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La Paz de Dios como sistema social
«Si algo se hace con una intención
y resulta otra cosa lo llamamos azar, como cuando un agricultor
cava la tierra para plantarla y encuentra un saco con monedas.
Pero hace falta arar, y haber enterrado el dinero, para que
lo azaroso ocurra.»
Boecio1.
Las últimas décadas del Imperio
occidental recaen sobre césares cada vez más semejantes
a marionetas2,
que han perdido la mayoría de sus dominios previos Iberia,
Galia, Britania y los Balcanes, y reinan a duras penas sobre
una Italia cuyo centro está básicamente despoblado3.
En 472, cuatro años antes de que Roma sea tomada definitivamente,
cierto edicto imperial castiga la venta de hijos y atestigua así
lo extendido de esa práctica, pues no se prohíbe
aquello que nadie hace. La Urbe tiene entonces unos seis mil vecinos,
veinte veces menos que otrora, y su entorno el Lazio
es «todo él una maleza de aguas estancadas»4
donde reina la malaria. Rendirse sin lucha remite a esas desdichas,
y al hecho de que muchos romanos llevasen tiempo emigrando a zonas
ocupadas por francos, borgoñones y godos para evitar la
rapacidad de los funcionarios imperiales5.
La jaula para humanos construida por el Bajo
Imperio cruje y parece llamada a abrirse de par en par, desparramando
por Italia una multitud esclavos y proletarios que podrían
sumarse a las persistentes vagaudas instaladas en las cuencas
del Po y el Ródano.
I. Los paradójicos bárbaros
Pero Rómulo Augústulo, el último
títere imperial, ha sido depuesto por Odoacro, un caudillo
bárbaro competente que consolida sus precarios dominios,
y poco después llega Teodorico el Grande (454-526) para
asegurar cuatro décadas de estabilidad a un «reino
de Italia» que se extiende desde el Tajo al Danubio y desde
los Alpes a Sicilia. La diplomacia bizantina ha diseñado
su figura6,
y él se encarga de revivir algo sin precedentes desde la
Pax augusta, con la misma política de rebajar aranceles
y promover el intercambio, reabriendo minas y dragando ciénagas.
La proeza se recordará diciendo que en sus dominios una
bolsa de monedas estaba siempre segura, cosa sin duda exagerada
aunque expresiva de la nostalgia sentida después.
Héroe para el Cantar de los Nibelungos7,
y «nuevo Trajano» para los latinos, Teodorico hizo
compatible el cristianismo sin misterios de Arrio con tolerancia
religiosa. En 509, cuando focos fanáticos de su capital,
Ravena, incendien varias sinagogas les impone reconstruirlas,
amenazando con tandas sucesivas de latigazos al remiso8.
Durante largos años su primer ministro es Boecio (475-525),
un romano del linaje romano más ilustre que resulta ser
también el gran sabio no ya de su tiempo sino de toda la
alta Edad Media. Le sucede en dichas funciones el menos formidable
aunque también culto Casiodoro, que cuenta de su monarca:
«Cuando se libraba de incumbencias oficiales
nos inquiría sobre conducta y criterios de los sabios,
movido por el deseo de parecerse a los grandes hombres del ayer»9.
Hollywood no se ha cansado de presentar el fin
del Imperio occidental como un evento súbito, donde ciudades
prósperas son arrasadas por una horda de salvajes ajenos
a lo que están destruyendo. En realidad, bárbaros
y no bárbaros padecen entonces grados parejos de analfabetismo,
y la diferencia entre unos y otros es de fibra: los conquistadores
no han padecido tanto como los conquistados el desgaste físico
y moral de una vida progresivamente abyecta. La crisis de la sociedad
esclavista ha generalizado el pobrismo como consuelo y remedio
para su estancamiento, y van a ser los teóricos incivilizados
quienes se apliquen más enérgicamente a preservar
la civilización. El visigodo Ataúlfo que reina
sobre buena parte de Iberia y la Galia meridional se ha
adelantado a todos con su declaración de Narbona, en 413:
«Mi primera intención fue borrar el nombre de
Roma y convertir su territorio en imperio gótico [
]
Pero la experiencia me convenció de que la naturaleza
indómita de los godos nunca se someterá a las
leyes, y que sin el derecho un Estado no puede existir. La prudencia
me hizo, pues, elegir la gloria diferente de revivir el nombre
de Roma con el vigor gótico, y espero que la posteridad
me reconozca como origen de la restauración»10.
En 476, cuando el hérulo Odoacro se instale
como rey en Roma y clausure formalmente el Imperio occidental11,
siente tanto respeto por las instituciones republicanas que contempla
incluso restablecer el Senado. Ese mismo año al enterarse
de que ha caído el último Imperator
el rey franco Childerico, padre de Clodoveo, jura mantener en
sus dominios la organización y la lengua latina, como efectivamente
hará la larga dinastía merovingia. Algo análogo
se proponen las demás tribus que están apoderándose
del resto de Europa y el norte de África. Aunque el ostrogodo
Teodorico sea la personalidad sobresaliente del periodo, en términos
de creaciones colectivas como leyes y costumbres su
pueblo parece menos civilizado, por ejemplo, que el borgoñón
y el lombardo12.
Lo inmortal de su herencia para nuestra cultura es que:
«Las naciones nórdicas no admitían que
ningún hombre capaz de empuñar las armas pudiese
ser gobernado, sin su consentimiento, por la voluntad absoluta
de otro. Cuando el rey necesitaba cualquier servicio extraordinario
de sus barones y lugartenientes debía reunirles y obtener
su consentimiento, y toda controversia debía remitirse
a su consejo. Los barones consideraban esto como su principal
privilegio, y también como una pesada carga»13.
1. El reparto de tierras. Por supuesto,
este rasgo tropezaba directamente con la pasión romana
por la autoridad infinita, y el contacto con el Imperio les hará
limar su anarquismo hasta admitir jefes vitalicios en vez de limitados
a tiempos de guerra, aunque su mitología nunca abandonó
la idea del monarca como un primum inter pares, invitado
a demostrar cotidianamente su mérito. Mucho más
eficaz para moderar este punto de vista iba a ser la catequesis
católica, centrada políticamente en la idea del
gobierno como algo derivado de la gracia divina, y desde su conversión
los reyes nórdicos empezaron a consentirse la pompa mayestática,
hasta acabar pareciéndose al resto de los monarcas antiguos.
Hechos a considerar el Imperio unas veces como
patrón y otras como presa, sus primeros ensayos dinásticos
llegan al hacerse conscientes de que les toca sostener el orden
antes rechazado, y convivir con nativos muy superiores en número,
a los que no procede saquear como antaño. Los godos, por
ejemplo, empezaron cortando la mano derecha al agricultor que
les ocultara vituallas, y esa práctica emboscó rápidamente
regiones enteras, como la Tracia14.
Pero al asentarse en Europa meridional reafirman el derecho previo,
y no tienen inconveniente en ceder altos cargos religiosos y responsabilidades
administrativas a cada población autóctona. A fin
de cuentas, pretenden alcanzar algún tipo de concordia
con los autóctonos15.
Por otra parte, debían reservarse lo
oportuno como nuevos señores y acabaron fijando esa cuota
en un tercio de la tierra. Teodorico abrió camino al decretar
que «el pueblo conservará vestimenta, idioma, leyes,
costumbres, libertad personal y dos tercios de sus propiedades»16.
De Teodorico viene también el eufemismo de llamar hospitalitas
a esa requisa, que no era inmoderada atendiendo a los feroces
saqueos del Bajo Imperio17
y tampoco dejaba al afectado otra alternativa que un silencioso
rencor. Lo ultrajante por excelencia era que además de
hacerse con las mejores tierras los nuevos señores exigieran
prestaciones gratuitas y abundantes de trabajo.
Al mismo tiempo, muchos guerreros hicieron de
sus parcelas ranchos y se casaron antes o después con nativas,
poniendo en marcha una conmixtión de haciendas. En el siglo
VI la legitimidad indiscutible del superior está enturbiada
por el hecho de que sea un extranjero, y sólo a medida
que sangre y patrimonios vayan mezclándose cesan los reparos
al principio de que «todas las autoridades existentes han
sido creadas por Dios»18.
Dicha regla fue inaceptable para las tribus nórdicas antes
de reinar sobre hispanos, britones, galos, latinos, eslavos y
otros pueblos, pero las nuevas circunstancias demandaban algo
equivalente a un contrato social allí donde ni la libertad
ni los contratos proceden, y el genio de la Iglesia habilita a
tales fines el programa que se llamará Pax Dei.
En esencia, la Paz de Dios confía el
interés común de conquistadores y conquistados a
dos autoridades benévolas por definición «quienes
oran por todos y quienes luchan por todos», estableciendo
que el resto devolverá sus servicios mediante contribuciones
en especie. Esa carga varía de un reino a otro, si bien
lo normal es que cada villano deba tres días semanales
de labor en el dominio de su señor (la demesne)19.
Villanos son en principio todos los que no pertenezcan al estamento
nobiliario o al eclesiástico, y estén incluidos
en un radio de media jornada a caballo desde cierta plaza fuerte
o abadía. Orantes y beligerantes tienen en sus respectivos
territorios la autoridad doméstica tradicional, completada
por el bannum que Roma llamaba también merum
imperium o fuerza bruta, válido para requisar todo
lo no inmóvil, como dinero, cosechas, ganado, prendas,
personas y otros objetos20.
Esto constituye una paz divina porque sus rigores
se compensan con caridad. El señorío demuestra su
disposición magnánima reduciendo el canon a varios
sacos de grano, algunas ovejas o cabras e incluso «4 gallinas
y 20 huevos», como prescribe la ley de los bávaros
para el más humilde; en todo caso, a una fracción
de aquello que su parcela proporcionaría a un granjero
diligente. La magnanimidad de los sometidos brilla en su disposición
a ser reclutados como tropa, regalar trabajo cuando proceda, obedecer
en general y rendir pleitesía. No les une una relación
utilitaria como los contratos, sino la regla de que el inferior
se esforzará «de corazón» en obedecer
a su superior, y éste le tratará «cristianamente».
En origen los señores locales obran por
delegación de algún rey, y que a partir del siglo
viii sus «beneficios» empiecen a convertirse en feudos
hereditarios es una revolución tan colosal como ajena a
postulados doctrinales. El régimen monárquico no
pasa a ser oligárquico porque alguien recele de la autoridad
única, sino porque las rentas fiscales de cada monarca
se han contraído hasta el punto de impedirle sostener delegados,
cosa aprovechada por éstos para erigirse en autócratas.
La escasez de efectivo no ha necesitado justificación ideológica
para cambiar la forma de gobierno, pero la escasez misma es un
fenómeno rebosante de justificaciones ideológicas.
II. Construyendo la sociedad pobrista
El culto a la subordinación se manifiesta
en una rica variedad de nexos personales, que a diferencia del
derecho germánico consagran alguna forma de superioridad
independiente de méritos actuales y ostensibles. Desde
san Gregorio Magno, que inaugura el siglo VII declarándose
servus servorum Dei, los papas, los reyes y el resto de
los magnates feudales emplean la expresión «siervo»
como símbolo de honradez21.
La armonía social descansa en reducir drásticamente
cualquier relación no sujeta a alguna «superioridad»
previa.
Guerreros y misioneros abren camino celebrando
la dependencia en y por sí misma, convencidos de que si
un pueblo evita caer en herejías no puede padecer discordia.
Hay un abismo entre dieta, aspecto y empleo del tiempo entre las
hordas de famélicos harapientos y las delicadas hijas del
duque o el rey; pero las crónicas insisten en que ya quisieran
esas damiselas hallarse tan cerca de Dios como el pobre de necesidad,
a quien todos los demás deben veneración y agasajo.
Aunque la Iglesia rechaza expresamente el milenarismo desde san
Agustín22,
la tradición mesiánica persiste a través
de los Oráculos sibilinos medievales, que son el
texto más leído junto con el Nuevo Testamento. Las
esperanzas centradas en un fin del mundo se concentran allí
en anticipar una oleada de regalos sobrenaturales, calcados sobre
la multiplicación del pan y los peces23.
Una importante inyección de entusiasmo
para el fervor religioso se deriva de que el culto a los santos
evite los rigores teóricos del monoteísmo, permitiendo
que cada comarca conserve sus ritos tradicionales con el añadido
de algún barniz litúrgico ortodoxo. Gracias a esa
tolerancia de facto las viejas creencias politeístas
se combinan con el misterio cristiano de la Encarnación,
llenando los altares con una multitud de hombres y mujeres elevados
al estatuto de lo sacro. Hasta el siglo X una proporción
abrumadora de la escritura se dedica al género hagiográfico,
ofreciendo al pueblo crónicas centradas en personas que
son deidades por así decirlo vecinas, con nombre y apellidos,
aunque tan capaces de obrar milagros y atender súplicas
como el propio Dios.
Una mirada superficial sugiere que los modelos
de heroísmo y valor son los caballeros de la Tabla Redonda
y sus análogos, cantados por bardos e imitados por la aristocracia
militar. Sin embargo, los grandes protagonistas de la devoción
y el valor no son tanto ellos como las reliquiae et martyria,
ordenadas de mayor a menor dignidad por el número de portentos
que se atribuyen a cada una. La leyenda cuenta que Atila fue intimidado
en 472 al ver un crucifijo, y el clero emplea desde entonces formas
reforzadas del mismo expediente. En ocasiones graves reúne
todos los objetos sacros de una comarca y opone ese conjunto «aterrador»
a sus enemigos24.
1. Recortes en la facultad de disponer.
Reyes, magnates y otros propietarios aspiran a conservar el derecho
de dominio en sentido grecorromano, aunque circunstancias diversas
concurren a la hora de ir entorpeciendo la disposición
discrecional de sus patrimonios. La más objetiva es que
no exista una moneda aceptable, y la más subjetiva que
el mecanismo impersonal de oferta y demanda se haya transformado
en el vínculo exclusivamente personal del vasallaje. La
conquista es el más honroso de los modos adquisitivos,
seguido a corta distancia por el derecho eclesiástico a
retener legados y limosnas.
Un apoyo extra para el estancamiento de las
transacciones es el antiguo derecho germánico sobre inmuebles,
pues mientras las tribus se dedicaron a la vida trashumante los
pastos se adjudicaban cada año a un clan distinto. Al pasar
del pastoreo al señorío sedentario su vieja ley
podía sincronizarse con la novedad pobrista sin alterar
una letra, manteniendo el territorio como bien usufructuado y
por eso mismo no enajenable. Por supuesto, el rey y sus guerreros
iban a ser formalmente propietarios no sólo poseedores
temporales de sus respectivos dominios, pero repartir el
dominio en más de un titular no se modificaría hasta
la baja Edad Media. Como veremos, el primer territorio europeo
en cambiar de régimen será Holanda, por entonces
una parte del ducado de Borgoña. Los códigos de
la alta Edad Media limitan las enajenaciones a casos justificados
por «la compulsión del hambre», y aún
entonces prima el dominio familiar sobre el individual. El pariente
del que ha vendido puede anular esa operación, y en nueve
de cada diez litigios los tribunales fallan a favor del familiar
«desheredado», aunque hayan transcurrido muchos años
y los demandantes no sean descendientes sino colaterales25.
La transmisión de tierras sólo
es firme indiscutiblemente para donaciones a la Iglesia, un rey
o un «señor poderoso», y en este último
caso cuando a cambio del obsequio el donante compre su protección26.
Lejos de ser objetos privados, los inmuebles rústicos y
urbanos tienen en realidad muchos dueños para empezar,
el rey, y no pueden cambiarse por dinero o por otros bienes.
Tampoco admiten las leyes que el rey enajene parte alguna de las
tierras de la corona sin convocar alguna asamblea extraordinaria
de sus súbditos27.
En definitiva, la tierra se «posee» como una concesión
o beneficium, y eso determinará que en un plazo
breve toda propiedad inmueble esté enfeudada de un modo
u otro.
El Bajo Imperio sancionó la inmovilidad
social prohibiendo el cambio de oficio y domicilio, una pauta
de fijeza que se refuerza ahora congelando los activos patrimoniales.
Como antes, todos deben mantener vitaliciamente el destino definido
por su respectiva cuna, y sólo la carrera de las armas
y la eclesiástica ofrecen al plebeyo un cauce de promoción
social. Pero el programa Pax Dei introduce una importante
novedad en este orden de cosas, al relacionar el inmovilismo no
tanto con los intereses del señorío como con un
proyecto de comunas autosuficientes las abadías y
las curtes laicas, a quienes encomienda la superación
del comercio.
Parece imposible combinar mejor las exigencias
del ideal más sublime y la más desnuda necesidad,
cuando la crisis del transporte todavía no ha tocado fondo28
y las tribus nórdicas han heredado en realidad «un
Estado de esclavos»29,
donde tanto la producción como la población tienden
a seguir disminuyendo. Cuando la Iglesia empezó a codirigir
el Imperio, a principios del siglo iv, su bálsamo para
tales condiciones fue una doctrina de resignación y desprendimiento,
válida para cualquier estado recesivo de cosas. Ahora da
un importante paso al frente, y en vez de añorar la vasta
unidad administrativa de un Imperio que siempre dependería
de tráfico mercantil concibe la autarquía
regional como camino más corto hacia la sociedad evangélica.
2. Aislamiento e independencia. Veamos
algunos casos diseminados por el tiempo. Poco después de
caer Roma el Mediodía francés constituye quizá
la zona menos depauperada de toda Europa, porque conservar algunas
relaciones con el norte de África mantiene cierta circulación
monetaria en Marsella y Niza. Precisamente eso escandaliza a su
obispo san Valeriano de Cimiez, que en 488 recuerda a la feligresía
lo dicho por san Pablo «que nadie engañe a
su hermano con negocios»30
y añade algo inquietante para el collegium de armadores:
«Las personas se arriesgan a los peligros del mar por
culpa de la avaricia, por odioso deseo de ganancia [
]
Un marinero no habría confiado nunca en un barco si la
pasión por el comercio no hubiese espoleado el deseo
de navegar. Y entonces un hombre se ve arrastrado por las olas
contra las afiladas rocas, para cuadruplicar el dinero de los
negotiatores: ellos exportan oro, de manera que pueden importar
perjurio con falsedad. Porque cuando algo se compra barato sólo
así puede venderse caro al por menor. Hacer negocios
siempre quiere decir estafar»31.
Dos décadas antes san Paulino de Nola
ha presentado la navegación de cabotaje como «contagio
con la iniquidad»32. Las tesis de uno y otro nada añaden
al discurso de prelados como san Agustín o san Juan Crisóstomo,
si bien éstos viven en las riberas meridionales del Mediterráneo
donde subsiste un Imperio y no son tan sensibles al
ideal de autarquía-aislamiento. En Europa ese programa
seguirá siendo indiscutible hasta santo Tomás de
Aquino, que ochocientos años después sigue afirmando:
«Más digna es la ciudad si tiene en su propio territorio
abundancia de todo que si es opulenta por obra de mercaderes»33.
El Aquinate vivió rodeado de mercaderes,
cuando Occidente empezaba a abandonar en masa el consejo de autarquía;
pero san Valeriano lo hace cuando los negotiatores empiezan
a desvanecerse, y proponer que Niza vuelva la espalda al faenar
marítimo funde la doctrina evangélica con algo tan
actual como un cierre masivo de astilleros. Condiciones parejas
y una reacción análoga observamos en 618, cuando
Alejandría cae en manos de persas y eso fuerza a interrumpir
en Roma una costumbre tan ancestral como el reparto de pan gratuito.
Su papa, san Gregorio Magno, se impone como penitencia no celebrar
misa algunas semanas porque un mendigo de la ciudad ha muerto
de inanición; pero sigue pensando que el abastecimiento
no justifica rendirse a la iniquidad mercantil34.
Hacia 870 el acto de comerciar sigue pareciéndole
«superfluo» y «corruptor» a Adrevaldo
de Fleury, que lo confirma con la autoridad del milagro. En su
biografía de san Benito relata el escarmiento de un individuo
que consiguió «doce dineros»35 yendo a cierta
feria, pues al negar que hubiese traficado se le quedó
paralizada la mano con la cual tocó las monedas. Su buena
suerte hizo que tuviese muy cerca la abadía de Saint-Benoît-du-Sault,
donde pudo comprar una ofrenda votiva por ese precio, y al ponerla
sobre la tumba del santo sanó de inmediato36. Monje del
lugar, la declaración de Adrevaldo podría estar
contaminada por un interés personal en la venta de ofrendas,
pero atestigua lo robusto de la constelación ebionita.
Los cambios están ocurriendo más
bien en materia de «dineros», pues desde el siglo
vi la moneda se ha transformado en un artículo de joyería,
que templos y castillos exhiben como ornamento de su autoridad37.
La circulación de efectivo aceptable es tan escasa que
sólo la Santa Sede mantiene una demanda sostenida de seda
y otros artículos lujosos, cuya compra destina al ennoblecimiento
del culto. Atendiendo a los registros vaticanos, por ejemplo,
a lo largo del siglo VII las necesidades de mobiliario litúrgico
requieren importar una media anual de setenta kilos de plata y
cinco de oro38.
Es sin duda ridículamente poco para la única autoridad
común a toda Europa, con innumerables funcionarios ya en
la propia Roma, aunque refleja la combinación de escasez
sobrevenida y escasez buscada.
Un buen caballo vale entonces seis veces más
que un buey, un buey lo equivalente a tres hectáreas y
un esclavo el doble que un caballo39;
la protección de torso más barata la broigne,
hecha de cuero con remates de metal cuesta tanto como un
caballo, y un simple casco la mitad. A principios del siglo VIII
un terrateniente de Suabia cambia sus tierras por una yegua y
una espada, pues la condición de hidalgo le veda trabajar
y la indigencia le fuerza a vender su brazo como mercenario40.
Desde entonces y lo confirmará elocuentemente don
Quijote en ningún libro o regla de caballería
se dice que el hidalgo debe portar dinero para pagar posada o
servicios, pues sus deberes se cumplen protegiendo a doncellas,
viudas y desamparados. En el alto medievo el medio es bastante
más inhóspito aún que la Mancha del XVII41,
y la falta de suministro sencillamente va estrangulando uno por
uno los núcleos urbanos.
3. La desaparición del comerciante.
Resulta imposible saber hasta qué punto el grueso de la
población reaccionó con apoyo, desagrado o indiferencia
al pobrismo institucional, pues los siglos oscuros fueron también
una era de monopolio sobre la escritura, sin rastro de disidentes.
Cuando el traslado de patrimonios se reduzca a herencias y donaciones,
una Iglesia cada vez más poderosa descubre las virtudes
de localizar e importar grandes reliquias, que por simple contacto
o mediando algún tipo de imitación artesanal generan
series indefinidas de pequeñas reliquias o relicarios.
Es un modo eficaz de rebañar el escaso efectivo circulante,
acosado por la ofrenda votiva como única modalidad de gasto
que las buenas costumbres aprueban.
Quizá más de uno puso en duda
la secuencia de parálisis y sanación atestiguada
por Adrevaldo en sus Milagros de san Benito, pero Europa
llevaba mucho tiempo ensayando un régimen de obsequios
mutuos como alternativa a los contratos, y no era novedad alguna
que ofertantes y adquirentes se presentasen como «sufragadores
y sufragáneos». En 730, por ejemplo, algunas diócesis
y abadías reparten a clérigos y frailes una cesta
periódica de artículos aromáticos o «pigmentos»42,
y el hecho de que ese suministro se interrumpa motiva una queja
firmada por párrocos de Reims. La respuesta es una carta
pastoral de su arzobispo, Hincmaro, donde reprende a sus sufragáneos
por pedir superfluas pensiones in pigmentis, pues no pocos
revenden parte de la cesta y piden por mero placer (voluptate),
no por necesidad43.
El meticuloso trabajo de un historiador, que
aprovecha la reciente digitalización de los documentos
medievales, muestra que en Europa entendiendo por tal un
área que va desde Inglaterra a los Urales, y desde el Báltico
al Mediterráneo los hombres de negocios o negotiatores
son mencionados desde el siglo VI al X un número absurdamente
pequeño de veces. En concreto, se habla de seisciento sesenta
y nueve viajeros dedicados al comercio, de los cuales sólo
diecinueve son mercaderes de larga distancia44.
No es necesario añadir que en ese marco espaciotemporal
los documentos mencionan a bastantes o muchos millones de personas
con otros oficios y beneficios.
En el siglo VI la mejor biblioteca occidental
pertenece a san Isidoro de Sevilla, un obispo hispanorromano de
los visigodos, seguida a buena distancia por la de san Gregorio
en Roma. Sus contemporáneos, el franco Gregorio de Tours
y el anglosajón Beda, se esfuerzan por hacer historia y
la hacen, aunque ya no saben usar las preposiciones y los géneros
latinos. Sólo nos consta que los cronistas omiten el término
negotiator, una palabra tan malsonante para ellos como
lucrum. Sin embargo, la propia elementalidad de esos escribas
garantiza de alguna manera su franqueza, y podría suceder
que, efectivamente, el espectro de su oficio se haya contraído
a algunos vendedores puerta a puerta, conocidos en Franconia como
«pies polvorientos»45.
En cualquier caso, el empresario carece de sentido allí
donde una combinación de circunstancias ha logrado inmovilizar
los patrimonios inmobiliarios, tesaurizar la moneda de ley y generalizar
un modelo de comuna autárquica.
Cada uno de estos fenómenos es causa
tanto como efecto del resto, dentro de un proyecto donde penurias
físicas y logros morales se funden de modo inextricable,
hasta suscitar los primeros Estados reñidos formalmente
con el comercio. El negotiator, decía ya Platón,
vive de promover necesidades prescindibles como adquirir y cambiar,
que sobran por completo cuando el Estado practica una austera
sencillez. Es digno de anotarse, con todo, que la república
platónica sólo impone santa pobreza a sus gobernantes,
confiando la producción a un pueblo estimulado por las
bajas pasiones del propietario y el mercader. El ebionismo medieval
opera al revés, premiando con desposesión a los
gobernados exclusivamente, y eso impone un vínculo político
situado en las antípodas de la ciudadanía.
III. El rito de admisión
Lejos de ser algo asegurado por nacimiento,
pertenecer a una comunidad depende de que ciertos individuos otorguen
a otros la gracia seguir vivos y en posesión de lo suyo,
tras una ceremonia de homenaje (Mannschaft) donde lo esencial
es que el inferior prometa: «En lo que me quede de vida
no tendré derecho a retirarme de vuestro poder y protección»46.
Lo declara genuflexo, juntando las manos mientras recita su fórmula.
Si el homenajeado acepta la ofrenda ciñe con sus manos
las del otro y le besa en la boca.
La esencia del rito es que del monarca para
abajo todo individuo ceda su persona y bienes para ver ambas cosas
devueltas a renglón seguido, redimidas y aseguradas por
el pacto de sometimiento, aunque por eso mismo enfeudadas. Salvo
el primero, cuyas cuentas son con Dios y su Iglesia, será
un fuera de la ley quien pretenda vivir sin haber homenajeado
a un superior, acto único al que los carolingios añadirán
un juramento de lealtad hecho sobre los Evangelios o alguna reliquia,
exigible tantas veces como lo aconsejen las circunstancias. Resulta
imprescindible «ser el hombre de otro hombre»47
para no verse perseguido por él y los demás.
Cambios derivados de herencia o donación
determinarán pronto que un agricultor libre pueda cultivar
una tierra servil, y viceversa, aunque para ser parroquiano en
vez de forajido debe ostentar una dependencia vitalicia (recomendatio)
o a plazo (precarius). En algunos territorios sólo
será admisible el llamado siervo de la gleba, que además
de estar ligado hereditariamente a su lugar de nacimiento se encuentra
sujeto a un ius primae noctis o derecho de pernada sobre
esposa e hijos. Esas diferencias de régimen obedecen al
espíritu de las distintas tribus, más o menos fieles
al principio germánico de autonomía. Los visigodos,
por ejemplo, pensaban que «el hombre libre nunca pierde
el control sobre su persona», y la Lex romana visigothorum
les reconoce una capacidad permanente para cambiar de señor.
Mucho más restrictiva, la legislación
de los francos enumera qué «ultrajes» lo justificarían.
De ahí que en la España no carolingia el homenaje
sea «un acto cortés», sin otra formalidad que
besar la mano, y que el estatuto de caballero no se limite a jefes
y lugartenientes de mesnada (los «criados» del Mío
Cid), correspondiendo también a una nobleza formada
por terratenientes prósperos48.
En territorios donde reina el derecho de los francos la dependencia
será más estrecha y muy duradera:
«En Baleares, Cataluña y el alto Aragón
adoptó la forma más abyecta hasta 1486, cuando
se produce la sentencia o bando arbitral de Fernando el Católico:
Juzgamos y fallamos que los senyors no podrán tampoco
pasar la primera noche con la mujer que haya desposado un campesino,
ni tampoco podrán después de que se hubiere acostado
esa noche pasar la pierna encima de la cama ni de la mujer,
en señal de soberanía; y tampoco podrán
los susodichos señores servirse de las hijas o de los
hijos de los campesinos contra su voluntad, con y sin pago»49.
El reino de la desconfianza ha transformado
la ciudadanía en secuencias de reconocimientos personales,
y el concomitante reino de la credulidad promete a toda suerte
de inferiores el núcleo de la Pax Dei: aunque cualquier
acto de insumisión ofende al Creador, mucho más
le irrita aún quien mancilla el estatuto de superioridad
olvidando su compromiso de servicio. Pocos temas son tan recurrentes
en la literatura de los siglos oscuros como el de que «los
señores de este mundo» pagarán cualquier atropello
ante el tribunal del más allá. La sanción
divina del poder fáctico se apoya en esa segunda instancia,
abierta a todos los reclamantes, y puede por ello prescindir de
constitución civil.
1. Nuevas entidades de población. Fuera
de las abadías, que son en principio comunas ebionitas
estrictas, cada conquistador se rodea de labriegos para formar
«cortes» (curtes) que parten normalmente de
antiguos latifundios. Su modelo incluye una casa hecha de piedra
y más o menos fortificada, cuyos alrededores son dependencias
hechas de madera y cuero. Los inferiores ocupan chozas distribuidas
en torno a una huerta, el horno de pan, establos, graneros y cobertizos.
Algún tipo de valla cerca ese conjunto, tanto más
idóneo cuanto que la espesura salvaje o algún otro
accidente natural aísle sus tierras de labranza. Cuando
estos núcleos sobreviven a malas cosechas y plagas tienden
a crecer, roturando tierras adicionales. En tal caso la empalizada
se adapta a más chozas, la mansión acaba siendo
castillo y una parroquia sustituye a la capilla del señor50.
Desde el siglo vi al xi, sin embargo, es más
frecuente que en vez de crecer y multiplicarse las curtes se estanquen
o desaparezcan. Ganar en vez de perder terreno ante el bosque
exige sierras y hachas que faltan o son defectuosas, por no mencionar
aperos de labranza en general, y el imaginario autárquico
unido a recelos ante el entorno humano51 no puede
ser más ajeno a un progreso técnico que pende de
comunicaciones e incentivos para el diligente. Aunque ha borrado
de su léxico las palabras «lucro» y «mercader»,
la mentalidad caballeresca genera un afán de ostentación
afín al del culto cargo entre los polinesios, que no puede
sino promover rapacidad y agresiones.
Con el trabajo como lote del vil, terrenos que
se aran y abonan de modo defectuoso «son vencidos una y
otra vez por vegetación indeseada»52.
Una desidia inseparable del culto a la magnanimidad determina,
por ejemplo, que sostener a cada uno de los sesenta y tres monjes
de la abadía de Saint Bertin requiera los servicios de
treinta familias campesinas53.
En el apogeo del providencialismo, el rendimiento medio por grano
sembrado de cereal está entre dos y tres; al empezar a
aproximarse a condiciones de mercado en el siglo XII
ronda el seis54,
y en el XVI las tierras de Flandes y Lombardía «devuelven
dieciocho veces la siembra»55. Mientras la cosecha mal supere
lo sembrado calculando los años de barbecho o inactividad,
incluso grandes feudos pueden no bastar para que cada señor
renueve su equipo bélico, y cada obispo el litúrgico.
Sumida en contracción, Europa seguiría
así de modo más o menos indefinido si la propia
penuria no hubiese inaugurado también un dinamismo ajeno
a director o programa, cuyo punto de partida es la transformación
del esclavo en siervo. Abadías y curtes parten de una población
formada por esclavos y colonni, hombres libres que desde
el Bajo Imperio fueron adscritos vitalicia y hereditariamente
a labores agrícolas en una tierra determinada. Los colonos
premedievales aceptaron ese régimen para defenderse de
recaudadores y policías secretas, que básicamente
desaparecen con el Imperio, pero la escasez ha seguido creciendo
y con ella lo inevitable de que todo el pueblo bajo imite su ejemplo.
Sin embargo, tras mil años de ensayarse
como único modo de asegurar al hombre libre una vida digna,
la sociedad esclavista se revela sencillamente incapaz de seguir
teniendo esclavos, un fenómeno evidente y misterioso a
la vez, pues nadie lo atribuye al bajo rendimiento derivado de
un trabajador sin otro incentivo que el pánico o la inanición.
Mientras hubo actividad mercantil, y circulación monetaria,
las tasas siempre mínimas de reproducción propias
de las «herramientas vivas» se compensaban en alguna
medida comprando personas ya formadas profesionalmente, o formándolas
el amo a su costa, para que luego se incorporasen al mercado laboral.
Ahora, cuando la división del trabajo retrocede por todas
partes, es absurdo imaginar que los amos pueden renovar periódicamente
su stock pagando precios competitivos análogos a
los vigentes hoy para coches nuevos o usados, de gama alta y baja56,
y se impone alguien a caballo entre el colono y el liberto, que
deba vitalicia y hereditariamente trabajo pero ya no necesite
ser comprado ni mantenido. Y, en efecto, desde el siglo vi al
xi todos los que no rezan o luchan por los demás esclavos,
proletarios, clases medias venidas a menos, campesinado libre
irán confluyendo en esta específica «dependencia»,
cuyo punto de contacto más pedestre con el régimen
anterior es el hecho de que la misma palabra latina servus
designe al dependiente antiguo y al actual.
Por otra parte, como los nuevos amos quedan
exentos de donationes en vestuario, alimento y abrigo,
sus siervos les deben trabajo y obediencia aunque nada les impide
adquirir y retener propiedad. Tal cosa es en las condiciones altomedievales
una facultad vacía, frustrada de raíz por la falta
de circulación que afecta a bienes y dinero. Pero los propios
siervos acabarán demoliendo el principio autárquico
desde finales del siglo X, y ese derecho de propiedad en principio
inútil empieza entonces a cambiarlo todo, hasta el punto
de acabar haciendo posible una sociedad sin superiores e inferiores
por nacimiento.
2. Cristianismo y esclavitud. La Iglesia
medieval no modifica el criterio paulino de que los carentes de
libertad política están especialmente bien situados
para alcanzar la salvación57.
Coincide con Aristóteles en pensar la esclavitud como cimiento
de cualquier orden social civilizado, y en el siglo VII su cúpula
da el importante paso de admitir que el elenco de mancipia
o esclavos tradicionales se extienda a personas antes libres y
capturadas por cazadores. Estos raptos son una desdicha que afecta
a no pocos santos y santas, por ejemplo, pero la jerarquía
tiene demasiados intereses puestos en el traslado y exportación
de captivi europeos para emprender algún tipo de acción
conjunta y categórica.
El Concilio de Clichy (626) lo trata como mera
cuestión de hecho, estableciendo a título de única
excepción que no podrán destinarse «a judíos
y paganos», pues podrían perder su alma inmortal
al contaminarse con otras religiones. Idéntica regla consagra
poco después el prolongado Concilio de Chalon-sur-Saône
(647-653), seguido por una abundante serie de cónclaves
ulteriores, cuya propia reiteración sugiere un sistemático
incumplimiento de la prohibición que pesa sobre la venta
a infieles58.
En 599 san Gregorio Magno emplea las rentas
que ha cosechado en su periplo por diócesis de la Galia
para hacerse con una partida de jóvenes ingleses59.
Su política durante los siglos oscuros es el origen de
Roma como principal mercado de cautivos, que son exportados inicialmente
desde el puerto de Civitavecchia y luego desde los dominios papales
en Campania. Las primeras noticias al respecto indican que la
mayoría de los embarcados allí hacia Bizancio y
el norte de África son lombardos, un pueblo cuya vecindad
incomoda mucho a la Santa Sede. El negocio persiste largamente,
y la primera muralla vaticana será levantada por captivi
árabes tras la derrota de una escuadra suya en Ostia (849),
pues el Papa ejecuta a los jefes y pasa a ser propietario del
resto60.
No hay, pues, nexo alguno entre el hecho de
que los esclavos medievales se transformen masivamente en siervos
y decretos o sugestiones eclesiásticas. La sociedad extracomercial
es vocacionalmente servil, y en este orden de cosas su efecto
inmediato será que el mundo sin negocios inaugure como
negocio prácticamente único el rapto de incautos.
La Paz de Dios ha desterrado el dinero sin abolir realmente su
demanda, creando por una parte grados inauditos de estancamiento
y por otra una industria de localización, captura y traslado
de personas jóvenes con aspecto sano. Para cuando dicha
industria esté en su apogeo llega el Sacro Imperio, cuyos
dos primeros césares son enemigos incondicionales del comercio.
Dicha institución está llamada
a desintegrarse pronto, porque la falta radical de liquidez no
permite sostener delegados y se impone el feudalismo. Por su parte,
ese aislamiento crea también las condiciones para su propia
superación, que serán básicamente una reapertura
de rutas comerciales y los primeros burgos amurallados. Pero antes
de esbozar el proceso que crea la Europa futura es preciso decir
algo sobre el mundo bizantino y el islámico, cuya influencia
sobre los siglos oscuros no puede exagerarse.
NOTAS
1
- Boecio (ca. 475-525), De consol. phil., V, 141-142.
2
- Máximo, Avito, Mayoriano, Severo, Antemio, Olibrio, Glicerio,
Nepote y Augústulo.
3
- Una de las epístolas del papa Gelasio afirma que en la
Emilia, la Toscana y en provincias contiguas a ellas hominum propre
nullus existit; cf. Gibbon 1984, vol. II, p. 487.
4
- Ibíd, vol. III, p. 247.
5
- Lo afirma en 475 Salvino, obispo de Marsella. Cf. Engels 1970,
p. 189.
6
- El caudillo ostrogodo Valamiro, padre de Teodorico, había
aceptado a regañadientes mandarle desde los ocho años
a educarse en Constantinopla. A cambio de ese rehén real
el emperador León se comprometió a pagar a la nación
goda ciento cuarenta kilos de oro al año, y una digna renta
para los gastos personales del príncipe; cf. Gibbon 1984,
vol. III, p. 15.
7
- Donde se le llama Dietrich von Bern, quizá por Verona
una de las sedes de su reino.
8
- Cf. Gibbon, vol. III, p. 29.
9
- Casiodoro, Variae 9.24.8.
10
- Orosio, Hist. adver. pag. VII, 43, 4-6.
11
- Su ambición termina tres lustros después, cuando
Teodorico le mate con sus propias manos durante un banquete.
12
- Montesquieu comenta que «las leyes de los borgoñones
son bastante juiciosas, y las de los príncipes lombardos
aún más»; Esprit des lois, 1, XXXVIII, c.
1.
13
- Hume 1983, vol. I, p. 461.
14
- Cf. Gibbon 1984, vol. III, p. 17.
15
- La gran excepción en este sentido es Inglaterra, pues
la conquista sajona iniciada en 449-450 somete todo sin contemplaciones,
rozando el genocidio, y la invasión normanda en 1066 hace
lo mismo en buena medida; cf. Hume 1983, vol. I, caps. 2 y 4.
16
- Gibbon 1984, vol. III, p. 25.
17
- Como vimos, ya en tiempos de Pertinax gran parte del agro itálico
y el de otras provincias resulta ser dominio imperial, y por eso
mismo no se explota.
18
- Pablo, Epístola a los romanos 13:1.
19
- Cf. North y Thomas 1982, p. 10.
20
- Cf. Duby 1970, p. 172.
21
- Los bizantinos instan también esa glorificación
formal de la servidumbre, entendiendo que no sólo es la
actitud ejemplar para el eclesiástico sino para el funcionario,
cuyo servicio al Estado implica una esclavitud (douleia).
22
- La ciudad de Dios propone leer el libro de Apocalipsis
como «alegoría» y entiende que el milenio lo
cumple pacíficamente el gobierno eclesiástico. Cf.
XX, 6-17.
23
- Véase, por ejemplo, Landes 2008, en rlandes.bu.edu.
24
- Cf. Wikipedia, voz «Pax Dei».
25
- Cf. Bloch 1961, p. 132-132.
26
- Esto determina, por ejemplo, el título LXII de la lex
Saxonum.
27
- Es la ley de los anglos daneses, por ejemplo, de los francos
y de los borgoñones; cf. Hume 1983, vol. I, p. 181-183.
28
- Desde Diocleciano, que lo menciona en su edicto sobre precios
máximos, a despecho de naufragios y piratas es mucho más
barato llevar en barco una carga de grano desde el extremo occidental
al oriental del Mediterráneo que trasladarla en carros
unos pocos centenares de kilómetros.
29
- Rostovtzeff 1998, vol. II, p. 1035.
30
- I Tesalonicenses, 4:6.
31
- Cf. McCormick 2006, p. 93-94.
32
- Ibíd. p. 28.
33
- Tomás de Aquino, en Cipolla 2003, p. 234.
34
- Cf. Gibbon 1984, vol. III, p. 251. Como es propietario de casi
toda Sicilia por herencia familiar, desvía desde entonces
el trigo de esa isla hacia Roma, bajo condiciones económicas
que ignoramos.
35
- En teoría, 2,7 gramos de plata.
36
- Cf. Miracula sancti Benedicti, en Biblioteca hagiographica
latina 1.123.
37
- Cf. Duby 1978, p. 66.
38
- Cf. McCormick 2005, p. 578.
39
- Cf. Hume 1983, vol. I, p. 183.
40
- Cf. Bloch 1961, p. 152.
41
- Por lo demás, aquella España atravesaba la dura
resaca de recibir montañas de plata sin industria o comercio
donde reinvertirlas, padeciendo una inflación sin compensaciones.
Véase más adelante, p.
42
- Concretamente: comino, pimienta, canela y clavo.
43
- Hincmaro, Epístola 52, Patrologia Latina, 126.274D.
44
- McCormick 2005, p. 728-733.
45
- Cf. Bloch 1961, p. 63.
46
- Para la fórmula completa de algunos protocolos merovingios
cf. Duby 1978, p. 45-46.
47
- Ibíd., p. 145.
48
- Cf. Bloch 1961, p. 158, y 186-187.
49
- Engels 1970, p. 68-69. La región pasó a ser Marca
carolingia en 808.
50
- Para una descripción del «sistema curtense»,
cf. Cipolla 2002, p. 151-155. Por lo demás, este libro
abunda en descuido y otras deficiencias.
51
- Más allá de las lindes pululan famélicos
convertidos en pequeños delincuentes y bandoleros, tan
temibles en principio como otros señores de la vecindad.
52
- Bloch 1961, p. 61.
53
- Cf. Duby 1970, p. 92.
54
- Cf. Cipolla 2003, p. 126-127.
55
- Cantillon 1755, XV, 7. La campagna de Nápoles,
añade el Essai, puede superar la tasa de 20.
56
- Véase antes, p. 14.
57
- Véase antes, p 111-112.
58
- Cf. McCormick 2005, p. 709.
59
- Ibíd, p. 687.
60
- El primer tratado medieval que se conserva es de 840 y constituye
un acuerdo entre el carolingio Lotario I y la república
de Venecia, donde ésta se compromete a no comerciar con
los súbditos de aquél, y a cerrar su industria de
castración; cf. McCormick 2005, p. 710.
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