OPCIÓN IMPREVISTA

Las noticias de un derrumbe talibán que se produce sin mediar invasión terrestre, simplemente con apoyo aéreo a otros grupos afganos, llegan tras semanas de pronósticos agoreros e información sesgada. Los pronósticos sugerían que el país y sus gentes habían aniquilado a un gran cuerpo expedicionario inglés en el siglo XIX, y a otro cuerpo expedicionario soviético mucho mayor todavía a finales del XX. Era previsible, se dijo, que maltratasen a cualquier invasor con una guerra larga e imposible de ganar, como la de Vietnam, donde ni siquiera servirían armas sucias como los exfoliantes derramados sin piedad sobre la antigua Indochina.

Y bien, el pronóstico fue equivocado. A diferencia del vietcong, el talibán no tiene media bofetada. Es feroz con las mujeres, implacable con la música, la televisión, el fornicio heterosexual, la barba y otras ortodoxias, pero huye en desbandada a las primeras de cambio. Hechos a tirar de mártires asesinos, como los que acabaron con Masud, el resto apenas existe como milicia unida. Aunque su deidad prometa un cielo con mil huríes a quien mate infieles, su elenco de kamikazes es limitado. Vaya lástima para ciertos augures que el guerrero afgano, prototípicamente invencible, resulte no ser talibán ni partidario de fulminar al capitalismo. En realidad, bastante hándicap tienen los talibanes con ser fieles en vez de ciudadanos, vagos en vez de currantes, machistas en vez de hombres, inquisidores en vez de vecinos.

Sin embargo, el curso de los acontecimientos no sólo pone de relieve que se equivocaron los augures. Repásese la prensa reciente y tendremos un rosario de datos sesgados resumibles en las declaraciones de Maradona, un antiguo astro balompédico reconvertido en portavoz del gran talibán caribeño, de cuyas barbas pende la miseria cubana. Como declaró Maradona, y como piensan bastantes otros, Norteamérica merecía los atentados del 11 de septiembre.

El pueblo afgano, en cambio, no merece unos bombardeos que sólo pueden producir víctimas inocentes. Curioso razonamiento, que el sensacionalismo mediático completó repitiendo imágenes de niños muertos y hospitales derruidos, como si hubiesen sido alguna vez blancos voluntarios de la aviación. ¿Acaso han inquietado al mulá Omar las necesidades de los niños y hospitales en Afganistán, o la de otras personas (pongamos por caso las mujeres) aquejadas por alguna indefensión física? Y si pocas cosas podrían haberle importado menos ¿a qué plantear como alternativa su perpetuación o el derramamiento de sangre inocente? Me explico tales despropósitos considerando que el marxismo es una fe, tan ajena como otras a la mera experiencia.

Supongo que casi todos (yo desde luego) creímos en el famoso Manifiesto, y durante un siglo largo nuestra industria cultural apoyó la dictadura proletaria como proyecto razonable, legitimando con ello a su Conductor. Sin sopesar hasta qué punto era liberticida, nos pareció que perseguir autónomamente proyectos de industria y mejora -también llamado derecho a “buscar la felicidad”- no era una prerrogativa constante de todos y cada uno, sino la trampa que aplazaba el logro del bien común definitivo. Y aceptamos, aunque fuese a regañadientes, que ese audaz proyecto de ingeniería social requiriese innumerables espías, gendarmes y militares.

Tanto atrevimiento, pensábamos, lo compensaba basarse en una moralidad prístina y en métodos genuinamente científicos. Por otra parte, que los prósperos sean victimadores y que los indigentes sean victimas suyas resulta al menos tan incierto como el juicio inverso. Sí es evidente que acabar con la prosperidad privada nunca condujo a más prosperidad pública. Perseguido allí donde difunde riqueza, que es en la iniciativa mercantil, el afán subjetivo de ganancia se centró en escalar posiciones burocráticas, pulverizando cualquier gestión eficaz de los recursos.

Cuando falta la dinámica competitiva o de mercado es imposible el cálculo económico –averiguar si tal o cual actividad despilfarra o no-, y suplir dicho cálculo por los decretos de cada jerarca sectorial y nacional impuso un simplismo voluntarista, llevado adelante en la práctica por un híbrido de fraude y violencia. . Un día cae el muro de Berlín, y la arrogancia del voluntarismo retrocede al propio ritmo en que las urnas van arrojando sus veredictos. Pero las religiones son inasequibles al desaliento, y ésta en particular pretende instalarse ahora como conciencia crítica del presente, capaz de recordar lo incumplido en cada aspecto de la vida.

Al mismo tiempo, el espíritu sólo puede estimular las posibilidades incumplidas del hoy mirando sin prejuicios, y el más arraigado es una idea del mundo redonda y cerrada como el ser parmenídeo, desde la que se explica literalmente todo. Cuando nuestro esquema reduce cualquier fenómeno al binomio opresión-revolución ¿para qué perder el tiempo observando los pormenores de cada peripecia? La penuria de esa alternativa es condenarse a pasar por alto cosas. Por ejemplo, que a los afganos les ha caido un equivalente al gordo de la primitiva. Esto es: que pasarán del cutre aislamiento a tener infraestructuras, empleo, educación, sanidad y oportunidades de triplicar en poco tiempo su nivel de vida.

Los más conscientes del imprevisto premio son los propios afganos –por no decir las afganas-, mientras buena parte de la intelectualidad y muchos medios de comunicación siguen prefiriendo variantes de alarmismo. En el caso de los medios se entiende, porque la alarma impresiona más que la tranquilidad. En el caso de los intelectuales se entiende también, porque viven a medio camino entre el gurú y el científico, lo políticamente correcto y lo veraz. Sobre unos y otros pesa aún lo defendido días antes –que la intervención sólo produciría víctimas inocentes-, con lo cual reconocer la alegría afgana queda para luego, cuando se descubran nuevos atropellos atribuibles a una coalición antiterrorista objetable, aunque sólo sea por reunir a países escandalosamente ricos.

El evangélico Sermón de la Montaña bendijo no sólo a los pobres materiales sino a los pobres de espíritu, que piden sin dar y reciben con ingratitud. La variante actual maldice a quienes prefieren practicar autoayuda y mérito, que son explotadores fascistas. De ahí que comprenda, cuando no aplauda, a quienes lograron mutilar y aterrar al más poderoso de los prósperos. Quizá dichos sujetos son muy retrógrados en otros planos, pero su castigo equivaldrá a otro episodio donde los opresores triunfan. No andan en esa amarga constelación los afganos, que entrevén ahora una ocasión de acercarse al marco de la sociedad comercial, librada al intercambio de bienes y servicios prosaicos, tras una tortuosa historia de sociedades eclesiástico-militares con banderas tan mesiánicas como mugrientas.

En realidad, más de una mujer se ha levantado la máscara de su gurka, desnudando un rostro sonriente, y más de un campesino ha quedado atónito viendo caer proteinas y vitaminas del cielo. Pronto, cuando cundan radios de bolsillo, la población empezará a enterarse de qué pasó, trascendiendo los confines del feudal valle donde vegeta; y si se confirman las noticias de un gobierno con algunos ministros del sexo femenino el más bárbaro de los países islámicos pasará de la retaguardia a la vanguardia, al menos en equilibrar las oportunidades entre sexos.

El lector, con razón, dirá que el cuadro no tiene suficientes rasgos idílicos. Sin embargo, tampoco negará que esos millones de personas pueden empezar a imaginar cosa distinta de la guerra y la miseria como pan de cada día. En el caso afgano los obstáculos más aparentes para aprovechar la coyuntura parten del extranjeros fuera, tan válido contra saudíes o chechenos como contra ingleses e indios. Mientras eso no se derogue seguirán padeciendo la cochambre entre hambrunas que resume una larga experiencia.

Por otra parte, cierta viuda joven de Kabul exhibe su rostro jovial con la misma desvergüenza que otra viuda joven exhibe sus nalgas en un distrito de Amsterdam. Emancipado de subvenciones y limosnas, hay mucho camino por delante para las primeras, empezando por decidir si el trabajo extradoméstico (sumado al doméstico inevitable) hace mejor o peor la vida. Quién hubiese dicho que esa opción iba a plantearse en Afganistán precisamente, y mediada por tantos otros factores.

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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