LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO

 

 

XIV. CATÓLICOS Y PROTESTANTES

“El Evangelio es una ley espiritual que no puede usarse para gobernar […] Nos enseña a ser desprendidos en general con nuestras posesiones, pero quien me haga objeto de violencia está queriendo apoderarse de lo que es mío”52.

 

Hacia 1400 cuenta Hume, en su Historia de Inglaterra, que el conde de Warwick sostenía a unos 30.000 dependientes no campesinos, instados por lógica a la bulimia del gorrón. A esos dependientes sumaba dispendios personales en leña como los del duque de Osuna, que mantenía encendidas miles de chimeneas por si él o algún invitado llegaban de improviso a alguno de sus muchos castillos. Sabemos también que hasta manteniendo los hogares arrebatados por un fuego muy vivo de grandes troncos el tamaño de las estancias y su deficiente aislamiento no evitaba que el agua se helase a veces en la mesa, como cuenta una princesa de Francia53. El precio de la leña en 1400 supera muy largamente el de ese mismo artículo en 800, mientras las estancias a calentar son iguales o mayores.
Los hombres de negocios que solventan la liquidez de grandes magnates como Osuna o Warwick parten de apenas nada, pero no están obligados al derroche sistemático. Ganan terreno disponiendo de un patrimonio sin agarrotar, a diferencia del que empieza siendo propiedad invendible -por falta de compradores o por comunidad familiar de bienes- y pende luego de levantar trabas procesales y tabúes sociales ligados al feudalismo. En cuanto al resto, el medievo precomercial es un equilibrio en buena medida emotivo. Si un señor quería pedir más tributo a sus siervos, o sostener menos a sus dependientes, arriesgaba una alianza de sus inferiores con algún otro. Lo mismo esperaba a los dependientes si conspiraban contra su deber de sumisión, pues quizá acabaran sometidos a un señor más severo.
Con el desarrollo económico el vínculo personal de dependencia se hace prescindible. Un grupo de señores venidos a menos, y un porcentaje muy superior de siervos venidos a más, refuerza la minoría de maestros artesanales y mercaderes hasta formar un estrato de gentes con patrimonio variable, interesadas en correlacionar capacidad adquisitiva y productiva, cuyas primeras luchas internas perfilan nuevas reglas de juego para la sociedad en general, y para la población urbana en particular. El rendimiento pasa a primer plano con una multiplicación de la energía en el sentido más cuantitativo, medida por los caballos de fuerza que cada zona tiene en animales, hombres, madera, carbón, molinos de agua o de viento.
La ciudad comercial ha abierto un mercado grande e inmediato para artículos agropecuarios, crea empleos para los dependientes no campesinos del señor y almacena toda suerte de bienes tentadores para él y su familia. Acceder a esas mercancías, que no pueden ser fabricadas por sus dependientes, exige vender tierras a individuos con mentalidad empresarial que no mantienen esa propiedad dormida y mejoran los terrenos para elevar su renta. Reaniman así a unos granjeros que gracias a ello pasan a ser aparceros libres, estimulados por una demanda virtualmente ilimitada. Como empezó observando Hume, “la mayor de las transformaciones” ocurre de modo apenas perceptible, sumando conveniencia del campesino, apetito adquisitivo del señor y una recolocación de sus dependientes.
Las personas y el resto de las cosas iban a seguir siendo lo que son, desde luego; pero se abrían cauces para la iniciativa, y con ellos un sentimiento de responsabilidad e industria allí donde malvivía la desidia. Si bien cada empleo y oficio pasaban a ser más exigentes, en todo y para todo, mitigar la vampirización de sus frutos bastaba para que fuesen asumidos con brío. En definitiva, el fin del medievo coincide con “una extraordinaria intensificación del deber de trabajar como idea, cuyo impulso es una producción incrementada”54.
Al mismo tiempo, los villanos y los rústicos eran pauperes no sólo por condición social sino por secta, y su triunfo supone una revisión del principio pobrista que acaba trasladando el carisma de la indigencia al desahogo. Para seguir este proceso con alguna precisión atendamos a la evolución del pensamiento escolástico y protestante sobre medios y fines del comercio.


1. Enjuiciando católicamente el trabajo
Directa e indirectamente, la reactivación mercantil ha vulnerado la regla de que el prestamista debe ignorar cualquier interés, incluso cuando financia un negocio. Una actitud de consternación ante el Concilio IV de Letrán -que ha admitido intereses no “excesivos”- resuena en la Summa Theologica (1272) de santo Tomás de Aquino, que por lo demás admite la licitud del “lucro” para los socios en algún negocio55. Tomás podría haber completado esa aceptación admitiendo los mecanismos concretos del comercio, pero define la usura como “adquirir precio por el uso de dinero”56. Eso le impone negar lo crucial: que ceder a otro la liquidez propia suponga una merma (lucrum cessans) digna de resarcimiento.
La Summa parte de lo dicho por Aristóteles sobre la moneda -en particular que es una cosa estéril sin el concurso de algún trabajo57- y añade observaciones propias acerca “del fraude cometido en la compraventa”. Su principio es que todas las cosas enajenables tienen un precio independiente de oferta y demanda:

“Es totalmente pecaminoso defraudar con el expreso propósito de vender un objeto por un importe superior a su justo precio [...] Vender algo más caro, o comprarlo más barato de lo que en realidad vale, es intrínsecamente un acto injusto e ilícito”58.

Tampoco hay otra forma de concebir la economía política para una ética que contrapone utilidad y ley divina. El precio justo ni siquiera sería momentáneo, cosa llamativa cuando coincide con la fase expansiva de la Hansa y las repúblicas mercantiles italianas, en momentos donde la energía motriz se ha multiplicado por diez si se compara con la disponible en tiempos de Carlomagno. Pero el santo de Aquino sigue partiendo de la autarquía local como meta, y sólo acepta el comercio en abstracto. Ve allí una mera fuente de abasto, no un sistema de innumerables conveniencias particulares que operan a la vez. A su juicio hay

“dos clases de intercambios. Una puede denominarse universal y necesaria, y por medio de ella se cambia una cosa por otra, o cosas por dinero, para satisfacer las necesidades de la vida. La otra clase de intercambio es dinero por dinero o cosas por dinero, no para satisfacer las necesidades de la vida sino para obtener un beneficio. La primera clase de intercambios es loable, por servir a las necesidades naturales, mientras la segunda es justamente condenada.”

El beneficio financiero no es una necesidad de la vida ni algo “natural”, y amenaza a la sociedad cristiana con una rivalidad que ofende a los semejantes, irrita a los superiores y acarrea el disfavor divino. Su contemporáneo y prefecto general de los franciscanos, san Buenaventura, insiste también en que negociar implica siempre contagiarse de “fango moral” (turpitudo). Será “casi imposible” para los mercaderes no ir al Infierno, pues rarissime evadunt la tentación de cobrar o pagar intereses59. El hecho de que casi mil años separen a ambos de san Agustín subraya la estabilidad del criterio.
Sin embargo, en el siglo IV la miseria empujaba hacia el vasallaje como mal menor, y en el siglo XIV los vasallos están desertando en masa. Entonces había desaparecido todo asomo de clase media, y ahora se está convirtiendo en dueña de la situación. Entonces había unos pocos profesores particulares de retórica, y ahora las Universidades de Europa occidental instruyen a unos 200.000 estudiantes, que a despecho de su mala fama -por juerguistas y levantiscos- son tratados literalmente como curas, pues las infracciones que cometan no corresponden a la jurisdicción civil sino a la eclesiástica. Entonces las ciudades se desvanecían como espejismos, y ahora organizan todo.

Católicos civilizados
No es de extrañar, pues, que las tesis de Tomás y Buenaventura sobre compraventa e interés del dinero empiecen a verse contradichas por sus propios colegas. La Escolástica es una universidad cosmopolita, que piensa con libertad todo cuanto no se oponga abiertamente al dogma, y escolásticos son quienes empiezan a tratar los fenómenos económicos como un objeto más de análisis científico. El primero en hacerlo es Nicolás de Oresme, obispo de Lisieux (1320-1382), que entre otros textos60 escribe un Tratado sobre la invención de las monedas, donde el dinero y el proceso formador de los precios se abordan sin ánimo doctrinario, examinando el asunto como quien estudia geografía o sintaxis. Allí leemos, por ejemplo, que “la moneda no es propiedad del rey, y su manipulación no debe servir para tasar al pueblo”61, algo impensable desde la regla que propone dividir el mundo en propiedad de Dios y propiedad del César. Más aún, leemos que fomentar el comercio es para cada soberano un deber tan “primario” como la defensa sus súbditos, pues a fin de cuentas se confunde con esa defensa.
Los sacerdotes egipcios fueron el origen de la ciencia, pensaba Aristóteles, porque durante largo tiempo el hecho de vivir mantenidos les indujo a cavilar. Algo parejo le sucede ahora al clero culto, tan refractario al fanatismo como el sacerdocio egipcio, y un siglo más tarde ese giro cobra carta de naturaleza con la Reforma y la escolástica tardía. La Summa theologica disertaba sobre el precio descartando costes financieros, y los nuevos tratadistas ven el asunto de manera muy otra:

“Precio justo [...] es precio competitivo. Resulta perfectamente justo que los mercaderes logren ganancias mientras sea pagando y aceptando los precios del mercado. Si sufren pérdidas será mala suerte, o una penalidad por incompetencia. Pero esto siempre que ganancias o pérdidas resulten del funcionamiento no obstaculizado del mecanismo mercantil; no si deriva, por ejemplo, de la fijación del precio por la autoridad pública o conglomerados monopolísticos”62.

Schumpeter no está exponiendo criterios propios, ni principios librecambistas que tardarán siglos en llegar. Se limita a resumir lo expuesto por el jesuita Luis de Molina en su tratado sobre la justicia y el derecho63. Décadas antes ha publicado Martín de Azpilicueta, otro clérigo, un Comentario resolutorio de usuras (1556) que funda la teoría cuantitativa del dinero64. A la explícita cuestión moral -¿es lícito comprar barato en un país para vender caro en otro?- Azpilicueta y sus colegas responden afirmativamente. Más aún, para la Escuela de Salamanca su defensa de los derechos civiles y el tiranicidio es inseparable de una actitud realista ante el proceso de intercambio. El mecanismo de mercado les parece el modo más racional de formar precios, consideran inexcusable el cobro de intereses65 y llaman “razón prudente” al esfuerzo por obtener ganancias.

La navegación transcontinental como marco
También en Italia hay clérigos bien instruidos en las prácticas del comercio, como san Bernardino de Siena. De hecho, la primera exposición global del funcionamiento económico no llega hasta san Antonino de Florencia, arzobispo de esa ciudad y contemporáneo de Molina. Siena y Florencia son grandes hitos del espíritu empresarial europeo, y nada de extraño tiene que su alto clero haya dejado atrás el ebionismo tomista. En 1470 aparece el Della vita civile, un tratado de Matteo Palmieri que de alguna manera divide las aguas al descartar el binomio homenaje-protección; los impuestos en general no se pagan porque el pueblo deba sufragar a “quienes oran y a quienes luchan”, sino como contraprestación por servicios concretos que faciliten la actividad económica66. Lo mismo piensa el duque Diomede Carafa, un notable precursor del análisis económico que en 1487 llama banditismo a la práctica del empréstito forzoso, entonces tan habitual entre reyes y grandes señores. A su juicio, la vida cívica demanda impuestos que ni alejen el capital ni opriman al trabajo67.
El horizonte geopolítico para este cambio de mentalidad en los católicos es una intensa presión turca, que tras conquistar Bizancio empuja por todo el sudeste y contribuye a desplazar el centro de la actividad mercantil hacia el norte y oeste de Europa. Los turcos se proponen reconquistar el Mediterráneo para el islam, pero Portugal está cambiando todo con una navegación a distancias impensables68 que, entre otras cosas, liquida el monopolio musulmán sobre el Índico y devalúa sus rutas terrestres hacia Extremo Oriente. El polvo de oro obtenido por los portugueses en África y las especias de India son mercancías sensacionales, sólo comparables con las descubiertas poco después en América, que revolucionan la medicina, la alimentación y el comercio. La patata, por ejemplo, rinde cuatro veces más hidratos de carbono que el trigo por metro cuadrado. El azúcar, el té y el tabaco crean nuevos mercados y establecimientos.
La rentabilidad de lo nuevo hace que Portugal y España pasen a ser las grandes potencias europeas. Ni Venecia ni Florencia ni Brujas habían experimentado incrementos de renta como la corona española, que ingresaba 800.000 maravedíes en 1470 y percibe 22.000.000 en 150469. Se trata de una cifra desorbitada para el concierto de las naciones, sólo comparable con el emporio montado en Amberes por marinos y judíos portugueses. Sin embargo, ni el hecho de que el joven Carlos de Gante se haya convertido en rey español y emperador alemán, casado además con Isabel de Portugal, logra que la hegemonía política y militar de Iberia se traduzca en prosperidad. Los artículos de mayor valor comercial se reexportan de inmediato a los Países Bajos, vencer militarmente al protestantismo es tan costoso como a la larga imposible, y la flota luso-española acaba siendo presa fácil para corsarios holandeses e ingleses. España y Portugal siguen sin ser sociedades comerciales, la expulsión de los judíos en 1492 agrava al máximo dicha circunstancia y la llegada masiva de metales nobles, especias y otras mercancías muy demandadas construye algo cada vez más semejante a un castillo de naipes. Desde principios del siglo XVI hasta mediados del siguiente la flota española desembarca en Sevilla 180 toneladas de oro y 16.000 de plata70, cifra probablemente inferior a la que entra por otros puertos europeos merced a piratas y armadores privados, y el resultado de tanta liquidez es una fuente de inflación que se suma a la derivada de reducirse la mano de obra debido a la peste. En 1557 la primera bancarrota española no sólo arruina al país sino a sus banqueros alemanes, extendiéndose por Francia hasta provocar meses más tarde un crack en la Bolsa de Lyón.


2. El trabajo para los reformistas
Martín Lutero (1483-1546), “el Hus sajón”, certificó lo anacrónico de la conciencia infeliz al presentar “el modo de vida monástico como resultado de un desamor egoísta que se sustrae a los deberes mundanos, oponiendo a ello el trabajo profesional como manifestación palpable de amor al prójimo”71. Ganarse el pan con el sudor de la frente sólo constituye una maldición en sociedades dominadas por el salvajismo, pues “la Naturaleza es la esfera designada por el Creador para realizar los valores morales”72. Este cambio de perspectiva es lo que han ido construyendo las herejías iniciadas en el siglo XII, y es también el hallazgo de los burgos al practicar la industria como mediación entre bien particular y bien común.
Una generación separa a Lutero de Jean Chauvin (1509-1564), que cuando empieza a publicar convierte su apellido en Calvinus. Ambos nacen en familias de clase media desahogada73, ambos creen que la propiedad privada está tan prescrita por Dios al hombre como el trabajo -del cual proviene o debería provenir-, y ambos profesan un “socialismo anticomunista”74. El ideal luterano piensa que “debe bastarnos un nivel de vida muy discreto”75, preconiza una organización gremializada de la vida civil y declara sin inmutarse –como san Pablo- que “los siervos no tienen derecho a una libertad legal externa”76. Los calvinistas carecen de esa deuda con el tradicionalismo agrario, y se adaptan mejor al tipo de vida democrática que está abriéndose paso en las ciudades. Calvino ha llevado a su consecuencia lógica la premisa de que Dios es todopoderoso, y declara que ser omnisciente implica “una predestinación de cada uno a la vida o la muerte [eterna]”77. A su juicio, “Dios no es amor sino poder soberano”78.
Sacramentos, indulgencias y otras comodidades que la Iglesia ha ido añadiendo a su oferta de salvación sucumben ante un cristiano resuelto a ser rico de espíritu, que cumple los mandamientos sin la más remota promesa de premio. En su plasmación inmediata ese coraje no favorece al comercio, pues Calvino reinventa un viejo Israel pasado por Cristo montando una teocracia en Ginebra, donde el intervencionismo resulta tan arbitrario como feroz es la intolerancia79. Pero la incertidumbre informa a todos aquellos juegos que –como la ruleta- ligan directamente la cuantía de cada premio con la probabilidad de quebranto asumida en cada apuesta.
Quien renuncia a la certitudo salvationis está más preparado que otros para asumir aleatoriedades subalternas -como la fortuna o la ruina material-, y es un hecho que la parte más activa de los nuevos comerciantes está aprendiendo a explotar sistemáticamente la relación entre riesgo y beneficio. Dentro del misterio impenetrable que rodea a la decisión divina, el éxito en los negocios podría ser un indicio de estar llamado a salvarse. Aunque sea de modo indirecto y coyuntural, la predestinación no carece de afinidad con el destino del empresario audaz.

Profesión y vocación
Mil quinientos años antes el cristianismo prometía el Reino de los Cielos a quien amase e imitase a su mesías. Esto no se ha modificado, y “por más que desaparezcan el cielo y la tierra no cambiará que Jesús murió por nuestros pecados y resucitó para justificarnos”80. Sí se ha modificado que los destinatarios de aquél mensaje eran pobres de espíritu y hacienda -sumados a perseguidos y afligidos-, mientras ahora los magnates católicos y protestantes compiten como mecenas de las artes y las ciencias. Aunque el Renacimiento aviva al máximo las hogueras inquisitoriales, algunos cristianos se sienten enriquecidos en vez de corrompidos por la tradición pagana, y sus grupos evitan la elementalidad del dualismo sin necesidad de proponérselo, sencillamente a medida que las sociedades van dejando atrás lo rígido de su estructura previa.
La reforma del clero y el culto es un factor que salta por encima de las clases, por ejemplo, “capturando la imaginación de campesinos, artesanos, nobleza menor y mayor, autoridades civiles, gremios y proletariado de las ciudades”81. Sólo suscita indiferencia en un grupo creciente de panteístas y ateos, más interesado aún que el resto en superar la vena patético-enfática. El sentimiento de renacer que da nombre a la época resulta catastrófico para el findemundismo en muchos sentidos, pero ante todo porque ricos y pobres ya no pueden identificarse como apegados y desapegados respectivamente al más acá. La propia libertad de conciencia, que en su corriente mesiánica original era inseparable de negar el “mundo”, ha pasado a ser el recurso político primario para mitigar sus intemperies.
Si se prefiere, al generalizarse el trabajo experto la admonición “Dios proveerá” puede limitarse a la vida eterna, mientras el abasto de la existencia mortal se encarga al ingeniosamente previsor. Reforma y Contrarreforma coinciden por ello en lo básico: no hay conducta más adaptada al bien común que ganarse la vida aprendiendo alguna maestría y ejerciéndola cotidianamente. Lejos de corresponder por naturaleza a los inferiores en fuerza, virtud o educación, ser profesionalmente capaz define a la verdadera aristocracia, y debería reflejarse en la cuota de participación política conferida a quienes destaquen, una tesis independiente aunque afín a la meritocracia defendida por los rabinos. Obrando como portavoces de ese espíritu, Lutero y Calvino trasladan la mano divina a los oficios pensándolos como vocaciones o llamamientos82.
Asumida por una clase media en ascenso, la raíz individualista del cristianismo afirma que la vocatio de cada uno prima sobre el ministerium genérico del clero, y que la jerarquía social legítima descansa sobre “un cosmos de llamamientos”83. Algunas vocaciones deslumbran más que otras, pero el ciclo profesional entero -del aprendizaje a la práctica- expone “una abnegación cumplida al servicio de la comunidad”84. Los ideales de limosna, espíritu mendicante e imprevisión dadivosa han dado paso a una actitud donde rigor en la eficacia y probidad ya no son cosas inconciliables. El compromiso del fiel con hacer amable el más acá le presenta el trabajo como único remedium peccati ni supersticioso ni reservado a unos pocos. Ese culto al esfuerzo personal está presente en Lutero desde el comienzo de su vida pública, cuando denuncia la venta de indulgencias como una maquinación para “agravar el purgatorio del pobre”85.
Con todo, la igualdad de oportunidades es justicia para los adaptados al cambio y abominación para el milenarista, opuesto por definición a lo competitivo y su precariedad. Lutero, que pasa de atormentado fraile agustino a orgulloso padre de seis hijos, alterna sus convicciones meritocráticas con un tradicionalismo no exento de tintes populistas, y vive como alguien sentado sobre un barril de pólvora con la mecha encendida. La igualdad de oportunidades, por ejemplo, no le parece incompatible con mantener de la servidumbre o admitir el “frío cálculo” empresarial, y está en el origen de la cruzada contra la brujería desatada por los protestantes alemanes, que es la más feroz del Continente. Cuando llega a la senectud escribe Los judíos y sus mentiras (1543), un panfleto sobre esos “gusanos venenosos” que propone condenarles (a trabajos forzados o al destierro perpetuo), expropiarles, destruir sus objetos de culto, etcétera86.
En efecto, una cosa es tronar contra Roma como la Babilonia del momento y otra hacer aceptable cierta concepción del mundo, pues incluso concediendo mucho a lo convencional Lutero sigue siendo demasiado ajeno al victimismo para no decepcionar al movimiento apostólico alemán. En ese círculo reforma significa igualdad material, como demandaban los taboritas intransigentes, y allí no convence su Sincero consejo para que todos los cristianos se guarden de la insurrección y la rebelión (1520). El horizonte está maduro para exigir “restitución” no ya a la Iglesia o al señorío laico sino a cualquiera, empezando por los patricios plebeyos y otros burgueses. Así, el último país en sumarse al alzamiento será el primero en presenciar una guerra de pobres contra ricos, sin más especificaciones.
Se diría un conflicto laico entre clases, pero el apoyo de las Escrituras -y en particular de los profetas- precede invariablemente a cada acto revolucionario.

 

NOTAS

 

52 Lutero, Carta al pueblo de Danzig (1525).

53 Cf. Braudel 1997, vol. I, p. 299.

54 Troeltsch 1992, vol. II, p. 557.

55 Summa Theol. II, 2, Q. 78 ad quintum.

56 Ibíd, II, 2, Q. 78, art. 1.

57 Ética a Nicómaco, V, 8.

58 Summa II, 2, Q. 77.

59 Buenaventura, Comentarios al Decreto de Graciano, Dist. LXXXVIII, canon Qualitas lucri.

60 Oresme hizo también notables contribuciones a la teoría del movimiento que culmina Newton.

61 Cipolla 2003, p. 214.

62 Schumpeter 1995, p. 137-138.

63 Molina 1941 (1593).

64 Si la oferta de efectivo por bienes desciende, observa allí, el nivel de precios caerá; por el contrario, cuando sea abundante -como sucede en España gracias a la plata de América- los precios subirán. Hasta 1940, cuando se redescubrió este escrito, se atribuía el hallazgo a Bodino, primer teórico de la soberanía política, que fue compañero suyo de estudios en la Universidad de Toulouse. No cabe negar a Bodino, sin embargo, una catalogación más precisa de las causas en el alza de precios, que a su juicio eran cinco: “la abundancia de oro y plata, los monopolios, la escasez debida a exportaciones o gasto excesivo, el lujo de reyes y nobles y la adulteración de la moneda”. Cf. Spiegel 1973, p. 118.

65 Juan de Lugo los justifica de modo expreso por “lucro cesante” del prestamista.

66 Palmieri, en Schumpeter 1995, p. 204.

67 Cf. Schumpeter ibíd.

68 Gracias al visionario don Enrique el Navegante (1394-1460) y su escuela de Sagres, donde se forman cartógrafos y los primeros marinos capaces de trasponer el Cabo de Hornos.

69 Cf. North y Thomas 1982, p. 86.

70 Braudel 1992, vol. I p. 467.

71 Weber 1992, vol. I, p. 75. Su crítica del monacato “recurre a razonamientos que nada tienen de profano, y están casi en grotesca oposición con los principios que más tarde expondría Adam Smith, pero esta fundamentación esencialmente escolástica no tardó en desaparecer y sólo quedaría la afirmación, sostenida cada vez más enérgicamente, de que cumplir los deberes intramundanos es el único medio para agradar a Dios” (ibíd).

72 Lutero, en Troeltsch 1992, vol. II, p. 475.

73 El padre del primero dirigía una empresa dedicada a la minería del cobre, el del segundo era notario apostólico y secretario del obispo. Ambos recibieron una educación esmerada y destacaron como estudiantes (Lutero termina su preparatorio de universidad con el número de 2 de 17), si bien Calvino obedeció a su padre estudiando leyes y Lutero le rompió el corazón al suyo cuando en vez de jurista se hizo monje agustino, pues estando en el campo le cayó un rayo cerca y juró ordenarse si salía vivo de aquella tormenta.

74 Troeltsch 1992, vol. II, p. 903.

75 Lutero, en Troeltsch ibíd, p. 870, n. 269.

76 Ibíd., p. 561.

77 Instituciones de la religión cristiana, III, 21, 5.

78 Calvino, en Troeltsch 1992, vol. II, p. 586.

79 Calvino quema allí herejes a fuego lento (usando mucha leña verde para prolongar la agonía). En sus recuerdos autobiográficos ha escrito: “Siempre busqué un rincón escondido por amor al retiro y la sombra” (cf. godrules.net/Calvin).

80 Lutero 2005, p. 289.

81 Troeltsch 1992, vol. I, p. 466.

82 Weber observa que “vocación” (vocazione y chiamamento en italiano) es un término sin paralelo en griego y latín clásicos, cuyo único precedente antiguo se encuentra en el sustantivo hebreo traducido como “servicio”, cuya raíz es “misión”. Sólo falta en el francés, y cristaliza como proyecto específicamente profesional en el holandés beroep, el alemán Beruf y el inglés calling, que en danés es kald y en sueco kallelse. Invariablemente, la etimología desemboca en servicio a Dios –profesión de fe-, remitiendo a la jlésis de san Pablo, que es llamamiento a la salvación eterna.

83 Lutero, en Troeltsch 1992, vol. II, p. 558.

84 Ibíd, p. 474.

85 Su argumentación entonces es que el monto de bula comprado por cada cual le otorgaría tantos o cuantos años menos de cola para entrar en el Cielo, discriminando así al humilde.

86 Sirvió de catecismo a Hitler, tendiendo también un puente entre su Partido y el electorado protestante. Jaspers observó que contiene en esquema todo el programa nazi, sin que su contribución al Holocausto excluya siglos de pretexto para otras persecuciones. Demasiado tarde, el Concilio de la Iglesia Evangélica Luterana de América (1994) declaró: “Rechazamos esta invectiva violenta, y lamentamos aún más profundamente sus efectos trágicos sobre generaciones ulteriores” (cf. Wikipedia, voz “Luterus”).


 

© Antonio Escohotado
LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO
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