LA MARCHA QUE NO CESA

Tras acostumbrarnos a sosas y sesgadas prospecciones, el Plan Nacional sobre Drogas encargó un trabajo de campo que consulta a 12.000 jóvenes y 21.000 estudiantes. El estudio en cuestión, Salir de marcha y consumo de drogas, se ha centrado en cinco ciudades españolas (Bilbao, Madrid, Palma de Mallorca, Valencia y Vigo), y parece una de las primeras investigaciones fiables sobre la franja de edad comprendida entre los 15 y los 29 años, que hoy incluye a unos nueve millones de españoles. Poco menos de la mitad de los encuestados cursa estudios universitarios, y lógicamente asumirá en un futuro próximo puestos de destacada responsabilidad.

Veamos algunas cifras. Entre los mayores de 24 años y menores de 29 el 84,9% ha consumido alguna vez hachís y marihuana, el 64,4% cocaína, el 53,8% éxtasis y el 38% LSD. El régimen de prohibición, y los anuncios que el Plan Nacional inserta en los medios o usando publicidad mural –bajo el lema A Tope sin Drogas- han convencido a un 15% de esa franja de edad (y a un 24% de quienes están entre los 15 y los 23 años), provocando indiferencia, burla o desafío en el resto. De hecho, sólo la búsqueda de amistad y sexo parece comparable al móvil de colocarse con alguna substancia psicoactiva, si bien su satisfacción resulta menos segura.

Como observa uno de los preguntados, “se disfruta todavía más follando, pero es más fácil pillar unas pastis”. Este joven, al igual que la mayoría de sus colegas, consume los viernes y sábados un cóctel de drogas lícitas e ilícitas, orientado a conseguir al menos diez o doce horas de gran “marcha”. El fin de semana se ha convertido en una institución de formidable vitalidad. Un 82% de quienes tienen menos de 18 años sale tres o cuatro veces cada mes, casi siempre con cargo a la asignación familiar, y visita cuatro o cinco lugares por noche. Los que ya tienen algún empleo vienen a gastar un mínimo de 10.000 pesetas por salida. Si pertenecen al grupo con vocación progre la ceremonia periódica supone varias pastillas de éxtasis, algunos gramos de hachís y el precio de entrada a alguna discoteca.

Si pertenecen al grupo con vocación pija o cheli el presupuesto es considerablemente mayor, pues incluye generosas adiciones de cocaína y alcohol. Los humildes son mucho más numerosos que los opulentos, desde luego, y buena parte sólo puede permitirse el ceremonial mientras viva en casa de sus padres: los diez o quince mil duros que ganan van destinados íntegra o casi íntegramente a lo que ellos mismos llaman sus “vicios”. Una alternativa frecuente a la estrechez económica es comprar y revender, en mayor o menor escala.

Hay algunos datos adicionales curiosos. La implantación de nuevas drogas ha reducido de manera notable el consumo de otras, más tradicionales, y establecido nuevas pautas de utilización. Según Domingo Comas, uno de los expertos oficiales, la ingesta de alcohol se ha reducido en los últimos diez años a casi la mitad; los alcohólicos tienen más de 40 años, y el resto de los bebedores hace en su mayoría un uso intensivo los fines de semana, siguiendo la pauta inglesa. También parece cierto que la fiebre del sábado noche cesa bruscamente cuando los jóvenes dejan la casa paterna. Llegados a la vida independiente, una proporción muy alta deja su carnavalesco cóctel semanal para inaugurar otras formas de consumo.

En ingresos hospitalarios por sobredosis, las drogas legales –alcohol y somníferos sobre todo- desbordan con mucho los episodios atribuidos a las ilegales, si bien la cocaína empieza a despuntar, produciendo un 22% de las intoxicaciones agudas, quizá estimulada por su alto grado de adulteración. . Es evidente que el estigma farmacológico no funciona para quienes tienen entre 15 y 30 años. También lo es que las medidas represivas resultan incapaces de frenar una distribución adaptada al mercado actual, hasta el extremo de ser insincero pretender que la guerra a ciertas drogas –las ilícitas- sigue en vigor. Bien porque obtengan el dinero de sus padres, de un trabajo o de revender, tres de cada cuatro jóvenes consumen cáñamo, cocaína, heroína, LSD, éxtasis y otros fármacos de diseño.

Si algo pierde prestigio entre ellos es el alcohol, e incluso el tabaco, mientras no cesa de aumentar el prestigio de cualquier alternativa al menú legal. En justa correspondencia, los propios expertos oficiales se inclinan hacia políticas de “reducción del daño”, forma eufemística de nombrar el fracaso de la vía prohibitiva previa, y de sugerir modos no demasiado escandalosos de rectificación. Véase, por ejemplo, la apertura de narcosalas, o la propuesta catalana y andaluza (hasta ahora saboteada desde La Moncloa) de repartir heroína a quienes la demanden. En definitiva, el estado de cosas guarda poca relación con lo que había hace quince años. La institución del fin de semana farmacológico ha ampliado hasta extremos jamás vistos el uso de substancias ilícitas, mientras el grupo antes más representativo de la ilegalidad farmacológica –los yonkis de aguja- se ha reducido de modo no menos espectacular.

Las drogas prohibidas valen la mitad o menos que hace quince años, y ha aparecido un nuevo público para la experimentación informada con vehículos alternativos de ebriedad, que además de placer persigue conocimiento, y que se orienta a la autosuficiencia, aprendiendo botánica y química. Véase, por ejemplo, la multiplicación de publicaciones sobre estos asuntos, empezando por la revista Cáñamo. El grupo más amplio se mantiene en una oscilación maniquea, practicando abstinencia los primeros cinco días y gran desparramo los últimos dos de cada semana.

Un grupo menos amplio envereda por vías nuevas, tratando de aproximar la ingesta de substancias psicoactivas a un acto espiritual consciente, y su lema es la ebriedad como una de las bellas artes. Por otra parte, lo novedoso de estos últimos es lo más clásico –el programa grecorromano de la sobria ebrietas-, que sólo quedó arrinconado al inaugurarse el experimento prohibicionista. En cualquier caso, el mercado es variopinto y está bien abastecido, unas veces de productos más o menos puros y casi siempre de peligrosos adulterantes.

Cada pocas horas algún químico o botánico ingenioso descubre una nueva droga, que pronto o tarde acude a los puntos de venta. Hasta hoy se ha llamado “prevención” alguna variante de la orden que dice: evitad toda droga siempre. Sin embargo, no habrá asomo de prevención sobre errores y abusos en este campo olvidando a quienes desoyen dicha orden. Esos ocho millones de jóvenes, sumados a algunos millones de menos jóvenes, son refractarios al sermón convencional, y reclaman una prevención distinta. Primero, basada en razonables instrucciones de uso –esto es, dosis mínimas y máximas, formas de hacer frente a intoxicaciones, etc.-, acompañadas por una invitación a la mesura que sólo se escuchará si presenta el consumo de drogas como un desafío para el amor propio, donde lo esencial es ejercitar el conocimiento. Y, segundo, articulada sobre medidas que otorguen al consumidor de drogas ilícitas una seguridad comparable a la de quien compra en farmacias o supermercados.

A falta de lo uno y lo otro es ridículo –por no decir criminal- sostener que los poderes públicos están protegiendo la salud pública. ¿Qué proporción de jóvenes y adultos seguirán siendo miserables cobayas para sucedáneos, excipientes y adulterantes, antes de introducir cambios? Si necesitábamos a la mitad de nuestros universitarios, he ahí que ya los tenemos.

El lema de la medicína científica es que sola dosis facit venenum. Ahora bien ¿qué modos de dosificar prudentemente ofrece una situación como la actual?

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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