LAS FUENTES DEL ORDEN

Todo nuestro razonamiento se reduce a ceder al sentimiento.

B. Pascal

 

Los diccionarios definen algunas palabras con una línea, mientras otras le exigen varias columnas de acepciones. Un caso eminente de este segundo es la voz «orden», importada del latín ordo, cuyo sentido arcaico parece ser fila o hilera (concretamente de los granos que forman la espiga del trigo). Poco tardó en aplicarse a filas de legionarios, y desde entonces su significado fluctúa del retrato a la norma. Es ubicación o lugar -tanto en el espacio como en el tiempo- de cualquiera elementos, y es también regla, mandato.

Aunque el concepto de orden sea ambiguo, las grandes perplejidades surgieron hace poco, cuando la comprensión del mundo empezó a desvincularlo de uniformidad y equilibrio. No identificado ya con lo simple y permanente, sino con «lo múltiple, temporal y complejo»1 , el orden experimenta por todas partes el embate de la incertidumbre, que ahora ya no se reduce al punto de vista del observador y contagia de raíz a lo observado. El determinismo dice que las mismas causas producen los mismos efectos, siguiendo todo sistema la pauta de sus condiciones iniciales, y siendo por eso calculable o adivinable. Pero tropezamos a cada paso con sistemas «sensibles» a esas condiciones iniciales, que responden a microcambios con macrocambios, y presentan la necesidad como resultado de aletoriedades. Es imprescindible considerar la modificación cualitativa, sistemáticamente desplazada hasta ahora por la cuantitativa, y al empezar a intentarlo topamos con un determinismo mucho menos abstracto -no el de será sino el de ha sido-, ligado al carácter irreversible de los procesos.

Hechos a una civilización-fábrica, a su vez instalada dentro de un universo-reloj, el propio progreso tecnológico empuja a un escenario de perfiles todavía borrosos aunque my distinto, donde las representaciones del orden deben adaptarse a una situación de pluralidad e inestabilidad, no por ello menos eficaz para inventar pautas organizativas y asociativas. A diferencia de nuestros ascendientes, ya no nos es posible separar lo ordenado de lo caótico, ni poner en duda que la innovación es ante todo fruto de una realidad en desequilibrio, gracias a la cual el azar irrumpe creativamente2 . De ahí que ahora interpretemos el desequilibrio como un estado de apertura, y la disipación como una fuente estructurante; nuestros aviones amplifican la turbulencia para avanzar más deprisa, nuestros ordenadores trazan cartografías impensables antes de permitir el salto a una computación my veloz y barata, y por doquier todo resulta simplemente probable, nada seguro. Tras ser pensado por Newton como sensorio divino (sensorium Dei), en el tiempo vuelve a verse una «medida del movimiento»3 , a la manera aristotélica, imponiendo una presencia simultánea de aletoriedad y necesidad en cada acción.

Esquemáticamente, los sistemas abiertos intercambian energía y materia con su medio mediante subsistemas que fluctúan sin pausa hasta acercarse a puntos críticos de inestabilidad (o «bifurcación»), donde la estructura previa no puede conservarse y salta a un nivel inferior o superior de orden. Diseñado originalmente para explicar la conducta de gases, el modelo se aplica hace tiempo a poblaciones. En un momento dado la tasa de nacimientos es muy parecida a la de muertes, y si se mantienen estables los suministros del exterior el sistema no estará muy lejos de un relativo equilibrio. Auméntense al doble los nacimientos, manteniendo la tasa de mortalidad, y el sistema -alejado del equilibrio- se verá llevado a optar entre desintegrarse y reorganizarse4 , en este segundo caso contrayendo una dependencia mayor de suministros externos. Auméntense al cubo los nacimientos, redúzcase de modo drástico la tasa de mortalidad, y el sistema será lanzado a un desequilibrio radical. Cuando se trata de gases y otras moléculas, esta dimensión crítica rompe con los patrones previsibles de causa-efecto, desatando una especie de libre albedrío manifiesto en forma de respuestas raras o únicas, extremadamente sensibles a cambios en la relación con el medio.

Tratándose de una sociedad como la nuestra nada sabemos a ciencia cierta, salvo que exhibe también un orden por fluctuaciones, derivado de haber ido «eligiendo» en sucesivos puntos de bifurcación. Pasan cosas imprevistas, como dispararse el valor de la información en sí, hecho que espiritualiza una riqueza tradicional apoyada sobre cosas más tangibles, y por eso mismo mantenida a través de secretos, engaños y amenazas. La reorganización implicada en lo que algunos llaman sociedad-red o sociedad de comunicaciones podría entenderse como respuesta a niveles demográficos muy altos, unidos a tasas decrecientes de mortalidad, donde el sistema inventa nuevas relaciones con el medio, e insta a la vez un creciente compromiso de los gobernados con el gobierno, todo ello mediante flujos de información muy diversificada5 . Mirado a vista de pájaro, se diría que reacciona a la crisis estrechando el nexo entre sus elementos, pero con algo políticamente novedoso: la cohesión buscada no es una unidad que se contraponga a la diferencia, sino una unidad basada en cultivar la diferencia, atendiendo a una confianza en el mantenimiento de lo plural.

 

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Por otra parte, declaraciones semejantes son demasiado especulativas, mientras no se examinen con algún detenimiento. Más verificable es que innovación e información digitalizada se han convertido en los recursos cruciales del presente, que las leyes supuestamente eternas de la materia solo resultan aplicables a algunas regiones de lo real, y que el orden -la estructura- tanto puede como suele surgir espontáneamente del desorden. Más aún, una organización solo parece refinable si cubre algún sistema abierto, expuesto a ramificaciones azarosas. Lejos de postular un no-orden, lo que se anuncia es un orden capaz de asumir las transformaciones ocurridas en su propio concepto, ampliado, y a ello se orienta hoy un vigoroso esfuerzo en muchos campos del pensamiento. En vez de esto o lo otro, ahora decimos esto, y lo otro, y lo demás6. Ante un orden que se derramaba como providencia divina o como mecánica de masas inertes, la tendencia clásica era atribuir los hitos organizativos a regalos externos. Y, desde luego, el papel de los regalos externos nunca podrá sobrevalorarse7. Pero junto al orden regalado -o revelado- ahora percibimos una pléyade de procesos auto-organizativos, cuyo papel tampoco puede sobrevalorarse8.

Meticulosos trabajos hechos por entomólogos consiguieron identificar en algunos hormigueros a los miembros más trabajadores y a los más propensos a la ociosidad, permitiendo así un experimento interesante9. ¿Qué pasaría si- habilitando unas oportunas reinas- las hormigas más laboriosas fuesen reunidas en alguna colonia separada, y las más ociosas en otra? Una lógica lineal sugiere que el primer hormiguero progresará en alto grado, y que el segundo se hundirá muy deprisa en la miseria. Con todo, nada parecido sucede. Los rendimientos de cada población resultan no muy distintos, y ligados básicamente a las relaciones de cada uno con su entorno, porque en ambos casos la uniformidad experimenta una bifurcación. En la colonia de diligentes originarios se observa que cierto porcentaje del conjunto deja de serlo en muy poco tiempo, y en la colonia de ociosos originarios se observa que otro porcentaje -sensiblemente parecido- se reconvierte a la laboriosidad.

Esta respuesta a la nueva situación sugiere límites a la herencia, no menos que eugenesias. Albergando una gradación que va desde adictos al trabajo hasta vagos, y manteniendo dicha pauta a despecho de cambios tan radicales como la deportación en masa, esa sociedad elige conservar una diferencia de potencial que excluye a toda costa su nivelación. No sabemos si los más propensos al ocio en una población de hormigas equivalen a astrónomos, rateros o ejecutivos en una población como la nuestra; ni si los diligentes equivalen a mendigos, artistas y magnates, o viceversa. Pero experimentos como el referido muestran la vitalidad de una situación alejada del equilibrio, cuyo presupuesto primario es mantener diferenciación.

 

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Un rasgo del presente es que el orden haya perdido su ropaje de axioma o autoevidencia para exponerse prosaicamente, con toda suerte de pormenores en cada plano. Son muchos órdenes, y cada uno contiene una aspiración de economía -mejor o peor cumplida-, como método para concertar los elementos de tal o cual sistema. Lo más sencillo sería que cada uno ocupase su posición, en el sentido del «lugar natural» que corresponde a cada objeto o naturaleza. Sin embargo, ese suyo es en gran medida obra del tiempo, no un a priori, y todos los resultados mantienen una contabilidad de partida doble: en un lado el Haber y en el otro el Debe. Obsérvese así un modelo que lleva intacto cinco o seis milenios, como la instrucción militar de orden cerrado.

Los individuos formarán por filas rectas, y mantendrán la distancia de un brazo con respecto al de delante, adoptando la postura «firmes» mientras la voz no mande «descanso». Las alternativas dinámicas serán tres: en marcha, alto y vuelta (entera o media). Impuesta dicha simplificación, dos o tres semanas con varias horas diarias de obedecer esa voz bastan para que sujetos en principio anárquicos empiecen a evolucionar marcialmente. Una vez troqueladas, las pautas de obediencia automática hacen que no solo al desfilar sino en cualquier otro momento cada recluta atienda la voz inapelable: alto, en marcha, firmes, descanso. Aquí estaría la finalidad subyacente al periodo de instrucción, si no fuera porque a la voz de mando le sobra -e incomoda- decir dónde irá la tropa en cada caso, una molestia que salva momento a momento indicando los cambios de dirección con media vuelta (a la izquierda o a la derecha). Esa manera de moverse dibuja trayectorias muy quebradas, y ahorraría tanto pasos como voces decir a la tropa: vamos allí, o allá. Pero lo económico para un orden no lo es para otro, y la lógica castrense asumirá toda suerte de costes energéticos mientras susciten doma.

Este tipo de estructura, que reparte toda la actividad en mando y obediencia -para crear individuos unívocos o mandobedientes-, no termina en los cuarteles. Al contrario, florece en la historia humana de muchos lugares, y hasta podría considerarse el modelo clásico de lo organizativamente «eficaz». Sin embargo, el orden de la orden sufre hoy la generalizada contracción, a la vez práctica y teórica, en beneficio de modalidades que -al irse adaptando puntualmente al medio- disponen la energía de otra manera10. Por casi todas partes, lo coercitivo cede parcelas de administración a lo cognoscitivo, a medida que las corrientes fuertes van siendo guiadas por corrientes débiles, como las que difunden señales. Me alegra pensar que, en última instancia, hemos llegado a ello porque esta vida se ha ido haciendo cada vez más santa (en vez de reservarse dicha dignidad a la «otra»), y lo cierto es que no habría emprendido una investigación multidisciplinaria tan arriesgada y laboriosa, si dicho sentimiento de santidad no me hubiese alcanzado de modo imprevisto hace unos cinco años, cuando volví a visitar el Louvre.

 

3

Entrando esta vez por la parte arqueológica, tenía a unos palmos muchos objetos nucleares para el recuerdo: la estatua del escriba sentado, la estela de Hammurabi, bajorrelieves asirios, sarcófagos faraónicos, el guerrero Gilgamesh sosteniendo dos leones como si fuesen gatos... Y entonces, sin preaviso, las salas dedicadas a Asia Menor dieron paso a Grecia. En lo alto de la escalera resplandecía la Victoria de Samotracia, blanca como la nieve, decapitada y semidesnuda entre sus grandes alas; al final de los escalones esperaba el transexual Hermafroditos, níveo y desnudo también, fundiendo a dos deidades en un solo cuerpo. Aquí y allá otras estatuas danzaban y festejaban en general, cinceladas como por los propios dioses.

No era un cambio de paralelo y meridiano, sino un cambio de universo. Comparado con aquella armonía de hiperrealismo y forma pura, ¿qué civilizaciones pardas y tristes eran las previas?. Las figuras helénicas recordaban vagamente algunos iconos de la imaginería actual, las mesopotámicas y egipcias sugerían moldes del Medievo. En manos de unos orfebres la piedra se llenaba de ingravidez y maestría; otros la coagulaban en representaciones de pueril hieratismo. Grisura homogénea y plañideras para los unos; competitivas diferencias y orgía para los otros.¿Dependía eso de que los segundos celebrasen la vida, afanándose los primeros en festejar la muerte?. ¿Acaso quien no celebra la existencia se condena a ser incapaz de representarla sin tosquedad, como los niños que dibujan muy grandes ciertas cosas y muy pequeñas otras, no tras observar su tamaño real, sino en función de consideraciones distintas?.

Repletos de soberanos inmensos y súbditos diminutos11, los tesoros artísticos de Asia Menor parecían una amalgama de infantilismo y senilidad, básicamente ajena a la madurez intermedia. Los griegos, en cambio, buscaban maneras de vivir que reconciliasen con el más acá, prefigurando nuestra posterior andadura. Eligieron los albures de la democracia a las seguridades del despotismo, el proyecto del conocimiento científico a las certezas de cualquier dogma, y el resultado de esa elección les colmó -como a nosotros- de inventiva e inestabilidad.

Por lo demás, unos y otros -mandobedientes y libertarios- compartimos la misma situación: una existencia capaz de darse innumerables perfiles, aunque sometida en todos ellos a duras condiciones de mantenimiento. Recurrir una y otra vez al exterior -el aguijón del hambre- se añade al imperativo de asegurar una interioridad defendida de la intemperie, y solo desde esa camisa de fuerza otea el viviente algún goce. Pero sacamos fuerzas de flaqueza, y los goces compensan tantas veces el esfuerzo.

Así como la naturaleza entrega los seres
a la aventura de su denso deseo, y
no protege a ninguno en su terruño o ramaje,
tampoco nos quiere más a nosotros
el fundamento de nuestro ser; se arriesga con nosotros.
Solo que nosotros, más aun que la planta o el animal,
vamos con ese arriegar, lo queremos, y aun a veces
somos más arriesgados (y no por egoísmo)
que la vida misma, un soplo más arriesgados12.

A nuesta afinidad difusa con los griegos debe añadirse un salto cualitativo. Ellos creían aún, y nosotros hemos dejado de conjugar semejante verbo. De ahí que nuestro desafío sea perder las certidumbres sin merma en el sentido crítico y la capacidad de obrar, haciendo sustantivo y fructífero el nivel de autonomía alcanzado. Las técnicas, que miniaturizan toda suerte de ingenios, abren el destino adicional de codificar y descodificar, lo uno para tener almacenados gigantescos paquetes de información, lo otro para acercarnos a las claves genéticas.

Descendientes tan tardíos de la vida, adentrarnos en el secreto de la semilla significa traer su origen a la conciencia, cunmpliendo un movimiento que supone retorno a sí y a la vez apertura. Algo sembrado inicialmente en forma de esporas blindadas, hechas para el contacto con un medio implacable, engendra conocimiento cuando ese medio ha sido colonizado por la propia vida. Abandonar las certidumbres invitaría entonces a pasar de un mundo abstracto o solamente intelectual (valga decir subjetivo) a un mundo real, instalado sobre la diversidad objectiva.

 

NOTAS

1 Prigogine y Stengers, 1984, pág. 27.

2 Esto lo anticipó hace más de un siglo C.S. Peirce: «Aunque ninguna fuerza puede contrarrestar esta tendencia [a la disipación de la energía], el azar (chance) puede ejercer -y ejercerá- la influencia inversa. La fuerza es a la larga disipativa; el azar es a la larga concentrativo» (1892, pág. 337).

3 «Tiempo es el número del movimiento, con arreglo a lo anterior-posterior»; (Física, IV, 220a).

4 El neolítico parece haber sido el escenario de una reorganización semejante, que al desarrollar la agricultura de forma intensiva pudo alimentar a diez y hasta cien veces más individuos por hectárea.

5 El sistema social usa procesos de comunicación como modo peculiar de reproducirse «autopoiéticamente»; sobre la dinámica de una «red de conversaciones», cfr. Luhmann, 1990.

6 Es el argumento analógico, que tiene dos o más términos medios, como corresponde a una operación fundamentalmente comparativa. Para un análisis del silogismo de analogía, cfr. Escohotado, 1997, págs. 122-125.

7 Por ejemplo, en 1953 dos químicos norteamericanos -Urey y Miller- vieron que cierta proporción de gases (concretamente, la atmósfera atribuida a Júpiter) se precipitaba formando glicina, valina y otros aminoácidos, tras una semana de bombardearla con descargas de 60.000 voltios. Eso mostró cómo un factor extrínseco a la vida -los rayos- podía estar en su origen.

8 Por ejemplo, treinta años más de electrocutar la «sopa primitiva» no han producido el menor asomo de una proteína, que supone una organización incomparablemente más compleja, e inexcusable para la vida.

9 Cfr. Toffler, en Prigogine y Stengers, 1984, pág. 24.

10 Véase infra, caps. XVII y XVIII.

11 La estela paradigmática, repetida hasta la saciedad, representa a un faraón gigantesco, que blande su maza ante un vasallo muy pequeño.

12 R.M. Rilke, en Heidegger, 1960, págs. 230 y 231.

 

© Antonio Escohotado
Pág. 11-20, Caos y Orden, 2000.
http://www.escohotado.org



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