LA DIFERENCIA POLÍTICA

En febrero de este año el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) presentaba una encuesta sobre el “perfil ideológico” de los españoles. Un mes más tarde, el resultado de las elecciones sugirió a algunos medios que el país desertaba de la izquierda. Entre los motivos estarían castigar a un PSOE que sigue pareciendo el coto particular de González, así como lo chapucero del pacto con IU, aunque fuese apoyado expresamente por numerosos profesores, escritores, actores, músicos y otros artistas.

Quienes confiaban en ese pacto atribuyen su derrota más a la campaña electoral que a la gestión de Aznar y su equipo. Pero el perfil ideológico se traza a la ligera. Las encuestas del CIS incluyen una tabla del 1 al 10, donde 1 representa la extrema izquierda, 5 el puro centro y 10 la ultraderecha. Curiosamente, una cuarta parte de los encuestados (el 23,3%) repuso “no sabe/no contesta” a algo en principio tan sencillo como puntuarse; y -no menos curiosamente- sólo el 4% se declaró “de derechas”. Omitiendo ambos detalles, oimos decir que las elecciones fueron perdidas por la izquierda. No se me alcanza cómo algo apoyado por el 4% en febrero pudo alcanzar mayoría absoluta en marzo, y sugiero pensar por qué un 23,3% de la ciudadanía –probablemente el sector más culto de los encuestados- marcó el no sé/no contesto cuando su concepción política hubo de embutirse en la alternativa de derecha e izquierda. Sospecho que esa polaridad envejece deprisa, y que el cambio observado no depende de que estemos yendo hacia uno de esos extremos, o hacia el otro.

Si me apuran, comparo esa tabla del CIS con preguntar en vísperas de comicios si los ciudadanos son trinitarios o antitrinitarios, carlistas o isabelinos, canovistas o sagastistas, cuando ninguna de esas opciones incluye lo diferencial del momento. En última instancia, aquello que distingue a los electores modernos es apoyar o no el proyecto de un mercado libre, y a lo que de verdad se parece la política del PSOE en este sentido es a la política del PP. Sólo fomenta estupor que dichos hermanos programáticos se presenten como estirpes dispares, cuyas raíces serían socialismo obrero y burguesía respectivamente. Me dirán, quizá, que hay un camino izquierdista y un camino derechista al proyecto de un mercado libre.

Con todo, temo que la diferencia política reside hoy en factores mucho más específicos, como honradez, inventiva o capacidad. Si en vez de tópicos gaseosos intentamos trazar un mapa de la fauna ciudadana actual, las principales especies que a mí me salen no son el izquierdista y el derechista. Una es el facha –sujeto previo al fascista, y distinto de él-, que tiende al racismo y al autoritarismo, añora el pasado, querría reprimir el libertinaje y declina a todas horas tanto el verbo creer como el verbo salvar. Se diría que los fachas son el prototipo del derechista, aunque abundan en formaciones llamadas de ultraizquierda; véase, si no, dónde meter a ciertos abertzales.

Otro temperamento político es el misántropo, que enarbolando la divisa del despotismo ilustrado –todo para el pueblo, pero sin el pueblo- lamenta de modo más o menos explícito la práctica del voto y de la negociación para resolver asuntos. Sin perjuicio de valorarse mucho a sí mismo, y a un selecto círculo adicional, el misántropo vive convencido de que “la gente” es ante todo torpe, cuando no mala, en ocasiones por aborregada y en ocasiones por díscola.

De ahí que tampoco quepa en la contraposición del izquierdista y el derechista; como su discurso versa sobre las limitaciones del prójimo, lo excluído por principio es una perspectiva de auto-organización: el dirigismo planificador, sea marxista, nacionalcatólico o de cualquier otra índole, será siempre preferible a que “la gente” campe por sus respetos. Llegamos entonces al victimista político, que divide el mundo en ricos culpables y pobres inocentes, preconizando el fin de la desigualdad económica. Una movilidad social nunca vista ha hecho que jamás valiese la cuna tan poco, ni tanto el merecimiento. Pero el evangelio del llanto derrama su bienaventuranza –como el famoso Sermón- no ya sobre los indigentes materiales sino sobre los “pobres de espíritu”, que aspiran a pedir sin dar y a recibir con ingratitud, como si esa desdicha le fuese imputable a los ricos de espíritu, o a los opulentos materiales. Y aquí residiría la izquierda nuclear, clamando contra el abismo cada vez mayor que separa al billonario del mendigo, convencida de que magnates como Gates aumentan la miseria del mundo.

Si ese discurso es sinónimo del izquierdismo, aceptará las sucesivas catástrofes electorales de IU (que va perdiendo un 50% de sus votos en cada una de las tres últimas elecciones) como premonición del destino. Queda por último el demócrata, que no considera a “la gente” como una congregación angélica y tampoco como vil populacho, sino como un Nosotros donde el remedio menos malo es abrir cauces de participación para todos, respetando la regla del número mayor para tomar decisiones. A finales del siglo XIX, cuando el fachismo y la misantropía denunciaban los absurdos de extender el voto a no-propietarios, mujeres, jóvenes, personas de otras etnias e itinerantes, el demócrata sostuvo contra viento y marea ese derecho, y durante gran parte del siglo XX siguió sosteniéndolo contra las pretensiones en contrario del socialismo real.

Hoy, a las puertas del siglo XXI, fomenta cauces participativos acordes con el progreso en las comunicaciones, instando a que la ciudadanía recobre su naturaleza de poder constituyente frente a los poderes constituídos, y no sólo se incorpore al proceso político eligiendo periódicamente representantes, sino planteando y resolviendo asuntos. Más que a ningún otro temperamento político, la alternativa derecha-izquierda le resulta insuficiente al demócrata. No admite que la libertad individual se subordine a aquellas promesas de seguridad derivadas de negarla, sustituyendo la operación de la suerte (en definitiva, un mercado libre) por directrices de unos pocos, cuyo objetivo no es defender el juego limpio sino simplificar lo complejo, poner puertas al campo. De ahí que el individualismo democrático sea un individualismo ético, cultivador del mérito, cuyo valor primario se funda en respetar al prójimo, sin degradarle a catecúmeno o irresponsable. Quiere asegurar igualdad ante la ley, para promover diferencia en todo lo demás.

La desconfianza del individualismo político ante cualquier forma de poder coactivo funda una bravura civil (Zivilcourage) que es “consideración hacia el débil y el enfermo, respeto a la vida privada de los demás y confianza en las buenas intenciones del vecino”. El denostado Friedrich Hayek, a quien cito, añadía que esas “eminentes” virtudes sociales “florecen donde ha prevalecido el tipo de sociedad individualista o comercial, y faltan cuando predomina la sociedad militar o colectivista”. Quizá la alternativa izquierda-derecha corresponde a sociedades custodiadas no hace mucho por el modelo colectivista. Quizá acoge una diferencia de simple sensibilidad ante lo mismo, entendiendo por simple sensibilidad algo que opera sobre las cosas, aunque no hasta el grado de cambiarlas.

En efecto, luego viene la acción propiamente dicha, y resulta que el granero del voto socialista es agreste, y el granero del voto marxista sólo se percibe con teleobjetivo. Del granero nacionalcatólico nadie habla. ¿Ha ganado la derecha? No, sigue ganando la democracia.

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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