LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

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El estremecimiento íntimo

«Fulminar a musulmanes y judíos iba a ser el primer acto de la batalla definitiva, que culminaría en la fulminación del propio Príncipe del Mal.»

N. Cohn1.

Las insurrecciones del noroeste europeo aprovechan la oportunidad idónea, cuando la cúpula del poder feudal ha tenido tiempo de enriquecerse y endeudarse a fondo, y el Papado lanza su candidatura a superpotencia política para frenar la desintegración de valores y costumbres. En 1075 el papa Hildebrandt, Gregorio VII, prohíbe la venta de cargos eclesiásticos («simonía») y el matrimonio o concubinato de clérigos («nicolaitismo»), cuestiones que podrían considerarse insertas en su incumbencia tradicional si no declarase al mismo tiempo «1. El pontífice romano está por encima no sólo de los fieles […] sino de todos los Concilios. 2. Los príncipes, incluido el Emperador, están sometidos al él. 3. La Iglesia romana nunca ha errado ni errará»2.

La consecuencia es que Gregorio VII y el emperador Enrique IV, dos germanos, se destituyan mutuamente3. En 1084, cuando el segundo se instale en Roma para presidir un concilio sobre el conflicto, la indignación del primero por no poder evitarlo le sugiere pedir socorro al jefe de los normandos, cuya tropa está formada entonces en su mayoría por mercenarios musulmanes. Enrique se retira a poca distancia, para no verse cogido entre la rebeldía romana y ese contingente, y desde allí verá cómo la ciudad —incapaz de pagar las soldadas— sufre el peor saqueo conocido desde 390 a. C., cuando fue destruida por los galos cisalpinos; miles de romanos son pasados a cuchillo, la ciudad arde por los cuatro costados y tardará más de medio siglo en reponerse. Gregorio huye del horror gracias a Guiscard, el proteico jefe normando4, pero el peso de lo provocado le ayuda a morir en pocos meses.

I. Más de un diagnóstico para la crisis

Siguen cincuenta años de guerras entre partidarios del Papado y partidarios del Imperio5, que el burguense aprovecha para ir limando taras serviles mientras abastece de hombres, vituallas y equipo a los dos bandos enfrentados. La osadía política de los Papas —al postularse como rectores políticos de Europa— quiere atajar una decadencia espiritual e institucional definida originalmente por tres monasterios6, y expuesta en los cuatro mil versos del De contemptu mundi que compila hacia 1140 el último gran abad de Cluny, san Bernardo. Rebosante de nostalgia, indignación y vida cotidiana, denuncia a los «señores de este mundo» que aprovecharon el retorno del comercio para sembrar dudas sobre lo santo de la pobreza.

Todo se ha corrompido, sencillamente. El alto clero olvidó tanto al siervo como a los reyes y a la propia Santa Sede, transformando sus votos de pobreza, obediencia y castidad en oportunidades para enriquecerse, medrar y fornicar. El bajo clero, inmerso en una barbarie supersticiosa, quizá no haya avanzado tanto en el olvido de los valores apostólicos pero está llamado a caer en herejías milenaristas. Quienes profesan votos caballerescos7 no salen mejor parados; son tan corruptos como el alto clero. Para ellos, y para la Iglesia señorial, es urgente recordar que Dios y el Dinero son tan incompatibles como amar al más allá y apegarse al más acá.

No indigna a san Bernardo, en cambio, el confort de los medios arbitrados para acceder a la vida celestial, pagando misas, mandando a otro como peregrino o comprando bulas santificantes. Dichas cosas son fruto de una evolución que ha ido organizando poco a poco lo mejor para todos, y como el disconforme con ellas no ha entendido la racionalidad eclesiástica merece a su juicio excomunión, aunque esto equivalga a muerte civil8. Por lo demás, el revival religioso es un fenómeno paralelo a cierto alivio en la miseria, y aunque el pueblo detesta muy cordialmente a los «señores de este mundo» no hay modo de evitar que el primero de ellos se identifique con la propia Roma, y con los lucrativos atajos inventados por ella para salvarse.

1. La tendencia apostólica. Tanto el bajo clero como los que se están manumitiendo de hecho o de derecho reclaman cualquier cambio salvo más ascetismo y más obediencia. Indigna, por ejemplo, que la misa reserve el vino —sangre del Cristo— al oficiante, imponiendo a los fieles que se limiten a una hostia de pan ácimo. Escandaliza también que las no consumidas sigan siendo carne del Cristo, y que tocarlas sin ser clérigo sea sacrilegio9. Lo mismo puede decirse del bautismo previo a la edad de razón, o que se prohíba interpretar libremente el Evangelio. El espíritu de los nuevos tiempos no pretende recobrar una conciencia opuesta a la carne y el mundo, sino reconciliarse con el más acá de un modo piadoso al tiempo que práctico.

De hecho, los papas estadistas tienen un programa sustancialmente parejo al gremial, pues defienden «independencia de la Iglesia con respecto a las autoridades civiles, y al tiempo una ampliación de sus derechos territoriales y principescos»10. Si sus deseos se cumplieran Roma pasaría a ser el mayor terrateniente europeo con mucho, una perspectiva que no inquieta al pontífice mientras sus administradores estén atados por voto de pobreza, obediencia y castidad. Gregorio VII, faro para sus inmediatos sucesores, ha repetido que los derechos hereditarios del alto clero cesarán cuando cese su fornicación, y que sólo entonces podrá despejarse de cualquier nube simoníaca y nicolaitista el sabio gobierno de la Iglesia.

Esta línea se diría la única adaptada a frenar los reproches de vida doble y cinismo que han empezado a multiplicarse con el desarrollo material, pues los más fervorosos defienden una Iglesia propietaria y administradora de todo, como la descrita en Hechos de los apóstoles. Con todo, estar de acuerdo en lo apostólico dura fracciones de segundo, pues la mayoría de los burgueses entiende por ello algo distinto que los campesinos. Su único punto de coincidencia es la raíz anárquico-libertaria del cristiano primitivo, cuya propuesta consiste en desandar todos los pasos que transformaron a la Iglesia en gran señora de este mundo.

Entre los más fervorosos es costumbre oponerse primero a las autoridades temporales o espirituales que tomaron partido por el Imperio, como acontece con los patarinos de Milán, Parma y Florencia, a quienes Gregorio VII tiene en particular estima. Pero ni ellos ni ningún otro grupo regeneracionista se librarán de excomunión, y del paso ulterior que el Papado está descubriendo para luchar contra sus peores adversarios: la cruzada seguida por actuaciones inquisitoriales. Son rebeldes vocacionalmente pauperes, clasificados todos por el clero como herejes comunistas, aunque en los grupos pacíficos su pobrismo presenta la destacable novedad de no ser tanto anticomercial como anticlerical.

Los grupos no pacíficos son también anticomerciales, y proliferan en la zona inicialmente más densa en burgos que es la comprendida entre el Rin y el Somme, donde se observa el mayor salto demográfico11. La vagaudas del Bajo Imperio fueron consecuencia de que se redujesen las tasas de intercambio, pero las hordas rurales guiadas ahora por distintos profetae se alimentan de lo contrario: para el labriego apático y ceñido a sobrevivir «la vida se hace más independiente pero también más laboriosa y sujeta a mayores accidentes […] y mientras uno se enriquecía con actividad y buena suerte el otro quedaba pobre»12.

Tan abundante es este segundo tipo de comunista que la primera Cruzada externa —convocada como Cruzada de los Pobres— puede considerarse iniciativa suya en gran medida. El héroe legendario de dichas masas es el rey Tafur, un normando convertido al milenarismo que cambia su equipo militar por una guadaña, a quien sigue un ejército de harapientos con fama de caníbal, cuya sola presencia provoca pánico irrefrenable en los islámicos13. No es ocioso recordar que los tafures son ebionitas bastante estrictos, hechos a vestir como única vestimenta la tela de saco, aunque tanto ellos como sus precedentes odian ante todo al rico eclesiástico. Bien porque la mayoría de los urbanitas les parecen potenciales aliados, o bien porque sólo una pequeña fracción de comerciantes nada visiblemente en la opulencia, lo que se generaliza en ese tipo de agentes es un expolio limitado a dominios eclesiásticos.

El primero se produce hacia 1050, y es atribuido a «turbas campesinas» de la comarca de Arras. En 1112 se corona como rey-mesías de la zona cierto Tanchelmo de Amberes, del que consta que derogó el diezmo eclesiástico y reinó efectivamente sobre parte de Flandes, hasta ser asesinado en 1115. La misma trayectoria sigue Eon de l’Etoile en Bretaña14. Tienen cartas escritas por Jesucristo para presentarse, como sus predecesores altomedievales, y aunque se parecen a Robin Hood por entregar a los pobres el producto de los robos no pueden ser más distintos considerando el objeto de sus respectivos ataques; la figura puramente novelesca del primero lucha contra el sheriff de Nottingham, mientras Tanchelmo y Eon centran sus ataques sobre iglesias, abadías y ermitas.

II. Mansedumbre y furia

Hacia el año 1000 los monasterios eran —con los castillos— el único espacio a cubierto de hambrunas y saqueos. Cuenta Hume que un rey inglés fue recibido en cierta abadía por frailes rebozados en barro y ceniza, para protestar por una dieta que había pasado de nueve a tres platos por comida. Si a eso se añade, atendiendo a Boccaccio, la presencia de abundantes campesinas e incluso hermanas cortejables, residir en algunas abadías estaba entre los grandes lujos. Con frailes y monjas de primera y segunda clase, estos últimos equiparables a sirvientes, la aristocracia usaba sus recintos como reformatorios para hijos díscolos, asilos para progenitores quebrantados y casas de reposo para el resto.

A finales de este siglo, sin embargo, la laxitud de frailes y monjas provoca vergüenza, odio e incluso actos de agresión fulminante. El Apocalipsis ha predicho que al cumplirse el milenio cesa el encadenamiento del Diablo, siquiera sea «por breve tiempo», y las comitivas que se forman en torno a mesías findemundistas no sólo tienen muy claro quiénes forman parte de las huestes infernales sino ese «breve tiempo» de que disponen. Los ricos han engordado para la matanza, recordará Jan de Meung, «porque han vivido del robo […] saqueando al débil»15, y su expolio es restitución. Por otra parte, sería simplificador e inexacto reducir el brote de fanatismo a esas hordas que aterran a sus presas castañeteando los dientes antes de atacar, armadas con aperos agrícolas o simples palos, protegidas de la intemperie por arpillera y capas de mugre.

Mientras una minoría se hace hedonista, e incluso suscita herejes epicúreos como los Hermanos del Libre Espíritu, un sector más amplio responde a la movilidad social recién instaurada con actitudes muy diversas. Unos han jurado llevar «una vida de desprecio por el mundo», como dice un cronista hacia 115016, y practican la mansedumbre más extrema. Otros gritan: «¡Muera quien hable en contra!»17. Atendamos muy someramente a algunas de sus manifestaciones.

1. El comunismo de los párvulos puros. Los primeros grupos heréticos son cristiano-maniqueos y remiten a una secta búlgara, detectada por cronistas bizantinos tras la predicación de cierto Bogomil en 93018. Profesan un dualismo moderado19 —donde Jesús representa a un emisario angélico que simplemente «pareció» morir—, rechazan todo tipo de jerarquías mundanas y consideran especialmente despreciable una Iglesia que pretende monopolizar la gracia divina con un supuesto poder sacramental. Ven en monjes y monjas de clausura a personas manipuladas por un poder anti-igualitario, que pretende dominar al resto fingiéndose más recto. Creen también que la riqueza es tan pecaminosa como virtuosa la pobreza, pues cuanta menos materia rodee a cada persona más alma tendrá. Su filantropía convive con aversión hacia el no sectario, y suele destacarse su «desconcertante falta de unidad doctrinal»20.

Tampoco hay unidad doctrinal en el evangelio de san Marcos, el más antiguo de los canónicos, y resulta quizá más preciso decir que los nuevos fieles son un calco de los paleocristianos, sin el pulido de ortodoxia y aparato litúrgico que aporta la institución eclesiástica. Su entusiasmo brota de un credo sencillo y populista, que conmueve en Europa como conmovió en Judea, Siria o Persia la predicación original de Jesús y Mani. Las ideas han aprovechado las rutas comerciales recién abiertas, y en el primer tercio del siglo XI hay comunas suyas en burgos importantes del norte21, así como un foco muy activo en el Piamonte.

Una generación más tarde a los cristiano-maniqueos se han sumado cristianos estrictos aunque reformistas, que son el gran evento intelectual de la época. Entre ambos ocupan una ancha franja que va de los Balcanes a los Pirineos, con comunas en Flandes, el oeste de Alemania y Lombardía, donde están concentrados el comercio y la industria.

III. Los derechos del laico

Una espesa bruma envuelve a los patarinos lombardos, citados por todas las fuentes como pioneros pero reducidos al dato de tres hermanos —los caballeros Arialdo y Erlembaldo, el clérigo Arnulfo— brutalmente asesinados en luchas con el arzobispo de su ciudad, a quien acusan de comprado y fornicario. El texto conocido como Historia de Milán es un fragmento que sólo cubre hechos ocurridos poco más tarde, cuando otro miembro de esta castigada familia —el diácono Litprando, «propietario de la iglesia de San Paolo»— ha visto cortadas su nariz y sus orejas pero no ceja en la denuncia del arzobispo22. A partir de aquí cunde cierto surrealismo, pues el prelado es un demagogo sostenido por «la turba» que llega cubierto de harapos, a quien el propio Litprando recomienda vestir de modo acorde con la importancia excepcional de su archidiócesis. Casi más sorprendente es que patarino venga de pates («andrajos»), y Pataria fuese una calle frecuentada por los mendigos de la ciudad. El andrajoso prelado niega ser corrupto23, y el relato termina con una ordalía de fuego superada milagrosamente por su acusador.

Algo más de información hay sobre los cátaros o «puros»24, que partiendo de burgos septentrionales y lombardos se consolidan en el Languedoc, donde son tolerados e incluso apoyados por la nobleza y el alto clero. Sintiéndose herederos de los patarinos, dividieron su sociedad en «perfectos» (con votos perpetuos de ascetismo, pobreza y castidad) y simples «oyentes». El matrimonio les parecía maligno, pues aspiraban a provocar el advenimiento de la Luz y el fin de la Materia con un suicidio colectivo (la «sagrada Endura») consumado por restricción de natalidad. Parte importante de su éxito popular puede atribuirse a que las obligaciones del no perfecto acababan siendo en la práctica abstenerse de violencia25 y sostener a sus perfectos. Fuera de ello su código de conducta consagraba la libertad de conciencia. Santo Domingo —testigo de primera mano durante una década— afirma que los predicadores cátaros procedían «con celo, humildad y austeridad»26.

Las comunas de Albi y Toulouse, llamadas albigenses, tenían menos contacto que otras zonas con el comercio y empezaron a vivir el anti-materialismo como un ensayo de amoldar novedad y tradición, entregado en gran medida al arbitrio de cada cual. Sin filósofos ni cronistas siquiera, con esta autonomía prosperaron y fueron respetadas hasta 1207, cuando la Santa Sede declaró que toda propiedad cátara era confiscable y convocó la primera Cruzada interna. Invitaba así a los señores francos del norte, que se lanzaron sobre su presa desde 1208 a 1244 y obtuvieron un enorme botín en tierras y otros bienes.

Los supervivientes fueron entregados a una Inquisición recién constituida, que les sometió a la hoguera no por crueldad sino para que tuviesen ocasión de purificarse con el arrepentimiento, y ardieran unos pocos minutos en vez de ser condenados al fuego eterno. Roma había advertido sobre sus intenciones ya en 1190, al equiparar un canon papal al hereje con el reo de lesa maiestas o alta traición, cuyo castigo sólo puede ser un «tormento sin reserva de pruebas» consumado por la eventual muerte.

Se dice que poco antes de ser destruidas las comunas albigenses creían en una Edad de Oro, y la vecindad de Cataluña y el Languedoc ha hecho que algún cronista imaginativo retrotraiga a ellas el anarquismo ibérico27. Como detestaban la materia en todas sus manifestaciones, si algo les acerca a Durruti es su propensión a destruir títulos de propiedad, que simbolizan lo perdurable del mundo material. Singularmente desapasionada es la descripción de los cátaros hecha por el dominico Gui, hacia 1300: «Dicen de sí mismos que son buenos cristianos […] que ocupan el lugar de los apóstoles, y que por eso mismo son perseguidos»28.

1. El proto-protestantismo. Mucho más enjundiosas conceptualmente resultan las herejías de enricianos y petrobusianos, que siendo coetáneas y diseminándose en comarcas contiguas o próximas muestran hasta qué punto la comunicación oxigena el entendimiento, produciendo alternativas al fanatismo. Enrique el Monje —muerto en cárceles eclesiásticas hacia 1149— andaba descalzo en invierno, destacaba por su grandioso porte y convencía con la elocuencia del sentido común. Acabó defendiendo tres puntos: a) la Iglesia carece de poder doctrinal y disciplinario; b) el Evangelio debe ser objeto de libre interpretación; c) conviene interrumpir, por supersticioso, cualquier acto de culto. Antes de que muera en mazmorras ha fascinado a todo tipo de feligresías en zonas cátaras y un territorio bastante mayor, que va de Montpellier a Burdeos. Pobristas y racionalistas a la vez, sus sermones hacen que las damas regalen sus joyas y vestidos, que los caballeros célibes se casen con prostitutas para redimirlas y que, en general, crezca el apoyo al libre examen de los asuntos religiosos.

No menos analítico fue Peter de Bruy o Buy, probable maestro de Enrique el Monje y clérigo también, que podría ser el primer europeo en criticar sistemáticamente no sólo el ropaje litúrgico sino cualquier aspecto mágico del credo cristiano. Dentro de la magia incluyó el valor del bautismo —cuando el bautizado no tiene pleno uso de razón y lo solicita—, la transubstanciación de la hostia, la santidad del celibato y el truculento símbolo de la cruz. Quería «desmaterializar» a la Iglesia para «que Dios y el hombre se acercasen». Sus enemigos29 le acusaron de algunos actos violentos, como promover la ocupación de monasterios ricos para repartir sus bienes entre los indigentes, e imponer el matrimonio a ciertos clérigos (los ya unidos por previo concubinato). Santo para muchos, fue preso en 1126 y quemado vivo —con fuego de cruces hechas por él mismo— en 1130.

También en 1130 aparece la Historia de mis cuitas del monje Pedro Abelardo (1079-1142), «el hombre más sutil e instruido de su tiempo, escuchado por toda Europa»30, referente intelectual para Enrique el Monje y Pedro de Bruys, de cuyo prestigio depende la fundación de una Universidad en París. La fama alcanzada por este estudioso de Aristóteles indica que empieza a respetarse la inteligencia en y por sí misma, como si la Sabiduría comenzase a recobrar terrenos abandonados a la Profecía institucionalizada. Junto a la auctoritas de la fe aparece una razón observante que exhuma las ciencias lo mismo que inventa la notaría o el molino de viento, osando incluso irrumpir en la ciudadela del dogma.

Dividida entre el corpus mysticum de sus «buenos cristianos» y una institución despótica, la Iglesia encuentra un nuevo adversario en fray Arnoldo de Brescia (1090-1155), un pupilo de Abelardo cuyo comunismo no pide restitución al rico en general sino un reparto inmediato de los dominios eclesiásticos. Como otros burgos lombardos, Brescia padecía entonces la férula de un obispo propietario de casi todo, y Arnoldo colabora en 1139 con el ayuntamiento para acelerar un traspaso de competencias que convierta a la ciudad en una república democrática. A su juicio:

«Es imposible que se salven clérigos que tengan propiedades, obispos que mantengan regalías y monjes con posesiones. Todas estas cosas pertenecen al príncipe, que sólo puede disponer de ellas a favor de los laicos»31.

La contundente forma que tiene Arnoldo de tomar partido por los laicos es empezar negando que un clero «propietario» administre los sacramentos, tesis que le vale el destierro de Brescia y la orden papal de «guardar perfecto silencio». Pero llegando a Roma descubre la misma trama de burguenses maniatados por un prelado omnipotente, y vuelve a ponerse al mando de la insurrección civil. Como ahora tiene experiencia en tales asuntos, se desempeña con tal eficacia que el papa Eugenio III lo excomulga aunque no puede evitar su propio exilio32. Tres años más tarde sufre la humillación adicional de regresar teniendo a Arnoldo como primer magistrado de su democracia.

Este atrevimiento suspende momentáneamente las hostilidades entre Imperio y Santa Sede, que obrando unidos logran deponerle y algo después ahorcarle33. Pero el legado de Arnoldo es que la Iglesia «primitiva» no está en guerra con el civismo sino con la Iglesia señorial. Limitando su afán expropiador al alto clero, el pobrismo de arnoldistas, enricianos y petrobusianos ya no es el negativo de previsión y diligencia sino más bien una adaptación del fiel a la fábrica y otras instituciones nacidas con los burgos. Eso explica que confluyan todos en el movimiento comunista más duradero y civilizado, cuyo origen es un magnate de la industria textil parecido por antecedentes y filantropía a Robert Owen.

IV. El movimiento valdense

Hacia 1173 uno de los empresarios más prósperos de Lyón, Petrus Valdes (también Pierre de Vaux, y Waldo), reparte su dinero y su fábrica de hilaturas de manera que algo le quede a su esposa e hijas aunque no a él, comprometido desde entonces con un estricto voto de pobreza. Su primera urgencia es traducir la Biblia a lengua romance, para poder estudiarla y comentarla, y pronto hay una secta de pauperes o indigentes, también llamados pauvres d’esprit, que a despecho de ese nombre dan muestras de clara perspicacia con su proyecto de «armonizar el ideal religioso y un orden civil independiente»34.

Valdes, al que vemos luego abriendo un comedor comunitario, supo quizá desde el principio que estaba abocado a la herejía. Pero se impuso ser ortodoxo y dócil con la jerarquía en todo, salvo renunciar a un celo misionero que intenta una reforma de la Iglesia por caminos democráticos graduales, con un movimiento de abajo a arriba. La Santa Sede no pudo oponerse, confirmó su voto solemne de pobreza y añadió que él y los discípulos sólo estarían autorizados a predicar cuando así lo pidiese cada diócesis y parroquia. Antes de que se acumularan las denuncias por desobedecer esta norma, en apenas una década, los valdenses tienen tiempo para arraigar en burgos antiguos y de nueva planta, especialmente entre tejedores, artesanos y hombres de negocios, sin perjuicio de atraer también al bajo clero, la clientela del noble y muchos campesinos.

1. Un precoz cultivo del término medio. La excomunión llega en 1184, cuando los valdenses viven divididos en perfectos y discípulos (estos últimos sin voto de pobreza y castidad) y se agrupan en dos ramas; los «pobres de Lyón» son moderados, mientras los «pobres de Lombardía» o humiliati se inclinan al radicalismo. Todos ellos «consideran un pecado mortal que los eclesiásticos se arroguen los derechos de los apóstoles sin asumir una vida apostólica»35. Una vez excomulgados, los discípulos de Valdes carecen de estímulo para seguir velando sus divergencias doctrinales, y modifican entonces la liturgia36. Llaman abiertamente «crimen» a la Inquisición, añadiendo que el alto clero es apóstata desde los tiempos del papa Silvestre y Constantino, cuando la conversión del cristianismo en culto oficial enajenó su troquel ebionita. El periodo transcurrido desde entonces sería la crónica de una progresiva traición a sí mismo y al conjunto de los laicos, cuya legítima promoción entorpece con un culto a la limosna. El precepto de compartir sólo es obligatorio para Iglesia señorial, no para una sociedad secular que bastante tiene con defenderse de las inclemencias naturales.

Cuando esta postura acabe de perfilarse, a mediados del siglo XIII, sus comunas se multiplican y prosperan por toda Europa, lo mismo en las cuencas del Ródano y el Po que en las del Rin y el Danubio. Una vez más, el atestado menos melodramático de sus progresos y apoyos lo encontramos en un inquisidor:

«Entre todas las sectas que existen o han existido no hay ninguna más perniciosa que la de los lyoneses; y por tres razones […] La segunda porque es la más extendida, y apenas si hay un país donde no exista. La tercera porque todas las demás sectas despiertan horror y repulsa por sus blasfemias contra Dios, mientras ella exhibe una gran semblanza de piedad […] Solamente blasfeman de la Iglesia y del clero romanos, y por esto tan grandes multitudes de laicos les prestan atención»37.

Los inquisidores transforman la excomunión papal en ejecución y confiscación de bienes, desde luego, pero derrotar a los valdenses supone una Cruzada tan interminable como insatisfactoria. Valdes no es capturado, algunos de sus discípulos resisten en Bohemia —hasta desencadenar la posterior rebelión husita—, y su núcleo suizo acaba fundando una de las primeras iglesias protestantes, que tras acogerse a la profesión de fe calvinista mantiene sus enclaves antiguos y se disemina por América del norte y el Río de la Plata.

En 1250 un acta inquisitorial ha alegado que «como estudian tanto, rezan poco»38. Este rasgo ayuda a entender que aún hoy —reunidos por una Tavola o asamblea ecuménica anual— sigan fieles a su comunismo cívico y estrictamente voluntario, viviendo sin apreturas una vocación de frugalidad y mutuo auxilio.

V. El pobrismo ortodoxo

Santo Domingo de Caleruega (1170-1221) y san Francisco de Asís (1182-1226) son personalidades afines, aunque las circunstancias les impusiesen destinos dispares. Del primero se cuenta que —siendo estudiante de teología en Palencia— intentó dos veces venderse como esclavo para dar ese dinero en limosnas, y que vivió «sumido en trance contemplativo» los nueve años de su estancia como canónigo en Burgo de Osma. Luego se convertiría en amigo íntimo de Simón de Monfort, jefe de la cruzada anti-albigense, y vio la necesidad de «combatir la herejía» con las mismas armas de humildad y vocación apostólica desplegadas por los herejes. Roma sancionó sus esfuerzos aprobando la orden de predicadores o dominica, que de modo espontáneo asumiría las funciones inquisitoriales, mientras él siguió dando ejemplo de extraordinaria austeridad hasta su última hora39.

Francisco de Asís, el «santo seráfico», nació como santo Domingo en el seno de una familia distinguida. Se orientó inicialmente hacia la carrera de las armas, hasta que cierto día oyó a Cristo decirle desde una cruz: «Ve y repara mi ruinosa casa». Vende entonces su guardarropa y el caballo, trata de entregar el dinero a una parroquia, rompe el corazón de su padre —un empresario textil que ante tribunales civiles y eclesiásticos le acusará de despilfarrar la fortuna gastada en darle una carrera digna— y acaba haciendo lo que él mismo propone a los jueces, que es abrazar la santa pobreza como su «dama» y «prometida». Ningún texto evangélico le impresiona tanto como el que dice «no toméis oro ni plata ni dinero en vuestros cintos, ni impedimenta para ir de viaje»40. Aunque sea autodidacta, un par de años más tarde ha reclutado once «hermanos apostólicos», y presenta en Roma la regula vitae para una orden mendicante cuya finalidad será «caminar sobre las huellas de Jesucristo».

Dichas huellas restauran la conciencia infeliz en su estado de prístina pureza, con un ánimo de hermandad hacia todo que sólo excluye libido y confort. El Hermano Asno —así llama a su cuerpo— carga con toda suerte de penalidades, pero él le pide perdón con ternura, porque nada concupiscente obtendrá. Una intensa visión del Crucificado, ocurrida en 1224, le deja estigmas permanentes de clavos en manos y pies, trastorno al que pronto se suma la ceguera. Su fama se ha propagado muy deprisa, y para entonces hay unos diez mil franciscanos dedicados a la mendicidad predicadora. Aunque tiene prisa por pasar al más allá, Francesco se somete a varios tratamientos médicos infructuosos y muere dos años después entre grandes dolores, que agradece como posibilidad de repetir la Pasión. Sigue así los pasos de san Bernardo de Cluny —el convocante de la primera Cruzada—, que ha cifrado la piedad en «sumergirse por completo en los sufrimientos del Cristo»41.

El ebionismo teológico franciscano brilla en san Egidio, uno de sus primeros discípulos, que «reprochaba a las hormigas el excesivo afán por acumular provisiones»42. Merecían amor, como todas las criaturas de Dios, aunque habrían sido perfectas confiando más en la Providencia. Precisamente ese desprendimiento absoluto hacia lo mundanal fascinó como un nuevo destino, imponiendo —ya en vida del fundador— un noviciado que permitiese seleccionar entre la masa de aspirantes. Más difícil aún fue aceptar las importantes dádivas de tierras, edificios y otros objetos, pues su regla excluye terminantemente cualquier forma de propiedad. Los canonistas romanos solventaron el problema jurídico arbitrando que la orden tendría un usufructo perpetuo de muebles e inmuebles.

También era factible convertir en limosna esas dádivas, regresando de pensamiento y obra a la primera comuna de Jerusalem. Acatar o no la solución papal separó a los «conventuales» de los «espirituales» o poverelli, que acabarían excomulgados por Juan XXII. Dos escritos papales43 refutan esa herejía comunista alegando —entre otras razones— que Jesús y los apóstoles fueron propietarios. En realidad, hay tantos grupos deseosos de confiscar propiedad eclesiástica que el legado franciscano puede considerarse un esfuerzo por desactivar el rencor a pie de obra. Hasta su mansedumbre es vehemente, con todo, y el santo seráfico viaja a Tierra Santa para dirigir a los cruzados; una cosa es negarse a matar una mosca y otra dejar impune al infiel.

El pobrismo ortodoxo completa el cuadro de vocaciones apostólicas en una época rebosante de predicadores y sermones, para un pueblo que podría considerarse muy revuelto si no estuviera al mismo tiempo renaciendo como ente cívico. La libertad de conciencia y expresión, centro del estrépito, remite al proceso silencioso en cuya virtud ciertos individuos fueron logrando libertad de hecho, sin escatimar energías para construirse estaciones urbanas seguras, y el panorama de insurgentes deparado por el otoño de la Edad Media no se completa sin mencionar su variante más conceptual, que por eso mismo resulta la más ajena al desgarramiento entre más acá y más allá.

VI. Los herejes panteístas

Si la Hansa e instituciones paralelas —como la banca italiana— reflejan un comercio no ya resucitado sino nuevo, al que corresponde otro sentido del trabajo, el retroceso general del vasallaje se manifiesta también en una recuperación del discurso filosófico. Tras Abelardo, la Sorbona parisina sirve de altavoz para sucesores aún más capaces por formación como David de Dinant y Amalric de Bène, dos aristotélicos que florecen hacia 1200. Dinant tuvo la prudencia de desaparecer sin dejar rastro tras haber propuesto a sus alumnos: «Una sola substancia son la materia, la mente y Dios»44. Discípulo suyo, o quizá simple colega en la Universidad de París, Amalric de Bène enunció otra enormidad herética al proponer que nunca se sustantivara lo malo y lo bueno.

Sobre Amalric (también Amaury) sabemos apenas que su lectura de Aristóteles le indujo superar el simplismo dualista con una búsqueda del término medio en cada dimensión. De ella extrajo una filosofía cristiana de la historia descargada de elementos milenaristas45, prácticamente idéntica en principio a la que ofrece su contemporáneo, el abad calabrés Joaquín de Fiore. Se trata del mismo esquema tesis-antítesis-síntesis, pero la tercera y última etapa —el reino del Espíritu Santo— no puede ser más distinto en uno y otro. Joaquín de Fiore y sus joaquinitas conciben este momento como algo no cumplido aún, que al instaurarse «convierte al mundo en un vasto monasterio donde todos son monjes contemplativos»46. Amalric lo considera punto de partida para una emancipación simultánea de la libido y la inteligencia práctica.

Puesto que Dios y el universo son la misma cosa, el ser humano debe sentirse parte de ese «cuerpo» y quien persevere en amar al intelecto formador del mundo no puede cometer pecado. El cristiano obrará con rectitud si en vez de orar se afana en «estudiar» toda suerte de asuntos, sin importar tanto qué estudie como aplicarse a ello con la mayor hondura e imparcialidad a su alcance. Así abandonará virtudes sólo supuestas como «la fe y la esperanza», que atan a supersticiones sobre salvación y resurrección. Acumular conocimiento objetivo es lo único que «salva» cotidianamente, pues cada hallazgo —grande o pequeño— hace presente cierta verdad intemporal y nos «resucita». Pedirle a la vida algo más sería preferir el autoengaño a la alegría del descubrimiento.

1. El grupo inicial. Dichas nociones se propagaron con lentitud y discreción, en un círculo de docentes y alumnos al cual se añadirían algunas damas atraídas por la ciencia. Ninguno se sentía llamado al sacrificio expiatorio, y aunque la libre investigación les entusiasmase sólo fue posible descubrir sus reuniones y criterios gracias a un topo, sufragado por el obispo de París. Cuando los hechos fueron comunicados a Inocencio III se dice que exclamó: «¡No son herejes, son dementes!». Pero la demencia no constituye excusa, y en 1210 nueve amalricianos son pasados por la hoguera en París. Los huesos del fundador, que reposaban desde 1206 en el cementerio de la Universidad, se desentierran para esparcirse por terreno no consagrado. Aparte de rechazar el dualismo, se imputa al grupo encontrar el paraíso en placeres terrenales (especialmente los lúbricos), y «prometer que los pecados no serán castigados». Gracias al escándalo llegan hasta las crónicas algunos de sus lemas:

«Tanto como en la hostia está Dios en cada piedra y cada miembro del cuerpo».
«El edén está dentro de nosotros».
«La ignorancia es el infierno»47.

El rechazo unánime era previsible ante un ultraje semejante a la pobreza de espíritu. Pero se descubren herejes antiguos tanto como nuevos adeptos, y en 1215 la Santa Sede ataca la raíz del mal prohibiendo la lectura o posesión de escritos aristotélicos. Convencida de que el Estagirita se lee «distorsionado para apoyar a estos rebeldes», la Sorbona quema todas sus existencias recomendando que otras Universidades y bibliotecas hagan lo mismo. Tanta impiedad parece delirio y, con todo, resulta muy difícil de reprimir cuando recluta adeptos sin asomo de vocación martirológica, que sencillamente refuerzan sus medidas de cautela ante posibles infiltrados. Los inquisidores descubren el último círculo de amalricianos en la Champaña, que es por entonces la zona más próspera del Continente.

2. Su variada descendencia. Tras romper los confines de un círculo elitista, esta revolucionaria idea de la vida genera un movimiento con muchas ramas que se prolonga hasta más allá del Renacimiento. El afán de ilustración y libertad sexual —sustentado por la certeza de que Dios se encarnó definitivamente en la especie humana y de que nos debemos a nosotros mismos, no a mesías y otras supersticiones del ayer— engendra unos «adeptos del Libre Espíritu» con los cuales polemiza ya en 1240 san Alberto Magno, el maestro de santo Tomás. Algunas variantes suyas, como los begardos y las beguinas, subrayan su diferencia con todo lo precedente vistiendo como pobres pero cosiéndose joyas a los harapos. Quieren la libertad de quien no está poseído por sus posesiones y a la vez celebran el lujo como otra de las bendiciones aparejadas al descubrimiento de que los humanos son seres divinos.

Considerándose «hombres naturales», estos hippies con ochocientos años de anticipación heredan su promiscuidad sin remordimiento de los adanitas, una secta paleocristiana acusada en el siglo v de «profesar un misticismo sensual que ignora las convenciones morales»48. El hecho de que las únicas noticias sobre ellos vengan de sus perseguidores49 impide saber si evolucionaron luego hacia una postura análoga a la del tantrismo o insistieron en la perspectiva legada por Amalric, donde la libertad erótica parece un apoyo entre otros para la meta de acumular «nuevas verdades». Del movimiento sólo constan rasgos como el nudismo ritual o la vocación investigadora, que irán reapareciendo por Europa en distintos lugares y momentos como Fraternidad del Libre Espíritu. El místico Ruysbroeck (1293-1381) está consternado por el éxito que tienen en todo Flandes, y escribe su obra maestra —El matrimonio espiritual— para rechazar sus monstruosas proposiciones:

«Soy lo mismo que Cristo en todos sentidos y sin excepción […] Todo lo que Dios le dio me lo ha dado a mí también, y en idéntica medida […] Si Cristo hubiese vivido más habría alcanzado la vida que yo alcancé […] Cuando su cuerpo se eleva en el altar soy yo el elevado»50.

Hacia 1340 los adanitas de Bruselas son conocidos como sabios (homines intelligentiae) y no evocan persecución, aunque poco después pasan por la hoguera Walter de Colonia y unos cincuenta de sus seguidores beghards, acusados por el esposo de una adanita. Ese querellante alega que «celebran las misas desnudos, glorificando el coito como deleite paradisíaco». El último adanita capturado por la Inquisición es un anciano suizo llamado Löffler, que en 1357 —viendo cómo el verdugo apila leña para quemarle— hace una observación digna del propio Amalric: «No encontrarás madera bastante para prenderle fuego al azar, señor del mundo»51.

En el siglo XIV su rechazo de cualquier tendencia al martirio tiene importantes excepciones, y aunque un inquisidor se lamente de que «no lleven uniforme ni emblema», muchos Hermanos del Libre Espíritu renuncian a su filosofía originaria; la vehemencia fanática les ha contagiado aunque sea por la vía de negar sus premisas, por lo cual se niegan a abjurar y son quemados vivos, ahorcados o ahogados en algún río. Cien años después siguen provocando el horror de católicos y reformados, y Loy Pruistinck, un artesano de Amberes, manda una delegación de su nutrido grupo —la Libertad Espiritual— a conferenciar con el escandalizado Lutero. Tiene un inmenso prestigio entre rameras, mendigos y pueblo bajo de la ciudad, pero entre sus sufragadores están prósperos comerciantes y hasta el joyero de Francisco I, el rey francés52.

Calvino encuentra en Quentin de Hainaut su equivalente galo, que tiene seguidores por docenas de miles en Tournai, Valenciennes y Rouen, y redacta contra él su tratado Contra la secta fantástica y furiosa de los libertinos que se llaman espirituales (1545). Es ocioso añadir que estos dos líderes morirán en la hoguera.

 

NOTAS

1 - Cohn 1970, p. 75.

2 - Resumen oficial de los veintisiete «axiomas o dictados» de Gregorio VII en el Sínodo de Roma (1075).

3 - Hasta Gregorio VII ningún papa había depuesto a un monarca, aunque su ejemplo iba a ser continuado —y ampliado— por el enérgico Inocencio III. El padre de Enrique IV, Enrique III el Piadoso, depuso hasta a tres Papas y nombró a dos sin enajenarse el agradecimiento perpetuo de la Santa Sede.

4 - Está llegando la apoteosis del normando, que no es sólo el guerrero más eficaz sino el más valiente y gallardo, admirado por el resto de la caballería europea. Las hazañas de Roberto Guiscard en Italia y el Mediterráneo tienen su correlato en la conquista de Inglaterra que consuma por entonces (1066) el duque de Normandía, Guillermo. Hacia 980 su padre Rollo, que todavía ha visto con sus ojos los fiordos noruegos, protagoniza una lección que será inolvidable para el monarca francés. En efecto, quedarse con Normandía exige prestar un homenaje que el protocolo del momento concreta en besar uno de sus pies, y como sus barones le suplican que acepte se resigna a hacerlo; pero en el último momento toma el zapato de hebilla ofrecido a sus labios y lo lanza con fuerza hacia arriba, provocando una caída estrepitosa del rey. Antes de que la guardia y los cortesanos reaccionen los barones normandos han rasgado el silencio tocando el pomo de sus armas al unísono, y tras un cruce de miradas, «los franceses consideraron prudente pasar por alto el insulto»; Hume 1983, vol. I, p. 114.

5 - Las hostilidades sólo cesan tras el Concordato de Worms (1122), cuya decisión salomónica es distinguir entre una investidura clerical («consagración»), que corresponde sólo a la Iglesia, y una investidura feudal («otorgamiento del derecho de regalía») que corresponde sólo al señorío laico.

6 - De Francia central (Cluny) y Lorena (Brogne y Gorz).

7 - En 1090 Bonizon de Sutri cifra el código del caballero cristiano en «sumisión a su señor, renuncia al botín, pelear contra los herejes, proteger a pobres, viudas y huérfanos y profesar amor platónico por la dama»; cf. Bloch 1961, p. 76.

8 - Para Graciano —compilador del Código de derecho canónico— y para su papa, Urbano II, no es homicidio matar al excomulgado si lo dicta un «celo por la Iglesia». Gregorio IX excomulgaba hasta la séptima generación; cf. Troeltsch 1992, vol. I, p. 391.

9 - Por san Pablo (Epístola a los gálatas 5:19-31), y por vasos hallados en las catacumbas de Roma con la inscripción bibe in pace («bebe tranquilamente»), sabemos que la ingesta de vino al comulgar inducía a veces reacciones afines al entusiasmo báquico cuando los fieles se habían preparado con ayunos severos, pues un vaso basta para embriagar a quien lleve días tomando sólo pan y agua. Tales accesos de cordialidad «carnal» escandalizaron tanto más cuanto que el vino estaba vedado en la civilización grecorromana a mujeres que no fuesen de vida alegre. Todavía a mediados del siglo iii el obispo Novaciano distingue entre «presentar un sacrificio al Hacedor» y permitirse con ese pretexto «diversiones estrepitosas, afines al fornicio y la impureza». Sobre la evolución del rito eucarístico, y sus nexos con el culto dionisiaco, cf. Escohotado 1989, p. 230-233.

10 - Troeltsch ibíd., p. 224.

11 - Cf. Cohn 1970, p. 53-71.

12 - Fustel 1984, p. 332.

13 - La Canción de Antioquía, uno de los cronicones sobre la primera Cruzada, cuenta que los tafures eran para los musulmanes «no francos, sino diablos vivientes»; cf. Cohn 1970, p. 66.

14 - Ibíd, p. 44-48.

15 - Roman de la rose, v. 11540-49.

16 - Landulfo de San Paolo, en su Historia de Milán (MGH Script. vol. 20, 17-49). La versión online es cortesía de la Universidad de Stanford, con traducción inglesa de Ph. Buc.

17 - Ibíd., 8.

18 - Cf. Eliade 1983, vol. III/1, p. 191-194. Los bogomiles derivan de paulicianos armenios, herederos a su vez de los elcasaítas o ebionitas persas. Los paulicianos fueron ferozmente perseguidos por Bizancio, que empezó lapidando a su portavoz en 690 e hizo que la secta se desplazara a zonas controladas por gobernantes islámicos. Los bogomiles fueron deportados en masa a los Balcanes a mediados del siglo ix por nuevos emperadores bizantinos, bajo la acusación de sostener que el único sacramento verdadero es «escuchar la palabra de Jesús». En 1837 un obispo de la Iglesia ortodoxa definirá a los grupos supervivientes en Armenia como «pre-protestantes»; cf. Catholic Encyclopaedia, voz «paulicians». Sigue habiendo paulicianos allí, y unos diez mil bogomiles declarados en la actual Serbia.

19 - El mal es un ángel traidor a Dios, no un igual a Dios. Tampoco falta una subsecta —los dragovitsianos— que siguiendo derroteros gnósticos identifica al Príncipe de las Tinieblas con YHWH, «el dios malvado del Antiguo Testamento».

20 - Eliade 1983, vol. II, p. 195.

21 - Cambrai, Goslar, Lieja, Gante y Colonia fundamentalmente.

22 - Landulfo de Saint Paul, sobrino de Litprando, cuenta que Gregorio VII le recibió diciendo: «Tu forma visible avergüenza más, pero la imagen de Dios es la de la justicia, y eres más hermoso» (Hist. Mediolanum, 9). Litprando «portaba una gran cruz, no para calmar la belicosidad, sino para .llamar a la guerra» (Ibíd, 3).

23 - «Juró públicamente sobre los santos Evangelios que desde el día que salió del vientre materno no había cometido polución ni envilecido su carne con nadie» (Landulfo ibíd, 12).

24 - Del griego catharoi, como «catarsis».

25 - Con en el compromiso de no participar en sacrificio de animales, servicio de armas o en la ejecución de la pena capital.

26 - Cf. Catholic Encyclopaedia, voz «Saint Dominic».

27 - Cf. Bécarud y Lapouge 1972.

28 - Gui, en Robinson 1903, p. 381.

29 - Fundamentalmente Pedro el Venerable, abad de Cluny, en su Adversus petrobrusianus (c. 1130).

30 - Lo dice un discípulo como el obispo Otto de Freising, introductor de Aristóteles en Alemania, en su Gesta Friderici I imperatoris (1156). Los célebres amores del monje Abelardo y su pupila Eloísa desembocaron, como es sabido, en la castración del primero.

31 - Cf. Catholic Encyclopaedia, voz «Arnold of Brescia».

32 - De este pontífice —el menos belicoso del periodo— dijo Arnoldo que «le ocupa más llenarse el cuerpo y el bolsillo que imitar el celo de los apóstoles, y no vacila en defenderlo con homicidios».

33 - El cadáver es incinerado a continuación, esparciéndose las cenizas por el Tíber para evitar santuarios dedicados a sus restos. Que se le ahorrase morir abrasado, y que no fuera reo de herejía sino de rebelión, indica hasta qué punto evocó algo parecido a temor reverencial en su propio estamento, y admiración entre los laicos.

34 - Troeltsch vol. I, p. 358.

35 - Harnack 1959, p. 449.

36 - Devuelven a los fieles la ingesta de vino en la misa, tienen sus propios ministros, no bautizan antes de la mayoría de edad, y tampoco confiesan con clérigos oficiales.

37 - Lo alega Reinarius Saccho, en su crónica Sobre las sectas de los herejes modernos (1254).

38 - Cf. Fetscher 1977, p. 26.

39 - De día y de noche le ceñía un grueso cilicio, y ni siquiera agonizante aceptó la comodidad de una cama, prefiriendo tumbarse en el suelo sobre unas arpilleras. La Catholic Encyclopaedia le llama «atleta de Cristo» y enumera algunos de los muchos milagros que justificaron su rápida canonización. El primero es que un escrito suyo a los cátaros no ardió, aunque el pergamino fuese arrojado por dos veces al fuego.

40 - Mateo, 10:9.

41 - Harnack 1959, p. 434.

42 - Cf. Mises 1968, p. 417.

43 - Las Decretales Ad conditorem canonum (1322) y Cum inter nonnulos (1323).

44 - Tomás de Aquino, Summa Theologica, I, Q. 32, III, a. 8.

45 - Su concepto es un proceso emancipador del ser humano articulado sobre tres etapas. La primera, reino del Padre o de la ley, cristaliza en la figura de Abraham. La segunda, reino del Hijo o del amor, tiene como figura prototípica a María. La tercera es el reino democrático del Espíritu Santo, que Amalric considera iniciado en el siglo XII (con la «civilización») y que durará sempiternamente, pues lo divino está ya «en todo miembro de la especie humana»; cf. Catholic Encyclopaedia, voz «Amalricians».

46 - Cf. Cohn 1970, p. 108-109. Cohn añade que «el nuevo sistema iba a ser el más influyente en Europa hasta Marx […] con su dialéctica de comunismo primitivo, sociedad de clases y comunismo final», no menos que el soporte de las tres etapas propuestas por Comte (teología-metafísica-ciencia) y del propio Tercer Reich, llamado a durar —como propuso Joaquín de Fiore— un milenio justo.

47 - Un catálogo más amplio de expresiones ofrecen Wakefield y Austin 1991, y sobre todo Cohn 1970, que dedica los capítulos 8 y 9 de su gran obra a esta «elite de superhombres amorales».

48 - Teodoreto de Cirro (393-457) los menciona en su Haereticarum fabularum compendium (I, 6).

49 - Sólo algo más adelante aparece el extenso texto de la beguina Marguerite Porete, El espejo de las almas sencillas, destruido por la Inquisición aunque reescrito por ella poco antes de ser quemada viva en París (1310).

50 - Ruysbroeck, Sobre las doce beguinas (1340) en Cohn 1970, p. 174.

51 - Encycl.Cath., loc. cit. El artículo sobre los amalricianos concluye diciendo que «su completa extirpación no puede considerarse inoportuna o destemplada». Pero es de justicia reconocer que antes ha expuesto sus tesis con objetividad y precisión.

52 - Cf. Cohn ibíd, p. 169-170.




 

© Antonio Escohotado 2008
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