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TOXICOMANÍAS
En sentido literal, etimológico, las toxicomanías
son conductas relacionadas con ciertos tóxicos, cuyos efectos euforizantes
tientan poderosamente a algunas personas. La palabra manía
es en griego clásico un término sumamente ambiguo, que significa
unas veces "extravío", otras veces "inspiración",
y otras "entusiasmo". Pero el uso actual del término
no tiene connotación positiva, y el Diccionario editado por nuestra
Academia de la Lengua ofrece tres acepciones básicas: "1.Especie
de locura, caracterizada por delirio general, agitación y tendencia
al furor. 2.Extravagancia, preocupación caprichosa por un tema
o cosa determinada. 3.Afecto o deseo desordenado." Tóxico,
del latín toxicum, es una palabra no ambigua, que significa
veneno.
Evolución histórica.
En sentido jurídico, y en el habla común, la toxicomanía
se liga a las drogas ilícitas llamadas estupefacientes (narcotics).
Dicho criterio informa el derecho internacional desde el Convenio de Ginebra
de 1931, que por primera vez atribuye a los Estados, y a la Liga de Naciones,
"luchar contra la adicción". Este Convenio incluía
inicialmente tres drogas (derivados del cáñamo, derivados
del opio y derivados del arbusto del coca), a las que luego se incorporarían
muchas más, tanto naturales como sintéticas y semi-sintéticas.
Todas ellas son, por imperativo legal, estupefacientes "toxicomanígenos"
o generadores de adicción.
Es interesante constatar que lo evidente hoy -para el legislador y para
buena parte de la población- no lo fuese en ningún momento
histórico previo, aunque el cáñamo, el opio y la
coca hayan sido plantas conocidas y empleadas inmemorialmente. La civilización
sumeria, la egipcia y la grecorromana usaron con gran generosidad el opio
-hoy considerado droga adictiva por excelencia-, sin dejar testimonio
escrito sobre ningún opiómano. El dato es tanto más
notable cuanto que esta droga se usaba muchas veces a diario -en las famosas
triacas o antídotos-, sencillamente como tónico preventivo
de diversas dolencias. Lo mismo puede decirse de las culturas asiáticas
a propósito del cáñamo, y de las americanas a propósito
de la coca.
Los antiguos tomaban o no esas sustancias, en mayor o menor cantidad,
pero la costumbre de consumir una droga -por razones recreativas, religiosas
o terapéuticas- no se distinguía de cualquier otra costumbre,
no suscitaba inquietud social y no interesaba lo más mínimo
al derecho ni a la moralidad establecida. La única excepción
a esta regla son -en Eurasia- las bebidas alcohólicas, que sí
generaron discusiones teóricas, reproches éticos e incluso
persecución. Para algunas religiones (como la brahmánica,
la budista y la islámica), alcohol es sinónimo de oscuridad
y mentira, y la regla mahometana decreta apaleamiento para quien sea hallado
borracho.
La filosofía griega discutió abundantemente en torno al
vino, don de Dioniso, argumentando algunos que era básicamente
una maldición, y otros presididos por Platón- que
otorgaba entusiasmo sagrado. A diferencia de los pueblos germánicos,
que toleraban la embriaguez de mujeres y hombres jóvenes, la cultura
grecorromana prohibía severamente su uso en tales casos; en tiempos
de Tarquino el Grande, por ejemplo, una dama fue condenada a morir de
hambre tras descubrirse que tenía las llaves de una bodega. Severísima
fue la represión del culto báquico en la Roma republicana
entre el 186 y el 180 a.C.-, que supuso exterminar a unas diez mil
personas, si bien el trasfondo del caso sugiere que además del
escándalo producido por ritos orgiásticos había razones
de conveniencia política, que poco después desembocarían
en las primeras guerras civiles.
Por lo que respecta a las otras drogas, el criterio de la antigüedad
grecorromana y asiática lo describe ejemplarmente la Lex Cornelia
de sicariis et veneficiis (ley Cornelia sobre homicidas y envenenadores),
que estuvo vigente desde tiempos republicanos hasta el fin del Imperio:
Droga es una palabra indiferente, donde cabe tanto lo que sirve
para matar como lo que sirve para curar, y los filtros de amor, pero esta
ley sólo reprueba lo usado para matar a alguien sin su consentimiento.
Ulteriores informaciones sobre uso de sustancias psicoactivas desaparecen
casi por completo hasta el siglo XIII. Es entonces cuando se han difundido
los primeros aguardientes (generando grave inquietud tanto en Europa como
en China), cuando comienza la cruzada contra las brujas (a quienes se
acusa de tratos con hierbas y pócimas diabólicas),
y cuando se opera un giro hacia el fundamentalismo farmacológico
en el mundo islámico (que busca prohibir café, opio y haschisch).
Tras el descubrimiento de América -un continente sin tradición
monoteísta, con culturas hechas a una rica variedad de drogas en
contextos tanto religiosos como terapéuticos y recreativos-, la
alarma ante este tipo de productos crece hasta finales del siglo XVII.
En este momento empieza a cundir gracias a humanistas, médicos
y boticarios- un criterio laico, y el arsenal de sustancias conocidas
pasa a considerarse materia médica, libre de estigma teológico
y poder sobrenatural. Desde entonces, y hasta la segunda mitad del siglo
XIX, seguimos sin hallar testimonios de toxicomanía o adicción,
salvo casos de alcohólicos, tabacómanos y cafetómanos,
que -por cierto- suelen recibir castigos crueles; Francisco I de Francia
decreta pérdida de las orejas y destierro para los primeros, en
Rusia los bebedores de café se exponen a perder la nariz si son
descubiertos, y en Irán como también en algunos puntos
del norte de Europa- el tabaquismo se paga unas veces con tormentos y
otras con pena capital.
La situación cambia después de modo notable, debido en parte
a progresos de la química, y en parte a las repercusiones que tiene
en Occidente el conflicto anglochino conocido como guerras del opio. En
efecto, laboriosos trabajos de análisis y síntesis irán
descubriendo los principios activos de las plantas, que ofrecen sustancias
mucho más activas, cómodas de almacenar y fáciles
de dosificar, en una secuencia que empieza con morfina y codeína
(dos de los alcaloides del opio) y sigue con una larga lista (cafeina,
teina, escopolamina, atropina, cocaina, mescalina, heroína, etc.).
Cada vez más consolidada socialmente, la corporación terapéutica
formada por médicos, farmacéuticos y laboratorios-
prefiere los principios activos a las formas vegetales, dentro de su batalla
por lograr el monopolio en la producción y distribución
de drogas, frente a los tradicionales herboristas, curanderos, cosmetólogos
y drogueros, que andando el tiempo se presentarán como matasanos.
Por su parte, las guerras del opio son un fenómeno complejo, que
no se explica pensando en una China donde el opio fuese desconocido, y
movida a importarlo por las potencias occidentales. Los chinos conocían
las triacas grecorromanas desde el siglo X por lo menos, y usaban cocimientos
de adormidera y opio propiamente dicho desde tiempo inmemorial Pero los
emperadores manchúes que acababan de imponerse mediante invasión,
ocasionando las guerras civiles más sangrientas de la historia
universal- decidieron prohibir el pago de transacciones comerciales con
opio (al comienzo mediterráneo -mucho más rico en morfina-,
y luego producido por los ingleses en grandes plantaciones situadas al
sur de la India) para preservar el superávit de su balanza de pagos,
exigiendo siempre metales preciosos a cambio. De ahí que empezaran
prohibiendo la importación, y sólo bastante más tarde
el cultivo en China, cuando la persecución de usuarios había
producido ya un enorme mercado negro, y una generalizada corrupción.
Es interesante subrayar el divergente resultado que suscita un régimen
de prohibición si se compara con el de indiferencia legislativa.
Los usuarios chinos cotidianos de opio (unos tres millones, aproximadamente
el 0,5% de la población) eran en una alta proporción personas
desnutridas y laboralmente nulas. Durante el mismo periodo, en cambio,
los usuarios indios cotidianos de opio (otros tantos, pero un porcentaje
mucho más elevado de la población) no presentaban síntomas
de degeneración física ni incapacidad laboral, hasta el
extremo de que el ingente informe conocido como Royal Commission on
Opium (1884-1896) concluye diciendo: El opio en la India se
parece más a los licores occidentales que a una sustancia aborrecible.
Suele olvidarse, al hablar de las guerras del opio, que su consumo occidental
era por entonces no ya superior sino muy superior al del lejano Oriente,
pues -si bien empezaba a verse relegado por el uso de morfina y codeina-
seguía siendo el tercer artículo más vendido por
las farmacias. Con todo, en Europa y América sigue sin haber opiómanos,
y en sus célebres Confesiones (1822-1845) Thomas De Quincey
niega una y otra vez que esta droga cree hábito imperioso.
Los primeros casos de adicción a drogas distintas del alcohol,
el café o el tabaco aparecen a propósito de la morfina,
utilizada masivamente en la guerra civil americana y la francoprusiana,
bautizándose allí como mal militar y dependencia
artificial. La monografía médica pionera sobre este
fenómeno, obra de Louis Lewin (que entonces firmaba como Louis
Lewinstein), se publica en 1879 cuando la morfina lleva más
de medio siglo vendiéndose libremente-, y es llamativo comprobar
que la revista donde aparece el Journal der Allgemeine Medizin-
publicará poco después un comentario de otro médico,
que pone en duda el carácter científico de la expresión
morfinismo pues expresa una debilidad del carácter,
y no algo causado por una sustancia química.
Entre 1880 y 1920, cuando comenzarán las restricciones a su disponibilidad,
el espectro sociológico del usuario regular de morfina indica que
apenas interesa a sectores económicamente desfavorecidos. Aproximadamente
un 50% son médicos o esposas de médicos y boticarios; el
resto incluye personas acomodadas con problemas de los nervios
o entregadas a la moda (el estilo decadente hacía furor),
gente del teatro y la noche, damas de vida alegre, algunos clérigos
y personal sanitario auxiliar. Sólo un 14% había decidido
consumir esta droga por iniciativa propia, sin mediar el consejo de algún
terapeuta o amigo, y más de un 80% sobrellevó dos, tres
y hasta cuatro décadas de hábito sin hacerse notar por descuido
doméstico o incapacidad laboral.
A finales de siglo llega a las farmacias el envase doble de una nueva
y pequeña compañía farmacéutica, la Bayer,
que ofrece al público dos sustancias analgésicas: ácido
acetilsalicílico (Aspirina) y diacetilmorfina (Heroína).
Poco después, en 1900, el Boston Medical and Surgical Journal
declara que la heroína posee muchas ventajas sobre la morfina
[...] No es hipnótica, no hay peligro de contraer hábito.
La llamada píldora antiopio, que unos años más tarde
exportan los laboratorios europeos y norteamericanos a China como tratamiento
de sus adictos, contiene básicamente heroína también.
Esta política de sustitución (morfina por opio, heroína
por morfina) seguirá funcionando desde entonces sin pausa (heroína
por dextromoramida, dextromoramida por metadona, metadona por buprenorfina,
etc.), aunque -a efectos del toxicómano- lo decisivo sean las condiciones
de acceso a sus drogas. Ante el clamor prohibicionista, que desembocará
en la Ley Volstead (también llamada Seca, por referirse a bebidas
alcohólicas) y la Ley Harrison (equivalente suyo para opio, morfina
y cocaína, más adelante heroina), en 1905 un comité
especial del Congreso norteamericano calcula que en el país hay
entre doscientas y trescientas mil personas con hábito
de opiáceos y cocaína (aproximadamente un 0,5% de la población),
dato estremecedor a juicio de los senadores. Con todo, estas
drogas no sólo eran de venta libre (incluso podían adquirirse
por correo, del mayorista), sino intensamente promocionadas mediante periódicos,
revistas y publicidad mural, y había al menos cien bebidas bien
cargadas de cocaina (entre ellas la Coca-Cola, y el no menos célebre
entonces Vino Mariani). Lógicamente, no se conocían intoxicaciones
involuntarias o accidentales al tratarse de productos puros y bien
dosificados-, ni delincuencia alguna vinculada a su obtención.
La etapa siguiente, donde todavía nos encontramos, irá surgiendo
al ritmo en que Estados Unidos vaya consolidando su posición de
superpotencia mundial, y exportando una cruzada contra las drogas. En
vez de hábito habrá adicción,
y en vez de amateurs como decía el Comité
antes citado- habrá toxicómanos (addicts).
Un proceso con etapas precisas -que la sociología contemporánea
describe como profecía autocumplida (Merton) y etiquetamiento (Becker)-
transforma al usuario tradicional de euforizantes en una amalgama de delincuente
y enfermo, movido a ello por los precios y la adulteración del
mercado negro, por el contacto con círculos criminales y por la
irresponsabilidad tanto social como personal que confiere el estatuto
del adicto. Ocho décadas después de haber puesto en vigor
leyes prohibicionistas, hay en Estados Unidos una proporción muy
superior de personas con hábito de opiáceos y cocaina, en
su mayoría laboralmente nulas, a quienes se atribuyen dos terceras
partes de los delitos contra la propiedad y las personas.
La toxicomanía en sí.
Es habitual vincular vincular el hábito de drogas al acostumbramiento,
que insensibiliza progresivamente al usuario, y explica por qué
va consumiendo cada vez mayor cantidad del producto para obtener análogo
efecto. Se habla así de un factor de tolerancia característico
de cada droga, que puede ser más o menos alto. La cocaina, por
ejemplo, tiene un factor relativamente bajo (los usuarios regulares podrían
conseguir una estimulación parecida sin aumentar mucho su ingesta
cotidiana), mientras la anfetamina tiene un factor relativamente alto
(y sus usuarios regulares deben ir multiplicando las dosis a intervalos
bastante más breves para mantener su nivel de estimulación).
Otras drogas, del tipo LSD, exhiben algo definible como tolerancia máxima
o instantánea, y si el usuario trata de usarlas sin pausa sencillamente
dejan de hacer efecto en absoluto, aún consumiendo dosis enormes.
Con todo, la idea de que las drogas se consumen abusivamente en función
de su factor de tolerancia no puede aceptarse sin serias reservas. Aunque
el factor de tolerancia en la cocaina sea relativamente bajo si
se compara con otros estimulantes-, ciertas personalidades abusarán
de ella como si lo tuviera, y aunque el factor de tolerancia en los sedantes
sea igual o superior al de la cocaína ciertos sujetos se mantendrán
durante años y hasta décadas en el mismo (y prudente) nivel
de dosis, mientras otros sujetos las incrementarán hasta exponerse
a una lamentable depauperación psicosomática , y a duros
síndromes abstinenciales. No sin fundamento, los farmacólogos
griegos y romanos llamaban familiaridad al fenómeno
de la tolerancia, considerando que quita su aguijón al tóxico
(Teofrasto).
Para evaluar hasta qué punto una droga será usada o abusada
convendrá atender al papel que desempeña en cada personalidad,
lo cual sugiere una clasificación funcional. El primer grupo, que
llamaremos drogas de paz, comprende compuestos de muy variada naturaleza
química, con un no menos variable margen de seguridad (esto es,
proporción entre dosis activa mínima y dosis mortal media),
pero capaces de suprimir o amortiguar estados de dolor, temor o desasosiego.
El tipo de paz que proporciona la borrachera alcohólica (o la de
éter, cloroformo o barbitúricos) es una mezcla de desinhibición
exterior y reafirmación interna, en cuya virtud el borracho se
libera a la vez de autodesprecio y de apocamiento en relación con
los otros. El tipo de paz que proporcionan analgésicos como la
heroína o el opio no borra el sentido crítico, aunque anestesia
en mayor o menor medida frente a dolores localizados (algias), y a la
más inconcreta depresión. El tipo de paz que proporciona
un hipnótico es el propio sueño, y el de un sedante una
amortiguación general de la vida psíquica, cuya intensidad
se experimenta en otro caso como excesiva. Por consiguiente, toda droga
de paz contiene un elemento analgésico o anti-dolor, aunque cada
una afecta a una modalidad distinta del desagrado.
La segunda clase de drogas comprende sustancias capaces de ofrecer brío
o estimulación en abstracto, que potencian la vigilia, aumentan
la resistencia ante el cansancio, reducen el apetito y combaten aquello
que el proceso depresivo tiene de simple postración. Sus bases
químicas son muy variadas, como sucede con las drogas de paz, y
entre ellos están cafeina, cocaina, crack, efedrina, catina, anfetamina,
Prozac y otros imaos (inhibidores de la monoaminoxidasa). El brío
o estimulación que ofrecen puede durar desde media hora -caso del
café o la coca- hasta diez o más horas -caso de la anfetamina-,
e incluso varios días, pero en dosis medias y altas tiene siempre
un rasgo de rigidez o envaramiento corporal, propenso a la taquicardia
y la sequedad de boca, que explica su combinación con alcohol,
opiáceos y tranquilizantes; de ahí el carajillo,
combinación de café muy concentrado y coñac, hijo
de la tradicional agua heroica (café con opio), o el
speed-ball contemporáneo (cocaína con heroína).
La tercera clase de drogas incluye sustancias capaces de provocar una
excursión anímica consciente, que potencia la percepción
y la introspección al mismo tiempo. Apoyadas sobre bases químicas
diversas también alcaloides bencénicos e indólicos,
ciertos aceites esenciales- los compuestos de esta familia incluyen diversos
tipos de setas, cactos y otras plantas, así como substancias sintéticas
(TMA, STP) y semisintéticas (LSD). Cuando el viaje es profundo,
tiende a producir una experiencia que también se conoce como pequeña
muerte, donde la persona recorre dimensiones de gran extrañeza,
teme perder el juicio, se ve enfrentada a su finitud y suele resurgir
fortalecida de todo ello. Eso explica que tales drogas se hayan usado
tradicionalmente en contextos religiosos paganos, dentro de ceremonias
de adivinación, reafirmación tribal y ritos de pasaje (a
la madurez o a ciertos oficios, como el de chamán y guerrero),
y que en su empleo moderno se vinculen a movimientos éticos y políticos,
como la contestación de los años sesenta y setenta.
La sustancia de este tipo más consumida hoy es el cáñamo
en forma de marihuana y haschisch-, que constituye un vehículo
visionario de potencia leve o media (dependiendo de su calidad), si bien
induce en algunas circunstancias una excursión psíquica
considerable.
A diferencia de las drogas de paz y las de pura energía, las de
viaje pueden funcionar como afrodisiacos, ya que potencian el contacto
sexual en cualquiera de sus fases, aunque bien cabe que su usuario no
se sienta en absoluto inclinado a la concupiscencia, sobre todo si pertenece
al género masculino. Aquello que las distingue más radicalmente
de los otros dos grupos es su baja toxicidad; ninguna persona ha muerto
que se sepa probadamente- por sobredosis de hongos psilocibios,
LSD, mescalina o marihuana. En realidad, su peligro no es que alguna víscera
falle, sino que se extravíen los ánimos, induciendo trances
de delirio persecutorio o disociación. Otra singularidad de las
drogas visionarias es carecer de síndrome abstinencial, ya que
la suspensión de su empleo no provoca ningún cuadro clínico
objetivable, ni sensaciones subjetivas de malestar.
En tiempos recientes se ha querido explicar la toxicomanía como
algo derivado de que alguien haya consumido una droga, en vez de ligarla
a ciertos temperamentos (que se conducirán adictivamente
con muy variadas cosas, como el ludópata, el cleptómano,
el bulímico o el comprador compulsivo). Estos individuos exhiben
unos trastornos de conducta que antiguamente se consideraban vicios,
y hoy se catalogan como enfermedades. Sin embargo, hasta qué
punto esa perspectiva es poco imparcial -y coherente- lo sugiere cualquier
tratado de toxicología que se enseñe hoy en facultades de
medicina o farmacia, pues allí el consumo irracional de alcohol
no se deriva de la naturaleza de esta droga sino de personalidades determinadas,
mientras el consumo irracional de heroína o crack parece derivarse
de la heroína o el crack mismo. Pasa así por objetividad
científica que las personas llegan a depender vitalmente de una
droga sin quererlo o casi sin quererlo alguien les ofreció
cierta vez una dosis, quedando enganchadas desde entonces-,
y que su hábito no viene tanto de requerir paz o energía
en medida comparativamente descomunal, sino de lo insufrible que resulta
atravesar el síndrome de abstinencia.
A pesar de que estos tópicos prosperen y sean consoladores
para padres y madres de toxicómanos-, ciertos hechos parecen desmentirlos.
A juzgar por la proporción de recaídas, la droga más
adictiva descubierta es el tabaco. A juzgar por la gravedad del síndrome
abstinencial, las más adictivas son el alcohol y ciertos somníferos
(especialmente los barbitúricos), pues la brusca suspensión
de su empleo induce delirios pavorosos y muy prolongados, seguidos por
un considerable porcentaje de muertes. En realidad, qué tóxico
sea objeto de manía deriva ante todo de qué
vida esté llevando cierto sujeto, y qué psicoactividad busca
(por carácter y por influencia de su medio). El adicto clásico
de heroína, colgado de una aguja, escenifica cierto algebra
de la necesidad(Burroughs) que llena un desasosegado vacío
anímico previo, tal como el adicto habitual de crack es
un joven negro norteamericano en paro, incapaz de asumir los desgarramientos
de su condición.
A pesar de que hoy se ensayan tratamientos aversivos (administrando un
compuesto que convierte en no-eufórico el efecto del euforizante),
quienes investigan sus resultados a medio y largo plazo coinciden en que
superar el ansia de una droga es esencialmente asunto de voluntad, y que
si falta un sincero y firme deseo en ese sentido nada ni nadie podrá
suplantarlo. A su vez, la voluntad de abandonar una toxicomanía
depende de variables tanto fijas como móviles (nivel de ingresos,
edad, medio social, temperamento). En términos generales, sólo
una pequeña minoría entre quienes usan analgésicos
o estimulantes (lícitos o ilícitos) llega a abusar de tales
drogas, y persiste duraderamente en semejante actitud. Sin embargo, esa
minoría suele mantenerse fiel al abuso, de las mismas drogas o
de otras que cumplan análogas funciones.
No disponemos de baremos seguros para cuantificar semejantes porcentajes,
pues las estadísticas distan de ser fiables. Los encuestados muestran
una comprensible- falta de franqueza al contestar preguntas sobre
este tema, y las encuestas rara vez resultan ecuánimes. A dichos
inconvenientes se añaden las incertidumbres del mercado negro,
que no sólo impiden calcular el volumen de los suministros, sino
su respectiva composición. Lo único seguro es que en el
mundo actual muy pocas personas omiten tomar regular u ocasionalmente
alguna droga psicoactiva, adquirida por canales lícitos o ilícitos.
Química y conducta.
Aunque sabemos todavía poco sobre la generación y transmisión
de impulsos nerviosos, sí ha podido establecerse que el organismo
humano sintetiza espontáneamente un buen número de drogas
psicoactivas. Las más citadas son endorfinas o morfinas internas,
que se liberan en situaciones de traumatismo y estrés, explicando
por qué no duelen apenas los golpes y disgustos en caliente.
A diferencia de los opiáceos exógenos (y concretamente de
los opiáceos naturales o derivados del opio), que tardan algo más
en actuar y mantienen su acción durante horas, los opiáceos
endógenos operan de modo muy rápido y pierden eficacia en
diez o veinte minutos. Pero el organismo sintetiza también diazepam
(tranquilizante vendido bajo muchos nombres, entre otros Valium),
que con sus inmediatos parientes químicos las demás
benzodiacepinas- representa la principal alternativa lícita en
materia de sustancias relajantes, sedantes e hipnóticas. Lo mismo
sucede con la dimetiltriptamina (DMT), una droga visionaria de gran potencia
y efecto muy breve base de la ayahuasca amazónica-, cuya
liberación explicaría la emergencia de sueños mientras
dormimos. En realidad, bien podría suceder que ninguna droga fuese
psicoactiva sin un paralelo o correlato interior, espontáneamente
producido, que funda la resonancia.
La química contemporánea sugiere, por ejemplo, que anfetamina
y cocaína no son neurotransmisores o compuestos adaptados a llenar
oquedades específicas de las neuronas como sucede con la
morfina, el THC (principio activo del cáñamo) o la adrenalina-,
sino sustancias que bloquean al llamado transportador de dopamina,
impidiendo que las neuronas queden libres para nuevas transmisiones. Algo
parecido ocurre a propósito de cafeína, teína y teobromina
(principio activo del chocolate), que bloquean la adenosina, un neurotransmisor
implicado en desactivar excitación. Así mirados, los estimulantes
más comunes serían tóxicos o venenosos en proporción
al bloqueo que ejerzan sobre las zonas de sinapsis o transmisión,
prolongando un estado de on cuando el organismo tiende a un estado de
off. Más directa, la toxicidad de sustancias como el alcohol
viene de deteriorar las membranas neuronales.
Una cuestión debatida es si las drogas de energía producen
reacciones de abstinencia parecidas mejores o peores- a las que
produce una abstinencia de drogas analgésicas o de paz. En efecto,
las drogas de paz tienen en común inducir síndromes carenciales
de distinta gravedad (desde el delirium tremens de alcohol o barbitúricos
al llamado mono de opiáceos o de benzodiacepinas), siempre que
su usuario las haya tomado en dosis suficientes, durante periodos de tiempo
lo bastante largos. Por ejemplo, aunque haya amplias diferencias entre
individuos, se considera que bastan entre dos y tres semanas de tomar
diariamente 25 miligramos de heroína (un cuarto de gramo del producto
habitual en el mercado negro) para que la retirada induzca en un neófito
síntomas parecidos a los de una gripe sin fiebre durante dos o
tres días, mientras en el caso de las benzodiacepinas ese resultado
se puede conseguir en un plazo doble- con dosis bastante menores.
El alcoholismo exige periodos mucho más prolongados al parecer,
no menos de medio año-, pero su síndrome abstinencial es
considerablemente más grave. Por supuesto, el síndrome será
siempre proporcionado al nivel de dosis, y quien lleve años consumiendo
grandes cantidades de heroína o Valium padecerá una reacción
mucho más larga y penosa.
En el caso de las drogas que ofrecen energía cabría pensar
que no hay tanto un síndrome de abstinencia como un estado de puro
agotamiento psicofísico, pues los estimulantes no tienen receptores
o cerraduras orgánicas que puedan saturarse con llaves
como los opiáceos o las benzodiacepinas, y operan prolongando artificiosamente
la presencia de algún neurotransmisor. Sin embargo, ninguna droga
produce síntomas de retirada tan deprisa como el café (bastan
seis días de tomar al día cinco exprés
para que la interrupción induzca neuralgia, confusión, incapacidad
para concentrarse, insomnio e incluso temblores), y quienes abusan de
estimulantes más activos atraviesan reacciones abstinenciales espectaculares,
presididas por un caos emocional e intelectual que puede prolongarse durante
semanas y meses, e incluso desembocar en una demencia crónica.
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Antonio
Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org
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