LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

19

El coloso minúsculo

«Las tierras producen menos por razón de su fertilidad que por la libertad de sus habitantes.»

Ch. H. Montesquieu1.

¿Cómo pudieron los neerlandeses2 resistir no sólo al conde-duque de Olivares y el imperio español sino a la Francia de Luis XIV, hasta hacerse árbitros de Europa desde finales del siglo XVI hasta bien entrado el XVIII? Su población formaba parte en origen de las llamadas diecisiete provincias flamencas, feudos del Sacro Imperio desde 1477 —por matrimonio del emperador Maximiliano con María de Borgoña—, que serían heredados por Carlos de Gante, futuro Carlos V, teniendo él seis años. Así iban a mantenerse hasta Felipe II, cuando Holanda y otras seis autonomías3 se embarcan en una guerra de independencia prolongada durante ochenta años, sin otro aliado nobiliario que un magnate de rango medio como Guillermo I el Silencioso, duque de Orange. Imprimen entonces una moneda que en una de sus caras porta el lema Libertas Patria y en la otra representa a una doncella tocada por el sombrero de hongo libertario, luego convertida en una joven que ordeña a una gran vaca.

El Juramento de 1581, que crea las Provincias Unidas y consuma la secesión de España, se apoya de modo expreso en lo argumentado diez años antes por Bartolomé de las Casas. A saber, que «si el Príncipe no respeta las leyes y usos de un país, el pueblo tiene derecho a elegir otro regente». Y, en efecto, el absolutismo de Felipe II no podía ser más extraño a territorios caracterizados ya entonces por una descentralización radical, donde no ya cada provincia sino cada ciudad eran repúblicas autónomas y la actividad económica llevaba generaciones a cubierto de veleidades gubernativas. Partían de «una filosofía de la vida basada en frugalidad e industria»4, con clases medias hechas a practicar la sencillez del menonita y empresarios a menudo calvinistas, apasionados por la apuesta como «juego del ser humano»5.

Cuando Guillermo I resulte asesinado, poco después, ni los propios neerlandeses creen posible sobrevivir sin apoyo externo. De ahí ofrecer el título de soberano—protector al duque de Anjou, y luego a Enrique III de Francia e Isabel I de Inglaterra, que declinan la oferta por un motivo u otro. Cuando esos intentos fracasen no hay otro remedio que rendirse a la corona española o seguir adelante con lo esencial de su aventura política, y en 1588 el nuevo país se convierte en una república democrática, gobernada por el principio de la mayoría simple. Pero así comienza su larga edad de oro. Hasta la segunda mitad del siglo xviii, los jornales que paga por cualquier oficio especializado, o por el simple peonaje, son al menos un 50 por 100 más altos que en el resto de Europa —y, por supuesto, que en todo el resto del planeta—, y en esos tiempos

«Pocos temas recurren tanto en la conversación de hombres ingeniosos como el maravilloso progreso de este pequeño país, que en cien años ha crecido hasta una altura que trasciende infinitamente a todas las viejas repúblicas griegas, y no desmerece de las mayores monarquías del pasado»6.

I. Algunas curiosidades

Los vikingos usaron su destreza como carpinteros y herreros para lanzarse a expediciones de conquista. Los frisios y bátavos, que desde mucho antes ocupaban la desembocadura meridional del Rin, se conformaron con esa inhóspita zona y acabarían destacando en todas las ramas de la ingeniería. Gracias a ello supieron quitarle cinco mil kilómetros cuadrados al Atlántico, revolucionar la agricultura, inventar la Bolsa moderna o poner en comunicación al planeta entero con la V. O. C. y su hermana, la Compañía de las Indias Occidentales.

Reinando Vespasiano el jefe bátavo Claudio Civilis sublevó a buena parte de la Germania, y lo hizo con tal pericia que el Imperio acabó firmando una paz tras varios años de lucha7. Roma había osado vender como esclavos a unos jóvenes de la tribu, y la exigencia incondicional de libertad defendida por aquellas gentes sigue resonando en crónicas altomedievales con su grito de batalla: «Antes muertos que sometidos». Cuando la tierra es invendible en toda Europa —porque pertenece en parte al rey, en parte al señor y en parte a la familia en sentido amplio, siendo por eso mismo propiedad comunitaria— los neerlandeses tienen hace siglos un régimen de propiedad individual enajenable8. Cuando la Hansa es hegemónica en todo el norte, hasta el extremo de forzar la claudicación de Noruega o Dinamarca en litigios puntuales, son flotas holandesas quienes moderan —por la fuerza en caso necesario— sus pretensiones de monopolio.

Pero si hay que elegir entre la batalla y el contrato se elige esto último, pues salir adelante en aquellos páramos no sólo ha enseñado que libertad y propiedad son inseparables, sino que tesón y conocimiento pueden suplir cualquier desventaja inicial. Su primer ministro de Witt advierte a las potencias europeas que «derramaremos hasta la última gota de nuestra sangre» para no admitir iniquidades, mientras su secretario añade que el país estará siempre abierto a cualquier «paz honorable y segura», pues en todo caso «esperaremos a que nos hagan la guerra»9. En 1592 Cornelis van Houtman compra un pasaje a la India fingiéndose portugués, es descubierto poco antes de desembarcar y salva la vida prometiendo un buen rescate, que tardaría muchos meses en llegar a su mazmorra de Goa. Cuando vuelve apenas tiene tiempo para pisar su tierra, porque la Cámara de Comercio de Rótterdam le ha preparado cuatro naves bien pertrechadas, que logra guiar hasta la India gracias a la experiencia adquirida en el primer viaje. Allí tiene el gusto de meter en mazmorras a sus carceleros, instalando el primer puesto comercial neerlandés en Extremo Oriente.

En 1688 el capitán general de las Provincias Unidas, Guillermo II de Orange (1650-1702), desembarca en Inglaterra apoyado sobre una armada de invasión que le convierte en Guillermo III, rey de Gran Bretaña, Escocia e Irlanda. Mientras fue el príncipe sin corona de su país alimentó tentaciones absolutistas, pero al conquistar el Reino Unido su meta declarada —y cumplida— es la reforma democrática llamada Glorious Revolution, «que priva al monarca de todo poder arbitrario sobre la propiedad o la libertad personal de cualquiera de sus súbditos»10. El hecho de exigir a los whigs ingleses una invitación por escrito no altera el logro técnico y militar: su flota bloquea al tiempo los principales puertos, desembarca en los puntos previstos y consuma en general lo que cien años antes intentara la supuesta Armada Invencible de Felipe II.

Poco antes su principal partidario en Inglaterra —el portavoz de los Comunes y gran codificador del common law ante «arbitrariedades de la legislación», Edward Coke, director también de la London Company— ha formulado el principio en origen holandés de que «los jueces no hacen la ley y se limitan a declarar la preexistente»11. Su homónimo, compatriota y coetáneo, el viajero Roger Coke, constata entonces con admiración que en las Provincias «ambos sexos son educados en matemática aplicada, y aprenden en la escuela lo fútil del proteccionismo»12.

1. Una aristocracia del conocimiento. Las Provincias brillan ante todo merced a contemporáneos de Guillermo III como Johan de Witt (1625-1672) y Baruch Spinoza (1632-1667), que destacan entre una pléyade de científicos, empresarios y políticos. Patricio civil por cuna, de Witt es elegido primer ministro a los veintiocho años y gobierna casi dos décadas, consolidando las instituciones de una república donde libertad política y económica van de la mano. Las academias le recuerdan como jurista y geómetra, o más aún por una «matemática del azar» hoy conocida como cálculo de probabilidades13, sin que los demás le tengamos presente siempre como aquello que en realidad fue: el estadista liberal originario.

Para pensar la democracia no le faltaron buenos ayudantes como su secretario Pieter de la Court14 y ante todo el tallista de lentes y dilecto amigo Spinoza, que a instancias suyas eleva el programa de la libertad (vrijheid) neerlandesa a dimensiones intemporales. Su inconcluso Tratado político (1672), secuela del previo Tratado teológico—político, presenta el Estado racional como unidad construida sobre el culto a la diferencia, que se contrapone por eso mismo a la unidad simple o nacional del absolutista.

II. Navegando el riesgo

En Francia y en Alemania, sus vecinos geográficos, la aristocracia está exenta de tributación. En Las Provincias sólo están exentos de tributación los indigentes, una medida imitada algo después por Inglaterra. En Holanda, la provincia más rica con mucho, una ciudadanía exigente por no decir díscola veta el menor gasto prescindible a costa suya, admitiendo sólo una remuneración simbólica para los cargos públicos. De Witt, por ejemplo, ocupa la más alta magistratura exclusivamente porque deslumbra por «su talento e industria». El estibador le interpela por la calle, donde deambula sin escolta, y hablan de igual a igual. Aunque rara vez se librará de ásperos reproches, eso mismo enorgullece y une a ambos.

El culto a la majestad —intacto en gran parte de Europa— ha dejado de existir allí. Por lo demás, es un tránsito brusco del imaginario clerical-militar al prosaísmo republicano y no exento de peligros, pues el populacho ofrecerá un duradero punto de apoyo para que demagogos al servicio de la preterida nobleza exciten nostalgias absolutistas15. El ejemplo más flagrante llega en 1672, cuando la flota inglesa bloquea y ataca por mar, el invicto ejército del Rey Sol entra por el sur y las tropas de Münster y Colonia por el este. De Witt ha dimitido meses antes, forzado por sabotajes orangistas a sus intentos de entenderse con Francia, y una turba animada por la bandera naranja le despedaza de modo monstruosamente cruel mientras camina con su hermano Cornelis por La Haya, sin que el duque Guillermo —futuro monarca inglés y desde ese momento magistrado supremo del país— persiga a los culpables.

Una inmensa consternación invade al país, que habría sucumbido al ataque terrestre si no dispusiera de una obra de alta ingeniería como el Frente Acuático, diseñada para proteger los centros neurálgicos a costa de ceder gran parte del territorio. Hacen falta algunos días para que ese río artificial crezca lo bastante, y el plazo lo habilita una oferta de Luis XIV —marcharse si recibe dieciocho millones de florines—, que entre el despacho y la respuesta (un indignado No) acaba de hacerlo infranqueable. El ejército del obispo de Münster resulta literalmente ahogado cuando pretende entrar por Groninga, en el norte, y entretanto la flota holandesa inflige a los ingleses una primera derrota, a la que siguen otras dos y una inversión del cuadro: el bloqueador es bloqueado y debe pedir la paz. También Francia ha de retirarse, como los demás agresores, y será sometida desde entonces a una política de desgaste que llega a su apogeo con el nombramiento del duque de Orange como rey de Inglaterra.

Por pequeño y mísero que sea un país en materias primas, aceptarse como sociedad comercial le ha dado recursos —nunca mejor dicho fortuna— para superar la codicia y el escándalo de todos los demás juntos16. Tan sagrado es allí el intercambio que sus agentes no interrumpen operaciones ni cuando el abastecido está en guerra con su país; por ejemplo, si convinieron entregar grano a España, Francia o Inglaterra lo entregan, prefiriendo embolsarse el dinero a provocar hambrunas en la retaguardia enemiga. Acusados de alta traición por ello, esos comerciantes responden que las guerras se ganan con efectivo y coraje, y que ellos están dispuestos a aportar desinteresadamente ambas cosas cuando proceda.

En Civilización y capitalismo, una trilogía admirablemente documentada y escrita, Fernand Braudel comienza el volumen dedicado a las finanzas del periodo XV-XVIII con la propuesta de que «en el póker económico algunos siempre han tenido mejores cartas que otros, por no decir ases en la manga»17. Como Las Provincias inauguran sin duda el capitalismo privado moderno, tratemos de precisar en qué consistió su ventaja.

1. De los maremotos a la intermediación. Poco se sabe del país hasta el tsunami de 1282, cuando el Atlántico rompió la franja costera de dunas a la altura de Texel, inundando una gran extensión de terreno y formando la gran bolsa de agua salada que se llamaría desde entonces Mar de Zuyder. Siguen noticias dispersas sobre gentes sometidas a vientos huracanados y un frío intensamente húmedo, con una tierra anegada tres cuartas partes del año y sin otros árboles que las alamedas de algunos canales. La gran ola ha trastocado casi todo, y una población diezmada sobrevive a duras penas, arrendando en verano sus pastos a ganaderos alemanes y daneses. En 1421 —el Día de santa Isabel— un nuevo golpe del mar inunda quinientos kilómetros cuadrados, mata a unas cien mil personas, borra del mapa setenta y dos ayuntamientos y convierte a Dordrecht en una isla durante interminables semanas.

Sin embargo, ya para entonces el país sorprende al visitante por una cantidad inusitada de molinos, que se sirven del viento para drenar y regar alternativamente la tierra. En 1500 el aprovechamiento de la pesca, una agricultura revolucionaria, mucho comercio y mucha industria no sólo han permitido alcanzar la más alta densidad demográfica del Continente sino una distribución anómala de la población, ya que dos de cada cinco personas son burguenses. En Alemania y Francia el porcentaje es cuatro veces menor. Los europeos llaman «dieta epicúrea» a la combinación de frutas, hortalizas, productos lácteos, pescado, marisco y carne, que asegura a los neerlandeses las proteínas y vitaminas necesarias para ser los europeos más altos con mucho18.

Bastante después, cuando el caballero de Parival publique Les délices de l’Hollande (1662), la nobleza local se queja de que «los asalariados obtienen gran parte de los beneficios y viven más cómodos que sus señores». En realidad, es imposible allí hace tiempo la exención fiscal del señorió que reina en el resto de Europa, y todos los ricos pagan un impuesto progresivo sobre la renta19. Los granjeros han creado un tipo de vaca único, capaz de rendir hasta tres cubos diarios de leche, y los agricultores son peritos agrónomos20. El sector pesquero captura, sala, empaqueta y distribuye cantidades ingentes de arenque, y las granjas exportan el 90 por 100 de sus quesos. Con métodos que anticipan la producción en cadena, los astilleros de Rótterdam botan una nave robusta y panzuda —el vlieboot— que a igualdad de carga cuesta menos y necesita menos tripulantes. Otra parte de su industria elabora maquinaria singularmente atractiva, ya que se basa en piezas recambiables. Dentro del textil hacen solo teñido y acabado de paños, si bien con técnicas que les aseguran independencia21.

Sus comerciantes prefieren el producto de las salinas de Francia, por ejemplo, pero cuando esas plazas se les cierren encontrarán un modo baratísimo de hacer menos cáustica la sal de Setúbal y Cádiz. Beben abrumadoramente cerveza, pero compran y trasladan buena parte del vino francés. Ser implacables en la persecución del beneficio les ha hecho también flexibles, y tienen siempre una respuesta extramilitar a carencias o reveses de la suerte. Como comenta de Witt al embajador francés, seguiremos comprando sus productos mientras acepten nuestras manufacturas, «no sólo porque la reciprocidad es justicia sino porque a nosotros no nos cuesta como a ustedes ser sobrios y recortar lujos»22. De eso sabe mucho una marina que es dueña entonces de los océanos, y fantásticamente bien alimentada para lo habitual entonces, donde ni el capitán tiene derecho a ginebra sin la justificación de algún percance grave.

Inventar y economizar, pagando siempre por cada cosa, empieza por el principal obsequio del maremoto —el puerto de Ámsterdam—, que debe servirse de artilugios para elevar cascos de gran tonelaje y sólo se mantiene dragando sin pausa bancos de arena móvil. Estos costes añadidos no impiden que a mediados del xvii contenga a diario miles de navíos, cuya carga y descarga se verifica gracias a una red de almacenes sin paralelo histórico. Un comerciante italiano observa que allí «diez o doce negociantes de primer rango pueden mandar en un momento más de doscientos millones de florines en dinero bancario, que se prefiere a efectivo. No hay Soberano capaz de cosa parecida»23. Al hacer un inventario económico de Inglaterra, que publica en 1728, Daniel Defoe llama a los holandeses «transportistas del Mundo, intermediarios y corredores bursátiles de Europa»24.

Lógicamente, cuidar del propio beneficio supone financiar el crecimiento de sus clientes, y el gran salto económico europeo en el siglo XVIII parte de una plaza como Ámsterdam, donde se aceptan montañas de letras libradas por empresarios de todas partes. Tan decisivo como esa liquidación de pagarés es que el representante o comisionista de las Provincias cree un contrato de comisión en gran medida nuevo, donde a los servicios habituales añade crédito. Como esto amplía los horizontes del comitente, habilitando más operaciones, él puede doblar o triplicar su tarifa sin perder clientela. En paralelo, las compraventas se estimulan con un sistema de seguros y reaseguros. El predicador Udemans, un calvinista de Zeeland, expone el código moral vigente para sus compatriotas: «Un hombre honorable es y será siempre un ciudadano aunque sea pobre, pero si sobrevive a su deshonor será un muerto en vida»25.

III. La Bolsa y la vida

El mercader clásico solía decir: «Venero el negocio, pero abomino el juego»26, proposición muy ingenua para una ingeniería financiera holandesa que promueve «el negocio más real y útil entre los conocidos»27. Junto al mercado de acciones, la Bolsa de Ámsterdam desarrolla otro de opsies o futuros —primas pagadas para poder comprar o vender más tarde a cierto precio—, cuyo conjunto desafía el cálculo sin dejar de multiplicar la inversión. La criatura resultante es tan sensible a noticias fidedignas como a infundios sobre éxitos y desastres, debe llamar atonía a la ausencia de movimientos febriles y, en definitiva, sostiene una actividad donde todo es ludo, juego. A la fluctuación del dividendo conseguido por cada empresa se añaden agentes que —por vocación unas veces y por estrategia otras— operan como compradores optimistas y vendedores agoreros, clientela nueva para una alternativa al cordial aunque turbio alcohol de las tabernas:

«Frecuentan unas casas que se conocen por el nombre de Coffy Huysen, muy agradables en invierno por los fuegos con que se caldean y los pasatiempos con los que se divierten, pues unas tienen libros para leer, otras tableros para jugar, y todas cantidad de gente para charlar. Unos toman chocolate, otros coffie, otros suero, otros té, y casi todos fuman tabaco para entretener la conversación, con lo que se calientan, se recrean y se divierten por poco dinero, oyendo las noticias, discutiendo sus ideas, ajustando los negocios»28.

El autor de estas líneas les llama «tahúres» con afabilidad, viéndoles navegar lo azaroso de cada día. ¿Qué no es juego, a fin de cuentas? En general, cualquier actividad donde los medios se sometan a los fines, como las guerras, los dogmas o la pobreza de espíritu como ideal. El acto lúdico es «una ocupación libre […] obediente a reglas absolutamente obligatorias aunque aceptadas sin coacción, que tiene su fin en sí misma y va acompañada por un sentimiento de tensión y alegría, y la conciencia de ‹ser de otro modo› en la vida corriente»29. Poco juego puede haber, desde luego, cuando las identidades dependen de factores involuntarios como la cuna, la nación o el credo. Pero la sociedad comercial trae consigo identidades móviles, generalizando un modelo de condición humana «que acepta la incertidumbre y es esencialmente deliberada»30.

En el perímetro de lo sagrado la seriedad pertenece a símbolos y jerarquías. En el juego —que atrae no sólo al humano sino al resto de los animales— la seriedad se aplica a adquirir destreza y resistencia, cosa a su vez imposible sin reflexión y trabajo. Está en su naturaleza santificar los procedimientos, no la meta, aportando un concepto de la derrota donde jugar y ganar no se confunden jamás. La victoria resulta inseparable de algo obtenido con fair play, y excluye por tramposo a quien mezcle reglas de juegos distintos. Con los nuevos tiempos, va pareciendo cada vez menos honorable imponerse sólo por la fuerza.

1. El acrecimiento sutil. Las fronteras entre Paz de Dios y juego limpio son el asunto de Zumbido de colmenas, o bribones convertidos en hombres honrados (1705), cuatrocientos versos que publica anónimamente un médico holandés, Bernard de Mandeville (1670-1733). Se ha instalado en Londres cuando esa plaza empieza a heredar la grandeza de Ámsterdam, y bastan pocas semanas para que un folleto de pocas páginas, vendido por las calles a medio penique, se convierta en el mayor superventas de la historia editorial inglesa hasta entonces. Su alegoría arranca de san Agustín —cuando denuncia como lacra social la práctica de comprar barato para vender caro—, y desarrolla esa lógica llamando a las cosas por su nombre: el comportamiento altruista es precisamente «virtud», y el egoísta es «vicio». Con todo ¿qué tipo de sociedad se sigue de transigir con las diversas formas del vicio?

«La raíz del mal, la avaricia,
Vicio tan condenable y degenerado,
Tornose esclavo de la prodigalidad
Ese noble pecado; mientras la lujuria
Empleaba a un millón de pobres,
Y el odioso orgullo a un millón más.
La propia envidia, y la vanidad,
Embajadores de la industria fueron;
Su amor por el inconstante desatino
En dieta, mobiliario y vestido,
Ese vicio extrañamente ridículo, convirtiose
En la rueda misma que hace girar el comercio.

………………………………

Así el vicio crió la inventiva,
Que unida a tiempo e industria
Sostuvo las conveniencias de la vida,
Sus placeres reales, las comodidades, el desahogo.
Hasta una altura tal que los muy pobres
Vivieron mejor que antes los ricos,
Y nada se echó en falta.»

Cuando la colmena virtuosa interrumpe esa iniquidad, lo primero en simplificarse es la administración de justicia («pues ahora los no remisos deudores/ pagan hasta aquello que olvidaron los acreedores»), un proceso acompañado por contracciones en todo tipo de gastos prescindibles (vain costs). La frugalidad redirige el esfuerzo «no a cómo gastar sino a cómo vivir», mientras «rodeadas de paz y plenitud/ todas las cosas son baratas y simples». Liberados de «la cruz de la industria, /todos admiran su despensa doméstica/sin buscar ni aspirar a más». Sin embargo, su colmena deja de ser una nación populosa y respetada por otras, e incluso se ve lanzada al éxodo:

«Tan pocos perviven en el panal otrora vasto
Que ni uno entre cien puede sostenerse.

Pero contando como vicio el propio desahogo
Tanto progresaron en su templanza
Que para evitar extravagancia
Volaron hacia el hueco de un árbol,
Bendecidos por el contento y la honestidad.»

Tras vender cientos de miles de ejemplares, y disiparse los peligros de una persecución que podría haberle llevado a la hoguera, Mandeville reconoció en 1714 su autoría e hizo importantes añadidos. Desde entonces iba a ser La fábula de las abejas o vicios privados, beneficios públicos. Conteniendo varios discursos para demostrar que las debilidades humanas pueden tornarse en ventaja para la sociedad civil, y ocupar el lugar de las virtudes morales. Nadie había construido un sarcasmo parecido sobre el pobrismo evangélico, y la acogida del público mostró hasta qué punto estaba preparado para su Moraleja:

«Prescindid de lamentaciones: sólo los necios intentan
Lograr que una colmena prospere
Sin grandes vicios, vana
Utopía asentada sólo en el cerebro.

Fraude, lujo y orgullo han de vivir
Para recibir nosotros los beneficios.
Pues el vicio resulta benéfico
Cuando la justicia lo agrupa y limita.»

Al presentar una armonía de conveniencias particulares como origen de la sociedad próspera, Mandeville «nunca muestra con precisión cómo se forma un orden sin previo designio, pero pone fuera de duda que así ocurre»31. Esto anticipa todos los análisis ulteriores basados en procesos de autoorganización, y formula por primera vez el concepto de la división del trabajo. El lector común agradeció las descripciones de «una vanidad que mendiga adulación»32, y abrió sus ojos al lujo como un culto a la calidad que crea trabajo y estimula descubrimientos. Hasta el famoso crítico literario Samuel Johnson, escandalizado por el «brutal cinismo» del holandés, reconoce que «es imposible gastar en lujo sin premiar a los pobres con un bien superior a la limosna, pues les lleva a ejercitarse en la industria, mientras la limosna les mantiene ociosos»33.

En la versión ampliada de 1714 leemos que basta limitar al jerarca «con normas escritas, y todo lo demás sobreviene rápidamente [...] Ningún grupo permanecerá mucho tiempo sin aprender a dividir y subdividir el trabajo»34. Con el derecho como aliado, la especialización y el interés particular fundan una sociedad incomparablemente preferible a la construida sobre denuestos altruistas. Sociológica y filosófica al tiempo, la perspectiva de Mandeville resuena medio siglo más tarde en el prólogo de Smith a su tratado de economía política35:

«En la mayor parte de las circunstancias el hombre reclama la ayuda de sus semejantes, y en vano podrá esperarla sólo de su benevolencia [...] No es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas. Sólo el mendigo depende principalmente de la benevolencia de sus conciudadanos, aunque no del todo, pues la mayor parte de sus necesidades eventuales se remedian de la misma manera que las de otras personas, por trato, cambio o compra.»

IV. Nada dura para siempre

Como el búho de Atenea, que sólo levanta el vuelo cuando llega el crepúsculo, Mandeville es un holandés llamado a trabajar fuera de su Rótterdam natal. En efecto, el destino de las Provincias resulta análogo al de la Liga Hanseática —otra organización sin organizador, cuya decadencia remite a la magnitud del propio éxito—, que en el caso de los Países Bajos viene sobredeterminado por lo exiguo de su territorio. Todo el planeta ha aprovechado en mayor o menor grado sus técnicas de embalaje y depósito, su transporte, su intermediación y su crédito, aunque el crecimiento suscita algo semejante a una «prestamomanía» (Braudel) iniciada por la especulación con variedades raras de tulipanes (1636-1637), cuya Bolsa de los Tontos acaba arruinando a miles de inversores36. Es discutible que la frenética actividad montada en torno a esos bulbos arrojase a fin de cuentas más pérdidas que ganancias, pero no lo es que el dinero bancario supera diez o quince veces al metálico, y de un modo u otro converge sobre Ámsterdam desde los cuatro puntos cardinales.

Cuando los tipos caen allí al 1,5, y luego al 1 por 100, algunos observadores piensan que el dispensador de liquidez podría estar atragantándose con ella, entre otras cosas porque no tiene dónde colocarla de modo estable y masivo. Hombres de negocios neerlandeses han puesto en marcha la minería y la industria armamentística en Suecia, por ejemplo; pero dicha inversión depende de la geopolítica y sus albures —no de una gestión empresarial eficaz—, y las Provincias necesitarían una fuente doméstica de gasto como la siderurgia o el ferrocarril, algo a su vez imposible por falta de materia prima y volumen físico. Si se prefiere, la producción del resto del mundo no crece al ritmo en que lo hace el tráfico neerlandés con sus expectativas, condenándole a una recurrencia de burbujas financieras llamadas allí ephemera. Grandes gastos improductivos, como la guerra de sucesión en España (1713), no perjudican en medida pareja a Inglaterra —su aliado incondicional desde Guillermo III—, que aprende atentamente de los aciertos y errores holandeses, no tiene estrecheces de espacio y empieza a ser la residencia favorita de su elite mercantil.

En 1748 Hume estima que el país «ha hipotecado gran parte de sus rentas»37, y que debe reciclarse de alguna manera para hacer frente al desarrollo comercial e industrial de sus vecinos europeos, pues éstos están aprendiendo a gestionar sus propios asuntos. Cierto día de 1763 la «montaña de papel» inspira desconfianza a sus aceptantes habituales, y la rutilante Bolsa de Ámsterdam entra en quiebra. El percance se salva inyectando liquidez, pero arrastra al resto de las Bolsas europeas y quebranta una confianza antes intacta. Diez años después una segunda crisis bursátil se salda con el traslado del centro crediticio internacional a Londres. Faltan apenas unos meses para que los colonos norteamericanos se declaren independientes (1776), y apoyar o rechazar su pretensión termina sumiendo en guerra civil a Las Provincias.

1. La Revolución bátava. La renta per capita inglesa empieza a ser superior desde 1780, un año donde el Tesoro público neerlandés se calcula oficialmente en unos mil millones de florines, de los cuales cincuenta son oro, plata y diamantes; el resto corresponde a préstamos domésticos, coloniales e internacionales38. El conflicto entre republicanos y orangistas pro-ingleses se ha reavivado con la Guerra de los Siete Años anglofrancesa (1756-1763), en la cual y a costa de perder muchas naves el país asume prácticamente todo el comercio galo y obtiene con ello ingresos extraordinarios. Sin embargo, su marina de guerra ha ido haciéndose meramente simbólica, y cuando Inglaterra acabe atacando no hay modo de proteger ni a la metrópoli ni a las principales colonias, afectadas catastróficamente por la pérdida de Ceilán y las Molucas en 1784.

Lo trágico del caso es que tanto el Partido Patriótico de van der Capellen como los orangistas disponen ahora de sólidas razones. Las simpatías del neerlandés por el derecho de los norteamericanos a autodeterminarse son políticamente sagradas, aunque no tenga la misma justificación haber aprovechado con cinismo la guerra entre su aliado de siempre —una monarquía constitucional como la inglesa— y una Francia absolutista. Década y media después de terminar ese conflicto, cuando estalla la guerra de independencia norteamericana, resulta suicida dar motivos a una armada ya invencible. El barómetro es la Bolsa de Ámsterdam, sumida en una tercera crisis de duración nunca vista —desde 1780 a 1783—, cuyas secuelas son un país empobrecido y airado, que prefigura la Revolución Francesa con una serie de eventos conocidos como Revolución Bátava.

Entre una y otra media la diferencia de que sea necesario, o no, abolir la servidumbre. Los neerlandeses llevan siglos teniendo como aristocracia un patriciado plebeyo, y disponen ya de la igualdad jurídica reclamada en Francia. Pero el Partido Patriótico abunda también en recetas sencillas y directas para transformar por completo a la sociedad —como las expuestas por Rousseau y otros philosophes—, y mientras denuncia los intentos monárquicos de desacreditar a la democracia no puede impedir que su «¡Larga vida la libertad!» coincida con saqueos, vandalismo y motines. Eso basta para inflamar los ánimos de un país castigado en su amor propio por la crisis económica y la derrota militar, con una población desconcertada y atónita ante el odio que estalla en su seno. El ya mencionado Oldencop, testigo presencial, sólo acierta a entender el fenómeno como un brote de discordia que «divide con ferocidad increíble incluso a las familias más acomodadas, oponiendo padres a hijos, esposos a esposas».

En efecto, una parte del pueblo bajo apoya a los ultraconservadores y otra a los revolucionarios de corte roussoniano, mientras la clase media es sometida a una misma proposición («liquidar a los sediciosos») sostenida con idéntica vehemencia por ambos extremismos. Ese desgarramiento conlleva parálisis, y en 1787 —invitadas por el duque de Orange, Guillermo V— tropas prusianas toman Ámsterdam y Leyden, saqueándolas sin que su ciudadanía oponga apenas resistencia. Como observa entonces un diputado de las Provincias, demasiados neerlandeses han olvidado que su vrijheid, la libertad civil, «significa cultivar pacíficamente la tierra, las ciencias, las artes, el comercio y las profesiones»39.

Los patriotas, obligados a exilarse entonces, volverán en 1795 con la invasión que consuma el ejército revolucionario francés, un hecho aceptado con la misma apatía que la irrupción prusiana. Algo más tarde Napoleón convertirá a Las Provincias en uno de los reinos de su Imperio.

 

NOTAS

1 - En Tocqueville 1982, vol. I, p. 143.

2 - Gentes de las tierras bajas (nieder länder), una expresión que como topónimo —«Nierderlande»— aparece ya en el Poema de los Nibelungos.

3 - Zeeland, Utrech, Gelderland, Overijssel, Friesland y Groninga.

4 - Lo dice sir William Temple en sus Observations upon the United Provinces (1662), cf. Schumpeter 1995, p. 200.

5 - De la Vega 1986 (1688), p. 4.

6 - Lo dice a finales del siglo XVII un miembro inglés de la Royal Society londinense, cf. Schama 1997, p. 225.

7 - Tácito dedica a la rebelión los capítulos 4 y 5 de sus Historias, aunque concluye el relato de modo abrupto, sin precisar qué fue de él tras un tratado que eximió a los bátavos de tributo en dinero.

8 - Cf. North y Thomas 1982, p. 71.

9 - De la Court, en Schama 1997, p. 235 y 254.

10 - Hume 1983, vol. V, p. 110.

11 - Cf. const.org.coke.coke.htm (7/8/2005), p. 719.

12 - Coke en Schama 1997, p. 260.

13 - Aplicó también esos conceptos a la Hacienda pública —en El valor de las rentas vitalicias comparado con el de las pensiones redimibles (1659)—, un ensayo cuyas conclusiones le granjearían, por cierto, el odio de las viudas. A la hora de combatir demostró ser también un táctico sobresaliente, artífice de la victoria en la segunda guerra anglo-holandesa.

14 - A quien ayuda a escribir El interés de Holanda (1662), un libro convertido rápidamente en superventas europeo.

15 - Un siglo después el holandés Oldencop, cónsul de Rusia en Ámsterdam, constata que «el populacho siempre comulgó fervientemente con el mito orangista, presto a movilizarse, ir a la huelga, saquear y quemar»; cf. Braudel 1992, vol. III, p. 275. Por lo demás, la tradición neerlandesa invierte el sentido del arco de triunfo tradicional, que allí no significa una glorificación del guerrero sino «recobrar acceso a la sociedad civil» (Schama 1997, p. 66).

16 - Esto incluye cuatro guerras con Inglaterra: 1652-4, 1665-7, 1672-4, 1782-3.

17 - Braudel 1992, vol. III, p. 48.

18 - Cf. Schama 1997, p. 168-172.

19 - En 1704, por ejemplo, el próspero Cornelis de Jong, Receptor General de la República, se desgrava unos veinte mil florines de gastos sobre su renta de noventa y tres mil, pero paga once mil en concepto de impuestos directos; cf. Schama 1997, p. 320.

20 - Han descubierto, por ejemplo, que rotando cultivos no necesitan mantener las tierras en barbecho durante uno, dos o tres años (pues cada planta emplea nutrientes distintos); abonan con cal para reducir la acidez del terreno y fijan el nitrógeno con guisantes, judías y tréboles, a despecho de ignorar la teoría química del caso; cf. Barraclough 1985, vol. IV, p. 178.

21 - Jaime I de Inglaterra decide prohibir que se les exporte lana inglesa —para asumir así todo el proceso—, pero allí el acabado sale más caro que el conjunto de las operaciones previas (cardar, hilar y tejer). Las Provincias, por su parte, pueden hacerlo a mitad de precio y tienen otras fuentes de lana «blanca», como España.

22 - Cf. Braudel 1992, vol. III, p. 237-238.

23 - Ibíd, p. 245.

24 - Ibíd, p. 239.

25 - Udemans, en Schama 1997, p. 330.

26 - De la Vega 1688, p. 232.

27 - Ibíd, p. 6.

28 - Ibíd, p. 196.

29 - Son palabras de otro neerlandés, Johan Huizinga, escritas en la prisión nazi donde muere; cf. Huizinga 1969, p. 6-7.

30 - Ibíd., p. 7.

31 - Hayek 1991, pág. 79.

32 - Smith 1997, p. 538. Cauto siempre, añade que «nunca habría ocasionado una alarma tan generalizada si no hubiese bordeado en algunos aspectos la verdad» (ibíd, p. 544).

33 - Johnson, en Boswell 1952, p. 393.

34 - Mandeville 1978, vol. II, pág. 165. En el Prefacio a la segunda edición ha aclarado también que «los vicios sólo deben reprobarse cuando crecen hasta convertirse en crímenes».

35 - Smith 1982, p. 17.

36 - Un importante granjero, por ejemplo, compra en 1635 un bulbo «virrey» por dos fanegas de trigo, cuatro de centeno, cuatro bueyes de gran peso, ocho cerdos, una docena de ovejas, un hectólitro de vino, cuatro toneladas de mantequilla, cincuenta kilos de queso, una cama y un recipiente de plata; cf. Schama 1997, p. 358. De Witt considera el asunto como «un plan para hacerse rico sin propiedades y sabio sin entendimiento».

37 - Political Discourses II, 6, 6.

38 - Jan de Vries, en Braudel 1992, vol. III, p. 267.

39 - Cf. Braudel ibíd, p. 275.

 




 

© Antonio Escohotado 2008
LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO
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