frente a tres cuestiones: 1) «en qué consiste» el valor, 2) «cuáles son los distintos componentes» del precio y 3) «por qué discrepan a veces el real y el de mercado». Lo primero se resuelve definiendo el trabajo como «medida» del valor, y lo segundo con un análisis que descompone el precio en «salario, beneficio y renta [de la tierra]». Lo tercero, que es la discrepancia entre precio real y nominal, nace de un desfase entre ofertas y demandas que el propio mercado suscita y resuelve.

En efecto, cuando cierto bien lo solicitan más compradores de los previstos o posibles esa circunstancia les lleva a competir para adquirirlo, y pasan a pagar más de lo que exige cubrir los salarios, el beneficio y la renta. Sin embargo, el propio incremento en el flujo de pagos no puede sino atraer inversión a dicho sector, que al multiplicar la oferta corrige el alza. El mismo movimiento induce la baja cuando hay oferta excesiva, y reacondiciona el suministro hasta producir otro precio. No hay nada parecido al justiprecio pero sí un valor acorde con la tasa común de costes, que es «el precio central hacia el que gravitan los de todas las mercancías»54. En contraste con el reloj, cuyo programa opera com perfecta indiferencia hacia su entorno, el mercado es una entidad más orgánica que mecánica porque procesa sin pausa factores externos, arbitrando en un juego de ventas y compras cuyo resultado son secuencias más o menos caudalosas de producción-consumo. Lejos de imperar, la infinitud de detalle le impone ir a tientas, identificando los valores por las señales que ofrecen precios momentáneos.

Sería desde luego más sencillo un Edicto sobre Precios, como el de Diocleciano, pero la realidad ha acabado siendo un sistema de apuestas empresariales que Smith considera capaz de funcionar satisfactoriamente, si no es acosado en demasía por autócratas políticos, conflictos laborales y el lastre crónico de una información imperfecta. El hecho de que los mercados crezcan hasta adquirir vida propia viene de algo tan ingobernable como la división del trabajo, que a cambio de «aptitud y sensatez» en el oficio manda evitar a toda costa el estancamiento, ese permanente aunque poco confortable refugio para grupos con algún Guía. Renunciando al voluntarismo, la sociedad se asegura que el trabajo sea voluntario por mera lógica económica:

«En las manufacturas operadas por esclavos se emplea por lo general más trabajo, para conseguir la misma cantidad de obra. […] Como observa Montesquieu, aunque en regiones contiguas las minas de Hungría [explotadas por hombres libres] no son más ricas que las de Turquía [explotadas por esclavos], las primeras se han trabajado siempre a menos costo y, por tanto, con más utilidades»55.

Imitando el método de Newton en sus Principia (1687), Smith declara que evita hipótesis no basadas en la observación para atenerse sólo a lo empírico56. Pero es muy difícil romper con el a priori sin excepciones, como se observa ya en Newton, y un deductivismo soterrado explica que su teoría del valor sea en la práctica «una teoría del coste de producción»57. Esa pauta sugirió a Ricardo y Marx medirlo por horas de trabajo, y sólo a finales del XIX brillaría lo empírico del caso: que el valor se fragua en la utilidad de cada bien para cada adquirente. Un arado vale mucho para el que sólo tiene otro; un tercer y cuarto arado van valiendo bruscamente menos —aunque sigan costando lo mismo—, y pocas unidades adicionales dejarán de valer para él en absoluto.

La objetividad de la producción no descarta una subjetividad en la demanda, aunque pedirle a Smith que contase con esa complejidad añadida sería como pedirle a Aristóteles que intuyera también la astronomía heliocéntrica. Varias generaciones de whigs ingleses —continentales tanto como coloniales— defendieron la propiedad como application of labour, un supuesto que consciente o inconscientemente inclina a igualar precio y coste. Plantearse la mediación del valor/trabajo por el valor/servicio erosionaba el principio meritocrático al introducir variables caóticas, y antes de prestar atención a un factor tan veleidoso Smith prefirió centrarse en la cantidad y calidad del labour.

1. Presente y futuro. Fuera de ese punto, y de algún a priori que Hume detecta en su teoría de la renta, el Wealth of Nations analiza con empirismo no sólo la grandeza sino los riesgos y mezquindades de la sociedad «grande y abierta». Una primera lectura nos deja con su explicación de por qué en algunos países «las comodidades de un príncipe no exceden las de un campesino económico y trabajador tanto como las de éste superan las de muchos reyes de África»58. Una segunda lectura subraya cierta sociedad asomada a la riqueza aunque radicalmente mediocre, donde brillan algunas novedades indeseables:

«Con los progresos en la división del trabajo, la ocupación de la mayor parte de las personas que viven de él —la gran masa del pueblo— se reduce a muy pocas y sencillas operaciones […] Esto entorpece la actividad del cuerpo, e incapacita para ejercitar las fuerzas con vigor y perseverancia […] El individuo ha adquirido destreza para su propio arte particular, pero según parece a expensas de sus virtudes intelectuales, sociales y morales. Incluso en las sociedades civilizadas y progresivas, éste es el nivel al que necesariamente decae el trabajador pobre, o sea la gran masa del pueblo, a no ser que el Gobierno se tome la molestia de evitarlo»59 .

Por una parte, «la recompensa real del salario ha aumentado en este siglo quizá en mayor proporción que el precio del dinero […] merced sobre todo a objetos más útiles y cómodos»60. Por otra, el Gobierno debe «evitar que se propaguen la cobardía, la ignorancia desmesurada y la idiotez»61. La mano invisible a nadie exime de usar las propias, y de no sobreestimar la ganancia ni infraestimar la pérdida. El hecho de que la libertad funcione mejor que los planes del jerarca más sabio sólo traza una línea de salida. Así como el interés colectivo exige rechazar «todas las regulaciones por opresivas»62, asalariados y empleadores traman sin pausa modos de elevar fraudulentamente los precios, saboteando aquella prosperidad de la cual viven63. Las asociaciones de patronos son bendecidas por la ley y las de operarios son perseguidas, aunque una vez salvada esa iniquidad seguirá siendo crucial no permitir que el consumo sea avasallado por ningún estamento:

«En rigor, es imposible impedir esas reuniones [de patronos y de obreros] mediante una ley viable, que sea compatible con la libertad y la justicia. Pero si la ley no puede impedir que gentes de la misma profesión se reúnan algunas veces, nada debe hacer para facilitarlas y menos aún para hacerlas necesarias»64.

Los precursores de la revolución comercial luchaban contra los peajes, y sus descendientes se aplican a reinventarlos. La exigencia de libertad para sí y sujeción para el resto, libreto de todas las tiranías gremiales, se realimenta a mediados del siglo XVIII con un trasvase de funcionarios y empresarios, paralelo a la aparición de corporaciones mercantiles insólitamente grandes, que seguirán poniendo a prueba el sistema competitivo en política y economía. Al mismo tiempo, las panaceas sólo confortan a temperamentos doctrinarios, y la sociedad comercial no necesita ilusiones ni loas incondicionales. Allí la virtud cívica seguirá siendo tan necesaria como en cualquier república, porque sus progresos en población, renta y empleo son tan relativos como todo lo demás. De hecho, con la eclosión de artes, ciencias y fábricas ha llegado un tipo explosivo de desigualdad, y poco antes de terminar su libro Smith subraya que los dueños de propiedades valiosas sólo duermen tranquilos gracias «al brazo poderoso de la magistratura».

Mucho más precaria aún es la situación del propietario en otros países europeos, a despecho de que nunca habían sido las gentes tan educadas como a finales del XVIII, ni menos predispuestas a la guerra civil. Pero la industrialización empieza implicando que el porcentaje general de clase media disminuya en vez de aumentar, y el aburguesamiento del proletario es algo que se libra al más largo de los plazos. La complejidad, que ha llegado a cundir por vías inconscientes, debe atravesar la mediación de lo simple y consciente por excelencia, que son las recetas continentales para incorporarse a la revolución norteamericana.

 

NOTAS

1 - Spinoza 1965 (1665), p. 334.

2 - Hayek 1995, p. 275.

3 - Smith 1997, p. 418.

4 - «¿Podría un patriota honesto abandonar un experimento en el apogeo de su éxito […] por temor a que este gobierno pudiera carecer de energía para preservarse? Confío en que no. Al contrario, considero que éste es el gobierno más fuerte de la tierra, el único donde cada hombre, ante el llamamiento de las leyes, haría frente a invasiones del orden público como si se tratase de su propio asunto particular»; Jefferson 1987, p. 333-334.

5 - Ibíd p. 334-335. A esto añade «justicia igual y exacta para todos, […] difusión de información y denuncia de todos los abusos ante el estrado de la razón pública; libertad de religión; libertad de prensa; libertad de la persona…»

6 - Spinoza 1965, p. 21. Quince años antes el Leviatán había afirmado que «el único modo de erigir un poder común […] es conferir todo poder y fuerza a un solo hombre»; Hobbes 1979, p. 266-267.

7 - Ibíd, p. 329.

8 - Ibíd, p. 331.

9 - Spinoza 1677, en Banfi (Porto-Bompiani 1959, vol. X, p. 289).

10 - La Restauración, que sigue a muerte de Cromwell y se prolonga hasta la monarquía constitucional inaugurada por el holandés Guillermo III, es «un periodo en el cual el comercio y la riqueza del país crecieron como nunca antes» (Hume 1983, vol. VI, p. 537).

11 - Locke menciona en el Prefacio que perdió «más de la mitad» del manuscrito original —donde quizá abordaba el asunto—, aunque parece hacer caso omiso del desarrollo histórico por razones de simplicidad.

12 - II, 7, 87.

13 - Leviatán 1979, p. 399.

14 - II, 9, 95.

15 - II, 19, 243.

16 - II, 5, 47.

17 - Hume 1988, p. 663.

18 - Ibíd, p. 666.

19 - Hume 1983, vol. VI p. 531.

20 - Hume 1988, p. 725 y 662.

21 - «Es difícil encontrar a una persona que ame a otra más que a sí misma, pero no menos difícil encontrar a alguien en quien la suma de los afectos benévolos no supere al egoísmo» (Ibíd., p. 655).

22 - Ibíd., p. 737.

23 - Ibíd, p. 665.

24 - La ley no admite otra excepción a su letra que la equidad, sinónimo de la adaptación que el juez está obligado a hacer del precepto a cada caso particular.

25 - Ibid, p. 719.

26 - Del griego syn («unidad») y pathos («pasión»), que equivale a ponerse en el lugar del otro.

27 - Ibid, p. 818.

28 - Common Sense (1776) ofrece a las colonias americanas los argumentos más sólidos para exigir su independencia. Rights of Man (1792) es el gran alegato de la revolución liberal, y The Age of Reason (1794) fulmina los desvaríos del Terror francés.

29 - Esto sucede casi tres décadas después de que redactara la Declaración de Independencia, durante las cuales ha sido sucesivamente gobernador de Virginia, embajador en Francia (1785-1789), ministro de Exteriores con Washington y vicepresidente con Adams. La Constitución americana se redacta y aprueba mientras está en Francia, pero sus hombres de confianza —Madison y Monroe, posteriores Presidentes— le representan a todos los efectos.

30 - Discurso inaugural de 4/3/1801; cf. Jefferson 1987, p. 330-331.

31 - Notas sobre Virginia (1781); cf. Jefferson 1987, p. 281. Siendo ya anciano añade: «Entiendo por libertad la acción no obstaculizada y acorde con nuestra voluntad, dentro de los límites fijados por el derecho idéntico de otros. No digo ‹dentro de los límites fijados por la ley› porque la ley es siempre tiránica cuando se inmiscuye en los derechos del individuo» (carta a I.H. Tiffany, 4/4/1819).

32 - Jefferson 1987, p. 282. Esto es llamativamente poco acorde con el posterior giro de su país hacia cruzadas higienistas y guerras oficiales contra alcohol, tabaco y otras drogas. En el mismo párrafo ha dicho que «si el gobierno debiera prescribir nuestras medicinas y nuestra dieta, nuestro cuerpos se encontrarían en el estado en el que se hallan ahora las almas [adeptas al absolutismo]».

33 - Ibíd, p. 283.

34 - Hijo de uno de los mayores terratenientes de Virginia, murió arruinado por no poder prestar la debida atención a sus plantaciones, pues se negó a percibir un céntimo de dinero público mientras fue ministro, vicepresidente y presidente.

35 - Los rebeldes se habían apoderado de un arsenal federal.

36 - Jefferson 1987, p. 460-461. «Regar con sangre el árbol de la libertad» llevaba impreso en la camiseta el terrorista McVeigh, que en 1995 voló un edificio público de Oklahoma.

37 - Smith 1997, p. 174.

38 - Arendt 1990, p. 51.

39 - Jefferson (1779) 1987, p. 321.

40 - Hume fue un hidalgo muy corto de patrimonio que decidió vivir en la más extrema humildad para poder dedicarse incompartidamente a mejorar su «capacidad en el campo de las letras», como declara en su Autobiografía. El próspero Smith vivió toda la vida con su madre, no conoció mujer en sentido bíblico y alternó una cátedra —primero de Lógica y luego de Filosofía Moral en Glasgow (negadas previamente a Hume)— con un cargo en Aduanas que ya ocupara su padre. La soltura teórica de ambos les ha hecho pasar al recuerdo como creadores, aunque tuvieron en común también una vocación de eruditos infatigables —para empezar, impuestos en todo el saber grecorromano—, y Schumpeter recuerda que «la estatura intelectual» de Smith no acaba de medirse sin leer textos poco conocidos como su Historia de la astronomía y su Disertación sobre el origen de las lenguas.

41 - Ya en 1675 el jansenista francés Pierre Nicole, por ejemplo, uno de los autores que Smith estudió de adolescente, decía en sus Ensayos de Moral que «el comercio satisface las necesidades de la vida sin recurrir a la caridad» (cf. Siegel 1972, p. 278). Luego llegaría la influencia de Mandeville y la de su predecesor en el College de Glasgow, el presbiteriano Hutcheson, uno abogando por el desenmascaramiento de la farsa rigorista y otro viendo en la human benevolence el sello del Creador en sus criaturas.

42 - Smith 1997, p. 176.

43 - Rodríguez Braun 1997, p. 26.

44 - Galbraith 1998, p. 78.

45 - Smith 1982, p. 419.

46 - Así lo afirma ya un precoz borrador de Smith, escrito en 1755; cf. Spiegel 1973, p. 278.

47 - Smith 1982, p. 546.

48 - Ibíd, p. 403.

49 - Ibíd, p. 402.

50 - Ibíd, p. 16.

51 - Ibíd, p. 17-18.

52 - La proporción de no empleados pasa a ser una variable de gran peso cuando —como sucede tan a menudo en Asia, África e Iberoamérica— sólo trabajan las mujeres, adoptando los varones una existencia de zánganos. En zonas islámicas sucede justamente lo inverso; sólo puede emplearse el varón, pues la costumbre de vender a las hijas —y venderlas vírgenes— impone una reclusión doméstica del otro sexo.

53 - Ibíd, p. 473-4.

54 - Ibíd, p. 56-57.

55 - Ibíd, p. 610.

56 - El método newtoniano consiste en «pasar de los fenómenos a [inferir las correspondientes] fuerzas de la Naturaleza, y luego demostrar los otros fenómenos a partir de esas fuerzas» (Newton 1987, p. 6).

57 - Schumpeter 1995, p. 359.

58 - Smith 1982, p.15. Ya en su Teoría de los sentimientos morales presentaba la Inglaterra del momento como un espacio donde por cada persona doliente y mísera pululan una veintena de sujetos alegres y prósperos.

59 - Ibíd, p. 687-8.

60 - Ibíd, p. 76.

61 - Ibid, p. 692

62 - Ibíd, p. 118.

63 - «Rara vez suelen juntarse gentes ocupadas en la misma profesión u oficio -incluso cuando lo hacen sólo para distraerse o divertirse- sin que la charla gire en torno a alguna conspiración contra el público o alguna maquinación para elevar los precios».

64 - Ibíd, p. 125.

 




 

© Antonio Escohotado 2008
LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO
http://www.escohotado.org



Development Sciences Network Presence
www.catalanhost.com