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MARKS
A finales de los años sesenta, cuando dejé
la asesoría jurídica del ICO para emigrar a Ibiza, mi actitud
se parecía en más de un sentido a la de Howard Marks por
entonces. Era también ayudante de Universidad, como él,
y me interesaban tanto las drogas ilegales como el universo recién
abierto por ellas, que incluía amor libre, country rock y la promesa
de caminos menos condicionados para la existencia. En aquella Europa algunos
no identificados con San Marx, San Mao o San Agustín entendíamos
el tráfico de esas substancias en particular el de las psiquedélicas-
como un piadoso servicio a nuestra tribu. Y nuestra tribu era el equipo
mundial de los freaks, ajeno al de los macrobióticos y adocenados
hippies, siempre en busca de gurús, vendiendo baratijas por mercadillos,
arropados de hinduísmo.
Como era previsible, en Ibiza siguieron lloviendo coincidencias con Marks.
Conocí a algún miembro de la Hermandad del Amor Eterno;
fumé el fabuloso haschish afgano trasladado gracias a las franquicias
de diplomáticos pakistaníes en los años setenta;
desgrané placas y placas de aquellos minúsculos window
panes (hasta que tanto ácido nos entró por las yemas
de los dedos, forzándonos a usar guantes de goma); visité
algún velero cargado con cientos de kilos de hierba colombiana;
conocí mafiosos, policías revendedores de lo incautado,
clientes sensatos e insensatos y, en definitiva, me mantuve alegremente
en el filo de la navaja. Quizá incluso anduve próximo a
Marks en algún bar de Santa Eulalia o Ibiza, o en alguna casa payesa.
Hombres de sus recursos me fascinaban, y sólo bastante más
tarde -al inaugurar Amnesia- sospeché los goces y riesgos aparejados
a esa clase de vida. Tras una detención relativamente breve en
1980, seguida de sobreseimiento, mi Waterloo llegó a principios
de 1983, cuando al igual que Marks- menos metido en harina estaba.
Por lo demás, había hecho incomparablemente menos que él,
y en 1988 la Audiencia de Palma me sentenció a dos años
y un día.
Supongo que me han pedido prologar este libro por las circunstancias recién
mencionadas, y de ahí que me aviniese a ello. Tras leerlo, veo
que el verdadero punto de contacto con Mr. Nice no estaba en nuestro común
afecto por la Tríada (drogas, sexo y rock & roll), sino en
el aprovechamiento de la condena. A mí me sirvió para redactar
gran parte de un trabajo histórico, que llevaba compilando varios
años. A Marks le sirvió para redactar el testimonio cabal
de cierto espíritu, que amó los dones de la ebriedad cultivando
el ingenio y la ganancia. Sin victimismo, con pericia de alto escriba
para diálogos y descripciones, narra su ascenso al Olimpo, su descenso
al Tártaro y el retorno a la simple Tierra. Telegráfico
para el sufrimiento, y generosamente expresivo para los placeres, el lector
agradece que la realidad de todos se sobreponga una y otra vez a la vena
intimista, poblando el escenario de personajes vigorosos. Ninguno quizá
tanto como Jim McCann, terrorista del IRA, narcotraficante y luego asesor
financiero de magnates, si no fuese porque cada cuadro de este drama lo
llenan siempre seres de carne y hueso, observados con lúcido detenimiento.
El libro nos recuerda también algunos aspectos dantescos de la
ley vigente, que los europeos no padecemos en medida remotamente pareja
a quienes caen bajo la férula del inquisidor norteamericano. Cuando
eso sucede, la alternativa es reconocerse culpable, delatando a cualesquiera
otros e implorando clemencia, o alegar inocencia y ser sentenciado a cadena
perpetua, sin opción alguna a libertad condicional. Este atropello
sistemático a la dignidad humana, que -por fortuna- no tiene paralelo
en otros órdenes de nuestra conducta, es un mal remediable
y por lo mismo insufrible. Pero el tiempo cambia velozmente (no
en términos de segundos, sí en términos de meses
y años, como observa el autor), y la distancia que alguna vez pudo
haber entre guardianes y transgresores de la narcolegislación se
ha ido estrechando hasta el diámetro de un cabello. En paralelo,
el Primer Mundo vive una edad de insólita franqueza expresiva,
donde opinar libremente no es sólo el derecho supremo sino un pasatiempo
primario de todos. Dentro de ese gusto por la franqueza se observa un
cambio de actitud hacia las drogas ilícitas y su comercio.
Veremos qué pasa, a fin de cuentas. Para empezar, los aficionados
a la marihuana y el haschisch se hacen oir con creciente fuerza. En cualquier
caso, testimonios como el de Marks tienen la ventaja de ser buena literatura,
a la vez que una crónica veraz.
Antonio
Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org
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