LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

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Utopías y finanzas

«De la ferocidad, la avaricia y la ambición, tres vicios que descarrían al ser humano, las sociedades extraen defensa nacional, comercio y política […] Este principio demuestra cómo las pasiones de hombres absorbidos en la búsqueda de su privada utilidad se retransforman en un orden civil que permite vivir en una sociedad humana.»

J. G.Vico1.

 

Muchedumbres guiadas por el proyecto de una restitución han ido brotando desde finales del siglo XI —con Pedro el Ermitaño y la primera Cruzada de pauperes— hasta mediados del XVI, cuando desaparecen los últimos grupos de anabaptistas violentos. Hasta entonces el camino había estado expedito para «asegurar a pobres gentes que la fortuna de los ricos era el producto de un robo, que la desigualdad era tan contraria a la moral y a la naturaleza como a la sociedad»2. Ahora la fabulación y el milagro tropiezan con un gusto por la exactitud que el espíritu del Barroco combina con su tenebrismo y su desengaño, mientras entran en vida vegetativa tanto aquellas masas medievales como el tipo de apóstol representado por el pastorcillo Esteban, el Maestro de Hungría o el tamborilero de Niklashausen.

Con las primeras novelas y dramas propiamente geniales llega un análisis del héroe a la antigua, que descompone su afán en impulso de conservación (Hobbes), amor propio (La Rochefoucauld), autoconocimiento (Pascal) y fantasía delirante (Cervantes)3. Spinoza ha insistido en «pensar a los humanos como son, no como quisiéramos que fuesen»; Vico apostilla que «muy pocos querrían vivir en la República platónica»4, y las sociedades mercantiles siguen creciendo en un marco político de absolutismo, que es el heredero concreto de las instituciones feudales. El sistema absolutista constituye a su vez una solución de compromiso, que no tarda en ser desafiada por los neerlandeses, pero el eclipse de los profetae ebionitas y de sus volubles masas se apoya primariamente sobre la movilidad social alcanzada. A despecho de que siga habiendo grandes bolsas de pobreza, las razones para detestar al notable se contraen cualitativamente cuando los plebeyos pueden ascender sin sufrir la doma representada por la milicia o el sacerdocio. Los cauces civiles de promoción, que siglos antes disparaban insurrecciones comunistas, son el principal elemento estabilizador para poblaciones que están pasando del providencialismo servil a economías plenamente monetarias, donde ascender o descender en nivel de vida depende sólo de azares y destrezas.

Por supuesto, dar rienda suelta a la competitividad vulnera las seguridades más sagradas para el apostolado ebionita, que al carecer de una estructura esclavista como punto de apoyo debe situarse en el punto cero, oponiendo al estado concreto de cosas una sociedad que empieza y termina en planificación. La República platónica es un modelo inmortal, pero quien reaparece en el siglo XVI es un vulgarizador como Diodoro Sículo, un griego del siglo I a. C. que en su Biblioteca histórica describe «siete islas felices» pobladas por adoradores del Sol o «heliopolitas», todos ellos hermosos y sanos, miembros de un Estado donde ni el matrimonio ni la propiedad privada existen. Su «Ley Natural», incompatible con las herencias, determina una igualdad tan perfecta que todos mueren voluntariamente a la edad de ciento cincuenta años, en plenitud de facultades físicas y mentales5. En la Antigüedad, cuando el libro de Diodoro competía en difusión con los primeros escritos cristianos, el corrosivo Luciano de Samosata observó que su Ley Natural encanta a quienes, como él mismo, «andan muy fastidiados por tanto como disfrutan los ricos»6.

I. Las primeras utopías

La versión europea más antigua del igualitarismo material como sociedad perfecta aparece en 1515, cuando está gestándose la revolución comunista en Alemania, y es un opúsculo de santo Tomás Moro que edita en forma anónima su amigo Erasmo de Rotterdam, con el subtitulo Libro verdaderamente áureo y tan salvador como juicioso sobre la mejor constitución estatal. La omisión de autoría se explica por las altas responsabilidades políticas del autor, que acaba siendo lord canciller de Inglaterra y es el último mártir católico inglés, decapitado por Enrique VIII cuando se opone a su primer divorcio.

Moro empieza diciendo allí que en la isla Utopía (del griego ou topos, «no lugar») justicia y opulencia se consideran cosas antagónicas, que no hay propiedad particular y que el dinero sólo se usa para sostener un ejército de mercenarios o sobornar a posibles invasores. Su democracia tiene un jefe del Estado vitalicio que eligen dos tipos de representantes («filarcas» y «protofilarcas»), a su vez elegidos cada año, y los temas imprevistos se resuelven consultando al pueblo mediante plebiscitos. Los utópicos concentran sus energías en cubrir las necesidades mínimas de todos, y la preocupación pública es por eso que «nadie pida más de lo necesario». Como los bienes son limitados, aquello que uno tenga en exceso merma las existencias de otro u otros.

Repartir las necesidades es fruto de meticulosos cálculos. Uniformes en atuendo y comida, su tiempo libre se aprovecha en asistir a conferencias científicas, participar en actividades musicales y practicar el ajedrez, ya que los juegos de azar están prohibidos. El orden en materia de espacio, por ejemplo, parte de que «ninguna familia pueda tener ni menos de diez ni más de dieciséis personas», y el económico de una jornada laboral de seis horas los siete días de cada semana, idéntica para todos aunque adaptada al sexo y la edad de cada uno. No hay vacaciones. Cortésmente ajeno al tono del iluminado, Moro se expresa a menudo con humor y guardando una distancia estética, como al terminar el opúsculo: «No puedo adherirme a todo lo que acaba de ser contado sobre la isla de Utopía, pero reconozco que allí ocurren cosas que me gustaría ver imitadas por nuestras sociedades».

Por otra parte, supone que esa jornada laboral es imprescindible para cubrir las «verdaderas necesidades», sin modificar por ello una vida de «frugalidad extrema» para el conjunto, y en este punto no hace gala de humor alguno. En Utopía reinan a la vez lo más novedoso —un 100 por 100 de la población trabajando muy a gusto— y algo tan manido como el ideal de la santa pobreza. Ser el primer magistrado de Inglaterra tras el rey, impuesto en todas las cuestiones de gobierno, no le sugiere en ningún momento el formidable excedente energético derivado de un pleno empleo absoluto. Doscientos años después, Cantillon constata que la mitad de los ingleses apenas trabaja, a pesar de lo cual el país va permitiéndose cada vez más «las cosas superfluas que hacen agradable la vida»7. Como no cabe atribuir la «frugalidad extrema» de los utópicos al efecto de su propia planificación rigurosamente centralizada, y como Moro no podía tampoco ignorar un absentismo muy superior en el siglo XVI, un horario obligatorio de ciento ochenta horas mensuales para todos equivale a una condena moral del ocio; debe evitarse a toda costa el tiempo libre. Su Estado perfecto no parte de un apocalipsis como la Nueva Sión de sus contemporáneos Müntzer y Leyden, pero tiene en común con ella una oposición irreconciliable entre justicia y prosperidad:

«De hecho, me parece […] que donde haya propiedad privada, donde todo se mide con el valor del dinero, no será nunca posible llevar a cabo una política justa con éxito».

1. La prolongación del monasterio. No encontramos una nueva sociedad perfecta hasta La ciudad del Sol (1606), otra isla racional descrita por Tomás Campanella, un eclesiástico que pasó treinta años encarcelado por herejía. Como Moro, Campanella considera nuclear que «nadie tenga más de lo necesario» y que los lujos estén prohibidos, pues la prosperidad de unos implica pobreza para otros. El jerarca máximo de los solarios controla producción y consumo con normas sobre alimentación, ropa y reparto de incumbencias laborales. No hay familias sino una «comunidad femenina» encargada de la función reproductiva, que evita pugnas entre intereses de clan y fomenta desapego hacia las posesiones. Los domicilios se intercambian cada seis meses y la mujer ya no puede elegir fecundador, pero el sentimiento simultáneo de desposesión y comunidad compensa esa pérdida:

«Eran todos ricos y pobres al mismo tiempo; ricos porque todos tenían lo necesario, y pobres porque ninguno poseía nada. Pero no servían a las cosas, sino las cosas a ellos»8.

Marx propondrá controlar la economía, en vez de ser controlados por ella, y Campanella le anticipa también con un tono combativo inexistente en Moro, pues «antes de que lleguemos a plantar y construir es preciso destruir y derribar muchas cosas». Como media casi un siglo entre ambas obras, puede considerarse un eco del progreso técnico que las seis horas diarias de trabajo social obligatorio en Utopía se reduzcan a cuatro en su Heliópolis. Los solarios viven unos doscientos años por término medio, gracias a su regla dietético-gimnástica y la evitación de vicios.

Al comparar los proyectos de Moro y Campanella observamos que el punto de partida y el de llegada es para ambos el régimen monástico donde se formaron. En sus proyectos de comunidades perfectas no aparecen las modificaciones que el tejido económico ha ido experimentando en Europa, y eso «explica la influencia antisocial atribuida a la riqueza»9. Sólo perciben amenaza en el hecho de que la relación voluntaria se haya multiplicado a expensas de la involuntaria —credo, territorio, cuna—, abriendo el horizonte a resultados imprevisibles.

Quizá por ello no volvemos a oír sobre sociedades propiamente utópicas hasta siglo y medio más tarde, en tiempos de Rousseau, cuando ya no hay alegorías expuestas con seriedad y esperanza —al modo de Moro y Campanella—, sino un género de viajes fantásticos a repúblicas carentes de propiedad privada, siempre insulares, donde la edificación moral tiene mucho menos peso que elementos novelescos. Entre ese tipo de literatura y el escueto elenco de textos renacentistas y barrocos sobre comunismo no hay quizá más secuela intermedia que el movimiento inglés de los niveladores o levellers, también conocidos como diggers10. Bajo dicha rúbrica se encuadran manifestaciones muy diversas, algunas afines incluso a una especie de protoliberalismo político, aunque para nuestra historia sólo sea procedente aludir a la rama anticomercial.

2. La sociedad nivelada, el desarrollo a gran escala y el estado del crédito. Los levellers llegan al registro histórico con una ocupación de tierras comunales que ocurre en Surrey hacia 1650, terminada poco después con el desahucio pacífico de los ocupantes. La larga y feroz guerra civil inglesa ha instado la transformación de muchos labrantíos en tierras de pasto para ovejas y reses, los productos agrícolas se han encarecido bruscamente y a la voz de «¿por qué no adviene ahora el reino de los mil años?» algunos líderes de la nivelación reclaman a Cromwell que la muerte del rey sea seguida por un reparto de sus regalías entre los «oprimidos, esclavos, siervos y mendigos.» Gerrard Winstanley sistematiza sus puntos de vista en La ley de la libertad en una plataforma, o la magistratura restaurada (1652), donde leemos:

«¿Son la compra y la venta un honrado derecho natural? No, forman parte de una ley de conquistadores. ¿Cómo puede resultar honesta una patraña? ¿No es acaso habitual que cuando se tiene un caballo malo, una vaca mala o cualquier clase de mala mercancía se lleve al mercado para tratar de engañar a cualquier incauto, y luego reírse abiertamente en sus barbas? Cuando la Humanidad comenzó a comprar y vender perdió su estado de inocencia. Nadie puede ser rico sino mediante el trabajo de los demás»11.

En la sociedad nivelada será obligatorio trabajar duro hasta los cuarenta años, y a partir de entonces el empleo se irá adaptando al envejecimiento. El suministro en general lo verifican «almacenes estatales», y el trabajo asalariado queda prohibido, al igual que cualquier compraventa entre particulares. Walwyn, otro leveller, asegura que «si hubiera comunismo habría menos necesidad de un gobierno, porque no existirían ladrones ni hombres avariciosos»12. Algo posterior, su paralelo francés es el cura de aldea J. Meslier, que prefigura la teología de la liberación en Mi testamento, donde propone abolición de la propiedad privada y trabajo obligatorio universal.

Inglaterra se está acercando a su Revolución Gloriosa, con la victoria de los liberales (whigs) sobre los conservadores (tories), y las tesis de los diggers coinciden con un país que sigue otros caminos. Mejoras en la red de canales y progresos de la construcción naval han abaratado el transporte acuático, multiplicando las relaciones entre las ciudades costeras y las del interior. Hay un consumo en rápido ascenso de azúcar, té, café y tabaco, así como mercados boyantes para queso, mantequilla, cerveza, cereales, carne, cuero y leguminosas. Causan revuelo tejidos venidos de Oriente, y las ciudades provinciales se empiezan a reconstruir a una escala propia de patricios, mientras núcleos de hombres ricos —muy ligados a cierta localidad y a la vez con intereses en todo el país— promueven buenas oportunidades para invertir a corto plazo. La propiedad crece en tamaño, el instrumento hipotecario se prolonga y amplía13.

El desarrollo propiamente dicho no puede sino contradecir aquello que Winstanley llama «un honrado derecho natural», así como los esfuerzos de los niveladores por restaurar el «Estado originario»14. Un siglo más tarde, sin embargo, cuando la revolución industrial haya producido nuevas masas proletarias y despunte el espíritu romántico, su reivindicación de la «sociedad virgen» pasará de nuevo a primer plano. Precisamente entonces, cuando Hume redacta su libro favorito —la Investigación sobre los principios de la moral (1791)— los niveladores son su interlocutor básico para el capítulo dedicado a la justicia:

«Dividamos las posesiones de un modo igualitario, y veremos inmediatamente cómo los distintos grados de arte, esmero y aplicación de cada hombre rompen la igualdad. Y si se pone coto a esas virtudes, reduciremos la sociedad a la más extrema indigencia. En vez de impedir la carestía y la mendicidad de unos pocos, éstas afectarán inevitablemente a todo el cuerpo social. También se precisa la inquisición más rigurosa para vigilar toda desigualdad, tan pronto como aparezca por primera vez, no menos que la más severa jurisdicción para castigarla y enmendarla. Pero tanta autoridad habrá de degenerar pronto en una tiranía, ejercida con graves favoritismos.»

A mediados del siglo XVIII factores antes aislados empiezan a correlacionarse, como muestran estas consideraciones de Hume. Sin embargo, al describir la evolución del pensamiento religioso sobre la propiedad fue imposible describir al mismo tiempo las vicisitudes de la institución crediticia, y llega el momento de suplir ese vacío. Nos habíamos quedado a finales del medievo, donde el hecho de que el préstamo oneroso sólo lo practicasen pecadores-delincuentes produjo un número indeterminable de famélicos y muertos de hambre. Estimulado por leyes que le identificaban como vampiro, el prestamista se cubría en salud negándose a entregar metálico si el prestatario no firmaba haberle vendido tales o cuales bienes, normalmente todos, y cuanto más común fuese la alianza de unos deudores con otros para linchar a su acreedor más se aseguraban una circulación insuficiente de dinero, pues la forma más segura de elevar el interés es prohibirlo15.

Pero esta situación empieza a cambiar con un prestamista adaptado al desarrollo material, que apuesta por el buen fin de cada empresa y quebraría si su negocio dependiese de ejecutar embargos. El tejido económico ha hecho que un campo sostenido antes por anónimos «sirios, lombardos y judíos» incumba a familias de ilustres plebeyos como los Buonsignori, los Medici, los Welser, los Fugger, los Grimaldi, los Hope o los Barings, que partiendo de algún fundador genial alcanzan y pierden en pocas décadas el cenit de su influencia. Aunque Europa no pueda estar más lejos de una unidad política o siquiera religiosa, los negocios de esas dinastías empresariales la cubren de parte a parte, tendiendo relaciones que acercan de modo invisible a su población. El hecho ya permanente es que cuando una empresa parece rentable, o se trata de una persona con cuya palabra basta, ha dejado de ser un obstáculo la cantidad a desembolsar.

Por lo demás, el derecho canónico sigue rechazando cualquier cobro de intereses, y la mercantilización alterna avances con retrocesos. En Inglaterra, que recorre a su manera lo anticipado por las ciudades italianas y flamencas, una legislación errática sólo se consolida en 1571 al establecer un límite del 10 por 100 anual16, aunque el baldón de usura determina que lo pactado no pueda reclamarse judicialmente. En los demás países, y en la propia Inglaterra, que el crédito sea en algunos lugares y momentos una operación de mercado negro sigue suponiendo para ambas partes los riesgos de algo no por clandestino menos evitable. En Francia, por ejemplo, cualquier interés superior al 6 por 100 siguió siendo usurario hasta el 12 de octubre de 1789, tres meses después de estallar la Revolución.

II. Nuevos retos para el pueblo paria

Un noble veneciano observa en 1519 que «personas de todo rango acudían tan furtivamente a la casa de empeño como a una de mala nota […] porque los judíos son tan necesarios como los panaderos»17. Supongamos que un grupo de católicos gallegos y otro de protestantes galeses emigran a América, y preguntémonos qué probabilidad hay de que dos milenios más tarde sigan siendo allí lo que fueron en origen, en vez de canadienses, colombianos, argentinos, etcétera. Si los judíos dispusieran de una morfología diferencial, y si hubiesen observado en el ínterin una rigurosa endogamia, la persistencia de su identidad no desafiaría tanto lo probable, pero nunca tuvieron el apoyo de parecer una raza distinta ni dejaron de practicar la exogamia.

A esa identidad supratemporal y supraespacial corresponde también un persistente don para manejar con eficacia el dinero, que era ya un lugar común en el siglo iv a. C., cuando Alejandro Magno les cedió un sector de la recién fundada Alejandría. Su aptitud para ganarse la confianza de socios y clientes, núcleo de lo excepcional, sugiere hogares que son capaces de formar a indefinidas generaciones en el hábito de cumplir cada pacto. Tal costumbre puede atribuirse a honradez, aunque parece más realista fundarla en el interés bien entendido. El estafador y el moroso, a despecho de algún éxito transitorio, no tienen en la esfera de los negocios otro futuro probable que el de arruinarse.

1. Del medievo a la modernidad. Las comunidades judías desaparecen en Europa del registro histórico entre el siglo IV y el XI, salvando dos o tres menciones a cierto judío que resulta ser contable o embajador de monarcas carolingios. Hacia 1080 aparece quizá la primera mención a un grupo de ellos, cuando Guillermo el Conquistador les encomiende organizar el cobro de las cuotas feudales y conceder préstamos a la nobleza normanda en su nuevo dominio de Inglaterra18. A lo largo de los Siglos Oscuros, donde el dinero desaparece o existe sólo como joya, las familias judías sobreviven formando a cada hijo para que sea útil al señorío de cada lugar, mientras sus rabinos compilan ingentes repertorios de sentencias sobre los mínimos detalles de la vida cotidiana y su relación con la Ley.

Otras confesiones ligadas a un Libro se muestran hostiles o al menos desconfiadas ante el resto de los libros —oponiendo a la limitada racionalidad mundana las luces ilimitadas de su revelación—, mientras ellos aspiran a saber de todo para cumplir mejor sus deberes religiosos y profesionales. En el siglo XII uno de los discípulos de Abelardo observa:

«Por pobre que sea, si un judío tiene diez hijos tratará de que todos se instruyan, no tanto para ganar posición como hacen los cristianos sino para entender la ley divina, y no sólo sus hijos sino sus hijas»19.

Podemos negar de plano que esto fuese una regla observada en general por los cabezas de familia judíos, siquiera sea para no seguir desafiando el cálculo de probabilidades; pero no que el judaísmo legalista —en contraste con la vena profética asumida por sus celotes— aspira a un racionalismo sui generis, que a cambio de aceptar las arbitrariedades de su Ley sobre el prepucio, la levadura o la grasa quiere también residir en este mundo con todos los sentidos abiertos, y se prohíben técnicas ascéticas de mortificación para producir estados crepusculares de conciencia como los del místico. Las críticas de Maimónides (1135-204) al milenarismo apocalíptico indican que durante la fase de oscurecimiento y miseria hubo recurrencias de dicha actitud, aunque no llegaron a hacerse hegemónicas.

Los grupos judíos aprovechan el desarrollo de los burgos comerciales para pasar a vivir en ghettos a menudo amurallados, menos expuestos a estallidos de furia fanática o pogroms de simple saqueo, donde su capacidad de ahorro no tarda en hacerles imprescindibles para un círculo más amplio que los monarcas y señores feudales. Ser discretos hasta lo legendario, sin proferir una palabra de más, les hace especialmente idóneos para administrar patrimonios mixtos, basados en bienes y derechos sobre ellas. A su inventiva puede atribuirse la idea de formar entramados de sociedades-trust donde una o varias familias gestionan negocios aparentemente autónomos, controlados desde una tercera y clandestina entidad que no sufre el desgaste mecánico de las ostensibles.

Su territorio seguro es desde hace siglos la Península Ibérica, donde aparecen como médicos, traductores, comerciantes y tesoreros de Castilla hasta la muerte de Pedro el Justiciero (o Cruel) en 1369. Las posteriores dificultades, que comienzan con la dinastía de Trastamara, son un reflejo de su propia fuerza política y social. Hay tantos, tan bien situados y en algunos casos tan patriotas que en el siglo XV se producen conversiones masivas, un fenómeno sin precedentes del cual parte una transformación en el sentido del antisemitismo. Hasta entonces descansaba sobre fundamentos religiosos, y a partir de ahora se hace racial20, dentro de un clima progresivamente enrarecido por los propios «cristianos nuevos», algunos sinceros y otros no (Torquemada condenará a unos trece mil «marranos» por ese concepto), que acaba desembocando en nuevas discriminaciones, masacres como la de Lisboa y finalmente la expulsión.

2. La última diáspora. El mundo mercantil que se está abriendo camino es en principio una bendición, al redescubrir el tipo de actitud frugal y previsora que las familias judías enseñan. Pero el asunto es en la práctica mucho más áspero, porque la incorporación del cristiano a la vida empresarial —y en particular al crédito— encuentra en sus prestamistas y hombres de negocios una competencia sobremanera incómoda, casi siempre capaz de ofrecer en cada país dinero menos caro, y apoyada sobre una clientela fiel por eso mismo21. Su pretensión de sumarse al elenco de comerciantes y otros profesionales tropieza con barreras gremialistas justificadas por el trasfondo religioso (¿cómo contratar con los verdugos de Cristo?), y el destierro de España (1492) y Portugal (1497) culmina un proceso catastrófico iniciado bastante antes en Alemania e Italia22, cuyo reflejo popular es la leyenda del judío errante23.

Llega entonces una época no tanto de persecución como de miseria, donde quizá por primera vez en mil años gran parte de ellos son más pobres que el más humilde de los campesinos. Francia e Inglaterra, países secularmente hostiles —de los cuales se huía a la menor oportunidad para evitar linchamientos y expropiaciones sistemáticas—, son los únicos donde la exigencia de conversión no resulta perentoria, y el horizonte de catástrofe funciona como abono para la vena ascético-apocalíptica reprimida hasta entonces. Aparece el misticismo cabalístico24, junto con una ansiosa espera de su Mesías que acaba produciendo al lamentable Shabbetai Zevi, alguien aclamado por todas las comunidades de Europa, Asia Menor y África que cierto día se convierte al islam por simple pusilanimidad, sin haber sido objeto de amenaza grave.

Dentro del general empeoramiento sólo hay dos noticias alentadoras. Una es que los turcos se han apoderado en 1453 de Bizancio, cuyos confines resultaban sencillamente letales para el judío. La otra es que los Países Bajos insisten en tener libertad de conciencia. Aunque el sur de esa zona acabe sucumbiendo al terror católico, en el norte los tercios españoles son incapaces de doblegar a Holanda y otros seis territorios —las Provincias—, que construyen un oasis para la libertad religiosa. El pueblo paria puede elegir entre un gran imperio, donde el islam no atraviesa una fase singularmente integrista, y un país minúsculo de clima endiablado pero abierto como ninguno a que el diligente prospere por medios pacíficos.

Es precisamente en Turquía donde acaba apareciendo El látigo de Judá, una obra del malagueño Salomón Verga (c. 1450-1525) que no por victimismo sino para apoyar un autoanálisis crítico describe 64 persecuciones padecidas por los judíos. Buena parte de ellas parten a su juicio de ignorar «la ciencia política y la militar», algo que les condena a ir «desnudos» por el mundo. Además, imitan a los cristianos con su fe en supersticiones y leyendas, añadiendo a eso la altivez:

«No he conocido a ningún hombre razonable que odie a los judíos […] Pero el judío es arrogante y siempre quiere dominar. A juzgar por sus actos y palabras no seríamos un pueblo de exilados y esclavos, sometidos por un pueblo u otro. Más bien intenta presentarse como amo y señor. De ahí que las masas le odien»25.

Antes del decreto de expulsión, sefarditas españoles y portugueses han sobresalido en todas las ramas del conocimiento y la técnica. Son el único puente entre la cultura árabe y la latina, y los inicios del tráfico a larga distancia les han permitido también incorporarse a la financiación industrial. Para los más fieles a sus tradiciones, que son unos cien mil26, abandonar el territorio donde llevan más de mil años es un desastre que seguirá siendo motivo de duelo hasta hoy. Para quien les expulsa el efecto es más irreparable si cabe, porque los exilados reconstruyen su vida en otros países, mientras España y Portugal se verán obligados a asumir un puesto de superpotencias sin el concurso de esa elite intelectual y mercantil.

El apego de quizá otros tantos por su Sefarad les lleva a aceptar el bautismo, pero topan con una tenaz caza de judaizantes a lo largo del siglo XVI y el XVII. Un polígrafo como José de la Vega —poeta, filósofo y autor del primer libro sobre la Bolsa— desciende del converso cordobés Isaac, que en 1650 abandona calabozos inquisitoriales para instalarse en Amberes; José, que ha nacido ya fuera de España, vive en Ámsterdam y atestigua su aprecio por la tierra ancestral escribiendo en un brillante castellano27. Prescindiendo de esta nostalgia, los sefarditas se desempeñan bien en el Imperio otomano (donde algunos llegan a ocupar importantes cargos públicos) y en los Países Bajos. Mucho más dura es la suerte de sus hermanos ashkenazim, que siglos antes emigraron de Renania y el norte francés para refugiarse en Europa oriental. Ahora imitan a los exilados de Sefarad, aunque llegan en gran número y casi siempre paupérrimos.

Por lo demás, ambos han nacido en hogares donde conocimiento y fiabilidad se valoran notablemente, un buen principio para salir adelante en todo tipo de oficios. A las comunidades judías les interesa también cualquier ampliación o consolidación de los derechos de propiedad, cara de una moneda cuya cruz es progreso de las libertades civiles, y ya en 1500 el rabino Abraham Farissol bromea: «Si el dinero debiera prestarse sin interés a quienes lo precisan, justo será regalar también casa, caballo y empleo»28. Un sefardita de Ámsterdam va a ser el gran teórico de la democracia moderna, y préstamos de sus magnates sufragan la resistencia del Continente al absolutismo, torpedeando primero los planes de Felipe II y luego los de Luis IV. Pero volvamos a procesos más impersonales.

III. La lógica del descubrimiento

El mayor héroe cívico desde el notario es el industrial, que quiere hacer algo nuevo —o encontrar nuevos modos de elaborar lo antiguo— para vivir desahogadamente de sus «venturas». La exigua minoría que se dedicaba ya antes al arte y a las ciencias era empresarial, sabiéndolo o no, y el hallazgo como acto rentable por definición llega cuando el círculo de inventores penetra en todas las ramas del comercio. No fue entonces difícil admitir un lucro desorbitado para la pauta ebionita, porque el descubrimiento amplía la capacidad de todos y puede considerarse un beneficio general. A diferencia de los gremios, centrados en las coacciones inherentes a una posición de privilegio, el industrial renuncia no sólo a ella sino al socorro en malos tiempos. Como observó Schumpeter, exponerse al fracaso con tanto denuedo le acredita para disfrutar sin restricciones del eventual éxito.

Con la actividad inventiva se consolidaba también una ambición social por naturaleza capaz de ayudar a otros y complacerles, que tiende sin esfuerzo puentes entre lo público y lo privado. Ningún jerarca declaró que los hombres se debiesen precisamente «industria» unos a otros, pero es esto lo que va imponiéndose con el tipo de patrimonio aparejado a los cambios. La riqueza de los industriales es pasajera y difusiva, la preindustrial se funda en un ascendiente perenne y exclusivo sobre el prójimo. Si el desahogo del empresario se sostiene pagando toda suerte de servicios, el del señor empieza y termina antes de llegar a la esfera dineraria, intentando evitar la ociosidad de sus esclavos y dependientes. Uno explota conocimientos y el otro explota privilegios.

Portavoz del viejo orden, Hobbes observa en 1650 que «la riqueza es poder cuando va unida a liberalidad, porque procura amigos y servidores. Sin liberalidad no lo es, porque en vez de proteger expone a las asechanzas de la envidia»29. Se expresa como un senador romano o un magnate feudal, cuando a su alrededor progresa una turbulencia comparable con la equiparación jurídica entre patricios, clientes y plebeyos, sólo que ahora no hay esclavos. La estratificación que acompaña al crecimiento añade a las condiciones antiguas (dependencia, extranjería, credo) un componente cada vez más poderoso de suerte y habilidad.

1. Tenderos y aventureros. Al industrial le interesa el paso catastrófico por definición para el autoritarismo productivo, que es un mercado donde el consumidor sea soberano; y al consumidor le interesa suprimir cualquier prebenda opuesta a la autonomía de su voluntad como adquirente. Entre uno y otro sólo se interpone ahora el proceso de endeudamiento de los reyes, que es la otra cara del Estado nacional y les ha llevado a vivir de vender todo tipo de franquicias profesionales. Dicho régimen desemboca en monopolios de mayor o menor entidad, amparados por «patentes» del monarca que otorgan exclusivas tanto a grupos de artesanos como a individuos singulares. En Francia —el país más afecto a esta corruptela— la regencia de Richelieu (1585-1642) suprime unos cien mil «oficios» amparados por patente mientras se ponen a la venta otros tantos «empleos públicos», que pueden comprarse exentos de impuestos y con otros privilegios30.

El acuerdo entre industriales y consumidores habría resultado quimérico en cualquier época previa, y aunque la salud del crédito allana su camino es instructivo seguir los obstáculos que empieza encontrando. Véase, por ejemplo, el caso de la Society of Merchant Adventures, también llamada Merchant Adventurers, que se funda a mediados del siglo xiv y subsiste hasta principios del XIX31. En 1571 la hallamos acosada por presiones gremiales, y obligada a presentar el siguiente pliego de descargo al Parlamento:

«Segunda objeción. El precio de los artículos aumenta, siendo más caros en Bristol que en ningún otro lugar de Inglaterra. Respuesta. El precio de los artículos importados por nosotros es inferior en Bristol al de Londres, como prueban los vigentes en el gran almacén que acabamos de abrir allí, donde a despecho de pagar su transporte obtenemos un beneficio superior al que habríamos obtenido aquí, siendo esos artículos tanto mejores como más baratos que en cualquier otro punto de Inglaterra.
Tercera objeción. Nuestra flota ha mermado. Respuesta. Nuestra flota no puede haber mermado desde el último Parlamento sino todo lo contrario, pues hemos construido diez navíos, comprado varios más y asegurado el mantenimiento del resto. Aunque perdimos algunos, en parte por el embargo de España, tenemos el doble que al confirmar nuestra patente, como bien sabe nuestro Vicealmirante.
Cuarta objeción. Los derechos de aduana han mermado. Respuesta. Han crecido grandemente, según demuestra la copia exhibida de los libros aduaneros.
Quinta objeción. Los artesanos pobres no tienen tanto trabajo como podrían tener. Respuesta. En los dos últimos años y gracias a nosotros han llegado 400 cargamentos adicionales de tejido, que dan más trabajo a los artesanos pobres.
Los minoristas ricos no cesan de devorar a los más pobres, así como a los importadores que están obligados a venderles solo a ellos. Su incompetencia (unskilfulness) comercial degrada por fuerza la provisión inglesa de bienes, y cuantas más mercaderías controlen más caras resultarán. Lesivo es para quien aprendió durante siete u ocho años a traficar que su vida sea acosada por quienes ignoran dicho arte, cuyo ejercicio requiere más pericia de lo que habitualmente se supone.

Pero ningún minorista ha construido una sola nave, y un solo comerciante humilde ha soportado más pérdidas por servir al Príncipe que todos los tenderos de Bristol. Todos los beneficios hechos por la ciudadanía de Bristol —como la construcción de hospitales, regalos de dinero para vestuario y otras medidas destinadas al pobre— son obra de comerciantes exclusivamente, jamás de minoristas o de cualquier otra ciencia»32.

Los abogados de Merchant Adventurers habrían podido defender con idénticos argumentos a compañías de toda Europa, acosadas igualmente por gremios artesanales convertidos en sindicatos de minoristas. A diferencia del tendero (retailer), el comerciante no tiene su familiaridad con el consumidor ni una densa red de expendedurías; pero ante todo no tiene privilegios ni representantes en el Parlamento, y el hecho de que retailers y merchants sean actividades rigurosamente complementarias no cambia que los sindicados aspiren a reinar sobre los autónomos. El gremio es independiente hasta de lo que piensen uno a uno sus miembros, y desde el primer alzamiento urbano registrado —el de Cambrai (1075)— discrimina al que tenga menos arraigo, amparándose para ello en estar defendiendo lo «seguro» frente a lo «incierto». Andando el tiempo sus estatutos incluirán como derecho indudable el de oponerse a «reventadores de precios».

Con todo, estas pretensiones van perdiendo capacidad de convocatoria, y apoyo institucional, en un campo progresivamente ligado al manejo de la incertidumbre, donde capital y empleo penden mucho más de innovar que de controlar. En 1571 resulta ya imposible negarlo, y los Merchants rematan su alegato aludiendo a méritos demostrados con obras de beneficencia y servicios al Príncipe. Las Objeciones que se les han opuesto son tan estereotipadas como corresponde a algo reiterado sin cambio desde hace siglos, y tan sencillas de refutar como exhibiendo una copia del libro de aduanas o consultando al Almirantazgo. Lo más llamativo ahora es la discriminación entre asociaciones: unas pueden ser acusadas de elevar los precios y mermar los recursos, por otras que viven precisamente de hacer eso mismo.

En efecto, ambas renuncian abiertamente a poner en práctica su capacidad de abastecer a los mercados, sin detenerse ante la destrucción sistemática de cosechas o stocks de manufacturas para ajustar los precios a sus conveniencias. Pero los artesanos-tenderos invocan la protección del Estado para algo que en realidad es cada vez más anacrónico, pues implica a fin de cuentas negar un proceso donde el simple crecimiento está pasando a ser desarrollo, transformación cualitativa. A largo plazo, su afán «por regular las cantidades de productos industriales tropieza con la gran industria, que significará al fin de los gremios»33.

IV. La corporación mercantil

Hasta principios del siglo XVII, los miembros de cualquier compañía no sólo pueden perder el negocio sino todo su patrimonio. Sigue vigente la responsabilidad común e ilimitada de cada uno, y quien haga negocios arriesgará tanto menos cuanto más evite asociarse, algo que en la Roma republicana e imperial abortó la creación de indefinidas empresas. Esta normativa parece ahora un freno arbitrario a la acumulación de recursos materiales y humanos, y la common law inglesa se adelanta al resto de las legislaciones diseñando una asociación donde «si algo se debe al grupo no se debe a los individuos, ni los individuos deben lo que el grupo debe»34.

Ese estatuto de «cuerpo social» (corporation) es lo que obtiene la Compañía de las Indias Orientales (1600), primer negocio donde los socios sólo pueden perder el capital aportado. Aunque la sociedad por acciones sea todavía algo unido al favor, que exige una autorización discrecional de la Corona, se incorporan a ese régimen empresas preexistentes —la Muscovy Company y la Levant Company— o su mucho más importante análogo holandés. Como la letra de cambio, que reduce la inseguridad sin aminorar la fluidez y cuantía de las operaciones, la corporación mercantil estimula vigorosamente la inversión. Ahora es posible aunar fuerzas con otros sin arriesgar más allá de cierta apuesta, y sin admitir a priori un límite de la ganancia.

Dos años después de que la East India Company obtenga sus cartas credenciales, Holanda otorga las suyas a una empresa del mismo nombre, la Vereenigde Oost-Indischen Compagnie (V. O. C.), que a despecho de fundarse en un país minúsculo comparado con Inglaterra nace con un capital social diez veces superior35. Medio siglo más tarde tiene en nómina a unos ciento cincuenta mil empleados, que articulan un tráfico sostenido materialmente por ocho mil marinos profesionales y más de doscientos cruceros. En años buenos, como el bienio 1657-1658, traslada a Extremo Oriente el doble de las rentas percibidas por la Hacienda española durante el mismo periodo, recuperando esos desembolsos con un dividendo medio algo inferior al 4 por 100. Si no reparte mucho más es porque algunos grandes patricios de Ámsterdam —como los Hope o los Neuville— copan de un modo u otro la adquisición y distribución de sus importaciones, cosa sin duda perjudicial para los accionistas aunque tolerada en un territorio donde la mayoría obtiene ingresos superiores al alza en el coste de la vida.

1. Una multiplicación del efectivo. El primer brote mundial de dinero muy barato y sin adulteración llega con la edad de oro genovesa —entre 1550 y 1620 aproximadamente—, cuando los Grimaldi, los Spinola, los Doria y unas pocas familias más sustituyen a los arruinados banqueros alemanes en «el crucial servicio de hacer que las rentas fiscales y la plata americana pasen de ingresos irregulares a ingresos regulares para el rey de España»36. Esos asentistas, como se les llama en Madrid, logran dicha proeza hasta que Felipe II intente estafarles. Aunque Venecia sigue obstinada en obtener el tradicional 20 por 100, y acelera su decadencia, los financieros genoveses mueven sus activos con una rebaja que de paso controla a los competidores del momento, situando el interés del dinero en una franja que fluctúa del 2 al 3 por 100. Emprender ha dejado de ser caro.

Para entonces los astilleros de Ámsterdam y Rotterdam han botado naves capaces de trasladar en cualquier dirección unas seiscientas mil toneladas métricas37; el resto de Europa tiene una flota equiparable a otro tanto o poco más, y el resultado es un medio donde las ferias acontecen a diario, por no decir que algunas ciudades son una sola y enorme feria, abierta noche y día. Amberes, una de las más florecientes hasta ser tomada por mercenarios al servicio de España, erige en su puerto una estatua a Mercurio —patrono de los mercaderes— y hace justicia a las alas que ese dios tiene en la cabeza y los pies. La gestión que demandaba años o lustros estando vigente la Paz de Dios ocurre allí en semanas o meses, a velocidad mercurial.

El comercio tiene masa crítica suficiente para disparar reacciones en cadena, que al ser irreversibles barren los residuos de economía doméstica e imponen al sistema «hacerse analíticamente consciente de sí»38. Gremios y consorcios se esfuerzan por mantener e incrementar sus monopolios, aunque los precios derivan de cambios mucho más sutiles en el medio, donde lo esencial son «promesas, realidad diferida»39. El banquero confía en hombres de negocios y ellos confían en el banco, aceptando que puedan prestarse varias veces las mismas sumas antes de haber restituido el primer prestatario. Su fundamento es la evidencia puramente empírica de que, si no media alarma, sólo unos pocos vacían cada día su depósito.

2. Los bancos de inversión. Cinco años después de la V. O. C. aparece el Banco de Ámsterdam (1609), que ya no es una caja de monedas y joyas sino el domicilio para ingresos y pagos de una clientela empresarial. Como sus operaciones consisten básicamente en transferencias de cuenta a cuenta —y tiene unos dos mil depositantes— ofrece ante todo fiabilidad y puede cobrar a sus clientes en vez de pagarles intereses, inventando la comisión bancaria40. Se ofrece también para verificar la ley de cada divisa (detectando porcentajes de adulteración y posibles «aligerados»), y emite recibos por el valor de cada depósito que para el depositario resultan negociables. Sus líneas de crédito —una práctica imitada enseguida por bancos de Rotterdam, Maastrich y La Haya— ofrecen al 5 por 100 un «papel» que dinamita la equivalencia entre valores depositados y títulos emitidos a cuenta suya. Las cecas de acuñación —que durante todo el medievo han sido monopolios de reyes, obispos y otros magnates— han dejado de ser el origen único de efectivo, y los primeros analistas económicos piensan como sir William Petty, uno de los más ilustres:

«Pregunta: ¿Qué remedio hay si tenemos demasiado poco dinero? Respuesta: Debemos crear (erect) un Banco»41.

En efecto, el dinero bancario se desplaza de modo más rápido y seguro, permite compensaciones automáticas y potencia la moneda preexistente42. Prestando aquello que recibe en depósito el nuevo banco acelera los negocios y reduce el tipo de interés, al mismo tiempo que permite a los clientes mantener activas sus reservas. Por otra parte, la velocidad con la cual circula ahora el dinero invita a creer en portentos como la generación espontánea y la plurilocación —estar al tiempo en varios lugares—, evocando discursos sobre la «magia» y el «misterio» del crédito que en manos inescrupulosas acaban introduciendo hallazgos catastróficos, como la Banque Royale que el escocés John Law le vende al exhausto Tesoro francés. «Una mayor velocidad en la circulación de dinero equivale hasta cierto punto a un incremento del efectivo»43, si bien el hasta cierto punto tiende más a omitirse que a destacarse.

El hecho de que sea posible disponer varias veces del mismo activo44 es, sin embargo, un corolario del desarrollo mercantil. En una economía de trueque simple, donde se intercambian ciertas mercancías por otras, ningún aumento en la velocidad de intercambio eleva lo más mínimo el número de bienes, y que no suceda lo mismo con el dinero sólo puede explicarse por su peculiar naturaleza:

«No hay ningún caso en el cual un título sobre una cosa pueda servir al mismo fin que la cosa misma: no se puede montar un derecho sobre un caballo, pero se puede pagar con un derecho sobre dinero. Esto es una razón de peso para llamar dinero a lo que es propiamente un título sobre dinero legal, siempre que ese título sirva como medio de pago […] Si los instrumentos de crédito, o algunos de ellos, penetran en el sistema monetario es porque el dinero constituye un instrumento de crédito, un título sobre el único medio de pago realmente último, que son los bienes de consumo»45.

Pero a finales del XVII, cuando esta movilización empieza a generalizarse, no está para nada claro cómo podrían los gobiernos animar situaciones de enfriamiento o enfriar las recalentadas. Ni siquiera lo está entender la maldición del legendario rey Midas, que convirtiendo en oro todo cuanto tocaba se condenó a morir de hambre. Precisamente venerar el metálico caracteriza a la llamada escuela mercantilista, un movimiento doctrinalmente difuso que sólo tiene en común propugnar el atesoramiento del oro y la plata. Como Midas, no puede ser más ajena a una riqueza medida por bienes de consumo, libertades y conocimientos.

El hallazgo de los financieros holandeses promueve en otros países una creación de bancos emisores, cuya primera manifestación es el de Inglaterra. Junto a sus ventajas, estas instituciones introducen también una nueva gama de riesgos, empezando por el hecho de que fabricar moneda y billetes resulta más cómodo para el Estado y más peligroso para los particulares. Los jerarcas, que obtenían sus recursos aumentando la presión fiscal o endeudándose con prestamistas particulares, pueden especular ahora con el dinero público. Algunas iniciativas del Banco de Inglaterra se ligan a brotes inflacionarios, y el Parlamento adopta sucesivas leyes antiburbuja (Bubble Acts) que son las primeras reacciones ante la vertiginosa complejidad que está alcanzando el mundo económico.

 

NOTAS

1 - Vico, Scienza nuova 1725, 132-133. Este párrafo de Vico anticipa la mano invisible de Smith, la hegeliana astucia de la razón y el proceso sublimador en Freud; cf. Hirschman, 1990, p. 17.

2 - Tocqueville 1984, p. 185.

3 - Sobre la demolición del héroe consumada por el Barroco, cf. Bénichou 1948, p. 155-80.

4 - Scienza nuova, 131.

5 - Bibl. hist., II 55-60.

6 - Luciano, en Cohn 1970, p. 188.

7 - Essai I, 16, 2.

8 - Campanella, en Fetscher 1977, p. 47.

9 - Durkheim 1982, p. 128.

10 - En el sentido de los que cavan (dig) de un modo u otro, empezando por el arado. Sus representantes rurales empiezan arando y sembrando terrenos no propios.

11 - En Fetscher 1977, p. 54.

12 - Ibíd., p. 51.

13 - Cf. Plumb 1967, p. 3-8.

14 - Winstanley, en Cohn 1970, p. 288.

15 - Su precio crece «en consideración al riesgo y peligro que lleva consigo evadir la ley»; Smith 1982, p. 93.

16 - Cf. Spiegel 1977, p. 107.

17 - Cf. Braudel 1992, vol. II, p. 563.

18 - Cf. Shahak 2002, p. 153.

19 - Cf. Johnson 1988, p. 193.

20 - Cf. Johnson 1988, p. 224. Leonor de Guzmán, esposa de Enrique II, es judía de ascendencia, como la madre de Montaigne o el obispo de Burgos, Pablo de Santa María, por no mencionar al gran inquisidor Torquemada.

21 - Ibíd, p. 216.

22 - Los hitos son Viena y Linz (1421), Colonia (1424), Augsburgo (1439), Baviera (1442), Moravia (1425), Perugia (1485), Vicenza (1486), Parma (1488), Milán y Lucca (1489) y finalmente Florencia (1494), donde han sido protegidos por los Medici pero no sobreviven a su caída.

23 - Cierto individuo muy arrepentido, condenado a vagar sin poder morir hasta la Segunda Venida por haber golpeado a Jesús durante su via dolorosa. El obispo de Schleswig atestiguó haberle visto personalmente en 1524, mientras rezaba en una iglesia de Hamburgo.

24 - La rama principal de la Cábala, fundada por el rabino Isaac Luria (1538-1572), sostiene que de una insondable causa primera emanan deidades presididas por el Padre y la Madre, cuyos hijos se cruzan y recruzan acosados por las maquinaciones de Satán. El resultado es una prolija novela cosmológica, afín a la gnosis helenística y al sistema de Mani.

25 - Verga, en Encyclopaedia Judaica, vol. 8, p. 1204-1205.

26 - Cf. Johnson 1988, p. 229.

27 - Véase la introducción de Anes a De la Vega 1688 (1986).

28 - En Johnson 1988, p. 248.

29 - Hobbes 1979, p. 189.

30 - Cf. Tocqueville 1982, vol. I, p. 130.

31 - Sólo desaparece con la toma de Hamburgo por Napoleón (1809). Desde 1611 se ha mudado allí, para evitar las obstrucciones halladas en su propio país; cf. Braudel 1992, vol. II, p. 448. Los adventurers tenían un código de costumbres tan exigente con el decoro como los negociantes hanseáticos, sus rivales.

32 - Páginas 54-55 del alegato; cf. bris.ac.uk/Dept/History/1571parliament.

33 - Menger 1997, p. 276.

34 - Cf. Encyclopaedia Britannica, Macropaedia, voz «Corporation».

35 - 6.500.000 florines, equivalentes a 64 toneladas de oro; cf. Braudel 1992, vol. III, p. 224.

36 - Braudel 1992, vol. III, p. 165. Subrayado suyo. En efecto, los tercios cobran mensualmente —y en oro, no en plata—, y de demorar ese pago se siguen consecuencias tan temibles como el saco de Roma.

37 - Ibíd, p. 190.

38 - Schumpeter 1995, p. 368.

39 - Braudel 1992, vol. I, p. 476.

40 - Cf. Schama 1997, p. 345-346.

41 - Quantulumcumque Concerning Money (1682), Cuestión 26.

42 - Un ejemplo extremo ofrece el sefardita Isaac de Pinto en su Tratado sobre la circulación y el crédito (1761), recordando cómo pagó a su guarnición cierta ciudad sitiada. «Alguien pensó pedir prestado a las cantinas su efectivo, que eran 7.000 florines. Al terminar la semana esa suma había regresado a las cantinas y volvió a prestarse. Esto se reiteró otras seis semanas, hasta la rendición, con lo cual 7 se convirtió en 49»; Pinto en Braudel 1992, vol. I, p. 468.

43 - Cantillon 1755, II, 6, 6.

44 - Una exposición polémica del mecanismo ofrece Mises 1995, cap. XX.

45 - Schumpeter 1995, p. 371.

 




 

© Antonio Escohotado 2008
LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO
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