LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

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La Paz de Dios como sistema social

«Si algo se hace con una intención y resulta otra cosa lo llamamos azar, como cuando un agricultor cava la tierra para plantarla y encuentra un saco con monedas. Pero hace falta arar, y haber enterrado el dinero, para que lo azaroso ocurra.»

Boecio1.

Las últimas décadas del Imperio occidental recaen sobre césares cada vez más semejantes a marionetas2, que han perdido la mayoría de sus dominios previos —Iberia, Galia, Britania y los Balcanes—, y reinan a duras penas sobre una Italia cuyo centro está básicamente despoblado3. En 472, cuatro años antes de que Roma sea tomada definitivamente, cierto edicto imperial castiga la venta de hijos y atestigua así lo extendido de esa práctica, pues no se prohíbe aquello que nadie hace. La Urbe tiene entonces unos seis mil vecinos, veinte veces menos que otrora, y su entorno —el Lazio— es «todo él una maleza de aguas estancadas»4 donde reina la malaria. Rendirse sin lucha remite a esas desdichas, y al hecho de que muchos romanos llevasen tiempo emigrando a zonas ocupadas por francos, borgoñones y godos para evitar la rapacidad de los funcionarios imperiales5.

La jaula para humanos construida por el Bajo Imperio cruje y parece llamada a abrirse de par en par, desparramando por Italia una multitud esclavos y proletarios que podrían sumarse a las persistentes vagaudas instaladas en las cuencas del Po y el Ródano.

I. Los paradójicos bárbaros

Pero Rómulo Augústulo, el último títere imperial, ha sido depuesto por Odoacro, un caudillo bárbaro competente que consolida sus precarios dominios, y poco después llega Teodorico el Grande (454-526) para asegurar cuatro décadas de estabilidad a un «reino de Italia» que se extiende desde el Tajo al Danubio y desde los Alpes a Sicilia. La diplomacia bizantina ha diseñado su figura6, y él se encarga de revivir algo sin precedentes desde la Pax augusta, con la misma política de rebajar aranceles y promover el intercambio, reabriendo minas y dragando ciénagas. La proeza se recordará diciendo que en sus dominios una bolsa de monedas estaba siempre segura, cosa sin duda exagerada aunque expresiva de la nostalgia sentida después.

Héroe para el Cantar de los Nibelungos7, y «nuevo Trajano» para los latinos, Teodorico hizo compatible el cristianismo sin misterios de Arrio con tolerancia religiosa. En 509, cuando focos fanáticos de su capital, Ravena, incendien varias sinagogas les impone reconstruirlas, amenazando con tandas sucesivas de latigazos al remiso8. Durante largos años su primer ministro es Boecio (475-525), un romano del linaje romano más ilustre que resulta ser también el gran sabio no ya de su tiempo sino de toda la alta Edad Media. Le sucede en dichas funciones el menos formidable aunque también culto Casiodoro, que cuenta de su monarca:

«Cuando se libraba de incumbencias oficiales nos inquiría sobre conducta y criterios de los sabios, movido por el deseo de parecerse a los grandes hombres del ayer»9.

Hollywood no se ha cansado de presentar el fin del Imperio occidental como un evento súbito, donde ciudades prósperas son arrasadas por una horda de salvajes ajenos a lo que están destruyendo. En realidad, bárbaros y no bárbaros padecen entonces grados parejos de analfabetismo, y la diferencia entre unos y otros es de fibra: los conquistadores no han padecido tanto como los conquistados el desgaste físico y moral de una vida progresivamente abyecta. La crisis de la sociedad esclavista ha generalizado el pobrismo como consuelo y remedio para su estancamiento, y van a ser los teóricos incivilizados quienes se apliquen más enérgicamente a preservar la civilización. El visigodo Ataúlfo —que reina sobre buena parte de Iberia y la Galia meridional— se ha adelantado a todos con su declaración de Narbona, en 413:

«Mi primera intención fue borrar el nombre de Roma y convertir su territorio en imperio gótico […] Pero la experiencia me convenció de que la naturaleza indómita de los godos nunca se someterá a las leyes, y que sin el derecho un Estado no puede existir. La prudencia me hizo, pues, elegir la gloria diferente de revivir el nombre de Roma con el vigor gótico, y espero que la posteridad me reconozca como origen de la restauración»10.

En 476, cuando el hérulo Odoacro se instale como rey en Roma y clausure formalmente el Imperio occidental11, siente tanto respeto por las instituciones republicanas que contempla incluso restablecer el Senado. Ese mismo año —al enterarse de que ha caído el último Imperator— el rey franco Childerico, padre de Clodoveo, jura mantener en sus dominios la organización y la lengua latina, como efectivamente hará la larga dinastía merovingia. Algo análogo se proponen las demás tribus que están apoderándose del resto de Europa y el norte de África. Aunque el ostrogodo Teodorico sea la personalidad sobresaliente del periodo, en términos de creaciones colectivas —como leyes y costumbres— su pueblo parece menos civilizado, por ejemplo, que el borgoñón y el lombardo12. Lo inmortal de su herencia para nuestra cultura es que:

«Las naciones nórdicas no admitían que ningún hombre capaz de empuñar las armas pudiese ser gobernado, sin su consentimiento, por la voluntad absoluta de otro. Cuando el rey necesitaba cualquier servicio extraordinario de sus barones y lugartenientes debía reunirles y obtener su consentimiento, y toda controversia debía remitirse a su consejo. Los barones consideraban esto como su principal privilegio, y también como una pesada carga»13.

1. El reparto de tierras. Por supuesto, este rasgo tropezaba directamente con la pasión romana por la autoridad infinita, y el contacto con el Imperio les hará limar su anarquismo hasta admitir jefes vitalicios en vez de limitados a tiempos de guerra, aunque su mitología nunca abandonó la idea del monarca como un primum inter pares, invitado a demostrar cotidianamente su mérito. Mucho más eficaz para moderar este punto de vista iba a ser la catequesis católica, centrada políticamente en la idea del gobierno como algo derivado de la gracia divina, y desde su conversión los reyes nórdicos empezaron a consentirse la pompa mayestática, hasta acabar pareciéndose al resto de los monarcas antiguos.

Hechos a considerar el Imperio unas veces como patrón y otras como presa, sus primeros ensayos dinásticos llegan al hacerse conscientes de que les toca sostener el orden antes rechazado, y convivir con nativos muy superiores en número, a los que no procede saquear como antaño. Los godos, por ejemplo, empezaron cortando la mano derecha al agricultor que les ocultara vituallas, y esa práctica emboscó rápidamente regiones enteras, como la Tracia14. Pero al asentarse en Europa meridional reafirman el derecho previo, y no tienen inconveniente en ceder altos cargos religiosos y responsabilidades administrativas a cada población autóctona. A fin de cuentas, pretenden alcanzar algún tipo de concordia con los autóctonos15.

Por otra parte, debían reservarse lo oportuno como nuevos señores y acabaron fijando esa cuota en un tercio de la tierra. Teodorico abrió camino al decretar que «el pueblo conservará vestimenta, idioma, leyes, costumbres, libertad personal y dos tercios de sus propiedades»16. De Teodorico viene también el eufemismo de llamar hospitalitas a esa requisa, que no era inmoderada atendiendo a los feroces saqueos del Bajo Imperio17 y tampoco dejaba al afectado otra alternativa que un silencioso rencor. Lo ultrajante por excelencia era que además de hacerse con las mejores tierras los nuevos señores exigieran prestaciones gratuitas y abundantes de trabajo.

Al mismo tiempo, muchos guerreros hicieron de sus parcelas ranchos y se casaron antes o después con nativas, poniendo en marcha una conmixtión de haciendas. En el siglo VI la legitimidad indiscutible del superior está enturbiada por el hecho de que sea un extranjero, y sólo a medida que sangre y patrimonios vayan mezclándose cesan los reparos al principio de que «todas las autoridades existentes han sido creadas por Dios»18. Dicha regla fue inaceptable para las tribus nórdicas antes de reinar sobre hispanos, britones, galos, latinos, eslavos y otros pueblos, pero las nuevas circunstancias demandaban algo equivalente a un contrato social allí donde ni la libertad ni los contratos proceden, y el genio de la Iglesia habilita a tales fines el programa que se llamará Pax Dei.

En esencia, la Paz de Dios confía el interés común de conquistadores y conquistados a dos autoridades benévolas por definición —«quienes oran por todos y quienes luchan por todos»—, estableciendo que el resto devolverá sus servicios mediante contribuciones en especie. Esa carga varía de un reino a otro, si bien lo normal es que cada villano deba tres días semanales de labor en el dominio de su señor (la demesne)19. Villanos son en principio todos los que no pertenezcan al estamento nobiliario o al eclesiástico, y estén incluidos en un radio de media jornada a caballo desde cierta plaza fuerte o abadía. Orantes y beligerantes tienen en sus respectivos territorios la autoridad doméstica tradicional, completada por el bannum que Roma llamaba también merum imperium o fuerza bruta, válido para requisar todo lo no inmóvil, como dinero, cosechas, ganado, prendas, personas y otros objetos20.

Esto constituye una paz divina porque sus rigores se compensan con caridad. El señorío demuestra su disposición magnánima reduciendo el canon a varios sacos de grano, algunas ovejas o cabras e incluso «4 gallinas y 20 huevos», como prescribe la ley de los bávaros para el más humilde; en todo caso, a una fracción de aquello que su parcela proporcionaría a un granjero diligente. La magnanimidad de los sometidos brilla en su disposición a ser reclutados como tropa, regalar trabajo cuando proceda, obedecer en general y rendir pleitesía. No les une una relación utilitaria como los contratos, sino la regla de que el inferior se esforzará «de corazón» en obedecer a su superior, y éste le tratará «cristianamente».

En origen los señores locales obran por delegación de algún rey, y que a partir del siglo viii sus «beneficios» empiecen a convertirse en feudos hereditarios es una revolución tan colosal como ajena a postulados doctrinales. El régimen monárquico no pasa a ser oligárquico porque alguien recele de la autoridad única, sino porque las rentas fiscales de cada monarca se han contraído hasta el punto de impedirle sostener delegados, cosa aprovechada por éstos para erigirse en autócratas. La escasez de efectivo no ha necesitado justificación ideológica para cambiar la forma de gobierno, pero la escasez misma es un fenómeno rebosante de justificaciones ideológicas.

II. Construyendo la sociedad pobrista

El culto a la subordinación se manifiesta en una rica variedad de nexos personales, que a diferencia del derecho germánico consagran alguna forma de superioridad independiente de méritos actuales y ostensibles. Desde san Gregorio Magno, que inaugura el siglo VII declarándose servus servorum Dei, los papas, los reyes y el resto de los magnates feudales emplean la expresión «siervo» como símbolo de honradez21. La armonía social descansa en reducir drásticamente cualquier relación no sujeta a alguna «superioridad» previa.

Guerreros y misioneros abren camino celebrando la dependencia en y por sí misma, convencidos de que si un pueblo evita caer en herejías no puede padecer discordia. Hay un abismo entre dieta, aspecto y empleo del tiempo entre las hordas de famélicos harapientos y las delicadas hijas del duque o el rey; pero las crónicas insisten en que ya quisieran esas damiselas hallarse tan cerca de Dios como el pobre de necesidad, a quien todos los demás deben veneración y agasajo. Aunque la Iglesia rechaza expresamente el milenarismo desde san Agustín22, la tradición mesiánica persiste a través de los Oráculos sibilinos medievales, que son el texto más leído junto con el Nuevo Testamento. Las esperanzas centradas en un fin del mundo se concentran allí en anticipar una oleada de regalos sobrenaturales, calcados sobre la multiplicación del pan y los peces23.

Una importante inyección de entusiasmo para el fervor religioso se deriva de que el culto a los santos evite los rigores teóricos del monoteísmo, permitiendo que cada comarca conserve sus ritos tradicionales con el añadido de algún barniz litúrgico ortodoxo. Gracias a esa tolerancia de facto las viejas creencias politeístas se combinan con el misterio cristiano de la Encarnación, llenando los altares con una multitud de hombres y mujeres elevados al estatuto de lo sacro. Hasta el siglo X una proporción abrumadora de la escritura se dedica al género hagiográfico, ofreciendo al pueblo crónicas centradas en personas que son deidades por así decirlo vecinas, con nombre y apellidos, aunque tan capaces de obrar milagros y atender súplicas como el propio Dios.

Una mirada superficial sugiere que los modelos de heroísmo y valor son los caballeros de la Tabla Redonda y sus análogos, cantados por bardos e imitados por la aristocracia militar. Sin embargo, los grandes protagonistas de la devoción y el valor no son tanto ellos como las reliquiae et martyria, ordenadas de mayor a menor dignidad por el número de portentos que se atribuyen a cada una. La leyenda cuenta que Atila fue intimidado en 472 al ver un crucifijo, y el clero emplea desde entonces formas reforzadas del mismo expediente. En ocasiones graves reúne todos los objetos sacros de una comarca y opone ese conjunto «aterrador» a sus enemigos24.

1. Recortes en la facultad de disponer. Reyes, magnates y otros propietarios aspiran a conservar el derecho de dominio en sentido grecorromano, aunque circunstancias diversas concurren a la hora de ir entorpeciendo la disposición discrecional de sus patrimonios. La más objetiva es que no exista una moneda aceptable, y la más subjetiva que el mecanismo impersonal de oferta y demanda se haya transformado en el vínculo exclusivamente personal del vasallaje. La conquista es el más honroso de los modos adquisitivos, seguido a corta distancia por el derecho eclesiástico a retener legados y limosnas.

Un apoyo extra para el estancamiento de las transacciones es el antiguo derecho germánico sobre inmuebles, pues mientras las tribus se dedicaron a la vida trashumante los pastos se adjudicaban cada año a un clan distinto. Al pasar del pastoreo al señorío sedentario su vieja ley podía sincronizarse con la novedad pobrista sin alterar una letra, manteniendo el territorio como bien usufructuado y por eso mismo no enajenable. Por supuesto, el rey y sus guerreros iban a ser formalmente propietarios —no sólo poseedores temporales— de sus respectivos dominios, pero repartir el dominio en más de un titular no se modificaría hasta la baja Edad Media. Como veremos, el primer territorio europeo en cambiar de régimen será Holanda, por entonces una parte del ducado de Borgoña. Los códigos de la alta Edad Media limitan las enajenaciones a casos justificados por «la compulsión del hambre», y aún entonces prima el dominio familiar sobre el individual. El pariente del que ha vendido puede anular esa operación, y en nueve de cada diez litigios los tribunales fallan a favor del familiar «desheredado», aunque hayan transcurrido muchos años y los demandantes no sean descendientes sino colaterales25.

La transmisión de tierras sólo es firme indiscutiblemente para donaciones a la Iglesia, un rey o un «señor poderoso», y en este último caso cuando a cambio del obsequio el donante compre su protección26. Lejos de ser objetos privados, los inmuebles rústicos y urbanos tienen en realidad muchos dueños —para empezar, el rey—, y no pueden cambiarse por dinero o por otros bienes. Tampoco admiten las leyes que el rey enajene parte alguna de las tierras de la corona sin convocar alguna asamblea extraordinaria de sus súbditos27. En definitiva, la tierra se «posee» como una concesión o beneficium, y eso determinará que en un plazo breve toda propiedad inmueble esté enfeudada de un modo u otro.

El Bajo Imperio sancionó la inmovilidad social prohibiendo el cambio de oficio y domicilio, una pauta de fijeza que se refuerza ahora congelando los activos patrimoniales. Como antes, todos deben mantener vitaliciamente el destino definido por su respectiva cuna, y sólo la carrera de las armas y la eclesiástica ofrecen al plebeyo un cauce de promoción social. Pero el programa Pax Dei introduce una importante novedad en este orden de cosas, al relacionar el inmovilismo no tanto con los intereses del señorío como con un proyecto de comunas autosuficientes —las abadías y las curtes laicas—, a quienes encomienda la superación del comercio.

Parece imposible combinar mejor las exigencias del ideal más sublime y la más desnuda necesidad, cuando la crisis del transporte todavía no ha tocado fondo28 y las tribus nórdicas han heredado en realidad «un Estado de esclavos»29, donde tanto la producción como la población tienden a seguir disminuyendo. Cuando la Iglesia empezó a codirigir el Imperio, a principios del siglo iv, su bálsamo para tales condiciones fue una doctrina de resignación y desprendimiento, válida para cualquier estado recesivo de cosas. Ahora da un importante paso al frente, y en vez de añorar la vasta unidad administrativa de un Imperio —que siempre dependería de tráfico mercantil— concibe la autarquía regional como camino más corto hacia la sociedad evangélica.

2. Aislamiento e independencia. Veamos algunos casos diseminados por el tiempo. Poco después de caer Roma el Mediodía francés constituye quizá la zona menos depauperada de toda Europa, porque conservar algunas relaciones con el norte de África mantiene cierta circulación monetaria en Marsella y Niza. Precisamente eso escandaliza a su obispo san Valeriano de Cimiez, que en 488 recuerda a la feligresía lo dicho por san Pablo —«que nadie engañe a su hermano con negocios»30— y añade algo inquietante para el collegium de armadores:

«Las personas se arriesgan a los peligros del mar por culpa de la avaricia, por odioso deseo de ganancia […] Un marinero no habría confiado nunca en un barco si la pasión por el comercio no hubiese espoleado el deseo de navegar. Y entonces un hombre se ve arrastrado por las olas contra las afiladas rocas, para cuadruplicar el dinero de los negotiatores: ellos exportan oro, de manera que pueden importar perjurio con falsedad. Porque cuando algo se compra barato sólo así puede venderse caro al por menor. Hacer negocios siempre quiere decir estafar»31.

Dos décadas antes san Paulino de Nola ha presentado la navegación de cabotaje como «contagio con la iniquidad»32. Las tesis de uno y otro nada añaden al discurso de prelados como san Agustín o san Juan Crisóstomo, si bien éstos viven en las riberas meridionales del Mediterráneo —donde subsiste un Imperio— y no son tan sensibles al ideal de autarquía-aislamiento. En Europa ese programa seguirá siendo indiscutible hasta santo Tomás de Aquino, que ochocientos años después sigue afirmando: «Más digna es la ciudad si tiene en su propio territorio abundancia de todo que si es opulenta por obra de mercaderes»33.

El Aquinate vivió rodeado de mercaderes, cuando Occidente empezaba a abandonar en masa el consejo de autarquía; pero san Valeriano lo hace cuando los negotiatores empiezan a desvanecerse, y proponer que Niza vuelva la espalda al faenar marítimo funde la doctrina evangélica con algo tan actual como un cierre masivo de astilleros. Condiciones parejas y una reacción análoga observamos en 618, cuando Alejandría cae en manos de persas y eso fuerza a interrumpir en Roma una costumbre tan ancestral como el reparto de pan gratuito. Su papa, san Gregorio Magno, se impone como penitencia no celebrar misa algunas semanas porque un mendigo de la ciudad ha muerto de inanición; pero sigue pensando que el abastecimiento no justifica rendirse a la iniquidad mercantil34.

Hacia 870 el acto de comerciar sigue pareciéndole «superfluo» y «corruptor» a Adrevaldo de Fleury, que lo confirma con la autoridad del milagro. En su biografía de san Benito relata el escarmiento de un individuo que consiguió «doce dineros»35 yendo a cierta feria, pues al negar que hubiese traficado se le quedó paralizada la mano con la cual tocó las monedas. Su buena suerte hizo que tuviese muy cerca la abadía de Saint-Benoît-du-Sault, donde pudo comprar una ofrenda votiva por ese precio, y al ponerla sobre la tumba del santo sanó de inmediato36. Monje del lugar, la declaración de Adrevaldo podría estar contaminada por un interés personal en la venta de ofrendas, pero atestigua lo robusto de la constelación ebionita.

Los cambios están ocurriendo más bien en materia de «dineros», pues desde el siglo vi la moneda se ha transformado en un artículo de joyería, que templos y castillos exhiben como ornamento de su autoridad37. La circulación de efectivo aceptable es tan escasa que sólo la Santa Sede mantiene una demanda sostenida de seda y otros artículos lujosos, cuya compra destina al ennoblecimiento del culto. Atendiendo a los registros vaticanos, por ejemplo, a lo largo del siglo VII las necesidades de mobiliario litúrgico requieren importar una media anual de setenta kilos de plata y cinco de oro38. Es sin duda ridículamente poco para la única autoridad común a toda Europa, con innumerables funcionarios ya en la propia Roma, aunque refleja la combinación de escasez sobrevenida y escasez buscada.

Un buen caballo vale entonces seis veces más que un buey, un buey lo equivalente a tres hectáreas y un esclavo el doble que un caballo39; la protección de torso más barata —la broigne, hecha de cuero con remates de metal— cuesta tanto como un caballo, y un simple casco la mitad. A principios del siglo VIII un terrateniente de Suabia cambia sus tierras por una yegua y una espada, pues la condición de hidalgo le veda trabajar y la indigencia le fuerza a vender su brazo como mercenario40. Desde entonces —y lo confirmará elocuentemente don Quijote— en ningún libro o regla de caballería se dice que el hidalgo debe portar dinero para pagar posada o servicios, pues sus deberes se cumplen protegiendo a doncellas, viudas y desamparados. En el alto medievo el medio es bastante más inhóspito aún que la Mancha del XVII41, y la falta de suministro sencillamente va estrangulando uno por uno los núcleos urbanos.

3. La desaparición del comerciante. Resulta imposible saber hasta qué punto el grueso de la población reaccionó con apoyo, desagrado o indiferencia al pobrismo institucional, pues los siglos oscuros fueron también una era de monopolio sobre la escritura, sin rastro de disidentes. Cuando el traslado de patrimonios se reduzca a herencias y donaciones, una Iglesia cada vez más poderosa descubre las virtudes de localizar e importar grandes reliquias, que por simple contacto o mediando algún tipo de imitación artesanal generan series indefinidas de pequeñas reliquias o relicarios. Es un modo eficaz de rebañar el escaso efectivo circulante, acosado por la ofrenda votiva como única modalidad de gasto que las buenas costumbres aprueban.

Quizá más de uno puso en duda la secuencia de parálisis y sanación atestiguada por Adrevaldo en sus Milagros de san Benito, pero Europa llevaba mucho tiempo ensayando un régimen de obsequios mutuos como alternativa a los contratos, y no era novedad alguna que ofertantes y adquirentes se presentasen como «sufragadores y sufragáneos». En 730, por ejemplo, algunas diócesis y abadías reparten a clérigos y frailes una cesta periódica de artículos aromáticos o «pigmentos»42, y el hecho de que ese suministro se interrumpa motiva una queja firmada por párrocos de Reims. La respuesta es una carta pastoral de su arzobispo, Hincmaro, donde reprende a sus sufragáneos por pedir superfluas pensiones in pigmentis, pues no pocos revenden parte de la cesta y piden por mero placer (voluptate), no por necesidad43.

El meticuloso trabajo de un historiador, que aprovecha la reciente digitalización de los documentos medievales, muestra que en Europa —entendiendo por tal un área que va desde Inglaterra a los Urales, y desde el Báltico al Mediterráneo— los hombres de negocios o negotiatores son mencionados desde el siglo VI al X un número absurdamente pequeño de veces. En concreto, se habla de seisciento sesenta y nueve viajeros dedicados al comercio, de los cuales sólo diecinueve son mercaderes de larga distancia44. No es necesario añadir que en ese marco espaciotemporal los documentos mencionan a bastantes o muchos millones de personas con otros oficios y beneficios.

En el siglo VI la mejor biblioteca occidental pertenece a san Isidoro de Sevilla, un obispo hispanorromano de los visigodos, seguida a buena distancia por la de san Gregorio en Roma. Sus contemporáneos, el franco Gregorio de Tours y el anglosajón Beda, se esfuerzan por hacer historia y la hacen, aunque ya no saben usar las preposiciones y los géneros latinos. Sólo nos consta que los cronistas omiten el término negotiator, una palabra tan malsonante para ellos como lucrum. Sin embargo, la propia elementalidad de esos escribas garantiza de alguna manera su franqueza, y podría suceder que, efectivamente, el espectro de su oficio se haya contraído a algunos vendedores puerta a puerta, conocidos en Franconia como «pies polvorientos»45. En cualquier caso, el empresario carece de sentido allí donde una combinación de circunstancias ha logrado inmovilizar los patrimonios inmobiliarios, tesaurizar la moneda de ley y generalizar un modelo de comuna autárquica.

Cada uno de estos fenómenos es causa tanto como efecto del resto, dentro de un proyecto donde penurias físicas y logros morales se funden de modo inextricable, hasta suscitar los primeros Estados reñidos formalmente con el comercio. El negotiator, decía ya Platón, vive de promover necesidades prescindibles como adquirir y cambiar, que sobran por completo cuando el Estado practica una austera sencillez. Es digno de anotarse, con todo, que la república platónica sólo impone santa pobreza a sus gobernantes, confiando la producción a un pueblo estimulado por las bajas pasiones del propietario y el mercader. El ebionismo medieval opera al revés, premiando con desposesión a los gobernados exclusivamente, y eso impone un vínculo político situado en las antípodas de la ciudadanía.

III. El rito de admisión

Lejos de ser algo asegurado por nacimiento, pertenecer a una comunidad depende de que ciertos individuos otorguen a otros la gracia seguir vivos y en posesión de lo suyo, tras una ceremonia de homenaje (Mannschaft) donde lo esencial es que el inferior prometa: «En lo que me quede de vida no tendré derecho a retirarme de vuestro poder y protección»46. Lo declara genuflexo, juntando las manos mientras recita su fórmula. Si el homenajeado acepta la ofrenda ciñe con sus manos las del otro y le besa en la boca.

La esencia del rito es que del monarca para abajo todo individuo ceda su persona y bienes para ver ambas cosas devueltas a renglón seguido, redimidas y aseguradas por el pacto de sometimiento, aunque por eso mismo enfeudadas. Salvo el primero, cuyas cuentas son con Dios y su Iglesia, será un fuera de la ley quien pretenda vivir sin haber homenajeado a un superior, acto único al que los carolingios añadirán un juramento de lealtad hecho sobre los Evangelios o alguna reliquia, exigible tantas veces como lo aconsejen las circunstancias. Resulta imprescindible «ser el ‹hombre› de otro hombre»47 para no verse perseguido por él y los demás.

Cambios derivados de herencia o donación determinarán pronto que un agricultor libre pueda cultivar una tierra servil, y viceversa, aunque para ser parroquiano en vez de forajido debe ostentar una dependencia vitalicia (recomendatio) o a plazo (precarius). En algunos territorios sólo será admisible el llamado siervo de la gleba, que además de estar ligado hereditariamente a su lugar de nacimiento se encuentra sujeto a un ius primae noctis o derecho de pernada sobre esposa e hijos. Esas diferencias de régimen obedecen al espíritu de las distintas tribus, más o menos fieles al principio germánico de autonomía. Los visigodos, por ejemplo, pensaban que «el hombre libre nunca pierde el control sobre su persona», y la Lex romana visigothorum les reconoce una capacidad permanente para cambiar de señor.

Mucho más restrictiva, la legislación de los francos enumera qué «ultrajes» lo justificarían. De ahí que en la España no carolingia el homenaje sea «un acto cortés», sin otra formalidad que besar la mano, y que el estatuto de caballero no se limite a jefes y lugartenientes de mesnada (los «criados» del Mío Cid), correspondiendo también a una nobleza formada por terratenientes prósperos48. En territorios donde reina el derecho de los francos la dependencia será más estrecha y muy duradera:

«En Baleares, Cataluña y el alto Aragón adoptó la forma más abyecta hasta 1486, cuando se produce la sentencia o bando arbitral de Fernando el Católico: ‹Juzgamos y fallamos que los senyors no podrán tampoco pasar la primera noche con la mujer que haya desposado un campesino, ni tampoco podrán después de que se hubiere acostado esa noche pasar la pierna encima de la cama ni de la mujer, en señal de soberanía; y tampoco podrán los susodichos señores servirse de las hijas o de los hijos de los campesinos contra su voluntad, con y sin pago›»49.

El reino de la desconfianza ha transformado la ciudadanía en secuencias de reconocimientos personales, y el concomitante reino de la credulidad promete a toda suerte de inferiores el núcleo de la Pax Dei: aunque cualquier acto de insumisión ofende al Creador, mucho más le irrita aún quien mancilla el estatuto de superioridad olvidando su compromiso de servicio. Pocos temas son tan recurrentes en la literatura de los siglos oscuros como el de que «los señores de este mundo» pagarán cualquier atropello ante el tribunal del más allá. La sanción divina del poder fáctico se apoya en esa segunda instancia, abierta a todos los reclamantes, y puede por ello prescindir de constitución civil.

1. Nuevas entidades de población. Fuera de las abadías, que son en principio comunas ebionitas estrictas, cada conquistador se rodea de labriegos para formar «cortes» (curtes) que parten normalmente de antiguos latifundios. Su modelo incluye una casa hecha de piedra y más o menos fortificada, cuyos alrededores son dependencias hechas de madera y cuero. Los inferiores ocupan chozas distribuidas en torno a una huerta, el horno de pan, establos, graneros y cobertizos. Algún tipo de valla cerca ese conjunto, tanto más idóneo cuanto que la espesura salvaje o algún otro accidente natural aísle sus tierras de labranza. Cuando estos núcleos sobreviven a malas cosechas y plagas tienden a crecer, roturando tierras adicionales. En tal caso la empalizada se adapta a más chozas, la mansión acaba siendo castillo y una parroquia sustituye a la capilla del señor50.

Desde el siglo vi al xi, sin embargo, es más frecuente que en vez de crecer y multiplicarse las curtes se estanquen o desaparezcan. Ganar en vez de perder terreno ante el bosque exige sierras y hachas que faltan o son defectuosas, por no mencionar aperos de labranza en general, y el imaginario autárquico —unido a recelos ante el entorno humano51— no puede ser más ajeno a un progreso técnico que pende de comunicaciones e incentivos para el diligente. Aunque ha borrado de su léxico las palabras «lucro» y «mercader», la mentalidad caballeresca genera un afán de ostentación afín al del culto cargo entre los polinesios, que no puede sino promover rapacidad y agresiones.

Con el trabajo como lote del vil, terrenos que se aran y abonan de modo defectuoso «son vencidos una y otra vez por vegetación indeseada»52. Una desidia inseparable del culto a la magnanimidad determina, por ejemplo, que sostener a cada uno de los sesenta y tres monjes de la abadía de Saint Bertin requiera los servicios de treinta familias campesinas53. En el apogeo del providencialismo, el rendimiento medio por grano sembrado de cereal está entre dos y tres; al empezar a aproximarse a condiciones de mercado —en el siglo XII— ronda el seis54, y en el XVI las tierras de Flandes y Lombardía «devuelven dieciocho veces la siembra»55. Mientras la cosecha mal supere lo sembrado —calculando los años de barbecho o inactividad—, incluso grandes feudos pueden no bastar para que cada señor renueve su equipo bélico, y cada obispo el litúrgico.

Sumida en contracción, Europa seguiría así de modo más o menos indefinido si la propia penuria no hubiese inaugurado también un dinamismo ajeno a director o programa, cuyo punto de partida es la transformación del esclavo en siervo. Abadías y curtes parten de una población formada por esclavos y colonni, hombres libres que desde el Bajo Imperio fueron adscritos vitalicia y hereditariamente a labores agrícolas en una tierra determinada. Los colonos premedievales aceptaron ese régimen para defenderse de recaudadores y policías secretas, que básicamente desaparecen con el Imperio, pero la escasez ha seguido creciendo y con ella lo inevitable de que todo el pueblo bajo imite su ejemplo.

Sin embargo, tras mil años de ensayarse como único modo de asegurar al hombre libre una vida digna, la sociedad esclavista se revela sencillamente incapaz de seguir teniendo esclavos, un fenómeno evidente y misterioso a la vez, pues nadie lo atribuye al bajo rendimiento derivado de un trabajador sin otro incentivo que el pánico o la inanición. Mientras hubo actividad mercantil, y circulación monetaria, las tasas siempre mínimas de reproducción propias de las «herramientas vivas» se compensaban en alguna medida comprando personas ya formadas profesionalmente, o formándolas el amo a su costa, para que luego se incorporasen al mercado laboral. Ahora, cuando la división del trabajo retrocede por todas partes, es absurdo imaginar que los amos pueden renovar periódicamente su stock pagando precios competitivos —análogos a los vigentes hoy para coches nuevos o usados, de gama alta y baja56—, y se impone alguien a caballo entre el colono y el liberto, que deba vitalicia y hereditariamente trabajo pero ya no necesite ser comprado ni mantenido. Y, en efecto, desde el siglo vi al xi todos los que no rezan o luchan por los demás —esclavos, proletarios, clases medias venidas a menos, campesinado libre— irán confluyendo en esta específica «dependencia», cuyo punto de contacto más pedestre con el régimen anterior es el hecho de que la misma palabra latina —servus— designe al dependiente antiguo y al actual.

Por otra parte, como los nuevos amos quedan exentos de donationes en vestuario, alimento y abrigo, sus siervos les deben trabajo y obediencia aunque nada les impide adquirir y retener propiedad. Tal cosa es en las condiciones altomedievales una facultad vacía, frustrada de raíz por la falta de circulación que afecta a bienes y dinero. Pero los propios siervos acabarán demoliendo el principio autárquico desde finales del siglo X, y ese derecho de propiedad en principio inútil empieza entonces a cambiarlo todo, hasta el punto de acabar haciendo posible una sociedad sin superiores e inferiores por nacimiento.

2. Cristianismo y esclavitud. La Iglesia medieval no modifica el criterio paulino de que los carentes de libertad política están especialmente bien situados para alcanzar la salvación57. Coincide con Aristóteles en pensar la esclavitud como cimiento de cualquier orden social civilizado, y en el siglo VII su cúpula da el importante paso de admitir que el elenco de mancipia o esclavos tradicionales se extienda a personas antes libres y capturadas por cazadores. Estos raptos son una desdicha que afecta a no pocos santos y santas, por ejemplo, pero la jerarquía tiene demasiados intereses puestos en el traslado y exportación de captivi europeos para emprender algún tipo de acción conjunta y categórica.

El Concilio de Clichy (626) lo trata como mera cuestión de hecho, estableciendo a título de única excepción que no podrán destinarse «a judíos y paganos», pues podrían perder su alma inmortal al contaminarse con otras religiones. Idéntica regla consagra poco después el prolongado Concilio de Chalon-sur-Saône (647-653), seguido por una abundante serie de cónclaves ulteriores, cuya propia reiteración sugiere un sistemático incumplimiento de la prohibición que pesa sobre la venta a infieles58.

En 599 san Gregorio Magno emplea las rentas que ha cosechado en su periplo por diócesis de la Galia para hacerse con una partida de jóvenes ingleses59. Su política durante los siglos oscuros es el origen de Roma como principal mercado de cautivos, que son exportados inicialmente desde el puerto de Civitavecchia y luego desde los dominios papales en Campania. Las primeras noticias al respecto indican que la mayoría de los embarcados allí hacia Bizancio y el norte de África son lombardos, un pueblo cuya vecindad incomoda mucho a la Santa Sede. El negocio persiste largamente, y la primera muralla vaticana será levantada por captivi árabes tras la derrota de una escuadra suya en Ostia (849), pues el Papa ejecuta a los jefes y pasa a ser propietario del resto60.

No hay, pues, nexo alguno entre el hecho de que los esclavos medievales se transformen masivamente en siervos y decretos o sugestiones eclesiásticas. La sociedad extracomercial es vocacionalmente servil, y en este orden de cosas su efecto inmediato será que el mundo sin negocios inaugure como negocio prácticamente único el rapto de incautos. La Paz de Dios ha desterrado el dinero sin abolir realmente su demanda, creando por una parte grados inauditos de estancamiento y por otra una industria de localización, captura y traslado de personas jóvenes con aspecto sano. Para cuando dicha industria esté en su apogeo llega el Sacro Imperio, cuyos dos primeros césares son enemigos incondicionales del comercio.

Dicha institución está llamada a desintegrarse pronto, porque la falta radical de liquidez no permite sostener delegados y se impone el feudalismo. Por su parte, ese aislamiento crea también las condiciones para su propia superación, que serán básicamente una reapertura de rutas comerciales y los primeros burgos amurallados. Pero antes de esbozar el proceso que crea la Europa futura es preciso decir algo sobre el mundo bizantino y el islámico, cuya influencia sobre los siglos oscuros no puede exagerarse.

 

NOTAS

1 - Boecio (ca. 475-525), De consol. phil., V, 141-142.

2 - Máximo, Avito, Mayoriano, Severo, Antemio, Olibrio, Glicerio, Nepote y Augústulo.

3 - Una de las epístolas del papa Gelasio afirma que en la Emilia, la Toscana y en provincias contiguas a ellas hominum propre nullus existit; cf. Gibbon 1984, vol. II, p. 487.

4 - Ibíd, vol. III, p. 247.

5 - Lo afirma en 475 Salvino, obispo de Marsella. Cf. Engels 1970, p. 189.

6 - El caudillo ostrogodo Valamiro, padre de Teodorico, había aceptado a regañadientes mandarle desde los ocho años a educarse en Constantinopla. A cambio de ese rehén real el emperador León se comprometió a pagar a la nación goda ciento cuarenta kilos de oro al año, y una digna renta para los gastos personales del príncipe; cf. Gibbon 1984, vol. III, p. 15.

7 - Donde se le llama Dietrich von Bern, quizá por Verona —una de las sedes de su reino—.

8 - Cf. Gibbon, vol. III, p. 29.

9 - Casiodoro, Variae 9.24.8.

10 - Orosio, Hist. adver. pag. VII, 43, 4-6.

11 - Su ambición termina tres lustros después, cuando Teodorico le mate con sus propias manos durante un banquete.

12 - Montesquieu comenta que «las leyes de los borgoñones son bastante juiciosas, y las de los príncipes lombardos aún más»; Esprit des lois, 1, XXXVIII, c. 1.

13 - Hume 1983, vol. I, p. 461.

14 - Cf. Gibbon 1984, vol. III, p. 17.

15 - La gran excepción en este sentido es Inglaterra, pues la conquista sajona iniciada en 449-450 somete todo sin contemplaciones, rozando el genocidio, y la invasión normanda en 1066 hace lo mismo en buena medida; cf. Hume 1983, vol. I, caps. 2 y 4.

16 - Gibbon 1984, vol. III, p. 25.

17 - Como vimos, ya en tiempos de Pertinax gran parte del agro itálico y el de otras provincias resulta ser dominio imperial, y por eso mismo no se explota.

18 - Pablo, Epístola a los romanos 13:1.

19 - Cf. North y Thomas 1982, p. 10.

20 - Cf. Duby 1970, p. 172.

21 - Los bizantinos instan también esa glorificación formal de la servidumbre, entendiendo que no sólo es la actitud ejemplar para el eclesiástico sino para el funcionario, cuyo servicio al Estado implica una esclavitud (douleia).

22 - La ciudad de Dios propone leer el libro de Apocalipsis como «alegoría» y entiende que el milenio lo cumple pacíficamente el gobierno eclesiástico. Cf. XX, 6-17.

23 - Véase, por ejemplo, Landes 2008, en rlandes.bu.edu.

24 - Cf. Wikipedia, voz «Pax Dei».

25 - Cf. Bloch 1961, p. 132-132.

26 - Esto determina, por ejemplo, el título LXII de la lex Saxonum.

27 - Es la ley de los anglos daneses, por ejemplo, de los francos y de los borgoñones; cf. Hume 1983, vol. I, p. 181-183.

28 - Desde Diocleciano, que lo menciona en su edicto sobre precios máximos, a despecho de naufragios y piratas es mucho más barato llevar en barco una carga de grano desde el extremo occidental al oriental del Mediterráneo que trasladarla en carros unos pocos centenares de kilómetros.

29 - Rostovtzeff 1998, vol. II, p. 1035.

30 - I Tesalonicenses, 4:6.

31 - Cf. McCormick 2006, p. 93-94.

32 - Ibíd. p. 28.

33 - Tomás de Aquino, en Cipolla 2003, p. 234.

34 - Cf. Gibbon 1984, vol. III, p. 251. Como es propietario de casi toda Sicilia por herencia familiar, desvía desde entonces el trigo de esa isla hacia Roma, bajo condiciones económicas que ignoramos.

35 - En teoría, 2,7 gramos de plata.

36 - Cf. Miracula sancti Benedicti, en Biblioteca hagiographica latina 1.123.

37 - Cf. Duby 1978, p. 66.

38 - Cf. McCormick 2005, p. 578.

39 - Cf. Hume 1983, vol. I, p. 183.

40 - Cf. Bloch 1961, p. 152.

41 - Por lo demás, aquella España atravesaba la dura resaca de recibir montañas de plata sin industria o comercio donde reinvertirlas, padeciendo una inflación sin compensaciones. Véase más adelante, p.

42 - Concretamente: comino, pimienta, canela y clavo.

43 - Hincmaro, Epístola 52, Patrologia Latina, 126.274D.

44 - McCormick 2005, p. 728-733.

45 - Cf. Bloch 1961, p. 63.

46 - Para la fórmula completa de algunos protocolos merovingios cf. Duby 1978, p. 45-46.

47 - Ibíd., p. 145.

48 - Cf. Bloch 1961, p. 158, y 186-187.

49 - Engels 1970, p. 68-69. La región pasó a ser Marca carolingia en 808.

50 - Para una descripción del «sistema curtense», cf. Cipolla 2002, p. 151-155. Por lo demás, este libro abunda en descuido y otras deficiencias.

51 - Más allá de las lindes pululan famélicos convertidos en pequeños delincuentes y bandoleros, tan temibles en principio como otros señores de la vecindad.

52 - Bloch 1961, p. 61.

53 - Cf. Duby 1970, p. 92.

54 - Cf. Cipolla 2003, p. 126-127.

55 - Cantillon 1755, XV, 7. La campagna de Nápoles, añade el Essai, puede superar la tasa de 20.

56 - Véase antes, p. 14.

57 - Véase antes, p 111-112.

58 - Cf. McCormick 2005, p. 709.

59 - Ibíd, p. 687.

60 - El primer tratado medieval que se conserva es de 840 y constituye un acuerdo entre el carolingio Lotario I y la república de Venecia, donde ésta se compromete a no comerciar con los súbditos de aquél, y a cerrar su industria de castración; cf. McCormick 2005, p. 710.

 




 

© Antonio Escohotado 2008
LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO
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