LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

De cómo el cristianismo
dejó de ser pobrista

 

17

Católicos, protestantes y puritanos

«El Evangelio es una ley espiritual que no puede usarse para gobernar […] Nos enseña a ser desprendidos en general con nuestras posesiones, pero quien me haga objeto de violencia está queriendo apoderarse de lo que es mío.»

M. Lutero1.

Ni las revoluciones ni la peste impiden, con todo, que espíritus como el de Maquiavelo o el de Leonardo rasguen el cuadro de patetismo enfático e irrumpa el Renacimiento. El hombre siente que debe de acumular ciencia y técnica, planteándose ajustes prácticos en vez de limitarse al cuadro pueril donde la intemperie sólo existe como reducto de la imprevisión, que unas veces suplica misericordia divina y otras exige lo ajeno. Aceptar el rigor natural de la vida llama a trasladarla de la vehemencia al sentido común y la ingeniería —donde duermen tantas cosas confortables—, y la época se siente renacer porque al asumir lo amargo de la naturaleza se hace acreedora también a sus dulzuras.

El doctor Fausto, dispuesto a vender su alma a Mefistófeles con tal de enamorar a la encantadora Margarita, retoma el tema del hombre-dios sin pasar por la peripecia de un neurótico que estafa a algún crédulo, como mandaba hasta entonces la tradición de profetae; su crédito le viene de ser un urbanita elocuente e instruido, incapaz —aunque sea por mera educación— de venderle milagros al prójimo. Su tiempo ha descubierto la larga tradición previa al cristianismo, y en 1452 —coincidiendo con la toma de Tabor— un noble italiano, joven y sabio, compone un canto al ser humano donde le declara «su propio y libre creador, encargado de darse la forma que crea óptima»2. El renacido no se pregunta cuándo llegará el Día del Juicio, sino qué hacer por uno mismo y los demás en el indefinido entretanto. Lo único obvio es que tiene ante sí una perspectiva de más y más cambios.

I. Una transformación invisible

Se cuenta que hacia 1400 el conde de Warwick sostenía a unos treinta mil clientes, instados lógicamente a la bulimia del gorrón. A ellos sumaba dispendios personales en leña como los del duque de Osuna, que mantenía encendidas cotidianamente miles de chimeneas por si él o algún invitado llegaban de improviso a alguno de sus muchos castillos. Sabemos también que incluso manteniendo los hogares arrebatados por un fuego muy vivo de grandes troncos, el tamaño de las estancias —y su deficiente aislamiento— hacía inevitable que el agua se helase a veces en la mesa, como cuenta una princesa de Francia3. El precio de la leña en 1400 había multiplicado por diez o veinte el de ese mismo artículo en 800, y las estancias a calentar seguían siendo iguales o mayores.

Los hombres de negocios que solventan la liquidez de personajes como Osuna o Warwick han partido de nada, pero no están obligados a la ostentación. Su ventaja es un patrimonio no agarrotado, cuando el de sus señores empezó siendo propiedad no enajenable y arrastra aún trabas procesales y tabúes ligados al feudalismo. Precisamente ahora, cuando sus feudos empiezan a poder venderse, se pone de relieve hasta qué punto el equilibrio medieval fue una función de recelos mutuos, el reino de una desconfianza maquillada como Paz de Dios. Quien quisiera pedir más tributo a sus siervos, o proteger menos a sus dependientes, arriesgaba una alianza de esos inferiores con algún otro amo, e incluso algún motín. Lo mismo esperaba a los dependientes si conspiraban contra su deber de sumisión, pues quizá acabaran sometidos a un amo más severo.

Con el desarrollo económico, que es en sí confianza, los lazos personales de subordinación pasan a ser prescindibles. Un grupo de señores venidos a menos, y un porcentaje muy superior de siervos venidos a más, refuerza la minoría de maestros artesanales y mercaderes hasta formar un estrato de gentes con patrimonio variable, interesadas en correlacionar capacidad adquisitiva y productiva, cuyas primeras luchas internas perfilan nuevas reglas de juego para la sociedad en general, y para la población urbana en particular. El rendimiento pasa a primer plano con una multiplicación de la energía en el sentido más pedestre, medida por los caballos de fuerza que cada zona tiene en animales, hombres, madera, carbón, molinos de agua o de viento.

La ciudad comercial ha abierto un mercado grande e inmediato para artículos agropecuarios, crea empleos para los dependientes no campesinos del señor y almacena toda suerte de bienes tentadores para él y su familia. Acceder a esas mercancías, que no pueden ser fabricadas por sus siervos y clientes, exige vender tierras a individuos con mentalidad empresarial que no mantienen esa propiedad dormida y mejoran los terrenos para elevar su renta. Reaniman así a unos agricultores que gracias a ello pasan a ser aparceros libres, estimulados por una demanda virtualmente ilimitada. Como empezó observando Hume, «la mayor de las transformaciones» ocurre sin ninguna legislación orientada al efecto e incluso de modo apenas perceptible, sumando conveniencia del campesino, apetito adquisitivo del señor y una recolocación de sus dependientes.

Las personas y el resto de las cosas iban a seguir siendo lo que son, desde luego; pero se abrían cauces para la iniciativa, y con ellos un sentimiento de responsabilidad e industria allí donde malvivía la desidia. Si bien cada empleo y oficio iban a ser más exigentes, en todo y para todo, mitigar la vampirización de sus frutos bastaba para que fuesen asumidos con brío. En definitiva, el fin del medievo coincide con «una extraordinaria intensificación del deber de trabajar como idea, cuyo impulso es una producción incrementada»4. Con estos cambios llega una revisión del principio pobrista, que traslada el carisma de la indigencia al desahogo tanto en el ámbito católico como en el reformado.

1. El criterio de Roma. Directa e indirectamente, la reactivación mercantil vulnera la regla de que quien asume un crédito debe ignorar cualquier interés, incluso cuando financia algún negocio. Una actitud de consternación ante el Concilio IV de Letrán —que ha admitido intereses no «excesivos»— resuena en la Summa Theologica (1272) de santo Tomás de Aquino, un clérigo flexible para su tiempo ya que admite la licitud del «lucro» para los socios en algún negocio5. Tomás podría haber completado esa flexibilidad admitiendo los mecanismos concretos del comercio, pero el Código de derecho canónico le impone llamar usura a «cualquier precio por el uso de dinero». Eso le exige negar lo crucial del caso: que ceder a otro la liquidez propia suponga una merma (lucrum cessans) digna de resarcimiento.

La Summa parte de lo dicho por Aristóteles sobre la moneda —en particular que es una cosa estéril sin el concurso de algún trabajo6— y añade observaciones propias acerca «del fraude cometido en la compraventa». Su principio es que todas las cosas enajenables tienen un precio independiente de oferta y demanda:

«Es totalmente pecaminoso defraudar con el expreso propósito de vender un objeto por un importe superior a su justo precio [...] Vender algo más caro, o comprarlo más barato de lo que en realidad vale, es intrínsecamente un acto injusto e ilícito»7.

Tampoco hay otra forma de concebir la economía política para una ética que contrapone «utilidad» a «ley divina». El precio justo ni siquiera sería momentáneo, cosa tanto más curiosa cuanto que la Summa coincide cronológicamente con la fase expansiva de la Hansa y las repúblicas mercantiles italianas, en momentos donde la energía motriz se ha multiplicado al cubo comparada con la disponible en tiempos de Carlomagno. Pero el santo de Aquino sigue partiendo de la autosuficiencia local como meta, y sólo acepta el comercio en abstracto. Ve allí una mera fuente de abasto, no un sistema de innumerables conveniencias particulares que operan a la vez. Lo que sigue a su mención del justiprecio es un deslinde entre dos «clases» de intercambio:

«Una puede denominarse universal y necesaria, y por medio de ella se cambia una cosa por otra, o cosas por dinero, para satisfacer las necesidades de la vida. La otra clase de intercambio es dinero por dinero o cosas por dinero, no para satisfacer las necesidades de la vida sino para obtener un beneficio. La primera clase de intercambios es loable, por servir a las necesidades naturales, mientras la segunda es justamente condenada.»

Por lo mismo, el beneficio financiero no es una necesidad de la vida ni algo «natural», y amenaza a la sociedad cristiana con una rivalidad que ofende a los semejantes, irrita a los superiores y acarrea el disfavor divino. Su contemporáneo y prefecto general de los franciscanos, san Buenaventura, insiste también en que negociar implica siempre contagiarse de «fango moral» (turpitudo). Será «casi imposible» para los mercaderes no ir al Infierno, pues rarissime evadunt la tentación de cobrar o pagar intereses8. El hecho de que casi mil años separen a ambos de san Agustín subraya la estabilidad del criterio ebionita.

Sin embargo, en el siglo IV la miseria empujaba hacia el vasallaje como mal menor, y en el siglo XIV los vasallos están desertando en masa. Entonces había desaparecido todo asomo de clase media, y ahora se está convirtiendo en dueña de la situación. Entonces había unos pocos profesores particulares de retórica, y ahora las Universidades de Europa occidental instruyen a unos doscientos mil estudiantes, que a despecho de su mala fama —por juerguistas y levantiscos— son tratados literalmente como curas, pues las infracciones que cometan no corresponden a la jurisdicción civil sino a la eclesiástica. Entonces las ciudades se desvanecían como espejismos, y ahora organizan todo.

2. Católicos civilizados. Esto justifica que las tesis de Tomás y Buenaventura sobre compraventa e interés del dinero susciten contradictores entre sus propios colegas. La Escolástica ha llegado a ser una universidad cosmopolita, que piensa con libertad todo cuanto no se oponga abiertamente al dogma, y escolásticos son quienes empiezan a tratar los fenómenos económicos como un objeto más de análisis científico. El primero es Nicolás de Oresme, obispo de Lisieux (1320-1382), que entre otros textos9 escribe un Tratado sobre la invención de las monedas, donde el dinero y el proceso formador de los precios se abordan sin ánimo doctrinario, examinando el asunto como quien estudia geografía o sintaxis. Fruto de esa imparcialidad será poder decir, por ejemplo, que «la moneda no es propiedad del rey, y su manipulación no debe servir para gravar al pueblo»10, algo impensable mientras el mundo se divida en propiedad de Dios y propiedad del César. A juicio de Oresme, fomentar el comercio es para cada soberano un deber tan «primario» como la defensa sus súbditos, ya que se confunde a fin de cuentas con esa defensa.

Los sacerdotes egipcios fueron el origen de la ciencia, pensaba Aristóteles, porque vivir mantenidos durante largo tiempo les indujo a cavilar. Algo parejo le sucede ahora al clero culto, tan refractario al fanatismo como el sacerdocio egipcio, y un siglo más tarde ese giro cobra carta de naturaleza con la Reforma y la escolástica tardía. La Summa tomista disertaba sobre el precio descartando costes financieros, y los nuevos estudiosos ven el asunto de otra manera:

«Precio justo [...] es precio competitivo. Resulta perfectamente justo que los mercaderes logren ganancias mientras sea pagando y aceptando los precios del mercado. Si sufren pérdidas será mala suerte, o una penalidad por incompetencia. Pero esto siempre que ganancias o pérdidas resulten del funcionamiento no obstaculizado del mecanismo mercantil; no si deriva, por ejemplo, de la fijación del precio por la autoridad pública o conglomerados monopolísticos»11.

Schumpeter no está exponiendo criterios propios, ni principios librecambistas que tardarán siglos en llegar. Se limita a resumir lo expuesto por el jesuita Luis de Molina en su tratado De justitia et de iure12. Décadas antes había publicado su colega Martín de Azpilicueta un Comentario resolutorio de usuras (1556), que funda la teoría cuantitativa del dinero13. A la cuestión moral —¿es lícito comprar barato en un país para vender caro en otro?— Azpilicueta y toda la Escuela de Salamanca responden afirmativamente. Para la pionera defensa de los derechos civiles y el tiranicidio, que hacen Suárez y sus colegas, es imprescindible una actitud realista ante los procesos económicos, y el mecanismo de mercado les parece a esos clérigos el modo más racional de formar precios. Consideran inexcusable el cobro de intereses14, y llaman «razón prudente» al esfuerzo por obtener ganancias.

También en Italia hay eclesiásticos bien instruidos en las prácticas del comercio, como san Bernardino de Siena. De hecho, la primera exposición global del funcionamiento económico no llega hasta san Antonino de Florencia, arzobispo de esa ciudad y contemporáneo de Molina. Siena y Florencia son hitos en el espíritu empresarial europeo, y poco tiene de extraño que su alto clero haya descartado el ebionismo tradicional. Bastante antes ha aparecido el Della vita civile (1470), un tratado de Matteo Palmieri que divide las aguas al descartar el binomio homenaje-protección; los impuestos en general no se pagan porque el pueblo deba sufragar a «quienes oran y a quienes luchan», sino como contraprestación por servicios concretos que faciliten la actividad mercantil15. Lo mismo piensa el duque Diomede Carafa, un notable precursor del análisis económico que en 1487 llama banditismo a la práctica del empréstito forzoso, entonces tan habitual entre reyes y grandes señores. A su juicio, la vida cívica demanda impuestos que ni alejen el capital ni opriman al trabajo16.

El gigante del pensamiento político católico va a ser el dominico Bartolomé de las Casas (1484-1566), probablemente el español con más influjo histórico de todos los tiempos, cuyo tratado De regia potestate o derecho de autodeterminación (1571) funda reconocidamente la declaración neerlandesa de independencia —el Juramento de 1581— y más tarde la norteamericana. Las Casas resume su postura en tres puntos: 1) todo poder deriva del pueblo; 2) los príncipes lo ostentan por delegación suya, y para servirle; 3) cualquier acto importante de gobierno requiere consulta y aprobación. No es posible estar más lejos del absolutismo que sigue a la liquidación del orden feudal, ni más próximo a una teoría de los derechos humanos.

La Compañía de Jesús, fundada en 1534, nace en principio como un cuerpo paramilitar para defender al «curialismo» de los ataques luteranos. Pero en la práctica es la orden más comprometida con el conocimiento y el progreso, que defiende la gracia divina como consecuencia de los méritos, y acaba planteando el «probabilismo» como regla argumentativa. Jesuita es Molina, por ejemplo, y a la rama misionera de la orden corresponden los logros civilizadores más duraderos en otros continentes. Descartar la cristología sentimental, oponiéndole un programa de ilustración y mejoras popules, hará de la Compañía el grupo más odiado no sólo por los protestantes sino por la parte más conservadora del clero.

II. La conquista de los océanos

El horizonte geopolítico para este cambio de mentalidad en los católicos es una intensa presión turca, que tras conquistar Bizancio empuja por todo el sudeste y contribuye a desplazar el centro de la actividad mercantil hacia el norte y oeste de Europa. Sus sultanes quieren reconquistar el Mediterráneo para el islam, pero Portugal está cambiando todo con una navegación a distancias impensables17 que, entre otras cosas, liquida el monopolio musulmán sobre el Índico y devalúa sus rutas terrestres hacia Extremo Oriente.

El polvo de oro obtenido por los portugueses en África y las especias de India son mercancías sensacionales, sólo comparables con las descubiertas poco después en América, que revolucionan la medicina, la alimentación y el comercio. La patata, por ejemplo, rinde cuatro veces más hidratos de carbono que el trigo por metro cuadrado. El azúcar, el té y el tabaco crean nuevos mercados y establecimientos, y la fertilidad de la innovación hace que Portugal y España pasen a ser las grandes potencias europeas. Ni Venecia ni Florencia ni Brujas habían experimentado incrementos de renta como la corona española, que ingresaba ochocientos mil maravedíes en 1470 y percibe veintidós millones en 150418. El concierto de las naciones sencillamente no imaginaba ingresos parecidos, sólo comparables a los que depara el emporio montado en Amberes por marinos y judíos portugueses.

1. Liquidez sin tejido económico. Sin embargo, ni el hecho de que el joven Carlos de Gante se haya convertido en rey español y emperador alemán, casado además con Isabel de Portugal, logra que la hegemonía política y militar de la Península Ibérica se traduzca en prosperidad. Los artículos de mayor valor comercial se reexportan de inmediato a los Países Bajos; vencer militarmente al protestantismo es tan costoso como a la larga imposible, y la flota luso—española acaba siendo presa fácil para corsarios holandeses e ingleses.

Como España y Portugal siguen sin ser sociedades comerciales, la expulsión de los judíos y los mozárabes en 1492 agrava al máximo la ausencia de una infraestructura dedicada a los negocios, y la llegada masiva de metales nobles, especias y otras mercancías de alto precio levanta un castillo de naipes. Desde principios del siglo XVI hasta mediados del siguiente la flota española desembarca en Sevilla 180.000 kilos de oro y 16.000.000 de plata19 —cifra quizá inferior a la que entra por otros puertos europeos merced a filibusteros y armadores privados—, y el efecto de esa ingente liquidez sin salidas industriales es una inflación vertiginosa. Los brotes de peste, singularmente tenaces en la Península, añaden a la inevitable emigración que sigue al encarecimiento de la vida un segundo foco de retroceso demográfico, y comarcas enteras se despueblan.

Antes de fusionarse con el reino de Aragón la corona de Castilla se adelanta al resto de los Estados europeos lanzando bonos («juros»)20 con tasas de interés que van del 5 al 14 por 100 en función de su naturaleza21, aunque sin organizar un mercado específico para ellos como harán los Países Bajos e Inglaterra. Esa deuda flotante se dispara desde el Descubrimiento, alcanzando cotas impensables con las empresas militares de Carlos V y sus sucesores, que van pagando con bonos a sus banqueros pero atienden a los reembolsos con torpeza y desidia —cuando no intentando ser más listos que ellos, como pretende Felipe II—, hasta arruinar a unos22 y enajenarse la cooperación de otros23. Irónicamente, la Corona debe usar como fuente de crédito a conversos («cristianos nuevos») portugueses, simples testaferros de judíos expulsados y de otros financieros neerlandeses, ciudadanos de un país con el cual está en guerra. La supuesta astucia del monarca asegura en lo sucesivo condiciones leoninas para una mediación por lo demás imprescindible. En 1556 la primera bancarrota española no sólo arruina al país sino a sus vecinos, provocando meses más tarde un crack en la Bolsa de Lyón, y el país batirá marcas mundiales de insolvencia con quiebras en 1560, 1576, 1596, 1606 y 1627.

III. La perspectiva reformista

Martín Lutero (1483-1546), «el Hus sajón», certificó lo anacrónico de la conciencia infeliz al presentar «el modo de vida monástico como resultado de un desamor egoísta que se sustrae a los deberes mundanos, oponiendo a ello el trabajo profesional como manifestación palpable de amor al prójimo»24. Ganarse el pan con el sudor de la frente sólo constituye una maldición en sociedades dominadas por el salvajismo, pues «la Naturaleza es la esfera designada por el Creador para realizar los valores morales»25. Medio milenio antes ese espíritu había sido expuesto por Enrique el Monje y Pedro Valdes, pero entretanto los burgos han ido generalizando una práctica de la industria como mediación entre bien particular y bien común.

Una generación separa a Lutero de Jean Chauvin (1509-1564), que cuando empieza a publicar convierte su apellido en Calvinus. Como Wyclif y Hus, ambos nacen en familias de clase media desahogada26, ambos creen que la propiedad está tan prescrita por Dios al hombre como el trabajo —del cual proviene o debería provenir—, y ambos profesan un «socialismo anticomunista»27. El ideal luterano piensa que «debe bastarnos un nivel de vida muy discreto»28, preconiza una organización gremial de la vida civil y declara sin inmutarse —como san Pablo— que «los siervos no tienen derecho a una libertad legal externa»29.

Los calvinistas carecen de esa deuda con el tradicionalismo agrario, y Calvino infiere de la omnipotencia divina que hay «una predestinación de cada uno a la vida o la muerte [eterna]»30. En realidad, «Dios no es amor, sino poder soberano»31, y aquellas comodidades que la Iglesia fue añadiendo a su oferta de salvación se desploman ante un cristiano que quiere explícitamente ser rico de espíritu. Esto significa cumplir los mandamientos a sabiendas de que la propia estima es el único premio seguro. Calvino monta en Ginebra una teocracia a lo israelita que es nefasta para el comercio, además de feroz32, pero quien renuncia a la certitudo salvationis está más preparado que otros para asumir aleatoriedades subalternas, como la fortuna o la ruina material.

La incertidumbre informa todo juego que ligue la cuantía del premio con la probabilidad de quebranto asumida en cada apuesta, como la ruleta, y da la casualidad de que los nuevos comerciantes están aprendiendo a explotar sistemáticamente la relación entre riesgo y éxito. Dentro del misterio impenetrable que rodea a la decisión divina, prosperar con los propios negocios podría ser un indicio de estar llamado a salvarse, y aunque sea de modo coyuntural la predestinación casa con el destino del empresario audaz.

1. Profesión y vocación. «Por más que desaparezcan el cielo y la tierra nada modificará que Jesús murió por nuestros pecados, y resucitó para justificarnos»33. Ciertamente, pero los destinatarios de aquél mensaje eran pobres de espíritu y hacienda —sumados a perseguidos y afligidos—, mientras ahora los magnates católicos y protestantes compiten como mecenas de artes y ciencias. Aunque el Renacimiento aviva al máximo las hogueras inquisitoriales, algunos cristianos se sienten enriquecidos en vez de corrompidos por la tradición pagana, y sus grupos evitan el dualismo sin necesidad de proponérselo, sencillamente a medida que las sociedades van dejando atrás lo rígido de su estructura previa.

La reforma del clero y el culto es un factor que salta por encima de las clases, por ejemplo, «capturando la imaginación de campesinos, artesanos, nobleza menor y mayor, autoridades civiles, gremios y proletariado de las ciudades»34. Sólo suscita indiferencia en un grupo creciente de panteístas y ateos, más interesado aún que el resto en superar la vena patético-enfática. El sentimiento de renacer que da nombre a la época resulta catastrófico para el findemundismo en muchos sentidos, pero ante todo porque ricos y pobres ya no pueden identificarse como apegados y desapegados respectivamente al más acá. La propia libertad de conciencia, que en su corriente mesiánica original era inseparable de negar el «mundo», ha pasado a ser el recurso político primario para mitigar sus intemperies.

Al generalizarse el trabajo experto la admonición «Dios proveerá» puede quedar restringida a la vida eterna, mientras el abasto de la existencia mortal se encarga al previsor. Reforma y Contrarreforma coinciden en que lo adaptado al bien general es ganarse la vida aprendiendo alguna maestría y ejerciéndola. Lejos de corresponder por naturaleza a los inferiores en fuerza, virtud o educación, ser profesionalmente capaz define a la verdadera aristocracia, y debería reflejarse en la cuota de participación política otorgada a quienes destaquen, una tesis independiente aunque afín a la meritocracia rabínica. Obrando como portavoces de ese espíritu, Lutero y Calvino trasladan la mano de Dios a los oficios pensándolos como vocaciones o llamamientos35.

Asumida por una clase media en ascenso, la raíz individualista del cristianismo afirma que la vocatio de cada uno prima sobre el ministerium genérico del clero, y que la jerarquía social legítima descansa sobre «un cosmos de llamamientos». Algunas vocaciones deslumbran más que otras, pero el ciclo profesional entero —del aprendizaje a la práctica— expone «una abnegación cumplida al servicio de la comunidad»36. Los ideales de limosna, espíritu mendicante e imprevisión dadivosa han dado paso a una actitud donde eficacia y probidad ya no son cosas inconciliables. El compromiso del fiel con hacer amable el más acá presenta el trabajo como único remedium peccati ni supersticioso ni reservado a unos pocos. Ese culto al esfuerzo personal está presente en Lutero desde el comienzo de su vida pública, cuando denuncia la venta de indulgencias como una maquinación para «agravar el purgatorio del pobre»37.

2. La ambigüedad inicial. Por lo demás, igualdad de oportunidades equivale a justicia para el adaptado al cambio y abominación para el milenarista, opuesto por principio a competición y precariedad. Lutero, que ha pasado de neurótico fraile célibe a orgulloso padre de seis hijos, alterna convicciones meritocráticas con tradicionalismo y vive sentado sobre un barril de pólvora con la mecha encendida. La igualdad de oportunidades, por ejemplo, no le parece incompatible con mantener la servidumbre o descartar el «frío cálculo» empresarial, y de su pluma parte la cruzada contra la brujería sostenida por los protestantes alemanes, que es la más cruel del Continente. Siendo ya viejo escribe Los judíos y sus mentiras (1543), un panfleto sobre esos «gusanos venenosos» que propone condenarles (a trabajos forzados o al destierro perpetuo), expropiarles y destruir sus objetos de culto38.

En efecto, una cosa es tronar contra Roma como la Babilonia del momento y otra hacer aceptable la ruina del universo construido en torno a la Pax Dei, pues incluso optando por una sociedad tradicionalista Lutero sigue siendo demasiado ajeno al victimismo para no decepcionar a parte del movimiento apostólico. En ese círculo reforma significa igualdad material, y allí no convence su Sincero consejo para que todos los cristianos se guarden de la insurrección y la rebelión (1520). Llamativamente, el último país europeo en sumarse al alzamiento va a ser el primero en presenciar una guerra de pobres contra ricos, sin más especificaciones.

IV. Puritanismo y civismo

Una sociedad que no sea estructuralmente esclavista tampoco puede ser moralmente ebionita. Brillar en empeños civiles «aumenta la gloria de Dios», como repite Calvino, y bastante antes los luteranos han escandalizado al Concilio de Trento argumentando: «Quien por su clase es pobre debe soportarlo, pero quien promete seguir siéndolo hace lo mismo que si jurase estar siempre enfermo o tener mala fama»39. Este principio lo trasladan al terreno práctico todas las sectas protestantes, que oponen caridad y limosna (giving alms is no charity) y montan casas de labor para disuadir al inactivo, ya sea por paro profesional o indolencia.

Richard Baxter —capellán de Cromwell y autor de un Christian Directory que codifica la moral puritana— es más sensible al carisma de la pobreza evangélica que el calvinismo, pero evita también su nota victimista. Sea cual fuere la santidad atribuida por el Nuevo Testamento a la indigencia, el mundo impone ser laborioso tanto al rico como al humilde: «La riqueza puede excusarte de algún tipo sórdido de trabajo, haciéndote más útil para otro, aunque no por eso te excusa del servicio laboral más que al más mísero de los hombres»40. La rama pietista enarbola la pobreza como ideal y se diría una excepción, pero cristaliza bastante después —cuando no hay ya apóstoles ebionitas—, y defiende con su proverbial dulzura tesis tan abominables para esa tradición como «experimentar la bienaventuranza ya en esta vida», o una Iglesia donde los fieles no sean separados «por pequeñas diferencias de fe».

1. Los bautistas apacibles. Allí donde la cuestión no es residir sin desgarramiento en el más acá, y perfeccionarlo humildemente, el anabaptismo suscita protagonistas como Müntzer o Jan de Leyden. Pero esta causa puede también adaptarse al cambio social y político, como demuestra su pervivencia y diseminación bajo tal nombre y otros muchos, empezando por el de Iglesia bautista41. Aligerado de violencia, insistir en que todo cristiano conozca las Escrituras y tenga uso de razón para abrazar su credo casa bien con sociedades cívicas, y será en este círculo donde la conciencia infeliz cuestionada por luteranos y calvinistas acabe rechazándose de modo expreso. El troquel de venganza apocalíptica, unido a la orden de compartir, desaparece cuando se percibe en ello un acto tan voluntario como el propio bautismo.

Así lo afirma el holandés Meno Simon (c. 1496-1561), un clérigo católico que meses después de ser vencidos los últimos anabaptistas belicosos deja sus hábitos para convertirse en «pastor de ese rebaño descarriado, cuya sangre llegaba demasiado caliente para mi corazón»42. Su hermano ha muerto luchando por uno de los profetas, y la decisión de Meno supone vivir escondido desde entonces, con la cabeza puesta a precio por católicos y protestantes. Lejos de sentirse martillo divino, sin embargo, se esfuerza en denunciar el fanatismo, la profecía incendiaria y cualquier recurso a la fuerza. Tanto aboga por una absoluta libertad de conciencia que funda su confesión sobre una autonomía absoluta para cada feligresía local. Los cuatro puntos de Meno43 resumen lo teórico para una regla de vida basada sobre la sencillez y el auxilio mutuo, que se liga por vocación al marco rural y será lo común a menonitas holandeses, huteritas austriacos, amish suizos y bautistas ingleses44. Fiables y laboriosos, se verán llevados a migrar de un país a otro por intolerancia religiosa o por negarse al reclutamiento; pero donde no son perseguidos prosperan dentro del austero límite que ellos mismos se imponen, y evocan el respeto de sus vecinos. Esto ocurre lo mismo en Crimea que en Kansas o Paraguay, hace tres siglos y ahora mismo.

Pacifistas incondicionales, los puritanos son para el cristianismo occidental el equivalente de los Hermanos Moravos para el movimiento husita, y es digno de mención que esos Hermanos sean el norte teórico y práctico de Wesley y los metodistas, cuyo programa afirma:

«La religión produce industria y frugalidad, cosas que no pueden originar sino riqueza. Y una vez que esta riqueza aumenta, crecen la soberbia, la pasión y el amor al mundo en todas sus formas.

Hemos de hallar algún camino que impida esta decadencia continuada de la religión pura. Pero no debemos impedir que las gentes sean laboriosas y ahorrativas. Todos los cristianos deben ser adoctrinados en su obligación y su derecho a ganar cuanto puedan, y a ahorrar lo que puedan; es decir, en suma, a hacerse ricos»45.

2. Aceptando el más acá. Lo mismo que acaba con la servidumbre como relación fulmina al sacerdote como mago, abriendo dentro de cada fiel un espacio de arbitrio solitario y vacilación. Sin mediadores entre ellos y su Dios, los miembros de las nuevas Iglesias siguen esperando salvación eterna en una vida venidera, pero su sentido crítico veda liturgias milagrosas. Cualquier parafernalia de esa índole les parece tan útil para tranquilizar a pobres de espíritu como tramposa para quienes empiezan a salir de la miseria material con labor y maestría. Rodeados de progresos seculares, aspiran a descubrir y retener el God within del primer cuáquero, la fuente de divino entusiasmo que fecunda e ilumina los logros terrenales.

El hecho de estar diseminados por toda Europa —aunque el temperamento y la geopolítica les concentren en el noroeste— no modifica que coincidan en lo básico; a saber, que cada cual deba practicar la probidad —y compartir sus bienes— aún faltando cosa remotamente parecida a seguridades sobre una recompensa celestial. Las comparsas ávidas de milagros y revancha que siguieron a Juan Bautista o Jesús se habrían dispersado de inmediato oyendo algo parejo, pero una civilización orientada hacia el trabajo inventivo puede permitírselo. Toda la duda se centra en si hay predestinación o más bien libertad para construir cada cual su destino, un modo indirecto de optar entre Dios como voluntad omnipotente o como ley de la Naturaleza. En cualquier caso, son indicios del favor divino sobresalir en el oficio, y los sentimientos de benevolencia que cada individuo suscite en su círculo.

YHWH castigó la rebeldía de Adán y Eva condenándoles a morir y sufrir46, algo que no se entiende del mismo modo después del reloj y el telescopio, cuando en algunas zonas la situación de intemperie empieza a mitigarse de un modo insólito por democrático. Milton, el coloso poético del puritanismo, remata su Paraíso perdido con un arcángel Miguel que adelanta a Adán el bien derivado de «tanto mal». En esencia, «abandonando este Paraíso te harás con otro, interior, de lejos más feliz»47. Seguirá siendo preciso trabajar, desde luego, con la muerte como término; pero haber desarrollado inteligencia habría sido imposible en otro caso, y con tal implemento el ser humano dispone de un sí mismo.

Cuando la Biblia puede narrarse con acentos y ritmo homérico, como hace Milton, los denuestos milenaristas han cedido ante el deber de ser próspero, y laborar a disgusto se considera una prueba de que falta en esa persona el estado de gracia. Herederos últimos de un entusiasmo religioso surgido a finales del siglo XII—coetáneo a la contabilidad por partida doble y el pagaré ejecutivo—, los puritanos combinan su aspiración al desahogo con una «coacción ascética al ahorro». Cuando el lucro sólo esté limitado por las figuras del Código penal, su actividad será «la más poderosa palanca imaginable para lo que hemos llamado espíritu del capitalismo»48.

Aquí cabe, no obstante, un equívoco. Si por capital se entiende lo objetivo —aquella parte del producto o las existencias que no ha de consumirse inmediatamente—, va de suyo que el capitalismo sólo falta en grupos como los extintos nambicuara del Mato Grosso, que en invierno nunca apilaban suficiente leña para no pasar frío y cada noche iban acercándose a las brasas hasta amanecer embadurnados de ceniza49. Allí donde un grupo humano puede importar y exportar hay ya un sistema capitalista, y «espíritu del capitalismo» alude a un régimen político donde la parte del producto que no exige ser consumida inmediatamente puede en principio corresponder a cualquiera, y cambiar de manos. La tiranía y la eventual ruina de imperios como el chino o el romano son inseparables de que sus emperadores fuesen propietarios de todos o casi todos los bienes comprendidos en sus dominios.

Si Europa puede en el siglo xvii descubrir y poner en relación al conjunto del globo terráqueo es porque las ciudades han frenado requisas y chantajes de distintos autócratas. A fin de cuentas, entre la Atenas de Pericles y la Ámsterdam de Spinoza la estructura de negocio sólo difiere en que el trabajo ya no resulta monopolizado por siervos hereditarios. Atenas era pagana mientras Europa es cristiana, y el proceso que hemos seguido desde la crisis de Roma hasta la sociedad comercial exhibe sucesivas versiones en la interpretación del Nuevo Testamento, tantas como preciso fuere para pasar de una pequeña secta hostil a la propiedad privada y la previsión hasta la clase media más amplia y previsora de los anales.

Aunque los Evangelios prometen vengar al pobre del rico, el cristianismo más fervoroso ha dejado de ser ajeno al merecimiento singular y a una lógica del beneficio inseparable del hallazgo como motor económico. El mérito de la falta de mérito, la gloriosa pobreza de espíritu, se ha ido desvaneciendo al tiempo que la miseria simplemente crónica. La conciencia infeliz cumple así un ciclo paralelo al auge, ocaso y extinción de la sociedad esclavista, sin que dejar de reinar suponga una catástrofe para la fe cristiana. «Y tan alta vida espero/ que muero porque no muero», su expresión más sublime, no resiste el embate de una residencia en la Tierra materialmente mejorada.

Pero el mensaje pobrista no carece de sempiternidad, y su eclipse es también el plazo de incubación que requiere asimilar una novedad tan impersonal como la sociedad comercial. «Restituir», lo básico, se prolonga en los primeros pasos de un comunismo acorde con las transformaciones ocurridas, que se apoya sobre fundamentos no tanto religiosos como políticos, apelando en principio al sentido común.

 

NOTAS

1 - Lutero, Carta al pueblo de Danzig (1525).

2 - Pico della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre I, 6.

3 - Cf. Braudel 1997, vol. I, p. 299.

4 - Troeltsch 1992, vol. II, p. 557.

5 - Summa Theol. II, 2, Q. 78 ad quintum.

6 - Ética a Nicómaco, V, 8.

7 - Summa II, 2, Q. 77.

8 - Buenaventura, Comentarios al Decreto de Graciano, Dist. LXXXVIII, canon Qualitas lucri.

9 - Oresme hizo también notables contribuciones a la teoría del movimiento que culmina Newton.

10 - Cipolla 2003, p. 214.

11 - Schumpeter 1995, p. 137-138.

12 - Molina 1941 (1593).

13 - Si la oferta de efectivo por bienes desciende, observa allí, el nivel de precios caerá; por el contrario, cuando sea abundante —como sucede en España gracias a la plata de América— los precios subirán. Hasta 1940, cuando se redescubrió este escrito, se atribuía el hallazgo a Bodino, primer teórico de la soberanía política, que fue compañero suyo de estudios en la Universidad de Toulouse. No cabe negar a Bodino, sin embargo, una catalogación más precisa de las causas en el alza de precios, que a su juicio eran cinco: «la abundancia de oro y plata, los monopolios, la escasez debida a exportaciones o gasto excesivo, el lujo de reyes y nobles y la adulteración de la moneda». Cf. Spiegel 1973, p. 118.

14 - Juan de Lugo los justifica de modo expreso por «lucro cesante» del prestamista.

15 - Palmieri, en Schumpeter 1995, p. 204.

16 - Cf. Schumpeter ibíd.

17 - Gracias al visionario don Enrique el Navegante (1394-1460) y su escuela de Sagres, donde se forman cartógrafos y los primeros marinos capaces de trasponer el Cabo de Hornos.

18 - Cf. North y Thomas 1982, p. 86.

19 - Braudel 1992, vol. I, p. 467.

20 - Cf. Braudel 1992, vol. II, p. 522-525.

21 - En efecto, hay al menos cuatro juros: «perpetuos», «de por vida», «al quitar», y «de caución».

22 - Los Welser y los Fugger entran en bancarrota por lealtad a su Emperador. La vox populi española murmura que han comprado gratis el país, pues para cubrir la deuda Carlos V les otorga la renta de los Maestrazgos (pastos de las Órdenes de Santiago, Calatrava y Alcántara) y las minas de mercurio de Almadén. Sin embargo, eso equivale a menos de la mitad de lo convenido y no en los plazos previstos, sino confiando en un reembolso a largo plazo.

23 - Felipe II intenta desembarazarse de los genoveses orquestando en 1555 una quiebra que además de ser puro fraude le sale mal, porque los nobili vecchi de Génova —con los Grimaldi, los Spinola y los Doria a la cabeza— sortean su maniobra y le dan con la puerta en las narices cuando lo consideran más oportuno y humillante. Para Braudel, desde ese preciso instante la finanza internacional deja de estar sometida al poder político.

24 - Weber 1992, vol. I, p. 75. Su crítica del monacato «recurre a razonamientos que nada tienen de profano, y están casi en grotesca oposición con los principios que más tarde expondría Adam Smith. Pero esta fundamentación esencialmente escolástica no tardó en desaparecer y sólo quedaría la afirmación, sostenida cada vez más enérgicamente, de que cumplir los deberes intramundanos es el único medio para agradar a Dios» (ibíd).

25 - Lutero, en Troeltsch 1992, vol. II, p. 475.

26 - El padre del primero dirigía una empresa dedicada a la minería del cobre, el del segundo era notario apostólico y secretario del obispo. Ambos recibieron una educación esmerada y destacaron como estudiantes (Lutero termina su preparatorio de universidad con el número de dos de diecisiete). Calvino obedeció a su padre estudiando leyes. Lutero le rompió el corazón al suyo cuando en vez de jurista se hizo monje agustino, pues estando en el campo le cayó un rayo cerca y juró ordenarse si salía vivo de aquella tormenta.

27 - Troeltsch 1992, vol. II, p. 903.

28 - Lutero, en Troeltsch ibíd, p. 870, n. 269.

29 - Ibíd., p. 561.

30 - Instituciones de la religión cristiana, III, 21, 5.

31 - Calvino, en Troeltsch 1992, vol. II, p. 586.

32 - Calvino quema allí herejes a fuego lento (usando mucha leña verde para prolongar la agonía). Lo implacable de su temperamento aparece en recuerdos autobiográficos, como cuando piensa de sí mismo: «Siempre busqué un rincón escondido por amor al retiro y la sombra» (cf. godrules.net/Calvin).

33 - Lutero 2005, p. 289.

34 - Troeltsch 1992, vol. I, p. 466.

35 - Weber observa que «vocación» (vocazione y chiamamento en italiano) es un término sin paralelo en griego y latín clásicos, cuyo único precedente antiguo se encuentra en el sustantivo hebreo traducido como «servicio», cuya raíz es «misión». Sólo falta en el francés, y cristaliza como proyecto específicamente profesional en el holandés beroep, el alemán Beruf y el inglés calling, que en danés es kald y en sueco kallelse. Invariablemente, la etimología desemboca en servicio a Dios —profesión de fe—, remitiendo a la jlésis de san Pablo, que es llamamiento a la salvación eterna.

36 - Lutero, en Troeltsch 1992, vol. II, p. 558.

37 - Su argumento es que el monto de bula («indulgencia plenaria») comprado por cada cual le otorgaría tantos o cuantos años menos de cola para entrar en el Cielo, discriminando así al humilde.

38 - Serviría de catecismo a Hitler, tendiendo también un puente entre su Partido y el electorado protestante. Jaspers observó que contiene todo el programa nazi, sin perjuicio de alimentar las persecuciones previas. Demasiado tarde, el Concilio de la Iglesia Evangélica de América (1994) declaró: «Rechazamos esta invectiva violenta, y lamentamos aún más profundamente sus efectos trágicos sobre generaciones ulteriores» (cf. Wikipedia, voz «Luterus»).

39 - Profesión de fe de Wittenberg; cf. Weber 1998, vol. I, p. 175, n. 44.

40 - Baxter, en Weber ibíd, p. 170.

41 - Los bautistas parten del menonita inglés John Smyth, que muere en 1621 tras sentar las bases de los General Baptists o bautistas arminianos. Al igual que el teólogo holandés Jakob Arminius (1560-1609), postulan una redención general en vez de limitada a los «elegidos», como piensa el calvinista.

42 - Cf. Mennonite Encyclopaedia, voz «Menno».

43 - 1. Autoridad suprema de la Escritura. 2. Bautismo basado en la profesión de fe. 3. Pacifismo riguroso. 4. Separación total entre Estado e Iglesia.

44 - La huella de su espíritu puede prolongarse hasta la Religious Society of Friends o secta cuáquera, fundada por George Fox en 1648 e indirectamente decisiva para la Constitución norteamericana (gracias al estatuto del posterior estado de Pennsylvania que redacta William Penn, un ferviente amigo de Fox).

45 - John Wesley, en Weber 1998, vol. I, p. 193.

46 - «Dijo a la mujer: ‘Incrementaré los pesares de tu fecundidad; parirás hijos con dolor, sentirás ansia de tu esposo y él será tu amo’. Al hombre le dijo: ‘Maldita sea la tierra por tu causa. Con esfuerzo te ganarás el alimento todos los días de tu vida, porque la tierra producirá espinas y cardos, dándote sólo plantas salvajes para comer. Te ganarás el pan con el sudor de tu frente hasta que vuelvas a la tierra, porque eres polvo y al polvo volverás’» (Génesis 3:16-20).

47 - Then wilt thou not be loath/ to leave this Paradise, but shall possess/ A Paradise within thee, happier far». Milton nunca aceptó, por cierto, la idea de los «elegidos». Cuando se le preguntó sobre el Dios de Calvino repuso: «Podré ir al infierno, pero un Dios semejante nunca tendrá mi respeto».

48 - Weber 1998, vol. I, p. 189.

49 - Cf. Lévi-Strauss 1997, p. 271-329.

 




 

© Antonio Escohotado 2008
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