LA VIDA Y EL FÓSIL

Cuando se relacionan dos o más países, una actitud inmemorial y aceptada casi universalmente ordena escuchar o, cuando menos, no agredir a los emisarios. Sólo unos pocos individuos de odioso recuerdo osaron mostrar hostilidad hacia ellos, y sólo auténticos monstruos (entre otras cosas, de necedad) osaron matarles.
De aquí viene la institución llamada inmunidad diplomática. Soberanos políticos, e incluso matones sin pedigrí, pueden organizar guerras más o menos abiertas, decretando que tales o cuales extranjeros serán expoliados y hasta ejecutados. Con todo, muy rara vez llegaron al extremo de perseguir embajadores, porque para cualquier bando eso supone tirar piedras contra el propio tejado. Naturalmente, cada embajador es una embajada, compuesta por ayudantes que se encuentran protegidos de igual manera.
También se ha entendido siempre que dicha prerrogativa –el salvoconducto diplomático- se circunscribe al emisario y su equipo, pues cosa distinta fomentaría toda suerte de arbitrariedades. (Por mencionar la más obvia, que el estatuto de persona impune acabara negociándose con maleantes, sin duda las personas más dispuestas a pagar pródigamente el privilegio penal de una extraterritorialidad.) De ahí que cualquier embajada –permanente o provisional- esté compuesta por delegados de distinta categoría administrativa, y nada más.
En el caso de Augusto Pinochet, el asunto es saber si estaba fuera de su tierra como delegado (o parte de una delegación) en el extranjero, o bien por otros motivos. Que dispusiera de credenciales diplomáticas no viene realmente al caso, pues en derecho internacional rige –como en los nacionales- el principio de la buena fe, y no es acorde con la buena fe que disponga de pase especial como turista un posible reo de crímenes contra la humanidad.
El fiscal Fungairiño declara entonces que su caso no entra técnicamente en los supuestos de genocidio, torturas, terrorismo o banda armada. Pero no entiende, o no quiere entender, que el espíritu prima siempre sobre la letra, y que la humanidad no nació para servir el interés de reglamentos, sino los reglamentos para servir el interés de la humanidad. La letra, pura tinta aquí, dice que cierto individuo porta diploma de inmunidad, mientras el espíritu de esa letra pregunta si lo porta con fundamento concreto, o mediando una malicia que defrauda al derecho.
En México, donde me cogió la noticia, pude observar desde fuera la explosión de atónito júbilo que recorrió el planeta cuando Garzón –o maior juiz do mundo, exclamaba el locutor de una televisión brasileña- fue escuchado por parte de la justicia inglesa. Se decía que jueces suizos y franceses estudiaban abrir nuevos sumarios, y parecía posible que la causa acabara celebrándose en algún lugar intermedio para los agraviados, evitando la resaca de un protagonismo exclusivo para nosotros.
Así, al elenco mundial de altos mandatarios investigados recientemente por delito se sumaba un paladín de la Contrarreforma, análogo en tantos sentidos a Franco. Imaginemos por un momento que Franco hubiese podido delegar en Carrero Blanco, que éste hubiese cedido las riendas a otros y otros, y que a la postre un senecto Caudillo fuese reclamado por atrocidades inhumanas mientras iba de compras por Roma, siendo el origen de esta reclamación un tercer país -Canadá, digamos-, donde dos jueces investigaban asesinatos de canadienses perpetrados décadas antes. Indignado o regocijado, el estupor estaría servido.
Sin embargo, ni Franco ni la mayoría de sus émulos iban de turismo por otras capitales del planeta, y para ser exactos apenas recorrían su propio territorio sin mucho secreto y grandes escoltas. Estaban al corriente de que ciertas masacres no prescriben nunca, y que sólo la deferencia de algún otro dictador podría depararles el estatuto de asilados políticos. En contraste con ellos, Pinochet entiende que Chile puede llevarse puesto, como un abrigo, y esa apropiación la confirma su esposa cuando dice que no está en condiciones de conocer la verdad, pues “se moriría de rabia”. Sí, hemos leído bien: rabia, hidrofobia cuartelera, no temor, arrepentimiento o estoicismo.
Justamente ahora, cuando su extradición pende del subcomité judicial de un consejo como la Cámara de los Lores, compuesta por individuos derivados de privilegios muy superiores al pasaporte diplomático, es oportuno recordar que algo así se previó para Pol Pot cuando parecía estar fuera de Camboya, que algo así acontece con criminales de guerra de la antigua Yugoslavia, y que si algo así llegase a suceder con Pinochet se consolidaría una meta humana tan universalizable como precisa: no habrá asilo para quienes monten holocaustos.
También cabe que –en ese improbable supuesto- nada fehaciente pudiera serle probado a Pinochet, con lo cual tendría derecho a ir donde quisiese, llevando la cabeza bien alta. Salvo en procesos como los orquestados por él y sus análogos, la posibilidad de inocencia es consustancial a la instrucción. Pero resultar inocente es una cosa, y otra que la inmunidad venga asegurada por cierto tipo de credencial.
Sin perjuicio de lo que eventualmente ocurra, cada vez interesa menos castigar al criminal de poca monta. En otros tiempos sucedía lo contrario, como sugiere la anécdota atribuida a cierto tirano antiguo, Marco Sila, que abandonó voluntariamente el poder y al poco fue insultado por un plebeyo. Según cuentan, profetizó que semejante acto perpetuaría gobiernos despóticos, pues él iba a ser el último de su especie en retirarse.
Delata el cambio que vayan quedando menos de su especie cada día, y que los plebeyos no se conformen con insultar a tiranos retirados del oficio. Las causas de Nuremberg inauguraron la posibilidad de juzgarles en su propio feudo, y ahora se pone sobre el tapete una alternativa inédita, en cuya virtud la superficie no tiranizada del globo equipararía al terrorista de Estado con el mero terrorista, al soberano torturador con el torturador local por encargo, asegurándose de que ambos resulten extraditables.
Fungairiño alega que eso es técnicamente incorrecto, disparatado incluso, por más que la Audiencia Nacional haya decidido otra cosa. Pero lo incorrecto y disparatado ha sido el largo ayer, donde sólo criminales de poca monta cataban el peso de la ley. A fin de cuentas, lo rechazado por nuevo es un criterio tan eterno para la justicia como que el espíritu se sobreponga a la letra, la vitalidad al fósil.

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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