LA REMORA VICTIMISTA

Hace dos décadas –y mucho más hace cuatro- me hubiese definido sin la más mínima vacilación como persona de izquierdas, porque la alternativa era ir de facha por la vida. Ahora me sigue repugnando cuando menos tanto pensar como los fachas, pero me siento demócrata. De ahí que disfrutara leyendo un artículo reciente de Vázquez Montalbán sobre la “desaparición temporal de los partidos de izquierda”, y el tránsito a “una nueva radicalidad, basada en el análisis concreto de la realidad concreta”. Reconforta no ser el único desertor de la película, aunque lo arduo venga después, cuando uno intenta pasar de las ramas a la raíz, para definir esa “radicalidad” con algo más preciso que el adjetivo nuevo.

Veamos, por ejemplo, el caso de Ignacio Ramonet, otro veterano, culto y desengañado militante, director de Le Monde Diplomatique, que hace unos días estuvo disertando en Madrid, y dijo que la humanidad no ha avanzado en el último medio siglo. Hoy “la condición de los obreros en Europa es casi peor que la descrita por Dickens”, y los progresos siguen favoreciendo a una pequeña minoría, pues “Internet sólo lo usan 250 millones de personas”. No sé qué significa “casi peor,” si comparamos el salario de un peón hoy y en la Europa de 1850, pero sí sé que –con la maquinización de muchos trabajos puramente físicos- el obrero tradicional va desvaneciéndose, tanto en el sentido de conciencia de clase como en el de porcentaje sobre población laboral activa.

En cuanto a Internet, la pregunta es qué cantidad de personas lo usaban hace diez años, y a cuántos alcanzaría en otros diez si mantuviese el ritmo actual. Ante este tipo de razonamiento, muchas iniciativas parecen parches y chapuzas reaccionarias. Sería el caso del billonario George Soros, que emplea la mitad de su fortuna en diseminar conocimientos informáticos por el Tercer Mundo. Lo mismo puede decirse de Rodrigo Baggio, que ha convertido en internautas a algunas docenas de miles de jóvenes de las favelas brasileñas, logrando que encuentren empleo rápidamente. O de Muhammad Yunus, que ha sacado adelante la misma iniciativa en Bangladesh. O de Esther Afua, una ghanesa hoy octogenaria que empezó con un puesto callejero de jaleas, creó así la primera fábrica de comida procesada del país y acabó fundando el Banco Mundial de la Mujer, una institución que concede pequeños créditos tras formar a sus prestatarias en gestión empresarial.

Como nada de ello desborda el horizonte capitalista, presta –según Ramonet- “mucha más importancia a lo económico que a lo social”. Con todo, esa contraposición de lo social y lo económico tiene, entre otros inconvenientes, el de no contar con apoyo democrático. Los ciudadanos reclaman autonomía para sacar adelante proyectos de mejora particular, y rechazan la custodia de mesías como los que reinan aún en un par de países comunistas y buena parte de los Estados islámicos. En nuestras sociedades el lucro sólo tiene los límites del delito, que empiezan a complementarse estableciendo pautas ecológicas para la producción y el consumo.

Esto viene de que no queremos abolir sino preservar la libre competencia, pues la igualdad que deseamos no es igualdad de ideas, costumbres, rentas o empleo del tiempo, sino igualdad ante la ley. Thomas Jefferson advertía –ya en 1781- que pedir otra igualación conduce al lecho de Procusto: “como hay peligro de que los hombres grandes ganen a los pequeños hágase a todos del mismo tamaño, estirando a los segundos y cortando a los primeros”. La izquierda debería preguntarse por qué este particular momento de la historia humana le resulta tan frustrante. Nació para responder al desgarramiento ligado a la revolución industrial, con el éxodo masivo del campo a las ciudades, y para denunciar la implacable desindividuación del trabajo que crearía al proletariado. ¿No revisará esos presupuestos en un mundo donde el trabajo se individualiza de modo no menos implacable, a medida que la consola telemática reinstala la fábrica en la intimidad de nuestras casas, sustituyendo progresivamente al proletario por el técnico? Los bien nacidos se esforzarán por mitigar el carácter implacable de ambos procesos, desde luego, pero una cosa son sus víctimas específicas y otra una profesión de fe victimista, que tantas veces sabotea las perspectivas factibles de mejoramiento.

Lejos de reafirmar la dignidad del ser humano -que es finalmente ser libre, y por eso mismo responsable-, el victimismo vive repartiendo papeles de culpabilidad e inocencia a diestro y siniestro, sin otro tribunal juzgador que el propio -e irresponsable- resentimiento. El actual estado de cosas frustra a quien pretenda enjuiciarlo con elementalidades voluntaristas. De ahí que los demócratas prefieran confiarse a un proceso complicadísimo y básicamente impredecible de acciones y omisiones, en vez de abrigar expectativas salvíficas.

A despecho de lo que piensa Ramonet –“la Humanidad necesita, más que nunca, ser salvada, debido a la agravación de las desigualdades”-, el sistema democrático no pretende salvar al infeliz ni guiar al descarriado, sino perseguir el crimen y los privilegios, para ir ensanchando el autogobierno en general. Como el proyecto de salvación colectiva ha producido demasiados casos de maldición, y carece de apoyo popular, la izquierda usa hoy generosamente un género a medio camino entre el pataleo y el tremendismo. Así oimos decir –otra vez a Ramonet- que mueren de inanición 30 millones de personas cada año en el mundo, enarbolando una pavorosa y dificil estadística, cuya utilidad aumentaría si aclarase qué tanto por ciento de humanos ha venido muriendo de inanición en los últimos treinta o cincuenta años.

Algunos datos indican que desde 1960 el porcentaje de desnutrición (por debajo de las 2.200 kilocalorías/día) se ha reducido en el planeta del 56% al 10%. Suele suceder que más miseria produzca más fertilidad, más fertilidad produzca más bocas y más bocas agraven el hambre. Ese círculo vicioso se encona allí donde los asolados por sequías elevan oraciones a Alá, o a otros dioses, en vez de ponerse a construir aljibes. En Europa y otros lugares la productividad ha crecido gracias a tecnologías que derivan de un laborioso ingenio innovador, dentro de sociedades llamadas al pluralismo y al cambio; entendámonos: en grupos donde márgenes cada vez más amplios de libertad política y religiosa se coordinan con formas cada vez más acusadas de movilidad social y libertad substancial, que básicamente decide sobre cónyuge, empleo y residencia, sin perjuicio de cambiar cuantas veces quiera de cónyuge, empleo y residencia.

China, tan tímida siempre con las libertades, se ha abierto un poco a la espontaneidad empresarial, experimentando un alza espectacular en poder adquisitivo; en 1981 había 2 neveras y 6 lavadoras por cada cien hogares, mientras en 1990 había 42 y 78 respectivamente. Anhelando soluciones menos consumistas, el izquierdismo contemporáneo se deja tentar por una filantropía rara, donde lo doloroso no es tanto sufrir casi todos una pobreza crónica, sino el ultraje de que algunos vivan espléndidamente. En una conferencia difundida hace poco, Fidel Castro comentaba que “hace muchísimo daño el exceso de dinero que tiene mucha gente” (propietarios de restaurantes, personas dedicadas a la prostitución), “mientras los maestros, médicos y policías cobran una miseria”.

Completando su criterio, la señora Hebe de Bonafini –portavoz de Madres Rebeldes Paridas por Hijos Revolucionarios- declara que “no me importaría tener poco si todos tenemos poco, aunque en un país tan rico como éste [Argentina] temo que no va a pasar”. También Ramonet lamenta que “nadie defienda a los pobres a escala planetaria, salvo la caridad internacional o las ONG”. La noble virtud de ayudar al pobre no debe confundirse con una defensa de la pobreza como virtud, pues en vez de ayudar realmente a que la miseria se reduzca el resultado de dicha confusión será una trama, progresivamente corrupta, de organizaciones dedicadas a exprimir el evangelio del victimismo.

Tras preconizar mesiánicos repartos de la justicia, que una y otra vez desembocaron en feroces repartos de la injusticia, ¿por qué no defender cauces cada vez menos tramposos para acceder a la riqueza, como reformas viables del sistema fiscal, o inyecciones de democracia directa para aquellos asuntos donde la ciudadanía y la clase política tienen intereses divergentes? ¿Hasta cuándo se seguirá considerando humanitario combatir la riqueza, cuando –como decía un libro de los sesenta- “quienes maldicen a los ricos se pondrían de muy buena gana en su lugar si pudieran”? Bien sé que este asunto no admite atajos ni simplificaciones, y trataré de analizar concretamente la realidad concreta –como propone Vázquez Montalbán- en tribunas sucesivas, orientadas a mostrar que las experiencias valen infinitamente más que las creencias, y no es maldad todo cuanto triunfa.

Aligerada de resentimiento, y capaz de mirar cara a cara el mundo, la propia izquierda tiene sin duda cosas últiles que decir. Pero una primacía de “lo social” sobre “lo económico” es simplismo tendencioso, basado en una contraposición falaz de lo público y lo privado. Lo privado resulta tan “social” como lo público, y la tarea del pensamiento crítico en este orden de cosas no es promover credos maniqueos, sino deslindar entre lo miserable de ciertas culturas (como las dominadas por inmoralismo familista, o por algún fanatismo) y culturas de lo miserable (como grupos singularmente ajenos a hábitos de laboriosidad y previsión, o la propia ideología victimista). Reiterados intentos de establecer uniformidad –ideológica, material o de ambos tipos- han atormentado a incontables seres humanos desde el principio de los tiempos, para antes o después hundirse en el fracaso, afortunadamente.

Si nos preguntamos cuál ha sido el efecto pedagógico de reprimir la heterogeneidad, rasando las desigualdas originarias y adquiridas, toparemos con una evidencia jeffersoniana: el resultado ha sido “hacer de una mitad del mundo estúpidos, y de la otra mitad hipócritas; apoyar la bellaquería y el error sobre toda la tierra”.

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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