MODALIDADES DE LA POBREZA

La credulidad humana es insondable. Eso sugieren, al menos, las masacres relacionadas con el Movimiento por la Restauración de los Diez Mandamientos. Hace algunas décadas le tocó el turno a la Iglesia del Templo del Pueblo, cuyo ritual de autoinmolación produjo casi mil muertos en Guayana, y tras algunos episodios parecidos en Europa surge ahora un holocausto comparable en África, cuyas víctimas no son norteamericanos ingenuos ni europeos apocalípticos, sino ugandeses en buena medida analfabetos.

Podemos echarle la culpa a la religión, que sigue siendo explosiva en buena parte de los continentes. No obstante, la policía ugandesa descubre hoy lo que ya descubrieran los detectives en Guayana; esto es: que los suicidas fueron más bien suicidados por una jefatura, cuyo líder trató de huir o huyó. El reverendo Jim Jones, fundador de la Iglesia del Templo del Pueblo, fue muerto de un tiro en la nuca por cierto miembro de su secta, cuando tras repartir zumo de naranja cargado con cianuro potásico decidió a última hora no beber su propia pócima, sino más bien fundar una versión remozada de la secta en alguna otra parte. Los fundadores del movimiento ugandés no han aparecido aún, y es probable que estén ahora vendiendo las propiedades donadas en su día por los suicidados.

De hecho, fueron suicidados por la misma razón; esto es, porque la jefatura no admite el desmentido de los hechos, la rivalidad de lo real. Cuando la profecía que hizo naufraga, el jefe evita a su grey la contaminación de un mundo impuro, consumando de paso un expolio definitivo de caudales.

Entre otros rasgos, el retrato robot de ese líder incluye técnicas de trance (como las del médium espiritista), un historial previo de vendedor frustrado e inclinaciones a la pederastia. Humilde siervo de los siervos del Señor, puede también chasquear el látigo de la ira divina cuando su grey ponga en duda la veracidad de lo profetizado. Tampoco perdamos de vista a los pupilos. Exceptuando niños y adolescentes, que son movidos por sus padres o tutores a ingresar en la secta, el resto de la grey entra por gusto, convicción o alguna mezcla de ambas cosas. De ahí que el surgimiento y pervivencia de la secta -incluyendo su holocausto (cuando llega a producirse)-, no remita tanto a simple credulidad como a una forma muy aguda de vileza humana, obra conjunta del embaucador y el embaucado.

El retrato robot de este último exhibe hombres y mujeres con algún dinerillo, o al menos con tierras donables a la Iglesia, cuyo rasgo común es pedir precisamente salvación, ingreso permanente en un edén de alegría. Combinada con la oferta del profeta, esa demanda de salvación cierra el círculo del negocio mesiánico. En su base no hay tanto personas definidas por indigencia monetaria como por miseria moral, que ya de antiguo se consideran benditas por pertenecer a la categoría de los “pobres de espíritu”.

Mientras los demás se conforman con este bello y perro mundo, esforzándose por conseguir un lugar al sol con esfuerzos prosaicos (diligencia, independencia, reciprocidad), los pobres espírituales siguen el consejo evangélico: si pájaros y otros animales no se preocupan por el futuro, y subsisten gracias a la generosa providencia divina ¿por qué no les será concedido a ellos un duradero cielo, cuando legaron ya todos sus bienes –empezando por la libertad de conciencia- al mesías? Tras la implosión padecida por la rama política del negocio salvífico, observemos que cualquier otra rama del negocio sigue pasos coincidentes, orientados a desestructurar y rasar las diferencias.

Masifíquese cierto grupo -merced a reglas colectivistas- y será inevitable un mesías, normalmente instruido sobre cuestiones reglamentarias por haber recalado en alguna secta previa. Aunque regir sobre una masa suele demenciar a cualquiera, el depositario del oráculo gestiona la lógica elemental y milenaria de la sociedad secreta, cuya meta consiste en reducir el paisaje de la vida a la contraposición fiel-infiel, amigo-enemigo. Tras estudiar diferentes sectas de su tiempo, a finales del siglo XIX, Simmel observó algunos puntos inalterables: 1)juramento de obediencia absoluta a un jefe, conocido o desconocido; 2)consideración del no juramentado como adversario, potencial o cierto; 3)jerarquía según grado de “iniciación”; 4)ficciones bien armadas para desconcertar al no iniciado; 5)alto valor del ritual, contrapuesto a conductas espontáneas.

Medio siglo después, meditando sobre el totalitarismo como sociedad secreta trasladada a la luz del día, Hannah Arendt añadía que su objetivo siempre será vencer al mundo exterior con engaño y violencia. Otro medio siglo después, hoy, merced a mafias e iglesias sobre todo, el monolito sectario permanece inconmovible en algunos reductos. En efecto, el monolito no puede cambiar sin sucumbir, cosa aplazada mientras haya ortodoxos rodeados por heterodoxos, esperando unos y otros salvarse.

Desde luego, todos podemos ser aquejados por pobreza de espíritu, y hasta solemos serlo en más de un aspecto. Pero la promesa sectaria utiliza esa indigencia moral como cemento piadoso, excluyendo la vía de enriquecer el espíritu con amor propio y generalizado respeto hacia los demás. Reclama salvoconductos hacia algún edén -como si fuera posible saltarse la cola donde los demás mortales aguardan con entereza su turno-, y se abona a un flujo de crueles embaucadores. En la esperanza porta su castigo. De ahí que los gobiernos cometerían un atropello ilegalizando algunas sectas, mientras reconocen muy respetuosamente a otras, como ahora proponen en Uganda. El pensamiento jamás delinque, decía Buñuel, y su pesquisa de cada cosa parece el antídoto natural y suficiente del error humano.

Precisamente por eso sólo las sectas practican una caza al hereje, desterrando la libertad de pesquisa. No hagamos lo mismo que ellas, ni siquiera muy vagamente. Impartamos en bachillerato un curso de historia sobre obras y milagros de las más conocidas; e impartamos también cursillos sobre el Ejército de Resistencia del Señor, la Iglesia del Último Mensaje de Advertencia Mundial y otras novedades exóticas. Resultarán sin duda amenísimos, además de disuasorios para bastantes. Los mesías de esas congregaciones podrán ser unos granujas, e incluso unos monstruos que matan a niños por codicia y soberbia.

Pero ellos se limitaron a poner en marcha la guerra entre fieles e infieles. El resto de la culpa la tiene el anhelo de salvación, esa manera supremamente tramposa de vivir.

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



Development  Network Services Presence
www.catalanhost.com