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Los pilares del Imperio
«El poderío de un pueblo imperial
está empezando a suscitar su propia ruina [
] El
proceso de nuestra decadencia ha llevado a un oscuro amanecer
donde no somos capaces de soportar nuestros vicios, ni hacer
frente a los remedios necesarios para curarlos.»
T. Livio, Anales, prefacio.
Octavio Augusto, sobrino nieto e hijo adoptivo
de Julio César, habría ganado por amplio margen
una elección presidencial pocos años después
de empezar a gobernar. La plebe decidió nombrarle Pater
Patriae de modo espontáneo; el Senado estaba exultante
por haber recuperado sus facultades legislativas, la clase media
urbana empezó a brotar y ninguna elucubración sobre
su persona1
altera medio siglo de paz y crecimiento para el Estado romano,
un periodo sin precedente ni secuela comparable. Los medios empleados
inicialmente para ser Cónsul2
tampoco modifican que el primer Divus o rey-dios de los
romanos fue sin duda el menos endiosado, uno de los más
cultos, el más austero de costumbres y el más respetuoso
con las viejas instituciones.
A menudo pensó restablecer la República,
y lo habría hecho de no parecer una «imprudencia»
cuando todos los ciudadanos ansiaban dejar atrás la secuencia
de guerras civiles. Lo previo a su padre adoptivo una oligarquía
moderada por tribunos de la plebe era incapaz de gestionar
un Estado de tamaño jamás visto, requerido no sólo
de una fuerza militar descomunal sino de recursos para seguir
pagándola. César se había propuesto civilizar
ese territorio con una mezcla de centralización y descentralización
que otorgase el control a los prudentes, y aunque Augusto quiere
mantener al romano «incontaminado» de sangre servil
o extranjera3
asume el resto del proyecto con tenaz energía.
Urbaniza y embellece sustancialmente Roma, funda
numerosas ciudades y por una mezcla de atenta supervisión,
austeridad y circunstancias favorables como la llegada del
enorme tesoro de los faraones tras la derrota de Marco Antonio
y Cleopatra consuma la hazaña de que el ejército
se aproxime al medio millón de hombres sin arruinar al
país. En sus manos la tropa garantiza que una unidad tan
vasta y plural como los dominios romanos pueda concentrarse en
el intercambio pacífico interior y exterior.
Por otra parte, al profesionalizar totalmente
el servicio militar ha dado el paso decisivo de convertir al ejército
en nuevo elector político. Las deliberaciones que antes
ocurrían en el Senado pasan a acontecer de un modo u otro
dentro de esa institución, donde cualquier romano no sólo
aprende disciplina y técnicas de combate sino oficios y
lenguas. Puede ir ascendiendo si demuestra cualidades, o servir
allí lo bastante para obtener el premio de alguna parcela
y jubilarse como granjero. Quien carezca de suerte, talento u
oportunidad para destacar en profesiones civiles tiene en la milicia
un cauce permanente de promoción social.
I. Alcance y fundamentos del progreso
Hacia el año 1, cuando está naciendo
en uno de los confines imperiales el futuro Cristo, Roma resulta
mercantilmente irreconocible. La importación y exportación
de mercancías está gravada por un arancel general
del 5 por 100, los descendientes directos pagan lo mismo al Fisco
cuando reciben herencias y el interés del dinero ha descendido
hasta situarse en torno al 6 anual4.
Las montañas de metálico que antes atesoraban directa
o indirectamente los 16 linajes alimentan un comercio cuyo mayor
mercado es la propia Italia, un país resurgido siquiera
sea en parte, que no sólo exporta aceite, vino y otros
productos sino funcionarios militares y civiles.
Augusto exige a ese estamento unificador que
sea romano y de sangre libre, pero «el Imperio se estaba
convirtiendo en una comunidad de ciudades autónomas»5
y los gestores civiles de hecho incluyen a libertos y no pocos
esclavos formados en la casa imperial. Pronto se incorporan a
dicha burocracia próceres de los nuevos núcleos
urbanos, que tienen Senados independientes de la cuna y alimentan
la formación de burguesías municipales. Junto a
Roma, que ha pasado del chabolismo al mármol, una pléyade
de civitates acomete obras útiles y ornamentales
que deslumbran al visitante y ofrecen empleos al hombre libre.
Alejandría, la más próspera,
recibe productos de Extremo Oriente a través del Índico
y exporta a la península itálica no sólo
manufacturas finas sino enormes cargamentos de cereal cultivado
en el valle del Nilo. Corinto y Cartago se restauran como puertos,
surgen importantes emporios nuevos Lyón, Tréveris,
Aquilea, Antioquía y un tráfico antes ceñido
a bienes imprescindibles se amplía a una gama de artículos
útiles y suntuarios, cuya calidad contrasta con lo elemental
de la industria anterior. En Toscana, por ejemplo, los perjuicios
del monocultivo han logrado detenerse con granjas que diversifican
armoniosamente sus posibilidades. La bonanza económica
arroja una cosecha anecdótica de manumitidos multimillonarios6
o un ministro de Hacienda como Mecenas, patrono de las artes.
Pero lo básico es un contribuyente que puede y quiere cumplir
su parte.
1. Un monetarismo rudimentario. Las restricciones
que Augusto ha impuesto a su Administración funcionan como
economías de escala para el Estado, porque moderarse en
un plano equivale a generar riqueza en otro. Como si supiese que
la recaudación va mermando en términos absolutos
a medida que aumenta la voracidad fiscal, durante un dilatado
periodo de tiempo bate récords de ingresos reduciendo la
carga tributaria a la vez que reinvierte sin demora las rentas
públicas. Su objetivo más inmediato es mantener
expedita la comunicación por tierra y agua, dragando puertos
y roturando calzadas mientras combate la piratería y el
bandidaje, males de aspecto incurable que colapsan cuando hay
fondos para castigar a sus beneficiarios. Con todo, invertir en
infraestructuras es sólo parte de lo que Augusto hace por
el desarrollo.
La casa imperial que detenta también
las funciones del Censor responde a toda elevación
«arbitraria» en el precio del dinero imponiendo notas
de infamia a los financieros responsables7,
una penalización simbólica aunque demoledora para
el monopolio de los negocios seguros. Todavía más
contundente a efectos de asegurar coyunturas favorables para la
iniciativa empresarial es que ofrezca crédito público
en momentos puntuales, como cuando la llegada del tesoro egipcio
dispara el precio de los inmuebles. «En lo sucesivo, siempre
que las arcas rebosaban de numerario lo prestaba sin interés
por un cierto tiempo a todos los capaces de ofrecer garantías»8,
una medida discutible para combatir brotes de inflación
pero insólita en Roma, que siempre había padecido
una aguda falta de liquidez.
El hecho de que todo sea ahora un solo Estado
implica incorporar cada región en condiciones equitativas,
cosa a su vez inseparable de hacer que aumente el número
de propietarios y el proceso de producción y consumo se
plantee con realismo. Augusto «tomó la drástica
decisión de acabar con las distribuciones gratuitas de
cereal, porque confiando en ellas se descuida el cultivo de los
campos», una medida que sólo revocará temiendo
dar pábulo a una reaparición de demagogos. Tiene
claro que la anona supone una cascada de quebrantos tras su aparente
inocuidad, y tras restablecerla «no dejó de preocuparse
por compaginar los intereses del pueblo con los de campesinos
y comerciantes»9.
Ignoramos qué medidas adoptó para compaginarlos,
si es que tomó alguna en concreto, pero no hay duda de
que concibió un equilibrio basado sobre el crecimiento
de la población y los recursos, con el orden intermedio
o ecuestre como fiel de la balanza.
«Incrementó la población
de Italia fundando 28 colonias, y abasteció a muchas ciudades
con monumentos y rentas públicas, equiparándolas
a Roma por derecho y dignidad en la proporción que les
correspondía [
] Para que en ningún lugar disminuyera
el número de las personas pudientes, ni la prole de las
modestas, otorgó la dignidad ecuestre a todos cuantos la
solicitaron, aunque la petición sólo viniese avalada
por respeto público»10.
2. La fragilidad del cambio. Por otra
parte, tanto el caudillo divino como su ejército son soluciones
arriesgadas. Nada veta psicópatas, y es azaroso que el
Divus sea un benefactor o un malhechor. Los sucesores de
Augusto van a ser un «tirano maligno» (Tiberio)11,
un demente (Calígula), un tullido aterrado por su entorno
(Claudio) y otro demente (Nerón). Descienden en principio
de César aunque los dos últimos lleven en
las venas más sangre de Marco Antonio, y si no hubiese
recaído sobre ellos un poder de vida y muerte sobre el
mundo en general quizá habrían capeado mejor las
taras de su propia endogamia.
Responsabilidades análogas gravitan sobre
las fuerzas armadas, en principio un elector más democrático
que el Senado pero no menos disociado del universo civil. Vanguardia
del ejército revolucionario que introdujo el Imperio, la
guardia pretoriana escolta, elige y ejecuta al rey divino hasta
concluir la primera dinastía12.
A partir de ese momento año 67 cuatro ejércitos
distintos deciden nombrar ellos al princeps y siguen dos años
de guerra civil, con tres emperadores ascendidos y luego asesinados
por sus tropas. El superviviente, Vespasiano, ya no representa
a un grupúsculo de la aristocracia senatorial romana sino
a la clase media, y su dinastía dura tres décadas.
La dinastía siguiente, también ligada al orden ecuestre,
tiene Césares ejemplares hasta la muerte de Marco Aurelio
(180). Durante dos siglos casi justos la grandeza del Imperio
ha ido creciendo y mermando al tiempo, con gobernantes cada vez
más capaces para una institución cada vez más
ruinosa.
En el año 9 un joven príncipe
germano, Arminio, despierta con un aldabonazo a quienes esperan
un futuro sin sobresaltos. Tiene la condición de eques
o caballero, y admira a Roma en muchos sentidos, pero el tribuno
de Augusto en aquellas tierras se ha atrevido a plantear insolencias,
y sus cuatro legiones serán aniquiladas hasta el último
hombre. Por primera vez, las cuatro águilas y todos los
estandartes romanos caen indefinidamente en manos de un enemigo.
La edad de oro de las letras latinas anticipa
los desgarramientos venideros. Virgilio y Horacio buenos
amigos de Augusto responden al brote de prosperidad y cosmopolitismo
con invocaciones a la virtud antigua. El emperador, indignado
por las maneras licenciosas de su propia familia, se ve llevado
a recluir o desterrar a su madre, a su hermana y a su hija. Exige
hábitos austeros para el varón y patrocina el culto
a Casta Dea y Venus Verticordia («transformadora de corazones»),
diosas edificantes para matronas y doncellas corrompidas por la
opulencia. Tito Livio, otro buen amigo suyo, diserta sobre el
«ocaso moral» en el prefacio a su deslumbrante historia
del pueblo romano. Estos tres genios literarios podrían
mirar hacia delante, pero tienen la vista vuelta hacia atrás.
II. El esfuerzo civilizador
El pesimismo de Livio, Virgilio y Horacio sobre
la capacidad de Roma para enfrentarse a sus desafíos morales
pasa por alto lo inquietante por excelencia, que es una incapacidad
de las infraestructuras para sostener la civilización del
Imperio. Cada ciudad demanda un abasto descomunal si se compara
con el campo y sus aldeas, y el gran logro de los acueductos a
la hora de asegurar agua corriente no se corresponde con nada
análogo en la provisión de otros artículos.
Sólo el mar y ríos navegables habilitan un traslado
de mercancías acorde con el ritmo de la urbanización,
pues las vías terrestres descansan sobre una red prevista
para el traslado de tropas, donde los carros se dejan las ruedas
y los animales sus tobillos, imponiendo ocasionales hambrunas
a prácticamente todos los núcleos urbanos.
El desfase entre unas necesidades y otras tiene
mucho de inevitable, pero a la misma tesitura que encontramos
en Atenas una producción encomendada al desmotivado
se añade la indiferencia romana por el rendimiento, que
fía todo a más coacción. Como precisa Rostovtzeff,
entre alimentación deficiente para las bestias de carga,
amarres y ruedas mejorables, resulta que un carro medio romano
sólo puede transportar doscientos diez kilos frente al
carro medio francés, polaco o ruso clásico, que
traslada quinientos. Los ahorros tecnológicos parecen un
modo de consentir al esclavo y amenazar el empleo del hombre libre.
De ahí reacciones como la de Vespasiano, un emperador prudente
que «recompensó a cierto ingeniero por descubrir
un modo de trasladar grandes columnas con poco gasto, pero no
quiso ponerlo en práctica para seguir dando de comer a
la plebe ínfima (plebicula)»13.
Diez años más tarde su hijo Domiciano
quiere proteger el vino itálico ordenando arrancar todas
las vides de otras provincias. La medida dura poco14,
aunque hace creer equivocadamente a los vinateros
toscanos que sobrevivirán sin mejorar su producto. Corto
plazo y centralismo, lo contrario del plan concebido por Julio
César, van enseñoreándose de un Imperio que
si no crece en renta debe entrar una dinámica extraña
a su propio sentido. Pero exigir vida y propiedades de los ciudadanos
es tan sencillo para el gobierno como arduo resulta acercar «romanización»
y racionalización. Unas veces proviene de dificultades
objetivas excitadas por el hecho mismo de haber creado una
unidad política de dimensiones inauditas, y otras
por obstáculos como aquello que posterga indefinidamente
el salto del taller a la fábrica.
Si se prefiere, lo insaciablemente rapaz de
la República corresponde a su afán de dominio absoluto.
Retransformarla en un Estado de estados debe aprovechar las conquistas
pasadas, ajustando cada necesidad sentida al recurso inventado
para satisfacerla, o en otro caso el Imperio no sólo se
verá devuelto a la rapacidad arcaica sino al patético
destino de ir concentrándola cada vez más sobre
sí mismo. Lejos de temer precisamente eso sigue cundiendo
la suposición de que el centro puede vivir con desahogo
de su periferia, y al cumplirse el centenario de Augusto sólo
una provincia la de Asia ofrece un balance global
positivo. Hasta la próspera Bética se ha incorporado
a los números rojos.
1. La carga del volumen. Así, alcanzar
un grado de complejidad como el que implica la existencia de millones
de personas viviendo en climas muy dispares, con las infinitas
oportunidades de intercambio implicadas en ello, pone más
bien en marcha un proceso de creciente simplificación social
y económica. El crecimiento depende básicamente
de una autonomía municipal que ha multiplicado en efecto
actividades y bienes, pero el desfase entre producción
y consumo impone a Césares mejores y peores agravar la
presión tributaria. La autocontención decretada
por Augusto en materia de aranceles e impuestos no sobrevive a
su dinastía, y desde la primera guerra civil que
instaura a los Flavios la capitalización del particular
padece un encarecimiento en todo tipo de transmisiones patrimoniales.
Exportar e importar, por ejemplo, es una actividad
que dobla su precio cada veinte años aproximadamente, y
este progresivo recorte en las rentas del intercambio puede considerarse
un daño menor comparado con la vigencia de otras prestaciones.
Especialmente gravoso es para el próspero hacer frente
a las selectivas cargas de culto o festividad («liturgias»),
y para el pueblo en general que los obsequios extraordinarios
de trabajo gratuito («corveas») pasen a ser algo rutinario.
El grado máximo de devastación corresponde a deberes
como el de mantener y alojar tropas, con las obligaciones subsidiarias
de admitir requisas militares de animales y otros medios de transporte
(angareias).
Propiciado por la guardia pretoriana, el asesinato
de Domiciano cierra el siglo i con el advenimiento de los Antoninos,
emperadores gloriosos que reinan durante gran parte del siglo
ii y que si omitimos su política fiscal cumplen
las virtudes romanas evitando sus vicios. Con ellos llega un segundo
florecimiento de las letras15,
contemporáneo de hechos tan eminentes como quitarle al
amo su poder de vida y muerte sobre el esclavo, una facultad reservada
desde entonces a los tribunales de justicia. Se suceden unos a
otros por adopción, oponiendo a la ley de la sangre el
principio del individuo óptimo, y representan la madurez
de una clase media que ofrece al Estado no sólo comerciantes
y otros profesionales privados, sino una reserva de funcionarios
competentes para la esfera civil y la militar.
Pero si bien «la burguesía urbana
provincial había sustituido poco a poco a la aristocracia
romana, y tanto senadores como caballeros se reclutaban ante todo
entre sus filas», la situación está condenada
a «sucumbir ante el embate de campesinos apoyados sobre
el ejército y [nuevos] Emperadores»16.
La irrupción de tecnócratas impecables indica que
el sistema se ha puesto en estado de alerta máxima, aunque
eso no baste para que el Imperio pueda perdurar sin cambios drásticos.
Por ejemplo, la guardia pretoriana y las legiones son imprescindibles
aunque superiores al monto de recaudación tributaria. El
desarrollo es no menos necesario, aunque sea algo algo saboteado
de raíz por los esclavos a quienes se encomienda el trabajo.
El desvelo de los Antoninos por mantener todo
en buen orden incluye la amargura de expediciones tan frecuentes
como insoportables para el bolsillo de los particulares, pues
cada viaje impone tales prestaciones que los próceres locales
tiemblan e incluso se suicidan para evitar el deshonor de la ruina,
sin perjuicio de ser muy patriotas y reconocer el gran mérito
de sus emperadores. Particularmente catastrófica es la
campaña de Adriano en Judea y Galilea, que impone un gasto
extraordinario sin ingreso alguno. Marco Aurelio ofrece un ejemplo
enérgico de austeridad sacando a subasta pública
los bienes de su casa en Roma para sufragar parte de una campaña,
y cuando tras una victoria las legiones le piden la gratificación
acostumbrada responde: «Todo lo que recibáis sobre
vuestra paga regular es a costa de la sangre de vuestros padres
y parientes»17.
Quizá ningún César haya
sido más querido por sus súbditos, pues «se
mostraba severísimo consigo mismo, indulgente con las imperfecciones
ajenas, justo para con todos, y un siglo después de morir
muchos conservaban una efigie suya junto a la de sus dioses domésticos»18.
Pero no basta ser un estoico consecuente para frenar la crisis,
e interrumpir la costumbre de adoptar como sucesor al hombre idóneo
escrupulosamente observada por sus antecesores19
sienta en el trono a su hijo Cómodo para un reinado casi
tan largo como el suyo, que envenena irreversiblemente la relación
entre civiles y militares.
En efecto, ese arrogante joven responde a las
dificultades extremas con que se enfrenta el Estado sintiéndose
reencarnación de Hércules20,
rebautiza Roma como Colonia Commodiana y entrega las tareas de
gobierno a infames favoritos. Para los pretorianos será
el más espléndido y campechano de sus jefes, y para
la historia de Roma el primero en una secuencia de «emperadores
altivos con el resto de la población que fomentan una familiaridad
con la tropa y se esmeran en imitar el atuendo y modales del soldado
raso»21.
Su compromiso formal es defender al modesto (humilior)
del notable (honestior).
III. Entre la simplificación y el abismo
Los reductos de actitud republicana denuncian
que está trasladándose al núcleo del Imperio
una política de saqueo antes restringida a la periferia.
Pero ha llegado el momento de explotar el potencial demagógico
de las fuerzas armadas como elector, y quien cuente con su apoyo
anula lo obvio; esto es, que «cuanto más intensamente
recaía sobre las clases superiores la presión del
Estado, tanto más intolerable se hacía también
la condición de las inferiores»22.
En 192, cuando los delirios de Cómodo le lleven a ser asesinado
por su propia gente, un cálculo erróneo de los pretorianos
sienta en el trono al senecto Pertinax (126-193), un gramático
que urgido por la pobreza se alistó en el ejército
y acabaría llegando a general. El pueblo y el Senado oyen
con júbilo su primer discurso, donde declara: «No
quiero ser un imperator, sino un estadista clemente y responsable»23.
A esta directriz añade un plan de reformas
para paliar la crisis del abastecimiento, cuya manifestación
más llamativa es que sea imposible encontrar, por ejemplo,
cualquier tipo de carne en los mercados. Nadie discute que la
causa próxima de ello es una trama de cargas fiscales impuesta
al traslado de mercancías, ni de que la remota es un abandono
del campo como resultado de confiscaciones que han acabado convirtiendo
buena parte de él en agro público, un eufemismo
para propiedad personal del emperador. Pertinax declara que no
deben confundirse propiedad pública y peculio del César24,
haciendo gala de un admirable espíritu republicano, y deroga
los peajes vigentes en caminos, encrucijadas, ríos y puertos.
Más prioritario aún es restablecer
la cría de ganado y los cultivos en Italia, y entendiendo
que grandes males demandan grandes remedios decreta que tanto
el agro público como otros terrenos abandonados pasarán
a ser de quienes se comprometan a trabajarlos. Cualquier aspirante
a granjero se convertirá en propietario de la parcela que
explote simplemente acudiendo a la oficina del registro, y quedará
exento de cualquier gravamen estatal durante diez años25.
Cabría esperar una explosión de alegría ante
esta medida, pero los dados de alta en la contribución
rústica llevan un siglo padeciendo quebrantos crecientes
en función de ello, y los únicos que acaban acogiéndose
a su oferta son algunos cautivos bárbaros. Ni un solo itálico
la acepta26.
El benévolo emperador no tendrá
tiempo para comprobar hasta qué punto los ciudadanos recelan
de la Administración, pues a los 86 días de vestir
la púrpura cae asesinado por los pretorianos que se la
habían ofrecido, a quienes decepciona la gratificación
ofrecida27.
Quiso interrumpir la secuencia de Emperadores que alegan defender
al humilde del notable para mantener su política de expolio,
pero el deterioro estructural supera los esfuerzos en contrario
de cualquier individuo, aunque tanto el pueblo bajo como el Senado
romano sean conscientes de perder con él la última
opción de civismo.
«Al enterarse de la monstruosidad, grupos de gentes
corrieron como enloquecidos por el pesar y la rabia, buscando
a los asesinos, aunque no pudieron hallarlos y obtener su venganza»28.
Los grupos debieron ser pequeños, e irrumpir
en las calles a destiempo, porque el culpable era alguien tan
localizado como la Guardia del Pretorio, cuyos regimientos se
acuartelaron algo después. A los dos días del magnicidio
la plebe romana había pasado de la histeria a la depresión,
y los asesinos «hicieron saber con grandes voces que el
Imperio estaba en venta, y que prometían dárselo
a quien ofreciera el mayor precio, conduciendo al comprador hasta
el palacio imperial protegido por sus armas»29.
La semana siguiente transcurre en calma, con una ciudadanía
que simplemente rumia su humillado rencor, y la Guardia puede
permitirse ignorar una primera oferta de 5.000 dracmas por pretoriano
ofrecida por un plutócrata plebeyo. En efecto, acaba llegando
la de 6.250 que presenta el senador Didio Juliano, «inspirado
por su mujer, su hija y una nube de parásitos»30.
Escrito con grandes letras en la historia universal
de la infamia, este episodio mide ante todo la desmoralización
del romano. La alegada furia de algunos al enterarse del crimen
no impidió que los asesinos al parecer unos doscientos
recorriesen impunemente la capital con la cabeza de Pertinax clavada
en el extremo de una pica31,
anticipando las «linternas» de la Revolución
francesa. Los ciudadanos volvieron a tener ocasión de organizarse
o siquiera protestar cuando se celebró la coronación,
y temiendo algo así los pretorianos escoltaron al adquirente
hasta palacio «en formación de tortuga, para protegerse
de cualquier lluvia de piedras lanzada desde las casas».
Pero nadie se decidió a lanzar una sola32.
El nuevo emperador iba reinar indemne, y así habría
seguido si el ejército no hubiese tomado cartas en el asunto.
1. Masas contra masas. El feudo vacante
atrajo a las legiones de Siria, el Danubio y Europa occidental,
siguiéndose otra sangrienta guerra civil donde triunfaría
el menos capacitado como estadista de los tres generales en liza,
Septimio Severo, cuyo linaje reinará algo menos de cuarenta
años. Tras vencer a sus adversarios, en 194, nombra al
ejército gestor y beneficiario de la anona, y la historia
le recuerda por el consejo dado a sus hijos en su lecho de muerte:
«Enriqueced a la tropa y despreocupaos del resto»33.
Caracalla, uno de esos hijos, declara luego que «sólo
yo debo poseer dinero, y para darlo a los soldados»34,
aunque perecerá a manos de uno mientras orinaba.
Para entonces el arancel general de importación
fijado por Augusto ha pasado del 5 al 25 por 100, y lo mismo sucede
con el impuesto sucesorio35.
En 212, tras siglos de ser un bien por el que se entregaban fortunas
y feudos, Caracalla extiende la ciudadanía romana a todos
los habitantes del Imperio para buscarse nuevos obligados a pagar
la contribución personal (capitatio). Además
de alear moneda fraudulentamente, cosa en modo alguno nueva, su
reinado aporta la grandiosa estafa del antoninianus, una
moneda que nace valiendo dos denarios y sólo pesa en plata
una fracción del denario, como aclara la numismática36.
Pasa por alto, sin embargo, que «cuando el Príncipe
envilece sus monedas todas las mercancías y alimentos se
encarecen en proporción al envilecimiento»37,
y un año después debe pagar nuevas y más
costosas importaciones, pues la plata de ley ha desaparecido por
completo.
La concentración particular de psicópatas
que son él, su asesinado hermano Geta y el posterior Heliogábalo
refleja también el estado general de cosas. Mientras la
sociedad esclavista se va desintegrando de un modo tanto más
implacable como lento, su Divus debe acostumbrarse a una actitud
cada vez más traicionera y ávida en sus únicos
aliados, que son las tropas. Empieza el día escenificando
una estrecha familiaridad con el soldado raso, y lo termina inspeccionando
cofres de joyas, sacas de monedas y otros objetos incautados,
sencillamente para poder calcular cuánto podrá repartir
mañana entre cada guardaespaldas. La brevedad de cada reinado,
y el número de rivales, ha convertido en letal para el
tesoro público la costumbre de que el gran obsequio al
ejército coincida con la coronación de cada César.
El reinado de Octavio Augusto supuso un donativum extraordinario
a lo largo de medio siglo; el año llamado de los seis Césares
(238) exige reunir otros tantos.
La sociedad imperial está en contracción,
y una clase media siempre minoritaria va siendo cazada de un modo
u otro hasta desaparecer. El destino de los equites o caballeros
lo expone ejemplarmente Ulpiano, el más ilustre jurista
de la historia romana38,
que siendo prefecto de los pretorianos es asesinado por ellos
en 228. Alejandro Severo, un individuo excepcional para su dinastía39,
se ha propuesto domar a la Guardia nombrando jefe suyo a un civil
sabio e insobornable, aunque debe presenciar cómo le matan
ante sus ojos. Tampoco tardará más de algunas semanas
en sufrir él la misma suerte.
El correlato de una soldadesca que reclama abiertamente
menos disciplina y más pillaje es un civil proletarizado,
cobarde con el fuerte y carnicero con el débil, cuya existencia
gira en torno a vales de economato. «En virtud de su tremendo
tamaño y variedad, la turba romana se inclina a la inestabilidad
y la vacilación». Por una parte teme a los pretorianos
y por otra no omite «irrumpir en las casas de acreedores
y enemigos personales para robarles y matarles»40.
Dos masas de acoso plebes urbanas indigentes y ejércitos
desmandados imponen a cada gobierno un ejercicio de intimidación,
subvención y manipulación a corto plazo, cuyo resultado
son corporaciones de espías (speculatores) capaces
de inventar noticias falsas o silenciar las verdaderas, ejerciendo
una censura política adaptada a sus razones de Estado.
Son «los ojos del príncipe, llamados a que nada pueda
urdirse contra él»41.
Así, un Imperio que empezó teniendo
en Roma un pequeño y prestigioso cuerpo de policías-bomberos,
los vigiles, sufraga a mediados del siglo iii una red de control,
espionaje y extorsión compuesta por cientos de miles de
individuos42,
que debería apaciguar a las masas civiles y militares aunque
funciona en la práctica como una masa de acoso adicional.
Poco después el cuerpo más numeroso de informantes
los frumentarii o inspectores del grano, teóricamente
centrados en el abastecimiento de las legiones protagoniza
tales abusos que queda disuelto43,
si bien la corporación encargada de sustituirlos (los agentes
in rebus) pasa pronto a ser tan odiosa que Roma obtiene el
privilegio de negarles la entrada si no demuestran estar de paso
y con un cometido específico44.
Encargado de prevenir y castigar el descontento,
este ejército de funcionarios encubiertos que ni
siquiera cobran durante periodos más o menos prolongados,
cuando la Administración declara alguna de sus periódicas
quiebras completa el ínfimo sueldo de cada uno administrando
«praxis sobre el cuerpo» a quien no se avenga a sobornos
para evitar lo peor. Llega el periodo llamado de la anarquía
militar, sostenido por una veintena larga de emperadores que a
veces son soldados de excepcional mérito45.
IV. Frenesí disciplinario
Fosilizado mercantilmente, el sistema exacerba
su componente de fuerza bruta ajeno al hecho de que con ello incentiva
toda suerte de indisciplinas. Los Césares van sucumbiendo
a sucesivos motines, mientras los demás se han reducido
a máscaras (personae) que reparte o inspira el servicio
secreto, en un horizonte donde florecen intentos cada vez más
osados de dominio, pues constituye un «crimen gravísimo
resistirse a lo bueno y verdadero aprobado como tal»46.
Como ya no sale a cuenta ser publicano (concejalrecaudador
de impuestos), se decreta que el cargo será hereditario
y obligatorio; y como las defecciones no dejan de crecer se estampa
con hierro candente una marca sobre la espalda del publicano actual
y el futuro.
Lo mismo empieza a suceder con otros oficios,
haciendo que pronto cunda la pena capital para quien abandone
su ciudad o comarca. Faltan medios para hacerlo cumplir,
a despecho de las gigantescas policías, y el efecto del
inmovilismo forzoso es una generalización de la arbitrariedad.
Dentro de la dinámica explosiva el potencial urbano de
insurrectos inquieta menos que la lealtad de masas militares progresivamente
malcriadas, y a ellas se entregan los emporios del momento. Lyón,
Alejandría y Antioquía son libradas al saqueo por
Septimio Severo, Caracalla y Heliogábalo respectivamente47,
aunque esos actos de autodespojo pasan a ser regla cuando irrumpa
en escena Maximino, el sucesor de Alejandro Severo, un antiguo
centurión que supera con bastante los dos metros de altura
y calma a la tropa confiscando propiedades civiles:
«Todos los días podía verse cómo
quienes ayer vivían con desahogo habían sido transformados
en mendigos; tanta era la voracidad del tirano, amparado en
el pretexto de necesitar dinero para pagar las soldadas. Pero
cuando Maximino redujo las casas aristocráticas a la
miseria halló que el botín era insuficiente para
sus fines y atacó la propiedad pública. Confiscó
para sí todo el dinero perteneciente a las ciudades,
y las reservas que tenían para beneficencia [
]
Todo cuanto podía servir para embellecer y todo el metal
utilizable para acuñar moneda pasó a las fundiciones.
[
] Tampoco faltaban algunos soldados disconformes, a quienes
sus parientes y amigos colmaban de amargos reproches, aunque
Maximino dijera obrar así por ellos y para ellos».48
La descomunal fuerza física de Maximino
no le evitará ser degollado por su escolta, como en tantos
otros casos, y si dejamos momentáneamente aparte a tal
o cual emperador el horizonte social arroja un cambio significativo.
La voracidad de la casa imperial ha sido suficiente para domar
a un prototipo de orgullo como el ciudadano romano, que a partir
de ahora se acostumbra a hacer ostentación de pobreza49.
En el año más afligido por la guerra civil el
238 lo poco que resta de burguesía municipal defiende
a dos candidatos entre los seis que luchan por hacerse con el
Imperio, y con la llegada de Decio al trono el nudo corredizo
que estrangula a las ciudades se afloja un punto.
Pero el deterioro del comercio es irreversible,
y la multitud de parados depende de una cesta de víveres
que merma por sistema. Quienes escapan de ciudades acosadas por
hambrunas, insalubridad y delincuencia topan con masas de individuos
que sobran también en las aldeas, cuya fusión crea
hordas de harapientos guiadas por jefes mesiánicos las
llamadas vagaudas50, donde encontramos a dos cristianos
como líderes revolucionarios. El fenómeno estalla
en tiempos del gigantesco Maximino, crece sin pausa y algunas
décadas después exterminar a la vagauda lionesa
requiere el apoyo de cinco legiones y bastantes más tropas
auxiliares.
Fuera de algunos pasillos estrechos, donde la
circulación monetaria no acaba de cesar, el resto del Imperio
está sujeto ya a condiciones de aislamiento que restablecen
el trueque como forma de intercambio, y todos los impuestos se
pagan en especie. Los campesinos están pasando rápidamente
a ser aparceros vinculados o colonni, con una atadura a
la tierra que compromete a cada individuo y toda su descendencia.
Esta condición incluye esclavos manumitidos a tal fin,
granjeros arruinados, peones libres y bárbaros con vocación
sedentaria. Común a ellos es que no acogerse como siervos
a la protección de algún jerarca les expone a la
voracidad del recaudador-policía. Con la vida urbana sucumben
las instituciones civilizadas, y lo asombroso es que el Imperio
sobreviva otros dos siglos al desfase entre un coloso político
y un pigmeo productivo.
La diferencia entre esclavos y hombres libres,
otrora absoluta, no desborda ya el formalismo de una inscripción
registral. Tanto tesón puso el romano en afianzar su señorío,
y ahora todos empezando por el impotente vestido de omnipotente,
el Imperator son en la práctica lacayos, aplicados
a prolongar una agonía sórdida. Sigue habiendo alguna
actividad, pero «así como al corromperse un cuerpo
cada punto adquiere una supuesta vida propia, que es en realidad
la vida miserable de los gusanos, aquí el organismo político
se ha disuelto en los átomos de personas privadas»51.
La vida real resulta odiosa, y llega la hora de aspirar a otra.
Llevada al callejón sin salida de autodevorarse, la auctoritas
descubrirá sentido y consuelo en la conciencia dividida
del cristiano, que rechaza el más acá para acceder
con certeza al más allá.
Antes, pues, de seguir a grandes rasgos el naufragio
de la cultura grecorromana debemos detenernos en la historia judía,
donde brota algo que ya no es simple menosprecio por el comercio
y atentado a derechos adquiridos. Una sociedad distinta, «generosa
y pura», está emergiendo como alternativa a la arrogancia
del merum imperium.
NOTAS
1
- Gibbon le llama «tirano sutil», provisto de «una
cabeza fría, un corazón insensible y un temperamento
cobarde que lo indujeron desde sus 19 años a asumir una
máscara permanente de hipocresía». Suetonio
cuenta que antes de morir «hizo pasar a sus amigos para
preguntarles si les parecía que había hecho
bien su papel en la comedia (mimum) de la vida»
(99,1). También refiere que siendo joven «arrancó
con sus propias manos los ojos» de un supuesto conjurado
(27,4), aunque dedica un capítulo a sus ulteriores «pruebas
de bondad», y termina recordando que «todos sus súbditos
le profesaban gran amor».
2
- Tras la batalla de Módena (43 a. C.) «el centurión
Cornelio, echándose atrás el capote y mostrando
el pomo de la espada, dijo al Senado: Ésta le nombrará
Cónsul si vosotros no lo hacéis»; Suetonio,
Vit. Aug., 26, 2.
3
- «Considerando muy importante conservar el pueblo romano
puro y no contaminado con la mezcla de sangre servil o extranjera,
fue muy parco en conceder el derecho de ciudadanía romana
y puso muchas trabas a las manumisiones»; Suetonio, Ibíd
40,3.
4
- Sobre las condiciones económicas de la Pax Augusta
cf. Rostovtzeff 1998, vol. I, p. 104-142.
5
- Ibíd, p. 116.
6
- Uno de ellos, por ejemplo, dejó al morir 3.600 bueyes,
250.000 cabezas de ganado menor y 4.116 esclavos; cf. Gibbon 2000,
p. 60.
7
- Cf. Suetonio, Vit. Aug., 39,3.
8
- Ibíd, 41,1.
9
- Ibíd, 42,3.
10
- Ibíd, 46.
11
- Tácito, Anales, X.
12
- De hecho, su abrumadora influencia sólo cesa al llegar
los príncipes guerreros que son los emperadores ilirios,
casi tres siglos después de haber surgido.
13
- Suetonio, Vit. Vesp., VIII, 18.
14
- La revocación de su edicto tampoco se relaciona con criterios
de política económica, sino con unas pintadas que
aparecen en Roma y otras ciudades: «Aunque me arranques
de cuajo, cabrón, haré vino bastante para rociarte
el día de tu suplicio»; cf. Suetonio, Vit. Dom.,
XIV, 3.
15
- Historiadores como Suetonio y Tácito; literatos como
Plinio el Joven, Juvenal y Marcial, jurisconsultos como Gayo,
Paulo y Modestino.
16
- Rostovtzeff 1998, vol. II, p. 1047.
17
- Dión Casio, Hist. Rom. 71, 3, 3.
18
- Gibbon 1984, vol. I, p. 91.
19
- Nerva, Trajano, Adriano y Antonino Pío.
20
- Dión Casio cuenta que llegó a luchar en el circo
romano contra algunos gladiadores, no sin antes drogarles o mermar
su equipo defensivo/ofensivo, y que mantuvo un harén compuesto
por trescientas personas de ambos sexos. Cobraba al erario público
un millón de sestercios por cada comparecencia como gladiador.
21
- Gibbon 1984, vol. I, p. 133.
22
- Rostovtzeff 1998, vol. II, p. 895.
23
- Herodiano, Hist. 2, 4, 1.
24
- «Se negó a ver estampado su nombre en cualquier
tipo de dominio imperial, alegando que esos bienes no eran suyos
sino posesiones públicas y comunes» (Herodiano 2,
4, 7).
25
- Cf. Dión Casio, I, 75. Herodiano 2, 4, 7.
26
- Rostovtzeff 1998, vol. II, p. 885.
27
- Como las arcas de palacio estaban totalmente exhaustas, sólo
pudo ofrecerles el producto de vender el harén de Cómodo,
compuesto por unas cuatrocientas personas de ambos sexos. Prefirió
razonar con la Guardia a huir, e inmediatamente antes de ser acuchillado
estaba diciendo: «Me ocuparé de que tengáis
todo cuanto no implique recurso a la violencia o confiscación
de propiedad» (Herod., 2, 5, 8).
28
- Ibíd 2, 6, 1.
29
- Ibíd 2, 6, 4.
30
- Ibíd 2, 6, 7.
31
- Ibíd 14, 7.
32
- Según la Historia augusta, sólo hubo un
conato de pedradas días después, cuando el nuevo
emperador recorría Roma, y cesó al oír que
iban a llegar donativos; cf. 4, 6, p. 358.
33
- Cf. Rostovtzeff 1998, vol. II, p. 861.
34
- Ibid, vol. II, p. 877.
35
- Cf. Gibbon 1984, vol. I, p. 149-152.
36
- El denario de Augusto pesaba 3,90 gramos de plata legal. El
antoninianus exige ser cambiado por dos de ellos aunque
pesa unos 5,45 gramos y sólo tiene un 20 por 100 en plata
de ley. Eso impone prácticamente pagar el valor de ocho
por el de uno. Cf. De Martino 1985, vol. II, p. 435-36.
37
- Cantillon 2007 (1775), XVI, 13.
38
- Sus sentencias y análisis ocupan casi un tercio del Digesto
la parte teórica del Corpus iuris civilis,
y suya es la inmortal definición de la justicia como suum
cuique tribuere («dar a cada uno lo suyo»).
39
- Herodiano afirma que «fue ajeno al salvajismo, el crimen
y la ilegalidad» (6, 9, 8).
40
- Ibíd, 7, 7, 3.
41
- Libanio, Orat., XVIII, 135.
42
- Cf. Gil 1961, p. 257-259.
43
- Cod. Theod. VI, 35, 3.
44
- Gil Ibíd., p. 260.
45
- Aureliano (270-275) y Probo (276-282), por ejemplo, son generales
de energía pasmosa comparables por no decir que superiores
a Alejandro o Julio César, a quienes sus tropas veneran
incondicionalmente. Ambos perecen en un arranque airado de la
tropa, que instantes después llora de arrepentimiento.
46
- Diocleciano, en el edicto que instaura la tetrarquía.
Cf. Gil 1961, p. 229.
47
- Caracalla extermina a unos 20.000 habitantes de Alejandría,
según Dión Casio porque además de saquear
esa ciudad deseaba castigar la insolencia de no aceptar su antoninianus
y esparcir el rumor de que había mandado matar a su hermano
y su mujer, cosa por lo demás indudable.
48
- Herodiano, Hist. VII, 3, 3.
49
- Cf. Rostovtzeff 1998, vol. II, p. 965.
50
- De ahí el término «vagos».
51
- Hegel 1963, p. 245.
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