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Utopías y finanzas
«De la ferocidad, la avaricia y la ambición,
tres vicios que descarrían al ser humano, las sociedades
extraen defensa nacional, comercio y política [
]
Este principio demuestra cómo las pasiones de hombres
absorbidos en la búsqueda de su privada utilidad se retransforman
en un orden civil que permite vivir en una sociedad humana.»
J. G.Vico1.
Muchedumbres guiadas por el proyecto de una restitución
han ido brotando desde finales del siglo XI con Pedro el
Ermitaño y la primera Cruzada de pauperes
hasta mediados del XVI, cuando desaparecen los últimos
grupos de anabaptistas violentos. Hasta entonces el camino había
estado expedito para «asegurar a pobres gentes que la fortuna
de los ricos era el producto de un robo, que la desigualdad era
tan contraria a la moral y a la naturaleza como a la sociedad»2.
Ahora la fabulación y el milagro tropiezan con un gusto
por la exactitud que el espíritu del Barroco combina con
su tenebrismo y su desengaño, mientras entran en vida vegetativa
tanto aquellas masas medievales como el tipo de apóstol
representado por el pastorcillo Esteban, el Maestro de Hungría
o el tamborilero de Niklashausen.
Con las primeras novelas y dramas propiamente
geniales llega un análisis del héroe a la antigua,
que descompone su afán en impulso de conservación
(Hobbes), amor propio (La Rochefoucauld), autoconocimiento (Pascal)
y fantasía delirante (Cervantes)3.
Spinoza ha insistido en «pensar a los humanos como son,
no como quisiéramos que fuesen»; Vico apostilla que
«muy pocos querrían vivir en la República
platónica»4,
y las sociedades mercantiles siguen creciendo en un marco político
de absolutismo, que es el heredero concreto de las instituciones
feudales. El sistema absolutista constituye a su vez una solución
de compromiso, que no tarda en ser desafiada por los neerlandeses,
pero el eclipse de los profetae ebionitas y de sus volubles
masas se apoya primariamente sobre la movilidad social alcanzada.
A despecho de que siga habiendo grandes bolsas de pobreza, las
razones para detestar al notable se contraen cualitativamente
cuando los plebeyos pueden ascender sin sufrir la doma representada
por la milicia o el sacerdocio. Los cauces civiles de promoción,
que siglos antes disparaban insurrecciones comunistas, son el
principal elemento estabilizador para poblaciones que están
pasando del providencialismo servil a economías plenamente
monetarias, donde ascender o descender en nivel de vida depende
sólo de azares y destrezas.
Por supuesto, dar rienda suelta a la competitividad
vulnera las seguridades más sagradas para el apostolado
ebionita, que al carecer de una estructura esclavista como punto
de apoyo debe situarse en el punto cero, oponiendo al estado concreto
de cosas una sociedad que empieza y termina en planificación.
La República platónica es un modelo inmortal,
pero quien reaparece en el siglo XVI es un vulgarizador como Diodoro
Sículo, un griego del siglo I a. C. que en su Biblioteca
histórica describe «siete islas felices»
pobladas por adoradores del Sol o «heliopolitas»,
todos ellos hermosos y sanos, miembros de un Estado donde ni el
matrimonio ni la propiedad privada existen. Su «Ley Natural»,
incompatible con las herencias, determina una igualdad tan perfecta
que todos mueren voluntariamente a la edad de ciento cincuenta
años, en plenitud de facultades físicas y mentales5.
En la Antigüedad, cuando el libro de Diodoro competía
en difusión con los primeros escritos cristianos, el corrosivo
Luciano de Samosata observó que su Ley Natural encanta
a quienes, como él mismo, «andan muy fastidiados
por tanto como disfrutan los ricos»6.
I. Las primeras utopías
La versión europea más antigua
del igualitarismo material como sociedad perfecta aparece en 1515,
cuando está gestándose la revolución comunista
en Alemania, y es un opúsculo de santo Tomás Moro
que edita en forma anónima su amigo Erasmo de Rotterdam,
con el subtitulo Libro verdaderamente áureo y tan salvador
como juicioso sobre la mejor constitución estatal.
La omisión de autoría se explica por las altas responsabilidades
políticas del autor, que acaba siendo lord canciller de
Inglaterra y es el último mártir católico
inglés, decapitado por Enrique VIII cuando se opone a su
primer divorcio.
Moro empieza diciendo allí que en la
isla Utopía (del griego ou topos, «no lugar»)
justicia y opulencia se consideran cosas antagónicas, que
no hay propiedad particular y que el dinero sólo se usa
para sostener un ejército de mercenarios o sobornar a posibles
invasores. Su democracia tiene un jefe del Estado vitalicio que
eligen dos tipos de representantes («filarcas» y «protofilarcas»),
a su vez elegidos cada año, y los temas imprevistos se
resuelven consultando al pueblo mediante plebiscitos. Los utópicos
concentran sus energías en cubrir las necesidades mínimas
de todos, y la preocupación pública es por eso que
«nadie pida más de lo necesario». Como los
bienes son limitados, aquello que uno tenga en exceso merma las
existencias de otro u otros.
Repartir las necesidades es fruto de meticulosos
cálculos. Uniformes en atuendo y comida, su tiempo libre
se aprovecha en asistir a conferencias científicas, participar
en actividades musicales y practicar el ajedrez, ya que los juegos
de azar están prohibidos. El orden en materia de espacio,
por ejemplo, parte de que «ninguna familia pueda tener ni
menos de diez ni más de dieciséis personas»,
y el económico de una jornada laboral de seis horas los
siete días de cada semana, idéntica para todos aunque
adaptada al sexo y la edad de cada uno. No hay vacaciones. Cortésmente
ajeno al tono del iluminado, Moro se expresa a menudo con humor
y guardando una distancia estética, como al terminar el
opúsculo: «No puedo adherirme a todo lo que acaba
de ser contado sobre la isla de Utopía, pero reconozco
que allí ocurren cosas que me gustaría ver imitadas
por nuestras sociedades».
Por otra parte, supone que esa jornada laboral
es imprescindible para cubrir las «verdaderas necesidades»,
sin modificar por ello una vida de «frugalidad extrema»
para el conjunto, y en este punto no hace gala de humor alguno.
En Utopía reinan a la vez lo más novedoso un
100 por 100 de la población trabajando muy a gusto
y algo tan manido como el ideal de la santa pobreza. Ser el primer
magistrado de Inglaterra tras el rey, impuesto en todas las cuestiones
de gobierno, no le sugiere en ningún momento el formidable
excedente energético derivado de un pleno empleo absoluto.
Doscientos años después, Cantillon constata que
la mitad de los ingleses apenas trabaja, a pesar de lo cual el
país va permitiéndose cada vez más «las
cosas superfluas que hacen agradable la vida»7.
Como no cabe atribuir la «frugalidad extrema» de los
utópicos al efecto de su propia planificación rigurosamente
centralizada, y como Moro no podía tampoco ignorar un absentismo
muy superior en el siglo XVI, un horario obligatorio de ciento
ochenta horas mensuales para todos equivale a una condena moral
del ocio; debe evitarse a toda costa el tiempo libre. Su Estado
perfecto no parte de un apocalipsis como la Nueva Sión
de sus contemporáneos Müntzer y Leyden, pero tiene
en común con ella una oposición irreconciliable
entre justicia y prosperidad:
«De hecho, me parece [
] que donde haya propiedad
privada, donde todo se mide con el valor del dinero, no será
nunca posible llevar a cabo una política justa con éxito».
1. La prolongación del monasterio.
No encontramos una nueva sociedad perfecta hasta La ciudad
del Sol (1606), otra isla racional descrita por Tomás
Campanella, un eclesiástico que pasó treinta años
encarcelado por herejía. Como Moro, Campanella considera
nuclear que «nadie tenga más de lo necesario»
y que los lujos estén prohibidos, pues la prosperidad de
unos implica pobreza para otros. El jerarca máximo de los
solarios controla producción y consumo con normas sobre
alimentación, ropa y reparto de incumbencias laborales.
No hay familias sino una «comunidad femenina» encargada
de la función reproductiva, que evita pugnas entre intereses
de clan y fomenta desapego hacia las posesiones. Los domicilios
se intercambian cada seis meses y la mujer ya no puede elegir
fecundador, pero el sentimiento simultáneo de desposesión
y comunidad compensa esa pérdida:
«Eran todos ricos y pobres al mismo tiempo; ricos porque
todos tenían lo necesario, y pobres porque ninguno poseía
nada. Pero no servían a las cosas, sino las cosas a ellos»8.
Marx propondrá controlar la economía,
en vez de ser controlados por ella, y Campanella le anticipa también
con un tono combativo inexistente en Moro, pues «antes de
que lleguemos a plantar y construir es preciso destruir y derribar
muchas cosas». Como media casi un siglo entre ambas obras,
puede considerarse un eco del progreso técnico que las
seis horas diarias de trabajo social obligatorio en Utopía
se reduzcan a cuatro en su Heliópolis. Los solarios viven
unos doscientos años por término medio, gracias
a su regla dietético-gimnástica y la evitación
de vicios.
Al comparar los proyectos de Moro y Campanella
observamos que el punto de partida y el de llegada es para ambos
el régimen monástico donde se formaron. En sus proyectos
de comunidades perfectas no aparecen las modificaciones que el
tejido económico ha ido experimentando en Europa, y eso
«explica la influencia antisocial atribuida a la riqueza»9.
Sólo perciben amenaza en el hecho de que la relación
voluntaria se haya multiplicado a expensas de la involuntaria
credo, territorio, cuna, abriendo el horizonte a resultados
imprevisibles.
Quizá por ello no volvemos a oír
sobre sociedades propiamente utópicas hasta siglo y medio
más tarde, en tiempos de Rousseau, cuando ya no hay alegorías
expuestas con seriedad y esperanza al modo de Moro y Campanella,
sino un género de viajes fantásticos a repúblicas
carentes de propiedad privada, siempre insulares, donde la edificación
moral tiene mucho menos peso que elementos novelescos. Entre ese
tipo de literatura y el escueto elenco de textos renacentistas
y barrocos sobre comunismo no hay quizá más secuela
intermedia que el movimiento inglés de los niveladores
o levellers, también conocidos como diggers10.
Bajo dicha rúbrica se encuadran manifestaciones muy diversas,
algunas afines incluso a una especie de protoliberalismo político,
aunque para nuestra historia sólo sea procedente aludir
a la rama anticomercial.
2. La sociedad nivelada, el desarrollo a gran
escala y el estado del crédito. Los levellers
llegan al registro histórico con una ocupación de
tierras comunales que ocurre en Surrey hacia 1650, terminada poco
después con el desahucio pacífico de los ocupantes.
La larga y feroz guerra civil inglesa ha instado la transformación
de muchos labrantíos en tierras de pasto para ovejas y
reses, los productos agrícolas se han encarecido bruscamente
y a la voz de «¿por qué no adviene ahora el
reino de los mil años?» algunos líderes de
la nivelación reclaman a Cromwell que la muerte del rey
sea seguida por un reparto de sus regalías entre los «oprimidos,
esclavos, siervos y mendigos.» Gerrard Winstanley sistematiza
sus puntos de vista en La ley de la libertad en una plataforma,
o la magistratura restaurada (1652), donde leemos:
«¿Son la compra y la venta un honrado derecho
natural? No, forman parte de una ley de conquistadores. ¿Cómo
puede resultar honesta una patraña? ¿No es acaso
habitual que cuando se tiene un caballo malo, una vaca mala
o cualquier clase de mala mercancía se lleve al mercado
para tratar de engañar a cualquier incauto, y luego reírse
abiertamente en sus barbas? Cuando la Humanidad comenzó
a comprar y vender perdió su estado de inocencia. Nadie
puede ser rico sino mediante el trabajo de los demás»11.
En la sociedad nivelada será obligatorio
trabajar duro hasta los cuarenta años, y a partir de entonces
el empleo se irá adaptando al envejecimiento. El suministro
en general lo verifican «almacenes estatales», y el
trabajo asalariado queda prohibido, al igual que cualquier compraventa
entre particulares. Walwyn, otro leveller, asegura que
«si hubiera comunismo habría menos necesidad de un
gobierno, porque no existirían ladrones ni hombres avariciosos»12.
Algo posterior, su paralelo francés es el cura de aldea
J. Meslier, que prefigura la teología de la liberación
en Mi testamento, donde propone abolición de la
propiedad privada y trabajo obligatorio universal.
Inglaterra se está acercando a su Revolución
Gloriosa, con la victoria de los liberales (whigs) sobre
los conservadores (tories), y las tesis de los diggers
coinciden con un país que sigue otros caminos. Mejoras
en la red de canales y progresos de la construcción naval
han abaratado el transporte acuático, multiplicando las
relaciones entre las ciudades costeras y las del interior. Hay
un consumo en rápido ascenso de azúcar, té,
café y tabaco, así como mercados boyantes para queso,
mantequilla, cerveza, cereales, carne, cuero y leguminosas. Causan
revuelo tejidos venidos de Oriente, y las ciudades provinciales
se empiezan a reconstruir a una escala propia de patricios, mientras
núcleos de hombres ricos muy ligados a cierta localidad
y a la vez con intereses en todo el país promueven
buenas oportunidades para invertir a corto plazo. La propiedad
crece en tamaño, el instrumento hipotecario se prolonga
y amplía13.
El desarrollo propiamente dicho no puede sino
contradecir aquello que Winstanley llama «un honrado derecho
natural», así como los esfuerzos de los niveladores
por restaurar el «Estado originario»14.
Un siglo más tarde, sin embargo, cuando la revolución
industrial haya producido nuevas masas proletarias y despunte
el espíritu romántico, su reivindicación
de la «sociedad virgen» pasará de nuevo a primer
plano. Precisamente entonces, cuando Hume redacta su libro favorito
la Investigación sobre los principios de la moral
(1791) los niveladores son su interlocutor básico
para el capítulo dedicado a la justicia:
«Dividamos las posesiones de un modo igualitario, y
veremos inmediatamente cómo los distintos grados de arte,
esmero y aplicación de cada hombre rompen la igualdad.
Y si se pone coto a esas virtudes, reduciremos la sociedad a
la más extrema indigencia. En vez de impedir la carestía
y la mendicidad de unos pocos, éstas afectarán
inevitablemente a todo el cuerpo social. También se precisa
la inquisición más rigurosa para vigilar toda
desigualdad, tan pronto como aparezca por primera vez, no menos
que la más severa jurisdicción para castigarla
y enmendarla. Pero tanta autoridad habrá de degenerar
pronto en una tiranía, ejercida con graves favoritismos.»
A mediados del siglo XVIII factores antes aislados
empiezan a correlacionarse, como muestran estas consideraciones
de Hume. Sin embargo, al describir la evolución del pensamiento
religioso sobre la propiedad fue imposible describir al mismo
tiempo las vicisitudes de la institución crediticia, y
llega el momento de suplir ese vacío. Nos habíamos
quedado a finales del medievo, donde el hecho de que el préstamo
oneroso sólo lo practicasen pecadores-delincuentes produjo
un número indeterminable de famélicos y muertos
de hambre. Estimulado por leyes que le identificaban como vampiro,
el prestamista se cubría en salud negándose a entregar
metálico si el prestatario no firmaba haberle vendido tales
o cuales bienes, normalmente todos, y cuanto más común
fuese la alianza de unos deudores con otros para linchar a su
acreedor más se aseguraban una circulación insuficiente
de dinero, pues la forma más segura de elevar el interés
es prohibirlo15.
Pero esta situación empieza a cambiar
con un prestamista adaptado al desarrollo material, que apuesta
por el buen fin de cada empresa y quebraría si su negocio
dependiese de ejecutar embargos. El tejido económico ha
hecho que un campo sostenido antes por anónimos «sirios,
lombardos y judíos» incumba a familias de ilustres
plebeyos como los Buonsignori, los Medici, los Welser, los Fugger,
los Grimaldi, los Hope o los Barings, que partiendo de algún
fundador genial alcanzan y pierden en pocas décadas el
cenit de su influencia. Aunque Europa no pueda estar más
lejos de una unidad política o siquiera religiosa, los
negocios de esas dinastías empresariales la cubren de parte
a parte, tendiendo relaciones que acercan de modo invisible a
su población. El hecho ya permanente es que cuando una
empresa parece rentable, o se trata de una persona con cuya palabra
basta, ha dejado de ser un obstáculo la cantidad a desembolsar.
Por lo demás, el derecho canónico
sigue rechazando cualquier cobro de intereses, y la mercantilización
alterna avances con retrocesos. En Inglaterra, que recorre a su
manera lo anticipado por las ciudades italianas y flamencas, una
legislación errática sólo se consolida en
1571 al establecer un límite del 10 por 100 anual16,
aunque el baldón de usura determina que lo pactado no pueda
reclamarse judicialmente. En los demás países, y
en la propia Inglaterra, que el crédito sea en algunos
lugares y momentos una operación de mercado negro sigue
suponiendo para ambas partes los riesgos de algo no por clandestino
menos evitable. En Francia, por ejemplo, cualquier interés
superior al 6 por 100 siguió siendo usurario hasta el 12
de octubre de 1789, tres meses después de estallar la Revolución.
II. Nuevos retos para el pueblo paria
Un noble veneciano observa en 1519 que «personas
de todo rango acudían tan furtivamente a la casa de empeño
como a una de mala nota [
] porque los judíos son
tan necesarios como los panaderos»17.
Supongamos que un grupo de católicos gallegos y otro de
protestantes galeses emigran a América, y preguntémonos
qué probabilidad hay de que dos milenios más tarde
sigan siendo allí lo que fueron en origen, en vez de canadienses,
colombianos, argentinos, etcétera. Si los judíos
dispusieran de una morfología diferencial, y si hubiesen
observado en el ínterin una rigurosa endogamia, la persistencia
de su identidad no desafiaría tanto lo probable, pero nunca
tuvieron el apoyo de parecer una raza distinta ni dejaron de practicar
la exogamia.
A esa identidad supratemporal y supraespacial
corresponde también un persistente don para manejar con
eficacia el dinero, que era ya un lugar común en el siglo
iv a. C., cuando Alejandro Magno les cedió un sector de
la recién fundada Alejandría. Su aptitud para ganarse
la confianza de socios y clientes, núcleo de lo excepcional,
sugiere hogares que son capaces de formar a indefinidas generaciones
en el hábito de cumplir cada pacto. Tal costumbre puede
atribuirse a honradez, aunque parece más realista fundarla
en el interés bien entendido. El estafador y el moroso,
a despecho de algún éxito transitorio, no tienen
en la esfera de los negocios otro futuro probable que el de arruinarse.
1. Del medievo a la modernidad. Las comunidades
judías desaparecen en Europa del registro histórico
entre el siglo IV y el XI, salvando dos o tres menciones a cierto
judío que resulta ser contable o embajador de monarcas
carolingios. Hacia 1080 aparece quizá la primera mención
a un grupo de ellos, cuando Guillermo el Conquistador les encomiende
organizar el cobro de las cuotas feudales y conceder préstamos
a la nobleza normanda en su nuevo dominio de Inglaterra18.
A lo largo de los Siglos Oscuros, donde el dinero desaparece o
existe sólo como joya, las familias judías sobreviven
formando a cada hijo para que sea útil al señorío
de cada lugar, mientras sus rabinos compilan ingentes repertorios
de sentencias sobre los mínimos detalles de la vida cotidiana
y su relación con la Ley.
Otras confesiones ligadas a un Libro se muestran
hostiles o al menos desconfiadas ante el resto de los libros oponiendo
a la limitada racionalidad mundana las luces ilimitadas de su
revelación, mientras ellos aspiran a saber de todo
para cumplir mejor sus deberes religiosos y profesionales. En
el siglo XII uno de los discípulos de Abelardo observa:
«Por pobre que sea, si un judío tiene diez hijos
tratará de que todos se instruyan, no tanto para ganar
posición como hacen los cristianos sino para entender
la ley divina, y no sólo sus hijos sino sus hijas»19.
Podemos negar de plano que esto fuese una regla
observada en general por los cabezas de familia judíos,
siquiera sea para no seguir desafiando el cálculo de probabilidades;
pero no que el judaísmo legalista en contraste con
la vena profética asumida por sus celotes aspira
a un racionalismo sui generis, que a cambio de aceptar las arbitrariedades
de su Ley sobre el prepucio, la levadura o la grasa quiere también
residir en este mundo con todos los sentidos abiertos, y se prohíben
técnicas ascéticas de mortificación para
producir estados crepusculares de conciencia como los del místico.
Las críticas de Maimónides (1135-204) al milenarismo
apocalíptico indican que durante la fase de oscurecimiento
y miseria hubo recurrencias de dicha actitud, aunque no llegaron
a hacerse hegemónicas.
Los grupos judíos aprovechan el desarrollo
de los burgos comerciales para pasar a vivir en ghettos
a menudo amurallados, menos expuestos a estallidos de furia fanática
o pogroms de simple saqueo, donde su capacidad de ahorro no tarda
en hacerles imprescindibles para un círculo más
amplio que los monarcas y señores feudales. Ser discretos
hasta lo legendario, sin proferir una palabra de más, les
hace especialmente idóneos para administrar patrimonios
mixtos, basados en bienes y derechos sobre ellas. A su inventiva
puede atribuirse la idea de formar entramados de sociedades-trust
donde una o varias familias gestionan negocios aparentemente autónomos,
controlados desde una tercera y clandestina entidad que no sufre
el desgaste mecánico de las ostensibles.
Su territorio seguro es desde hace siglos la
Península Ibérica, donde aparecen como médicos,
traductores, comerciantes y tesoreros de Castilla hasta la muerte
de Pedro el Justiciero (o Cruel) en 1369. Las posteriores dificultades,
que comienzan con la dinastía de Trastamara, son un reflejo
de su propia fuerza política y social. Hay tantos, tan
bien situados y en algunos casos tan patriotas que en el siglo
XV se producen conversiones masivas, un fenómeno sin precedentes
del cual parte una transformación en el sentido del antisemitismo.
Hasta entonces descansaba sobre fundamentos religiosos, y a partir
de ahora se hace racial20,
dentro de un clima progresivamente enrarecido por los propios
«cristianos nuevos», algunos sinceros y otros no (Torquemada
condenará a unos trece mil «marranos» por ese
concepto), que acaba desembocando en nuevas discriminaciones,
masacres como la de Lisboa y finalmente la expulsión.
2. La última diáspora. El
mundo mercantil que se está abriendo camino es en principio
una bendición, al redescubrir el tipo de actitud frugal
y previsora que las familias judías enseñan. Pero
el asunto es en la práctica mucho más áspero,
porque la incorporación del cristiano a la vida empresarial
y en particular al crédito encuentra en sus
prestamistas y hombres de negocios una competencia sobremanera
incómoda, casi siempre capaz de ofrecer en cada país
dinero menos caro, y apoyada sobre una clientela fiel por eso
mismo21.
Su pretensión de sumarse al elenco de comerciantes y otros
profesionales tropieza con barreras gremialistas justificadas
por el trasfondo religioso (¿cómo contratar con
los verdugos de Cristo?), y el destierro de España (1492)
y Portugal (1497) culmina un proceso catastrófico iniciado
bastante antes en Alemania e Italia22,
cuyo reflejo popular es la leyenda del judío errante23.
Llega entonces una época no tanto de
persecución como de miseria, donde quizá por primera
vez en mil años gran parte de ellos son más pobres
que el más humilde de los campesinos. Francia e Inglaterra,
países secularmente hostiles de los cuales se huía
a la menor oportunidad para evitar linchamientos y expropiaciones
sistemáticas, son los únicos donde la exigencia
de conversión no resulta perentoria, y el horizonte de
catástrofe funciona como abono para la vena ascético-apocalíptica
reprimida hasta entonces. Aparece el misticismo cabalístico24,
junto con una ansiosa espera de su Mesías que acaba produciendo
al lamentable Shabbetai Zevi, alguien aclamado por todas las comunidades
de Europa, Asia Menor y África que cierto día se
convierte al islam por simple pusilanimidad, sin haber sido objeto
de amenaza grave.
Dentro del general empeoramiento sólo
hay dos noticias alentadoras. Una es que los turcos se han apoderado
en 1453 de Bizancio, cuyos confines resultaban sencillamente letales
para el judío. La otra es que los Países Bajos insisten
en tener libertad de conciencia. Aunque el sur de esa zona acabe
sucumbiendo al terror católico, en el norte los tercios
españoles son incapaces de doblegar a Holanda y otros seis
territorios las Provincias, que construyen un oasis
para la libertad religiosa. El pueblo paria puede elegir entre
un gran imperio, donde el islam no atraviesa una fase singularmente
integrista, y un país minúsculo de clima endiablado
pero abierto como ninguno a que el diligente prospere por medios
pacíficos.
Es precisamente en Turquía donde acaba
apareciendo El látigo de Judá, una obra del
malagueño Salomón Verga (c. 1450-1525) que no por
victimismo sino para apoyar un autoanálisis crítico
describe 64 persecuciones padecidas por los judíos. Buena
parte de ellas parten a su juicio de ignorar «la ciencia
política y la militar», algo que les condena a ir
«desnudos» por el mundo. Además, imitan a los
cristianos con su fe en supersticiones y leyendas, añadiendo
a eso la altivez:
«No he conocido a ningún hombre razonable que
odie a los judíos [
] Pero el judío es arrogante
y siempre quiere dominar. A juzgar por sus actos y palabras
no seríamos un pueblo de exilados y esclavos, sometidos
por un pueblo u otro. Más bien intenta presentarse como
amo y señor. De ahí que las masas le odien»25.
Antes del decreto de expulsión, sefarditas
españoles y portugueses han sobresalido en todas las ramas
del conocimiento y la técnica. Son el único puente
entre la cultura árabe y la latina, y los inicios del tráfico
a larga distancia les han permitido también incorporarse
a la financiación industrial. Para los más fieles
a sus tradiciones, que son unos cien mil26, abandonar el territorio
donde llevan más de mil años es un desastre que
seguirá siendo motivo de duelo hasta hoy. Para quien les
expulsa el efecto es más irreparable si cabe, porque los
exilados reconstruyen su vida en otros países, mientras
España y Portugal se verán obligados a asumir un
puesto de superpotencias sin el concurso de esa elite intelectual
y mercantil.
El apego de quizá otros tantos por su
Sefarad les lleva a aceptar el bautismo, pero topan con una tenaz
caza de judaizantes a lo largo del siglo XVI y el XVII. Un polígrafo
como José de la Vega poeta, filósofo y autor
del primer libro sobre la Bolsa desciende del converso cordobés
Isaac, que en 1650 abandona calabozos inquisitoriales para instalarse
en Amberes; José, que ha nacido ya fuera de España,
vive en Ámsterdam y atestigua su aprecio por la tierra
ancestral escribiendo en un brillante castellano27. Prescindiendo
de esta nostalgia, los sefarditas se desempeñan bien en
el Imperio otomano (donde algunos llegan a ocupar importantes
cargos públicos) y en los Países Bajos. Mucho más
dura es la suerte de sus hermanos ashkenazim, que siglos antes
emigraron de Renania y el norte francés para refugiarse
en Europa oriental. Ahora imitan a los exilados de Sefarad, aunque
llegan en gran número y casi siempre paupérrimos.
Por lo demás, ambos han nacido en hogares
donde conocimiento y fiabilidad se valoran notablemente, un buen
principio para salir adelante en todo tipo de oficios. A las comunidades
judías les interesa también cualquier ampliación
o consolidación de los derechos de propiedad, cara de una
moneda cuya cruz es progreso de las libertades civiles, y ya en
1500 el rabino Abraham Farissol bromea: «Si el dinero debiera
prestarse sin interés a quienes lo precisan, justo será
regalar también casa, caballo y empleo»28. Un sefardita
de Ámsterdam va a ser el gran teórico de la democracia
moderna, y préstamos de sus magnates sufragan la resistencia
del Continente al absolutismo, torpedeando primero los planes
de Felipe II y luego los de Luis IV. Pero volvamos a procesos
más impersonales.
III. La lógica del descubrimiento
El mayor héroe cívico desde el
notario es el industrial, que quiere hacer algo nuevo o
encontrar nuevos modos de elaborar lo antiguo para vivir
desahogadamente de sus «venturas». La exigua minoría
que se dedicaba ya antes al arte y a las ciencias era empresarial,
sabiéndolo o no, y el hallazgo como acto rentable por definición
llega cuando el círculo de inventores penetra en todas
las ramas del comercio. No fue entonces difícil admitir
un lucro desorbitado para la pauta ebionita, porque el descubrimiento
amplía la capacidad de todos y puede considerarse un beneficio
general. A diferencia de los gremios, centrados en las coacciones
inherentes a una posición de privilegio, el industrial
renuncia no sólo a ella sino al socorro en malos tiempos.
Como observó Schumpeter, exponerse al fracaso con tanto
denuedo le acredita para disfrutar sin restricciones del eventual
éxito.
Con la actividad inventiva se consolidaba también
una ambición social por naturaleza capaz de ayudar a otros
y complacerles, que tiende sin esfuerzo puentes entre lo público
y lo privado. Ningún jerarca declaró que los hombres
se debiesen precisamente «industria» unos a otros,
pero es esto lo que va imponiéndose con el tipo de patrimonio
aparejado a los cambios. La riqueza de los industriales es pasajera
y difusiva, la preindustrial se funda en un ascendiente perenne
y exclusivo sobre el prójimo. Si el desahogo del empresario
se sostiene pagando toda suerte de servicios, el del señor
empieza y termina antes de llegar a la esfera dineraria, intentando
evitar la ociosidad de sus esclavos y dependientes. Uno explota
conocimientos y el otro explota privilegios.
Portavoz del viejo orden, Hobbes observa en
1650 que «la riqueza es poder cuando va unida a liberalidad,
porque procura amigos y servidores. Sin liberalidad no lo es,
porque en vez de proteger expone a las asechanzas de la envidia»29.
Se expresa como un senador romano o un magnate feudal, cuando
a su alrededor progresa una turbulencia comparable con la equiparación
jurídica entre patricios, clientes y plebeyos, sólo
que ahora no hay esclavos. La estratificación que acompaña
al crecimiento añade a las condiciones antiguas (dependencia,
extranjería, credo) un componente cada vez más poderoso
de suerte y habilidad.
1. Tenderos y aventureros. Al industrial
le interesa el paso catastrófico por definición
para el autoritarismo productivo, que es un mercado donde el consumidor
sea soberano; y al consumidor le interesa suprimir cualquier prebenda
opuesta a la autonomía de su voluntad como adquirente.
Entre uno y otro sólo se interpone ahora el proceso de
endeudamiento de los reyes, que es la otra cara del Estado nacional
y les ha llevado a vivir de vender todo tipo de franquicias profesionales.
Dicho régimen desemboca en monopolios de mayor o menor
entidad, amparados por «patentes» del monarca que
otorgan exclusivas tanto a grupos de artesanos como a individuos
singulares. En Francia el país más afecto
a esta corruptela la regencia de Richelieu (1585-1642) suprime
unos cien mil «oficios» amparados por patente mientras
se ponen a la venta otros tantos «empleos públicos»,
que pueden comprarse exentos de impuestos y con otros privilegios30.
El acuerdo entre industriales y consumidores
habría resultado quimérico en cualquier época
previa, y aunque la salud del crédito allana su camino
es instructivo seguir los obstáculos que empieza encontrando.
Véase, por ejemplo, el caso de la Society of Merchant
Adventures, también llamada Merchant Adventurers,
que se funda a mediados del siglo xiv y subsiste hasta principios
del XIX31.
En 1571 la hallamos acosada por presiones gremiales, y obligada
a presentar el siguiente pliego de descargo al Parlamento:
«Segunda objeción. El precio de los artículos
aumenta, siendo más caros en Bristol que en ningún
otro lugar de Inglaterra. Respuesta. El precio de los
artículos importados por nosotros es inferior en Bristol
al de Londres, como prueban los vigentes en el gran almacén
que acabamos de abrir allí, donde a despecho de pagar
su transporte obtenemos un beneficio superior al que habríamos
obtenido aquí, siendo esos artículos tanto mejores
como más baratos que en cualquier otro punto de Inglaterra.
Tercera objeción. Nuestra flota ha mermado. Respuesta.
Nuestra flota no puede haber mermado desde el último
Parlamento sino todo lo contrario, pues hemos construido diez
navíos, comprado varios más y asegurado el mantenimiento
del resto. Aunque perdimos algunos, en parte por el embargo
de España, tenemos el doble que al confirmar nuestra
patente, como bien sabe nuestro Vicealmirante.
Cuarta objeción. Los derechos de aduana han mermado.
Respuesta. Han crecido grandemente, según demuestra
la copia exhibida de los libros aduaneros.
Quinta objeción. Los artesanos pobres no tienen
tanto trabajo como podrían tener. Respuesta. En los dos
últimos años y gracias a nosotros han llegado
400 cargamentos adicionales de tejido, que dan más trabajo
a los artesanos pobres.
Los minoristas ricos no cesan de devorar a los más pobres,
así como a los importadores que están obligados
a venderles solo a ellos. Su incompetencia (unskilfulness)
comercial degrada por fuerza la provisión inglesa de
bienes, y cuantas más mercaderías controlen más
caras resultarán. Lesivo es para quien aprendió
durante siete u ocho años a traficar que su vida sea
acosada por quienes ignoran dicho arte, cuyo ejercicio requiere
más pericia de lo que habitualmente se supone.
Pero ningún minorista ha construido una sola nave,
y un solo comerciante humilde ha soportado más pérdidas
por servir al Príncipe que todos los tenderos de Bristol.
Todos los beneficios hechos por la ciudadanía de Bristol
como la construcción de hospitales, regalos de
dinero para vestuario y otras medidas destinadas al pobre
son obra de comerciantes exclusivamente, jamás de minoristas
o de cualquier otra ciencia»32.
Los abogados de Merchant Adventurers
habrían podido defender con idénticos argumentos
a compañías de toda Europa, acosadas igualmente
por gremios artesanales convertidos en sindicatos de minoristas.
A diferencia del tendero (retailer), el comerciante no
tiene su familiaridad con el consumidor ni una densa red de expendedurías;
pero ante todo no tiene privilegios ni representantes en el Parlamento,
y el hecho de que retailers y merchants sean actividades
rigurosamente complementarias no cambia que los sindicados aspiren
a reinar sobre los autónomos. El gremio es independiente
hasta de lo que piensen uno a uno sus miembros, y desde el primer
alzamiento urbano registrado el de Cambrai (1075)
discrimina al que tenga menos arraigo, amparándose para
ello en estar defendiendo lo «seguro» frente a lo
«incierto». Andando el tiempo sus estatutos incluirán
como derecho indudable el de oponerse a «reventadores de
precios».
Con todo, estas pretensiones van perdiendo capacidad
de convocatoria, y apoyo institucional, en un campo progresivamente
ligado al manejo de la incertidumbre, donde capital y empleo penden
mucho más de innovar que de controlar. En 1571 resulta
ya imposible negarlo, y los Merchants rematan su alegato
aludiendo a méritos demostrados con obras de beneficencia
y servicios al Príncipe. Las Objeciones que se les han
opuesto son tan estereotipadas como corresponde a algo reiterado
sin cambio desde hace siglos, y tan sencillas de refutar como
exhibiendo una copia del libro de aduanas o consultando al Almirantazgo.
Lo más llamativo ahora es la discriminación entre
asociaciones: unas pueden ser acusadas de elevar los precios y
mermar los recursos, por otras que viven precisamente de hacer
eso mismo.
En efecto, ambas renuncian abiertamente a poner
en práctica su capacidad de abastecer a los mercados, sin
detenerse ante la destrucción sistemática de cosechas
o stocks de manufacturas para ajustar los precios a sus conveniencias.
Pero los artesanos-tenderos invocan la protección del Estado
para algo que en realidad es cada vez más anacrónico,
pues implica a fin de cuentas negar un proceso donde el simple
crecimiento está pasando a ser desarrollo, transformación
cualitativa. A largo plazo, su afán «por regular
las cantidades de productos industriales tropieza con la gran
industria, que significará al fin de los gremios»33.
IV. La corporación mercantil
Hasta principios del siglo XVII, los miembros
de cualquier compañía no sólo pueden perder
el negocio sino todo su patrimonio. Sigue vigente la responsabilidad
común e ilimitada de cada uno, y quien haga negocios arriesgará
tanto menos cuanto más evite asociarse, algo que en la
Roma republicana e imperial abortó la creación de
indefinidas empresas. Esta normativa parece ahora un freno arbitrario
a la acumulación de recursos materiales y humanos, y la
common law inglesa se adelanta al resto de las legislaciones
diseñando una asociación donde «si algo se
debe al grupo no se debe a los individuos, ni los individuos deben
lo que el grupo debe»34.
Ese estatuto de «cuerpo social»
(corporation) es lo que obtiene la Compañía
de las Indias Orientales (1600), primer negocio donde los socios
sólo pueden perder el capital aportado. Aunque la sociedad
por acciones sea todavía algo unido al favor, que exige
una autorización discrecional de la Corona, se incorporan
a ese régimen empresas preexistentes la Muscovy Company
y la Levant Company o su mucho más importante análogo
holandés. Como la letra de cambio, que reduce la inseguridad
sin aminorar la fluidez y cuantía de las operaciones, la
corporación mercantil estimula vigorosamente la inversión.
Ahora es posible aunar fuerzas con otros sin arriesgar más
allá de cierta apuesta, y sin admitir a priori un límite
de la ganancia.
Dos años después de que la East
India Company obtenga sus cartas credenciales, Holanda otorga
las suyas a una empresa del mismo nombre, la Vereenigde Oost-Indischen
Compagnie (V. O. C.), que a despecho de fundarse en un país
minúsculo comparado con Inglaterra nace con un capital
social diez veces superior35.
Medio siglo más tarde tiene en nómina a unos ciento
cincuenta mil empleados, que articulan un tráfico sostenido
materialmente por ocho mil marinos profesionales y más
de doscientos cruceros. En años buenos, como el bienio
1657-1658, traslada a Extremo Oriente el doble de las rentas percibidas
por la Hacienda española durante el mismo periodo, recuperando
esos desembolsos con un dividendo medio algo inferior al 4 por
100. Si no reparte mucho más es porque algunos grandes
patricios de Ámsterdam como los Hope o los Neuville
copan de un modo u otro la adquisición y distribución
de sus importaciones, cosa sin duda perjudicial para los accionistas
aunque tolerada en un territorio donde la mayoría obtiene
ingresos superiores al alza en el coste de la vida.
1. Una multiplicación del efectivo.
El primer brote mundial de dinero muy barato y sin adulteración
llega con la edad de oro genovesa entre 1550 y 1620 aproximadamente,
cuando los Grimaldi, los Spinola, los Doria y unas pocas familias
más sustituyen a los arruinados banqueros alemanes en «el
crucial servicio de hacer que las rentas fiscales y la plata americana
pasen de ingresos irregulares a ingresos regulares
para el rey de España»36.
Esos asentistas, como se les llama en Madrid, logran dicha
proeza hasta que Felipe II intente estafarles. Aunque Venecia
sigue obstinada en obtener el tradicional 20 por 100, y acelera
su decadencia, los financieros genoveses mueven sus activos con
una rebaja que de paso controla a los competidores del momento,
situando el interés del dinero en una franja que fluctúa
del 2 al 3 por 100. Emprender ha dejado de ser caro.
Para entonces los astilleros de Ámsterdam
y Rotterdam han botado naves capaces de trasladar en cualquier
dirección unas seiscientas mil toneladas métricas37;
el resto de Europa tiene una flota equiparable a otro tanto o
poco más, y el resultado es un medio donde las ferias acontecen
a diario, por no decir que algunas ciudades son una sola y enorme
feria, abierta noche y día. Amberes, una de las más
florecientes hasta ser tomada por mercenarios al servicio de España,
erige en su puerto una estatua a Mercurio patrono de los
mercaderes y hace justicia a las alas que ese dios tiene
en la cabeza y los pies. La gestión que demandaba años
o lustros estando vigente la Paz de Dios ocurre allí en
semanas o meses, a velocidad mercurial.
El comercio tiene masa crítica suficiente
para disparar reacciones en cadena, que al ser irreversibles barren
los residuos de economía doméstica e imponen al
sistema «hacerse analíticamente consciente de sí»38.
Gremios y consorcios se esfuerzan por mantener e incrementar sus
monopolios, aunque los precios derivan de cambios mucho más
sutiles en el medio, donde lo esencial son «promesas, realidad
diferida»39. El banquero confía en hombres de negocios
y ellos confían en el banco, aceptando que puedan prestarse
varias veces las mismas sumas antes de haber restituido el primer
prestatario. Su fundamento es la evidencia puramente empírica
de que, si no media alarma, sólo unos pocos vacían
cada día su depósito.
2. Los bancos de inversión. Cinco
años después de la V. O. C. aparece el Banco de
Ámsterdam (1609), que ya no es una caja de monedas y joyas
sino el domicilio para ingresos y pagos de una clientela empresarial.
Como sus operaciones consisten básicamente en transferencias
de cuenta a cuenta y tiene unos dos mil depositantes
ofrece ante todo fiabilidad y puede cobrar a sus clientes en vez
de pagarles intereses, inventando la comisión bancaria40.
Se ofrece también para verificar la ley de cada divisa
(detectando porcentajes de adulteración y posibles «aligerados»),
y emite recibos por el valor de cada depósito que para
el depositario resultan negociables. Sus líneas de crédito
una práctica imitada enseguida por bancos de Rotterdam,
Maastrich y La Haya ofrecen al 5 por 100 un «papel»
que dinamita la equivalencia entre valores depositados y títulos
emitidos a cuenta suya. Las cecas de acuñación que
durante todo el medievo han sido monopolios de reyes, obispos
y otros magnates han dejado de ser el origen único
de efectivo, y los primeros analistas económicos piensan
como sir William Petty, uno de los más ilustres:
«Pregunta: ¿Qué remedio hay si tenemos
demasiado poco dinero? Respuesta: Debemos crear (erect)
un Banco»41.
En efecto, el dinero bancario se desplaza de
modo más rápido y seguro, permite compensaciones
automáticas y potencia la moneda preexistente42.
Prestando aquello que recibe en depósito el nuevo banco
acelera los negocios y reduce el tipo de interés, al mismo
tiempo que permite a los clientes mantener activas sus reservas.
Por otra parte, la velocidad con la cual circula ahora el dinero
invita a creer en portentos como la generación espontánea
y la plurilocación estar al tiempo en varios lugares,
evocando discursos sobre la «magia» y el «misterio»
del crédito que en manos inescrupulosas acaban introduciendo
hallazgos catastróficos, como la Banque Royale que
el escocés John Law le vende al exhausto Tesoro francés.
«Una mayor velocidad en la circulación de dinero
equivale hasta cierto punto a un incremento del efectivo»43,
si bien el hasta cierto punto tiende más a omitirse
que a destacarse.
El hecho de que sea posible disponer varias
veces del mismo activo44 es, sin embargo, un corolario del desarrollo
mercantil. En una economía de trueque simple, donde se
intercambian ciertas mercancías por otras, ningún
aumento en la velocidad de intercambio eleva lo más mínimo
el número de bienes, y que no suceda lo mismo con el dinero
sólo puede explicarse por su peculiar naturaleza:
«No hay ningún caso en el cual un título
sobre una cosa pueda servir al mismo fin que la cosa misma:
no se puede montar un derecho sobre un caballo, pero se puede
pagar con un derecho sobre dinero. Esto es una razón
de peso para llamar dinero a lo que es propiamente un título
sobre dinero legal, siempre que ese título sirva como
medio de pago [
] Si los instrumentos de crédito,
o algunos de ellos, penetran en el sistema monetario es porque
el dinero constituye un instrumento de crédito, un título
sobre el único medio de pago realmente último,
que son los bienes de consumo»45.
Pero a finales del XVII, cuando esta movilización
empieza a generalizarse, no está para nada claro cómo
podrían los gobiernos animar situaciones de enfriamiento
o enfriar las recalentadas. Ni siquiera lo está entender
la maldición del legendario rey Midas, que convirtiendo
en oro todo cuanto tocaba se condenó a morir de hambre.
Precisamente venerar el metálico caracteriza a la llamada
escuela mercantilista, un movimiento doctrinalmente difuso que
sólo tiene en común propugnar el atesoramiento del
oro y la plata. Como Midas, no puede ser más ajena a una
riqueza medida por bienes de consumo, libertades y conocimientos.
El hallazgo de los financieros holandeses promueve
en otros países una creación de bancos emisores,
cuya primera manifestación es el de Inglaterra. Junto a
sus ventajas, estas instituciones introducen también una
nueva gama de riesgos, empezando por el hecho de que fabricar
moneda y billetes resulta más cómodo para el Estado
y más peligroso para los particulares. Los jerarcas, que
obtenían sus recursos aumentando la presión fiscal
o endeudándose con prestamistas particulares, pueden especular
ahora con el dinero público. Algunas iniciativas del Banco
de Inglaterra se ligan a brotes inflacionarios, y el Parlamento
adopta sucesivas leyes antiburbuja (Bubble Acts) que son
las primeras reacciones ante la vertiginosa complejidad que está
alcanzando el mundo económico.
NOTAS
1
- Vico, Scienza nuova 1725, 132-133. Este párrafo
de Vico anticipa la mano invisible de Smith, la hegeliana astucia
de la razón y el proceso sublimador en Freud; cf. Hirschman,
1990, p. 17.
2
- Tocqueville 1984, p. 185.
3
- Sobre la demolición del héroe consumada por el
Barroco, cf. Bénichou 1948, p. 155-80.
4
- Scienza nuova, 131.
5
- Bibl. hist., II 55-60.
6
- Luciano, en Cohn 1970, p. 188.
7
- Essai I, 16, 2.
8
- Campanella, en Fetscher 1977, p. 47.
9
- Durkheim 1982, p. 128.
10
- En el sentido de los que cavan (dig) de un modo u otro,
empezando por el arado. Sus representantes rurales empiezan arando
y sembrando terrenos no propios.
11
- En Fetscher 1977, p. 54.
12
- Ibíd., p. 51.
13
- Cf. Plumb 1967, p. 3-8.
14
- Winstanley, en Cohn 1970, p. 288.
15
- Su precio crece «en consideración al riesgo y peligro
que lleva consigo evadir la ley»; Smith 1982, p. 93.
16
- Cf. Spiegel 1977, p. 107.
17
- Cf. Braudel 1992, vol. II, p. 563.
18
- Cf. Shahak 2002, p. 153.
19
- Cf. Johnson 1988, p. 193.
20
- Cf. Johnson 1988, p. 224. Leonor de Guzmán, esposa de
Enrique II, es judía de ascendencia, como la madre de Montaigne
o el obispo de Burgos, Pablo de Santa María, por no mencionar
al gran inquisidor Torquemada.
21
- Ibíd, p. 216.
22
- Los hitos son Viena y Linz (1421), Colonia (1424), Augsburgo
(1439), Baviera (1442), Moravia (1425), Perugia (1485), Vicenza
(1486), Parma (1488), Milán y Lucca (1489) y finalmente
Florencia (1494), donde han sido protegidos por los Medici pero
no sobreviven a su caída.
23
- Cierto individuo muy arrepentido, condenado a vagar sin poder
morir hasta la Segunda Venida por haber golpeado a Jesús
durante su via dolorosa. El obispo de Schleswig atestiguó
haberle visto personalmente en 1524, mientras rezaba en una iglesia
de Hamburgo.
24
- La rama principal de la Cábala, fundada por el rabino
Isaac Luria (1538-1572), sostiene que de una insondable causa
primera emanan deidades presididas por el Padre y la Madre, cuyos
hijos se cruzan y recruzan acosados por las maquinaciones de Satán.
El resultado es una prolija novela cosmológica, afín
a la gnosis helenística y al sistema de Mani.
25
- Verga, en Encyclopaedia Judaica, vol. 8, p. 1204-1205.
26
- Cf. Johnson 1988, p. 229.
27
- Véase la introducción de Anes a De la Vega 1688
(1986).
28
- En Johnson 1988, p. 248.
29
- Hobbes 1979, p. 189.
30
- Cf. Tocqueville 1982, vol. I, p. 130.
31
- Sólo desaparece con la toma de Hamburgo por Napoleón
(1809). Desde 1611 se ha mudado allí, para evitar las obstrucciones
halladas en su propio país; cf. Braudel 1992, vol. II,
p. 448. Los adventurers tenían un código
de costumbres tan exigente con el decoro como los negociantes
hanseáticos, sus rivales.
32
- Páginas 54-55 del alegato; cf. bris.ac.uk/Dept/History/1571parliament.
33
- Menger 1997, p. 276.
34
- Cf. Encyclopaedia Britannica, Macropaedia, voz «Corporation».
35
- 6.500.000 florines, equivalentes a 64 toneladas de oro; cf.
Braudel 1992, vol. III, p. 224.
36
- Braudel 1992, vol. III, p. 165. Subrayado suyo. En efecto, los
tercios cobran mensualmente y en oro, no en plata,
y de demorar ese pago se siguen consecuencias tan temibles como
el saco de Roma.
37
- Ibíd, p. 190.
38
- Schumpeter 1995, p. 368.
39
- Braudel 1992, vol. I, p. 476.
40
- Cf. Schama 1997, p. 345-346.
41
- Quantulumcumque Concerning Money (1682), Cuestión
26.
42
- Un ejemplo extremo ofrece el sefardita Isaac de Pinto en su
Tratado sobre la circulación y el crédito
(1761), recordando cómo pagó a su guarnición
cierta ciudad sitiada. «Alguien pensó pedir prestado
a las cantinas su efectivo, que eran 7.000 florines. Al terminar
la semana esa suma había regresado a las cantinas y volvió
a prestarse. Esto se reiteró otras seis semanas, hasta
la rendición, con lo cual 7 se convirtió en 49»;
Pinto en Braudel 1992, vol. I, p. 468.
43
- Cantillon 1755, II, 6, 6.
44
- Una exposición polémica del mecanismo ofrece Mises
1995, cap. XX.
45
- Schumpeter 1995, p. 371.
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