A
Enrique Galán,
que me dio el consejo justo sobre este libro.
Y a Guillermo Herranz.
editor y amigo incomparable.
Introducción
«La humanidad no posee regla mejor de
conducta que el conocimiento del pasado.»
Polibio, Historia del ascenso de Roma, I, 1.
Hace algo menos de una década, cuando
empecé este libro, me había propuesto en principio
algo sencillo y dictado por la necesidad de reconstruir para entender.
El objetivo era precisar tanto como fuese posible quiénes,
y en qué contextos, han sostenido que la propiedad privada
constituye un robo, y el comercio es su instrumento. Varios
años más tarde tras averiguar quiénes
fueron esas personas y grupos desde el siglo XIX comprendí
que su tesis era muy anterior, que había reinado largos
siglos sin oposición y que esa zona del árbol genealógico
comunista era pertinente para no confundir allí el tronco
y las hojas, lo perenne y lo caduco. Como cabía esperar,
el trabajo de documentación se hizo a partir de entonces
mucho más arduo e incierto, acechado a cada paso por una
evidencia tan incómoda como lo mencionado por un sabio
a propósito de otro anterior: «Entonces un hombre
era capaz de recorrer toda la ciencia y todo el arte, y trabajar
en campos muy distantes sin condenarse al desastre»1.
En mi caso el desastre no venía de campos
sino de tiempos vertiginosamente distantes, y la anticipación
del fracaso se habría sobrepuesto si el trabajo no hubiese
sido compensado con descubrimientos en gran medida imprevistos,
que ofrecían una prolongación del sentido. Al leer
la cuarta historia del socialismo, por ejemplo, pude ver que no
sólo todas manejaban un paquete de información casi
idéntico, sino que hacían gala de un pionero gusto
por lo políticamente correcto2. Cuando mucho, mencionan
de pasada a una secta israelita que identificó la compraventa
con un pecado de hurto, sin añadir que buena parte de sus
miembros se transformaron en nazarenos o ebionitas el grupo
original de Juan Bautista y Jesús, y que su enseñanza
vertebra el Evangelio. El especialista en historia moderna de
las ideas entiende que esto es religión, que lo propuesto
por Fourier, Blanqui o Marx es política, y que el comunismo
constituye una rama del pensamiento socialista.
Preguntándome por qué la genealogía
de este movimiento se encuentra en un estado tan rudimentario,
a despecho de su inexagerable impacto universal, no encuentro
mejor respuesta que la de respetar el divorcio entre sus militantes
teológicos y sus militantes ateos. Las crónicas
suelen estar guiadas por el sine ira et cum studio de Tácito,
que en definitiva quiere saber más sobre nosotros mismos,
pero en este terreno los protagonistas principales insisten en
no querer saber nada el uno del otro. La Academia de Ciencias
de la URSS patrocinó cientos de obras sobre el materialismo
dialéctico, aunque nunca asumió una historia circunstanciada
y veraz del comunismo, donde habría sido imposible no aludir
a san Juan Crisóstomo y al Código de derecho canónico
al documentar la idea llamada más tarde fetichismo de la
mercancía. La Santa Sede, custodio de un archivo incomparable
sobre herejías y alzamientos comunistas con raíz
evangélica, tampoco ha instado alguna historia del fenómeno,
porque exhumar el conflicto entre la civilizada Iglesia actual
y sus milenaristas de otrora abriría heridas profundas.
Véase, sin ir más lejos, cómo ha preferido
perder feligreses en Iberoamérica a admitir en su seno
la corriente llamada Teología de la Liberación.
Por otra parte, despreciar el principio de continuidad
se paga con dogmatismo, «y grandes perjuicios se han seguido
de ceder a esa tentación, que traza anchas líneas
divisorias allí donde la naturaleza no ha dibujado ninguna»3.
En el caso del movimiento comunista, la tentación simplificadora
lleva a pasar por alto la tenacidad de algo que desde la cristianización
del Imperio romano alterna fases explosivas con otras de eclipse,
sin desaparecer jamás. En realidad, atender a esa combinación
de escrúpulos e ignorancia nos vela la evolución
del más formidable disidente conocido, cuyo parto coincide
con el momento en que nuestra cultura se lanzó a apostar
por la libertad política y la innovación, como hicieron
algunas ciudades griegas en el siglo VI a. C.
Hasta entonces el autogobierno era una rareza
propia de las sociedades sin Estado grupos de ágrafos
que nunca alcanzan un mínimo de densidad demográfica,
y las sociedades demográficamente densas estaban sujetas
a un autócrata divino, que al legislar fundía por
fuerza el derecho natural o permanente y sus privadas ocurrencias.
Con la democracia que pusieron en circulación Atenas y
otras polis comerciales llegó un Estado sencillamente inaudito,
donde la autoridad dejaba de ser sagrada. Innumerables automatismos
y suposiciones sucumbirían a consecuencia de ello, y la
expresión más brillante de escándalo es una
República platónica concentrada en oponer
seguridad y libertad. Allí, junto a la propuesta de regresar
a la severidad del ayer, encontramos también por primera
vez la de reconvertir lo privado en común4.
Desatendido políticamente por sus compatriotas,
Platón se convirtió más tarde en el principal
inspirador de la teología, la pedagogía y la ética
cristiana. Su crítica de la democracia como demagogia triunfó
y, sin embargo, la aspiración al autogobierno no pudo erradicarse.
Por caminos casi siempre sinuosos acabó imponiéndose
una libertad inseparable de innovación, y Europa se convertiría
en foco de una cultura occidental llamada a ser política
y económicamente hegemónica. La tradición
china, la hindú y tantas otras se aplicaron a anular la
erosión del tiempo, concentrando las energías presentes
sobre un retorno perenne de lo igual. La nuestra acabó
descubriendo cómo servirse de la caducidad para convertir
el círculo en una figura abierta, y se sostiene de
modo tan próspero como acrobático sobre un
cultivo del hallazgo. Como el motor de propulsión a chorro,
que jubiló al de hélice, vive de excitar controladamente
la turbulencia y es atendiendo a la conocida expresión
de Schumpeter un sistema de desequilibrio creativo.
En otros términos, la sociedad competitiva
o abierta se construyó polemizando con un alter ego soliviantado
por el prosaísmo calculador. Al exigir una identidad mucho
más estrecha como garantía de sosiego estable, este
anverso del yo comercial se demostró capaz de «crear,
educar y subvencionar un disfrazado (vested) interés
por el desasosiego social»5, y como podremos seguirlo en
sus pormenores baste recordar ahora dos momentos estelares. Al
principio, antes de que el Imperio romano se convirtiese en un
Saturno devorador de su prole, el régimen de amplísima
autonomía municipal diseñado por Julio César
creó clases medias locales, y un número creciente
de personas pasaron a ser hombres de negocios. Pero es precisamente
entonces cuando llega una denuncia del propietario y el comerciante
como enemigos del pueblo, unida al anuncio de un Juicio Final
donde los pobres se regocijarán viendo cómo Dios
fulmina a los ricos. Dos milenios más tarde, en un mundo
secularizado, cincuenta años bastan para que ateos enérgicos
impongan dicho trance a la mitad de la población mundial.
Han cambiado muchas cosas salvo el contenido, que antes y después
es un ajuste de cuentas precisamente «implacable».
El sello occidental del fenómeno brilla
en el hecho de que acabase siendo asumido por veintidós
estados6 de cuatro Continentes, sin que ninguno de esos gobiernos
le encontrara algún paralelo o precedente autóctono
al marxismo-leninismo. Tanto en África como en Iberoamérica
y Asia un alemán y un ruso iban a ser, y son, su única
brújula. Entre los europeos de mediana edad, quienes no
resultaron guiados materialmente por ella se criaron tomando partido
a favor o en contra, y ahora a juzgar por el espacio que
ocupa en los medios la actitud se encuentra en una de sus
fases poco expansivas, más proclive por ello a ser pensada
sin tanto apasionamiento. Al ritmo en que hemos ido acostumbrándonos
a no padecer guerras, el marxista ha ido decantándose por
una lectura alegórica de proposiciones como que «la
última palabra de la ciencia social será siempre
el combate o la muerte, la lucha sangrienta o la nada»7.
Por lo demás, las democracias sólo
están a cubierto de tentaciones demagógicas mientras
se mantengan relativamente prósperas, y reflexionar sobre
las «otras» democracias parece más realista
que dar por difunto al alter ego. Ser occidental significa de
alguna manera tener sitio en el corazón para un altar donde
lo venerado es la igualdad humana, principal motivo de orgullo
para nuestra cultura. Sin embargo, algunos limitamos ese principio
inviolable a un trato no discriminatorio por parte de las leyes,
y reclamamos una igualdad jurídica compatible con las más
amplias libertades. Otros a cuyos motivos e iniciativas
se dedica este libro llevan veinte siglos abogando por abolir
compraventas y préstamos para defender a quienes obtuvieron
peores cartas, son incapaces de autogobernarse o sencillamente
no están dispuestos a tratar la vida como un juego, aunque
sus reglas sean claras.
1. Aplicando el principio de continuidad
Las consecuencias de escindir episodios religiosos
y ateos pueden calibrarse con una muestra extraída de su
propia historia. Los primeros alzamientos comunistas reconocidos
como tales8 ocurren en la baja Edad Media, anunciados por brotes
de reyes-mesías en Flandes y Bretaña que acaban
cristalizando en las grandes guerras campesinas de checos y alemanes
durante el Renacimiento. Los asaltos de fincas, abadías,
castillos e incluso ciudades, reprimidos inicialmente con el acero,
pasaron a merecer hoguera cuando la Iglesia comprendió
que el acicate de sus saqueos no era la codicia, sino una interpretación
literal y por eso mismo herética de los Evangelios. Seguirán
tres siglos de revolución intermitente, y supondríamos
que su crescendo fue paralelo a un agravamiento de la miseria
si la situación real no demoliese tal hipótesis.
De hecho, una Europa devastada crónicamente por las hambrunas
y la lepra, cuya única fuente de ingresos es cazar en masa
a sus propios adolescentes de ambos sexos para vendérselos
a bizantinos y árabes, tiene entonces ante sí
el primer destello de una luz al final de ese túnel.
Hasta el momento ha reinado la llamada Paz de
Dios, un sistema sin circulación monetaria donde el pueblo
devuelve al señorío su protección material
y espiritual regalándole prestaciones laborales.
Ahora empieza a ser posible cobrar el trabajo en dinero, gracias
a un restablecimiento de las comunicaciones y a la consolidación
de los burgos. Los alzamientos comunistas crecen al ritmo en que
formas cada vez menos tímidas de sociedad comercial se
instalan dentro del monolito clerical-militar, una paradoja sólo
aparente si tenemos en cuenta que para el conforme con la
Paz de Dios una vida sujeta a oferta y demanda está
cargada de exigencia e incertidumbre, además de ser impía.
Sólo una pequeña fracción de audaces que
va desertando de su gleba está dispuesta a correr con tales
riesgos, y cuando algunos de estos aventureros empiecen a prosperar,
poco después, los cronicones de Froissart, Commines o Mateo
París describen a labriegos tan resentidos como abiertos
a la predicación de profetas airados, cuya promesa es reinindicar
una pobreza antes santa y ahora escarnecida. Uno de cada treinta
campesinos, aproximadamente, se unirá a razzias contra
nuevos ricos de la nobleza y el alto clero, a quienes se acusa
de practicar el luxus y la luxuria. Para la Inquisición,
tanto católica como eventualmente luterana, son masas enloquecidas
por «un milenarismo fanático».
Al matadero de los siglos XV y XVI sigue una
pausa, y las masas revolucionarias no recobran una clara conciencia
de sí hasta 1848, año de la segunda Comuna parisina
y el Manifiesto de Marx-Engels. Dichas muchedumbres y sus
líderes siguen abogando por la sociedad sin Tuyo ni Mío,
precedida por una guerra civil sin cuartel, aunque antes enarbolaban
visiones apocalípticas y ahora aspiran a un desarrollo
más racional de las fuerzas productivas. Se consideran
hijos de la Revolución francesa, un episodio a su entender
«liberal», dentro de una Europa «ancestralmente
capitalista», ofreciéndonos con ello un modelo de
la distorsión retrospectiva que se sigue de postular la
discontiuidad. En efecto, el primer Estado liberal no llega hasta
los Países Bajos del siglo XVII, y desde el Bajo Imperio
romano hasta entonces Europa ha conocido algo muy distinto del
capitalismo privado. La actitud llamada hoy «pensamiento
único» apenas tiene protagonistas durante unos mil
años, pues estar expuesto al señorío compartido
de «quienes siempre rezan» y «quienes siempre
batallan» impuso al comerciante trabas tan nucleares como
que el crédito y la compraventa inmobiliaria fuesen operaciones
ilegales.
Que llegase a concentrar no sólo la bajeza
sino el pecado podemos atribuirlo a los dos estamentos hegemónicos,
pero desde siempre el militarismo prefiere saquear los almacenes
y cofres del mercader a título excepcional, colaborando
el resto del tiempo con lo oportuno para permitir que vayan llenándose.
Que el oficio de negociar pase de ser algo vil a algo pecaminoso
es doctrina eclesiástica, y los alzamientos comunistas
empiezan cuando una Santa Sede inclinada a civilizarse convoca
el IV Concilio de Letrán (1215), porque admitir allí
la mera existencia de un derecho mercantil pone en entredicho
su militancia previa. La fase apoteósica del igualitarismo
coincide con Papas que admiran de modo más o menos solapado
a individuos como Leonardo, Maquiavelo o Galileo, haciendo gala
de un contubernio con lo mundanal que insurge a Thomas Müntzer,
Jan de Leyden, Jan de Batenburg y otros teólogos armados.
El denominador común de estos últimos es dirigir
a los ejércitos de la Iglesia Pobre, alzados contra la
Iglesia Propietaria.
Los manuales escolares que estudiaron mis padres,
estudié yo y estudian mis hijos afirman o dan por supuesto
que Müntzer, por ejemplo, puede considerarse un remoto precedente
de Lenin con arreglo al orden laico de las cosas; y también
que con arreglo al orden clerical puede considerarse un adepto
de Pedro el Lector y quienes le ayudaron a quemar la Biblioteca
de Alejandría un milenio antes. Lo que no encontramos en
estos textos es una compenetración de ambos órdenes,
pues junto a su noble y esforzada función desbravar
al adolescente la enseñanza secundaria ha asumido
tradicionalmente el compromiso de interponer un abismo entre religión
y política.
1. El lecho de Procusto como sobredeterminación.
Se objetará que negar la cesura entre comunismo milenarista
y comunismo científico construye unidades saltando sobre
sus diferencias, y que la vitalidad del entendimiento no depende
de aglomerar sino de separar, distinguir y matizar. No hay duda
de que la estupidez extrema identifica los sujetos a partir de
sus predicados, deduciendo de su común blancura una identidad
entre la nieve, la cal y la pasta de dientes. Pero no merece omitirse
que este tipo de operación mental cunde cuando las cosas
han sido reducidas previamente, y cierta audiencia aplaude oyendo
decir que «quien no está conmigo está contra
mí»9. Así como nada puede considerarse más
profiláctico que discernir lo heterogéneo de lo
análogo, lo parejo y lo accidentalmente afín, nada
justifica ignorar un espíritu unitario allí donde
se ponga de manifiesto. Una secuencia puede descomponerse en planos
que cronológicamente desordenados, pero el nervio de asunto
reaparecerá aquí y allá, imponiendo al montador
de la película transformar sus coincidencias en casualidades.
Supongamos que la tesis permanente sobre la
propiedad privada y el comercio no es suficiente para postular
una copertenencia. Será mero azar, pues, que la lógica
del celote integrista reaparezca intacta en los comisarios ateos.
No menos casual no puede ser que escribir Liberté
en vez de liberté otorgando al término
una diosa patrona justifique derogar el cuadro de libertades
reconocido por la Declaración de Derechos del Hombre y
el Ciudadano, un documento que dos años después
de aprobarse democráticamente le parece a la facción
gobernante un recurso del antipatriota. Como los ateos previos
nunca propugnaron uniformidad ideológica, un azar adicional
explicará que el ateo antimercantil imponga o consienta
una censura tan amplia y meticulosa como la ortodoxia monoteísta.
Para el laico en general, que juzga al prójimo
por sus obras, la «pureza de principios» es tan indiferente
como el número de zapato o las estrías del codo.
Pero necesitamos un nuevo golpe de azar para entender cómo
el ateo de la sociedad sin clases exige no sólo identidad
de opinión sino de sentimiento. La cama del legendario
Procusto, que cortaba o estiraba al huésped para adaptarlo
a sus medidas perfectas, no sería en general una condición
de su «nueva» mentalidad. Desde mediados del siglo
I a mediados del III millones de cristianos pusieron todos sus
bienes a los pies de sus apóstoles, por ejemplo, esperando
con ello acelerar un Juicio Final donde «los dedicados al
comercio aguardarán la tortura llorando y gimiendo»10.
Esto tampoco guarda otra relación que la casual con prácticas
de tribunales revolucionarios modernos y contemporáneos.
El principio de continuidad no cambia una coma
de la historia, pero en casos de fenómenos con eslabón
perdido incrementa la densidad del significado, aportando detalles
antes unidos solamente a algún otro sector del registro
escrito. La versión irreflexiva de los hechos cree que
el comunismo es el fruto maduro de dificultades económicas,
por ejemplo, equiparándolo así a insitituciones
tan intemporales como el chivo expiatorio o el imaginario del
parricidio. Pero al mirar el asunto con algo más de detenimiento
topamos con un proceso esencialmente histórico, dentro
de una cultura donde no deja de influir desde entonces. Como acaba
de recordarnos el auge del movimiento antimercantil desde el otoño
de la Edad Media, no hay base para suponer que sea una función
de decrementos en la renta general, sino más bien de que
reaparezca el cultivo del riesgo aparejado a la existencia de
libertades cívicas. Escindir la forma espiritualista y
la materialista de su apostolado sólo contribuye a cerrarnos
los ojos ante algo más manifiesto aún: raptos aislados
de furia y un llamamiento perenne a expropiar.
2. El cambiante estatuto del trabajo.
La emergencia del comunismo moderno se considera explicada aludiendo
a las penurias del proletariado industrial. Sin embargo, quienes
solventan así nuestras cuentas con la causalidad omiten
que el triunfo del cristianismo coincide con otra proletarización
masiva. En el siglo XVIII los no-propietarios o desarraigados
son personas que dejaron el campo atraídas por un jornal
notablemente superior en fábricas, y ante todo porque la
ciudad sugiere posibilidades de formación y promoción.
En el siglo ii los no-propietarios son granjeros, artesanos y
profesionales venidos a menos, que en vez de padecer el desarrollo
industrial sufren a causa de su ausencia, dentro de un engranaje
donde lo radicalmente funesto para ellos ha sido el crecimiento
de dos tipos de esclavos: las grandes cuadrillas de peones que
trabajan los latifundios y los siervos provistos de alguna formación,
que desempeñan todo tipo de oficios especializados.
Reinando Tiberio cuando nace Jesús,
según el Nuevo Testamento el granjero y el artesano
libre han dejado de ser una clase media, capaz de comprar y vender.
Viven directa o indirectamente de alguna cartilla de racionamiento,
y su promoción social topa con la rivalidad del esclavo
en todas las profesiones salvo la militar, un oficio obviamente
indeseable para algunos temperamentos. Los males del Imperio se
atribuyen a haber olvidado la austera virilidad de otros tiempos,
al desgaste de hacer frente a naciones invasoras o sublevadas,
a mala administración y en realidad a cualquier cosa distinta
del factor crucial. Puesto que las prestaciones laborales no se
remuneran, la oferta parte de rendimientos mínimos en todas
sus ramas productivas, y la falta de dinero circulante estrangula
en cualquier caso la demanda.
Quien trabaja lo hace sólo por terror,
y el hombre libre carga con la competencia desleal de esa «herramienta
humana» (Aristóteles). Debe ajustarse a los jornales
que el esclavo de cada profesión cobra para dárselos
de inmediato a sus amos, y aceptar no sólo algo ínfimo
sino el contagio con una actividad que las gentes de respeto consideran
abyecta en y por sí misma. Entretanto, la bancarrota del
Fisco va aumentando el número y entidad de las prestaciones
gratuitas que el Estado exige a su ciudadanía, y para cuando
llegue el Bajo Imperio la frontera entre ese proletariado y el
esclavo es cada vez más tenue. Precisamente entonces, contemplando
las tierras que el fracaso del latifundismo ha dejado baldías,
la semilla del entusiasmo es sembrada por una religión
de la periferia más marginal, que reinterpreta la quiebra
como victoria del providencialismo sobre el cálculo y cosa
más cargada aún de repercusiones políticas
recomienda aplazar sine die el retorno a un trabajo remunerado,
como el que sirvió de trampolín a Atenas y Roma
para lanzarse a la gloria.
El mundo concreto pasa a ser un banco de pruebas
para aspirar al premio o castigo de ultratumba, y un cristiano
repugnado por el luxus paga con lealtad incondicional el
monopolio del culto que le entrega el poder político. Esto
consolida un plan de estabilización en la miseria, que
aunando el ideal más sublime con la necesidad más
perentoria cronifica economías de estricta supervivencia.
Poco después, cuando el hundimiento del Imperio deje a
la Iglesia como único consejero ecuménico, la emergencia
de los reinos bárbaros precipita la puesta en práctica
de una economía autárquica, emancipada de elementos
superfluos como el dinero y los mercaderes. Medio milenio más
tarde, obrando como albacea de ese plan contra los primeros desertores
del vasallaje que resultan ser buhoneros y caravaneros,
armados hasta los dientes para defender sus carros el hijo
y sucesor de Carlomagno, Luis el Piadoso, decreta en 806 que «sólo
aceptamos a quienes compran para quedarse con lo adquirido, o
para regalarlo a otras personas»11.
3. La sempiternidad del mensaje. A mediados
del siglo XIX, la inquietud de Carlomagno y Luis el Piadoso ante
un crecimiento del intercambio voluntario es una curiosidad exótica.
Heeren acaba de explicar que el «cambio de mercancías
es un cambio de ideas»12, nadie pone en duda que el cazador
y el pescador intercambiaron presas, y a su venerable antigüedad
el comercio añade ahora el hecho de parecer una bendición
pública. Es entonces cuando Marx recuerda que el trabajo
constituye «alienación» mientras sea por cuenta
ajena o propia, porque sólo estará recompensado
con justicia y prudencia cuando lo pague la «sociedad»,
y deje de computarse en dinero.
La monetización añade
sólo ha producido una competencia «salvaje»,
ruinosa para casi todos, y el único consuelo es saber que
resulta inminente una crisis total e irreversible del sistema
capitalista. Sobre las cenizas de su iniquidad se levantará
otra organización, donde las horas de labor se reducirán
al tiempo que aumenta su eficacia, porque lo esmerado e inventivo
de trabajo crecerá en proporción a la seguridad
de cada empleo. Tampoco se despilfarrarán energías,
gracias a una reglamentación de cada rama productiva que
amoniza las aptitudes y necesidades de cada uno. Convirtiendo
el dinero en vales, el trabajador tendrá acceso a todas
las cosas y servicios oportunos, y a la vez se evitarán
la inflación, los ciclos económicos, los impuestos
y los intermediarios.
Así se ha trabajado siempre en cuarteles
y conventos, por no decir que exclusivamente en estos recintos,
cuando el nivel de vida parecía ajeno a condiciones como
inversión o rendimiento. Antes de que cundiese el capitalismo
privado los extremos de la miseria y la opulencia se intepretaban
subjetivamente, como deseables e indeseables, necesarios y accidentales,
fruto del mérito y obra de la ignominia, desvinculando
el conjunto de la articulación impersonal unida al dinamismo
de sus elementos. Sólo siglos de intercambio pacífico
y regularmente, dentro y fuera de cada país, permitieron
discernir entre economía doméstica y política;
y serán necesarios algunos cientos de años más
para que Cantillon en su Ensayo sobre el comercio
(1755) defina la economía de cada país y la
internacional como un equilibrio de magnitudes interdependientes.
Todo este campo se había considerado hasta entonces un
acólito dócil del mando, inspirando a una serie
interminable de autócratas el propósito en buena
medida imposible de estafar a su país sin estafarse a sí
mismos13. El Capital (1867)14, que se escribe cuando la
interdependencia de magnitudes empieza a analizarse de cerca,
propone en su lugar una «organización consciente»
de todos los procesos.
Una vez más, y en condiciones casi diametralmente
distintas, resuena la tesis de que la propiedad privada y comercio
sobran, si aspiramos a una existencia propiamente «social».
Para entonces la sociedad esclavista ha desaparecido, devorada
por la industrialización, pero Marx propone que tras la
proeza de poner en marcha el progreso técnico un mantenimiento
de las libertades burguesas sólo puede redundar en anarquía
caótica, y su propuesta es lo más fascinante del
mundo con mucho desde 1868 a 1968. Muchos marxistas se sentirán
traicionados por la veintena de países practicantes del
«socialismo real», y Marx ingresa en círculos
académicos como padre de la «teoría social»,
otro nombre para la sociología. Bastante más tarde,
la caída del Muro berlinés demostrará que
sus ideas no colapsan, suscitando desde los años 90 un
retorno a la teorización como no se había conocido
desde los años 20. Tendremos ocasión de examinar
incluso el movimiento que lucha por impedirle a la Organización
Mundial del Comercio sus reuniones, o la interesante convergencia
insinuada por el abrazo de Chávez y Ahmadineyah.
II. El fin y los medios
Despejados ya algunos equívocos, faltaría
a la veracidad si no empezase añadiendo que todos los capítulos
de este volumen y el siguiente me parecen apresurados, o cuando
menos susceptibles de una expresión mucho más fluida.
Penélope, según el mitógrafo, tejía
durante el día lo que ella misma destejía por la
noche, para no tener terminada una tela que la obligaba a desposarse
acto seguido con alguno de sus pretendientes. Sin estímulo
remotamente parejo, he luchado con mis limitaciones y la hondura
del asunto tachando por norma gran parte de lo escrito en cada
jornada, y el hecho de que el texto acabe confiado a la incorregible
letra de imprenta es al menos en parte tributario de un consejo
sobremanera cómodo: «Si alguien ha conseguido avanzar
un paso en el análisis [
] sus esfuerzos ulteriores
están llamados probablemente a rápidas disminuciones
de rendimiento, y otros estarán mejor cualificados para
colocar la próxima hilera de ladrillos»15.
Desearía, pues, que las deficiencias
de esta exploración puedan equilibrase hasta cierto punto
por ofrecer una historia no compilada hasta ahora, que replantea
en lugares y momentos inesperados el diálogo fundamental
entre libertad y sometimiento, realismo y añoranza. La
primera sorpresa que ofrece su conjunto es una genealogía
paralela del liberalismo, pues se trata de movimientos que se
desarrollan coaxialmente, como las espirales del ADN. La segunda
es una posibilidad de acercarse sin ingenuidad a la cuestión
última, que es el componente de «razón»
incorporado al movimiento comunista. Pero los elementos de juicio
se forman a posteriori, y aplazo el tema hasta el epílogo
del segundo volumen único capítulo pendiente
de redacción, porque la secuencia entera de sus propugnadores
es una galería de temperamentos, colmada de enseñanzas
sobre aquello que propugnan. De hecho, empiezo publicando la parte
del trabajo compuesta en último lugar, para aprender del
posible debate suscitado por ella antes de elevar a definitivas
sus conclusiones.
1. Paraíso y pobreza como cuencas de
atracción. Paradeisos en griego, pairidaeza
en arameo y edén en hebreo son términos descriptivos
de un «jardín cercado», que deja fuera la intemperie,
el trabajo y la muerte. El anónimo autor de Génesis
cuenta que disponía de un manantial bifurcado en cuatro
brazos y estaba provisto de la más seductora vegetación,
para solaz de la pareja humana recién creada por Dios.
Disfrutar de sus delicias sólo imponía a Adán
y Eva no comer el fruto del manzano que llevaba consigo
el «conocimiento del bien y el mal», pero la
serpiente les sugirió que desobedeciesen, alegando: «vuestros
ojos se abrirán, y seréis como dioses»16.
Tentado por Eva, Adán acabó catando lo prohibido,
y su desobediencia les condenó a una expulsión descrita
como «la caída». Desde entonces ellos mismos
y su descendencia cargarían con una vida de penalidades
y reversión al polvo.
El Paraíso perdido (1667)17 de
Milton es quizá el primer gran libro donde leemos que la
serpiente tenía razón, ya que sugirió en
definitiva pasar de un mundo básicamente onírico
a perspectivas más empíricas. Cargar con la finitud
y el esfuerzo precipitó la emergencia del homo sapiens,
una especie cuyos individuos son animales en todos sentidos aunque
pueden «abrir los ojos», e inventar así grandes
cosas. Pero la interpretación miltoniana es el negativo
de la vigente, y ha reinado en realidad tal duelo por la pérdida
del Paraíso que ese recinto acabó resucitando en
forma de Cielo, un artículo de fe innegociable para cristianos
y musulmanes. No es ocioso recordar que en 1848, durante su breve
residencia parisina, Marx redefinió la Caída como
efecto de acatar la propiedad, insistiendo desde ese momento en
que abolirla nos llevará a un medio bastante más
satisfactorio que el rústico jardín de las delicias.
Para obtener datos recientes sobre esa aspiración bastar
teclear en cualquier buscador la frase «Otro Mundo es Posible».
Todo este orden de cosas abunda en wishful
thinking («pensamiento colmado de deseo»), pero
sería trivial pasar por alto un sentimiento lo bastante
poderoso como para justificar el Otro Mundo, e incluso religiones
sin Cielo como el budismo. La idea del Paraíso no es separable
de que la vida práctica pueda parecer un infierno, y creer
en ella demuestra ser una demanda lo bastante elástica
como para que la Caída pueda atribuirse unas veces a ley
divina y otras a ley humana. En ambos casos una angustia difusa
y concretada sostiene el anhelo de otra realidad, cuya aparición
sólo exige una sincera renuncia a la efectiva. Por otro
lado, reconquistar el Edén representa una empresa civilizadora,
pues por más que sea indirectamente lleva a admitir la
muerte como cosa inevitable. Los pueblos propiamente bárbaros
siguen pensando que no ya toda defunción sino toda enfermedad
provienen de algún hechizo18. Hace falta desplegar en alguna
medida las alas del conocimiento para que la intemperie aparezca
en cuanto tal.
No hay por ello exageración o sarcasmo
al afirmar que tanto en sus formas clericales como ateas
la causa comunista percibe en el presente la maldición
derivada de cierto error original específico, que una vez
subsanado erradicará en todo o en buena parte la inhospitalidad
del medio físico. Para alcanzar esa meta hay un procedimiento
común también, que consiste en fundir descontentos
heterogéneos: «Bienaventurados los pobres de espíritu,
los humildes y afligidos»19. Mucho más esencial que
unos estatutos nunca admitidos por Jesús o Bakunin,
entre otros grandes jefes de fila es el hallazgo de convocar
a crédulos, explotados y perseguidos, que crea un conjunto
de gran extensión e intensión mínima. Faltando
esta convocatoria, el infortunio se mantiene disperso y arbitrario,
agrupado por iniciativas del que no se siente inmerso en sus penurias.
«La pobreza es una constelación sociológica
única: cierto número de individuos, que por un
destino puramente individual ocupan un puesto orgánico
específico dentro del todo. Pero este puesto no está
determinado por aquél destino y manera de ser propios,
sino por el hecho de que otros (individuos, asociaciones, comunidades)
intentan corregir esta manera de ser».20
Como las asociaciones surgen normalmente de
costumbres, preferencias e intereses comunes, hemos de atribuir
al comunismo el descubrimiento de un principio asociativo que
puede saltar sobre esa afinidad imediata. Fuentes aflictivas dispersas
se reconducen a un antídoto único, los vacíos
del conjunto le mueven a llenarse nivelando los deseos, y aquello
que desde fuera constituye capacidad de resurrección es,
desde dentro, el carisma de fundir filantropía y guerra
civil, esperanza pura y puro resentimiento. Antes de estudiar
su evolución, daba por supuesto que el factor revolucionario
se centraba en ir hacia lo desconocido. Pero mi pesquisa sugiere
que al menos hasta ahora los ciclos de latencia y
alta actividad en el movimiento comunista corren paralelos a hitos
en el desarrollo de la libertad prosaica, dibujando una reacción
análoga al echarnos hacia atrás que impone cada
ataque de vértigo21.
Dada la profundidad hasta la cual cala en el
ánimo de cada uno, tan distinta de compromisos transitorios
en materia de ética y política, no me parece discutible
tampoco que el igualitarismo patrimonial merezca el nombre de
alma, espíritu y conciencia. Hace gala de un especial horror
a la incertidumbre que tan esencial resulta para hacer llevadero
el acto de vivir22, aunque tiene en común con su
oponente mercantil una capacidad para sobreponerse a cualquier
inercia. La inquietud de su movimiento corresponde a un fenómeno
de autoorganización, realimentado por el tipo de proceso
que la física contemporánea ha ido identificando
en objetos fractales, estructuras disipativas, órdenes
por fluctuaciones, efecto mariposa o atractores extraños.
Tales dinámicas en su mayoría invisibles hasta
que la potencia computacional de los ordenadores permitió
investigarlas se acumulaban en el desván de un caos
que llamaba desorden a los órdenes de grano fino y, ante
todo, a cualquier fenómeno que se negase a ser anticipado
con exactitud.
Todavía hoy seguimos oyendo decir que
el clima es previsible, pongamos por caso, cuando todo cuanto
hemos logrado es una red de satélites que informan puntualmente,
y en modo alguno evitar que el clima se haga a sí mismo.
Las aspiraciones de infalibilidad, antes concentradas en el Santo
Padre, han sido asumidas por algunas ramas del saber que olvidan
describir para jactarse de profetizar, y como todo fenómeno
complejo es siempre una modalidad de autoproducción, impredecible
por naturaleza, no será en realidad un objeto «científico»
y estudiarlo tampoco será propiamente «ciencia».
Sin embargo, tanto el movimiento comunista como el liberal exhiben
una proporción de regularidades o autosemejanzas análoga
a la de cualquier otro fenómeno complejo de la naturaleza,
y librarlos al mero opinar como implícita o explícitamente
propone la banalidad equivale a una rendición intelectual
tan más innecesaria cuanto que uno y otro se entrelazan
de modo espontáneo.
III. Los resortes de la riqueza
Antes de concluir no sobrará una mención
a Carl Menger (1840-1921), fundador de la escuela austriaca, a
quien debo el concepto de «actitud antieconómica»
y comprender que el comercio es tan productivo como la actividad
industrial o la agrícola23. En 2000, mientras pasaba un
año sabático en el Sudeste asiático, sus
Principios de economía política me hicieron
ver también que una teoría de los precios no puede
partir como pensaban Locke, Smith, Ricardo y Marx
de un valor monetario medido por las horas de trabajo empleadas
en producir cada tipo de bien. Lejos de ello, todos y cada uno
pagamos por la insatisfacción que nos causaría no
tener tal o cual bien determinado, aquí y ahora. Este hallazgo,
llamado más tarde utilidad marginal, me ayudó también
a entender por qué Marx sólo publicó un tercio
de su tratado antieconómico. Redactar el resto suponía
el trabajo añadido de refutar la nueva teoría del
valor, que cuatro años después de aparecer el primer
tomo de El Capital era ya la gran noticia del pensamiento
económico24. En cualquier caso, durante las primeras semanas
de la nueva residencia asiática demasiadas cosas inclinaban
al ánimo depresivo, y el contenido entusiasmo de Menger
que compuso su tratado teniendo treinta años
aportó la parte de alegría inherente a cualquier
descubrimiento. Cierta tarde, cuando vegetaba en una playa tailandesa
prototípica con el paladar incendiado por unos anacardos
al estilo local, pasé de la modorra a la vigilia con tres
párrafos que no me resisto a transcribir:
«Lo antiguo y primigenio es el monopolio. El primer
efecto de una competencia es que ninguno de los agentes económicos
pueda extraer ventajas de destruir o retirar de la circulación
parte de sus mercancías o de los medios productivos [
]
Estimulado por esa competencia, el número las mercancías
crece y se abarata, quedando asegurado con mayor plenitud el
abastecimiento de la sociedad entera [
] Muchas ganancias
pequeñas y un alto nivel de actividad económica
conducen a una producción masiva, pues cuanto más
pequeño sea el margen de ganancia en cada uno de los
bienes más antieconómica resulta la rutina comercial,
y menos posible es sacar adelante un negocio con métodos
anticuados y poco imaginativos»25.
Por entonces el país de los thai no era
un modelo de negocios imaginativos sino más bien del monopolio
primigenio, donde los prósperos identificaban márgenes
muy altos de ganancia con «decencia»26. Imitando el
sistema social con el que volvería a encontrarme al investigar
nuestra Edad Media, allí estaba prohibido de un modo u
otro que la casta superior viniese a menos, y si un plebeyo venía
a más quedaba expuesto a letales suspicacias. Una manera
de detectar instantáneamente al hombre o mujer de rango
superior era el tono muy bajo de su voz, inaudible sin mediar
un total silencio de los circunstantes, mientras el resto hablaba
muy alto con harta frecuencia. Para no quedar tan al margen de
aquellas reservadas gentes quise estudiar la lengua, aunque su
política lingüística me disuadió de
inmediato27.
El pretexto académico del año
sabático había sido investigar causas nacionales
de pobreza y riqueza subtítulo del Wealth of Nations
(1776) de Smith, que acababan de ser actualizadas por un
historiador contemporáneo28, y viajar por la antigua Indochina
acabó de ilustrarme. Daba antes por supuesto que la presencia
duradera de prosperidad es algo prefigurado por materias primas
y posición geográfica, cuando la variable crucial
es el carácter educado o si se prefiere abierto
de cada grupo humano. Los pueblos educados son ricos, vivan donde
vivan, mientras no resulten invadidos o vampirizados a distancia
por sociedades cerradas. Singapur, un territorio ínfimo,
especialmente insalubre y sin materias primas, decuplicaba en
renta a Tailandia, un país relativamente próspero
para lo habitual en aquellas latitudes. Birmania quizá
el lugar más rico del orbe por recursos naturales
compite con Haití y Sierra Leona en miseria extrema. No
podemos atribuirlo a falta de ferrocarriles, carreteras o puertos,
sino a que nueve décimas partes de las infraestructuras
dejadas por los colonizadores ingleses, incluyendo el obsequio
de una lengua universal, se echaron a perder con planes patético-enfáticos
de exaltación nacional.
1. La distancia estética como condición.
Regresé de aquellos trópicos más alerta de
lo que había llegado a la diferencia entre simple y complejo.
A fin de cuentas, esto último es un tipo de cosa que no
se identifica con objetos externos ni con voliciones subjetivas,
sino con un género de realidad no hipotecado a lo subjetivo
ni a lo objetivo. Una nube de actos humanos, no algún designio,
provoca algo anónimo como las sintaxis, el dinero, el derecho,
la ciencia o la sociedad misma. Ser nuestras no somete estas instituciones
al antojo particular, y de pretenderlo derivan gran parte de las
crueldades sistemáticas y más inhumanas. Como el
resto de nuestros actos se explica en función de algún
propósito, «sólo se presenta un problema requerido
de explicación teórica allí donde surge alguna
modalidad de orden no planeada como resultado de las acciones
individuales»29.
Por otra parte, la diseminación de órdenes
endógenos o espontáneos se hace necesariamente a
costa de órdenes exógenos, sostenidos a toque de
clarín y campana. Sintetizando este cambio, Saint-Simon
aclaraba a principios del siglo XIX que lo único propiamente
«social» es la reciprocidad llamada «industria»,
un sistema de servicios mutuos donde nadie subsiste sin el apoyo
constante de ilimitados otros, unos visibles y otros invisibles.
La gran novedad es que ni el mando ni la obediencia en abstracto
se consideren servicio mutuo, y sea preciso hacer algo prosaicamente
útil para terceros o haberlo hecho en medida bastante
para disfrutar de algún desahogo. Eso pensaba en el avión
que me devolvía a casa, comparando lo aprendido con suposiciones
como que la riqueza de unos empobrece a otros, o que la indigencia
remite ilegalizando el afán de lucro. Tales hipótesis
eran el fruto de una juventud cristiana, seguida por una primera
madurez resueltamente roja, y llegaba el momento de reconstruir
aquella constelación para sopesar su sentido.
En todo caso, mi crónica debía
partir de un eje donde la novela personal de cada protagonista
se explicase en función de complejidades, no a la inversa.
Si se prefiere, era necesario observar la distancia llamada punto
de vista crítico, que fundamentalmente significa autocrítico.
En el panegírico, el sermón y la sátira los
objetos se ventilan en función del humor de quien los compone.
El sentido crítico quiere atender a lo condicionante, como
cuando investigamos no a qué nos huele cierta cosa sino
a cómo podría el olfato ordenar tantas sensaciones,
ya que cada entorno tiene innumerables cosas en trance de emitir
partículas. La Crítica de la razón pura
(1781) fue un hito porque describió un «entendimiento»
repartido entre todos y monopolizado por nadie, responsable de
convertir las impresiones en noticias.
Al hacerlo se interpone entre lo real y nosotros,
desde luego, y quien lo olvide promueve el «sueño
dogmático» de una relación directa con la
cosa30. Sólo captamos apariencias («fenómenos»)
de lo real, y para formarnos un criterio mínimamente ecuánime
sólo nos cabe poner en relación los datos relativos
a cada asunto, hasta que él mismo reaparezca a partir de
ellos. Criticar en el sentido de rechazar, subrayando algo que
le falta o le sobra a algo, es un residuo de tiempos en los cuales
a la arbitrariedad de quien hablaba se añadía la
de confundir lo humano con la voluntad de alguien en particular,
inmortal o mortal. Al hacernos conscientes de órdenes autoproducidos
y de que la voluntad acaba domada por la inteligencia, o
bien convertida en perseguidor y verdugo suyo, se consolidó
también la opción de un pensamiento que ni echa
en falta ni descarta factores cuando reflexiona sobre algo. Desde
entonces su deber, y su goce, es que el objeto en cuestión
descubra su propia trama:
«Esos esfuerzos [los del simplismo] representan una
tarea fácil a despecho de su aspecto. En vez de ocuparse
de la cosa misma, van siempre más allá; en vez
de permanecer en ella y olvidarse allí este tipo de saber
pasa siempre a otra, sin salir de sí [
]
Lo más sencillo es enjuiciar aquello que tiene contenido
y consistencia; es más arduo captarlo, y lo más
arduo de todo la combinación de lo uno y lo otro: lograr
su exposición»31.
A efectos de exponer sin más pretensiones,
debo añadir, Internet ofrece ya un banco de datos que es
buena parte de lo pensado, trasladable en paquetes discretos a
velocidades lumínicas. Aunque el efecto inmediato pueda
parecerse al aturdimiento, este logro nos desafía a justificar
el adjetivo «racional» añadido al indiscutible
género animal, y ofrece anticipaciones como el fantástico
número de gentes que regalan información al prójimo.
Hacia 2005, cuando descubrí que unos toques del ratón
convocaban vidas de santos, decretos del señor feudal,
viejas crónicas y todas las obras de primera fila, la regla
de usar fuentes primarias pudo ser más que un desiderátum
para el periodo que a grandes rasgos va del siglo VI a mediados
del XVIII. Eso sucedió cuando tenía dos historias
en vez de una, dudando de que el esfuerzo hubiese valido la pena.
Pero la inyección de noticias galvanizó el proyecto,
pues ayudaba a descartar algunas intuiciones al tiempo que confirmaba
otras.
NOTAS
1
- Schumpeter alude así a los ensayos de Adam Smith sobre
lingüística e historia de la astronomía (Schumpeter
1995, p. 224).
2
- El modelo de esta línea es la History of Socialist
Thought de Cole, una investigación avalada por el hecho
de I. Berlin revisase su primer tomo. La obra empieza declarando
que «ninguna idea o sistema importante puede ser definido
exactamente» (Cole 1975, vol. I, p. 9), una obviedad gigantesca
que no deja de ser inexacta para el comunismo en particular, sin
duda un «sistema importante» aunque definido desde
sus orígenes por algo tan inequívoco como su tesis
sobre la propiedad y el comercio.
3
- Marshall 1920, p. XV. El texto sigue diciendo que «no
hay una clara línea divisoria entre cosas que son o no
capital, o necesidades, ni entre trabajo productivo e improductivo
[
] La acción de la naturaleza es compleja, y nada
se gana a la larga pretendiendo de que es simple, e intentando
describirla por medio de proposiciones elementales».
4
- Véase el detalle más adelante, p. 16-19.
5
- Schumpeter 1975 (1942), p. 92.
6
- La voz «Karl Marx» de la Wikipedia, bien documentada
en general, especifica veintiún países gobernados
por dictaduras proletarias, a los cuales añade Kerala y
otros dos Estados de la Federación India. Pero omite el
régimen de Guinea Bissau, una variante del angoleño-castrista
que persiste allí.
7
- Marx 1965, p. 360.
8
- Me inclino a pensar por las razones expuestas en el capítulo
V que pudieron empezar bastante antes, con herejías
reprimidas entre los siglos IV y el VI, aunque sólo podríamos
salir de dudas con ayuda de la Biblioteca Vaticana.
9
- Jesús se ha adelantado a todos en este sentido; cf. Mateo
12:30, y Lucas 9:50, 11:23.
10
- Apocalipsis 18:15.
11
- Monumenta Germaniae Historica, Legum, vol. 1, I, p. 152.
Sobre este decreto de Ludovico Pio, y algún otro de su
progenitor, véase más adelante, p. 189-190.
12
- Heeren en Scherer, 1874, p. 2. A.H. Heeren (1760-1842), que
empezó publicando en seis volúmenes
unas Ideas sobre la política y el comercio de los principales
pueblos antiguos, tuvo tiempo también para describir
con erudición y ecuanimidad el mundo comercial hasta sus
propios días.
13
- Como cuando envilecían la moneda, y poco después
eran forzados a nuevas y más costosas importaciones del
mismo metal; o cuando sus leyes sobre precios máximos creaban
no sólo desabastecimiento sino más carestía.
14
- La transcripción española escribiría «capital»
con minúscula, pero Marx (tanto en la edición alemana
como en la inglesa) le llama «Monsieur le Capital»,
y analiza su desarrollo como el de un principio que actúa
subjetivamente. Esto justifica transcribirlo con mayúscula.
15
- Hayek 1998, p. 9.
16
- Génesis, 3:5.
17
- Véase más adelante, p. x.
18
- Los jíbaros o shuar del Oriente ecuatoriano, por ejemplo,
atribuían sistemáticamente las muertes y dolencias
al «dardo» lanzado por algún brujo. Tras identificar
a ese agresor cosa que exige siempre el concurso de otro
brujo cortaban y reducían su cabeza por el procedimiento
llamado tantza, no sin antes coserle los ojos y la boca
en evitación de nuevos dardos. Al ser descritos por primera
vez en 1922, gracias a la expedición del marqués
de Wauvrin, un roussoniano enamorado del salvaje «no corrompido
por el lucro», su colección mítica no
incluía nada análogo a una Caída.
19
- Mateo 5:3-5. También Lucas 6:20-23.
20
- Simmel 1977, vol. II, p. 520.
21
- Naturalmente, retroceder ante los precipicios de la inseguridad
no ha dejado de impulsar también lo opuesto, catalizando
toda suerte de cambios.
22
- En efecto ¿cómo conciliaríamos el hoy si
conociésemos el minuto y causa de nuestra muerte, incluso
gozando entretanto de los más colosales cumplimientos?
23
- «El intercambio de bienes produce en los contratantes
el mismo efecto que si la posesión de cada uno se viera
enriquecida con un nuevo objeto»; Menger 1997, p. 244.
24
- Es poco verosímil que un bibliómano inveterado
como Marx no estuviese informado sobre el marginalismo, bien en
la versión de Menger o en alguna otra, pues cumpliendo
aquello que los biólogos llaman resonancia mórfica
fue descubierto a la vez, y de modo independiente, por el suizo
Walras y el inglés Jevons.
25
- Ibíd, p. 284-286.
26
- Los dueños de resorts, por ejemplo, preferían
alquilar una pequeña fracción de sus bungalows a
tenerlos ocupados todos o casi todos bajando precios, algo tanto
más curioso cuanto que sus empleados principal coste
añadido a una alta ocupación trabajaban por
sueldos ridículos, y a veces sólo a cambio de techo
y comida.
27
- La antigua Indochina no ha dejado de ser en abrumadora medida
una amalgama de la cultura hindú y la china, que si hubiese
conservado ambos idiomas o al menos uno habría
dispuesto de una comunicación fluida de puertas adentro
y afuera. Pero cuando lenguas minoritarias conviven con alguna
otra más hablada y escrita compensan a veces su complejo
de inferioridad extremando lo diferencial, y en aquél territorio
acabaron imponiéndose no sólo media docena de idiomas
oficiales sino alfabetos dispares para cada uno. Hasta allí
donde la fonética resultaba idéntica como
en miles de palabras el residuo de la discordia se perpetúa
en grafías heterogéneas. Sólo Vietnam decidió
(ya en el siglo xviii) adoptar el alfabeto consonante europeo.
28
- Landes 2000.
29
- Hayek 2003, p. 71.
30
- Entre ella y nosotros están, según Kant: 1) las
«formas a priori» del espacio y el tiempo, dos continentes
huecos que localizan cualquier contenido, y 2) las «categorías»
o maneras de ser, pensamientos no menos huecos en sí como
la cantidad y la cualidad, el modo de existencia (posible, efectivo,
necesario) y la relación en general.
31
- Hegel 1966, p. 8-9.
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