INFLUENCIAS DECLINANTES

A grandes zancadas, el tiempo erosiona el valor de los que antes se llamaban intelectuales con mucho orgullo, haciendo que interesen cada vez menos a los medios y al público en general. Quien recuerde los años 50 y 60 asociará automáticamente sus eventos con estrellas como Jean Paul Sartre o Simone de Beauvoir, que contribuyeron decisivamente a consolidar una industria cultural en Francia, exportada luego al resto de Europa y el mundo. De hecho, los franceses no han dejado de añorar a esas figuras de su grandeur, y muchas librerías del país siguen hoy presididas por alguna foto suya, como en las oficinas públicas españolas cuelgan retratos del rey Juan Carlos.

Si no es un libro de Sartre es un libro sobre Sartre, o el libro de alguien que imita a Sartre. No obstante, al resto del planeta han acabado importándole poco esos intelectos puros y comprometidos en la denuncia, que desde Breton y sus surrealistas se especializaron en faroles provocativos -èpater le bourgeois dicen aún en Francia- bastante rentables para el provocador, como empezó demostrando Dalí. Al mundo actual le importan igualmente poco las vanguardias, antes indisociables del “compromiso” político, y en sus estratos más cultos siente un indisimulado fastidio ante la segunda y la tercera hornada de aquella misma harina, que sabe rancia.

Una muestra de dicha harina han sido las recientes declaraciones en nuestro país de Pierre Bourdieu, quizá el más destacado de los intelectuales franceses vivos, que empezó siendo un competente sociólogo. Con el paso de los años, sin embargo, el cultivo del pensamiento científico se le ha hecho progresivamente gravoso, y a juzgar por sus últimas producciones acabará escribiendo obras de teatro para que las estrenen en alguna planta de Renault universitarios afines al Mayo del 68. Lo último que Bourdieu ofrece es un libro donde gran parte del texto está formado por párrafos de otros libros y artículos suyos, titulado La dominación masculina, en el cual las mujeres son víctimas (conscientes o inconscientes) de una “violencia simbólica,” que perpetúa su sometimiento a los ideales del otro sexo. Por su parte, los hombres son también víctimas de dicha dominación, arrastrados a ello por “la Iglesia, el Estado y la Escuela”. He ahí un curso acelerado de intelectualismo. Para empezar, la violencia no necesita ser un atropello material o físico, que coarta la espontaneidad de una conducta con castigos, porque la opresión puede ser simplemente metafórica. Para seguir, da igual que las víctimas de dicho atropello sean “bereberes o miembros de la gran burguesía inglesa de Bloomsbury” (página 103), porque se trata de “estructuras mentales inscritas en los cuerpos” (página 57). Para terminar, cualquier cambio será insatisfactorio mientras no produzca “una subversión radical de las estructuras sociales y cognitivas, movilizada por todas las víctimas” (página 145). Esto, dijo Bourdieu cuando presentó su libro en Barcelona, requiere “una empresa colectiva que aglutine a intelectuales, sindicatos y responsables de diversos movimientos sociales,” partiendo de un manifiesto que -redactado por él mismo- publicarán varios periódicos el próximo 1 de mayo.

No sé que les parecerá a ustedes la iniciativa. En lo que a mí respecta, pontificar a estas alturas sobre dominación masculina –o sobre dominación femenina- pinta un tópico arcaico como si fuese algún tipo de novedad. A ello se añade que el abuso terminológico –una violencia “simbólica”- omite la fractura entre mujeres lapidadas públicamente por adulterio, o estranguladas por negarse a ser vendidas en matrimonio, y la vida de sus congéneres en lugares no sometidos a algún monoteísmo. Lo más nítido es una queja subjetiva por haber perdido influencia, y así leemos: “La oposición entre dirigentes de la economía e intelectuales [...] hace que el intelectual resulte a los ojos del burgués un ser con propiedades situadas del lado de lo femenino [...] con lo cual los dominadores se permiten dar lecciones al intelectual como los hombres a las mujeres” (página 130).

Sería mejor para Bourdieu, desde luego, que las cosas siguieran como en los años 50 y 60, cuando sus maestros repartían lecciones a diestro y siniestro, combinando sus aspiraciones de indiscutible autoridad moral con cierto sex-appeal. Administraban entonces la mala conciencia de un mundo simplificado, reducido a despreciables clases medias y explotados obreros, víctimas todos de algo que el credo intelectualista propuso redimir con recetas de “liberación” no menos heridas de simpleza. Su maniqueísmo fue tropezando cada vez más con la diversidad real, y en esa medida hubo de maquillarse con sintaxis y léxicos más retorcidos. Variante del clérigo que dice la misa en latín, y del médico que llama bulímico al tragón, el intelectual acabó siendo un impostor a caballo entre el científico y el profeta.

En vez de cultivar la razón con tenaz humildad, a la manera del sabio, se hizo propagandista de un racionalismo banal y despótico. Y en vez de reconocerse como ideólogo, por fuerza sectario, disfrazó la desnudez de sus predicciones con un ropaje de supuesta objetividad. Incapaz de concebir órdenes espontáneos o autogenerados, como los que corresponden a sociedades complejas, su diagnóstico ha venido siendo alguna mezcla de voluntarismo y arrogancia, donde o bien los instintos o bien una razón al estilo cartesiano –meramente mental- pretenden regir sobre una realidad que desborda por completo a ambas perspectivas. La civilización contemporánea no es ni algo instintivo ni algo racional, sino el producto de una evolución selectiva donde se desvanecen las pautas tradicionales de jefatura, centralización y previsibilidad.

Anclado aún a la idea del orden como regalo de mentes rectoras, el intelectualismo prescinde de que entramos hace tiempo en una dinámica básicamente impersonal, cuya virtud es una capacidad para enfrentarse a situaciones desconocidas e incontrolables, no mediante decretos y planes sino legitimando un conjunto de hábitos morales (ante todo respeto por los compromisos adquiridos, en un marco de propiedad plural), que habilitan un volumen creciente de información y un aprovechamiento también creciente de la misma (gracias, por cierto, a un mercado que aspira a ser libre o no monopolista).

Como observó Hume, ya en 1739, esa modalidad espontánea de organización “garantiza la defensa del interés general aún cuando la malevolencia inspire a los actores”, pues rompe con lo propio del sistema previo, donde la solidaridad con los “nuestros” implica hostilidad hacia los “otros” en virtud de nacimiento, fe o ideas políticas. En vez de un espíritu grupal, como las tribus de cazadores-recolectores, tenemos una libertad individual acorde con colectivos formados por cientos de millones de personas. De ahí que ya no confundamos trabajo con esfuerzo muscular, ni creamos que “el apego al dinero sea fuente de todo mal” (I Timoteo, 6:10), en línea con San Pablo y San Lenin. Entregado a una reventa de ideas primitivas como vanguardia de lo último, el intelectual habrá de acostumbrarse a que no condenamos el beneficio ni desdeñamos los costes.

En otras palabras, a que preferimos sin vacilar sociedades comerciales a sociedades militares. Eso lleva consigo aceptar de buen grado una auto-organización que trasciende tanto nuestro conocimiento como nuestro diseño, e implica rechazar enérgicamente cualquier tutela ideológica. Frente al control consciente, apostamos por la incertidumbre de una sociedad abierta, capaz de mantener e incrementar esa apertura. Son tiempos difíciles para clérigos, intelectuales y otros aspirantes a presidir la “liberación” del prójimo. Pero el motivo no es que vayamos haciéndonos arbitrariamente insensibles a sermones mentalistas, sino que las simplezas van siendo sustituidas por una conciencia de la complejidad.

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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