LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

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El estremecimiento íntimo (II)

«El prepucio de Cristo lo he visto yo personalmente en Roma, Burgos y Amberes (al parecer existen un total de catorce ejemplares), y tan solo en Francia hay ya quinientos dientes del niño Jesús. En muchos lugares se conserva la leche de la Virgen y en otros las plumas del Espíritu Santo.»

Alfonso de Valdés 1.


Las Cruzadas a Tierra Santa empiezan siendo extrañas por su meta, porque el dogma cristiano establece que Jesús resucitó, y que ninguna tumba alberga restos suyos. Cuando María y María Magdalena acuden al depósito para perfumar el cadáver topan según los Evangelios con uno o dos ángeles2, que les reprochan buscar al Mesías donde no está: «¿Por qué buscáis al vivo entre los muertos?»3. Ahora, sin embargo, muchos profetas rurales reciben la visita de un Cristo que manda a Europa emprender la conquista de cierto sepulcro remoto y por fuerza vacío.

¿Cui bono? Venecia, Génova y Pisa disponen de barcos y crédito. También hay segundones feudales poderosos que quieren conseguirse dominios propios, y un Papado en el cenit de su poderío que aspira a ser mariscal del mundo. Además de los intereses está la conmoción ligada al retorno del comercio y la industria, que crea masas de «desorientados pobres»4. Son desde luego menos pobres que en cualquier momento de los siglos previos atendiendo a producto de cada zona, pero las seguridades de la servidumbre han cedido su puesto a una mezcla de esperanzas más o menos sublimes. Precisamente en las zonas que pasaron de una densidad demográfica tenue a una densidad alta, las más ricas, crece la divergencia entre una plebe urbana reformista y una plebe rústica apocalíptica, entusiasmada por la perspectiva de que el castigo y el premio final sean algo inmediato.

El milenarismo tiene para la Santa Sede el estigma descrito ya por san Agustín, que es olvidar la institución eclesiástica como algo sencillamente crónico, aunque le ofrece también un modo de recobrar liderazgo ante las tímidas señales de secularización. En 1095, cuando el emperador bizantino pide ayuda a Europa para defenderse de la presión turca, no imagina que algo viable como mandarle algunas tropas y suministros pueda desembocar en una catástrofe para su pueblo, registrada en nuestros anales como el «monumento más ostensible y duradero a la insensatez»5. De hecho, tanta prisa hubo por convertir la ayuda a Bizancio en una fulminación de islámicos y judíos que Pedro el Ermitaño y Walter el Sincéntimo (Pennyless) no pudieron esperar a la formación de un ejército. Gritando «¡Dios lo quiere!» se lanzaron a pie hacia Jerusalem al frente de una enorme muchedumbre, la Cruzada de los Pobres, que en su gran mayoría iría sucumbiendo o dispersándose antes de llegar a Bulgaria.

En 1098, cuando al fin se ponga en marcha el contingente militar6 los árabes son derrotados, y Jerusalem pasa a ser un reino cristiano —no una provincia de Bizancio como estaba previsto— tras matar allí a todo musulmán y judío, incluyendo viejos, mujeres y niños. Salvo el visir y seis ministros, que pagan su rescate en oro, ni un solo habitante queda para ser vendido como esclavo. Otras dos Cruzadas, con mucha más pena que gloria, dan lugar a una cuarta (1202-1204) inofensiva para los islámicos aunque ruinosa para las relaciones entre europeos y bizantinos, pues funde hasta el último objeto con rastros de oro o plata y acaba destruyendo Constantinopla tras varios incendios, culminados por una orgía de sangre que dura tres días7. Inocencio III ha prometido a los cruzados de 1204 que no pasarán por el Purgatorio8 y está también en el origen de la Cruzada de los Niños, que merece dos palabras9.

I. En la cumbre del patetismo

Por Pascua de 1212 toda Francia sabe que cierto pastorcillo —Esteban de Cloyes, con once años a la sazón— ha sido visitado por Jesucristo para que le lleve una carta autógrafa dirigida al rey Felipe Augusto. Aunque este documento se extravió, las crónicas dicen que denunciaba un fervor decaído hasta el punto de olvidar la profanación de sus Santos Lugares, y que el encargo legó a Esteban tanto una arrebatadora elocuencia como un don para hacer milagros, gracias a los cuales viajó desde su aldea hasta París concitando la admiración de multitudes crecientes. Una vez instalado a predicar, en la abadía de Saint Denis, explicó que Jesucristo le había exigido votos de cruzado. Aclaró que si suficientes niños y niñas le siguieran hasta la costa mediterránea el mar se abriría para permitirles llegar andando a Jerusalem, una plaza perdida otra vez pero reconquistable «no por la fuerza de las armas sino por la del amor y la pureza».

1. Pormenores y consecuencias. Sintiéndose apóstoles de Esteban, niños y niñas desde los ocho a los trece años se lanzaron por los caminos franceses en comitivas que iban aumentando al pasar por cada población, y al cabo de pocas semanas las proporciones del fenómeno hicieron que la Universidad de París sugiriera al rey desautorizar la empresa. Siguió a ello un edicto mandando que los infantes regresaran a sus casas, y muchos padres recluyeron físicamente a sus hijos, si bien cuando no podían unirse a la procesión caían gravemente enfermos o «escapaban como aves migratorias». Estas evidencias hicieron que Inocencio III captara la mano divina, pues «los niños nos reprochan habernos quedado dormidos, mientras ellos vuelan en socorro de Tierra Santa».

Para entonces el fenómeno francés se había extendido al norte del Rin, donde el lugar del pastorcillo Esteban lo ocupaba un Nicolás de Colonia aún más joven (tenía diez años) y al parecer de noble cuna. Llegar al Mediterráneo exigía cruzar los Alpes, aunque fuese en verano, y dicen las crónicas que cuando partió al frente de veinte mil cruzados su procesión estaba marcada por la desigualdad; algunos llevaban sirvientes y hasta carros con provisiones, otros algún equipo más humilde para hacer frente a la intemperie, y un tercer grupo —seguramente el más numeroso— acudía a la buena de Dios. Añaden las crónicas que a principios del otoño aparecieron por el norte de Italia unos siete mil y fueron mal acogidos, terminando las niñas y niños de porte más agraciado en «casas de abuso». Trece de cada veinte habían muerto en los pasos alpinos, que en algunos casos se hicieron intransitables por la acumulación de cadáveres insepultos10.

Meses antes de que el primer cruzado infantil germánico llegase a Italia habían confluido en Marsella unos treinta mil niños franceses, y durante algún tiempo su conductor —el pequeño Esteban de Cloyes— esperó a que el mar se abriese. Como no fue así, una parte volvió o trató de volver a casa, ignorando sus votos como cruzados, mientras el resto se puso en manos de dos armadores con nombre quizá ficticio11, que fletaron siete naves para trasladarles a Jerusalem. Los únicos adultos añadidos a la marinería iban a ser unos pocos monjes, pues la carta de Jesucristo insistía en que el infiel sólo se rendiría ante la inocencia del impúber. Dos de los barcos naufragaron en la isla de San Pietro sin dejar supervivientes12; los otros cinco llegaron a Alejandría y vendieron su carga a tratantes árabes. Tantos pueri franceses acabarían llegando a Bagdad que en 1213 unos quince serían ejecutados públicamente allí, por negarse a rezar a Alá.

Europa tardó casi veinte años en enterarse —debido a la indiscreción de un monje—, permitiendo que Nicolás de Colonia y parte del grupo teutónico fuesen embarcados en Génova con el mismo destino eventual de ahogarse o ser vendidos en lonjas norteafricanas de esclavos. Sólo unos doscientos infantes alemanes que no llegaron a tiempo para subir a los barcos pudieron peregrinar a Roma, y obtener de Inocencio III una exoneración de sus votos como cruzados. Escrita al año siguiente de partir las expediciones, e ignorando su suerte, la Chronica coloniensis describe esta Cruzada como «algo instado por no sé qué espíritu», entre cuyas consecuencias estuvo que «de muchos miles muy pocos regresaron». Pasado el arrebato, ningún niño supo explicar por qué se había lanzado con un cirio y un crucifijo hacia Jerusalem.

Inocencio III aprovechó la inquietud creada por los cruzados infantiles para convocar una quinta expedición militar a Tierra Santa, y se aseguró de que ocurriría excomulgando al emperador Federico II mientras no partiese hacia allí. Sin embargo, la Cruzada de los Niños termina de alguna manera con lo magnético del sepulcro divino, y las expediciones adicionales serán progresivamente difíciles de reclutar13. Durante más de un siglo el Papado y la nobleza habían mantenido su protagonismo oponiendo estas empresas sublimes a la pedestre transformación empresarial, y el desánimo ante la cruzada externa será un contratiempo que salvarán con el fervor y los botines promovidos por cruzadas internas. En efecto, meses después de la primera expedición infantil comienza la caza de cátaros y otros herejes comunistas, que se complementa con una cruzada contra la hechicería. Como ya tuvimos ocasión de exponer la persecución de los rebeldes anticlericales, bastarán dos palabras sobre los reos de hechicería.

Reliquias de cultos y remedios paganos, las brujas fueron seres muy infrecuentes hasta que la Santa Sede decidió en 1231 premiar su captura con indulgencia plenaria y confiscación de bienes. El hecho de ser la delación libre, secreta y remunerada no tardó en lograr que el fenómeno se convirtiera en pandemia, y hacia 1277 se supone que la magia negra interesa ya a «un tercio» de las campesinas francesas14. En 1486 tienta a «todas» las alemanas15 y en 1525 las hogueras del Continente alcanzan su apogeo, pues el descubrimiento de la farmacopea psicoactiva americana hace pensar al inquisidor católico y al protestante que hechiceros aztecas e incas llegan volando a Europa desde el Nuevo Mundo16. Algunos de los inquisidores más activos —como Bodino— pueden ser notables tratadistas de derecho político, pero cuando se trata de cazar y quemar brujas su formación jurídica no les veda un uso sistemático del tormento para obtener confesiones.

2. El proceso industrial. Que brujas y herejes se hayan multiplicado tan espectacularmente lo atribuyen la Iglesia romana y distintos profetas rústicos a una reviviscencia del «astuto ejército satánico». Si ponemos entre paréntesis esa entidad, al fin y al cabo hipotética, la única astucia tangible es el marco social y político creado por una creciente deserción del siervo, apoyada sobre nuevos modos de producir e intercambiar. Ese marco necesita absolutamente que se mantenga una demanda sostenida de trabajadores libres, algo impensable siglos antes pero asegurado ahora por el complejo de cosas unido a la revolución comercial. La Hansa, las florecientes repúblicas italianas y en general los novus burgus se encargan de emplear a los desertores del vasallaje.

Esclavos y siervos permiten al amo mantenerse en gran medida al margen del mercado de efectivo, no sólo porque carecen de retribución monetaria sino porque producen para él buena parte de aquello que en otro caso serían artículos tasados por cambiantes precios. El cambio puesto en marcha es una creciente monetización de los bienes, que al mercantilizar la vida incurre en el principal sacrilegio para la actitud ebionita, mientras crea al tiempo un bucle de realimentación para sus energías. La progresiva entidad de los mercados crea un flujo donde el despilfarro o la imprevisión de uno son aprovechados de inmediato por otro, y la corriente de cosas y efectivo teje su tela sin inmutarse demasiado ante bancarrotas particulares.

Surgen así los primeros nudos financieros, que aprovechan el desarrollo excepcional de algunas zonas y construyen una red lo bastante densa y resistente como para capear cualquier temporal. Así como las fábricas pueden aparecer y desaparecer en pocos años, ellos sobreviven siglos, por no decir que indefinidamente.

3. Telares y finanzas. Florencia se dedica desde 1225 a hacer y exportar telas baratas de lana y algodón17, evitando entrar en competencia con los refinados paños flamencos. En 1300 factura unos seis millones de metros, y en 1330 cambia de política para obtener algo menos pero de mejor calidad. Ese año su industria le produce 1.200.000 florines de oro —renta superior a la suma de las obtenidas por el rey de Francia y el de Inglaterra—, y su Mercato Nuovo asume funciones bursátiles gestionadas por el Arte del Cambio, un gremio especializado en coordinar el movimiento de bienes y dinero. Aunque las familias dominantes vayan sustituyéndose unas a otras, el complejo de circuitos, delegaciones comerciales, fábricas y crédito es en buena medida una autoorganización que cambia como el clima, y no como los decretos regios o los bandos municipales.

Algo muy análogo se observa en Flandes, punto de contacto para mercaderes del Báltico y el Mediterráneo. El comercio y la industria pueden desplazarse, pero cuando alguna ciudad atrae a un número suficiente de sucursales de otras ciudades, como sucede en Amberes, da paso a un centro financiero. Con el comerciante sedentario llegan compañías que ofrecen sus participaciones en compraventa sin dejar de ser rentables, extendidas por muchos países hasta formar conglomerados empresariales cuyo peso político no tarda en ser determinante. Desde 1250 la Santa Sede vive financieramente de banqueros italianos, por ejemplo, y en 1269 el reino de Sicilia cambia de dinastía gracias a un préstamo concertado por Carlos de Anjou con banqueros de Siena, Florencia y Lucca. A partir de entonces ningún jerarca europeo gobierna sin su apoyo, pues los riesgos de ser un mal pagador han pasado a ser disuasorios.

Fiscalmente, la alternativa es el impuesto directo de los burgos o atraer inversores pasando a un régimen de tasas indirectas («sisas»), como hacen las repúblicas comerciales italianas. En cualquier caso, la trama surgida con los negocios aprovecha el delirio del sepulcro vacío como oportunidad para aprender, al tiempo que las escuelas de traductores18 abren fisuras en el autismo ideológico ofreciendo álgebra, lógica, astronomía o medicina científica. El alambique, por ejemplo, un descubrimiento originalmente egipcio perfeccionado por los árabes, no acababa de rendir todos sus frutos hasta que a mediados del siglo XII cierto europeo anónimo tuvo la ocurrencia de añadirle un serpentín refrigerador. A partir de entonces iba a ser posible obtener alcohol puro (aqua ardens), un disolvente que revolucionó el curtido, los tintes, las boticas y hasta la embriaguez, poniendo en circulación los primeros licores (aquae vitae)19.

Lo decisivo es que el Mediterráneo vuelva a ser un mar abierto, pues los musulmanes recobrarán sus territorios pero nunca la hegemonía naval. Esa gran avenida es precisamente lo que estaba cerrado cuando algunos aventureros se lanzaron a desbrozar los caminos con sus caravanas.

III. La asimilación de grandes cataclismos

Sólo algunas religiones aseguran el futuro, y el comercio apenas depara una semana o dos de suministro normal cuando las circunstancias se tornan adversas. Desequilibrado por lo impetuoso de su propio crecimiento, el desarrollo se desacelera o detiene con la Gran Hambre de 1315-1317 y la peste o Muerte Negra, que llega a mediados de ese siglo. Como Europa está mejor comunicada entonces que Bizancio en el siglo vi, y que el islam algo más tarde, la plaga mata a una proporción inaudita de personas20, liquidando con creces el excedente demográfico acumulado. Observemos cada fenómeno a vista de pájaro.

La primavera de 1315 fue como una prolongación del invierno, el verano resultó frío y no menos lluvioso, y para Navidad lo inundado de agua pasó a estar cubierto de espesa nieve, sin que el sol hubiera brillado una semana seguida. Las pésimas cosechas dejaron sin forraje a un ganado que o se sacrificaba en masa o moría de inanición; sin embargo, la sal necesaria para curar esas carnes estaba en salinas o depósitos a cielo abierto, y al estado intransitable de los caminos se añadía la imposibilidad de trasladarla y manejarla en estado líquido. Cuando llegó el segundo otoño sin haber dejado de llover se consumieron las últimas simientes, la delincuencia se agigantó, los abuelos dejaron de comer para que sus nietos tuviesen alguna raíz o corteza que echarse a la boca, y hubo canibalismo.

A la extraordinaria inclemencia meteorológica se añade, sin embargo, un modo inadecuado —por anacrónico— de hacer frente a la crisis. Buena parte de los gobiernos reaccionaron al vertiginoso aumento en el valor de los alimentos con decretos sobre precios máximos para grano, leche, hortalizas y carne que empeoraron en gran medida la situación. El Parlamento inglés, por ejemplo, olvidó entonces que esa carestía era en realidad el único modo de racionar las existencias, y como observa un historiador:

«Cuando la cosecha de un año mal da, por ejemplo, para nueve meses el único modo de hacerla durar doce es elevar los precios, restringir el consumo y obligar al público a que ahorre comida hasta la llegada de mejores tiempos. En vez de evitar la escasez, las leyes agravaron el mal agarrotando y restringiendo el comercio»21.

Puesto que ni las oraciones de la Iglesia ni los graneros de la nobleza protegieron al famélico, al volver el tiempo soleado —en el verano de 1317— los ánimos populares estaban a medio camino entre el desfallecimiento y la furia. Hambrunas generales habían sido fenómenos rutinarios durante el periodo sin negotiatores, y durante el siglo xi hasta las tierras más fértiles de Europa padecieron estos episodios de modo muy frecuente22. Ahora el progreso material evoca un sentido cívico que contempla con una mezcla de sorna e ira tanto las facultades supuestamente milagrosas del clero como el solemne voto nobiliario de socorrer al desamparado, y la escasa o nula ayuda obtenida de la casta superior realimenta su odio. Los niveles de suministro tardarán casi una década en restablecerse de la Gran Hambre, y apenas una generación más tarde —en 1348— iba a estallar la peste:

«…una dolencia que parecía herir a través del aliento y la vista. […] Los miembros de una familia abrían una zanja como mejor podían, sin sacerdote ni oficios sagrados, mientras iban muriendo a cientos de día y de noche, y los perros desenterraban los cuerpos para devorarlos. Y yo, Agnolo di Tura, enterré a mis cinco hijos con mis propias manos.»

Nadie lloraba por muerte alguna, porque todos la esperaban. Y murieron tantos que creí llegado el fin del mundo […] En septiembre habían muerto treinta y seis mil personas en Siena y veintiocho mil en sus alrededores, dejando en la ciudad menos de diez mil hombres, pasmados y casi insensibles. Mil cosas se abandonaron, como las minas de plata, oro y cobre. No describiré la crueldad que se adueñó de los campos»23.

Jean de Venette, un carmelita que entonces profesaba en la Universidad de París, describe el mismo fenómeno con una versión clericalmente correcta:

«La plaga, que comenzó entre los infieles [musulmanes] llegó a Italia y alcanzó Avignon, donde atacó a varios cardenales. Con su acostumbrada bondad, Dios se dignó conceder su gracia y por muy repentinamente que muriesen los hombres todos ellos esperaban el tránsito jubilosamente. Tampoco hubo uno solo que muriese sin confesar sus pecados y recibir el sagrado viático. Para mayor beneficio aún de los difuntos el papa Clemente VII otorgó y garantizó absolución del purgatorio a los de muchas ciudades y burgos fortificados. Las personas murieron tanto más voluntariamente por ello, dejando muchas herencias y bienes temporales a iglesias y órdenes monásticas, pues en muchos casos habían visto morir ante ellos a sus herederos y a niños»24.

1. Corto y largo plazo. Un efecto colateral de la Muerte Negra —como ya lo había sido del Gran Hambre—, fue una persecución a gran escala del extraño que lincharía a leprosos y hasta a personas con enfermedades leves de la piel como psoriasis, pero ante todo a forasteros y judíos25. Inocencio III les llamaba «tesoro real» —entiéndase: lacayos de monarcas traidores, prestos a pactar con los burguenses una liquidación del feudalismo—, y ahora tanto profetas rurales como prelados les acusan de envenenar pozos, cortar la leche de las vacas e irritar en general a Dios. Sus mandamientos higiénicos les exponen menos al contagio, y la tasa algo inferior de mortalidad se interpreta como pacto con los demonios pestíferos.

Con todo, las repercusiones económicas de estos eventos estimulan vigorosamente el cambio social. La gran hambruna hizo que el mercado negro se adueñase de los víveres, mientras los precios enloquecían. La peste —que se mantuvo durante décadas y siguió rebrotando hasta finales del Renacimiento— elevó los salarios, mejorando también en otros aspectos la vida del campesino. Los supervivientes tocaban a bastante más, y ser más imprescindibles para sus señores suponía que la tierra se abaratase para ellos, directa o indirectamente. Algunos pasaron a ser arrendatarios y peones asalariados, otros recibieron parcelas en pago por sus servicios, y dejó de ser necesario hacerse burguense para acceder a la condición de hombre libre. Los arreglos que la plaga impuso entre el señorío y el campesinado fundan el capitalismo en sentido moderno, porque no ya una elite de aventureros y hombres sagaces sino parte considerable de la población pasaba a ser propietaria actual o potencial.

Para la nobleza y la pequeña nobleza o hidalguía, en cambio, el pleno empleo impuso pagar mano de obra demasiado cara a la vista de sus efectivas rentas, y mientras algunos se amoldaron a la condición de vergonzantes otros la demorarían firmando créditos e hipotecas. Los jerarcas salen en su defensa con normas sobre máximos salariales, que reafirman también la atadura física y profesional del campesino, aunque intentar imponerlo suscita una serie prácticamente ininterrumpida de alzamientos. Desde las grandes calamidades cunde el sentimiento de que el señorío no se ha sacrificado por el pueblo, y la lealtad hacia el superior está en entredicho. Es interesante constatar cómo el mismo fenómeno —la peste— provoca consecuencias casi opuestas en Constantinopla y en Europa. En un horizonte suscita inmovilismo y en el otro movilidad social.

En muchos burgos —como en Florencia— la nobleza intenta frenar el ascenso político de la clase media aliándose con el populacho, como hicieron los césares romanos desde el Bajo Imperio, y en el campo los predicadores ensayan una adoctrinación del labriego basada sobre la santa pobreza. Las crónicas del siglo XIV describen a campesinos contrariados por los impuestos que llegan con los primeros conatos de Estado nacional, mientras el cronista no desaprovecha ocasión para exponer una propaganda apoyada a fin de cuentas en nostalgia: cualquier tiempo pasado fue mejor. Los desastres no se habrían producido si el pueblo hubiera evitado novedades sediciosas, presididas por una libertad de conciencia y conducta que sólo puede desembocar en crímenes de lesa majestad como la insumisión política, la herejía o la hechicería.

Por otra parte, presentar las calamidades naturales como castigos divinos es un arma de doble filo, que en un periodo esencialmente «lúgubre»26 puede usarse para predicar lo contrario de la resignación. Reveses calamitosos han frenado el crecimiento, pero la amargura tampoco se conforma con una arrepentida vuelta al ayer. La estampa omnipresente es la Danza Macabra, con sus esqueletos vestidos como personas de alta y baja alcurnia bailando junto a la Muerte con su gran guadaña. No hay nostalgia aquí, sino ironía y desengaño.

IV. Hacia un poder civil

El puente entre la Cruzada de los Niños y el siglo y medio de revoluciones que espera a Europa es la Cruzada de los Pastores, un movimiento protagonizado por «sesenta mil hombres, mujeres y niños» que siguiendo al llamado Maestro de Hungría27 confluyen sobre París en 1251. Allí exigen que la autoridad les traslade a Tierra Santa para liberar al rey Luis IX, prisionero de los musulmanes, reprochando al clero y a la nobleza francesa que lo hayan abandonado. Tras abundantes desmanes y masacres, que se concentran en clérigos y judíos, esta multitud acaba dispersándose28.

Poco después del Gran Hambre, en 1320, las tradiciones del pastorcillo Esteban y el Maestro de Hungría reviven cuando un joven gañán recibe del Espíritu Santo el encargo de combatir a los moros de España, evocando la segunda cruzada de «pastores». La multitud vuelve a confluir en París para pedir el apoyo real, vuelve a no ser recibida y vuelve a desplazarse hacia el sur, atacando «castillos, funcionarios reales, sacerdotes, leprosos y judíos». Estos últimos son su blanco predilecto en varias ciudades francesas y luego en Aragón, donde el rey lo prohíbe de modo expreso. A pesar de ello los «pastores» exterminan a unos trescientos sefarditas en Montclus, provocando la captura y ejecución de sus líderes29.

Sin embargo, el fervor misional —tanto ortodoxo como milenarista— está remitiendo. Los tétricos horizontes impuestos por la Muerte Negra no afectan realmente al proceso privatizador de la propiedad, cuyos instrumentos jurídicos y prácticos son previos al colapso demográfico. No sólo hay millones de burguenses sino otros tantos de granjeros nuevos, en absoluto dispuestos a admitir que la caza de infieles y herejes postergue sus demandas de autonomía y participación en el gobierno.

1. El dinero del siervo. La guerra de los Cien Años30 resulta capital en la historia de la discordia europea —y muy particularmente de la francesa—, porque justifica convertir en ordinario el tributo extraordinario de la talla. Fuera de las prestaciones en trabajo, limitadas siempre al «tercer estado»31, la recaudación de metálico para hacer frente a eventos catastróficos no eximía al clero y la nobleza (los otros dos estados) y se basaba en el principio no taxation without approbation. Ahora una constelación de factores —el despegue económico popular, la sucesión de derrotas francesas y la connivencia de los nobles— desembocan en que el rey pueda cronificar y multiplicar dicho tributo. El cronista Commines, que redacta su saga poco después, ve en ello «una herida imposible de cerrar», de la cual manarían «casi todos los vicios y abusos que fueron minando el antiguo régimen»32.

En el resto de Europa esa «monstruosa consecuencia de eximir al rico y gravar al pobre»33 deriva de haberse generalizado la economía monetaria, y alcanza grados distintos de iniquidad en cada país. Pero la monetización constituye también un antídoto, que además de alimentar las revoluciones desacraliza el poder coactivo. Para el granjero medio y para los burguenses ha dejado de ser aceptable que la fuerza derive de Dios, y esto les lleva a reclamar del jerarca no sólo legitimidad formal sino conocimiento, arte de gobierno. Faltando tal cosa, como explica Maquiavelo, será imposible no naufragar en un despropósito u otro.

«Todas las ciudades que en cualquier tiempo fueron regidas por un príncipe absoluto, por aristócratas o por el pueblo se han apoyado sobre una fuerza combinada con prudencia, porque esta última no basta y la primera o bien no produce cosas o no las conserva.»

 

NOTAS

1 - Alfonso de Valdés, secretario de Carlos V, carta fechada en 1526. Cf. Deschner 2003, p. 66.

2 - En ese número reside la principal diferencia entre los relatos de Mateo (28,1-8), Marcos (16:1-8), Lucas (24: 1-8) y Juan (20: 1-2).

3 - Jesús, a quienes le buscan en el sepulcro; Lucas, 24: 5-6.

4 - Cf. Cohn 1970, p. 53-71.

5 - Hume en Smith 1982, p. 361.

6 - Las fuentes bizantinas hablan de unos quince mil caballeros y treinta y cinco mil infantes, un ejército formidable para la época. El emperador Alejo Comneno quedó «intimidado» al verlo, anticipando quizá futuros horrores.

7 - Los cruzados deciden quedarse con Bizancio para siempre —llamándolo Imperio Latino—, y hasta 1261 no hay forma de expulsarlos.

8 - Sin perjuicio de indignarse al conocer su combinación de atrocidades contra cristianos y nulidad militar ante los musulmanes.

9 - Algún historiador contemporáneo ha sugerido que los cruzados infantiles fueron bandas itinerantes de adultos «empobrecidos por la revolución comercial», llamados entonces genéricamente pueri («niños»). En la misma línea se ha mantenido —como algunas ediciones de la Biblia— que los hermanos de Jesús mencionados por el Nuevo Testamento quizá sean primos, pues el arameo no distinguiría bien esos parentescos. Las crónicas del periodo, que son unas cincuenta, empezando por la Chronica regiae Coloniensis (1213), se reseñan en Raedts 1977, de donde tomo los datos expuestos a continuación.

10 - Las fuentes hablan de «piñas como las abejas» donde se amontonaban para soportar los fríos nocturnos, aunque muchos amanecieran congelados total o parcialmente.

11 - Porcus («cerdo») y Ferreus («de hierro»).

12 - Su recuerdo hizo levantar allí una capilla llamada de los Nuevos Párvulos, cuyo vitral se conserva.

13 - La última victoria europea será tomar Damietta en 1217 —cinco años después de haber zarpado la cruzada infantil—, aunque ese ejército desiste al fracasar su conquista de El Cairo.

14 - Lo dice Jean de Meung, en el versículo 18.624 del Roman de la rose.

15 - Huxley 1972, p. 129.

16 - Historia, argumentos, procedimientos y sociología de la cruzada contra la hechicería se detallan en Escohotado 1998, p. 275-355.

17 - El algodón (del árabe al qutun, origen también del inglés cotton) demanda climas meridionales —en contraste con la lana— y Florencia lo obtiene entonces de España y el norte de África, merced a barcos de Pisa y Génova fundamentalmente. Los datos del cronista florentino Giovanni Villani —publicados hacia 1350— los tomo de Spufford 1995.

18 - A la primera —que aparece en Córdoba— siguen las de Toledo y Sicilia, fundadas por dos monarcas excepcionalmente cultos como Alfonso X y Federico Barbarroja.

19 - Cf. Crombie 1983, vol. I, p. 126-127.

20 - Florencia, que en 1338 tiene unos cien mil habitantes, se reduce a la mitad en 1351. Inglaterra, el país más castigado, pierde quizá el 70 por 100 de la población; cf. Wikipedia, voz «Black Death».

21 - Hume 1983, vol. II, p. 177.

22 - Francia, por ejemplo, pasa de veintiséis hambrunas en ese siglo a dos en el XII—cuando aparece la letra de cambio— y a 4 en el XIV, un siglo devastado por grandes rebeliones; cf. Braudel 1992, vol. I, p. 74.

23 - Hay diversas versiones online de la Cronaca sienese (c.1351).

24 - La Chronica de Venette (c. 1350) se encuentra también en varias páginas de la misma fuente.

25 - En 1351, cuatro años después de declararse la epidemia, han sido exterminadas doscientas diez comunidades judías en Europa occidental y hay noticias de unas trescientas cincuenta masacres adicionales, que promueven el éxodo hacia el este de la rama ashkenazim (asentada hasta entonces en el valle del Rin y el norte de Francia). En Inglaterra la persecución alcanza su apogeo con Ricardo Corazón de León, y millares perecen a lo largo de todo el reino, especialmente en York; cf. Hume 1983, vol. I, p. 378-379.

26 - North y Thomas 1982, p. 88.

27 - La Chronica maiora de Mateo París (c. 1257) le identifica como uno de los líderes de la cruzada infantil. En todo caso parece haber pasado una etapa intermedia como monje, bajo el nombre de Jacobo, aunque dejase el convento para convertirse nuevamente en cruzado. El grueso de sus seguidores venía de Brabante, Flandes y Picardía.

28 - La reina madre, Blanca de Castilla, limita con tropas su movimiento por la ciudad y acaba expulsándolos. Divididos en grupos, algunos expulsan al arzobispo de Rouen y ahogan en el Sena a varios clérigos; otros atacan monasterios en Tours, persiguen judíos en Amiens o resisten en los alrededores de Bourges. El Maestro mata allí a un burguense que osa contradecirle y aunque sale huyendo es alcanzado por una partida de amigos suyos a caballo, que le dan muerte; cf. Cohn 1970, p. 97.

29 - Ya en París denunciaban el «contubernio» de la monarquía francesa con los judíos, un hecho reseñable cuando Felipe IV los había expulsado de Francia en 1306, confiscando todos sus negocios. La desastrosa administración de lo confiscado justificará readmitirlos diez años más tarde.

30 - En realidad ciento dieciséis años (1337-1453) a despecho de varias treguas, donde Inglaterra —un país siete veces menos poblado entonces que Francia— lucha por mantener sus posesiones allí, amparada en razones dinásticas ridículas. Entre otras cosas, la invasión demuestra que una tropa ante todo plebeya, peor armada y mucho más pequeña, desbarata el ímpetu supuestamente invencible de la caballería señorial.

31 - Representado en Francia por las bonnes villes o ciudades destacadas, aunque comprendiese teóricamente a «todos los demás súbditos»; cf. Tocqueville 1982, p. 69-77.

32 - Tocqueville 1982, p. 125-126.

33 - Ibíd, p. 126.

 




 

© Antonio Escohotado 2008
LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO
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