SZASZ

Una suma de propósitos y coincidencias –como quizá todo en la vida- es responsable de que no sólo admire la obra de Thomas Szasz, sino que haya traducido tres libros suyos1 , y acepte prologar éste, que se publicó originalmente en 1961 y hasta ahora resultaba prácticamente inencontrable en castellano.
Casi cuatro décadas después de aparecer, El mito de la enfermedad mental conserva la vigencia de un testimonio preciso sobre el estado de las ciencias sociales entonces –que se hallaban en una fase de expansiva confianza-, así como la vigencia de lo filosófico o conceptual en sentido estricto. Opera prima de Szasz, constituye también el acta fundadora de la antipsiquiatría, después desarrollada por Laing y Cooper, entre otros. Como declara su autor ya en la introducción, la psiquiatría le parece “una actividad pseudomédica”, articulada sobre pseudoenfermedades, que a pesar de ello “podría llegar a ser una ciencia” si sus cultivadores se decidieran a poner las bases para “una teoría sistemática de la conducta personal”. El camino será fundamentalmente “demoler algunos de los principales sustantivos falsos del pensamiento psiquiátrico [...] y sentar los cimientos para una comprensión de la conducta en términos de proceso”.
Nada mejor para ello que un análisis en profundidad de la histeria, que por antigüedad constituye el paradigma de todas las posteriores “enfermedades mentales”. Los padres de la psicoterapia –Charcot, Janet, Breuer, Freud- fueron neurólogos educados en el materialismo determinista de la segunda mitad del siglo pasado, que buscaban correlatos orgánicos para explicar la emergencia de ciertos síntomas y conductas. No pudiendo hallarlos, trazaron una divisoria entre el sentido que dichos síntomas y comportamientos tendrían si se considerasen en forma ética, como expresión de elecciones personales, y el sentido que podría atribuírseles si se entendieran como patología.
Ciertamente, los fundadores de la psicoterapia coincidían en describir a la persona histérica como “alguien que utiliza las reglas del desvalimiento, la enfermedad y la coacción”, dentro de un esquema que “se caracteriza, entre otras cosas, por metas finales de dominio y maniobras de engaño”. Pero esa es una definición ética, con arreglo a la cual no hay “enfermedad” sino más bien fingimiento de una enfermedad, debido a las ventajas directas e indirectas derivadas de ello. Con luminosos ejemplos, Szasz muestra cómo el psiquiatra acabaría sosteniendo que el fingimiento es también una forma de enfermedad.
Una consecuencia inmediata de ello será, desde luego, que esa situación se estabilice –como la del tísico crónico-, y que tanto el paciente como el terapeuta “queden satisfechos con un estado de cosas aún muy insatisfactorio”. Concebir la histeria como enfermedad equivale, pues, a “una estrategia promotora”. Otra consecuencia consiste en mezclar elementos heterogéneos, pues si la tos seca del tísico es equiparable a una tos análoga imitada por cierta histérica bien cabe, siguiendo los mismos pasos, sumar kilos y grados. Precisamente esa confusión alimenta la idea de que tratar a neuróticos o psicóticos carece de nexo alguno con la dimensión moral del comportamiento humano, ya que el facultativo ha de habérselas con “patología”.
A ello responde Szasz que las supuestas patologías son ante todo modalidades de comunicación y traducción: “Las llamadas enfermedades mentales se parecen más a los idiomas que a las enfermedades orgánicas”. Y tal como resulta absurdo preguntar por la “etiología” de que alguien hable inglés o chino, es absurdo confundir la elección que el histérico hace por representar el “lenguaje de la enfermedad” con las consecuencias de un golpe en la cabeza o un cancro sifilítico. El factor primario a quien puede atribuirse este uso abusivo de la metáfora son los “intereses de la medicina y el sacerdocio”, que de un modo u otro convierten “el acto de recompensar la incapacidad [ética] en práctica social”, desplazando sobre los [éticamente] capaces el deber de compensarla.
Dando un paso más, Szasz propone examinar los modelos de conducta como formas de participación en un juego. Sigue los trabajos en ese sentido de Mead y Piaget, a los cuales añade una jerarquía de juegos. Los de primer nivel u objetales –donde sitúa a las enfermedades orgánicas- conciernen a la supervivencia física, mientras los de segundo nivel o metajuegos se refieren al problema de cómo vivir. La meta final de los juegos objetales es para el individuo seguir existiendo, del mismo modo que la meta final de los metajuegos es para el individuo existir como persona libre.

 

I

La tercera parte del libro contiene un análisis semiótico de la conducta, y aunque quizá sea la más inactual tiene el valor de ofrecer un resumen sobre psicología, antropología y sociología de los años cuarenta y cincuenta. Es también una de las raras ocasiones donde Szasz deja traslucir su ideario filosófico. Allí aparecen y desaparecen Wittgenstein, Russell, el Popper de La sociedad abierta y sus enemigos, Morris, Reichenbach, Tarski y –en general- los presupuestos de la Escuela de Viena. Entendida como juego de lanzarse a un idioma corporal, que no expresa conocimiento (para el jugador) pero sí información (para el resto), la histeria constituye un “protolenguaje”, que en vez de recurrir a símbolos verbales emplea signos icónicos, como el sueño y las fantasías.
Se trata por eso de un lenguaje no discursivo, cosa distinta de decir que sus mensajes carezcan de referentes o “sentido”, según pretende el dogma positivista. El engaño, la pantomima teatral, son actos cargados de sentido. No obstante, cuando el idioma de los signos corporales icónicos se interpreta –es decir, se traduce al lenguaje científico-cognitivo de la medicina-, “se producirá sin falta una información errónea [...] pues es más acertado considerar la histeria como una mentira que como un error”. Tras el protolenguaje histérico, al igual que tras cualquier lenguaje, hay una aspiración –tan retorcida como se quiera- de entrar en contacto con objetos, y a juicio de Szasz “la labor del psicoanálisis en tanto que ciencia es estudiar el tipo de objeto que las personas necesitan”. Al fin y al cabo, “hablar es simplemente otra forma más complicada de ver, tocar o abrazarse”.
Incapaz de despertar el interés, o la conmiseración, de su esposo en circunstancias normales, una mujer lo logra cayendo “enferma” de histeria. Como sucede con el llanto y las airadas pataletas infantiles, ese tipo de comunicación promete tener un efecto más intenso que los mensajes expresados en idioma cortés. De ahí que la histeria sea una comunicación indirecta, basada ante todo en la alusión, según sucede en nuestra cultura con “necesidades sexuales, o de dependencia, y con problemas económicos”. Por su parte, esto conduce a una psicología motivacional que se concreta en términos de roles y reglas. Un cáncer es un evento, mientras un síntoma “psicopatológico” es una acción, que no le sobreviene a una persona sino que esa persona quiere, aunque sea en el plano inconsciente.
Dentro de la dicotomía entre causalidad mecánica y teleología vitalista pertenece al segundo tipo, y se trata de precisar hasta qué punto pertenece a factores “ocultos” (la libido, por ejemplo) o “convencionales”. Concentrándose sobre actividades poco convencionales –sueños, obsesiones, fobias, perversiones, alucinaciones, etc.-, el trabajo de Freud tuvo, según Szasz, el mérito de “ampliar satisfactoriamente el principio del acatamiento de reglas” como pauta para conductas determinadas por lo inconsciente. Su lema curativo –“donde ello estaba debo yo advenir”- podría, en consecuencia, traducirse como “donde había un acatamiento oscuro e inexplícito de reglas debe advenir el acatamiento explícito y deliberado”. Sin embargo, Freud quería tratar la histeria y formas análogas de conducta como enfermedades, lo cual exigió negar y ocultar su propio hallazgo.
Szasz propone investigar por qué “las reglas del juego de la vida deben definirse de modo que quienes son débiles, o se hallan incapacitados o enfermos, deban recibir ayuda”. La respuesta parece evidente. Por una parte, ese el el juego que solemos jugar en la infancia. Por otra, es la instrucción recibida de las religiones dominantes. Juego familiar y juego religioso, por tanto, cuyas reglas se entremezclan enseñando a los seres humanos “cómo ser ‘enfermos mentales’”. Sin embargo, aquello que resulta necesario, y por eso mismo razonable, para niños, ancianos y otros minusválidos no lo es para el resto del cuerpo social, y –según Szasz- tampoco para buena parte de los llamados enfermos mentales. El efecto de la supuesta ética médica es “infantilizar y someter de manera permanente al enfermo”. Para empezar, otorga al psicoterapeuta la prerrogativa de imponer reclusión y otros tratamientos coactivos, privando de sus derechos civiles a quien recibe un dianóstico de patología mental.

 

II

Con todo, no se trata sólo de poner en cuestión las intervenciones psiquiátricas involuntarias, sino de plantear las exigencias de “una ética igualitaria, democrática”, que sostenga posiciones de “mayor dignidad y autorresponsabilidad”. Una manera de empezar a hacerlo es recordar la filosofía de Spencer, tal como se expone en El hombre contra el Estado. En contraste con los precociales, los animales altriciales o de desarrollo lento otorgan a su prole servicios que están en razón inversa de su capacidad, si bien eso sucede en el “régimen familiar”, mientras subsiste en todo momento lo contrario, representado por el “régimen de los adultos de la especie”. Oigamos al propio Spencer:

“Durante todo el resto de su vida, el adulto recibe beneficios proporcionales a sus méritos [...] Si los beneficios fuesen proporcionales a su inferioridad, favoreciéndose la multiplicación de los inferiores y entorpeciéndose la de los mejor dotados, la especie degeneraría progresivamente. El hecho elocuentísimo es que los procedimientos de la naturaleza son diametralmente opuestos dentro y fuera del grupo familiar, y que la intrusión de cualquiera de ellos en la esfera del otro sería fatal para la especie, bien en el periodo inmediato o en el futuro”.

Puede oponerse –y Szasz lo hace- que la animalidad humana es singular, no admitiendo comparaciones directas con otras especies. Sin embargo, es evidente que en nuestras sociedades el “régimen familiar” no se limita a menores y otros minusválidos físicos. Ya sea porque los psicoterapeutas otorgan liberalmente diagnósticos de enfermedad mental, o por motivos adicionales, el juego social básico entre adultos –el trabajo, que reparte los merecimientos- sólo compromete a algunos, mientras otros rehúsan participar en él. ¿Por qué toleran algunas sociedades humanas ese “pasivo”? ¿Acaso están caracterizadas por la generosidad gratuita, el incondicional desprendimiento? En la nuestra, por ejemplo, ¿acaso es costumbre regalar dinero o prestigio? ¿Acaso cada familia y grupo verifica periódicos repartos de los bienes acumulados, según sucede con el potlach de pueblos recolectores-cazadores? Evidentemente, no. Al contrario, se observa una implacable lucha por los medios de vida, dentro de una estructura competitiva que exige constantes tributos laborales. Rara vez, si alguna, ha sido más categórico el principio antiguo: tanto tienes, tanto eres. Con todo, esa exigencia de rendimiento se reparte también de modo desigual, como si además de ella estuviese vigente lo opuesto, y ese opuesto fuera lo idóneo.
En efecto, la religión judeocristiana “fomenta la incapacidad y la enfermedad”. Su Dios ama a los sumisos, a los pobres de espíritu, a los débiles, a los necesitados, a los cobardes, a los impotentes. A la inversa, el éxito en la vida, la independencia, la salud, la fuerza de espíritu, el arrojo, la franqueza el deseo sexual llamada potencia y los demás ingredientes de la alegría resultan sospechosos. Los poseedores de esas cualidades positivas no sólo no tendrán premio en el Cielo, sino que en la Tierra habrán de servir a los poseedores de cualidades opuestas, negativas. No en vano hallamos en el evangelio de Mateo (19, 12) observaciones como ésta: “Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; y hay eunucos que fueron hechos tales por mano de los hombres; y hay eunucos que se hicieron a sí mismos por causa del reino de los cielos; el que pueda ser capaz de esto, séalo”.
Según Szasz, la “maniobra masoquista” de temer la felicidad en general consagra una “psicología de esclavo”, donde los individuos –y con buenos motivos- “se abstienen de expresar su satisfacción por temor a que el peso de su carga aumente”. La diferencia se halla en la manera de jugar el juego primario, la capacitación laboral.

“Aunque el esclavo no haya terminado su trabajo, podrá influir en su amo para que le conceda un respiro si muestra signos de inminente colapso [...] Manifestar signos de cansancio –prescindiendo de que sean auténticos o no- quizá produzca un sentimiento de fatiga o agotamiento en el actor. Creo que este es el mecanismo responsable de la gran mayoría de los estados de fatiga crónica, antes llamados de ‘neurastenia’ [...] Muchos pacientes de esta índole están inconscientemente ‘en huelga’ contra personas de quienes dependen. En contraste con el esclavo, el hombre libre fija sus propios límites, y trabaja hasta concluir satisfactoriamente su tarea. Entonces puede disfrutar de los resultados”.

Dios –y también el rey, el padre, el médico, el director espiritual, el comisario, etc.- se mostrará tanto más exigente y punitivo cuanto menos pasivo e incompetente sea el individuo, pues “complácese Jehová en los que le temen, y esperan de su misericordia” (Salmos, 147, 10-11). La pregunta a hacerse es qué consecuencias tienen semejantes reglas cuando son asumidas por adultos no minusválidos. Como sugiere Szasz, apenas es conjeturable la medida en que: a)reducen la confianza de hombres y mujeres en sí mismos; b)fomentan su dependencia e imprevisión; c)estimulan la hipocresía; d)sugieren servirse de la propia incompetencia para coaccionar a otros, prolongando indefinidamente situaciones artificiales de parasitismo. El ejemplo más luminoso y universal es el propio clero encargado de administrar los cultos –tanto el cristiano como el de otras religiones-, que resulta por definición “inútil” para aquello donde en principio deben ser útiles las demás personas, y que será por eso mismo sostenido, además de quedar exento en materia tributaria, militar, etc. La única excepción a semejante pauta era la antigua tradición judaica -donde el rabino estaba obligado a conocer un oficio, para no enseñar la ley divina por interés crematístico-, pero hasta esa salvedad perdió vigencia.
Mirado de cerca, el principio de tener fe y despreocuparse del resto –que se expone paradigmáticamente en las palabras de Jesús, cuando propone ser tan imprevisor como los pájaros o las plantas- contiene una invitación al descuido, la pasividad y la incompetencia:

“Puesto que el comportamiento de los llamados enfermos mentales –y en especial la histeria de conversión- está íntimamente vinculado a incapacidad o desgana por lo que respecta a participar en el juego de la vida, resultará instructivo llamar la atención sobre ciertos preceptos bíblicos [...] que condenan de forma explícita la autoayuda y la maestría. En realidad, se interpreta que quien desea ayudarse a sí mismo tiene ‘poca fe’ [...] Gran parte de la psicología analítica gira en torno al problema de descubrir exactamente quién enseñó al paciente a comportarse de ese modo, y por qué aceptó él esas enseñanzas”.

Es llamativo que Szasz llegue a estas conclusiones sin hacer mención alguna de Nietzsche, y aparentemente sin recurrir a su conocida tesis sobre una conspiración platónico-cristiana, basada sobre el resentimiento y consistente en “difamar a la Tierra”. Szasz llega a citar a Marx (que sin duda no es santo de su devoción), concretamente cuando habla de la religión como opio del pueblo, y reclama abandonar “un estado de cosas que necesita ilusiones”. Pero no hay la más mínima alusión a la ética nietzscheana del superhombre, ni a sus análisis de la oposición entre señorío y servilismo, fortaleza e insana ruindad, lo cual podría interpretarse como consecuencia de ser Szasz un judío húngaro, emigrado con su familia a Estados Unidos –siendo aún adolescente- para evitar la persecución nazi, una ideología que enarboló el pensamiento de Nietzsche como una de sus justificaciones. A mi entender, la explicación es otra, pues a Szasz le preocupa ante todo sentar las bases de una ética y una medicina igualitarias, democráticas, y semejante cosa tropieza con grandes dificultades –quizá más de forma que de contenido- en el autor de Así hablaba Zaratustra. Sin embargo, resulta notable constatar que las propuestas del igualitarismo coincidan en esencia con las del aristocratismo.

“Si bien algunas reglas bíblicas se proponen aliviar la opresión, la tesis general fomenta el mismo espíritu opresor [...] Cada esclavo es un amo potencial, y cada amo un esclavo en potencia. Debemos recalcar este hecho, porque es inexacto y engañoso oponer la psicología del oprimido a la del opresor. Lo necesario es, más bien, oponer la orientación propia de ambos con la psicología de la persona que se siente igual a su prójimo”.

 

III

Contemplada a vista de pájaro, la historia describe el proceso donde el reino de una minoría compuesta por fuertes o capaces sobre una mayoría de débiles o incapaces –los Imperios antiguos- se transforma en lo contrario, primero siguiendo orientaciones como el Sermón de la Montaña, y luego gracias a movimientos revolucionarios, que empiezan a triunfar desde finales del siglo XVIII. Aunque Szasz no entre en ello, dicha inversión contiene una dialéctica profunda –la del amo y el siervo-, en cuya virtud el originalmente oprimido o “incapaz” va fortaleciéndose o capacitándose en la misma medida en que el opresor, originalmente “capaz”, se va debilitando al disfrutar un régimen de molicie y privilegio.
Quizá por omitir esa dinámica subyacente, Szasz entiende que “el destino ineludible de todas las revoluciones es el establecimiento de nuevas tiranías”, cosa tan evidente en un nivel como corta de vista o unilateral en otros. Eso hace que su propia posición no se conciba como una consecuencia de procesos históricos previos, sino en términos de alguna manera intemporales, semejantes al estatuto de los símbolos en lógica formal, aquejados por esa generalizada falta de sustancia que exhibe el pensamiento de sus maestros, los creadores de la filosofía analítica. De ahí que su pragmática igualitaria se contraponga a alternativas presentes y pasadas de organización política, si bien constituye en realidad el resultado –o uno de los resultados- de dichas alternativas. “Cuando la refutación es a fondo”, observaba Hegel, “se deriva del mismo principio y se desarrolla a base de él, y no se monta desde fuera, mediante aseveraciones y ocurrencias contrapuestas”.2
Pero la perspectiva estática de Szasz no está exenta de intuiciones admirables, que se adelantan a su tiempo en muchos sentidos:

“El principio general de que una regla liberadora puede convertirse, a su debido tiempo, en un método de opresión tiene amplia validez para todo tipo de maniobras destinadas a modificar las reglas. Esto explica por qué es tan dificil hoy abogar con sinceridad por nuevos sistemas sociales, que simplemente ofrecen otro conjunto de nuevas reglas. Aunque se necesiten constantemente nuevas reglas, si la vida social ha de proseguir como un proceso tendente a una autodeterminación y complejidad creciente del ser humano, es indispensable mucho más que un mero cambio de reglas”.

Nuevo, sin más determinaciones, es desde luego un concepto gaseoso, que destila simple aburrimiento. Pero cuatro décadas después de escribir ese párrafo, hoy, el movimiento científico que jubila a la física newtoniana se articula sobre los conceptos de autoorganización y complejidad. Lo que no se encuentra ahora por ninguna parte es aquello ubicuo para Galileo y sus sucesores –fuerzas inmateriales rigiendo una materia inerte o pura masa, con arreglo a trayectorias lineales, regulares y reversibles-, pues en vez de esa construcción nos vemos devueltos a un mundo propiamente físico, donde lo descartado por caótico –lo fractal, bifurcado, irreversible- emerge como imprevisto aunque manifiesto factor estructurante, verdadera y única fuente de orden e invención en la naturaleza. Aquello que Szasz llama “mucho más que un cambio de reglas” se identifica finalmente con una ética (médica, social, política) fundada sobre la reciprocidad. En otras palabras, ni reino de los fuertes sobre los débiles ni la inversa, sino una “igualdad humana universal (de los derechos y las obligaciones, es decir, para participar en todos los juegos de acuerdo con la capacidad de cada uno)”.
Szasz vuelve a adelantarse a su tiempo proponiendo que el principal perjudicado dentro de esta obra de justicia serían “los mitos religiosos, nacionales y profesionales”, cuyo rasgo genérico es fomentar la perpetuación de juegos infantiles “exclusivistas”, basados en “pautas de conducta mutuamente destructivas”. Su propósito es idealizar hagiográficamente a cierto grupo –aquél al que pertenece o querría pertenecer el individuo-, y sus consecuencias son unas pésimas relaciones con la verdad. Lo esencial es que el sujeto no puede decirse a sí mismo la verdad, pues decirse uno la verdad sobre sí mismo es un lujo –comenta Szasz- que sólo se pueden permitir quienes intervienen en el juego de la vida sin semejante rémora. De ello derivan las “trampas”, “estafas” y “teatralizaciones” del llamado enfermo mental, prototipo de existencia inauténtica. Lo auténtico –y aquí se cuela un retazo de pensamiento heideggeriano y sartriano- es jugar por jugar, sabiendo que cada juego tiene sus reglas, y aceptando también que no vale jugar dos o más juegos a la vez, ni observar las reglas de uno en otro.
Neurólogos por formación y vocación, los fundadores de la psiquiatría creían que todos los llamados pacientes mentales eran “imitadores y farsantes”. Sus herederos prefieren creer que todos los imitadores y farsantes son enfermos. Mostrar las etapas de ese proceso, y su incoherencia radical, funda la antipsiquiatría como corriente. Gorki dijo que “la mentira es la religión de los esclavos y los amos”, definiendo con notable anticipación por qué los psiquiatras contemporáneos no admitirán ese elemento como causa y efecto de lo que sus pacientes son y hacen. Justamente porque no rompen el círculo vicioso del señorío y la servidumbre, llamarán “antihumanitaria” (y “antipsiquiátrica”) a la mera franqueza. La mentira se ignora o se considera otra cosa (amnesia, disociación...), en la misma medida en que el médico trata a los adultos como si fuesen niños, arrogándose el papel del pater familias. A eso contesta Szasz que él se ha limitado a reformular una de las primeras observaciones de Freud: “que la hipocresía es un problema esencial de la psiquiatría”.
¿No será la mentira histérica –y no serán otras mentiras, como las conyugales- un intento de hacer predecible la comunicación, de jugar a controlar los movimientos del otro jugador, por supuesto haciendo trampa? Se miente por seguridad, y el mismo motivo hace que se admitan las mentiras. “Al decir una mentira el mentiroso informa a su interlocutor que le teme y desea complacerlo [...] Quien acepta la mentira informa al mentiroso que también necesita mantener la relación”. Hay igualmente mentiras piadosas, mentiras por respeto, y un largo etcétera de excepciones a una abierta expresión de la verdad. Pero lo que distingue al mentiroso por “enfermedad mental” de todos los demás es una adhesión tan firme a la insinceridad que, aparentemente al menos, ni siquiera en su fuero interno reconoce estar mintiendo.
Desde la vida misma como juego, su desdicha deriva de que esa última trampa desvirtúa el juego de raíz –en tanto que algo apoyado sobre “sentimientos de placer y esperanza, y una actitud de expectativa curiosa y estimulante”-, pues no sólo traslada el objetivo desde dentro (orientación hacia el dominio de cierta actividad) hacia fuera (coacción aplicada al resto de los jugadores), sino que borra el fin primario de participar, convirtiendo cada juego en algo absolutamente sometido al resultado. De ahí que la persona histérica se asemeje tanto al deportista profesional, cuya satisfacción no deriva de jugar bien y honestamente, sino de ganar a cualquier precio, cosa del todo imposible ya a medio plazo si no median toda suerte de fraudes.

 

IV

La propuesta de Szasz –que la enfermedad mental es un mito, y que los psiquiatras no se enfrentan con patologías, sino con dilemas éticos, sociales y personales- cobra su sentido pleno a la luz de aquello que él considera saludable. En vez de suscribir pautas de acción (“reglas de juego”) que fomentan la puerilidad y la dependencia, el psiquiatra debería basarse en aquellas que apoyan lo contrario: “reglas que subrayan la necesidad de que el ser humano se esfuerce por alcanzar maestría, responsabilidad, autoconfianza y cooperación”.
En definitiva, la clientela de psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas está formada ante todo por individuos que no quieren renunciar a juegos aprendidos en fases tempranas de su vida, siguiendo un triple esquema de conflicto. Unos se aferran a las reglas antiguas, rebelándose contra los retos que plantea aprender las actuales; otros tratan de superponerlas, mezclando juegos mutuamente incompatibles, y otros se aferran al generalizado desengaño, “convencidos de que no existe ningún juego digno de ser jugado.” Esto último, añade Szasz, parece afectar singularmente al occidental contemporáneo. En efecto, el cambio se ha acelerado allí tanto que hasta los opulentos tienden a “compartir el problema del inmigrante”, obligado a reaprender casi todas sus pautas de vida por el hecho mismo de mudarse a otra civilización.

“Se diría que el hombre moderno hace frente al problema de elegir entre dos alternativas básicas [...] Una es desesperarse a raíz de la utilidad perdida o el rápido deterioro de juegos penosamente aprendidos. La otra es responder al desafío de la incesante necesidad de aprender [...] y tratar de hacerlo de manera satisfactoria”.

Por otra parte, la alternativa está resuelta para quien tenga “el deseo sincero de cambiar”, porque elegirá el escepticismo ante toda suerte de “maestros oscurantistas”, representados paradigmáticamente por mitos religiosos, nacionales y psiquiátricos. Para cambiar es preciso “aprender a aprender”, y semejante cosa demanda una alta medida de flexibilidad.
Cuarenta años después de exponerse, esta conclusión retiene evidentes elementos de validez. El revival islámico y nacionalista, por no hablar del terapeutismo coactivo, siguen siendo formas de jugar torpe o tramposamente el destino de insondable libertad y comprensión aparejado a la condición humana. A nivel singular, lo mismo sucede con los males nerviosos, luego llamados enfermedad mental, que de un modo u otro pasan por alto nuestra capacidad de aprendizaje.
Sin embargo, el aspecto quizá más actual de este libro sea su propuesta de una ética democrática, basada en principios de reciprocidad e igualdad. Aplicar dichos principios lleva de inmediato a una profundización de lo democrático que puede resultar paradójica, pues funciona como bisturí para situaciones artificiosas de parasitismo. Sólo son parásitos justificados o enriquecedores para sus anfitriones los niños, los viejos y los minusválidos3 . El resto ha de ser considerado indeseable, y –si posible- reeducarse en la escuela del juego limpio. A su vez, el juego limpio carece de misterio alguno. Supone no pedir sin dar, no recibir con ingratitud, estar dispuesto a ser en todo momento recíproco (eso significa cooperar) y, correspondientemente, aprender a hacer algo que sea útil a nuestro prójimo, a quien por fuerza habremos de pedir o comprar innumerables servicios durante nuestra existencia.
Nada tan sencillo de entender y aceptar, al mismo tiempo que aplazado una y otra vez en su cumplimiento. El Estado del welfare, modelo tan indiscutible hace unos años como amenazado hoy de naufragio, tiene su reflejo en la dificultad que experimentan padres y maestros a la hora de transmitir reglas de vida a hijos y alumnos. Dibujando otra parte del mismo cuadro, quienes depositaban sus ahorros en bancos a cambio de un interés atractivo –opulentos tanto como humildes- se ven obligados a apostar en la ruleta de la bolsa, o al riesgo de convertirse en empresarios –esto es: autoempleados-, mientras el obrero a la antigua (revolucionario, altruista, explotado) dio paso a un epítome del ánimo conservador, que ignora su responsabilidad en el éxito de la empresa donde cobra, y que la explotaría sin piedad de no ser porque ella flexibiliza su despido. Para completar el cuadro, una managerial revolution separó el control y la propiedad de las corporaciones, creando una clase ejecutiva a quien corresponde hoy parte del gobierno mundial, mientras los mecanismos democráticos –adaptados a una era de noticias transmitidas a través de veleros y diligencias- se aplican en una era caracterizada por la fantástica velocidad de sus señales a obstruir todo ensayo de gobierno popular ejercido directamente, asegurando así que cualquier nostálgico del templo y la milicia pueda reciclarse como clase política.
Impensable hace apenas medio siglo, el negocio universal es ahora gestionar dinero o votos de otros, un insólito cuerno de la abundancia que invita a replantear la cuestión del parasitismo. Durante milenios, ser capataz del dueño era un oficio mal pagado, y dedicarse a la política costaba dinero (bien por daño emergente o bien por lucro cesante). La novedad del momento –que el administrador sea el verdadero dueño, y que el verdadero representado sea el representante- supone un cambio de inagotadas consecuencias. Adoptando la perspectiva de Szasz en 1961, cuando se propuso narrar el mito de la enfermedad mental, podríamos ahora plantear la génesis de una alegoría comparable, que cabría llamar mito de la tutela perenne. Heredero de las leyendas teológicas, nacionales y terapéuticas, este mito extiende el estatuto de dos estamentos decaídos –el clerical y el nobiliario- a dos estamentos en ascenso –el ejecutivo y el político-, cuyo rasgo común consiste en gestionar patrimonios o voluntades ajenas, pero obrando con la autonomía de los albaceas testamentarios, que administran la voluntad de personas muertas.
Al mismo tiempo, esas transformaciones son parte de la historia democrática, y corresponden a una fase precisa en el alumbramiento del pueblo, un ente político tan esencial como hipotético. Sujeto antes a las bridas del derecho de dioses y reyes, parte del pueblo –concretamente el colectivo de accionistas y votantes- ha delegado sus intereses en algunos, villanos por origen pero nobles por responsabilidad adquirida. Así, el gobierno de uno -monarca celestial o terrestre- cede paso al gobierno de algunos, cumpliendo la voluntad de un todos que permanece aún en la tesitura de mayoría simple. Que esa mayoría simple no oprima al resto, y que dicho resto –convertido en mayoría reforzada por incorporarse a él la multitud de no accionistas y no votantes- encuentre formas de participar en el rumbo del mundo parece ser el reto del futuro inmediato.
Sin embargo, obsérvese que se trata de una opción ética. El etiquetado como enfermo mental pisotea la ética porque quiere coaccionar como sea, y para ejercer ese chantaje dramatiza una debilidad que convierte en dependiente suyo al independiente. No menos pisotean la eticidad quienes se erigen en albaceas de personas todavía vivas, sosteniendo el mito de una tutela perenne. Llevándolo a sus últimos fundamentos, el mitologema que subyace a ambos es Hércules, un ejemplo de pura autosuficiencia (prefería caminar a montar, dormir al raso antes que bajo techo, comer tortas de cebada a las delicadas viandas de un banquete, departir amistosamente a impartir órdenes) que por eso mismo trabaja sin pausa, desde luego no en sus asuntos sino supliendo a una variadísima colección de autoinsuficientes.
Como observa Szasz, mientras reine cosa distinta de la reciprocidad los capaces y previsores obrarán con prudencia ocultando sus satisfacciones y logros, “por temor a que el peso de su carga aumente”. Pero será dificil que reine cosa remotamerte parecida al principio de la acción recíproca en este momento concreto de la economía y la política. Por una parte, jamás hubo tanta prosperidad, tan prolongada paz y tantas libertades. Por otra, al engaño de hacer cumplir las reglas divinas ha seguido el de gestionar vitaliciamente las humanas, lo cual significa que el representante suplantará sistemáticamente al representado, legitimando su candidatura al parasitismo como devoción por el bien común. Pensemos sencillamente en Academias de tal o cual lengua, en los libros de estilo promulgados por cada periódico próspero, en el acceso a drogas puras y medidas, o en el reparto de la carga fiscal. Las cosas van bien, pero no tanto como para tirar las campanas al vuelo.

REFERENCES

1La teología de la medicina (Tusquets), Drogas y ritual (FCE) y Nuestro derecho a las drogas (Anagrama).

2Fenomenología del espíritu, versión W.Roces, FCE, México, 1966, p.18.

3En el sentido de que atenderles produce una realimentación básicamente positiva –que la bióloga L.Margulis ha llamado simbiogénesis- para personas y grupos.

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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