LENGUAS MUERTAS, LENGUAS VIVAS

Entre los tesoros que nos deja haber atravesado la infancia el más práctico es sin duda disponer de una lengua. Y como ese regalo no tuvo precio, las propuestas de comportarse creativamente con él las consideran algunos absurdas e insolentes. Así lo ha comprobado Gabriel García Márquez hace poco, tras cierta intervención en un congreso. A fuerza de emplearse sin pausa, y sin ingenio, un idioma acaba pareciendo una colección de reglas inalterables, al estilo de las que recibieron Moisés y Mahoma por gracia divina.
Por otra parte, la lengua no se está quieta, y exhibe constantes excepciones a reglas supuestamente inalterables. Lo que tiene de puro sonido -el elemento fonético- guarda un vínculo todavía misterioso aunque muy puntual con la geografía, y se diría que las palabras son como las plantas, seres afectados no menos decisivamente por cada tipo de clima y tierra.
La sintaxis o coordinación gramatical es en principio mucho más normativa y estricta, si bien lo correcto va cambiando también de acuerdo con un espíritu que sólo puede codificarse parcialmente -como en la consecutio temporum o secuencia de los tiempos verbales en castellano, por ejemplo-, pues a fin de cuentas cada época y lugar determina qué construcciones son admisibles o no. La corrección de algo dicho o escrito en cierto idioma viene de que allí suena bien, no de que cumpla alguna pauta lógica general.
Algo parecido puede decirse de la ortografía, que siempre tiende a una normalización estable, pero siempre anda cambiando. Es evidente que conservar la hache -o mantener la be y la uve cuando suenan igual- no viene de consideraciones funcionales, basadas finalmente en la economía, sino de un apego a lo acostumbrado. Es evidente también que lo acostumbrado resulta muy transitorio, y basta leer una carta de Goya -escrita hace siglo y pico- para constatar hasta qué enorme grado la be, la uve, la jota, la ge y la hache estuvieron bailando a su aire, sin perjuicio alguno para el sentido.
Un interesante modelo es el inglés, que regala montones de palabras y giros a otras lenguas, a la vez que absorbe montones de palabras y giros extranjeros. Su ancestro, el sajón antiguo, escribía la palabra "pájaro" de cinco maneras distintas, aunque todas se pronunciasen del mismo modo, y de esa genealogía le vienen una gramática muy sencilla, una ortografía en buena medida abierta y -como rasgo más distintivo- una fonética no previsible. El apellido Reagan, por ejemplo, podría pronunciarse rígan, si bien se pronuncia regan, pues a priori nada se sabe. La cosa es ciertamente un incordio para quien busca pautas fijas, pero algo que va inventándose existe siempre a posteriori.
Naturalmente, esto no quiere decir que el inglés sea preferible a cualquier otro idioma, sino tan sólo que sigue vivo. Otras lenguas del tronco germánico son quizá menos flexibles en algunos aspectos, aunque ofrecen a sus usuarios una libertad todavía mayor para crear palabras nuevas. Está claro en ellas que el idioma no es de nadie, con lo cual a la hora de hablar y escribir lo óptimo será que cada uno haga lo que le venga en gana, mientras logre expresarse y ser entendido. De ahí que no haya para el inglés o el alemán el más remoto vestigio de una autoridad encargada de legislar sobre el asunto, pues va de suyo que lo óptimo es dejar fluir cada lengua.
Bien distinto es el horizonte en unos pocos países con fuerte tradición centralista, como Francia y España, que a nivel jurídico confieren un valor máximo a la ley y mínimo a la costumbre, y a nivel linguístico pretenden preservar sus lenguas con Academias. ¿Admite un idioma la relación del tutor con su pupilo, cuando el pupilo resulta ser él mismo, y el tutor algunos señores con nombre y apellidos? Aunque eso sucede con valiosas reliquias, como el sumerio o el latín, lo que vale para lenguas muertas podría ser ocioso y hasta abusivo tratándose de las vivas, donde la autoinvención prosigue.
Vivas o muertas, las lenguas se forman siempre de manera azarosa, como una línea de costa o un sector del firmamento. Lo distintivo de las primeras es estar en interacción con otras, y -por más que le pese al purista- extraer salud del mestizaje. A fin de cuentas, unas palabras nacen, otras se gastan a costa del éxito, otras quedan en segundo plano o latentes, análogas a los depósitos y erosiones que dibuja el curso de un río. Por consiguiente, si tenemos una Academia para cuidar y abrillantar el idioma, cuídese ella de no estorbar su creatividad, y -menos aún- de arrogársela. En otras palabras, cuídese de registrar los usos clásicos y los recientes, mediante diccionarios tan completos y bien fundados como le sea posible.
Sin embargo, no es un registro de usos dictar sentencia sobre acentos, ortografía, signos de puntuación y vocabulario, resolviendo que a partir de cierta fecha substancia será sustancia, fué será fue, Avila será Ávila y otras indefinidas cosas serán de tal o cual manera. Abierto ese surco, llaman a la puerta ulteriores formas de domesticación como los libros de estilo, o la jerga de lo políticamente correcto, cuyo resultado es consolidar nuevas arbitrariedades. Así, gobierno se escribirá siempre Gobierno, en vez de negros diremos personas de color, las comillas se suprimirán (o se pasarán a cursiva) cuando no delimiten una cita, el viejo etc. se transformará obligatoriamente en etcétera.
Un buen antídoto para estas y otras lindezas normalizadoras es, por ejemplo, el artículo diario de Umbral, donde en vez de etcétera por etc. hallamos Glez. por González, y todo rebosa libertad. Pero la cuestión subyacente -aquí y en tantos otros órdenes- es que la era autoritaria ha pasado el testigo a una era controlista, donde las aspiraciones de poder ya no se despliegan con amenazas de fulminación inmediata, y se aseguran el imperio por vías de penetración gradual, usando cadenas de pequeñas y continuas coacciones, como constata casi cualquier autor comparando lo redactado con lo publicado, cuando no puede vigilar las pruebas de imprenta.
Con esas coacciones sin grandeza, y con las que nos esperan en el futuro, la corporación dedicada a tutelar el idioma justifica su propio papel; obsérvese que escritores y filólogos los hubo siempre en la Academia, si bien donde antes se sentaban militares y prelados ahora empiezan a sentarse directores de periódico. Quien carece de título para sugerir reformas es un afuerino, un marginal como Gabriel García Márquez. No obstante, el castellano -hijo ante todo del ladino hablado por los sefarditas, convertido luego en español merced a América Latina- ha nacido y crecido institucionalmente solo, a golpes de uso cotidiano, animado por Manrique, Cervantes y mucha historia. Puesto que el magisterio de la pluma jamás lo otorga la propiedad de un sillón, antes de seguir condicionándolo por los medios actuales convendría oir con máximo respeto a García Márquez. Gracias a personas como él y como Borges accedimos los hispanoparlantes de hoy a ámbitos hasta entonces ignorados de su expresividad, único factor incomparable de una lengua.

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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