1. Cuando los griegos entran en la escena histórica hay ya conocimientos
destacables. Se cree que en el siglo XXVII a.C., el emperador chino Hoang-Ti
mandó construir un observatorio astronómico con el fin principal
de corregir el calendario. Parece probado que para el año 2317
los chinos tenían un año de 365,25 días; el círculo
representativo de la revolución solar se dividió en 365,25
partes, de manera que el Sol describía diariamente en su órbita
un arco de un grado chino. Esta notabilísima precisión,
junto con descubrimientos como la oblicuidad de la eclíptica y
la posición del solsticio de invierno, no bastaron para seguir
impulsando el estudio de los cielos. Al contrario, desde el siglo V a.C.,
la práctica de la astronomía se abandonó, y parte
de los conocimientos fueron conscientemente borrados. La arbitrariedad
imperial había decidido iniciar estudios, y la arbitrariedad imperial
decidió interrumpirlos.
También de asombrosa antigüedad y precisión pudieron
ser las nociones manejadas por el pueblo constructor del famoso cromlech
de Stonehenge. Queda por resolver el enigma maya, donde si bien
se han podido descifrar los jeroglíficos en las partes referentes
al calendario los resultados siguen siendo oscuros cuando no contradictorios.
Es indudable que los mayas poseían un cómputo del
tiempo de exactitud sólo igualada por nuestra civilización
en la edad contemporánea. Su año era de 365 días,
dividido en 18 meses de 20 días cada uno, y un breve mes adicional
de cinco. Disponían además de tablas para predecir eclipses
de Sol y de Luna, todo lo cual implica observaciones minuciosas durante
un período de estudio muy dilatado, que abarca como mínimo
hasta el siglo V a.C. Sin embargo, ningún resto arqueológico
suyo llega más allá del siglo V d.C., cosa que estimula
a pensar en la posibilidad de que hubiesen adquirido sus conocimientos
astronómicos a través de otros pueblos, como el olmeca.
En Mesopotamia comenzamos a disponer de datos más precisos.
Aunque la historia de la astronomía se remonta allí hasta
treinta siglos antes de la era cristiana, no parece que los astrónomos
asirio-babilonios hayan alcanzado un cómputo seguro y regular del
tiempo antes de la edad llamada de Nabonasar (747 a.C.), donde ya calculaban
novilunios y predecían eclipses. En Nínive se han descubierto
centenares de astrolabios arcaicos, que son tablillas con tres círculos
concéntricos, divididos en doce secciones. En cada uno de los 36
campos así obtenidos se encuentra el nombre de una constelación
y números simples, que crecen y disminuyen en proporción
aritmética, lo cual se interpreta como un calendario esquemático
de doce meses. Algunas tablillas muy antiguas descubiertas cerca del Eufrates,
del 2450 a.C., prueban que las constelaciones se nombraban de modo muy
semejante al empleado luego por los griegos.
Por lo que respecta a Egipto, cuenta Aristóteles
que allí nacieron las matemáticas, «porque el pueblo
aseguró ampliamente el ocio a su casta sacerdotal». Sus conocimientos
astronómicos, en cambio, quizá se hayan exagerado. Parece
que desde el 2782 a.C. los egipcios adoptaron el año solar de 365
días, sin dejar de advertir que sufría un retraso cada cuatro
años, que equivalía casi a un mes cada 120. Esta exactitud
no les impedía pensar que las estrellas eran fuegos cuyas
emanaciones se forman ascendiendo desde la Tierra. Eso mismo cree
aún Tales de Mileto, el primero de los sabios griegos.
Todas estas civilizaciones, sin olvidar la brahmánica, exhiben
también un brillante desarrollo de las artes y las técnicas,
que en algunas como la egipcia presuponen conocimientos de
aritmética y geometría aplicada. Las dos disciplinas principales
de estudio, íntimamente vinculadas por su dependencia de la mentalidad
mítica, son la astrología y la alquimia; la
astronomía y la química son hermanas menores,
la primera restringida a funciones predictivas y la segunda a metalurgia
y medicina. El hombre no sueña siquiera con la posibilidad
de conocer la composición material de los astros, ni con conocer
realmente sus movimientos. Se conforma con disponer de calendarios precisos,
e investiga la materia confiando hallar piedras filosofales».
2. La vigencia de la imagen mágica, que toma las cosas en general
como un «tú» animado por fantasmas y demonios singulares,
constituye un modo de seguir poniendo un espíritu múltiple
en el centro del mundo. Y a pesar de sus grandes progresos en todos
los órdenes, el hombre de las civilizaciones anteriores a la griega
practica ante todo la adivinación y el control mágico de
las cosas, porque no atribuye verdadera exterioridad a los fenómenos.
Lo que la magia tiene de vínculo con el deseo inmediato excluye
considerar el medio como conjunto de seres independientes, caracterizados
por cualidades y principios propios. Todo incluyendo a los humanos
mismos obedece a una misteriosa jerarquía de fuerzas sobrenaturales
y fetiches. Dar un paso adelante en el conocimiento supone, pues, dar
un paso atrás en la fusión de todo con todo, separarse
el humano de ese mundo como se desprenden Adán y Eva del jardín
habitado por vida sin muerte, serpientes locuaces y arcángeles.
Pero ahora, con Grecia, esa separación acontece sin remordimiento
ni velos piadosos.
La creación de aquella distancia que permite investigar
lo real, en vez de conjurarlo meramente, toma por regla lo contrario
de la ritualización. Insiste en el tipo de poder indirecto
que el artesano o el agricultor han llegado a obtener sobre los objetos
de su trabajo, cuyo común punto de partida es reconocer
la independencia de las cosas naturales, al tiempo que lo particular
de cada una.
Sin embargo, esta independencia sólo se atribuye al mundo cuando
el hombre se la atribuye antes a sí mismo. En sus Lecciones
sobre filosofía de la religión Hegel lo expone de modo
contundente:
«Es necesario que el hombre sea libre en sí mismo;
sólo cuando es libre permite que sean independientes el mundo
externo, otros hombres y las cosas de la naturaleza».
Nos quedaría definir libertad, cosa tan difícil
como a fin de cuentas prematura, pues la figura del sophós
o sabio griego guarda estrecha relación con ello. Él comparado
con el chamán, el sumo sacerdote y sus acólitos, el profeta
religioso, el adivino y las demás figuras de una teología
mágica no busca convencer, deslumbrar o salvar; no se pretende
personalmente iluminado por dioses o demonios, y no cultiva facciones
políticas. Identifica sabiduría y «autarquía»,
libre gobierno de sí mismo. Entiende que nada protege tanto como
la independencia de juicio, y en especial la capacidad para sopesar
las opiniones e instituciones vigentes intentando ser imparcial.
2.1. Esto presupone que el individuo en cuanto tal esté
empezando a obtener reconocimiento. En continentes como el asiático
la individualidad de criterio y acción no existe; o, mejor
dicho, sólo existe para los llamados al ascetismo religioso,
porque los demás tienen como única identidad la de
su clan, casta o familia. Lo mismo en China que en India el sujeto que
no sea un renunciante a lo mundano (fakir, bonzo, yogui) es
un sujeto individualmente difuso, que se confunde por completo
con algún estamento social. Si pretende hacer valer una actitud
individual decidiendo él sobre religión, matrimonio,
profesión, domicilio, etc.- contraviene el tabú y
resulta fulminado.
Ignoramos por qué algunos griegos evolucionaron como lo
hicieron, y decimos algunos porque otros los espartanos
o lacedemonios- seguirán fieles al sistema de castas y al más
riguroso de los autoritarismos. Las grandes migraciones helénicas
(en el Mar Negro y en toda la cuenca mediterránea) pudieron ser
un factor importante por lo que respecta al desarrollo de movilidad
social. Movilidad social es precisamente lo que Asia desconoce por
completo, y lo que el tabú excluye a toda costa. El conocimiento
de tantos pueblos y civilizaciones pudo contribuir también a una
actitud de relatividad, contrapuesta al absolutismo localista
de sus vecinos, inspirando en ellos perspectivas más próximas
al intelecto flexible del mercader viajero que al rígido
ideario del terrateniente, el campesino, el soldado o el sacerdote. Todo
cuanto sabemos a ciencia cierta es que en algunas pequeñas ciudades
dispersas surge el propósito de otorgarse constituciones
libres. Totalmente insólito, esto marca un antes y un después
en la historia universal. Por supuesto, el imperio hegemónico en
la zona Persia- decide aplastar semejante brote de abominable insumisión,
exigiendo tributos y pleitesía; pero en vez de conseguirlo logra
dos siglos de reveses militares, concluidos por su propia desaparición
como país independiente.
2.2. El paso del trueque al dinero1
precipitó la
aparición de algo parecido a una clase media, suscitando
tensiones entre cierto pueblo de pequeños propietarios
agrícolas y artesanos (el demos) y nobleza hereditaria terrateniente
(los aristoi). Y tras un período de sangrienta agitación
social lo que se consolida es la Ciudad-Estado (polis)
gobernada democráticamente. En el Ática, comarca de Atenas,
este cambio inmenso lo consuma Clístenes en el 508 a.C., sacando
adelante el principio político de la isonomía (misma
norma), que nosotros llamamos igualdad ante la ley. La isonomía
implicaba sustituir la tradicional lealtad a clanes y hermandades
(fratias) por una responsabilidad individual, adoptándose
cualesquiera decisiones vinculantes por simple mayoría de votos
en la Asamblea.
Con esto el súbdito se ha convertido en ciudadano,
aliado con sus iguales para vigilar una continua extensión de las
libertades, y cortar de raíz cualquier retroceso a la tiranía
o gobierno discrecional de uno solo. Estos cambios resultan asombrosos,
considerando que lo demás del planeta sigue sometido a reyes-dioses
y al resto de las instituciones despóticas. No es que se confiera
arbitrariamente un poder a particulares en detrimento de lo general,
sino que lo general se libera de tutelas (monárquicas y
oligárquicas) para constituirse en comunidad política
electiva, donde ser libre es inseparablemente sentido de la responsabilidad
personal, respeto de todos por el bien público. Quizá
ningún aspecto ejemplifica mejor el recién inaugurado civismo
que el extraordinario esfuerzo hecho por estas polis para embellecer
y sanear sus perímetros2
. Ninguna capital de imperios gigantescos,
desde Egipto hasta el mar de la China, puede compararse en arte, magnificencia
e higiene con lo que proyectan y sacan adelante pequeñas comunidades
unidas por la isonomía. Donde había palacios
y tumbas de reyes-dioses ahora se levantan templos al espíritu
patrono de la ciudad misma, como el de Artemisa en Éfeso,
el de Poseidón en Pestum, el de Palas Atenea en Atenas.
2.3. El despegue económico de Atenas en particular se atribuye
a varios factores: ciertas minas de plata muy cercanas, un activo comercio
marítimo y el generoso estipendio que las demás polis
le pagaban como cabeza de la Liga Dëlfica- para asegurar que
los persas serían vencidos. Sin embargo, la capacidad emprendedora
de los atenienses estuvo minada desde el comienzo por albergar un número
creciente de esclavos, cuyo trabajo carece de incentivo y es el
menos innovador de todos. El espejismo de sus vecinos despóticos
la creencia de que muchos esclavos aumentan el patrimonio
de su amo- les llevó a descargar cada vez más actividades
sobre ellos, entre otras la producción de manufacturas y frutos
del campo. Esto fue mermando sin pausa su calidad y cantidad,
hasta provocar o bien desabastecimiento o un producto interior
incapaz de competir con la oferta exterior. El valor de las importaciones
desbordó largamente el de las exportaciones, forzando una fuga
de metales preciosos que luego debían recomprarse de un modo u
otro, aunque cada vez más caros. Inviable desde pautas de salud
económica, la Gran Grecia apenas dura los dos siglos que van
desde Pericles a Aristóteles, cuando primero Esparta y luego Macedonia
han abolido ya las instituciones democráticas de Atenas y otras
polis.
Mirado desde el hoy, lo contradictorio está en combinar constituciones
libres con procesos fabriles dependientes de mano de obra esclavizada,
sosteniendo un tejido económico por fuerza ruinoso. Pero en aquel
tiempo nadie parece haberlo imaginado en todo el orbe, y la dulce molicie
de tener siervos sumisos invitaba a olvidar cuánto más rentable
sería tener socios o empleados a comisión. Como el señorito
que dilapida poco a poco el capital acumulado gracias a la frugalidad
de generaciones previas, ingeniándoselas para evitar someterse
él a pautas de prosaico rendimiento, la civilización griega
vive de astucias rayanas en lo pícaro, como las de Ulises,
sin consolidar nunca su revolución política con una
revolución industrial. Por otra parte, esa revolución
política hace época y siembra una simiente imperecedera.
3. Paralelo a sentirse libre, reconociendo la libertad de los
otros y de otras cosas, es descubrir lo físico como dimensión
real. Lo físico contiene la actividad que el universo
mágico captaba en todo, pero confía mucho menos en fantasmas
y sueños como agentes suyos. En vez de proyectarse como
causas cósmicas, el deseo y el miedo pasan a ser cosas físicas,
cuya operación irreflexiva produce monstruos y supersticiones.
Jenófanes de Colofón, un rapsoda, será también
el primero en burlarse del antropomorfismo. Si los animales fuesen
religiosos, construirían dioses a su imagen y semejanza.
¿Qué es physis? Hasta que repasemos los conceptos
de cada sabio al respecto, físico significa autoconstituido,
cosa que es por sí, formada a partir de su propia substancia.
Lo físico es principio (arjé) en sentido estricto,
como factor que a la vez rige la presencia en su conjunto, y que
explica también su diversificación.
Con pocas excepciones, los libros escritos por los primeros filósofos
griegos se llaman Peri physeos, una expresión que suele
traducirse por «Sobre la naturaleza». También el universo
mágico era «naturaleza» o cosa heredada, pero
lo que distingue el principio griego es que se trata de una naturaleza
precisamente «física». Aunque los griegos fueron un
pueblo tan tolerante como escéptico hacia casi todo lo considerado
dogma por otras civilizaciones, esa experiencia de lo autoconstituido
o por sí tiene para ellos la fuerza de lo evidente. De ahí
la frase que abre la Física aristotélica:
«Que hay la physis es ridículo intentar ponerlo
de manifiesto».
El mero hecho de plantear lo «que hay» de ese modo impulsa
a los griegos a no quedarse en su representación simbólica
como los primitivos con su tótem, sino a tratar de
precisar ese qué y su cómo, inaugurando así el proyecto
de la ciencia. Partir de lo físico les permitía combinar
el recién descubierto realismo con su capacidad de abstracción,
tan superior a la de otros pueblos antiguos.
4. Tales de Mileto, que vivió entre los siglos VII y VI
a.C. fue uno de los siete Sabios de Grecia. Viajó a Egipto, donde
pudo aprender los fundamentos matemáticos que le permitieron más
tarde predecir un eclipse y hacer varias demostraciones geométricas3
. Estas proezas, y algunas otras que se le atribuyen, son quizá
meras leyendas.
Tales es considerado el primer «físico» porque redujo
el principio de todo a la humedad. «Principio»
(arjé) significa en griego «lo que rige para algo»,
y ese término constituye lo verdaderamente fundamental de Tales,
porque prefigura la noción de causa. Que el arjé
sea precisamente agua es ya una tesis que queda algo por detrás
de lo presentido. Su principal valor será prescindir de las
teogonías vigentes en todas las culturas por entonces. El agua
como principio ofrece la ventaja adicional de preparar el concepto del
elemento, que es un modo de explicar lo real por causas «inmanentes»
y no por factores «trascendentes».
En ese ingenuo camino de identificar la fuente activa del cosmos con un
elemento particular, Tales fue seguido por su compatriota Anaxímenes,
que en vez del agua atribuyó el principio al aire, y que
trató de demostrarlo con una dinámica de rarefacción
(donde se convierte en fuego) y condensación (donde se convierte
en viento, nubes, agua y finalmente tierra). Anaxímenes fue también
el primero en afirmar que la Luna refleja la luz del Sol, considerando
que los eclipses solares y lunares se debían a cuerpos semejantes
a la Tierra que giraban por el cielo. Al igual que sucede con Tales, lo
más importante de Anaxímenes como pensador es seguir atribuyendo
al universo una causalidad inmanente, basada en una autoorganización
de lo físico.
5.1. Entre Tales y Anaxímenes aparece el primer pensador profundo
y consecuente. Anaximandro alcanzó prestigio por sus conocimientos
astronómicos y geográficos (compuso un mapa de la Tierra,
fabricó una esfera, inventó relojes solares), y tuvo notables
atisbos de biología evolutiva. Asombra la intuición de que
«el hombre fue engendrado por animales de otra especie, y los primeros
seres vivos surgieron de las aguas calentadas por el Sol..
Pero a Anaximandro principios como el agua o el aire le parecen
resultados, y concretamente resultados finitos, incapaces
explicar la riqueza y variedad de la presencia. Busca por eso el
principio universal en algo libre de cualquier figura exterior determinada,
realmente infinito y eterno, a lo que llama ápeiron.
Este neologismo está compuesto por una partícula privativa
(equivalente a la a de amoral, o al in de invisible) y el
término péras, que en griego significa determinación,
límite. Cualquier cosa dotada de figura logra su definición
sobre la base de precisar dónde termina o acaba, describiendo
sus «perfiles». Lo ápeiron, que no se
constituye «negativamente» o por contraste, rechaza esa restricción.
Como dice el comentarista Simplicio,
«Anaximandro (...) no consideró como principio el agua
ni ningún otro de los llamados elementos, sino otra substancia
ilimitada de la cual proceden todos los cielos y cosmos que hay en ellos».
El pensamiento especulativo nace cuando esta substancia ilimitada
se pone en relación con el reino de los límites.
El primer fragmento de Anaximandro, que parece haberse conservado intacto,
dice:
«Principio y elemento de las cosas es lo ápeiron.
De donde las cosas tienen origen, hacia allí tiene lugar también
su perecer, según la necesidad; pues pagan unas a otras su injusticia
conforme al orden del tiempo».
Si se descarta una interpretación en la línea de los misterios
órficos (a los que luego aludiremos), lo que se obtiene es una
idea de la materia. Como ápeiron, el principio-elemento
de las cosas es algo incorruptible e indestructible, sometido a un movimiento
donde alternan cohesión y disgregación. Lo que se distingue
de esta materia -como resultado aparente- son las «cosas».
Cualquier cosa definida proviene de una generación y según
otro fragmento de Anaximandro «la generación resulta
de la separación de los contrarios». En esa misma medida,
las cosas son presencias unilaterales, predominios de unas determinaciones
o cualidades sobre otras, que pagan el hecho de alzarse hasta una
definición precisa con tener como entidad sus límites,
esto es: aquello donde «terminan». Eterno sólo puede
ser aquello indiferente a la negación, y cualquier algo
distinto del ápeiron se constituye por oposición
a otros algos. La «necesidad» física es que esa especie
de cera primordial «principio y elemento» vaya
moldeándose de innumerables modos, para recaer una y otra vez en
lo ilimitado.
Vertiginosamente denso y abstracto a la vez, este concepto inaugura la
filosofía en cuanto tal. El mundo sensible se presenta como suma
de determinaciones, cuya base son precisamente tales y cuales límites,
sostenidos a su vez sobre una separación de contrarios.
Dichos contrarios (grande-pequeño, caliente-frío, sólido-gaseoso,
etc.) remiten siempre a un soporte físico que existe por
sí, y que invita a la investigación.
5.2. Aunque nació aproximadamente un siglo después que
Anaximandro, y por edad corresponde al segundo periodo de la especulación
presocrática, la orientación de los milesios es proseguida
fundamentalmente por Empédocles. Personalidad deslumbrante
para sus conciudadanos, príncipe y mago, naturalista y poeta, Empédocles
constituye una especie de Fausto antiguo. Como comenta Zeller,
«...en él se mezcla una pasión por la investigación
científica con el no menos vehemente deseo de elevarse sobre
la naturaleza [...]. Su propósito era descubrir qué fuerzas
gobernaban en el mundo natural, para ponerlas al servicio de los demás
hombres».
Estudió con atención botánica y zoología,
y llegó a la conclusión presentida ya por Anaximandro
de que en la creación de los seres vivos se observa un progreso
sostenido hacia formas cada vez más perfectas. El punto de
partida fueron aglomerados informes, que con el transcurso del
tiempo acabaron estructurándose en organismos superiores.
Añadió a ello que la naturaleza del pensamiento depende
de la del cuerpo, al igual que la percepción de los sentidos,
y que ambas cosas eran funciones de la estructura orgánica,
siendo por lo mismo innecesario postular «almas».
La gran influencia ejercida por Empédocles, prácticamente
hasta el siglo XVIII, cuando la química y la física descartaron
su sistema, proviene de la teoría de los cuatro elementos, que
él llamaba «raíces de todas las cosas»: fuego,
aire, agua, tierra. Inalterables en sí, eternas y resistentes
a cualquier amalgama capaz de crear con ellas cuatro alguna nueva, estas
«raíces», se combinan de modo exterior para formar
todos los cuerpos del universo. Cada cosa es sólo una cierta
proporción de ellas, que si bien se mezclan para constituir esto
y aquello permanecen interiormente aisladas, prestas a disgregarse tan
pronto como cese por muerte o por otros medios mecánicos la cohesión
de la cosa. Para explicar la mezcla y la separación de los elementos,
Empédocles recurrió a dos fuerzas cósmicas que
llamó Amor y Odio, representante la primera de
la tendencia de la unidad y representante la segunda de lo inverso,
la separación.