MORIR MEJOR

 

La cuestión de despedirse con dulzura de la vida es una de las sometidas aún al más puro anacronismo. Un reciente seminario internacional de juristas, celebrado en Málaga, tuvo entre otras virtudes la de airear datos. En Japón, por ejemplo, se declaran a favor de la eutanasia activa el 88 por 100 de los consultados, frente a un 2 por 100 en contra (con un 10 por 100 que no contesta). En Australia, los favorables se elevan al 75 por 100, y hasta en países con normativa feroz -como Francia, cuyas penas pueden llegar a la reclusión perpetua- el 85 por 100 de los adultos querría «ver reconocido el derecho a ser ayudado a morir». La ley francesa hace oídos sordos a este clamor, aunque la institución del jurado soluciona allí el entuerto, absolviendo sistemáticamente a los reos de este delito; cosa similar se observa en Bélgica. Los Estados de Norteamérica rara vez contemplan la ayuda piadosa al suicidio en sus códigos, pero incluso aquellos que sí lo hacen rara vez logran procesar siquiera a los presuntos culpables, pues el principio constitucional del liberty interest prima sobre esta norma; recientemente, un referéndum en Oregón acaba de aprobar la eutanasia activa. En Canadá, el suicidio asistido desapareció del ordenamiento penal hace años.

Holanda reconoce también el derecho de todo adulto cuerdo a pedir eutanasia; el ponente de este país proyectó un vídeo donde se veía morir muy apaciblemente a un hombre, tras haber recibido dos inyecciones: la primera para llevar lentamente al sueño, permitiendo al sujeto despedirse sin ansiedad de sus seres queridos, y la segunda -definitiva- una vez dormido. Suiza no llega tan lejos de modo explícito pero sí implícito, pues el Código confederal determina que no será punible ayudar a otro a morir, si median motivos altruistas.

¿Cuál es el estado de cosas en España? Las encuestas dicen que el 17 por 100 es partidario de «prolongar la vida, aunque sólo produzca más sufrimiento», y el 83 por 100 piensa de otro modo, lo mismo que en Alemania. Pero el Código -en su artículo 409- establece penas mínimas de seis años y máximas de veinte: «El que prestare auxilio o induzca a otro para que se suicide será castigado con la pena de prisión mayor; si se lo prestare hasta el punto de ejecutar él mismo la muerte será castigado con la pena de reclusión menor». Redactado hace siglo y medio -en la reforma de 1848, cuando España era declaradamente confesional-, este artículo pone en pie de igualdad la inducción egoísta al suicidio (para cobrar una herencia o un seguro, para cambiar de pareja sin necesidad de divordio, etc.) y el auxilio prestado a otro por amor y compasión humana.

Al escribir su tratado de botánica, en el siglo III aC, Teofrasto elogiaba a un tal Trasias de Mantinea, que inventó remedios para inducir una muerte fácil e indolora. Orientada a coordinar el autogobierno con una atención a lo común, la cultura griega contiene innumerables ejemplos de eutanasia, que literalmente significa «recto morir». Desde Zenón de Citio, varios estoicos célebres se provocaron la muerte -mediante un ayuno gradualmente severo- tan pronto como creyeron mermadas sus facultades de modo irreversible; ese recurso, o cualquiera orientado a los mismos fines, les parecía lo natural en el ser humano.

Roma destacó aún más las virtudes del suicidio, considerándolo mil veces preferible a prolongar una existencia incongruente con su dignidad. Aunque el espíritu romano sea corrupto y áspero en otros aspectos, contempla con serena grandeza las ventajas de una mors tempestiva, oportuna. Plinio el Viejo lo explica en una frase célebre: «de los bienes que la naturaleza concedió al hombre ninguno hay mejor que una muerte oportuna, y óptimo es que cada cual pueda dársela a sí mismo» (Hist. nat. XVIII, 2,9). Su sobrino, Plinio el Joven, incluye entre los actos más sublimes el de una campesina, que obligó a suicidarse a su marido -aquejado de una terrible dolencia- arrojándose atada con él al lago Como. Comparado con ese coraje, el horror de los griegos a la enfermedad y la vejez parece frívolo, pues ni lo uno ni lo otro son temibles conservando el denuedo de saberse libre, y la decisión de seguir así en el último trance. Es lo que Epicteto llamaba «autonomía de la decisión moral».

Este universo será arrasado por el triumfo del cristianismo, que -como los demás monoteísmos- está reñido con la autonomía moral del individuo, y legisla sobre el campo reservado por los paganos a la intimidad, impartiendo normas sobre dieta alimenticia y farmacológica, sexualidad, ideas, lecturas o administración del tiempo. El pagano considera que tanto él como su prójimo son singularidades soberanas, mientras el monoteísta reserva la soberanía siempre a otro, que desde el Todopoderoso único se derrama selectivamente sobre el monarca único, el pontífice único y el comisario no menos único. Como adivinando con siglos de antelación el triumfo del dios-gendarme, apoyado en quemas de bibliotecas e inflexible dogma, comentaba Aristóteles «que las sustancias singulares son dioses, lo divino abarca a la naturaleza entera, y el resto fue añadido luego, para seducir al vulgo y servir intereses» (Met., 1074 b 20-23).

Ante tantos males del mundo -empezando por la larga vida de inquisidores y otros verdugos-, uno no acaba de entender bien qué gana lo divino siendo omnipotente; según Spinoza, tras ello está «querer que Dios no sea Dios y, por tanto, querer entristecerse». Pero la tristeza sirvió a algunos para mandar todopoderosamente, por delegación del Todopoderoso, decidiendo que la eutanasia era un crimen de lesa majestad, un desafío a la omnipotencia divina. De ahí que desde la alta Edad Media se castigue al suicida, tanto frustado como consumado; los cuerpos de los muertos son expuestos a los buitres, sus bienes se confiscan (a favor de la ofendida Iglesia), y sus nombres se tachan de los registros por infames; los suicidas frustados hacen frente al mismo saqueo, junto con picota y galeras, o -en comarcas benignas- con destierro a perpetuidad. Esta normativa pervivirá en el mundo occidental hasta ser derogada por los revolucionarios de América y Francia, aunque el pudiente llevara siglos recibiendo funerales y sepultura cristianos, si su familia alegaba que antes de perpetrar el pecaminoso acto sufrió un ataque de locura.

No sé qué ofende más profundamente a la condición humana: creer que la eutanasia es un crimen contra lo divino, o creer que deriva de un entendimiento disminuido. En cualquier caso, quienes apoyan su castigo pertenecen a una secta que durante casi dos milenios ha torturado y exterminado a millones de personas, basándose en su manera de pensar; herejía traduce airesis, que significa «manera de pensar, opinión». Malas credenciales tiene esa secta para presentarse como embajador universal de la vida.

El presente nos ha devuelto a una perspectiva pagana, más o menos agnóstica ante los venerables dioses. En línea con ello, un número colosal de adultos reclama otra vez lo inalienablemente suyo. Suyo es que -allí donde no resulte súbita- la muerte pueda elevarse a un acto de excelencia ética, aligerado de sufrimientos remediables; no se me ocurre legado más benévolo para los demás que una despedida a tiempo, donde el que se va dice a quienes se quedan algo semejante a: «no os preocupéis, esto es más sencillo de lo que parece, vivid sin miedo».

El negocio de atizar el temor a la muerte -prometiendo vida eterna a cambio de sumisión- se defiende por la fuerza, con preceptos como el artículo 409 del Código Penal vigente. Sin esa norma, y las que impiden el uso de drogas aptas para aguzar o apaciguar la conciencia, parte de nuestros muertos habría abandonado su figura al recuerdo de otra manera, menos contigua a cólera y patética súplica. A título de alivio, lo que el futuro inmediato ofrece es medicalizar el asunto; cambiando la sotana negra por su bata blanca, el doctor decidirá sobre el aspirante a cadáver, del mismo modo que el clérigo decidía sobre la absolución o la suspensión de ese beneficio.

Si no somos crueles, el agonizante volverá a despedirse de la vida en su casa, rodeado de aquello que le es familiar, y del acuerdo con los suyos -no del médico- deberían depender las últimas medidas. También es cierto que, junto a estas perspectivas, cunde una idea espantosamente banal de la muerte, como algo que cabría convertir incluso en trance cómodo. La lección de los antiguos, que nosotros podríamos transmitir a nuestros hijos, es no detenerse en miserias hipocondríacas, y custodiar la muerte como garantía perpetua de una vida libre. Lejos de interrumpir la libertad, poder suicidarnos -y estar prestos a ello, si llegara el caso- es lo único que pone límites infranqueables a cualquier tiranía.

Esto es ciertamente duro de cumplir. Pero más duro es ser siervo vocacional, aspirante a procreador de siervos análogos, porque -volviendo a Plinio- «habrá de morir igualmente, y dejando atrás una vida indigna».

 

 

Antonio Escohotado
Retrato del Libertino, pág 129-134

 

 

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