ESPONTANEIDAD Y COMPLEJIDAD
(2ª versión)

“La coacción sólo puede reducirse a un mínimo si cabe confiar en que de modo habitual los individuos se conformarán voluntariamente a ciertos principios. Existe cierta ventaja en no imponer coactivamente la obediencia a tales reglas, no sólo porque la coacción sea en sí misma mala, sino porque a menudo es deseable que las reglas se observen únicamente en la mayoría de los casos, y que el individuo pueda transgredirlas cuando juzgue que vale la pena incurrir en el rechazo suscitado por ello. También es importante que la fuerza de la presión social y la fuerza del hábito que aseguran su observancia sean variables. Es esta flexibilidad de las reglas voluntarias lo que en el campo de la moral hace posible la evolución gradual y el crecimiento espontáneo, cosa que permite a la experiencia posterior conducir a modificaciones y mejoras.”

F.A. Hayek

La “impostura intelectual” se ha generalizado como modelo tras aparecer el libro de Sokal y Bricmont1 , que ofrece al público una antología del ensayismo ligado al verbo èpater (“apabullar al ignorante”). Tras una época feraz –presidida por Sartre y Camus- la industria cultural francesa montada en torno a pensadores propiamente dichos siguió funcionando con espíritus cada vez más alicaídos, y exportando tanto vanguardias como ortodoxias al resto del mundo. Progresivamente hueca, pero sostenida por la inercia de brillantes lanzamientos editoriales, esta haute culture no tenía por delante mucho más que seguir la senda de la haute couture, mordiendo la cola de su propio apabullar con sintaxis laberínticas, léxicos abstrusos y otros recursos adaptados a fingir una refinada substancia en un medio desprovisto de ella. Como es lógico, dicha tendencia iban a administrarla líderes movidos por una amalgama de misantropía y escepticismo radical ante el conocimiento. Deleuze, por ejemplo, que empezó con un digno opúsculo sobre Spinoza, se embarcó luego en aventuras como la Lógica del sentido, breviario ejemplar de criptografía. Lacan –muy útil para que la práctica del psicoanálisis no se hundiese en la miseria desde los años sesenta- troquelaba mientras tanto una eficaz ensalada de ambigüedad conceptual y arbitraria jerga iniciática, apta desde luego para vestir como teoría lo desprovisto de ideas. La técnica del desplante arbitrario se observa en Luce Irigaray, otra representante del movimiento, cuando pregunta: ”Es la ecuación E = mc2 una ecuación sexuada? Tal vez, pues privilegia la velocidad de la luz respecto de otras velocidades que son vitales para nosotras.” 2

Llamativamente, lo que subyace allí es una convergencia de pesimismo y marxismo, donde parte de la nostalgia revolucionaria es seducida por una bandera antirracionalista. Que el intelectual se deslice hacia un antirracionalismo charlatán –y arrastre consigo a algunos fieles de la planificación colectivista-, acontece cuando el ideal totalitario ha naufragado, tras ensayar largamente una apuesta por el control cuya práctica suscitó opresión, despilfarro de los recursos, sabotaje y generalizada miseria. En otras palabras, el proceso se desencadena con la crisis de cualquier línea, y mucho más de la bolchevique línea general, pasando de ahí a una conciencia a la vez victimista y misantrópica, animada por sobretonos apocalípticos. Sin embargo, no es menos llamativo que Sokal y Bricmont puedan pasar hoy por teóricos del conocimiento científico. Una cosa es exhibir colecciones de camelos, y otra pontificar sobre metodología de un saber que aspira a la objetividad.

Lo primero que se observa, en este sentido, es un anacrónico compromiso con el simplismo experimental baconiano, totalmente sordo ante lo expuesto sobre el método inductivo por Popper ya en 1934 3, y mucho antes por Hume y Aristóteles. A juicio de Sokal, “toda inducción es una inferencia de lo observado a lo inobservado, y ninguna inferencia de este tipo puede justificarse utilizando exclusivamente la lógica deductiva.”4Con todo, lo que Hume y Popper pusieron en duda es que la inducción tenga base lógica, y pueda por tanto considerarse como un método científico. Invocando un robusto sentido común, Sokal alega que “esto implicaría la no existencia de buenas razones para creer que el Sol va a salir mañana, cuando nadie considera realmente la posibilidad de que no salga.5 Mirándolo algo más detenidamente, el ejemplo sirve más bien para confirmar lo opuesto, retrotrayéndonos a la perspectiva de Hume y Popper, y finalmente a la de Aristóteles. Aunque un hábito ancestral sugiera pensar que el Sol seguirá apareciendo y desapareciendo cada día, no tenemos buenas razones para pensar que seguirá haciéndolo indefinidamente, o siquiera durante millones de años. Al contrario, tenemos muchas y mejores razones –desde luego deductivas- para pensar que sufrirá la evolución de otras estrellas, y tras una fase de gigante roja (que envolverá a la Tierra) quizá se convierta en una enana blanca antes de apagarse por completo. Sin ir tan lejos, debemos también a la deducción pensar que el Sol es una estrella precisamente (en vez de un disco cristalino, una gran moneda de refulgente oro o cualquier representación análoga), y que la sucesión de días y noches deriva de girar nuestro planeta en torno a ella.

Por mucho valor práctico que la inducción tenga para periodos cortos, no dejará de ser un método pseudo-científico, y es un lapsus conceptual pretender que “todas las predicciones científicas se basan en alguna forma de inducción”6.. Al revés, allí donde haya una predicción científica acertada –capaz de corroborar alguna teoría- esa predicción tendrá un origen deductivo, pues lo que distingue a las predicciones científicas es ser deducciones, no inducciones. Sokal y Bricmont alegan entonces que aplicar la mecánica newtoniana permitió prever el retorno del cometa Halley o el descubrimiento de Neptuno, si bien la teoría de Newton es un caso especial de la einsteiniana, que puede ser útil para cierto ámbito de magnitudes, pero no es “veraz” siquiera “aproximadamente”.

 

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Contraponiendo luminarias como Lacan y Sokal, o Baudrillard y Bricmont, el terreno se abona para una disyuntiva cargada de inconvenientes. En un extremo se sitúan los frívolos, que sobrenadan la ruina de viejos ideales profesando la pretensión llamada constructivismo, cuyo núcleo es una versión muy aguada de las tesis spenglerianas: cada cultura, cada clase e incluso cada grupo de individuos vive inmerso en burbujas incomunicables, y finalmente lo mejor es alinearse con los relativistas cognitivos. Así vemos al posmoderno R.Anyon decir que “la ciencia es una forma entre otras de conocer el mundo,”7 y no precisamente aquélla donde es esencial considerar cualquier modo y fuente de conocimiento8. En el otro extremo están los serios, que cuando no usan su formación para investigar y hacer hallazgos encuentran –espoleados ahora por Imposturas intelectuales- alguna posibilidad de perseguir el intrusismo profesional, confundiendo a relativistas con realistas como cierto hidalgo confundió a gigantes con molinos.
Este tipo de orientación no parece consciente de que el cambio acontecido en las últimas décadas deriva de irrumpir complejidad en todos los ámbitos del conocimiento. El esquema clásico partía de un mundo idealizado y por tanto reducido, abstracto, donde los procesos remitían a fuerzas y masas fieles a un principio inercial. Es en ese mundo donde tenía validez la predicción, e incluso donde compendiaba el valor último de la ciencia. Con los progresos civilizatorios, empero, el esquema de fuerzas y masas inertes se concibe cada vez más como un sutil intercambio de información entre sistemas y subsistemas, que en un sentido resulta imprevisible por defectos de nuestro conocimiento, y en otro por tratarse de una realidad inventiva o espontánea en alto grado. Aunque en el futuro quizá podamos resolver la cuestión de fondo, determinando si lo que llamanos azar es ignorancia nuestra o libertad inherente a cada naturaleza, por ahora sólo sabemos que ni el goteo de un grifo concreto es previsible con exactitud9. Como observaba R.Feynman, “el observador no puede saber [por adelantado] ... y la Naturaleza tampoco”. Por eso procede dejar atrás “la superstición en cuya virtud donde se advierta la existencia de un orden debe presumirse la presencia de un ente ordenador.”10
Semejante constatación no denigra a la ciencia ni recorta sus alas. Simplemente prescinde de una arrogancia que lastra su desarrollo, y que ha justificado pretensiones infundadas sobre los poderes del intelecto, apoyando distintos dogmas y funestos experimentos de ingeniería social derivados de ello. En vez de racionalismo cartesiano o irracionalismo el estado del mundo sugiere un racionalismo autocrítico11, que se ajuste a procesos evolutivos en realidades independientes de la razón, y no resolubles con la alternativa de descubrir allí taquigráficas leyes eternas. Formas recién descubiertas de organización -estructuras surgidas de la turbulencia, bucles iterativos, etc.-, prestan continente a contenidos muy diversos, y sugieren pensar los órdenes tradicionales sin el apoyo de “legalidades” preestablecidas, trascendiendo tanto el marco de lo instintivo como el de una razón pura. En contraste con la fijeza aparejada a la voz de la conciencia,12 o al galimatías de optar por una base de banales axiomas13, la civilización es una especie de cristal autónomo –un organismo- que va haciéndose sin pausa. Esto no significa denigrar la moral sentimental o las colecciones de argumentos explícitos, sino reparar en órdenes sin mandato, nacidos evolutivamente, que no pueden adscribirse ni a deliberaciones personales ni a una necesidad preestablecida como la inercial.

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Ninguna transición contemporánea parece comparable en hondura a que la conducta de sistemas humanos y extra-humanos se entienda como flujo de información-conocimiento. A ello atribuyo que tras milenios de identificar el orden con un fruto de coacción o necesidad exterior descubramos en toda suerte de horizontes formas espontáneas, que devuelven su inmanencia a cada realidad. Esto es un revés para las pretensiones racionalistas tradicionales, acostumbradas a legislar sobre una objetividad supuestamente inerte, y a imponer su personal designio sobre el impersonal crecimiento de instituciones y costumbres14. Bien mirada, sin embargo, esa cura de humildad purifica a la inteligencia, preparándola para convivir con el orden ampliado que ella misma contribuye a crear cuando no confunde su tarea con una cancelación del azar. Admitiendo lo incierto de cualquier pronóstico, se instala en el puesto que le corresponde ante realidades cuyo contenido de información rebasa con mucho el suyo propio, y respecto de las cuales no le incumbe tanto fijar estados admisibles como percibir orientaciones.
Supuestamente importado de la biología, el concepto de evolución nace con los estudios publicados por W. Jones en 1787 sobre correlaciones entre latín, griego y sánscrito (que inauguraron la idea de lenguas “indogermánicas”), y unido estrechamente a los trabajos sobre economía política e historia de algunos moralistas escoceses coetáneos (Stewart, Smith, Ferguson, Gibbon). Además de repensar a Lamarck –cuya teoría se basa en una transmisión de los rasgos adquiridos durante cada existencia individual-, Darwin estaba leyendo precisamente a Adam Smith cuando perfiló su propia teoría de la selección natural, basada sobre mutaciones aleatorias y supervivencia del más fuerte, y sólo un cientismo desinformado ignora que la biología moderna “tomó prestados sus planteamientos básicos de estudios culturales más antiguos”15. Pero se da la circunstancia de que el concepto de evolución es una idea mucho mejor adaptada aún a la complejidad cultural humana que a la zoología o la botánica, donde los cambios acontecen a una velocidad incomparablemente menor, y donde puede ponerse en duda una transmisión de los caracteres adquiridos. La civilización es lamarckiana en su desarrollo, y por eso mismo resultan inapropiadas algunas tesis del darwinismo social, no menos que pretensiones como “leyes de evolución” y otras fantasías positivistas sobre condicionantes inexorables. Lejos de ello, “la evolución cultural es siempre fuente de diversidad, no de uniformidad [...] y en el análisis de cualquier proceso presidido por alguna complejidad sólo cabe establecer ‘tendencias.’”16
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La piedra de toque más sencilla para distinguir una racionalidad adaptada a lo complejo o aferrada aún a lo simple es nuestra propia civilización, que tras descansar sobre sociedades militares ha acabado formando sociedades decididamente comerciales. Lo que unas organizan mediante líneas jerárquicas se ventila en las segundas con intercambios voluntarios, mediando una alta movilidad social de los partícipes. Estas segundas aprovechan mejor la información disponible -gracias a lo cual alojan confortablemente a cien donde antes malvivían dos o tres-, a pesar de no ser sistemas trazados con cartabón y regla, o de algún otro modo “racional”, sino una confluencia constante de caudales aleatorios. Como observa Hayek, allí cada individuo va descubriendo y generando sin pausa conocimientos, aunque mucho más rápidamente cuanto menos se estorbe el hallazgo de nuevos fines y nuevos medios. Precisamente a fin de evitar estorbos arbitrarios en esta selección, las sociedades comerciales respetan normas abstractas y muy prácticas a la vez, que son los hábitos y maneras custodiados por el derecho, un subsistema no nacido de la razón ni de las pulsiones y, de hecho, incómodo para ambas: la razón le imputa desoir sistemáticamente sus recetas normativas, en materia de justicia por ejemplo, mientras las emociones deben plegarse a formas comunes de conducta so pena de sufrir represalias17. Con todo, el derecho positivo y el consuetudinario codifican costumbres pacíficas de autocontrol, que procesan y clasifican un conocimiento incomparablemente superior al de cualquiera de sus individuos, y que son el motor primario para nuevos grados de complejidad18.
Ciertas instituciones ya presentes en sociedades militares –el dinero, el mercado, la empresa- se hacen entonces mucho más esenciales y ubicuas, promoviendo una indeterminación que subjetiva y objetivamente se mide en libertades. Cada uno de nosotros trabaja para incontables desconocidos, y el trabajo de incontables desconocidos sostiene segundo a segundo nuestra existencia. Llegados a ese estadio, las trayectorias son sustituidas por enjambres de trayectorias, los centros por redes, los bienes por servicios, la distancia por comunicación instantánea, los decretos por negociaciones. Y en esa cascada de infinitos progresivamente densos e irregulares lo quebrantado es el fundamento de la línea jerárquica, que –no sin hipocresía- asume desde los orígenes una defensa de la seguridad. Poco podría hacer esa línea para evitar el progreso de lo no lineal, si no fuese porque a veces la razón y las pulsiones, rara vez amigas en lo cotidiano, se alían para instar un retorno al orden de la orden, provocando alguna revolución sublime.19. Por otra parte, no todas las revoluciones siguen la misma orientación, y algunas –las más incruentas y duraderas- tratan de asegurar precisamente una pervivencia de lo comercial o complejo frente a la simplicidad del esquema clerical-militar. Solamente aquellas comprometidas con el modelo roussoniano del buen salvaje, las comunistas, se lanzan a planificar y supervisar una seguridad basada en la igualdad de ingresos e ideales, emprendiendo titánicos proyectos de ingeniería social.
La finalidad principal de mi último libro20 fue sugerir hasta qué punto el determinismo resulta inseparable de un voluntarismo más o menos consciente, cuya meta consiste en traducir la evolución de complejidades impredecibles e irreversibles como conducta de mecanismos aislados, que resultarían perfectamente controlables. El vértigo de la incertidumbre trata así de combatirse con certezas absolutas, aunque sea al precio de teorías sin teoría o intuición, y de sociedades embutidas en el papel de obedientes masas. Pero lo que ahora sabemos no abona ni una cosa ni la otra, ya que los sistemas no se comparan partiendo de su fuerza genérica –medida en términos de racionalidad, justicia o destino pautado-, sino partiendo del volumen de conocimiento que procesan, cosa equivalente al nivel de información requerido para hacerlos funcionar. Un programa como Wordperfect no puede abrir Word, aunque sí a la inversa, y es precisamente eso lo que pasan por alto las diversas modalidades del credo determinista.
Al recorrer alguna calle céntrica, una galería de escaparates lujosos y humildes jalona nuestro paso, indicando vagamente la ilimitada diversidad de fines y medios que suscitaron su aparición. Al igual que esos negocios, las propias calles y casas evolucionan al ritmo en que ilimitados individuos aplican su esfuerzo físico y su ingenio a descubrir nuevas fuentes de industria orientadas a su mejora personal, cada uno sirviéndose de conocimientos radicalmente singulares, recogidos de infinitas y aleatorias maneras, y todo eso en un solo barrio, de una sola urbe, de un solo territorio, aunque contagiado a la vez por todos los otros barrios, urbes y territorios. En semejante hipercomplejidad nos movemos, y cada vez asombran más los aspirantes a mesías sociales cuando dicen saber lo mejor para todos y cada uno, como si ello no implicara retroceder de Word a Wordperfect, o mejor aún al sistema de contar con los dedos de una mano. Por más iluminados que se sientan, y por más apoyo que obtengan de sus fieles, no dejarán de ser hombres falibles, seducidos por la ambición de adaptar la inmensa vida ajena al exiguo diámetro de la suya21.

4

Se entiende que el caos de la libertad sobrecoja, y que una añoranza de estructuras fijas funcione como aliado del no menos antiguo maniqueismo: o blanco o negro, o bueno o malo, o verdadero o falso. Pero cierto grado de civilización promueve órdenes extensos, dotados de una complejidad intrínseca, donde con una mezcla de anacronismo y buena voluntad no dejan de brotar nostalgias por lo simple: en definitiva, lo justo y placentero para todos debería ser hegemónico. El inconveniente de estos atajos reside en que el grado de “bueno y placentero” obtenido en órdenes extensos sin planificación es incomparablemente superior al que se obtiene tratando de planificarlo con una doma del egoismo individual, directrices lineales centralizadas y altruismo forzoso. Descartes -padre del racionalismo a ultranza- se hallaba fascinado por lo simple, y abrió su Discurso del método alabando al autoritario espartano, ya que sólo ese irreconciliable enemigo de la libertad tenía “leyes originadas en un solo individuo, y tendentes a un solo fin”. En agudo contraste con estas simplezas, Mandeville nos recordó que “lo peor de toda la multitud hizo algo por el bien común”22, sin desviarse de un criterio que aparece incluso en Tomás de Aquino, cuando admite que “mucho de lo útil desaparecería si se prohibieran estrictamente todos los pecados”23. Si no comulgamos con el sectarismo o la ignorancia deberíamos saber a estas alturas de nuestra historia lo que ya sabía Adam Ferguson en 1767:

“Cada paso y cada movimiento de la multitud se hacen con igual ceguera acerca del futuro. Las naciones se topan con instituciones que son el resultado de la acción humana, pero no la ejecución de algún designio humano [...] Las comunidades admiten las mayores revoluciones cuando no se busca ningún cambio.”24

En realidad, sigue abierta para cualquiera la vía de regresar a su aldea y tribu, o –si hubiese nacido en sociedades complejas- de encontrar aquellas que sobreviven aún en selvas o desiertos. Quizá allí encuentre la sencillez sin fisuras de un orden cerrado, con ceremonias siempre idénticas e idénticamente compartidas, donde se excluya la posibilidad de que unos prosperen mucho mientras a otros les sucede lo inverso, y donde todos están protegidos por la férula de un venerable jefe. El inconveniente es que el orden aldeano resulta salvajemente gregario, y sobremanera odioso para casi cualquiera que haya conocido el global; su reiteración de ritos purificadores25 y autoafirmativos no logra ocultar que la solidaridad tribal arranca de una básica insolidaridad humana –la de “los nuestros” frente a “los demás”-, cuya única cura viene a ser el prosaico comercio de bienes y servicios, gracias al cual los extraños se transforman en socios y clientes.
Los resultados de la espontaneidad pueden ser tan perversos como los resultados del control, e incluso más en ciertos casos. Pero aquí vuelve a ser necesario un deslinde. Por una parte, estudiando lo espontáneo de un fenómeno nos acercamos más al fenómeno que reduciéndolo a cosa legislada, e incluso nos acercamos más a poder intervenir en él26. Por otra parte, el autocontrol llamado civismo debe distinguirse del imperio arbitrario sobre la conducta de otros, y desde esa perspectiva la libertad resulta tan económica como la coacción costosa. De hecho, sólo brota dentro de aquello que es ya complejo, cuando la razón y el instinto de muchos se han templado aprendiendo reglas impersonales de juego, como que los pactos libremente contraídos habrán de cumplirse, que no será admisible pedir sin dar, que mediará el consentimiento en las transmisiones, etc. Dichas reglas han surgido al margen de cualquier intencionalidad explícita, a pesar de lo cual son las formas que sostienen el edificio de la vida cívica, con todas sus limitaciones y posibilidades. La espontaneidad constituirá siempre una dinámica más o menos caótica, y por eso tan susceptible de mejoramiento como de empeoramiento. Sin embargo, espontaneidad es sencillamente otro nombre para un orden abierto a cambios. Cuando el cambio se encomienda a algún orden restringido o cerrado –desde la instrucción militar o monacal a supuestas “leyes de la naturaleza”- el caos sigue allí, informando cada elemento y cada práctica, mientras el verdadero cambio –el que afecta a nuestra perspectiva- queda siempre postergado a un mañana remoto.



REFERENCIAS

1Imposturas intelectuales, Taurus, Madrid, 1999. Sokal, licenciado en Física y profesor de matemáticas en la Nicaragua sandinista, envió a Social Text un artículo hilvanando despropósitos en terminología posmoderna, que resultó publicado con todos los honores (en abril de 1996). Movido por ello, compiló con la ayuda de Bricmont una antología de textos escritos por algunos líderes del posmodernismo (Lacan, Kristeva, Irigaray, Latour, Baudrillard, Deleuze, Guattari y Virilio), donde exhibe –a mi entender, de modo perfectamente satisfactorio- la mezcla de camelo, incoherencia e irracionalismo de esta corriente.

2Sokal y Bricmont, 1999, pág. 116.

3The Logic of Scientific Discovery, Hutchinson, Londres, 1959.

4Sokal y Bricmont, 1999, pág. 75.

5Ibid.

6Ibid., pág. 76.

7En Sokal y Bricmont, 1999, pág. 213.

8Por ejemplo, Anyion considera que la visión de los indios zuñi sobre la prehistoria es tan válida como la del arqueólogo. Sin perjuicio de que la visión zuñi pueda ser tan aguda o más, sólo será equiparable a la arqueología cuando se interese por todas las culturas, disponga de medios para hacer múltiples excavaciones y pueda comunicar a cualquiera los datos recopilados sobre el asunto. Esto es, cuando cierta sociedad detraiga energías recaudadas colectivamente para un asunto como “rastros documentales de culturas desaparecidas”.

9Los comprometidos con el ideario determinista insisten en que los fenómenos caóticos son predecibles, aunque en la práctica una ligera imprecisión en los datos iniciales se amplifique rápidamente, y pronto se pierda la predictibilidad del fenómeno. Eso, a su juicio, nada tiene que ver con el dogma de que la naturaleza “sigue al pie de la letra sus regularidades”. Ahora bien ¿a qué atribuimos esa rápida amplificación de las imprecisiones? ¿Al fenómeno, al observador, a ambos? Cabe distinguir entre procesos caóticos “deterministas” y flujos aleatorios “indeterminados”, pero con eso no soslayaremos el fondo del asunto, donde de nuevo será necesario contraponer el mundo mandobediente de Newton y sus epígonos a la evolución de complejidades que se auto-organizan.

10F.A.Hayek, La fatal arrogancia, Unión Editorial, Madrid, 1997, págs. 214-215.

11En su Tratado sobre la naturaleza humana (1740), Hume proponía ya “debilitar las pretensiones de la razón mediante el análisis racional.”

12La voz de la conciencia es el daimon socrático –luego retomado por chivos expiatorios como Cristo o Bruno-, que funde instintividad y razón legislativa, siempre en detrimento del tercer término (cultural o civilizado), y abre la crítica dirigida contra Protágoras y el resto de los sofistas. Lo que subyace a este arcaismo es la tragedia de Antígona, desgarrada entre los deberes del orden restringido -familiar o tribal- contrapuestos como ley de un eterno reino subterráneo al cambiante derecho de cada época: las sombras del pasado proyectan su entidad sobre la luz de cada día.

13Que fue el expediente orientado a salvar la crisis de fundamentos en matemáticas desde mediados del siglo XIX, si bien desembocó en la paradoja de Gödel y otras inconsecuencias del axiomatismo. Sobre génesis y desarrollo del expediente formalizador, cfr. A.Escohotado, Caos y orden, Espasa, Madrid, 1999, págs. 100-115.

14La naturaleza debería permanecer arrodillada ante la razón operativa, que gracias a la técnica aspira –y con serios motivos- a cumplir profesionalmente dicho proyecto. Sin embargo, es la propia técnica quien va demoliendo esas pretensiones, apostando crecientemente por estimular pautas espontáneas o descentralizadas, no por cumplir ideales de justicia sino para pagar aquella parte debida a la eficiencia, la economía.

15Hayek, 1997, vol. I, pág. 215.

16Ibid., pág. 217.

17A diferencia del tabú, cuya desobediencia provoca siempre fulminación (tormento seguido de muerte), el derecho gradúa cuidadosamente las transgresiones, promoviéndolas en aquellos casos donde individuos y grupos perciben la inadecuación moral del precepto. Léase otra vez la cita que abre este artículo.

18El eje primario de estos hábitos es el cumplimiento de los negocios jurídicos o contratos (cuya base radica exclusivamente en la autonomía de la voluntad adulta), hasta el extremo de que la justificación nuclear del Estado consiste en asegurar dicho cumplimiento. A tales efectos se autoriza que emita cierta valuta o dinero con poder liberatorio para extinguir cualquier deuda económica.

19“De hecho, la revolución comunista puede ser considerada una de las más ambiciosas creaciones del espíritu [...] Algo tan valiente y atrevido que justificadamente ha logrado suscitar la más excelsa admiración. Si queremos salvar a nuestro planeta de la barbarie, lejos de ignorar desdeñosamente los argumentos socialistas será preciso refutarlos” (L. von Mises, Socialism, Liberty Classics, Indianápolis, 1981, pág. 14).

20Escohotado, 1999, vide caps. II y III, en paralelo con caps. VIII y IX.

21En su Investigación sobre el entendimiento humano comenta Hume: “Los fanáticos pueden suponer que la dominación se funda en la gracia, y que sólo los santos heredan la tierra; pero el magistrado civil coloca con toda justicia a estos teóricos sublimes al mismo nivel que los simples ladrones”; cfr. Hayek, La tendencia del pensamiento económico, Unión Editorial, Madrid, 1995, pág. 115.

22Cfr. Hayek, 1997, pág. 80.

23“Multae utilitates impedirentur si omnia peccata stricte impedirentur”; Summa Theologica, II, 2, 78 i.

24An Essay on the History of Civil Society, Edinburg University Press, pág. 187.

25El mecanismo de descontaminación por transferencia del mal, nervio de la medicina articulada sobre el empleo de chivos expiatorios.

26De hecho, buscarle leyes -obtenidas observando sus regularidades- tiene el mismo propósito de intervenir, si bien se trata aquí de forzar cada sistema, frente a la perspectiva de potenciar la auto-organización de aquellos considerados útiles. Es un asunto de rendimiento, que probablemente acabará de despejar el paso de los años.

 

Antonio Escohotado
Artículos publicados 2003
http://www.escohotado.org



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