LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

7

Un Imperio cristiano

«Dios es una palabra relativa que se refiere a los siervos, y deidad es su dominio no sobre el cuerpo propio —como piensan aquellos para los cuales es alma del mundo—, sino sobre siervos […] Admiramos a dios por sus perfecciones, pero le adoramos debido a su dominio, pues le adoramos como siervos.»

I. Newton1.

Diocleciano abdica al poco, amargado por los límites de la coacción, y las guerras que esto provoca acaban favoreciendo a Constantino —uno de los siete aspirantes en liza— gracias al apoyo de legionarios cristianos, respaldados por sus comunidades occidentales y orientales. Faltan noticias sobre un proceso de acercamiento entre el Imperio y la secta perseguida hasta entonces, que quizá comienza en 311 cuando el césar Galerio devuelve al papa Melquíades algunas propiedades incautadas. Sea como fuere, el edicto de Milán (313) —fruto de deliberaciones igualmente desconocidas entre Constantino y el papa Silvestre I— pone en marcha la cristianización del Imperio.

«Hemos tomado esta saludable y rectísima determinación de que a nadie le sea negada la facultad de seguir libremente la religión que ha escogido para su espíritu […] Hemos decidido anular completamente las disposiciones previas sobre los cristianos, por hostiles y poco propias de nuestra clemencia, y permitir de ahora en adelante a todos los que quieran observar esa religión hacerlo libremente.

Por lo que se refiere a ellos, hemos decidido que les sean devueltos los locales en donde antes solían reunirse, ya sean propiedad de nuestro Fisco o hayan sido comprados por particulares, y que no deban pagar por ello ningún dinero ni ninguna clase de indemnización. […] Todos estos locales deben ser entregados inmediatamente y sin ninguna demora a la comunidad cristiana»2.

Apenas han pasado doce años del edicto sobre precios, que quiso combatir la inflación a golpes de espada, y nada puede evitar que el valor de los bienes siga degradándose, pero el llamamiento a la santa pobreza relega la crisis material a asunto de segundo orden. Cosas tan aborrecidas como la inmovilidad física y laboral, o el retorno al trueque en la mayor parte del Imperio, podían ser interpretadas —y lo fueron— como victorias de la justicia social sobre el dinero. Desde la perspectiva eclesiástica el colapso de la economía monetaria es un éxito ético, que frena en seco la avaricia del comercio. Desde la del poder político una nueva resignación es tan bienvenida como la posibilidad de confiscar los templos paganos, único botín que puede compararse con el obtenido dos generaciones antes saqueando los ayuntamientos.

Tanto se iban a compenetrar el interés imperial y el eclesiástico que el Estado alcanzaría un periodo de estabilidad sin precedente en siglos, simbolizado por la égida de Teodosio el Grande (384-395). Estimulada por exenciones fiscales y de reclutamiento, la Iglesia puede «dedicarse completamente a servir su propia ley»3, algo en realidad tan práctico como que los obispos asuman las nuevas divisiones administrativas creadas por Diocleciano —las «diócesis»— y pongan en marcha tanto una catequesis como un sistema de beneficencia más adaptado al caso concreto que el de las anonas. En pocas décadas esos obispados amasan un patrimonio sólo comparable al de la casa imperial, y lejos de inclinarse hacia alguna secesión o rebeldía contribuyen a calmar el descontento rural y urbano.

Con las religiones civiles está a punto de desaparecer el propietario antiguo, protegido por el dios Término aunque acosado por Césares que llevan siglos moviendo las lindes a su antojo. Esta precisa fuente de indignación, nuclear para los escritores paganos, es algo que los cronistas cristianos no mencionan siquiera sea de pasada. Tampoco protestan ante un nuevo giro de tuerca en la presión fiscal, ni atendiendo a la transformación masiva del campesinado en masa servil y ni siquiera se hacen eco de algo tan escandaloso como que Constantino mande envenenar a su primogénito, Crispo, y cocer en un baño turco a su propia esposa, Fausta4. Como empieza diciendo la Historia eclesiástica de Eusebio (263-339), «sólo aludiremos a hechos útiles para los cristianos y la posteridad».

Constantino sigue siendo san Constantino en el calendario de la Iglesia ortodoxa griega, y tanto en oriente como en occidente su reinado se considera una «enorme aportación al bien común»5, trofeo de una época caracterizada por «profunda paz y prosperidad»6.

I. Del rey divino al César-Papa

La leyenda cuenta que este emperador fue pagano hasta la víspera de una batalla, cuando se le apareció la Cruz y oyó «bajo este signo vencerás». No es leyenda que su padre, el césar Constancio Cloro, trató siempre con benevolencia a los cristianos y que su madre sería canonizada como santa Elena. Con todo, Elena fue una concubina pasajera, y en aquél tiempo los patricios —desde su padre al propio Diocleciano, en cuya corte se educó— veneraban al Sol como ser supremo7, algo ligado frecuentemente con los Misterios de Mitra, favoritos de los militares desde tiempos de Cómodo.

Estamos en la edad de oro para toda suerte de cultos con promesa de salvación, y la aristocracia romana combina fluidamente ideas monoteístas de raíz egipcia e incluso hindú con la religión civil y una pléyade de Misterios adicionales como los de Baco, Isis, Hermes y Attis. El Constantino joven se bautiza aspergido por la sangre de un toro que estaba siendo degollado sobre su cabeza, conforme a la ceremonia mitraica, y es digno de recuerdo que sólo pida el bautismo cristiano a la hora de morir, unos treinta años más tarde.

1. Cristianos y católicos. Cuando decidió aliarse con la Iglesia no entraba en sus planes que la nueva religión oficial pasara del ultrapacifismo a inmisericordes luchas internas, y se conserva una carta suya recomendando a los obispos «el ejemplo de los filósofos griegos, capaces de sostener sus argumentos de modo sereno y conservar su libertad sin violar la amistad»8. La naturaleza de Jesucristo era una cuestión debatida desde los primeros tiempos9, y doce años después de promulgar el edicto de Milán le vemos mediando como Censor en el Concilio de Nicea, donde disputan Arrio (256-336)10 y san Atanasio (296-373); el primero y sus obispos monopolizan el nombre «cristianos» hasta bien ebtrado el siglo vi, el segundo es el origen de los «católicos». Uno dice que «el Hijo tiene un comienzo, el Padre es inengendrado»11, el otro que el Hijo no es semejante (homoiusíon) sino igual (homoousíon) al Padre, pues «Dios mismo ha entrado en la humanidad»12. No se trata de una cuestión retórica.

En efecto, Arrio presenta a Jesús como el último profeta, y defiende una religión con el mínimo de misterios que anticipa punto por punto el monoteísmo islámico. Atanasio le opone un credo colmado de paradojas13, insistiendo en aquello que diferencia radicalmente a su religión de la mosaica y la mahometana: el Hijo es tan divino como el Padre, y también lo es el Espíritu Santo o comunidad de los fieles. Que Dios se haya «encarnado» justifica no sólo adorarle a él sino a los santos, que en muy poco tiempo concentran gran parte de la devoción popular y llenan las iglesias con sus reliquias. La santidad ya no es un atributo exclusivo de seres sobrenaturales, sino algo posibilitado por la naturaleza de Jesucristo como «hijo del Hombre»14.

Con el cisma entre cristianos y católicos emerge también la Iglesia como potencia agresiva. Constantino, para el cual la polémica es un mero juego de palabras, apoya a los obispos mayoritarios en Nicea y defiende la divinidad del Cristo, pero no tarda en revocar el destierro de los arrianos y destierra a Atanasio, cabeza de los trinitaristas. Más aún, acaba abrazando el cristianismo anticatólico hasta el extremo de hacerse bautizar por otro arriano, a quien ha nombrado obispo de la Corte. El primer síntoma de que el acuerdo es imposible ha llegado un año antes de que él muera, cuando ordena el emperador suspender la excomunión dictada contra Arrio.

Al publicarse el decreto imperial este anciano heresiarca, acompañado por una multitud de adeptos, se dirige con intención de comulgar a una iglesia de Constantinopla, donde hasta entonces se le negaba el sacramento. Está punto de consumarse, pues, la profanación más temida: un esbirro de Satán va a recibir el cuerpo y la sangre de Cristo, derramada precisamente para evitar que los fieles padezcan el contagio de los traidores. Pero estando ya a pocos metros del lugar ocurre un milagro:

«La conciencia de su malignidad le alcanzó acompañada por una violenta relajación de sus intestinos […] que expulsó incluso por esa vía partes del bazo y el hígado»15.

Algunos se sienten inmensamente aliviados por la evitación del sacrilegio, pero los partidarios del cristianismo sin misterios llaman simple envenenamiento al prodigio16, siguiéndose una escalada de represalias y contrarrepresalias que algo más adelante arroja en un solo día «tres mil ciento cincuenta cadáveres»17. Protegidos luego por el hijo y sucesor de Constantino, los arrianos de Oriente lograrán sobrevivir hasta que Teodosio el Grande deponga a su patriarca de Constantinopla, en 380. Mejor suerte les aguarda en Occidente, ya que sus obispos han convertido a casi todas las tribus bárbaras y subsisten en los territorios ocupados por ellas hasta principios del siglo VI, cuando el franco Clodoveo se ponga al servicio del catolicismo e inicie su exterminio.

II. Novedades fiscales y finanzas

Constantino adopta el título de «obispo de los sin Iglesia», puente entre ella y la parte aún pagana de su reino, dando también el paso político decisivo desde el Divus o rey divino a un monarca ungido por la gracia de Dios. Pero hemos dejado a los panegiristas católicos celebrando la «profunda paz y prosperidad» de su reinado, y no está de más precisar algo al respecto. Cuando derrota a su último rival el kilo de oro vale ciento veinte mil denarios, y diez años más tarde vale quinientos cincuenta mil18. Esta inflación, superior a la padecida en tiempos de Diocleciano, obedece a sus causas crónicas y a la liquidez derivada de saquear algunos miles de santuarios paganos, manifiesta a su vez en una moneda de oro —el solidus— que apenas nadie ve en el Oeste, donde lo circulante son denarios viles o de bronce.

Como confirmarán tantas excavaciones, el efectivo de calidad se ha enterrado, y para desenterrarlo el César-Papa añade a los impuestos existentes uno en oro y plata (el chrysargiron), que sólo grava a profesionales y comerciantes. El nuevo gravamen es moralmente irreprochable, ya que ambos grupos concentran el desprecio social, pero la salud económica de estas personas es tan precaria que Constantino debe reforzar el cobro con torturas:

«Cada cuatro años, cuando tocaba pagar este impuesto, se oían llantos y lamentaciones por toda la ciudad, porque prescribía tormento para quienes no pudiesen satisfacerlo. Las madres vendían a sus hijos, y los padres prostituían a las hijas ante el apremio de los recaudadores»19.

Lo equivalente al chrysargiron para el populacho urbano y las masas rurales son nuevas limitaciones a la ya ínfima libertad de movimiento y profesión. El derecho se endurece hasta extremos de crueldad aterradora20, mientras la situación del agricultor libre se hace indiscernible de la esclavitud. En 332 un edicto modifica lo prescrito por los Antoninos y determina que los colonos sospechosos de querer abandonar su tierra podrán ser encadenados «indefinidamente», mientras añade a las profesiones ya obligatorias y hereditarias las de carnicero, molinero, panadero y trapero; no sólo ellos sino «sus respectivos gremios serán castigados si no denuncian de inmediato el abandono furtivo del municipio»21.

Los dominios del primer y único Emperador santo son ya explícitamente una jaula, en cuyo interior tanto civiles como militares deben vivir y morir haciendo aquello que sus respectivos padres hicieron. Dos tercios de los altos funcionarios siguen siendo paganos, pero dejar de perseguir la intolerancia y otorgar privilegios al cristianismo basta para que lo minoritario vaya dejando de serlo. Al crecimiento espontáneo de la secta se añade un creciente monopolio no sólo cultual sino administrativo, y en pocas décadas aquello que al pagano le parecía catastrófico se transmuta en fruto maduro de la filantropía evangélica.

Materialmente, la tendencia recesiva encuentra su excepción en el potente foco de desarrollo que es Constantinopla, fundada en 330 como Nova Roma y embellecida por el César-Papa saqueando todos los monumentos griegos, sirios y egipcios desplazables hasta allí. Sede de la Corte a partir de entonces, la ciudad y su entorno pasan a ser la única zona del Imperio donde la indigencia y el despotismo de los recaudadores y policías encubiertos no dibujan un panorama dantesco. Pero tiene como contrapartida su compromiso con el puntillismo teológico, y lo que en otras latitudes se debe a miseria y expolio gubernativo en la nueva Roma depende de una persecución religiosa casi tan eficaz para diezmar a sus habitantes.

III. El colapso del paganismo

Constancio (337-361) mantiene y amplía la preferencia de su padre por los arrianos, y persigue sin éxito al infatigable san Atanasio durante dos décadas. Pero mucho más decisivo en términos políticos es que inaugure la represión del no cristiano, con un edicto de 353 donde precisa:

«Es nuestra voluntad que en todas las ciudades y lugares se cierren los templos de inmediato […] Es igualmente nuestra voluntad que todos los súbditos se abstengan de sacrificios. A quien sea culpable de semejante acto hágasele sentir la espada de la venganza, y tras la ejecución confísquense sus propiedades en beneficio público»22.

He ahí algo monstruoso para su sobrino y sucesor Juliano el Apóstata (331-363), un héroe trágico23 que muere prematuramente cuando trataba de conquistar Persia, abatido por una jabalina quizá lanzada por algún cristiano de sus propias tropas24. Superviviente casi único de la masacre que Constancio organiza contra su familia, el futuro emperador recibe una educación helénica que le inspira una precoz pasión por la filosofía y las letras25, haciéndole fantasear con un destino de líder religioso e incluso ermitaño. Sin embargo, cuando las circunstancias le encomiendan el mando de las legiones de la Galia demuestra grandes dotes de estratega, y un denuedo lindante con la temeridad que le iba a acompañar hasta el fin de sus días.

La muerte de Constancio, que ahorra batallar contra él, le entrega el Imperio en un momento donde los sacrificios de animales sólo llevan ocho años prohibidos. El estado de cosas parece tanto más reversible cuanto que los senados de Roma y el resto de las ciudades son abrumadoramente paganos, como la cúpula militar, y su promesa de restablecer la tolerancia religiosa tradicional tiene el apoyo de toda la aristocracia y buena parte del pueblo bajo. Juliano repite en cartas a muchas ciudades que sólo quiere restablecer la imparcialidad religiosa del Imperio, sin acto alguno de hostilidad hacia cristianos y católicos. Únicamente les pide un respeto hacia los demás como el que él les otorga ellos, a despecho de ser un pagano muy fervoroso.

Por otra parte, los asesinos de su familia fueron cristianos y Juliano aprendió desde niño a odiar en silencio al «Galileo». Cuando una concatenación de azares le lleve al trono ese sentimiento ha madurado y le convence de que su responsabilidad como estadista no es sólo reinstaurar la tolerancia romana, sino disuadir a los fieles de la nueva religión sin necesidad de emplear violencia, «con el logos como única guía»26. Bastará reanimar la piedad antigua con una especie de Iglesia paralela, que evite la maldición del fanatismo y retenga aquello a su juicio más envidiable de los «galileos»: hábitos sexuales no promiscuos y disposición a la ayuda mutua.

En principio, su principal aliado es el fanatismo y la guerra a muerte declarada entre arrianos y católicos. El derecho de Roma le ampara también cuando exige que ambos devuelvan cualquier propiedad expropiada, y reconstruyan a costa de sus propios recursos los templos previamente demolidos. Queda por último estimular la educación pública con inversiones en escuelas y bibliotecas, que subrayen la diferencia entre un legado cultural científico y el dogma como criterio. Librados a sus disensiones internas, compelidos a devolver lo usurpado, puestos en pie de igualdad con otros cultos y escarnecidos por su barbarie, Juliano espera que el espíritu del Galileo entrará en decadencia. Con todo, su programa alterna lo ecuánime con lo no ecuánime, lo oportuno y lo anacrónico.

1. Las razones del politeísta. Por ejemplo, suspender los privilegios otorgados al clero eclesiástico, poniendo a sus sacerdotes en pie de igualdad con el resto, no es una «cruel opresión» como alegan los obispos arrianos y trinitaristas. Pero desenraizar el fanatismo es mucho más sencillo de proponer que de conseguir sin medidas políticas discriminatorias. Adriano intentó desalentar al celote retando impunemente a YHWH, y él opta por «prohibir la docencia a profesores cristianos de retórica y enseñanza media»27. A su juicio, «quien exalta el mérito de una fe sumisa no es apto para reclamar los logros de la ciencia ni gozar de ellos»28.

No le falta finura al sarcasmo y, con todo, aplicar al Imperio esa política educativa estaba lejos de ser el acto de un estadista justo, y tampoco faltaron paganos convencidos de ello29. Menos discriminatorias y también memorables fueron algunas decisiones adoptadas durante su estancia en Antioquía. Allí constató que el templo a Apolo y Dafne30 —uno de los santuarios más famosos de la Antigüedad— había sido saqueado por el obispo Babilas y transformado luego en mausoleo suyo. Para evitar reproches de profanación mandó su féretro a un cementerio cristiano y puso grandes cuadrillas a trabajar día y noche en la reconstrucción del lugar, pues le ilusionaba volver a consagrarlo antes de partir hacia Persia. A última hora un incendio —atribuido por la vox populi al contrariado espíritu de san Babilas— redujo a cenizas el conjunto. La reacción del Apóstata fue confiscar bienes eclesiásticos suficientes para resarcir al Estado —incluyendo los objetos más valiosos de su catedral—, y dirigir una breve epístola al pueblo de Antioquía:

«La ley de los galileos promete el reino de los cielos al pobre, y con una ayuda tan providencial como la mía —que les aligera de posesiones temporales— avanzarán más deprisa por la senda de la virtud y la salvación.
Pero si los desórdenes llamados milagros continuasen tendrán motivo para temer no sólo la requisa y el destierro, sino el fuego y el acero»31.

En la importante ciudad de Edesa, donde habían estallado feroces luchas entre cristianos y católicos, castiga a ambas Iglesias ordenando que su dinero sea repartido entre las tropas enviadas para restablecer el orden y sus bienes se confisquen, «para que seran sensatos en la pobreza y no se vean privados del reino de los cielos que sigue esperando»32.

Una mezcla de furor y estupefacción análoga suscitó el trato dado al obispo arriano de Aretusa, Marcos, muy distinguido en su tiempo como destructor de monumentos paganos. Con órdenes de no matarle, sus emisarios le colgaron algún tiempo desnudo y untado de miel dentro de una red suspendida en la plaza pública, expuesto así a los insectos y el sol de Siria. Conocemos el episodio gracias —entre otros— a un obispo católico, cuyo horror ante el hereje dio paso entonces al rendido elogio33. En realidad, los «galileos» estaban excelentemente preparados para el martirio, no para hacer frente al ridículo o a indemnizaciones económicas puntuales, y la prematura muerte de Juliano privaría a la posteridad de más episodios en su apasionante polémica con la nueva religión. Nada permite excluir la posibilidad de que ambos duelistas hubiesen acabado recurriendo a medios mucho más violentos.

2. El príncipe-pontífice. Sin embargo, tener un campeón fuerte, valiente, culto y defensor en general de la libertad no justifica suponer que el politeísmo fuese entonces una alternativa viable de progreso. Sólo la trivialidad justifica a fin de cuentas los ríos de tinta nostálgica que le presentan como una combinación de Esquilo y Julio César, cuya supervivencia hubiese frenado la crisis. El Imperio languidecía por falta de rendimiento en el trabajo, desmoralizado ante atropellos a los derechos civiles que vetaron el desarrollo de iniciativa privada. Pretender que el culto a una deidad u otra podría haberlo invertido ignora el proceso que empieza encumbrando a la sociedad esclavista, desemboca sin querer en su decadencia y debe inventar a tientas un sistema alternativo, como irá haciendo el medievo europeo.

Los textos religiosos de Juliano, o los de su maestro Libanio, deparan un espiritualismo tan endeble en concepto como el de sus adversarios monoteístas, lastrado adicionalmente por grandes cargas de ampulosidad soporífera34. Su fascinación ante charlatanes como Jámblico y Máximo de Éfeso, promotores de la teúrgia —una técnica para obtener «contacto íntimo» con Júpiter, Marte y otros dioses—, hizo que se afanara seriamente en lograr que las estatuas cobrasen movimiento o hablasen, guiado finalmente por obras seudónimas como los Oráculos caldeos y otras expresiones de la llamada Gran Magia. Considerándose un augur muy experto, todos los días inmolaba personalmente algún animal35, y quiso reconstruir el templo de Jerusalem para devolver la «fastuosidad debida a los holocaustos», aunque «no fuese tanto un estricto observador del culto como una persona supersticiosa»36. Tampoco carece de alguna excepción su fama de clemencia con las personas37.

Como hombre de Estado exhibe incoherencias paralelas. Se propone, por ejemplo, estabilizar el abastecimiento de trigo a Antioquía fijando por decreto un precio muy bajo, y —a costa de otras ciudades, empezando por Constantinopla— introduce en su mercado cuatrocientas mil medidas (modius) de grano imperial para asegurarlo. Pero ese grano artificialmente barato es adquirido de inmediato y reexportado en parte, mientras el bajo precio del trigo desanima radicalmente al cultivador, con lo cual la solución desemboca pronto en agudo desabastecimiento. Amiano observa que «con un evidente deseo de popularidad se afanaba por abaratar las mercancías, una cuestión que si no se regula como conviene suele producir escasez y hambre»38.

En otro plano, despidió a miles de funcionarios y empleados porque ser abstemio sexualmente y muy frugal en las comidas le eximía de sus servicios. Sin embargo, ese ahorro nunca fue comparable al renovado gasto en sacrificios, que exigía importar sin pausa aves «raras y hermosísimas» y celebrar al menos una hecatombe diaria de bueyes39. Genial para ridiculizar al crédulo, y ridículamente crédulo él mismo, su restauración del logos griego puso de relieve a qué extremos de manierismo había llegado la filosofía. Su revolución conservadora, que empieza desconcertando a los obispos, no tarda en servirles como instrumento para poner de relieve lo esencial: la religión cristiana evita los sacrificios sangrientos, la del Apóstata es un culto tan inmerso en la crueldad como corresponde a dioses que pura y simplemente se alimentan de sangre. Todo el oropel de mitos ingeniosos y poetas excelsos no basta para velar que el paganismo está hipotecado al mundo del chivo expiatorio, cuando Jesús ha pedido expresamente ser el «último» de los inmolados en nombre de esa terapia.

Es un hito histórico, comparable quizá con la aparición de democracias, que precisamente tal cosa —el consejo de un galileo difuso en términos registrales— haya pasado a ser evidencia y regla para millones de personas, todas ellas convencidas de que resulta fútil inmolar víctimas propiciatorias. También es llamativo que semejante progreso deba atravesar una mediación muy profunda, pues prohibir sacrificios de animales reintroducirá una práctica indefinida de sacrificios humanos. El culto del amor fraterno demanda tal catarsis.

IV. La consolidación del dogma

Tras el breve interludio politeísta, un Joviano que dura ocho meses es sucedido por otro militar lleno de méritos castrenses como Valentiniano, que se divide el Imperio con su tímido hermano —reservándose él Occidente— y reina doce años. Ser nieto de labriegos le impulsa a adoptar algunas medidas sociales, como sufragar un médico público por cada uno de los catorce distritos de Roma, ciertamente escasos para atender a miles de pacientes cada uno. Por lo demás, su elemento es la crueldad, y se entretiene con dos osos enormes cuyas jaulas ubica siempre a poca distancia de su dormitorio, complacido por «el espectáculo de verles desgarrar y devorar a aterrados malhechores»40. Cuando lleva dos años reinando, en 366, el agitado clima teológico de la capital se manifiesta en hechos como que la elección de san Dámaso41 como obispo produzca 137 cadáveres, fruto de las luchas entre partidarios suyos y partidarios de Ursino, el otro aspirante, que le acusa de connivencia con los arrianos42.

Meses más tarde entra en vigor su Lex maiestas, que define el paganismo como alta traición, remunera a delatores y autoriza el uso de torturas para las averiguaciones43. Hasta ese momento la acusación de desacato o lesa majestad fue el instrumento principal para que los emperadores asesinasen y expropiasen a todo tipo de adversarios, y desde ahora estas facultades se aplican también a una defensa del dogma. Las familias destruyen libros, cuadros, estatuas y cualquier objeto capaz de sugerir magia, apostasía o indecencia, pues «resulta difícil recordar a alguien absuelto, tras activarse la maquinaria punitiva con poco más que un susurro»44. La estatua de Victoria abandona el Senado romano tras presidirlo de modo inmemorial, y las protestas de los senadores —muy mayoritariamente paganos todavía— se acallan recordándoles que «la superstición» es ya crimen publicum45. Como dirá el emperador Teodosio, ese desacato «sólo puede expiarse con la muerte»46. No hay quizá otro caso de una religión milenaria borrada de un plumazo, prueba categórica de una desintegración tan profunda como previa.

1. Una revolución cultural. Los templos padecen el celo incansable de obispos arrianos como Marcos de Aretusa y Jorge de Capadocia, o católicos como Teófilo y Cirilo de Alejandría. Teófilo organiza la quema y posterior demolición en 391 del «edificio más imponente del orbe»47, el templo dedicado al Zeus egipcio que es Serapis. Cirilo, que le sucede en el solio, maneja a su claque48 hasta lograr que una turba encabezada por Pedro el Lector incendie su Museo —tan lleno de iconos ultrajantes— en 415 y descuartice de paso a Hipatia, hija del matemático Teón y por entonces la mujer más culta del Imperio. Las llamas del Museion pasaron hasta la Biblioteca contigua, que en tiempos de Marco Antonio y Cleopatra tenía unos 900.000 títulos en depósito, entre ellos los más antiguos rollos homéricos49. Siglos después, obrando en nombre de otro monoteísmo, el califa Omar convirtió los sesenta mil rollos restantes en material para calentar hamams públicos. Los libros son superfluos, dijo, porque o repiten el Corán o se atreven a discutir sus preceptos.

Comentaristas recientes constatan que ni los obispos Teófilo y Cirilo ni el califa Omar dejaron órdenes escritas, sumiendo así el asunto en profundas brumas, pues Gibbon —su principal acusador en materia de ambas quemas— no acaba de aclarar cuáles fueron sus fuentes para afirmarlo. Pero ¿qué pasó con la Biblioteca? La arqueología muestra estaba acondicionada para acoger a unos cinco mil investigadores, y sabemos que la crisis espiritual del Imperio llevaba siglos alimentando vocaciones al estudio. Ptolomeo III, por ejemplo, pagó gustosamente una fortuna para traerse de Atenas los manuscritos de Esquilo, Sófocles y Eurípides; y está atestiguado también que sus bibliotecarios lograron anexionarse obras y bibliotecas enteras —como la de Pérgamo— por medios muy diversos y no siempre equitativos. Su fervor académico tenía como estímulo adicional el cobro de comisiones y otras prebendas ligadas a cada compra.

Algo tuvo que borrar del mapa un volumen tan extraordinario de documentos acumulados durante siglos, cuya pérdida mutila sin remedio una parte considerable de la memoria humana. A falta de pruebas documentales, el hecho puede atribuirse a las ratas, ayudadas por incendios ligados a mero descuido; pero no es verosímil atribuirlo a un saqueo de particulares, pues pronto o tarde esa conducta habría revertido en nuevas copias. Menos aventurado parece ligar la desaparición de esas obras con una auténtica revolución cultural, que se aplicó igualmente a borrar las huellas de su propia empresa. Nos consta, por ejemplo, que el celo censor no sólo recurrió a expurgaciones totales sino selectivas, donde además de suprimir tales o cuales obras el bibliotecario se tomaba también el trabajo de cambiar el catálogo de las correspondientes a cada autor50. Así la obra en cuestión no se había perdido en realidad, ya que nunca se había acercado a la existencia.

Aunque carecemos de datos puntuales sobre el incendio de 415, abundan informaciones sobre la revolución cultural misma, que es fundamentalmente una consecuencia de tomar al pie de la letra el dogma de la Encarnación. Para entonces las formas más florecientes de culto se centran en la Virgen-Madre y los mártires, y cada parroquia brilla en función del número y calidad de los iconos, exvotos, amuletos y reliquias expuestos al público, recuperando así el viejo negocio del santuario pagano en el nuevo clima monoteísta. Los huesos —particularmente valorados si conservan huellas de cabello y tejido—, son el objeto más usual de veneración, trasponiendo de un modo sencillo e inmediato el principio feísta y el gusto por la mutilación formulado originalmente por los esenios y proseguido por el programa ebionita51. Como cuenta el más erudito de los historiadores elesiásticos, «cuanto menos estética fuese una reliquia, y más repugnante en términos de encanto sensible, más garantizado estaba su carácter sagrado»52.

 

NOTAS

1 - Newton 1987, p. 619-20. Minúscula en el original (deus).

2 - En Lactancio, De mort. pers., 28.

3 - Eusebio, Hist. eccl. X, 7, 2.

4 - Cf. Gibbon 1984, vol. I, p. 462. El segundo de los asesinatos parece haber sido recomendado por su madre, santa Elena.

5 - Eusebio X, 7, 6.

6 - Según el panegirista Nazario; cf. Cameron 2001, p. 145.

7 - Durante gran parte de su reinado acuñó moneda con el anverso «Sol Deus Invictus», y nunca dejó de mezclar a ese astro con el Dios de Jesús; cf. Cath. Encyc., «Constantine the Great». Su sobrino Juliano lo llamará «alma de Helios» (Adv. gal., 69c).

8 - Constantino, en Gibbon 1984, vol. II, p. 29.

9 - Véase antes, p. 95-96.

10 - Discípulo del ebionita Pablo de Samosata (200-275), obispo de Antioquía.; cf. Harnack 1959, p. 173.

11 - En su epístola a Eusebio de Nicomedia, prácticamente lo único conservado de su obra; cf. Cath. Encyc., voz «Arianism».

12 - Atanasio, en Harnack 1959, p. 248.

13 - La Confesión de Nicea establece: «Creemos en un solo Dios, el Padre que todo lo gobierna, creador de todo lo visible e invisible. Y en un solo señor Jesucristo, Hijo de Dios, engendrado por el padre y unigénito […] Y creemos en el Espíritu Santo». A los misterios del nacimiento virginal, la redención y la resurrección se añade el de un Dios uno y triple.

14 - Mateo 8:20; 24:27-30; 26:24; 26:64. Marcos 13:26. Lucas 12:25-27.

15 - Sócrates Escolástico, Hist. eccl., I, 38.

16 - Consúltese, por ejemplo, la página earlychurch.org.uk/arianism.

17 - Cf. Gibbon 1984, vol. II, p. 49.

18 - Cf. Cameron 2001, p. 127.

19 - Zósimo, Historia nueva II, 38.

20 - Véase antes, p. 53.

21 - Codex Theodosianus XIV, 8.2.

22 - Codex Theodosianus, VI, 262.

23 - «Hombre digno de ser contado verdaderamente entre los espíritus heroicos, distinguido por el brillo de sus hechos y su innata majestad», dice de él Amiano (XXV, 4, 1).

24 - Sólo es seguro que Sapor, el monarca parto, no pagó a ninguno de los suyos la recompensa prometida por matarle; cf. Libanio, Orat., XIII; y Amiano XVI, 6.

25 - A pesar de que murió a los 32 años, y los últimos siete apenas tuvo momento para escribir, sus obras literarias ocupan centenares de páginas (en la edición de J. Bidez, dos volúmenes). Junto con su preceptor Libanio, y algunos eruditos cristianos, fue sin duda uno de los hombres más instruidos de su época.

26 - Carta 114, a los ciudadanos de Bosra.

27 - Amiano XXV, 4, 20.

28 - Gibbon 1984, vol. II, p. 97.

29 - El propio Amiano Marcelino, que sirvió a sus órdenes como oficial y le venera, no vacila en considerarlo una manifestación de intolerancia (XX, 10, 7).

30 - Situado a unos ocho kilómetros de la ciudad.

31 - Juliano, en Gibbon 1984, vol. II, p. 103. No he podido confirmar la exactitud de esta referencia en la edición de Bidez. Sugiero, pues, que —sin dejar de ser veraz por lo que respecta al fondo— la expresión textual debe atribuirse al historiador escocés.

32 - Carta 115 a los ciudadanos del lugar.

33 - Gregorio Nacianceno, Orat. III, 88-91.

34 - En su copiosa correspondencia, por ejemplo, se imponen varios o muchos párrafos sobre algún episodio mitológico cogido al vuelo antes de llegar al asunto, que con monótona reiteración acaba siendo un «escríbenos más frecuentemente».

35 - «La tarea del Emperador consistía en traer leña, soplar el fuego, empuñar la cuchilla y matar a la víctima, metiendo las manos en el animal agonizante para extraerle el corazón o el hígado mientras leía, con la maestría del adivino, las señales de los acontecimientos venideros»; Gibbon, vol. II, p. 88.

36 - Amiano XXV, 4, 17.

37 - Por ejemplo, Amiano cuenta que prometió respetar la vida del gobernador de una ciudad persa si rendía la plaza, aunque lo quemó vivo al día siguiente con el pretexto de que se había dirigido sin respeto a uno de sus generales.

38 - XXII, 14, 1.

39 - «Sacrificaba sin duelo víctimas innumerables, tantas que se pudiera creer que si hubiese vuelto de Persia iban a faltar los bueyes» (Amiano XXV, 4, 17).

40 - Ibíd, p. 153.

41 - Dámaso I (304-384) quiso zanjar disputas ulteriores definiendo la ortodoxia como «doctrinas proclamadas por el obispo de Roma».

42 - Amiano XXVII, 3, 4.

43 - Ibíd, XVIII, 1, 6.

44 - Ibíd. XIV, 5, 3.

45 -Cf. Gil 1985, p. 92-93.

46 - Cf. Gibbon 1984, vol. II, p. 272.

47 - Amiano XX, 16, 2.

48 - La claque —un grupo homogéneo que abuchea, aplaude o lanza consignas— es en la Antigüedad el principal representante de la opinión pública. Los gobernadores romanos debían informar puntualmente y por escrito sobre su conducta en circos, hipódromos y teatros.

49 - Cf. Gil 1985, p. 300.

50 - Una actitud, por ejemplo, como la del papa Gregorio Magno, que se siente orgulloso de tener una buena biblioteca palatina pero no soporta entre otros a Tito Livio, el más grande de los historiadores latinos, y quema todos los ejemplares que tiene a mano de su crónica; cf. Gibbon 1984, vol. III, p. 248.

51 - Véase antes, p. 90 y 97-98.

52 - Harnack 1959, p. 314.

 




 

© Antonio Escohotado 2008
LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO
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