BANGKOK
3/8/2000
Hay trece horas de avión por delante, desde el ascua de luz
parisina que vamos dejando atrás hasta los paisajes ignorados
de Tailandia. Llevo el corazón muy maltrecho. Hace medio año
me separé de una mujer a quien había prometido no dejar
nunca. Antes de confesarle que hice un hijo con otra huyo a la cara
opuesta del mundo, para no asistir al dolor causado por la confesión
en mi antigua casa, un dolor que me resulta insufrible, desmedido, monstruoso.
Tengo razones para romper ese matrimonio, desde luego, pero nada cambiará
que podía haberme sacrificado y no lo hice. Es algo que repite
el ánimo cada mañana cuando despierto, percibiendo el
atardecer avanzado de la vida como una navegación diametralmente
distinta de la previa. Siempre recorrí el filo de la navaja,
guardado por una alegría estoica que repartía suerte en
los peores percances. La propia estima quedó enganchada al dar
el último salto, y ahora toca seguir con pasiones que gobiernan
mezquinamente, como el metabolismo.
La cobertura profesional es un proyecto Causas de la
pobreza y la riqueza en Oriente y Occidente, aceptado
como año sabático por mi universidad y otra de Bangkok.
Quizá no encuentre nada valioso en esta dirección, aunque
a efectos académicos baste reunir datos. Hasta hace poco miraba
todo por el filtro Aristóteles-Hegel. La zozobra personal coincide
con el redescubrimiento de Hume, que propone una razón no hipotecada
a arrogancias. Es arrogancia ver el designio como origen de realidades
que cambian sin pausa, unidas a prosaicas ventajas comunes. Por ejemplo,
se dice que acatamos un gobierno porque nuestros ancestros concertaron
cierto pacto, lo cual complace al amor propio humano. Pero ¿qué
les llevó a pactar, replica Hume, aparte de su propia conveniencia?
Como la razón y el interés coinciden aquí, en situaciones
catastróficas hará falta mucho gobierno, no así
en otras. Imaginar que el Estado puede asumir funciones de redentor
moral opone altruismo y egoísmo sin cordura, decretando filantropías
forzosas que se resuelven en obediencia ciega a algún yo con
nombre y apellidos.
4/8/2000
Novedad y fijeza. Algunas cosas nuevas pasan desapercibidas, quizás
por lo mismo que nuestra atención se concentra sobre objetos
en movimiento. Los trozos inmóviles de un paisaje han de mirarse
uno a uno antes de aparecer, y los trozos nuevos tener algo previsto
o no nuevo para destacarse. El desafío de explicar esta ocurrencia
me acomete en la gran cama doble del hotel en Bangkok, recién
tragada una pastilla de somnífero con cerveza local y un buen
chorro de tequila, a efectos de contrarrestar el jet lag. Pasados unos
veinte minutos, el ánimo apenas atormenta.
Si el paisaje es radicalmente nuevo conmueve en principio menos que
acompañado por novedades de segundo orden, como cuando en un
museo topamos con cuadros o esculturas ya familiares. La pagoda sólo
ahora es tridimensional y tangible, aunque estaba esperando en la memoria.
Lo mismo puede decirse del rostro asiático, y casi de cualquier
otra cosa. En vez de raro el paisaje resulta entonces pintoresco, caricatura
de lo propiamente extraño o nuevo. De ahí que ni el aeropuerto
ni el largo recorrido hasta el centro de Bangkok ni el hotel hayan sido
sino un tránsito de copias planas a originales cúbicos,
de algunas reproducciones a sus objetos. Lo más próximo
a una sorpresa y de mal agüero es ver hasta qué
punto quienes trabajan en la calle llevan puestas máscaras, unas
veces como las que usa el personal de quirófano y otras veces
más aparatosas. La primera novedad real llega horas más
tarde, cuando empieza a hacerse de noche y miro por la ventana de un
séptimo piso. Entre aguacero y aguacero se perfilan pequeñas
viviendas y grandes rascacielos aislados, no pocos de ellos inconclusos.
Hijos de la crisis desatada en 1997, estas mastodónticas estructuras
de metal y hormigón han quedado en esqueletos, faltos del revestimiento
y los servicios internos que demandaba su cuerpo total. De la euforia
inmobiliaria restan edificios como el Baiyoke Sky II, que desde su mirador
de la planta 89 domina un enorme horizonte llano, cubierto todo él
por obras humanas y espesa polución. Ni eso ni algunos hoteles
lujosos afecta al hecho de que Bangkok sea una megalópolis de
casitas renegridas. Calle a calle, el cableado de la luz y el teléfono
cuelga en inextricables y cochambrosas madejas, sujetas por postes de
hormigón a la altura de los entresuelos. El alcantarillado, que
corre bajo las aceras, está presente a través de periódicos
respiraderos, por donde rebosa al poco de caer una tromba de agua. Los
cables se encofran y las aguas van por cañerías en el
estrato que podemos llamar arriba, propio de inmuebles con más
de quince o veinte pisos. Abajo, a pie de calle, la decoración
recuerda Blade Runner, con minúsculos puestos protegidos de la
lluvia y el sol por paraguas. La circulación peatonal se parece
al entrar y salir de algún estadio. El tráfico rodado
quiere adaptarse a la vida del arriba, pero las estrecheces del abajo
lo condenan a convertirse en un ruidoso coágulo.
Al fin algo imprevisto: una división vertical en vez de horizontal
del territorio. Aunque no deje de haber barrios ricos y pobres, esa
diferencia suele desarrollarse dentro de la misma manzana, comenzando
por las hediondas aceras y terminando en el lujo de áticos ajardinados.
La visión no tranquiliza a alguien que padece vértigo,
pero el combinado de alcohol y benzodiacepina baja piadosamente el telón.
5/8/2000
Encuentro hierba por procedimientos indirectos. Cerca del hotel que
es el aceptable Indra Palace hay una sastrería para aficionados
a la seda, y bastó echar una ojeada al escaparate para que un
dependiente saliera y me invitase a entrar. Hablaba un inglés
impecable, rondaría los veinticinco años y pensé
que si me compraba un pantalón podría pedirle que lo llevase
al hotel para la prueba definitiva, momento adecuado a efectos de entrarle
con demandas de cáñamo. Los peligros aparejados a ser
descubierto con alguna droga ilegal en Tailandia aguzan el ingenio y
aflojan la cartera; en este caso, hasta el punto de comprar un pantalón
de seda salvaje anormalmente caro y feo, negro para más señas,
que al copiarse fielmente del mío cargó con unas pinzastapa
del suplemento cultural RADAR del diario Página/12 (Argentina)
donde se publicó este adelanto ridículas, dado el apresto
de la tela.
La estratagema está a punto de naufragar dos horas después,
cuando quien viene a traerme la prenda es un primo del primero, más
joven aún y poco fluido en inglés. Le doy una buena propina
y pregunto por grass, marihuana, a lo cual
responde girando la cabeza mientras mira al techo, como si no entendiera.
Una vez solo, estoy maldiciendo la torpeza de todo el asunto cuando
llama por teléfono Johnnie, el sastre bilingüe. Algo más
tarde estamos hablando relajadamente en la habitación. Su lacónico
primo me había dado la primera clase asiática de modales;
no asintió ni negó, se abstuvo de intervenir inmediatamente.
Hijo de padre indio y madre thai, Johnnie fue enviado a California para
estudiar ingeniería industrial, pero la ruina del negocio familiar
con la crisis del 97 le trajo de vuelta, y ahora trabaja
como empleado en la tienda de otro indio. Su mediación me procuró
una bolsa ni grande ni pequeña, capaz de colocar bastante pero
de un material húmedo y con semillas a granel, francamente incómodo
de manejo. Jamás había visto hierba tan aplastada y como
mojada, que requiere deshebrarse para mezclarla con tabaco, y aun entonces
tiende a apagar el pitillo sin pausa. Johnnie no quiere ni hablar de
buscarme el famoso caballo blanco de estos lugares, alegando que la
clase de gente relacionada con su uso es muy poco recomendable.
Tampoco se aviene a encontrar lo que antes llamaban icey ahora llaman
iabba, que es un poderoso estimulante (dexanfetamina) consumido por
camioneros, peones y el tipo de infeliz que emplea crack en los Estados
Unidos. Como alternativa sugiere una cocaína muy cara, propia
de gente más recomendable. Nada podría interesarme
menos.
6/8/2000
Limitado así mi botiquín, pero repuesto del largo viaje,
la terapia antimelancolía sugiere entregarse a masajes reeditando
las ya vetustas promesas de Emmanuelle Arsan, mientras un sentimiento
más parecido a la obligación propone echarle una ojeada
a la ciudad. Conozco los alrededores del hotel, agobiantes en medida
considerable por la combinación de mal olor variado, muchedumbres
peatonales y conductores que intentan meterle a uno en sus sospechosos
vehículos, desde triciclos con motor a limosinas. Para desbordar
ese estrecho perímetro hacia alguna parte visito la Capilla del
Buda Esmeralda, aunque todo tipo de templo y especialmente los
monoteístas suela causarme fastidio e incluso ataques de
alergia cutánea, como a los denostados Dracul de Transilvania.
Este templo no es aparentemente monoteísta, y en realidad se
dedica a un mortal tan frágil como el príncipe Sidharta,
aterrado ante ciertas circunstancias dolor, decrepitud, soledad
que otros dan por elemental lote de la vida. Ya en estado agónico,
Hércules propuso abandonar con alegría un don que no pedimos,
convirtiéndose en héroe del estoicismo. Sidharta Gautama,
héroe del budismo, propuso el desapego mucho antes de acercarse
al estado agónico, ya de joven. A Hércules apenas le erigieron
santuarios, mientras al Buda siguen erigiéndole santuarios grandes
y pequeños en cada casa, como al Crucificado.
Por lo demás, la capilla del Buda Esmeralda encuadrada
dentro del complejo que llaman Grand Temple merece visita, aunque
sólo sea para comprobar hasta qué punto los amos orientales
dispensan a su plebe obras de orfebrería y arquitectura, no tan
lejanas al museísmo de repúblicas laicas. Allá
en lo alto, como un pigmeo hecho todo de jade y sentado en un trono
de oro, el Maestro corona una sala de grandes dimensiones donde ningún
centímetro carece de lujosos adornos. Rodea su altar un ornamento
parecido a las afiligranadas custodias de algunas catedrales europeas.
El trabajo de tantos artesanos resulta especialmente apreciado por quienes
hacen ofrendas, o rezan a iconos particulares con gesto de devoción
intensa. Paredes, techos y suelos se adaptan al propósito de
mostrar o aparentar que absolutamente todo está hecho de marfil,
piedras y metales preciosos, cosa notable teniendo en cuenta que el
templo celebra al más ascético de los mesías conocidos,
un puro eremita. Para no mostrarse irrespetuoso con este faquir el visitante
debe descalzarse y vestir con decencia, evitando manga o pantalón
cortos y calzado por donde asome parte del pie (sandalias). La elección
es descalzo o con zapato cerrado.
Para el laico ambas opciones son insatisfactorias. Los pies se cuecen
dentro de un zapato, o se abrasan además de ensuciarse
indeciblemente si van al aire. Con los míos cocidos, buscando
refugio para el pavoroso sol de poniente, el taxi que me trajo desde
el hotel ofrece una atmósfera gélida y chorros de aire
acondicionado dirigidos al pecho. Siendo él un devoto budista,
pregunto si Buda es un hombre o un dios. Tras breve pausa responde que
fue un hombre, y murió. Pregunto entonces por qué es tratado
como si fuese un dios, y supongo que está pensando largamente
su respuesta. Pero me equivoco, porque su siguiente alocución
es proponer que visitemos otros templos, o la gran tienda gubernamental
dedicada a vender joyas.
7/8/2000
Tras recorrer un enclave de compraventa sacra toca visitar lugares
de compraventa carnal, establecimientos que el credo budista define
como impropios no sólo para el clérigo sino
para el laico. Por otra parte, no puedo salir del hotel sin que se me
pegue el taxista de ayer, que hoy mepresenta a su obeso tío como
cicerone excepcional, provisto de un coche más amplio y presto
a hacer precios mínimos para cualesquiera carreras. Como en otros
lugares poco industrializados, aquí se patrimonializa hasta la
relación más episódica.
Hoy me dejo llevar por ese sujeto a cierto antro lleno de turistas borrachos,
la mayoría italianos, donde unas infelices abren botellas de
Coca-Cola con la vagina (sólo Dios sabe materialmente cómo)
y lanzan pelotas de ping-pong usando el mismo órgano. Una se
mete allí muchas cuchillas de afeitar unidas por un hilo, y otra
usa su genital para dar chupadas a un cigarrillo, objeto que cierto
parroquiano chillón apura luego con aparente deleite. Me abochorna
colaborar en la existencia de pocilgas humanas, aunque sólo sea
por haber pagado entrada. El nuevo taxista es sin duda un cetáceo
maligno, pero desasosiega pensar que tengo por delante muchos meses
de ser un supuesto ricacho a desplumar, gracias al cual prosperan lugares
así e incluso crímenes tan abyectos como la corrupción
de menores.
De vuelta al hotel, veo que en un pequeño solar muy próximo
se arremolinan adolescentes de ambos sexos. Ya es medianoche pasada,
y pregunto a uno de los porteros qué pasa. Contesta que es cine
privado. Viendo que no entiendo su explicación, añade:
Algunos comerciantes indios alquilan un televisor con video, junto
a paquetes de tres películas. Veinte o treinta jóvenes
se reparten el precio, y pasan la noche entretenidos. Durante el día
muchos trabajan por aquí, en tiendas y oficinas.
Como el evento está a unos pocos metros (y sigo a la vista de
los porteros), me acerco hasta el sitio, donde un par de adolescentes
con gesto de pocos amigos parecen cobrar algo parecido a una entrada.
Al fondo del minúsculo solar se divisa un aparato rodeado por
televidentes, unos pocos acomodados en sillas plegables y el resto de
pie o sentado en el suelo. Deben estar al final de la primera película,
o al comienzo de la segunda. Lo que ahora proyectan pertenece sin duda
al género llamado de acción, con coches en llamas y grandes
explosiones.
8/8/2000
Nuevo encuentro con el sastre bilingüe. Al parecer, la obsesión
antidroga corre pareja aquí con una enorme oferta, que añade
a marihuana y a la heroína blanca (o tailandesa)
cantidades no menos formidables de estimulantes anfetamínicos,
cuyo comercio se persigue con especial rigor. La televisión retransmite
semanalmente ejecuciones de traficantes, un espectáculo que las
autoridades consideran disuasorio, aunque la pena capital
por estos asuntos lleve medio siglo en vigor aquí. El gobierno
inserta también anuncios televisivos y murales como el que dice
Las drogas nunca ayudaron a los afortunados.
Una parcialidad semejante conduce de inmediato a la parcialidad inversa
esto es, que las drogas ayudan a los desafortunados, confirmando
la observación hegeliana de que nada real cabe en un juicio remotamente
parecido al de A es B. Y aunque este año en Asia puede hacerme
cambiar de idea, Tailandia pasa por ser en el Sureste lo que Colombia
es en Iberoamérica: un centro de refinado, empaquetado y exportación
de drogas ilícitas al resto del planeta. A juzgar por las declaraciones
gubernamentales, ni la policía ni el ejército tienen la
menor implicación en el tráfico, y sólo unos pobres
diablos dirigidos por extranjeros (ante todo birmanos y laosianos) se
dedican a mover toneladas de heroína por estos andurriales. Al
mismo tiempo, es conocido el nexo entre severidad legal y contaminación
institucional en lo relativo a tráfico de drogas, y buena parte
de los países que lo castigan con pena de muerte no sólo
son productores sino exportadores. La severidad legislativa funciona
como advertencia dirigida a foráneos y a toda suerte de meros
aficionados, que mejor se abstendrán de intervenir.
SAMUI
1/10/2000
La hierba se terminó. Un profesor inglés de buceo, con
quien contacto por casualidad, me habla de un vendedor a quien llamaré
Tong, que atiende en Chaweng por las noches. Es una excelente ocasión
para inspeccionar la vida golfa de esta isla. Más de una tarde,
volviendo de pasar el día en la playa, al pararnos junto al cajero
automático de la calle principal, hemos visto ya abierto y
concurrido el bar llamado XTC (siglas anglosajonas de ecstasy
o MDMA), desde el cual nos llamaban con alborozo jovencitas de vida
alegre. Hoy no vamos en busca de plan, sino para restablecer parte de
nuestro arsenal psicoactivo. Pero es una ocasión para ver si
hay o no plan en Samui.
Hacia las once de la noche el bar XTC hierve de mujeres, aunque ni tan
jóvenes ni tan joviales como habíamos entrevisto. Contempladas
de cerca, hay dos o tres muchachas pasables tras la barra todas
ellas recatadas camareras y una docena larga de busconas sin el
menor atributo venusino, a quienes sería difícil encontrar
cliente en una whiskería de Tarancón. Previa copa, las
escasísimas agraciadas ofrecen jugar partidas de tres en raya,
empleando al efecto dos tablillas paralelas de madera con sus agujeros
laterales. De modo que seguimos andando por la calle mayor, donde acabamos
frente a un establecimiento de travestis dedicados a representar cabaret.
No habiendo paredes ni por eso mismo entrada, mirábamos unos
instantes desde la acerca cuando uno de ellos nos invitó a consumir
o dejar de mirar. Lo tomamos muy a mal, y reanudamos la marcha.
El centro del pueblo que de aldea tailandesa no tiene una sola
casa es un sitio bastante simpático de música en
directo, donde una banda desgrana temas de Jimmi Hendrix con ayuda de
tantos decibelios como el propio Hendrix. Tocan bastante bien. Desde
esa encrucijada parten dos estrechas callejas repletas de garitos y
anglosajones achispados. Carteles anuncian en los bares partidos de
la Premier League, el Calcio y hasta la Liga. Hay muchas más
rameras con la misma proporción de horrendas sobre vagamente
admisibles, freidurías dignas sólo de hambrientos
terminales, algún restaurante con aspecto de atraco dinerario
y estomacal por decoración moderna, bazares de ropa, relojes
y artefactos electrónicos, un par de farmacias abiertas y muchas
usureras casas de cambio, con el invariable cartel de no comission.
Visto de cerca, el supuesto plan para solteros sin compromiso resulta
todavía menos atractivo que en Bangkok; las damas no sólo
no son agraciadas y vivaces, sino que destilan una mezcla de cansancio
y rusticidad. Parecen trasplantadas desde aldeas perdidas a alguna barra,
donde deben hablar inglés y confiar en otras posibilidades de
las que, fundadamente, desconfían.
Un kilómetro largo nos separaba del bar donde encontraríamos
a nuestro buceador inglés y a Tong. Como en esas películas
del Oeste donde la calle mayor es también la única, Chaweng
termina más allá de cada lado en negruras sembradas de
charcos. Hacemos nuestro kilómetro cada vez menos sensibles a
estímulos, pero la paranoia cunde tan pronto como vemos a nuestro
dealer. Imagínese un hombre en la treintena, rapado al cero,
de expresión carcelaria, que nunca mira a los ojos y ni siquiera
gasta la habitual sonrisa thai. Se encuentra nervioso porque está
recién salido de un grave problema con la policía,
y deduzco que nunca vacilará en pagar como soplón ese
tipo de deuda. A pesar de ello, el submarinista le avala, y sólo
quiero pequeñas muestras de cada cosa. Pido tanto hierba como
heroína y iabba, comandas que acepta con un rictus avinagrado
en la boca, apuntando la vista al suelo. Por lo menos habla un poco
de inglés, y tras decir algo a uno de los camareros pregunta
si no tendremos pastillas de XTC. Las pagaría bien, porque
producen erecciones indomables. Semejante disparate incrementa
nuestra alarma, y mentimos diciendo que no tenemos ninguna. Poco después
me hace signos el camarero, que en la cabina del disc jockey a
la vista de todos aunque aislados de oídos indiscretosespeta:
Ten una bolsa de hierba, no hay iabba y mira este caballo blanco,
son quince gramos y sólo valen 300 dólares; la hierba
serán 10. Le doy los diez, ruego que me entregue la hierba
en los servicios y pido allí un gramo de caballo, uno solo, aunque
sea pagando más en proporción. Serán entonces 30
dólares. Noto que me tiemblan las manos, por no mencionar las
piernas. Vuelvo a la barra, y como algo me dice que todo es una trampa
le endoso la pequeña bolsa de hierba a mi amigo, para no ir yo
solo a la incalificable mazmorra local cuando reciba el narcótico.
Poco después regresa el ayudante de Tong, que me hace pública
entrega del gramo en un tubito de cristal con tapa de plástico,
como los que contienen agujas de coser.
La ordalía estaba a punto de terminar. Nos despedimos con el
gesto más desenvuelto que pudimos, y aplazamos el suspiro de
alivio hasta comprobar que no éramos seguidos. La paranoia es
una alerta que suele resultar muy útil mientras no sobrepase
cierta medida, y dispare agresiones con la excusa de protegerse. No
fue nuestro caso, sino que volvimos como héroes. El realismo
vino después, cuando trasladado a una papela el famoso caballo
blanco tailandés resultó ser la mitad de un gramo. Me
juré por lo bajo no volver a comprar, y mucho menos a Tong. Pero
el fármaco dio de sí para largas charlas.
8/10/2000
Mis amigos se fueron y llegó Beatriz con nuestra hija, que
tiene año y medio. Aquí viviremos abiertamente nuestro
amor. Honi ayuda mucho con la pequeña, cuyo torbellino de vitalidad
bien podría absorber los cuidados de un regimiento entero. Cuando
la prole no va siendo devorada por algún Saturno, devora a sus
progenitores hasta sumirles en márgenes letales o de estricta
supervivencia. Nuestra pequeña, la emperatriz Claudia, tiene
tan poca idea del peligro y tanta ansia de atención
que la madre y el resto del mundo inmediato le deben pleitesía.
VIETNAM
9/11/2000
Visitar Vietnam tres décadas y media después de haber
pensado ir allí como guerrillero es lo más semejante a
una peregrinación que permite el laicismo. De modo que hago los
trámites del visado con entusiasmo, y salgo hacia mi destino
tan pronto como la República Socialista emite el caro papelito.
Gracias al despertador que me prestó una vecina amanecí
a las 4.30, hora de diana para el monje budista, a fin de coger un vuelo
de Samui a Bangkok que asegurase no perder el de Vietnam Airlines desde
allí a Saigón (Ho Chi Minh City). No tuve tiempo ni para
café y zumo de naranja.
Bangkok Airways, filial doméstica de la Thai, es una compañía
tacaña con sus refrigerios, que en ocasiones resultan nauseabundos
sin exageración alguna. Como fue ése el caso, seguí
en ayunas. Luego vino el largo trámite de inmigración:
ir de un funcionario a otro, hacer cola ante una taquilla de peaje y
volver al primer funcionario con algunos sellos y el resguardo de pago,
listos para que él estampe la última acreditación
en el pasaporte. Tan privado de alimento y nicotina estaba que ni reparé
en algo muy engorroso, como que me cambiasen un visado de categoría
0 por otro de categoría B. Al entrar en la zona duty free vi
que no había bar; lo único parecido eran carritos no muy
distintos de los callejeros, con productos parejamente terribles. Quizá
en otro piso podría conseguir un sándwich y fumar el largamente
ansiado pitillo, pero los altavoces llaman a los pasajeros de mi vuelo.
nuevo control y estoy en la sala de espera, donde pocos minutos después
la compañía anuncia un retraso de tres horas.
10/11/2000
El resto del trayecto resultó excelente. Vietnam Airlines es
una compañía comparable a las mejores, con aviones nuevos,
limpios, buena comida y una tripulación muy atenta. Ya en el
aeropuerto, anticipaba un severo comisario en el mostrador de inmigración,
si bien topé con un joven muy sonriente a pesar de sus galones,
que viendo el pasaporte exclamó:
¡Spanish! ¡Real Madrid gutta, very gutta!
Efectivamente, en toda esta zona del mundo no hay ese líquida,
con lo cual Spain es Sapain, small es samall y así sucesivamente.
El aeropuerto resulta convencional, con mamparas y moqueta gris hasta
el control de equipajes. Un taxista, que está dando clases de
inglés en una academia, me recluta gracias a su desenvoltura.
Sugiere un hotel de gran confort aunque barato, no los cien dólares
del Hotel X (cuya dirección acababa de darle). Antes de
sopesar qué pretende estoy en el minúsculo Hotel Hanoi,
metido en una calleja del distrito centro. Para poder pedir cuarenta
dólares una recepcionista amabilísima que otorga la habitación
llamada VIP, un humilde enclave con dormitorio, salita de estar, baño
provisto de jacuzzi y balcón a la calle. No hubiera sido cortés
aclararle que aquellas dependencias resultaban horrendas. Días
después comprobé, por cierto, que el Hotel X no cobraba
100 dólares, sino 50.
En descargo propio estaba la situación. De Samui a Saigón
había tardado tanto como de París a Bangkok. Al salir
del aeropuerto eran las siete de la tarde, noche cerrada, y las calles
presentaban un bullicio inenarrable. Jamás he visto un despliegue
parejo de bicicletas, motos y coches, enmarcado por minúsculas
tiendas en todas las casas del recorrido. La tez de la gente era más
clara que en Tailandia, con rasgos un poco menos hindúes y algo
más chinos. Aquí y allá se veían ancianos
con cayado, como calcos del viejo tío Ho (Chi Minh), dispersos
entre una multitud abrumadoramente joven o niña. Nada extraño
considerando que la franja intermedia de población varones
entre los 40 y los 70 años fue diezmada por guerras, exilio
y reeducación socialista. A falta de otra imagen, el abigarramiento
de los pequeños comercios recuerda el interior de alguna iglesia
barroca en Bahía, recubierto todo él por exvotos, reliquias
y cromos.
11/11/2000
El absurdo menaje del departamento llamado VIP lo compensa el balcón,
que permite tomar cerveza con cacahuetes o anacardos a cualquier hora,
viendo a la gente pasar, trabajar y vivir en sus diminutas casas de
dos pisos, adaptadas a la estatura del vietnamita. Unos cincuenta metros
a la derecha, sobre la esquina con la calle Yersin el colaborador
de Pasteur y viajero, que desentrañó el misterio de la
peste, un gran cartel de Ricky Martin anuncia Pepsi. A lo largo
de mi calle, más angosta, los saigoneses se sientan a la puerta
de sus pequeñas tiendas en unas sillitas de plástico cuyas
patas apenas levantan un palmo, tomando el aire húmedo mientras
comen o pican en familia. Lo mismo da que el negocio sea recauchutar
neumáticos, vender piezas de hule, libretas escolares o medicinas
chinas.
Al llegar la noche camino hasta lo más céntrico, desprendiéndome
de la oferta incesante de cyclos (triciclos con tracción humana),
girls, drugs y cualquier cosa imaginable, pues Ciudad Ho Chi Minh tiene
tantos buscavidas y mendigos preguntando qué quiere uno como
Tetuán o El Cairo. Ceno en la terraza del Hotel Rex donde
sirven un buen filet mignon con patatas fritas estupendas, desde
cuyo quinto piso se domina la plaza principal. Fiel a la regla de que
la amabilidad obliga, el camarero logra endosarme un café no
deseado, seguido por una copa no menos indeseada, merced a una nueva
exhibición sobre fútbol ibérico. Cuando comento
que Figo costó 10 millones de dólares, me corrige al punto:
¿no fueron 51? Por lo demás, su favorito indiscutible
es Roberto Carlos; también el mío.
En el mismo sitio, lleno de narices largas como llaman
a los occidentales, encuentro a varias señoras españolas
que rondarían lossesenta. Una resulta ser madre de toxicómano
y, según dijo, rebatió mis opiniones en un programa de
Telemadrid, años atrás. Como si viniesen de la peluquería
tras lavar y marcar, portando el habitual traje camisero, ella y sus
amigas me parecen el perfecto equivalente generacional de señores
como yo, tan a menudo calvos y sin teñir, algunos ajamonados
y otros amojamados, por lo general bastante menos seguros de nuestros
gustos. Si nos apeteciese tanto ir de compras, tendríamos al
menos una ocupación cotidiana respetable y absorbente, con valores
tan claros como los suyos. Véanse, aunque sea de refilón,
los culebrones asiáticos indios, paquistaníes, chinos,
malayos o tailandeses y se comprobará que, a despecho de
la diversidad cultural, son esas damas quienes dictan por toda la superficie
de la Tierra sus recurrentes argumentos.
12/11/2000
Comparados con sus espartanos compatriotas del norte, los vietnamitas
meridionales tienen fama de corruptos y poco respetuosos con la propiedad
ajena. No conviene transitar por zonas que ellos mismos llaman inseguras,
es frecuente que sisen en el cambio, los taxistas dan siete vueltas
para cobrar más la carrera, y resulta arriesgado contratar un
servicio o comprar cualquier cosa sin pedir precio de antemano, pues
la diferencia puede elevarase al cubo. Volvía esta tarde del
museo sobre crímenes de guerra norteamericanos (cuyas terribles
imágenes me expulsaron casi al instante), cuando un senecto y
escuálido conductor de cyclo pobre hombre, haciendo de
borrico con mis años o más fue alejándose
de la ruta debida, sin duda para acabar en algún sitio inseguro.
Le frené con un sonoro stop! y volví andando a mi observatorio
en el balcón del Hotel Hanoi. Lógicamente, al recorrer
las calles no hay una sensación de tranquilidad por la bolsa
propia salvo en el perímetro más céntrico, lleno
de policías. Por lo demás, el saigonés compensa
su inclinación al abuso con industriosidad y agudeza, desplegando
una iniciativa que le hace continuamente útil. Nada indica que
hace unos pocos años le estuviese prohibido hablar siquiera con
extranjeros no pertenecientes a países comunistas.
13/11/2000
Autorizado por mi compañera para hacer antropología de
campo, pero inquieto por ser un ridículo viejo verde, pido al
primer taxista que me lleve a una buena disco. Llego así a un
sitio con aspecto de antiguo teatro, donde trato de arrastrarme tan
sigilosamente como sea posible hasta la primera barra, sin mirar hacia
ninguna parte antes de haber obtenido una caña y un bol con cacahuetes.
Semejantes cosas me convierten en parroquiano respetable, y empiezo
a recorrer con los ojos un sitio que puede considerarse fantástico,
no tanto por la música como por su humana concurrencia. Un centenar
de mujeres, muy jóvenes y guapas a primera vista, danzan con
entusiasmo o miran con la fijeza del búho desde barras
o mesas ante una cincuentena de varones, la mayoría empleados
del lugar. La copa vale tres dólares. Una vez hecho a la estridencia
y a la estroboscopia, el cliente percibe una disposición amistosa
que se convierte muy gradualmente en amable. Ninguna de las gentiles
azafatas habla inglés, con lo cual la comunicación se
hace por gestos. Vistas más de cerca, varias son sorprendentemente
bonitas, sin huella de amargura o mala vida en el rostro. De no ser
por los rasgos asiáticos parecerían muchachas de cualquier
disco europea, vestidas a esa moda, aunque dispuestas a departir con
cualquier nariz larga.
Al cabo de una hora o así soy invitado a una mesa donde tres
damitas llevan rato secreteando entre maliciosas risas. Una de ellas
sólo resulta bastante bien parecida, mientras las otras dos asombran
por la lozanía y gracia de sus rasgos. La más joven lleva
su pelo negro azabache a lo Juana de Arco, cortísimo; tiene ojos
azules quizá por ser nieta de algún marine
y puede competir en exótica belleza con cualquier mujer que haya
visto en mi vida. Al no entender palabra de inglés o de francés,
suple los silencios haciendo una especie de risueño brindis antes
de tomar cada sorbo de su copa, que contiene jarabe de zarzaparrilla
con soda. Sus amigas lanzan grititos cómplices cuando lo hace,
como si se tratara de una ceremonia precisa, cargada de significación.
Me dispongo a pedir otra ronda, sumándome a un refresco que no
veía desde la infancia, cuando ella lanza una parrafada ininteligible
aunque hilarante en extremo para las otras dos. Es algo sobre my
mother y la hora, porque apunta con insistencia a su reloj. Colijo,
quizás erróneamente, que es hora de retirarse cada cual
a su sitio.
(...)