LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

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La secuencia revolucionaria

«La envidia escuchó esto, y mandó escolarizar a los frailes/ Para que predicasen a Platón y probasen por Séneca/ que todas las cosas bajo el cielo deben ser comunes/ Pero miente, tan seguro como yo vivo, quien así predica al inculto/ Pues Dios dio a los hombres una ley enseñada por Moisés:/ No codiciarás nada que sea de tu vecino.»

William Langland1.

Una dinámica sin enemigos teológicos se manifiesta precozmente en la revuelta de Palermo conocida como Vísperas Sicilianas (1282), y desde entonces apenas transcurre una década sin que otra ciudad importante se sume a la reivindicación política. En 1293 el gobierno de Florencia pasa a ser plenamente civil con Giano della Bella. En 1302 Brujas, principal emporio del noroeste, reacciona a los tributos impuestos por Francia liquidando a su guarnición allí, y dos meses más tarde sus milicianos aniquilan al flamígero ejército enviado para castigarles. Desde 1323 a 1328 otros burgos de Flandes mantienen la insurgencia, que culmina en 1337 con el alzamiento de Gante. En 1347 le toca el turno a Roma, en 1358 a París, en 1378 otra vez a Florencia, en 1381 a Londres y en 1416 a Praga.

I. Luchas sociales en Francia

La invasión inglesa tiene su origen inmediato en una invitación de los flamencos, que llevan muy a mal ser vasallos de los franceses. En 1345 su líder es un cervecero de Gante, que presta al monarca inglés unas cien mil toneladas de lana para convencerle2, y desencadena así un rosario de derrotas3. La humillante victoria de Poitiers supone el cautiverio en Inglaterra del rey Juan y la necesidad de pagar por él un enorme rescate, que afecta al reino entero, y más de un centenar de rehenes nobles obligados a rescatarse por sus propios medios.

Cunde entonces entre los burguenses de París —la mayor ciudad europea del momento— la certeza de que el reino se hundirá si los Estados Generales4 no se transforman en un Parlamento como el que ya tienen los ingleses. El portavoz de dichas exigencias es el magnate Étienne Marcel, nieto del fundador de la primera empresa textil francesa con delegaciones en toda Europa, preboste-comptrolleur del comercio en la capital. Hablando en nombre de los comerciantes y los gremios ofrece a la monarquía un soldado equipado por cada cien ciudadanos, así como estudiar el establecimiento de nuevos tributos; pero exige que la aristocracia renuncie al privilegio de la exención fiscal, y al de requisar forraje o animales.

Más aún, considera inaplazable que el pueblo intervenga políticamente sin demora, a través de un Consejo Real, y como el Delfín se niega a aceptar este pliego de condiciones unos tres mil parisinos asaltan el palacio real en febrero de 1358. La altiva actitud de éste les lleva a demostrar que no hablan por hablar, y ante sus ojos matan a los tres cortesanos principales, sometiéndole luego a algo que repetirán los revolucionarios de 1789: calarle el gorro rojo y azul de los tejedores. Su forma de «protegerle» es precisamente esa, incorporarle al pueblo. El ayuntamiento asume un régimen de autogobierno que será la primera comuna de París, mientras Marcel toma medidas de sentido común5 pero no logra congraciar a comerciantes y artesanos como esperaba, ni evitar que el Delfín huya y se haga fuerte en el resto de Francia.

Tras un abortado intento de alianza con Flandes, Marcel excita la rebelión en el campo y une sus destinos al rey de Navarra. Muere a manos de un antiguo amigo cuando intentaba abrir la ciudad a su ejército, pues no sólo tiene en contra suya a los plebeyos ricos sino en general a quien desconfíe de apelaciones al populacho. Por lo demás, como Pieter de Conink en Brujas, Jacob van Artevelde en Gante o Cola de Rienzi en Roma, Marcel encarna al tribuno democrático que la ciudad comercial demanda: alguien a quien no puedan atribuirse ambiciones de parásito, pues se gana bien la vida con un oficio privado.

1. Derivación rural y recidivas. Algo antes de que Marcel muera, en mayo, su llamamiento a la rebeldía del campesino suscita en el norte y el centro de Francia la rebelión de la Jacquerie6, animada adicionalmente por deseos de vengar el fracaso de sus caballeros en el campo de batalla. Las dimensiones colosales de esta cólera tienen como antecedente que el rescate del rey confinado en Inglaterra impone elevar la odiosa talla, así como nuevas corveas para reparar propiedades de la nobleza dañadas por la guerra. Con todo, el movimiento estalla en el Beauvais —una comarca no devastada en absoluto—, y su foco meridional nombra como caudillo a Guillaume de Cale, un granjero próspero. El foco septentrional ha hecho rey a cierto salteador, que se rebautiza como Jacques Bonhomme.

La versión políticamente correcta del episodio presenta a ambos como jefes de una «reacción defensiva», destacando que no atacaron propiedades religiosas —sólo nobiliarias— y que fueron víctimas de «la represión más sangrienta». Las Crónicas de Jean Froissart estarían contaminadas por «ideología aristocrática»7, aunque no hay descripciones alternativas y si queremos saber algo más sobre la Jacquerie hemos de atender a su relato:

«Entre otros excesos mataron a un hidalgo y lo asaron ante su esposa e hijos. Unos doce violaron a la dama, y como ella y sus vástagos se negasen a comer la carne del caballero les atormentaron hasta morir8 […] Como pronto pasaron de unos seiscientos a unos seis mil, incendiaron y destruyeron sin resistencia más de un centenar de castillos, matando sin piedad a todas las mujeres y adolescentes como perros rabiosos […] El rey de Navarra mató a más de tres mil en un día, no lejos de Clermont, pero para entonces habían crecido hasta ser unos cien mil. Cuando se les preguntaba por qué hacían esas cosas alegaban no saberlo. Otros las hacían y ellos les copiaron»9.

Curiosamente, el refugio que salva a la alta aristocracia de morir en masa es el mercado de Meaux, donde —si bien la ciudad simpatiza con los jacques— se perímetro se encuentra protegido por el Marne como foso. Tras el fracaso de su asedio quienes en tres meses lograron alzarse e incendiar medio país desaparecerían rápidamente, dando ocasión a la nobleza para que rivalizara con ellos en atrocidades. Francia había asumido la vanguardia de Europa en sensibilidad revolucionaria, y para prevenir sediciones como la de Marcel y los campesinos se erigió en París una fortaleza inexpugnable: la Bastilla. Empezaba una larga cuenta atrás para el sector de población que Froissart llama «villanos pequeños y oscuros».

Medio siglo después el país sufre la imbecilidad clínica de su rey Carlos y está desgarrado por una lucha de facciones, que en la cúpula aristocrática asumen el duque de Borgoña y el conde de Armagnac respectivamente. El primero, que es el más opulento de los nobles europeos gracias a haber alcanzado el señorío sobre Flandes, tiene el apoyo de la mayoría de los parisinos y en 1418 les lanza a un segundo asalto del palacio real. Quienes no perecen de inmediato son encarcelados, pero lo notable —como puntual precedente de la revolución de 1789— es que «el populacho no sació su furia y, considerando demasiado lenta la acción de la justicia, penetró en las prisiones para dar muerte allí al conde de Armagnac y a todos los presos»10. El gremio de carniceros y casqueros, que es el más activo aliado del duque de Borgoña, demuestra con siglos de antelación hasta qué punto la saña puede anidar en la plebs burguense. El gremio de carpinteros y ebanistas, aliado de la facción adversaria, será objeto de masacres paralelas.

II. Luchas sociales en Florencia. El extraordinario florecimiento económico y artístico de esta ciudad, sólo comparable con el ateniense, parte de un burgo amurallado que se emancipa del yugo señorial a finales del siglo XIII. Desde entonces, y para frenar una avalancha de desmanes, se instituye el gobierno de un órgano político colegiado11 en el que ciertos gremios empiezan teniendo la preeminencia, y mantienen algo semejante a una guerra civil controlada, con dos focos básicos de conflicto. Uno es el recelo del artesano ante el empresario, que alega una oposición entre interés popular e interés del patriciado, compuesto ahora por «nobles plebeyos». El otro es odio dentro de los propios gremios, que escindidos en arti maggiori y arti minori cronifican por decreto la diferencia entre popolo grasso y popolo magro, pudientes y modestos12.

Con el trabajo libre ha llegado un culto a la pericia técnica desconocido en sociedades esclavistas, que arbitra cinco o siete años de formación para cada aprendiz y le exige presentar al término una «obra maestra». Pero las asociaciones de artesanos son una institución ambivalente en lo que respecta al bienestar colectivo. Por una parte ponen en marcha montepíos, fomentan el conocimiento y ejercen un control de calidad equivalente a ética profesional. Por otra exigen que técnicas, materias y puntos de venta sean cosas vedadas para quien carezca de afiliación, y rodean de arbitrariedad dicha afiliación. Ser una meritocracia basada sobre el buen nombre origina las primeras normas sobre patentes y marcas, si bien al precio de que comprar y vender se transforme en una franquicia pagada para reinar luego sobre los precios, haciendo que sólo parte de los géneros producidos lleguen al público. No concibe otro régimen que mantener un suministro siempre inferior a la capacidad industrial de cada momento13.

Más concretamente, para abrir un negocio en Florencia a mediados del siglo xiv es preciso estar afiliado a alguna de las Artes reconocidas, aunque sólo los maestros pueden afiliarse y muchas actividades no tienen acceso a ese trámite. De ahí una revuelta encabezada por los cardadores o ciompi, que se hacen con el poder en junio de 1378 reclamando franquicias para oficios carentes de ese privilegio y una distribución más democrática de la Señoría. El triunfo de los rebeldes otorga el cargo de Gonfaloniere de Justicia a Michele di Lando, un «desarrapado» en principio más afín a la demagogia que tribunos patricios como Artevelde, Marcel o Rienzi. Sin embargo, «era un hombre sereno y sabio, más favorecido por la naturaleza que por la hacienda, y se resolvió a restaurar la paz»14.

1. La inercia oligárquica. Cuando su facción quiso forzar las cosas con demandas intempestivas no dudó en impedirlo, poniéndose al frente de la guardia. Quienes acabaron odiándole fueron por eso sus colegas más impacientes, cuya influencia se desvanecería al perder el apoyo de los gremios menores. Las conquistas laborales de los ciompi desaparecieron antes de terminar el verano, pero el retorno al poder de los gremios mayores no evitó que el gobierno acabase en manos del gran comercio, algo prefigurado por la empatía entre un cardador—estadista como Michele di Lando y Salvestro de Medici, un valiente caballero de «noble familia plebeya». Lando le nombra sucesor suyo cuando ninguno de los dos imagina que el sobrino de éste, su adolescente primo Giovanni, se convertirá en el fundador de la banca Medici y en el primer mecenas del linaje.

Volver a formas oligárquicas de gobierno supone el destierro de ambos, cuya amistad simboliza diálogo entre pueblo bajo y clase media, y puede considerarse un logro que la gratitud cívica imponga desterrarles, en vez de descuartizarles. Peor arreglo tiene que el gremialismo esté pasando de la artesanía a la ocupación de todo espacio comercial, prolongando sus talleres en forma de tiendas y minando el desarrollo armónico del medio urbano y el rústico. Repercute aquello que paga por sus privilegios con subidas de precio al campesino, y desarrolla una «regulación […] que faculta a la ciudad para comprar con una cantidad menor de trabajo propio una mayor cantidad de trabajo del campo»15. Pero el aliado natural del burgo no acepta irse quedando atrás, y en Inglaterra —que en algunos sentidos el país políticamente más cuerdo y también el que más esclavos conserva16— surge el mayor alzamiento popular conocido hasta entonces.

III. La gran revuelta inglesa

Tres años después de que la República florentina se haga democrática, siquiera sea fugazmente, un rencor acumulado desde el Statute of Labourers (1351) estalla en gran parte de Inglaterra quemando palacios, ocupando abadías y dominios, abriendo cárceles y destruyendo registros. El Statute decretaba topes salariales, arbitrando multas para cualquier operario que cambiase de empleador, y a esas medidas el gobierno había añadido un nuevo impuesto indiscriminado (el poll tax) para pagar la guerra con Francia, cuya cuantía acababa de elevarse al triple. El pueblo —que según la anónima crónica de la Great Revolt17 incluía no sólo campesinos y artesanos sino comerciantes «ni ricos ni pobres»— exige entonces «servicios de trabajo basados en contratos libres y derecho a arrendar tierra inculta por cuatro peniques el acre»18.

Reclama también que «la esclavitud sea abolida, libertad de comercio en los burgos sin previo pago de impuestos y una renta fija sobre las tierras en lugar de corveas por villanía»19. A la cabeza de la rebelión está el herrero Wat Tyler (1320-1381), condecorado por heroísmo en Poitiers y otras batallas, cuyas dotes le permiten apoderarse rápidamente de todo el sudoeste inglés —Londres incluido—, y forzar una negociación directa con el joven Ricardo II. El 14 de junio los veinte mil combatientes que le siguen prestan entidad y urgencia a las reclamaciones de los commons:

«Que ningún señor tendrá señorío distinto de la cortesía, y habrá igualdad entre todos, salvo el rey, y que los bienes de la sagrada Iglesia no quedarán en manos de los religiosos, sino que tras asegurar una dotación suficiente para el sostén de los clérigos actuales el resto de los bienes se dividirá entre el pueblo de cada parroquia […] Y que dejará de haber servidumbre o villanía, siendo todos los hombres libres y de una sola condición»20.

Desarmado y sin escolta, Tyler cae en la misma trampa usada por el rey de Navarra tres años antes con Cale, líder de la Jacquerie en el sur francés. Portar bandera blanca y ser invitado a conferenciar no manda al gentleman cumplir la palabra dada a «sabandijas impúdicas que osan dirigirse sin el debido respeto a la majestad», como alega el alcalde de Londres mientras le asesina con ayuda de su escudero. Los comunes ingleses eran probablemente más monárquicos de corazón que la aristocracia de sangre, y «cuando vieron la cabeza de su jefe en el extremo de una pica se derrumbaron entre los trigales como hombres vencidos, implorando misericordia al monarca por sus malas acciones»21.

Muchos de ellos sentían ya remordimiento por actos como incendiar parcialmente la Universidad de Cambridge, o matar a algunos caballeros y abades, y un contingente importante abandonó Londres al saber que un grupo de commons había secuestrado y luego asesinado al arzobispo de Canterbury. Como en París y Florencia, la política de terror y hechos consumados dividió en vez de aumentar el compromiso de unidad entre los rebeldes, precipitando de paso la venganza del desafiado. Según la Crónica de 1381, «cuando el rey pensó que el castigo había sido suficiente [tras ejecutar a muchos] les otorgó el perdón mientras no volviesen a alzarse, so pena de perder vida y miembros, y a condición de que cada uno le pagase veinte chelines como multa, para hacerle rico. Y así acabó esta guerra perversa».

1. De Londres a Praga. Terminar suplicando clemencia al opresor es poco airoso, pero el cronista ignoraba que la Great Revolt acabaría imponiendo todas sus reivindicaciones, algunas casi de inmediato. Entre los inspiradores y seguidores de Tyler destacaban los lolardos (lollards), que suelen etiquetarse como grupo afín a los cátaros-bogomiles pero no son dualistas sino más bien pauperes valdenses, posteriores en vez de previos o coetáneos a la revolución comercial. Su figura más visible es el monje John Ball, origen de los versos que la rebelión transformó en himno de batalla22, portavoz a su vez de John Wyclif (1324-1384), «lucero del alba de la Reforma». Con Wyclif llega el primer traductor de la Biblia a lengua romance, y un replanteamiento de la Iglesia pobre que la reforma gregoriana había silenciado con sus invocaciones al ascetismo. Ahora se hace inaplazable elegir entre una institución conservadora —la Iglesia señorial— y una secta apostólica militante.

«Propiedad y autoridad derivan directamente de Dios, aunque este derecho sólo pueden disfrutarlo quienes observan la ley divina de amor, humildad y autocontrol, como un feudo que sólo se otorga al vasallo mientras obedezca la ley de su señor. Ya que la Iglesia no observa esta ley, el Estado está legitimado para privarla de su posesión ilícita y restaurar el ideal de la Iglesia pobre, cuya existencia se circunscribe a fines espirituales.
Con esta teoría del dominium Wyclif no pretendía atacar los derechos de propiedad de los laicos, pues ellos no pueden desobedecer la ley divina como el sacerdocio. La propiedad está conectada con sus funciones seculares, mientras las funciones de la Iglesia más bien la excluyen»23.

Así, los pauperes de Lyón acaban teniendo su portavoz en un filólogo e historiador eclesiástico, orgullo de la Universidad de Oxford. Una fe hasta entonces visceral y analfabeta sigue al más culto —como sucederá en otros países con sus reformadores—, y uno de cada dos ingleses es lolardo de corazón. En 1395 la lollardy presenta al Parlamento un escrito llamado de las Doce Conclusiones24, basado en que todo cristiano adulto, hombre o mujer, puede entender por sí solo las Escrituras y debe atenerse «soberanamente» al sentido descubierto en ellas. Nada ni nadie puede estar por encima de esa comprensión personal, asistida en cada caso por la clear reason.

La Iglesia inglesa pide auxilio al poder temporal y se promulga el decreto De heretico comburendo (1401), que prohíbe la tenencia o lectura de la Biblia en lengua vulgar y amenaza al grupo de rebeldes con la hoguera. Pero la lollardy carece de vocación martirológica, como la Fraternidad del Libre Espíritu, y sus miembros están dispuestos a jurar todo cuanto se les pida, incluyendo sólo tener la Biblia en alguna lengua muerta. Erasmo les llama «una opinión conquistada pero no extinguida», de la cual se alimentan anglicanos y reformistas, y en todo ese tiempo no ha habido manera de evitar, por ejemplo, que la parroquia de Nuestra Señora de Walshingham sea mencionada todavía en 1523 como «La Bruja de Walshingham»25.

IV. La revolución husita

La rama valdense de Bohemia —una de las más tardías y poco numerosas, si se compara con los pauvres de Lyón o los poverelli del Piamonte y la Lombardía— padeció también menos defecciones. En su momento, las ideas de Wyclif fueron difundidas allí por el teólogo Jan Hus (1369-1415), que compareció en el Concilio de Constanza confiando en un salvoconducto del emperador Segismundo y acabó quemado vivo por hereje. Como en Inglaterra, la reforma anticlerical se encomendaba al más valioso, pues «una infrecuente combinación de dones le hizo al tiempo rector de la Universidad de Praga, líder espiritual del pueblo bajo y una figura influyente en la Corte, algo que confería gran peso a sus protestas»26. La justicia poética hará que ese mismo Concilio deponga algo después al acusador original de Hus, el papa Juan XXIII, acusado a su vez de «simoníaco, asesino, sodomita y fornicario»27.

Bohemia-Moravia, uno de los principados electores del Emperador germánico, alimentaba desde mucho antes animosidad hacia la Iglesia romana —propietaria allí de la mitad de todas las tierras— y hacia los alemanes en general, una pequeña minoría dominante en un territorio abrumadoramente eslavo. Algo tan cobarde y cruel como el tormento de Hus colmó el vaso, convirtiendo todo el territorio de habla checa —desde Silesia a Austria— en un Estado con Iglesia nacional y gobierno autónomo. En 1415, recién asesinado su prohombre, la población es tan unánime en este sentido que el Imperio concede a los husitas una tregua de cinco años para resolver sus diferencias con él, y los rebeldes gobernarán de hecho hasta mucho más tarde.

En principio, las instituciones locales simplemente subsisten sin tener que contar con el beneplácito del Emperador y la Santa Sede, pero cuando se acerca el vencimiento de la tregua lo implícito se hace explícito. En 1419 gremios artesanales desplazan del gobierno de Praga al patriciado alemán —tirando a sus consejeros por los balcones del Ayuntamiento—, y se consolida una confesión utraquista en la cual todos (y no sólo el sacerdote) comulgan con pan y vino28. El brote nacional-religioso inspira una república estrictamente popular, fundada mediante el compromiso de hidalgos, burguenses y campesinos reunidos en la villa de Tabor.

Los taboritas, que son probablemente un fenómeno original29, se impondrán al sector moderado gracias ante todo al genio bélico de Jan Zizka, un hidalgo que venció repetidamente a ejércitos muy superiores de cruzados y de la propia nobleza checa30. Todos coinciden en la necesidad de crear «una sociedad sin señores ni siervos», que devuelva al pueblo su «inocencia» compartiendo los bienes, si bien la fuerza de los hechos les llevará a escindirse en realistas e intransigentes, enzarzados en una guerra civil que se prolonga durante una década.

1. El comunismo naturalista. Cosme de Praga (1045-1125), patriarca de los historiadores checos, describió con gran antelación lo esencial de la actitud taborita. Su Chronica afirma que antes de establecerse como rector el duque Bohemus, hacia 600, el pueblo de esos territorios vivía en un estado de naturaleza plenamente feliz:

«Los campos arados y los pastos, hasta los propios matrimonios, se compartían, pues al modo de los animales se cruzaban entre ellos por una sola noche […] Nadie sabía decir Mío, y como en la vida monástica llamaban Nuestro a todo cuanto tuviesen. No había ladrón ni bandido ni gente pobre, pero por desgracia cambiaron su prosperidad por lo opuesto, y la propiedad común por la privada»31.

Podría parecer extraño que ese régimen comunitario asegurase prosperitas y no sólo justicia. Sin embargo, Cosme escribe en los comienzos de la revolución comercial —cuando reina teóricamente la santa autarquía—, y no puede estar más lejos de ideas como renta per capita o capacidad adquisitiva. Hacia 850 el Seudo-Isidoro había insistido en que los europeos del siglo v «estaban todos abundantemente abastecidos, pues vendieron sus posesiones y pusieron el dinero a los pies de los apóstoles»32. Bien porque no hubiese gobierno, o bien porque lo asumieran apóstoles, es un tópico entre cronistas altomedievales que la tierra no trabajada resulta especialmente ubérrima, un criterio cuyas raíces están en nostalgia por el buen salvaje y providencialismo ebionita. Séneca escribió que «los campos eran más fértiles antes de ararse»33, y Jesús insistía en lo abundantemente provistos que están pájaros y lirios sin necesidad de conducirse previsoramente.

Esta convicción se prolonga intacta hasta bastante más allá de Cosme, y hacia 1270 el Roman de la Rose explica que «en tiempos de nuestros primeros padres […] las gentes se alimentaban de frutos y hierbas del campo, bebían sólo agua, vivían en cuevas y no había penuria alguna, pues la tierra les concedía liberalmente toda la comida que necesitaban». Su próspera felicidad fue interrumpida «por demonios que enloquecidos de rabia y envidia» inventaron «la Codicia creadora de dinero y la Avaricia que lo pone bajo llave»34. Así, el desahogo económico conviviría cómodamente con la vida troglodítica, una opinión sorprendente si no derivase del rechazo por la eficiencia económica. El Roman nos saca de dudas aclarando que los «demonios» inventores del dinero —los comerciantes, por supuesto— trajeron la Pobreza al introducir una desigualdad distinta de la que media entre superior e inferior, maestro y pupilo. A fin de cuentas, eran todos ricos porque ninguno era propiamente rico.

Dicha construcción encuentra en Bohemia un terreno especialmente abonado, y los taboritas no rechazarán tanto a los señores tradicionales como «al ciudadano acomodado, el mercader y el propietario rural ausente de su tierra»35. Por lo demás, persiste en su seno una facción de pauperes que no está reñida con la actividad comercial e industrial, sino con la Iglesia propietaria. Fieles a Valdes, Wyclif y Hus, para estos taboritas no son incompatibles las instituciones caritativas con una explotación eficaz de sus recursos —por entonces unas modestas minas de oro, ganadería y agricultura—, y limitan la expropiación a dominios de las abadías. Como no discuten la propiedad privada de muebles e inmuebles, centran su comunismo en compartir «voluntariamente» los alimentos.

Los taboritas radicales, que ven en esto una rendición ante el egoísmo mundanal, no vacilan en provocar una guerra civil crónica y construyen con sus criterios y medidas un tesoro inestimable para la historia del comunismo, pues al fin hallamos un movimiento coordinado y duradero que no vacila en aplicar hasta las últimas consecuencias prácticas el rechazo del mundo comercial. Milenaristas y nacionalistas inseparablemente, como los celotes judíos, «quieren todo en checo y se consideran milicia de Dios llamada a librar guerras santas, que igualen a todos en posesiones»36. Hus y la mayoría de sus partidarios rechazaban la pena capital, pero ellos la restablecen para el estado de emergencia que explica Jan Zelivsky, uno de sus predicadores:

«Los pobres deben pronunciarse contra todos los que no proceden de Dios [...] Tan sólo el que trabaja puede decir con fundamento: ‹el pan nuestro de cada día›. Los otros consumen el pan como ladrones y bandidos [...] Ocurrirá como consta en Apocalipsis: comeréis los cuerpos de los reyes y los cuerpos de las gentes principales. Y la bestia será capturada, y con ella los falsos profetas. Ambos serán arrojados en el mar de azufre hirviente»37.

Al parecer, llegaron a sentir una repugnancia tan sincera hacia la riqueza que después de las batallas sepultaban al enemigo sin despojarle de ningún aderezo, ya fuese de plata u oro. Una de sus canciones militares menciona el «banquete mesiánico» que sigue al «regocijo de los justos lavándose las manos con sangre de los pecadores»38, pues «en Tabor no existen ni Tuyo ni Mío. Quien tenga propiedad privada comete pecado mortal». Como sería abominación mostrar clemencia con el pecador, sus recaudadores amenazan no sólo con el embargo de bienes sino con pasar al remiso por «el fuego». En las zonas controladas por taboritas moderados los albergues y comedores para indigentes no interfieren con un proceso productivo apoyado sobre compraventas. En las controladas por los radicales las propiedades de todo tipo deben venderse sin tardanza, para aportar ese metálico a cepillos comunitarios, y miles de campesinos enajenaron gustosamente todos sus bienes —quemando incluso las moradas que dejaban atrás— para alistarse como «guerreros nómadas de Cristo». Pensar en sus familias nos retrotrae a aquel procónsul romano atónito ante ebionitas del siglo iii, que entregaban alegremente al gestor apostólico todo su patrimonio e imponían a los hijos hacerse esclavos para evitarse la inanición.

La colecta taborita produjo fondos abundantes, que Zizka usó para equipar ejércitos invencibles bajo su mando. Pero sabemos también —por actas de un sínodo de obispos checos moderados— que los cepillos se agotaron en la primavera de 1421, y que a partir de entonces comienza «una opresión inmisericorde del pueblo»39. Las tropas van convirtiéndose en partidas dedicadas al saqueo de países vecinos y del propio, mientras se multiplican al mismo tiempo los llamados adanitas de Bohemia, una secta tan comunista como fervorosamente promiscua que quiere vivir desnuda en invierno y verano. Zizka quema vivos a setenta y seis que localiza en Tabor, si bien un grupo singularmente tenaz resiste en cierta isla fluvial los ataques de todo un batallón suyo.

El control taborita de un territorio cada vez menor dura hasta 1434, cuando los restos del glorioso ejército perezcan ante un contingente militar que no son los cruzados europeos reclutados para su represión sino checos utraquistas y checos católicos, una unión inconcebible de no mediar el espanto ante la situación del país. Sin embargo, Tabor no será tomado hasta 1452, treinta y tres años después de fundarse como república democrática. Los últimos representantes de su espíritu se bifurcan en salteadores de caminos y una secta llamada a practicar la más extrema mansedumbre (los Hermanos Moravos), que más tarde inspirará el pietismo y el metodismo en Inglaterra y el noroeste europeo.

V. La revolución en Alemania

Los ejércitos de Zizka penetraron en diferentes campañas hasta Leipzig y Nuremberg, donde depositaron su semilla doctrinal. Algunas décadas después, a principios del siglo XVI, el Imperio germánico está sujeto a la supervisión del consejo formado por siete príncipes «electores», y sólo tres ciudades —Augsburgo, Colonia y Nuremberg— superan los trescientos mil habitantes40. Salvo en el nordeste, sujeto aún a la Orden de los Caballeros Teutónicos, que tiene grandes dominios hasta cierto punto rentables para sus magnates (aunque limitados a un monocultivo cerealero), el sur y el suroeste están fragmentados en dominios «enanos», cuyo estamento superior no se repone de la ruina que sigue a la Muerte Negra y el encarecimiento en la mano de obra. La pequeña nobleza padece lo peor, y mientras unos hidalgos sobreviven como mercenarios otros —bajo distintos pretextos y nombres— se han convertido en salteadores comarcales41.

No faltan en Alemania notables hallazgos técnicos, como los primeros molinos de papel, y la Gran Compañía de Ravensburg —creada en 1380— domina cómodamente durante un siglo el tráfico continental de minerales. Tiene también una red de tiendas y delegaciones por toda Europa para comerciar con papel, especias y otros artículos, pero la competencia holandesa y las trabas feudales internas acaban haciendo que desaparezca en 1530. Cuando en los Países Bajos «las mercancías han empezado a viajar solas»42, y cunde el respeto por la actividad mercantil en general, el agricultor alemán está sujeto a reglas como en Cataluña hasta Fernando el Católico: el mejor buey y el mejor caballo, el mejor traje y el mejor apero son heredados por el amo al morir cada siervo.

Tras imponer salarios máximos, a la manera del Statute of Labourers inglés, el señorío ha reaccionado a su crisis con medidas como privatizar prados comunales, o negar al villano su tradicional derecho de acceso a bosques y arroyos. Por lo demás, el agro alemán es uno de los mejor atendidos, hay una clase media rural «creciente y llena de confianza en sí misma que quiere cambios políticos, no apocalípticos»43, y eso explica que la llamada Guerra Campesina se geste lentamente pero acabe muy deprisa. Si se compara con la Jacquerie francesa, ocurrida siglo y medio antes, esta revolución obedece sólo a teólogos, sin voz de labriego, minero o jornalero añadida a la suya. La excepción a esa regla, que constituye también el puente entre la revolución checa y su alzamiento, es el pastor conocido como tamborilero (o flautista) de Niklashausen.

No obstante, si miramos el fenómeno algo más de cerca tampoco hay excepción en este caso, pues el infeliz convertido en Joven Sagrado fue un débil mental a quien dirigían cierto eremita y el párroco de la aldea, el primero un superviviente taborita y el segundo un astuto gestor, que desde la primavera de 1474 organiza el catering para las grandes masas de peregrinos44. Las crónicas mencionan que el tamborilero corría cotidianamente peligro de morir aplastado por el fervor, pues oyéndole predicar el fin del Mío y el Tuyo los presentes se abalanzaban queriendo conseguir algún fragmento de cosa tocada por su cuerpo. Cientos de miles escucharon en éxtasis sus afásicos sermones durante ese verano, hasta que acabó quemado vivo por hereje y brujo.

Lejos de desanimar la causa del igualitarismo apostólico, del evento surgieron nuevos profetas y bandoleros reivindicativos llamados genéricamente «gentes de los zuecos» (bundschuh), precursores emocionales del sans-culotte francés. Su principal líder —el monje Joss Fritz— organiza alzamientos en la diócesis de Speyer y algunas otras ciudades entre 1502 y 1517. Para entonces la amplitud, vehemencia y espontaneidad de su espíritu sólo puede compararse al de las hordas que cuatro siglos antes se lanzan a la Cruzada de los Pobres, aunque ahora el Nuestro no se refiere al Santo Sepulcro o a Palestina sino a todo tipo de propiedad privada. Las gentes de los zuecos están listas para imponer una restitución que, según Engels, pondría en pie de guerra a unos treinta mil campesinos, de los cuales un tercio iba a perecer45.

Ese cálculo puede considerarse aproximado, ya que la población alemana rondaba entonces los doce millones, y el 90 por 100 de ellos vivía en aldeas y granjas. Uno entre cada treinta labriegos se alzó en armas, proporción que dependiendo de la perspectiva adoptada parecerá grande o pequeña. Salvo Baviera y el nordeste, que se mantienen al margen, un foco inicial situado en la Selva Negra prende rápidamente por todo el resto del país, con grupos que empiezan atacando castillos y abadías. Su lema es que llegan los Últimos Días, pues «las hoces se han afilado para maldecir a los incrédulos»46. Lo difuso de sus movimientos, que carecen de coordinación, contrasta con la nítida figura de quien acabará siendo su gran símbolo.

1. El profeta enciclopédico. Thomas Müntzer (1489-1525) leía griego y hebreo, y tuvo su primer encargo como pastor por recomendación de Lutero. Ser «colérico, anticlerical y apocalíptico» hizo que no congeniase con su feligresía, y tras pasar algún tiempo en Praga con taboritas residuales volvió a Alemania para pronunciar su Sermón a los príncipes alemanes (1524), donde se presenta como «el nuevo profeta Daniel». Sigue a ese texto su Apología, que dedica «Al Señor Jesucristo y a su afligida y única esposa, la Iglesia de los pobres». La definición del pobre que encontramos allí es básicamente extraeconómica, pues le identifica con «quien ha sufrido, no vive de la avaricia ni para la lujuria y desprecia los bienes de este mundo»47.

Un año le basta para redactar en alemán la primera liturgia completa de la Iglesia reformada, crear una Liga de los Elegidos —cuya meta es el exterminio del rico— y apoderarse en 1525 de Mülhausen, una de las ciudades imperiales. Allí, cuando sustituye el Ayuntamiento por la Liga Divina Eterna, proclama que ha llegado «el Día de la Ira»48. Despacha emisarios a otras ciudades, a las comarcas y especialmente a las minas, entendiendo que sólo los no propietarios le serán fieles. Como sus visiones le han asegurado que triunfará, asume funciones de caudillo militar de los campesinos y decide ofrecer batalla a un ejército formado apresuradamente por algunos príncipes-electores49. Pero la determinación de sus tropas no se corresponde con la ferocidad que han demostrado hasta entonces, y aunque sean superiores en número basta una salva de artillería para hacer que se desbanden. Dejarán sobre el terreno unas cinco mil bajas, por media docena del adversario50.

Su jefe va a ser el primero en dar mal ejemplo, ya que ha empezado pidiendo «masacrar sin piedad en nombre de Cristo» y horas después del desastre es descubierto escondido bajo la paja de un granero. Los príncipes consideran más eficaz para su causa demostrar que es un cobarde, y le ofrecen cambiar la hoguera por decapitación si comulga humildemente con arreglo al rito católico, abjurando de todas sus tesis. Müntzer acepta estas condiciones, y al redactar una retractación solemne sume en consternación a sus numerosos adeptos. Todo ha sido asombrosamente fácil y rápido para los vencedores, que calculando el número de los rebeldes temieron muy seriamente perder la guerra. Ese sentimiento se filtra en el panfleto de Lutero Contra las hordas asesinas y ladronas, donde denuncia a «los profetas celestiales de la guerra santa». Pero el antiguo mentor del decapitado no se hace ilusiones y anticipa que los anabaptistas provocarán nuevos derramamientos de sangre, pues cunde un sentimiento que convierte en «peligrosos sectarios» a no pocos colegas y amigos íntimos51.

2. Los profetas burgueses. Desde sus primeras manifestaciones medievales —cátaros, petrobusianos, enricianos, valdenses— la Iglesia de los pauperes se aviene mal con el bautismo infantil, y con los nuevos tiempos llega el convencimiento de que cada fiel sólo puede remediar ese absurdo bautizándose de nuevo. He ahí una manifestación de que la libertad y la conducta racional van apreciándose, pues a fin de cuentas quieren una fe abrazada de modo consciente. Pero con los primeros anabaptistas llega una rama muy vengativa que, por ejemplo, traduce a los profetas judíos sin interesarse por el resto de la Biblia. Para ella segundo bautismo y revolución comunista son inseparables.

Los campesinos siguen sin producir dirigentes, y los héroes del segundo estallido revolucionario van a ser profesionales y empresarios, testigos de cómo la primera guerra santa se desvanecía casi en un abrir y cerrar de ojos. Diez años después de que Müntzer muera la fe anabaptista se ha diseminado por una franja que va desde Austria y Suiza hasta Holanda, cruzando el sur de Alemania, y ser objeto de una persecución implacable52 les estimula a imitarla. En febrero de 1534 un concurso de circunstancias —fundamentalmente la pugna entre gremios artesanales y patricios, sumada a la de católicos y reformistas—, les permite instalarse por vías democráticas en la ciudad de Münster, que sólo tiene por entonces unos diez mil habitantes pero es uno de los burgos imperiales y constituye un poderoso foco de irradiación para sus doctrinas.

Ese mes, en pleno invierno, piden su segundo bautismo unas mil cuatrocientas personas y destaca el activo fervor femenino, ya que tanto monjas desertoras de su clausura como otras mujeres recorren las calles en manifestaciones de júbilo ante el advenimiento de los Últimos Días53. El Concejo que se ha hecho cargo de la ciudad expulsa a católicos y protestantes, no sin expropiar antes hasta sus provisiones de viaje, con lo cual serán obligados a partir bajo una gran nevada y mendigar alimento en su éxodo. Dicha decisión renueva las pretensiones del obispo de la ciudad, que monta un asedio para recuperar el feudo, aunque sólo puede contratar un número insuficiente de mercenarios, que aflojarán el cerco dos veces: una por no haber cobrado su paga y otra por confraternizar con los asediados.

El Concejo responde al cerco decretando pena de muerte para quien demore su segundo bautismo, y promulga un bando que comienza diciendo: «¡Arrepentíos, con los mil quinientos años llega la Venganza!». Sus Profetas son dos alemanes —un capellán (Rothmann) y un próspero empresario textil (Knipperdollinck)— y dos holandeses, uno de ellos panadero (Mathiessen) y el otro aprendiz de sastre (Jan Bockelszoon, luego llamado de Leyden). Casi de inmediato forman una «inmensa pira» con cualquier texto distinto de la Biblia, y al calor de sus llamas —mientras la nieve sigue cayendo— Mathiessen da ejemplo de compromiso matando personalmente al primer objetor. Su entusiasmo hará que intente poco después una salida —al mando de algunos centenares de hombres—, aunque los sitiadores resisten y él perece en el empeño.

3. La organización comunal. A partir de este momento el pánico se sistematiza con la división del perímetro en áreas que vigilan pelotones armados, atentos a cualquier signo o denuncia de sabotaje. La mayoría indiscutible en febrero no lo es tanto al llegar la primavera, y una búsqueda concienzuda hecha casa por casa revela a los Profetas que bastantes son culpables del crimen cometido por Ananías y Safira, los primeros defraudadores54. Rothmann publica su panfleto Restitución cuando el Concejo ha incautado 83 vagones de «excedentes», tras de lo cual ese órgano colegiado deja de existir. Un edicto, que convierte a Münster en Reino de la Nueva Jerusalem, declara:

«Llegó el momento de vivir el amor mutuo, la perfecta igualdad y la filantropía. Queda abolido entre nosotros, por el poder del amor y la comunidad, todo aquello que hasta ahora había servido al provecho egoísta y la propiedad privada; por ejemplo, comprar y vender, trabajar por salario, cobrar interés, comer y beber del sudor de los pobres»55.

La contundencia de estas expresiones justifica que el anarcocomunismo ulterior parta explícitamente de ellas56. El edicto manda también que sean quemados registros inmobiliarios, archivos notariales y demás escritos que «por su carácter mundano y vano mancillen el espíritu del cristianismo auténtico»57. En agosto una deserción masiva de los sitiadores permite recibir algunas vituallas y acoger a muchos anabaptistas llegados de fuera, cosa que reanima un entusiasmo decaído y justifica los fastos de la coronación. Knipperdollink se convierte en primer ministro, Rothmann en «orador real» y Jan de Leyden en «nuevo rey David de la Nueva Sión». El monarca es un hombre de verbo fácil y extremadamente apuesto, como atestiguan todos los cronistas y su célebre retrato, que a principios del otoño declara:

«Asumo ahora poder sobre todas las naciones de la Tierra, y derecho a usar la espada para confusión de los malvados y defensa de los justos. El Verbo se ha hecho Carne y mora entre nosotros. Un Dios, una Fe, un Bautismo»58.

Sin embargo, el obispo consigue dinero para restablecer el asedio, y las medidas de control interno se refuerzan con premios en especie y cargos públicos a quien descubra «infieles». No volverán a entrar víveres, y según los cronistas eclesiásticos llega «un reino de terror e indescriptibles orgías, al declararse que las mujeres son tan comunes como el resto de los bienes»59. Cuando se ha hecho habitual comer ratas y cocer como alimento el cuero de zapatos viejos, rezando sin pausa todos por la salud del rey mesiánico concedido para los Últimos Días, el despliegue de la libido tiene algo de imposible y también de último recurso. Sólo sabemos a ciencia cierta que Leyden reina en una ciudad donde hay unas tres mujeres núbiles por adulto60, y que tras casarse con la bella viuda de Mathiessen acaba teniendo un gineceo formado por dieciséis esposas. Puesto que Dios manda crecer y multiplicarse, ha ordenado que toda mujer entre los catorce y los cincuenta años contraiga matrimonio. Algunas rebeldes —por tener un marido emigrado, vocación de soltería o simplemente oponerse al régimen de harén— serán ejecutadas públicamente61.

La autoimportancia pudo trastornarle el juicio, pero no lo bastante para evitar que atesorase en los sótanos del palacio obispal reservas para alimentar a su Corte medio año, mientras el burgo pasaba todo el invierno viviendo del canibalismo. En mayo, cuando gracias a algunos sitiados caiga en manos de sus sitiadores, el único alimento disponible fuera del perímetro palaciego son cadáveres. Del trastorno debido a la eminencia personal deriva también, quizá, que a la hora de defender sus conquistas los Profetas no sólo den pruebas de ineficacia. Al irrumpir sus enemigos estaban pensando prender fuego a la ciudad por los cuatro costados «para rechazarlos», un plan cuya profundidad estratégica no parece ajena a las ventajas del humo para huir.

El fantástico gobierno de la Nueva Sión ha durado año y medio, plazo suficiente para que muchos sucumban por razones distintas de sabotear el proyecto comunista, y otros por no coincidir del todo con él. De los diez mil habitantes originales apenas sobrevive una pequeña fracción, agudamente desnutrida y hecha a confundir vigilia con sueño. Puros calcos de Müntzer en este sentido, como ni Leyden ni sus ministros optan por morir luchando acaban siendo capturados. Pero en su caso no hay oferta de retractación y perecen abrasados a fuego lento, dentro una gran jaula de hierro que sigue exhibiéndose en la catedral de la ciudad.

Al igual que sucediera con franciscanos radicales y taboritas, algunos anabaptistas de otros territorios se niegan a rendirse y forman bandas como la de Jan van Batenburg, un bastardo de la nobleza holandesa que no ve nada anticristiano en vivir del robo y la extorsión a «infieles». En 1538, cuando pase por la hoguera, sus batenburgers quedan bajo el mando de Cornelis Appelman el Juez, alguien más imperioso aún, pues quiso casarse con una hija suya, y viendo que la madre protestaba ejecutó a ambas por desacato62.

 

NOTAS

1 - William Langland, Piers Plowman (c. 1390), versión C, XXIII vv. 273-281.

2 - Cf. Hume 1983, vol. II, p. 201-202.

3 - En Crécy (1346), siendo tres veces más numerosos, los franceses pierden unos treinta mil hombres y entre ellos muchos de sus principales nobles, mientras los británicos no llegan al centenar de bajas. En Poitiers (1356) se repite la situación, y el propio rey Juan cae prisionero. En Azincourt (1415) morirán unos ocho mil nobles y muchos más soldados, otra vez por menos de un centenar de sus adversarios. «Las tres grandes batallas se parecen mucho, pues en todas ellas aparece la misma temeridad por parte de los príncipes ingleses, que sólo por saquear se internan demasiado en territorio enemigo para disponer de una retirada. Pero llegado el momento de combatir se observa por parte inglesa la misma presencia de ánimo, destreza, audacia, firmeza y precaución, y por parte francesa la misma precipitación, confusión y vana confianza» (Hume Ibíd., p. 366).

4 - Una institución hasta entonces sin funciones de gobierno, surgida en 1302 para aprobar impuestos extraordinarios.

5 - Imponer una moneda fija, por ejemplo, cuando el marco de plata francés había cambiado treinta y nueve veces de ley en los últimos siete años.

6 - Por jacques, otro nombre del labriego.

7 - Cf. Neveux 1973. Cale murió, desde luego, tras horrendas torturas.

8 - Estas acciones no son tan infrecuentes en el bajo medievo. En su Historia de Florencia cuenta Maquiavelo, por ejemplo, que en uno de los disturbios «tras trocear los cuerpos de dos ciudadanos con espadas desgarraron los trozos con las manos e incluso con los dientes (II, 8, 20). La truculencia piadosa aparece de modo cotidiano, y «ante el temor de que pudiesen desaparecer las santas reliquias, los monjes de Fossanova —donde había muerto Tomás de Aquino en 1274— confitaron el cadáver del maestro, decapitándolo para cocerlo y prepararlo mejor […] Antes de enterrar el cadáver de Santa Isabel de Turingia un tropel de devotos cortaba o arrancaba no sólo trozos de los paños con que estaba envuelto su rostro, sino también los pelos y las uñas, e incluso trozos de las orejas y los pezones de los senos. Con ocasión de una fiesta solemne, Carlos IV de Francia distribuye costillas de su antepasado san Luis entre Pierre D’Ailly y sus primos Berry y Borgoña, y da una pierna a los prelados para que se la repartan, como en efecto hacen después de la comida». Cf. Huizinga 1962, p. 237.

9 - Froissart 1960, p. 152-153.

10 - Hume 1983, vol. II, p. 369.

11 - «Asesinatos y otras atrocidades se cometían a diario y quedaban impunes, bajo la protección de una parte u otra de la nobleza. Para detener esta insolencia los líderes del pueblo […] aprovecharon el gran influjo adquirido por las Compañías de las Artes, y crearon en 1280 el gobierno de la Signoria» (Maquiavelo 1525, II, 3, 1).

12 - En la práctica, estas luchas se libran en torno al número de signori correspondientes a cada grupo. Tras la derrota definitiva de los nobles la Signoria se distribuye en dos para la clase superior, tres para la media y tres para la baja, nombrándose también un Gonfaloniere o abanderado de Justicia, que habría de ser «un plebeyo con mil hombres armados a su disposición, divididos en veinte compañías de cincuenta» (Maquiavelo II, 3, 2). Pronto pasa a tener cuatro mil, que en muchas ocasiones seguirán siendo insuficientes para evitar disturbios.

13 - «Cada uno de estos estamentos trabajaba con ardor en elaborar reglamentos conducentes a mantener el mercado insuficientemente abastecido, y con tal de lograrlo no hallaban inconveniente en que los demás estamentos hiciesen lo mismo» (Smith 1982, p. 121).

14 - Maquiavelo ibíd., III, 4, 6. Añade luego que «en coraje, prudencia y generosidad sobrepasó a cualquier otro ciudadano de su tiempo […] Estas cualidades subyugaron a los plebeyos y abrieron los ojos de los patricios a la magnitud del desvarío de aquellos que tras vencer al orgullo de la nobleza acatan la regla nauseabunda de la escoria» (III, 4, 10).

15 - Smith 1982, p. 122.

16 - Froissart 1960, p. 50-51.

17 - Uso el texto online, que corresponde a las páginas 200-205 en la edición de Oman 1906.

18 - Media hectárea aproximadamente.

19 - Hume 1983, vol. II, p. 291.

20 - Chronicle, p. 201-202.

21 - Ibíd, p. 203.

22 - «Cuando Adán araba y Eva tejía, / ¿dónde estaba el señor?».

23 - Troeltsch 1992, vol. I, p. 359.

24 - El detalle de las Conclusiones merece recuerdo: 1) a los reyes corresponde nombrar prelados (en virtud de ius episcopale); 2) el voto de celibato desemboca en lujuria antinatura y no debe imponerse; 3) la transubstanciación es un falso milagro, llamado a promover la idolatría; 4) las oraciones acompañadas por vino, pan, agua, cera, incienso, altares de piedra, muros de iglesia, casullas, mitras y cruces son actos mágicos, y no deben permitirse; 5) de nada sirve rezar por los muertos; 6) el rito de confesión funda las indulgencias clericales y otros abusos en el perdón del pecado; 7) los votos de castidad de las monjas conducen a infanticidios; 8) ni la confirmación ni la extremaunción son sacramentos; 9) no hay un carácter indelibilis en la condición sacerdotal, pudiendo omitirse la ordenación; 10) la jerarquía sobra en una Iglesia donde sólo Cristo reina; 11) la pena de muerte y las guerras violan el Nuevo Testamento; l2) joyeros y armeros son oficios asociales, que conducen a despilfarros. Cf. Cath.Encylc., voz «lollard».

25 - Cf. Cath. Encycl. ibíd.

26 - Cohn 1970, p. 206.

27 - Ibíd, p. 207.

28 - El sacramento resulta utroque («para ambos lados, o sentidos»), una exigencia argumentada por Wyclif y Hus.

29 - Cohn remite la singularidad de su comunismo —unir Edad de Oro y Juicio Final— al lolardo John Ball, citando al efecto un texto que él mismo considera «algo críptico». Pero al hacer la genealogía del ideal comunista —tan bien documentada y argumentada para la Baja Edad Media— ignora el ebionismo judeocristiano como precedente significativo, y omitir dicho elemento simplifica quizá su diagnóstico, llevándole a suponer algo semejante a un salto brusco en la evolución de ese espíritu.

30 - Zizka pidió al morir que su piel fuese usada para hacer tambores, como modo de seguir unido a sus tropas. Antes había transformado implementos agrícolas en precursores de los blindados, convirtiéndose en el más grande ingeniero militar de la historia y uno de los mayores tácticos. Ganó todas las batallas donde intervino como general, y aunque era tuerto y perdió el otro ojo luchando —en 1421— consiguió sus más brillantes victorias durante los tres años siguientes. Sólo la peste pudo con él.

31 - Chronica I, 3, 8-9. Como tantos otros clérigos de su tiempo, Cosme estaba casado y tenía al menos un hijo; cf. Cath. Encycl., voz «Cosmas of Prague».

32 - Decretales 32:34. Este cronista es otro fabulador de la sociedad heráldica, que pretende ser Isidoro de Sevilla con trescientos años de retraso y se atribuye gracias a ello grandes dones proféticos.

33 - Epístola 90. Cf. Cohn 1970, p. 191.

34 - Jan de Meung, Roman vv. 9561-9598.

35 - Cohn Ibíd., p. 215.

36 - Müller en Troeltsch ibíd, p. 364.

37 - Cf. Fetscher 1977, p. 35-36.

38 - Cf. Cohn 1970, p. 213.

39 - Ibíd, p. 217-218.

40 - Cf. Calvert Bayley 1983, p. 86.

41 - Ibíd, p. 87.

42 - Braudel 1992, vol. I, p. 419.

43 - Cohn, 1970, p. 245.

44 - Cf. Cohn 1970, p. 226-232.

45 - Engels, en Bloch 2002, p. 6.

46 - Müntzer, en Cohn 1970, p. 237.

47 - Bloch 2002, p. 39.

48 - Apocalipsis, 6.

49 - Los de Sajonia, Hesse y Brunswick (Prusia).

50 - Cf. Cohn 1970, p. 250.

51 - Es el caso de su director de tesis —el teólogo y canonista Andreas Karlstadt—, por ejemplo, que tras celebrar en 1521 la primera misa reformada (donde los fieles se sirven ellos mismos el pan y el vino) pasa en 1524 a vestirse de campesino indigente y a practicar la iconoclastia, destruyendo los ornamentos de su parroquia.

52 - La caza del anabaptista empieza dentro de la Iglesia reformada, cuando en 1527 arde el primero por orden de Zwinglio, el Lutero suizo. Los católicos continentales no se quedan atrás, si bien creen que el «antídoto óptimo» es ahogar a esos herejes. Sólo Inglaterra prefiere seguir purificándolos con fuego.

53 - Cf. Cohn 1970, p. 260.

54 - Véase antes, p. 111.

55 - Rothmann, en Troeltsch 1992, vol. II, p. 694.

56 - Véase Kropotkin en Encyclopaedia Britannica (ed. 1910), voz «Anarchism».

57 - Cf. Gómez Casas 1988, p. 45.

58 - Leyden, en Cohn 1970, p. 272.

59 - Cath. Encycl, voz «Anabaptists», c).

60 - Cf. Cohn 1970, p. 269.

61 - Ibíd., p. 270.

62 - Cuando Appelman perezca sus sucesores se fragmentan en pequeños grupos, cuyo último acto registrado será degollar a 126 vacas de cierto monasterio, en 1580. Cf. Wikipedia, voz «Jan van Batenburg».

 




 

© Antonio Escohotado 2008
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